PARTE
SEXTA:
EN
EL PAÍS DE LOS MUERTOS
……………………………………………………………….
85-
LA NAVE INTERDIMENSIONAL
Poco
después de la ceremonia, bien vestido y provisto tan sólo de su lira, su flauta
y un candil de grasa de oveja, Orfeo fue llevado desde la playa, en una
embarcación de cuero prestada, que Donnon remaba, hasta el borde del
acantilado, detrás de la Uña de Piedra, donde se despidieron sin hablar.
Desde allí, el bardo se las arregló para
llegar hasta la todavía cerrada boca de la cueva por la que había visto, en su
sueño, penetrar a Eurídice tras una larga fila de espíritus flotantes. Se
acomodó sobre una peña y empezó a tocar en tanto que las últimas huellas del
ocaso desaparecían del cielo.
Su
canto ya no era el canto lamentoso y melancólico de la desesperada carencia,
como la primera vez que había tocado allí, sino la firme serenidad del que está
convencido del propio merecimiento y de quien confía en la sabiduría y en el
amor de la Vida Eterna en sí mismo, enmascarada tras los muchos nombres de
dioses y diosas que los hombres son capaces de imaginar.
Estuvo
interpretando su mejor repertorio como una ofrenda de gratitud anticipada,
hasta que cayó por completo la noche. Entonces encendió el candil. Aún siguió
cantando y tocando mucho tiempo después, mientras pedía a los reyes del Averno
que se dignasen abrirle sus puertas a alguien que había recorrido el Laberinto
hasta el final y que había comprendido, sin permitirse dudar de los resultados
de su súplica.
Estaba
lleno de excitado entusiasmo y seguridad, igual que una luz que penetra en las
sombras para diluirlas. Estaba seguro de que su invocación no podría quedar sin
respuesta.
De
pronto Orfeo sintió, más que vio, un resplandor que venía de la punta del cabo
alargado, aquella que tenía forma de nave. Al volverse, divisó una embarcación
de madera, ancha y ligera, con una vela gris de aspecto mediterráneo, que se
acercaba, suave pero rápidamente, a la Uña de Piedra. De su mástil colgaba un
fanal de luz amarillenta, que le permitió distinguir la figura del solitario
barquero que dirigía el timón hacia su rumbo.
Cuando
llegó cerca, el timonel le hizo una señal con la mano para que se aproximase y
el bardo se alborozó de que sus ruegos hubieran sido atendidos y de que le
fuese permitido cruzar la laguna abismal que separa los mundos de la vida y de
la muerte. De un salto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos.
El
barquero, recién acabando de separar la embarcación de las rocas con un largo
remo, se volvió hacia él y, con una voz tosca y cavernosa, le dijo severamente:
-No
te muevas tan rápido, no agites mi barca. Se acabaron para ti las prisas,
mortal.-
El
bardo se quedó cortado, callado, inmóvil, sin saber qué hacer.
-¡Música!
–exigió el barquero, poniéndose al timón- Para llegar a donde vas tendrás que
tocar todo el rato tu música, loco amante de un sueño, nadie cruza en esta nave
sin pagar el servicio.-
Orfeo
tomó la lira, se concentró y comenzó por un himno que invocaba la guía de
Hermes Psicopombo por las regiones del más allá, mientras el timonel navegaba
mar adentro y hacia el sur; luego lo fue enlazando con otros cánticos eleusinos
que proclamaban la eternidad de la vida a través de las interminables cadenas
de transformaciones aparentes del Único Ser, que representa todos los papeles
de su propio teatro de la existencia. Según cantaba, le parecía que las olas se
amansaban y que cada vez batían con menos fuerza contra los costados de la
barca.
Algo
después, la sensación del transcurso normal del tiempo fue dejando paso en su
mente a un momento de presente interminable, como si estuviese soñando y como
si no existiese otra cosa en el mundo que aquel fanal encendido rodeado de
sombras densas y pesadas. El mismo barquero no pasaba de ser una estatua oscura
pegada a la popa y completamente inmóvil. Su propia voz parecía ser lo único
vivo allí.
Tras
muchas canciones seguidas, en las que le daba la impresión de que sólo se
estaba escuchando a sí mismo, el bardo se sintió cansado en medio de aquella
inacabable negrura vacía de otros sonidos. No sabía si llevaban navegando toda
la noche o si sólo hacía una hora o dos que zarparan. Paró de cantar por un
rato y se sintió rodeado de un silencio más espeso y pesado todavía, de la más
desesperante soledad. Además, la brisa húmeda de la noche comenzó a traerle un
olor extraño, desagradable.
9-2.
LA SOMBRA DE LA LUZ (repetición).
Al
poco, lo identificó: era un olor como de carne podrida. Se asomó por la borda y
no vio el mar, sino una viscosa niebla que parecía rodearles en todo el círculo
que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en ella, pues no dejaba
estela alguna detrás de sí. Fijándose más, le pareció vislumbrar formas
conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. Se estremeció de pavor, eran
cadáveres, muchos cadáveres flotantes y nauseabundos, el navío se encontraba
sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida a la deriva, de los que se desprendía
un tufo cada vez más patente de vapores de descomposición.
Orfeo
sintió un agujero en su vientre, miedo, temor paralizante y un terrible deseo
de vomitar sobre la amura, mas algo en su interior le hizo aguantar y
contenerse. Se dirigió al barquero infernal, en busca de una explicación, pero
en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; se encontraba
angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror.
La luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más mortecina.
Transcurrió
un tiempo interminable en el que se sentía como clavado a su banco en la
creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en él seguía deseando
vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso interno le decía
que no debía disolver y perder su energía, sino coagularla y retenerla,
aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarse, resistir, olvidar los terrores de
su personalidad centrándose en lo eterno de su Ser, como habían dicho el
“Hombre del Roble” y Donnon. Al final, recurrió a las fuerzas de su arte, se
dijo a sí mismo que todo aquello eran ilusiones de su mente y que no podía
dejar que le arrastraran al pánico; así que decidió repoblarla con un mundo de
música en honor de Eurídice, para llenarla de luz, ánimo y disciplina. Haciendo
de tripas corazón, rasgueó su lira de modo que brotasen de ella las más alegres
escalas de notas, cantó para su musa canciones infantiles, tocó las danzas de
la molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia,
siguió por himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos de
orgullo por las glorias de su país; se alzó y cantó alabanzas a los héroes, dio
golpes con el pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fue
dominando la náusea y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas
de su vientre, por donde la energía antes escapaba, elevándola al ser,
afirmándose en el poder de su amor. Le pareció que su tenaz entusiasmo
intensificaba la luz del fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía,
poco a poco, ante él, disipando el olor de la putrefacción envolvente. Le
pareció que el navío se movía con suavidad hacia donde suponía que estaba el
sur, más cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba. Se vio a sí mismo
construyendo su propio camino a base de estrofas, tal como en los días
anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras del
Laberinto del Fin del Mundo. Se sintió invadido de valor y fue penetrando en la
convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es sino un impulso
cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva de la
experiencia sobre un vacío infinito, experiencia siempre moldeable por medio de
la voluntad que el ánimo pilota. Su gana hizo que la nave avanzara, que el
farol brillase ahora como una estrella de constructiva esperanza y que el mar
de cuerpos muertos fuese sustituido por aguas libres, relativamente calmas y
amables, sobre las que se deslizaba cada vez más veloz. La nave cortaba la
niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus costados algo así como un
corredor de altos muros de densa bruma, que el fanal iluminaba hasta cierta
altura. Al compás de su canto, aquellos muros o pantallas fantasmales
comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero se vio a sí mismo como en un
gran espejo navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio de la noche,
de la niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde, pero después
comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas: Orfeo
recorriendo el laberinto de Donnon, entrando en el país de Gal con los Brigmil,
navegando el Gran Verde con Arron o Beleazar. El bardo se dio cuenta de que el
avance del navío al compás de su propia música lo llevaba a contemplar su
pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: se vio junto con
Hércules en Creta, con la pitonisa en Delfos, el doloroso enterramiento de
Eurídice en el glaciar, la trágica muerte de ella. Su tristeza pareció reducir
la velocidad de la navegación, pero volvió a insuflar ánimo a la música y pudo
disfrutar de la visión de su amada viva, de sí mismo abrazándola, de su
triunfal regreso de la Cólquide junto con sus compañeros, de su entrada ritual
en el templo del monte Lafistio, portando el dorado trofeo de su conquista.
Siguió viendo reflejadas, cada vez más nítidas
y rápidas, escenas intensas y entrañables de la aventura argonauta y, sobre
todo, el último de sus furtivos encuentros íntimos con Eurídice, la última vez
que disfrutó de su expresión en el momento del placer, pocas horas antes de partir
a por el Vellocino de Oro.
……………………………………………………………………………
86-
VISIONES EN LA NIEBLA ASTRAL.
...
Continuaba viendo reflejadas en el muro de niebla astral de la laguna de los
Infiernos, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de
los años anteriores: sus viajes a Samotracia, Eleusis y Sais, y antes, el
primer encuentro con su amada, y antes, la escuela de Quirón, y antes, su
propia infancia...
Alcanzó
a sentir de nuevo, con agradecimiento, ternura y algo de sentimiento de culpa
por su rebelión ante ellos, el inmenso amor que tenían por él sus padres,
Kalíope y Eagro. Sinceramente les perdonó y pidió perdón a sus recuerdos por
tantas desarmonías y choques de ego. Luego vivió, con intensidad angustiosa, el
momento traumático de su propio nacimiento, un parto difícil como una agonía,
una angustiosa muerte... y, de pronto, se encontró en otra vida y en otro
mundo.
Allí
estaba él antes, feto en el vientre de su madre, plácido habitante de un mundo
oceánico intrauterino donde nada se sentía extraño a uno mismo, en perfecta
fusión con la Diosa, con el Todo, en el Cielo. Otras sensaciones más extrañas
todavía le hicieron sentirse célula, átomo, ínfimas partículas, danza alocada
de geometrías, de ondas.
Ya
no más referencias individuales. Se encontró viviendo la vida del Ser
Humanidad, imágenes colectivas pasaban rápidamente hacia el pasado por los
pasillos de niebla que la nave iba modelando a su paso.
Contempló
las guerras de los antiguos: la novedad del bronce contra las armas de piedra,
las tribus de la época matriarcal, costumbres salvajes, las ceremonias mágicas
de las sacerdotisas, vedadas a los hombres, sus orgías extáticas reveladoras.
Comenzó
a oír en su mente un rumor lejano y vio formarse en la niebla una inmensa cortina
de fuego, que venía desde el horizonte tragándose el mundo, abrazándolo todo,
arrancándolo, desintegrándolo. Le arrastró una vez más la angustia de la
muerte.
Pero
pasó y, más hacia atrás, pudo contemplar escenas crueles de la Era de los
Titanes: mujeres y hombres de civilizado aspecto, cazando y matando salvajes
como si fueran fieras, encerrando en jaulas a las mujeres de los bosques,
ofrendando prisioneros a ídolos de horrible aspecto. Se vio drogado y tumbado
en un altar, en lo alto de una pirámide escalonada, mientras el sacerdote
alzaba el cuchillo ritual de piedra negra sobre su pecho.
Cada
vez a mayor velocidad, el archivo interno de su especie le proporcionaba
escenas más antiguas: cavernícolas danzando, banquetes caníbales, lucha contra
fieras, humanos- fieras. Se vio entre mundos de flora y de fauna hace largo
tiempo desaparecidos, era ahora un animal, un reptil, un pez, una larva
extraña. Contempló erupciones espantosas de volcanes en cadena, nuevos
maremotos, terremotos, diluvios, caídas de estrellas...
Orfeo
ya no estaba viendo más la historia pasada de la Humanidad, sino la del planeta
mismo. Sintió su propia muerte muchas veces como la muerte de cada una de las
incontables eras geológicas que se tragaban las unas a las otras en medio de espantosos
cataclismos y comprendió el mito de Saturno devorando a sus hijos de una manera
más visceral que antes.
Más
allá de aquellas aceleradas visiones salió de las paredes de niebla una gran
luz y un sonido como de trueno, tan súbito y potente que, por un instante, le
hizo parar de tocar.
En
ese momento, la luz empezó a vacilar, como si quisiera apagarse, la barca
pareció ser atrapada por un remolino que tiraba de ella, y empezó a girar
locamente en torno a sí misma mientras era arrastrada a toda velocidad. Orfeo
se aferró al mástil con todas sus fuerzas, percibiendo que todo se llenaba del
pavoroso fragor de una ola gigante que estaba llegando desde la sombra y que,
sin duda, venía barriéndolo todo.
Sintió
que ya había vivido aquello antes y eso le dio una extraña paz, entregándose
completamente y sin resistencias a lo que fuera que viniese. Sacó fuerzas de
flaqueza y, como pudo, en medio de la vorágine, trató de arreglárselas para
centrarse y volver a crear una sinfonía coherente, aunque fuese su último acto
en la vida.
Era
imposible tocar la lira con aquella agitación que apenas le permitía aferrarla
y mantenerse sujeto. Renunció a ello, pero intentó cantar. Imposible también.
Sentía un atenazante nudo en la garganta. Pero ni aún así se rindió al pánico.
Sabía que se lo tragaría la ola, si lo hacía.
-"Yo
soy el tranquilo testigo de todas las ilusiones que pasan por mi
percepción" –recitó interiormente, acordándose dé las instrucciones de
Quirón para enfrentarse al pánico. Y seguido y centrándose totalmente-:
"Yo soy uno con el Ser Indestructible a través de mi amor a la Diosa de
los Mil Nombres”.-
Agarrado
al mástil con todas sus fuerzas, cerró los ojos y gritó bien alto el nombre
oculto de la Gran Madre Salvadora que sólo se enseñaba a los iniciados en los
Misterios Kabíricos en el Santuario de los Grandes y Antiguos Dioses de
Samotracia, repitiéndolo en escalas espirales afinadas con el ritmo de la misma
trepidación que lo envolvía.
Su
fe y su entrenada maestría lograron el milagro: el nombre venerado se convirtió
en un centro ígneo y en un canal espiral sólidamente asentado en la raíz de su
ser, que ascendía interdimensionalmente, como si fuese una serpiente alada,
mientras sentía alrededor de sí un manto protector. Orfeo pudo comenzar a
ordenar entonces, en su mente, el caos de sonidos, bamboleos, estremecimientos
e imágenes inconexas de todo tipo que la llenaban.
A
medida que la melodía volvía a estructurarse en su vibración emocional, el
vértigo y la náusea cedían en su interior; a medida que su respiración se hacía
más lenta y más profunda y su música mental más clara y más fluida, el arrastre
y el remolino cedían, la barca se asentaba y ascendía armoniosamente la cresta
de la ola.
El
fanal del mástil volvió a iluminar y el caos daba paso, mientras todo se
precipitaba hacia adelante, a una nueva rápida sucesión de las mismas imágenes
que había visto antes, ya no reflejadas en la niebla externa, pues seguía de
ojos cerrados, sino proyectadas en su interior como un sueño. Sólo que ahora
parecían correr en orden inverso, del pasado al futuro, mientras la trepidación
cesaba y la nave bajo sus pies se dejaba llevar pasivamente.
En
instantes, repasó en su pantalla mental sus vivencias planetarias, luego las de
su ser como Especie Humana y por fin volvió a tener claros recuerdos como
individuo: nacimiento, primer encuentro con Eurídice, robo del Vellocino de
Oro, muerte de su amada, naufragio ante las costas de Iberia. Los bandidos del
barranco Mata-Venados, el baño junto a la sacerdotisa en el Templo del Amor.
A
partir de ahí empezó a vislumbrar imágenes desconocidas, que su entendimiento
interior describía como las de su propio futuro, a amplios saltos por el
tiempo.
Se
vio a sí mismo de vuelta a su tierra natal, tocando la lira ante el atardecer
en lo alto de una montaña. Fue espectador, con extraña serenidad, del momento
de su muerte en la encarnación actual. Y esto le tranquilizó completamente: no
sería aquí y ahora, en un mareante remolino del mar de cadáveres de los Infiernos;
y pudo tener la certeza, muy aliviado, de que su vida proseguiría eternamente
en otras dimensiones, fundida con la de las almas amadas.
Ahí
hubo un momento de calma, una especie de vacío de imágenes. Una gozosa tregua
en su prueba, un relax profundo y confiado. La ola se precipitó como una
cascada gigante, Orfeo salió de sí y el tiempo se detuvo.
……………………………………………………………………………………..
Al
cabo de un ciclo inmedible de absoluta paz, Orfeo se sintió retornar poco a
poco de su vacío, percibiendo que, bajo él, la nave se encontraba inmóvil.
Apenas un normal balanceo indicaba que seguía flotando sobre el océano.
Se
atrevió a abrir los ojos y sólo vio en torno a sí la barca y la negrura de la
noche, más allá del círculo de espesa niebla envolvente iluminado por el fanal.
Soltó el mástil, miró hacia las oscuras olas por encima de la amura sin ver
nada extraño y se fue a sentar de nuevo en el banco con la lira entre las
manos, agradeciendo a la Diosa.
Bien,
todo estaba tranquilo… pero había que proseguir. Deseaba que llegara a su fin
aquella noche interminable.
Probó
a tocar de nuevo la música del himno a Hermes, a ver qué ocurría. La nave se
puso en marcha en alguna dirección, avanzando entre las paredes de bruma, ella
sabría hacia dónde. “Tendrás que tocar todo el rato tu música”, había dicho el
siniestro barquero.
Contento,
tras los angustiosos momentos recién vividos, comenzó a cantar un poema
dedicado a Poseidón ya que, aún sin remero, bogaba. De nuevo empezaron a verse
imágenes en movimiento proyectadas sobre la niebla.
Al
principio no las reconoció, pero luego le vino un recuerdo: Eran las sombras de
las costas del Helesponto, ya que, aunque con dificultad, podía distinguir los
blancos acantilados del cabo Helas bajo la luz de la luna, igual que en el
pasado, cuando los argonautas intentaron cruzar de noche ante las murallas de
la ventosa Troya sin que sus vigías se diesen cuenta de que el “Argo” era una
nave griega. Para ello, remaban contracorriente por la orilla opuesta, con los
remos envueltos en trapos, en absoluto silencio, la vela teñida de negro y un
mascarón de proa típicamente colquídeo superpuesto al suyo.
Sin
embargo, aquel barco que estaba viendo proyectado sobre la niebla no era el
“Argo” ni pretendía rebasar la ciudad por la orilla tracia y seguir hacia el
Bósforo y el mar Negro, sino cruzar el estrecho en diagonal hacia ella y
desembarcar por sorpresa en sus playas. Llegaron a la arena con el despuntar
del alba, y entonces se oyeron en todas las torres fuertes y continuos sonidos
angustiados de caracolas y de cuernos, con los que los centinelas de los ricos
teucros daban la alarma a la ciudad dormida.
Pero
toda la playa estaba cubierta por cientos de naves, negras como la noche de la
que salieron, ya embarrancadas de proa, y miles de guerreros griegos saltaban
de ellas y se desplegaban corriendo como una mancha de aceite, tomando
posiciones. El sitio de Troya había comenzado y el bardo tenía completamente
claro que ya no estaba viendo el pasado, sino el futuro.
Se
siguieron ramalazos de imágenes cada vez más rápidas e impactantes: El choque
brutal de dos carros de guerra, erizados de picos, en medio de una batalla de
multitudes. El cielo oscurecido por las flechas, pabellones repletos de heridos
y mutilados, pueblos circundantes saqueados, funerales humeantes de guerreros,
otro carro que arrastraba a toda velocidad un cadáver entre el polvo y las
piedras de la llanura, un enorme caballo de madera siendo entrado por un hueco
abierto en la muralla, un pavoroso incendio que envolvía la ciudad, mientras
sonaban gritos de terror y agonía por sus calles.
Se
oyó a sí mismo recitando ante la hoguera de un palacio, de nuevo como aedo en
otro cuerpo, poemas cantados que hablaban de la guerra de Troya y de las
aventuras de Odiseo, aquel niño del arco grande que conoció en Ítaca en vida
anterior. Contempló el desarrollo futuro de Tracia, cuyo interior se mantenía
atrasado y rudo, mientras toda la costa era colonizada por los griegos, hasta
que un día todo el país se vio invadido por un inmenso ejército asiático. Le
llegaron imágenes de luchas de repetitivos conflictos entre Oriente y Occidente
a ambos lados del Egeo, durante siglos.
Se
sintió naciendo de nuevo en Atenas como mujer muchos siglos después,
desarrollándose en un cuerpo que cada vez se parecía más al de Eurídice, y
entonces tuvo claro que siempre serían un mismo ser. Creció con la hegemonía de
la ciudad, gozó de la vida, tuvo hijos, vio el esplendor máximo de la
civilización helénica, en la cual se reformaron los Misterios de Eleusis y
todas las concepciones de la religión olímpica por influencia de una escuela de
pensamiento que afirmaba tener sus fuentes en un gran músico del pasado llamado
Orfeo. Se sintió morir otra vez, y contempló desde un plano diferente la corrupción
de su cuerpo, al mismo tiempo que la de su país más admirado, en desgastantes
luchas intestinas.
Supo
como del norte surgía un coloso, un tracio o macedonio, que unificaba a los
litigantes nietos de Heleno con el poder de su brazo, destruía para siempre a
la opulenta Tiro, entraba triunfante en Egipto y después extendía la cultura de
los olímpicos por el Oriente, hasta la remota India. Retornó a la vida en esa
época como un artista que no conoció la fama, mas que fue muy feliz: por un momento,
el mundo todo se había vuelto griego y su propia música y sus cantos del pasado
y del presente parecían darle su forma más auténtica a aquella civilización
espléndida.
Pero
enseguida aquel sol declinaba y uno nuevo surgía en el centro de Italia, al sur
del antiguo puerto de los Tirsenos: un poder duro, puramente guerrero, se
extendía con ordenada violencia y eficacia, devorando las ciudades coloniales
de los nietos de fenicios y helenos, luchando en Italia, en Iberia, en África,
en batallas descomunales con numerosa caballería y hasta elefantes convertidos
en armas mortíferas. La propia Grecia fue dominada por ellos. También Tracia y
las ricas colonias de Asia Menor, Canaán y la Siria; incluso el milenario
Egipto.
Se
vio de vuelta al país de los Gal dentro del cuerpo de un comandante de un
curtido ejército de aquella nación, cuyos hombres avanzaban por los bosques del
Extremo Oeste llenos de temor a los dioses infernales. Llegados frente una
oscura corriente de agua, al otro lado de la cual la niebla ocultaba los
bosques, algunos legionarios se plantaron gritando, para justificar su miedo,
que se trataba del Leteo, el río del Olvido, y se negaron a seguir avanzando.
La protesta se contagió al resto de la tropa, entre la que había muchos griegos
y tracios, hartos de un viaje interminable a ninguna parte.
Él,
entonces, espoleó a su caballo y lo hizo cruzar el vado llevando en la mano su
enseña, que representaba una loba etrusca. Desde la otra orilla llamó a sus
oficiales y veteranos, uno por uno, por sus nombres, para que viesen que no
había perdido la memoria. Pocas jornadas después, sus legiones contemplaban con
veneración y orgullo, formadas en las Altas Aras del Cabo Ártabro, como el sol
era tragado por la mar del Fin del Mundo, creyendo que ya no quedaban más
tierras sin conquistar.
Pero
a pesar de su aplastante poderío, aquel imperio fue conquistado a su vez, no
por la fuerza de las armas, sino por el esplendor de la cultura helénica, igual
que antes los invasores jonios y eolios se habían dejado fascinar por las
sacerdotisas pelasgas. Durante quinientos años más, los Dioses del Olimpo
siguieron imperando a ambos lados del Gran Verde, aunque les hubiesen traducido
sus nombres a una lengua extraña, que incluso llegó a convertirse en el idioma
oficial de las remotas tierras de los Oestrymnios del Sur y del Norte. .
...Mientras que la lengua gaélica de los Brigmil, aunque perdida en su país
originario, continuó usándose durante siglos en la mítica Isla del Destino,
después de su invasión por los milesianos, tal como había predicho Aito.
Rápidamente
se sucedieron a ambos lados de la nave de Orfeo nuevas imágenes de corrupción y
decadencia de aquel imperio poderosísimo, que pereció bajo los cascos de los
caballos de múltiples invasiones de bárbaros brutales llegados desde el norte y
desde el este. Hubo trescientos años de caos y bandolerismo donde antes había
una magistral civilización patriarcal que, a medida que se enriquecía y
refinaba, se fue haciendo matriarcal en sus élites y en sus vástagos.
Pero
en medio de aquellas matanzas reencarnó el espíritu de los Brigmil en un grupo
de guerreros excepcionales, que desvelaron en la isla de los Albiones, la
Casitéride Mayor, el espíritu de la caballería andante alrededor de una tabla
redonda. Eso fue el origen de otra mítica orden posterior de caballeros
protectores de peregrinos, que se traería de la invasión europea de Siria y
Canaán un conocimiento templario que logró, en sólo sesenta años y ayudados por
los descendientes de la Fraternidad de Constructores Sagrados del maestro Jaun,
llenar Europa toda de catedrales de arquitectura hermética en pura tensión
ascensional y desmaterializadora.
Aquellos
altísimos templos servían, igual que los antiguos dólmenes, como instrumento de
elevación de la vibración del subconsciente colectivo de la comunidad, del
plomo al oro y del oro al éter, colocando al servicio de un cambio mental
general las claves mágicas de la evolución hacia la inmortalidad que
proporcionaban las sacerdotisas antiguas a sus hijos varones para que estuviesen
a su altura, antes de que su alquimia de transformación interior degenerase y
se convirtiese en burdos rituales de sacrificios humanos de inocentes.
En
los portales y altares principales de aquellas torres construidas para ascender
a los cielos, la antigua Diosa Madre volvió a ocupar el lugar de honor y, en su
centro, los habitantes de las primeras ciudades libres que resurgían de siglos
de barbarie, podían reflexionar, meditar, cantar, caminar y danzar sobre el
sendero de un laberinto evolutivo. Los Caballeros abrieron las vías del mundo a
la libre circulación y otra vez el Camino de las Estrellas se convirtió en una
escuela dinámica de sabiduría y de intercambio, que preparó un renacimiento de
la cultura Helénica actualizada.
Las
visiones mostraron a Orfeo como, en Iberia, a pesar de que el país estaba
empeñado en una guerra de reconquista que duró setecientos años, cientos de
peregrinos pacíficos se colgaban la concha de la Diosa del Mar y del segundo
nacimiento al cuello, para repetir la peregrinación del bardo y de tantos otros
al Fin del Mundo, siguiendo a Helios Apolo en su camino, invocando la
protección de Luh-Hermes-Iaco, que ahora era San Iago, para que les guiara en
su aventura del autoencuentro...
Aparecieron
a continuación sobre la niebla imágenes del enorme refinamiento y riqueza de la
capital griega de aquella época futura, “La Ciudad”, la llamaban, una nueva
Troya que dominaba, no el Helesponto, sino, más al este, el estrecho del
Bósforo, por donde había pasado el “Argo” hacia el Mar Negro.
Pero
una invasión de cientos de miles de gentes armadas que llevaban la media luna
de la antigua Diosa en sus estandartes, cubrió la orilla asiática de blancas
tiendas militares, construyó un puente de barcas sobre el Bósforo y conquistó
La Ciudad. El bardo se vio dentro de un cuerpo femenino, fundido con Eurídice,
que era arrastrada a la fuerza por sus calles saqueadas y ensangrentadas, junto
con otras muchas mujeres que habían sido apiñadas como un rebaño para ser
repartidas entre los conquistadores.
Poco
después, el mismo imperio dominó con mano de hierro Tracia, las tierras de la
península helénica y las islas que en otro tiempo habían sojuzgado los aqueos.
Las mujeres griegas alcanzaron su nivel más bajo de degradación social: para
los nuevos invasores eran poco más que animales de trabajo y de placer y vivían
una existencia de esclavas prisioneras.
Justo
entonces, desde la remota Iberia, una reina guerrera que pudo rematar el sueño
de Pirene y Andía de conquistar el rico sur, impulsó a tres naves a que
partieran de las playas donde había estado Tartessós, tres, como las caras de
la Triple Diosa, tres con los nombres populares de las tres edades de la Madre
en sus proas y con la cruz de las cuatro direcciones de Hermes en sus velas. Las
tres siguieron la dirección del sol sobre las aguas y, cruzando contra toda
vacilación el gran Océano, descubrieron un nuevo paraíso atlántico de enorme
amplitud en su otra orilla. Tal vez el que Aíto entreviera durante su trance en
la torre de Hércules, además de la Isla del Destino.
Rápidas
imágenes sobre las paredes de niebla mostraron su conquista y su colonización,
derrocando a cuanto había quedado de los truculentos dioses de los
descendientes degenerados de los titanes de la Raza Anterior, en sus pirámides
escalonadas del lado oeste de su imperio, manchadas por la sangre de miles de
sacrificios humanos que la más baja magia negra convertida en religión
demandaba continuamente. De nuevo se repetían, siglos más tarde, las luchas
entre Arianos y Atlantes, como si el Ser Universal representase eternamente la
misma obra de teatro con los mismos actores, apenas variando el vestuario.
La
niebla de las memorias del futuro mostró al antiguo mundo de la Atlantis
Occidental y a muchas otras regiones remotas de África y Asia dominadas y
aculturadas, un siglo más tarde, por dos poderosas monarquías de cultura griega
de Iberia, con todos sus antiguos dioses reconciliados y unificados en tres
figuras divinas: la del Padre Original, Dio; la de la Diosa Madre, en su
aspecto de Marianne; y la del hijo que muere para resucitar, Dionisio
convirtiéndose en Apolo, sol invicto, con una cruz en lugar de un arco, con una
corona de espinas en lugar de la corona de laurel, mas con la misma copa de
vino en la mano como instrumento de comunión fraternal entre los hombres.
Mientras tanto, navíos cada vez mayores cruzaban el océano, trayendo oro para
los señores de la guerra, o transportando esclavos negros encadenados para
explotarlos despiadadamente en plantaciones de continentes lejanos.
Pero
también se acabó reflejando ante Orfeo, sobre los movientes muros de niebla, la
decadencia y caída de aquel imperio universal ibérico en el que no se ponía el
sol y, en su lugar, una nueva sociedad surgió de la revuelta popular en las
ciudades de la Galia, arrancando precisamente del emporio “Massalia”, que ahora
era una gran ciudad mediterránea, hirviendo en ansias de libertad. Aquella
revuelta profunda y sangrienta cortó las cabezas a sus reales tiranos y trató
de resucitar el orden individualista y libre de la civilización helénica como
canon de una nueva era.
...Y
otra vez el mundo se llenó de edificios de estilo griego, otra vez se
reprodujeron las antiguas leyes y se habló de Ágora, de Democracia, de Museo y
de Academia. Y ese modelo de sociedad prendió muy bien al otro lado del Océano.
En las antiguas Casitérides, los navegantes de
la isla de los Albiones supieron crear un nuevo imperio mundial de corte
bastante egeo, con factorías coloniales en todas partes, a pesar de sus rígidas
costumbres y de su bárbara lengua. Se vio dominándola como poeta, encarnado en
un cuerpo de aquella raza; sin embargo escribía románticamente sobre temas
griegos, le gustaba vestir como griego y acabó tomando parte en una feroz
guerra (y hasta muriendo en ella), por la independencia de Grecia contra los
déspotas de la Nueva Troya, que habían mantenido sometidas y sojuzgadas sus
ciudades bajo el emblema lunar de Artemis durante trescientos años, mientras
las montañas y las islas estaban abandonadas a bandidos y piratas.
Y
estos imperios que se iban sucediendo ante la visión del futuro revelada en
aquella noche intensísima a Orfeo, extendieron el modelo de la civilización
helénica, adaptándola a todo tipo de formas y creencias, por el orbe entero;
que resultó ser bien más grande de lo que se creía.
Las
batallas, sin embargo, eran cada vez más devastadoras y espantosas y a la Era
del Hierro sucedió la del Plomo, que segó infinitas vidas, y luego la del
Plutonio, un nuevo nombre para los poderes destructivos de Hades, con armas
mágicas indescriptibles, capaces de arrasar una ciudad en un instante.
Pero
no todo lo que se creaba con aquel conocimiento era dolor, la Humanidad
progresaba enormemente: naves enormes surcaban los mares sin velas ni remos,
incluso bajo el agua, carros sin caballos corrían sobre la tierra llevando
personas y bagajes, navíos aéreos eran capaces de volar de continente a
continente a la velocidad del Carro Solar, sin caer como Ícaro. Una de ellas
voló tan alto, que alcanzó la misma luna, aunque esto parezca un mito. Su
nombre era Apolo; su número, el de la estela egipcia de La Fuerza.
Y
en ese remoto porvenir, hasta las personas más sencillas tenían en sus casas
unos artilugios mágicos que permitían comunicarse a distancia sin necesidad de
heraldos y hasta oír música sin tener a un bardo cerca. Y, lo más increíble:
todo el mundo parecía conocer el nombre de Orfeo y la calidad innegable de sus
sinfonías. Cuando un grupo de personas cantaban en coro, se las llamaba un
“orfeón.”
Aunque
el bardo se preguntaba si no serían sus propios delirios de grandeza lo que
percibía, no dejaba, sin embargo, de tocar. Eso parecía que ayudaba a que la
nave siguiera deslizándose sobre el oleaje de una manera estable, mientras las
extrañas imágenes de aquel supuesto futuro continuaban proyectándose sobre el
aire húmedo a su paso.
Así,
Orfeo pudo visualizar en la pantalla de la niebla astral (la cual se iba
volviendo cada vez más luminosa y más tenue), que en esa época del porvenir en
la que la patria original de la Civilización Helénica, tantas veces muerta y
renacida, lograba convertirse de nuevo en adulta e independiente, su propio
espíritu, fundido con el de Eurídice, vivía en el cuerpo de una mujer artista y
combativa, nacido en una generación en la que la mayoría de las féminas
conscientes estaban luchando muy duro para conquistar su derecho al reparto de
oportunidades sociales, culturales y económicas, y a un plano de igualdad de
derechos con los varones...
Mientras
que las amazonas más bravas y duras seguían manteniendo la esperanza de
recuperar su antiguo status predominante, en la medida en que ingeniosas y
versátiles máquinas, inventadas por la Humanidad a lo largo de su evolución,
nivelaban las pequeñas diferencias que quedaban entre ellas y los varones:
biológicas, de fortaleza física; o aprendidas, de capacidad espacial.
Ya
que percibían, con su sabiduría práctica y experta, que entraban en una época
en que la eterna ley de la oferta y la demanda valoraba cada vez más las
especiales habilidades de relación, la agudeza intuitiva, la conexión con la
Raíz, la flexibilidad, la facultad de seducir, de negociar, de convencer, de
conciliar por medio de la palabra y la sonrisa cierta, así como la dedicada y
amorosa colaboración responsable.
Habilidades
y cualidades en las que ellas eran el sexo superior desde hacía milenios,
desarrolladas para sobrevivir y hacer sobrevivir a su prole frente la
limitación, la opresión y la adversidad. Los últimos serán los primeros.
Teniendo
muy claro que la fuerza de su género, guardián de la civilización, estaba en la
inagotable curiosidad que siempre las empujaba a adquirir nuevos conocimientos,
las mujeres llenaban, no sólo las escuelas, sino también los centros culturales
comunitarios, a la caída de la tarde, entregándose a actividades creativas o de
crecimiento personal en la misma proporción en la que los hombres
desperdiciaban su precioso tiempo de libertad en rutinarios juegos competitivos
y en soltar vulgares baladronadas, igual que cuando eran soldados, cazadores o
pastores de ovejas, hacinados en tabernas rebosantes de humo y de ruido.
Aquella
Nueva Hélade del futuro, que estaba ahora encuadrada en una amplia
confederación de naciones hijas de su cultura, había vuelto a ser un país soberano
en rápido desarrollo, cuyos barcos surcaban los mares del mundo portando todo
tipo de mercancías igual que antes. Pero, al igual que el estaño en los tiempos
antiguos, la mercancía ahora más apreciada y valorada era el aceite oscuro de
roca, aquella brea que siglos antes había sido usada como arma incendiaria
contra los navíos, con el nombre de “Fuego Griego”. Los capitanes helenos lo
transportaban de un continente a otro en gigantescos navíos de hierro que,
milagrosamente, lograban flotar.
Pero
no siempre: reflejado en la niebla, Orfeo contempló, horrorizado, el naufragio
de uno de aquellos barcos griegos del futuro enfrente de la tempestuosa costa
sagrada de Oestrymnis. Y luego otro, con el nombre del Mar Egeo en la proa. Y
finalmente un tercero, el peor desastre de todos. Las sucesivas oleadas de
vertidos hacían que el mar todo se volviera negro y las sucias olas salvajes
convirtieron las costas del Fin del Mundo y a sus peces, mariscos y aves, en un
infierno negro, incluidas la Uña de Piedra y la playa y las rocas donde vio a
Eurídice en su sueño. Infierno negro en el mar, a las puertas de los negros
Infiernos.
Los
medios de comunicación se habían hecho tan rápidos y omniabarcantes, para
entonces, que cualquier suceso importante ocurrido en cualquier lugar era
inmediatamente divulgado en el resto de las partes del mundo en múltiples
lenguas. A pesar de eso, Orfeo pudo percibir claramente que en las
civilizaciones del futuro continuaban siendo educados los niños a base de
mitos, manipulados de adultos a base de mitos y mandadas a vivir y morir bajo
el comando del mito. La alternativa a los mitos oficiales, sobre los que se
basaba toda la política, la ciencia, la filosofía y la religión, eran otros
mitos más o menos esotéricos y mucho más increíbles, pero que consolaban algo a
los disidentes del sistema imperante, de la angustiosa ausencia total de guías
y evidencias incuestionablemente confiables, que pudiesen orientar hacia la
Verdad el rumbo de sus vidas.
A
pesar de que todas estas visiones le habían dejado convencido de la eternidad
de la existencia y de la repetición de sus ciclos individuales o colectivos
dentro del juego cósmico de su continua transformación, el bardo se dio cuenta
de que el paso del tiempo y de la Historia o el aumento del orden, la cultura,
el bienestar o el progreso material, sin una verdadera conexión con el centro
corazón de cada uno y sin una evolución paralela de la consciencia, como
consecuencia, no hacía, infortunadamente, más sabios, ni más pacíficos o
prudentes a los hombres, pero sí podía volver más y más peligrosos sus errores.
87-
LAS ISLAS DE LOS BIENAVENTURADOS
Justo
entonces, se difuminaron hasta desvanecerse las imágenes del remoto futuro y se
acabó la revelación, porque la niebla, a los lados de su barca, comenzaba a
disiparse, al tiempo que despuntaba el alba y acababa la oscuridad de la noche
más larga de su vida (si es que estaba vivo todavía).
Orfeo
comprobó con gran alivio y alegría, que por fin podía tomarse un descanso en su
tocar, ya que ante él se iban dibujando los contornos de la costa. Pero no era
aquella del arranque del promontorio Nerio, desde la que había partido la noche
anterior, sino tres impresionantes islas grandes, surcadas por abruptos
acantilados diagonales y paredones rocosos, siniestras, inhóspitas y picudas,
tras las que se veía, entre brumas, un fondo lejano de montañas litorales
haciendo suave contraste con la aurora.
El
conjunto le sugirió las siluetas de tres monstruos de la Edad de los Titanes
que hubiesen sido derribados por la furia de los vientos y las olas y
convertidos en piedra, para que protegieran, con las partes no sumergidas de
sus cuerpos, la boca de una larga y profunda bahía en la que estaba penetrando
desde el suroeste. Era uno de los más bellos, dulces y recortados paisajes
costeros que había visto en todos sus periplos.
Con
aquellas islas haciendo ahora de dique, el bravo océano se volvía lago. Orfeo
recordó que había zarpado por la noche hacia el sur, pero ahora tenía claro que
la nave giró en dirección contraria, bastante antes del amanecer y después de
aquel terrible remolino. Al acercarse más pudo percibir que las dos islas del
norte, formadas por dos cadenas de asimétricas crestas montañosas, se
encontraban unidas, casi al nivel del mar, por una playa y una laguna.
Desde
el lado interior de la bahía, protegido de los vientos dominantes, las islas ya
no se veían más como duros cantiles de puros peñascos, sino como bellas
montañas y cóncavos valles acogedores, resplandecientes, luminosos y
exuberantes de vegetación.
Demoró
en percibir las torres y balcones de tres amplios palacios ciclópeos tallados
en la roca que dominaban el paisaje desde las alturas, ya que se encontraban
tan bien integrados en la naturaleza circundante que apenas se distinguían de
ella, pareciendo haber sido creados en el comienzo del mundo, junto con todos
aquellos bosques de anchos troncos, pomares de manzanas doradas que perfumaban
el aire y jardines floridos con rumores y sonidos de arroyos, cascadas y
pájaros.
Hermosas
playas de arena blanquísima dispuesta en dunas y lagunas interiores
contorneaban las orillas. Un paraíso de verdor las orlaba.
Miró
hacia la cumbre de granito del pico más agudo y descubrió que estaba rematada
por una alineación de grandes menhires de cuarzo que ascendían alrededor de
ella en espiral, brillando a la luz del alba.
Sentía
una música grandiosa en el ambiente, mas sonaba dentro de sí y no en el aire.
La música le habló en el lenguaje sin palabras que él mejor conocía y, a través
de ella, comprendió que se hallaba en una dimensión de la realidad que era
accesible tan sólo a determinados estados de consciencia.
Se
hallaba, sin duda, ante los Campos Elíseos de los Gal, las Islas de los
Bienaventurados.
Orfeo
entendió también que durante toda la noche anterior los dioses habían estado
comprobando la solidez de lo aprendido a lo largo de su peregrinación y su
reciclaje final en el Laberinto, y que la dura prueba había sido exitosamente
superada. Con su lira, pulsó los primeros acordes de un himno sin voz, en
sentido agradecimiento a sus guías Hermes y Apolo.
En
ese momento amanecía, una enorme bandada de blancas aves marinas se alzó de la
más aguda cumbre de la isla situada más al norte, describió una gran curva
sobre ella y luego pasó sobre su embarcación para regresar de nuevo a los
bosques y a las playas.
Sintió,
sin verlos, que Aito y los Brigmil se encontraban entre ellas y le saludaban.
Tuvo la clara certeza de que habían realizado su sueño. Quedó muy feliz ante
esa evidencia.
Intentó
aproximarse a la playa, pero le fue imposible. El par de remos que hacían de
timón en la popa seguían bloqueados y la barca no respondía más a su música,
dirigiéndose sola por delante de la isla norte, como llevada por una suave
corriente, rumbo a un alargado cabo que se prolongaba desde el continente hacia
ella, tal como un dedo ahorquillado apuntado al suroeste que quisiera tocarla.
Su
parte superior era surcada por otro sendero laberíntico recortado entre
matojos, muy semejante al que guardaba Donnon en la tierra de los nerios. En el
arranque del cabo se alzaba una alta montaña litoral en forma de pirámide y
Orfeo pudo ver como en su cumbre había un pequeño dolmen.
A
su derecha divisó una ondulación algo más baja, protegida de los vientos,
erizada de un verdadero bosque de aras de piedra. Sobre dos de ellas, de las
que salían sendas humaredas que se juntaban en el aire, dos grupos de figuras
humanas vestidas de blanco estaban haciendo un sacrificio cara a las Islas de
la Eterna Juventud.
La
barca, como llevada por un invisible y seguro timonel, rebasó también aquella
montaña, pasó ante una larga pared acantilada y bordeó un segundo dedo de
granito del mismo promontorio, tatuado de extraños petroglifos, que esta vez
apuntaba hacia el norte neblinoso. Se abría en su término otra amplia y
longícua bahía que una sierra litoral limitaba y remataba en cabo, medio
distinguiéndose, en la lejanía, otro laberinto grabado sobre su lomo.
Por
detrás de la punta de aquel cabo, se adivinaban entre las brumas del fondo más
islas, que protegían nuevas bahías y nuevas sierras con dólmenes, menhires y
laberintos, como si los promontorios del extremo occidental galaico fuesen los
dedos, aún recorridos por potencias espirales, de la mano de un dios, asomada
al Océano, que acabara de crear en el archipiélago final del Camino la
quintaesencia de su obra planetaria, puente entre los mundos.
Las
relumbrantes Islas de los Bienaventurados se fueron quedando atrás a medida que
el bardo era llevado por mar abierto hacia el norte, donde emergían, a una
cierta distancia, otras dos islas, una pequeña y otra bastante más grande
atrás, que no eran picudas y dinámicas como las anteriores, sino formadas por
contornos redondeados o planos, lo que causaba la impresión de una mayor
antigüedad, desgaste, estatismo y quietud.
Orfeo
dejó de mirar hacia el fascinante paraíso de los Brigmil, que ya se veía
alejado, y aceptó que su destino lo llevara a dondequiera que debiese
cumplirse. La barca rebasó en diagonal la isla pequeña por el lado oceánico, entró
en una zona bien sombría y enfiló claramente el extremo sur de la isla grande.
Cuando
comenzó a girar a estribor, el bardo pudo despejar cualquier duda sobre el
lugar hacia donde era dirigido: una enorme y altísima grieta, ante la que
revoloteaban o anidaban cientos de cuervos marinos, se alzaba oscura como la
noche, cortando a plomo de arriba abajo la muralla de un rocoso acantilado. De
su interior le llegaban ruidos profundos, broncos, siniestros y retumbantes.
Antes
de penetrar en ella, ya estaba convencido de que encontraría abierto en sus
entrañas el portón principal de los Infiernos.
88-
EN LOS INFIERNOS
Efectivamente
estaba abierto, aunque ante él se encontraba de guardia aquella inmensa bestia
oscura de tres cabezas feroces de lobo, que le había desgarrado brazos y manos
en su sueño. “Es otro de los miedos de mi mente –se dijo de nuevo, esta vez con
una convicción a toda prueba-. Y lo que mi mente crea, mi mente puede
transformarlo”.
Así,
comenzó a poner en una improvisada canción el relato que Hércules le había
hecho en Creta sobre como consiguió realizar el último trabajo que le
encomendara el tirano Euristeo, seguro de que esa vez sería incapaz de
cumplirlo: capturar al Cancerbero, el guardián del Infierno.
“Cuando
por fin pudo detener su pensamiento y ponerse en estado de total vaciedad
receptiva en el santuario a donde el héroe había ido en busca de consejo, se
presentó ante su visión la diosa virgen de verdes ojos penetrantes, hermosa y
armada de todas sus armas, quien le dijo:
-“Para
poder ascender por el estrecho sendero que conduce hasta los cielos de la
propia verdad, maestría e inmortalidad, amado mío, no tienes otra opción que
atreverte a descender antes a los infiernos de la personalidad y enfrentarte al
Guardián del Umbral.”
-“¿Hablas
de Cerbero? No le tengo miedo, diosa de mi alma. Sólo quiero saber a dónde
tengo que ir para encontrarlo.”
-“Cerbero es una ilusión, una metáfora
-respondió Atenea-. Lo que el Guardián del Umbral simboliza es la parte más
oscura y taimada del personaje limitador y obstaculizador que tus pensamientos
y sentimientos sobre aquello que te separa de Tu Verdad han creado en lo más
profundo de tu subconsciente. Búscalo a la puerta de tus propios abismos
interiores, en el laberinto de sombra donde ocultas lo que no te gusta ver de
ti mismo.”
-“Si
está dentro de mí ¿qué arma puedo usar para vencerlo?”
-“Ninguna
de tus armas puede destruir algo que tan sólo es un fantasma, una falsa
concepción de ti mismo, un acúmulo de suciedad mental que vacía tu centro y que
oculta lo más auténtico y poderoso que hay en ti.” dijo el femenino interno del
guerrero.
-“¿Cómo
luchar con él, entonces?”, insistió Hércules.
-“Luchar
con él equivaldría a alimentarlo y engrandecerlo, cediéndole la energía de tu
atención. No luches. Cuando dejas de combatir a tus miedos pierden toda su
fuerza y se desinflan. Concentra toda tu atención desde el centro de tu frente,
toda, en conectarte, a través de un irrompible hilo de consciencia con lo que
en verdad eres y has sido siempre por toda la eternidad. Y no pienses en otra
cosa”-, respondió la Inteligencia Intuitiva de Zeus en su corazón.
Orfeo
avanzaba cantando con toda firmeza las alabanzas al Ser luminoso, omnisciente y
eterno que conformaba su esencia, centrándose totalmente en la identidad más
elevada y poderosa que había dentro de sí. A medida que lo hacía, la
acumulación de repeticiones que, con sus mismos rasgos, representaba la imagen
de sus miedos, de sus insuficiencias, de sus remordimientos, de sus complejos,
de sus resentimientos ocultos y de la suma de su propia negatividad en la
imagen de aquel monstruo, parecía desmoronarse y empequeñecerse.
Al
final, carente totalmente de atención, se diluyó, como las sombras de una
pesadilla ante el despertar, cuando el bardo transpuso con determinación los
altos umbrales subterráneos sin dejar de pulsar su lira.
Al
adentrarse en la oscuridad de la caverna del subconsciente colectivo de su raza
en él, más allá de donde llegaban las olas del mar de las emociones agitadas,
notó como la música y el canto que salían de su ánimo formaban algo así como
una figura luminosa y alada que iba a su frente conectada a él por un hilo de
luz, guiándole y facilitándole el paso por entre aquellos antros uterinos en
continuo y empinado descenso. Cuanta mayor intensidad ponía en su expresión,
cuanto más se centraba en el poder de su Esencia, más relumbraba su guía y más
rápidamente se apartaban los obstáculos.
Sobre
las alas de su canto fue abriéndose camino por entre húmedos y angostos
pasillos poblados de murciélagos, escalinatas sinuosas y poliformes grutas
concatenadas, que conformaban las diversas regiones de los Avernos, sin dejar
que interrumpiesen la fuerza y el fluir de su música las tristes, crueles u
horribles escenas que ofrecían las ánimas en pena que pululaban por ellas,
sombras impalpables sin voz, sin fuerza, sin gana, sin objetivos ni recuerdos,
que, más que hablar, emitían unos silbidos ininteligibles y laxos, cada una
envuelta en el tormento de tener que convivir con las formas-pensamiento
negativas y con los remordimientos, culpas, fracasos, falsedades, vicios,
automatismos y complejos, convertidos en Furias y Harpías, que durante su vida
crearon con su comportamiento y con sus obras, y que ahora los rodeaban, chupando
su energía, flagelándolos y picándolos sin piedad.
Por
donde Orfeo pasaba, su canto valeroso y vital, reforzado por las invocaciones,
conjuros y fórmulas sagradas que aprendían los iniciados de Samotracia y
Eleusis para navegar firmemente por el laberinto del Mundo Oscuro sobre el
recuerdo del propio Ser, intercaladas, al fin de cada estrofa, con la triple
repetición de cada uno de los nombres masculinos o femeninos de la Divinidad
que le venían de la inspiración, interrumpía por un momento las obsesiones
automatizadas de aquellos desgraciados espectros y proporcionaba , con la luz
emanada de aquel verbo, una tregua, un alimento y un alivio al sufrimiento de
sus oscuras mentes, recargándolas con las energías de una esperanza que casi
tenían totalmente olvidada.
Su
canto abría rechinantes puertas enmohecidas, apartaba barreras mentales,
trampas, redes, rejas, monstruos, demonios y murciélagos, despejaba telarañas
de rutinas y tinieblas de cobardías, e iluminaba los largos corredores
laberínticos, salas capitulares, naos, pronaos, claustros neblinosos de
vegetación marchita, pozos sin fondo de los que emanaban los gases nauseabundos
de lo corrupto o los resplandores de lava de las bajas pasiones. No se detuvo
en las alucinantes cámaras de tortura del reconcomerse, llenas de grúas y
cadenas, ni en las mazmorras siniestras de los vicios y adicciones, ni ante los
palacios y templos puestos del revés de los objetivos frustrados.
Atravesó
las dependencias ruinosas coronadas de goteantes estalatictas de los proyectos
nunca rematados, los patios monumentales poblados por hileras de armaduras de
rigideces y corazas de resistencias, las cámaras de congelación donde se
olvidaron un día las momias de los buenos propósitos, de las promesas no
cumplidas, de los autocompromisos no trabajados, o aquellas enormes galerías,
las más amplias y elevadas, llenas de pedestales soportadores de titánicas
estatuas que se destacaban siniestras en la penumbra de la altura, atadas o
envueltas por lienzos polvorientos, que hacían pensar en almacenes de héroes,
dioses, amores y modelos del pasado, relegados para siempre al olvido por falta
de fieles que les rindiesen culto.
Su
canto, convertido en guía y concentrado totalmente en el recuerdo de lo
esencial y eterno del propio Ser, para no conceder la menor fuga de energía de
atención a todas las autoconmiseraciones que pueblan la mente profunda, le
llevó, sin saber como, hasta el mismo corazón del abismo, una sala circular e
inmensa rematada, sobre ocho enormes columnas, por una cúpula esférica en la
que se encontraban inscritos los ciento diez glifos que representaban los
arcanos del Camino Evolutivo de la Vida y de la Muerte.
Bajo
su centro, se encontraban, rodeados de una gran corte y en lo alto de un
estrado, los tronos de dos majestuosas y graves figuras que no podían ser otros
que Hades y Perséfone, emperadores del Inframundo.
Al
llegar ante ellos por el pasillo que la multitud de sombríos cortesanos fue
dejándole franco, impresionados por su luz, el bardo desplegó su saludo más
gentil y agradeció sinceramente que le hubiesen permitido entrar hasta allá,
para rogarles la devolución a la vida de Eurídice, demasiado pronto arrancada
del mundo, sin la cual la suya propia no era sino media vida. Luego esperó una
respuesta o un gesto, o al menos una expresión, por parte de sus
interlocutores.
Pero
no los hubo. Tanto los monarcas como sus cortesanos continuaban mirando al
bardo impávidos, silentes, inmóviles y sin que nada en sus rostros permitiese
percibir el efecto, positivo o negativo, que había producido su saludo y su
petición.
El
silencio se hizo plomo, depresivo, casi insultante, pero Orfeo sintió que
aquello seguía siendo una prueba para las ilusiones de su mente. Nada de lo que
percibía era real y todo pasaría, salvo el obstinado coraje de expresar
vivencialmente la propia creatividad, plantando cara a la indiferencia del
cosmos ante nuestra insignificancia, apenas por la belleza del amor validada.
El coraje y el amor son las columnas que mantienen equilibrado y en pie el
edificio de la existencia manifestada del Ser, en el ámbito del universo que Él
mismo creó sobre el seno de su propio vacío.
Antes
de que la aparente sordera o el calculado reto de aquellos siniestros
personajes le hicieran sentirse desasosegado y pequeño, pidió licencia para
cantar en su honor y aunque siguieron sin soltar palabra ni gesto alguno, dio
la licencia por otorgada y, en pie en el centro del salón, acomodó ante sí su
lira e imaginó que el instrumento se convertía en un sol cálido e irradiante.
Sobre
la melodía ya ampliamente desarrollada de su Canción Occidental, con la mayor
calma, Orfeo comenzó a improvisar estrofas portadoras de rimas alternas de
forma refinada, original y virtuosa, sin que dejaran de ser claras y sencillas
en su expresión, que describían la majestad impresionante del Reino Infernal y
de su soberano, así como su poder absoluto e irresistible, ya que en sus manos
se encontraban los hilos de la existencia de todos los seres, así como la
facultad de juzgar sus acciones en la vida y de aplicarles su inapelable
justicia durante ciclos sólo medibles por la intensidad del sufrimiento.
Mas,
en medio de aquella soberanía omniabarcante, en medio de aquel imponente
dominio y suficiencia, el vate dibujó para su público, tomándolo de lo más
frágil de sus propios sentimientos, la insondable soledad del Ser en su
individualidad, el imperativo anhelo de proyectarse, de espejearse, comunicarse,
contrastarse, a fin de enriquecer lo conocido con la experiencia de lo
desconocido, a fin de complementar la propia percepción sensible con la
percepción sensible del “Otro” que también somos, sin el cual su infinitud
eterna se convertiría en el estático y unidimensional aburrimiento infinito y
eterno del Único, en Sí Mismo encerrado.
Describió
con intensos y dinámicos movimientos sonoros el sordo reconcomerse del dios
Hades en otra época, dando vueltas y vueltas, cada vez más agrias,
insatisfechas e impacientes alrededor de sí mismo, como un océano de candente
magma que remolinea en el interior profundo de la tierra... hasta que las
tensiones y las presiones llegan a un punto en que la autoobsesión estalla,
despedaza las amplias bóvedas acorazadas y erupciona en la superficie como un
volcán furioso y detonante.
En
oleadas de versos cortos y graves arrojados ágilmente a borbotones rítmicos,
Orfeo expresó una salida, un torrente incontenible, como ríos desbordándose en
oleadas ardientes, como una galopada salvaje de negros caballos encabritados
que arrastraran un carro de fuego, mostrando la abrupta ascensión de los
sentimientos contenidos del Dueño del Abismo por los ásperos y oscuros túneles
de la pesada materia subconsciente, hacia la superficie aérea y luminosa.
En
un explosivo crescendo, hizo estallar en el aire las escalas acumuladas y
liberadas, torbellino ascendente hacia una octava superior, y forzó a que el
sonido y el gesto se quedaran vibrando y expandiéndose en la altura, hasta que
aquellas serpientes de lava, desde tan profundo expandidas, se convirtieron en
un águila sonora de amplias alas, que se alzó al zénit del firmamento libre y
paseó agudamente su ojo poderoso por las cuatro direcciones del horizonte
mientras planeaba muy alta, buscando un objeto en el cual fundirse,
remoldelarse y completarse.
Orfeo
cambió de tiempo, esgrimió su flauta y describió ante su muda pero atenta
audiencia un nuevo escenario de aires pastoriles. Su música más alegre y dulce,
poniendo un contrapunto a la gravedad imponente, restallante y viril del
movimiento anterior, describió ahora un paisaje exuberante y femenino al pie
del volcán, enmarcado en los márgenes triangulares de una bella isla pletórica
de vida, bullente de arroyos que brillaban bajo el sol, plena de sonidos de
insectos, pájaros, sonrientes brisas y leves lluvias fecundantes; fértil,
florida y bucólica.
Concentrándose
en la Emperatriz del Infierno, a quien dedicó una gentil inclinación de cabeza
mientras tocaba, colocó ante ella la imagen pasada de una muchacha feliz,
apenas cubierta la sensualidad emergente y pura de su adolescencia por una
corta túnica naranja, que corría esparciendo nubes de pétalos de flores sobre
los campos, seguida de mariposas, avecillas y antílopes, siendo recibida con el
mayor amor, a medida que avanzaba, por la naturaleza toda, de la cual era la
hija más amada, la sonrisa del mundo, la expresión de la vida misma en su
aspecto más hermoso.
Cuando
hubo adornado suficientemente el bello cuadro, dándole una amplitud abierta y
panorámica, Orfeo volvió a cambiar rápidamente la flauta por la lira y, con un
par de toques de cuerda graves y expectantes, colocó la bella escena en el
punto de vista del águila que acecha a plena atención desde lo alto y que acaba
de descubrir la presa anhelada.
Luego
hizo que un vendaval aleteante de notas rasgueadas se lanzara incontenible
desde la altura, que se hiciera todo él flecha y garra, que sonara en toda la
sala la excitación de la cacería y que, de repente, un zarpazo seco y sonoro a
ras de tierra se convirtiera en un movimiento nuevamente ascendente, que se
llevó consigo la sensual pureza hacia el cráter del volcán y el oscuro túnel,
que hundiría en el interior profundo de la tierra la juventud, las risas, las
flores, la primavera radiante y los restos despedazados de alas de mariposas
que aquella fuerza arrasó a su paso.
No
dejó de percibir Orfeo el efecto producido por su canto en la pareja de reyes
infernales, que intercambiaron durante un segundo una intensa mirada de
reconocimiento (o quizás de helado desafío), justo un instante después del que
marcaba, en la música, el rapto violento de Perséfone por Hades.
Habiendo
conseguido que se reconocieran emocionalmente dentro de su personal historia,
el bardo necesitaba ahora que también se identificasen con él y con la
desolación en la que se encontraba sin Eurídice; así que, para que mejor la
sintieran, pasó a describir la angustia y el desconsuelo de Démeter, la amorosa
madre de Perséfone, cuando percibió que alguien se la había arrebatado siendo
apenas una niña y como, igual que el mismo Orfeo, la Diosa de la Naturaleza
Fértil emprendió una caminata de meses, buscando su pista por la Tierra y por
los Cielos, preguntando continuamente a los dioses y a los hombres por ella.
Y,
mientras tanto, descuidadas sus funciones, los campos se volvían estériles y el
hambre y la miseria se apoderaban del mundo, de tal manera que el mismo Zeus
tuvo que hacer de intermediario para llegar a un acuerdo que satisficiera
mínimamente tanto a Démeter como a Hades.
Y
fue por ello que el Rey de los Infiernos hubo de aceptar que su apasionado
amor, la bella Perséfone, fuerza regeneradora de la vida, le abandonase cada
seis cortos y largos meses, llevándose su contrapunto de luz lejos de las
sombras, para ir a desplegar la Primavera a la superficie del mundo, de tal
modo que la vida siguiera y también los dioses pudiesen existir porque los
hombres, agradecidos por el necesario alimento o temerosos de perderlo, recordaran
la conveniencia de rendirles culto.
-...
En nombre de la misma legítima añoranza de amor que te hace esperar cada medio
año a que tu ánima amada vuelva a llenar de luz y de alegría tus vacíos
aposentos y tu alma, poderoso Hades –concluyó Orfeo-, yo te suplico que
comprendas los sentimientos de mi pequeñez y que consientas en que la presencia
viva de Eurídice vuelva a traer la primavera al infierno de mi alma. O si no,
señor de la muerte, apiádate de ambos y toma también mi vida para que podamos reencontrarnos
por fin en las sombras de tu reino.
Cuando
la música cesó, Hades pareció salir un momento de su abismal impenetrabilidad y
miró hacia su esposa Perséfone. Ésta esbozó una sonrisa que, a pesar de ser muy
leve, trajo brillo de luna a la inmensa sala del trono del Mundo Oscuro. Luego
puso sus blanquísimas manos en posición de aplaudir.
El
emperador infernal aplaudió entonces y, concedido el real permiso, toda su
pálida corte aplaudió con él abiertamente. Fue la mayor ovación que Orfeo
hubiese escuchado en su larga carrera de artista y la que más encendió su alma.
Se inclinó repetidas veces, agradecido, hacia todo su público mientras duró,
luego puso su lira a los pies de Perséfone en forma de brindis o de ofrenda,
quedando arrodillado y con la cabeza baja ante Hades, como quien espera un
veredicto.
Hades
tendió hacia él su mano y le hizo levantarse con un gesto. Luego dijo:
-Si
atendiésemos las lamentaciones de todas las personas que aman y pierden a un
ser querido, éste reino estaría vacío de súbditos y en la superficie de la
Tierra no quedaría lugar ni oportunidad para que las generaciones jóvenes
renovaran la vida y la hiciesen evolucionar hacia formas superiores, hacia el
Cuerpo Mental-intuitivo, a la fusión de la personalidad espiritualizada con el
Alma y la de ésta con la Mónada, pues no es otra la misión de tu Subraza
actual.
-La
Ley Fundamental de la Vida del Ser que Es en su universo –continuó-, es la de
la imparable, eterna transformación de sus manifestaciones, deberías saberlo.
Ante
ella, tan grande ilusión es la de que cualquiera de ellas pueda resistirse al
cambio, como la de que su esencia vital pueda desaparecer. Sólo desaparece lo
que, en realidad, nunca tuvo una auténtica existencia, porque sólo apariencia
era, como la personalidad humana, construida a base de ponerle caprichosos
límites al ser que somos, referidos siempre a un pasado que ya no existe, a un
presente que sólo se usa para soñar en el futuro, y a un futuro que no se sabe
si podrá vivirse.-
Hades
guardó silencio y se quedó mirándolo desde su poder. El bardo sintió que era el
momento de la verdad: lo que fuera, sería ya.
-La
Eurídice que recuerdas ya no existe, Orfeo, sus cuerpos materiales se perdieron
para siempre -dijo. Un leve gesto de sus manos dio a entender que no había nada
que hacer.
Y,
de repente, las luces se apagaron y todo alrededor reinó un silencio negro.
Un
silencio total, frío, aplastante.
El
mundo parecía haber desaparecido.
Silencio,
frío,
soledad,
vacío,
Nada,
nada,
nada.
Orfeo
se quedó también callado largo tiempo, sintiéndose muy pequeño, mirando adentro
de sí.
Listo,
final, nada más que hacer, nada más que esperar. Se extrañó de que no le
doliera, se sentía sereno, hasta aliviado, aún perdido en las tinieblas vacías
e interminables del Infierno. Entonces se dio cuenta por qué.
-Eurídice
y yo somos uno -dijo con sencillez para sí mismo–. Ella no es algo que se me
pueda arrebatar. Vivirá en mí mientras yo viva, morirá conmigo cuando yo muera.
Aún entonces, seremos una misma alma inmortal por siempre, como ya lo éramos
antes de nacer y antes de conocernos en nuestros cuerpos. Realmente no era
necesario haber venido hasta esta sombra a por ella. Siempre estuvo conmigo, hasta
antes de conocerla. Ella es La Diosa y la Luz dentro de mí.-
Entonces
se encendieron de nuevo todas las luces, aquí y allí.
Finalmente
quedó todo el salón como antes, o más iluminado que antes, toda la corte había
hecho un círculo expectante alrededor de Orfeo y del trono.
Perséfone
levanto la vista de él y tocó suavemente con su mano la de su marido, éste la
miró un momento a los ojos, con una ternura insospechada en su grave aspecto, y
continuó dirigiéndose al bardo:
-Ahora
sí que has llegado a donde había que llegar, hijo mío. –dijo sonriendo
dulcemente-. Perséfone y yo nos alegramos mucho.
Hades
se puso en pié y habló firmemente como para que toda la corte intraterrena
reunida le escuchase: - Si los mortales llegaran a enterarse de que hacemos
excepciones a la Ley Fundamental para satisfacer sus vanos apegos y sus
efímeras sensaciones y emociones, nadie aprovecharía su tiempo de vida para
evolucionar, confiados en poder regresar a ella. Nosotros no seríamos justos si
hiciésemos excepciones a las leyes creadas por El Único para un nivel de
consciencia específico, mas sabemos utilizar leyes superiores a las que rigen
las vibraciones más densas para elevar su nivel una octava. También somos
buenos músicos, Orfeo, aunque no necesitamos lira.
El
paso por la escuela del plano físico de la superficie del Globo Tierra (donde
se aprende a amar y perdonar y a ser amado y perdonado), es apenas una ínfima
parte de la existencia de las Mónadas. Las Tinieblas, Orfeo, son la única
realidad verdadera y permanente, de la que se viene y a donde se vuelve. La
Oscuridad del Gran Vacío es el útero virgen de la Gran Madre Inmaterial, el
hogar del Espíritu Puro, origen, base y raíz de la expresión material de Su
Amor llamada Luz, sin el que ni ésta ni nada podría existir.
Nuevamente
Perséfone movió sus manos, juntando por un momento sus palmas, de una manera
casi imperceptible. Luego miró hacia el vate con una sonrisa. En ese momento,
su rostro cambió y se convirtió en el de Thais, la Suma Sacerdotisa del Templo
del Amor.
Hades
también había mudado su apariencia, que era ahora la del “Hombre Del Roble,” el
ermitaño oficiante del Ara Solar. Alzó entonces su voz otra vez, para que,
además de Orfeo, toda su corte escuchara su decisión y su mandato:
-“Por
tu profundo amor y determinación, por tu fe y tu valor, que te han hecho llegar
hasta aquí, Orfeo, por tu comprensión final y tu aceptación, además del placer
que nos ha causado tu arte, puedes regresar al mundo de la luz y hacerte
acompañar por aquello que encuentres de Eurídice que te sirva, si su
consciencia también lo desease, después de que te haya reconocido”.
“Sólo
dos condiciones debes cumplir…”
89-
LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS
“…caminarás
delante de ella, que te seguirá como tu sombra, sin volver la vista atrás ni
por un momento, hasta que la hayas sacado del mundo de las tinieblas... y a
nadie podrás contarle jamás que Eurídice, habiendo muerto, pudo volver a la
vida.”
LO
QUE OCURRIÓ DESPUÉS, es una historia triste, desgraciadamente, y sólo lo
conocemos por las narraciones de otros bardos, ya que la “Canción Occidental”
de Orfeo terminó al final del capítulo anterior. Tras la audiencia con Hades y
Perséfone, el bardo tradujo a entusiasmados versos lo último que habéis leído,
mientras esperaba que le asignaran un guía. Luego se fue en busca de Eurídice,
guiado, según cuenta el vate Pausanias de Eubea, por uno de los cortesanos de
Hades que era, en realidad, el mismo Hermes Psicopombo disfrazado.
Pausanias
dice que Orfeo, que siempre conservó la sospecha de que la muerte de su amada
podría ser un castigo de la Diosa por haber dejado la Fraternidad de las
Dríades para casarse con él, le preguntó al cortesano infernal si Eurídice
estaba entre los condenados del Tártaro. -No, no podría estar entre ellos
-contestó el guía-. Eurídice no cometió ningún delito tan grave en su corta
vida como para que tuviese que transmutarlo en ese maldito lugar, donde los
remordimientos atormentan demoradamente.
-¿Estará entonces en los Campos Elíseos? -se
esperanzó Orfeo. -Tampoco está allí –dijo el cortesano de Hades, con una triste
sonrisa-. Es necesario haber vivido una vida mucho más intensa, completa y
gloriosa que la que ella vivió para quedarse a gozar, mientras uno lo desee, de
la perfecta unificación de los Elíseos... En realidad toda su gloria es pasiva
y no activa... no pasa de haber sido el sincero amor y la dulce inspiración de
un inmenso, excepcional amor, como es el que tú tienes por ella.” -Entonces,
¿dónde está? -se impacientó el bardo, a quien no le gustaron nada aquellas
palabras. Si un amor como el de Eurídice no se merecía la gloria de los
Elíseos, él tampoco tenía el menor interés por ir a semejante lugar. -Me temo
que no te va a agradar mucho el sitio donde se encuentra: la verdad, como no la
enterraste ni cremaste, su cuerpo físico, metido en hielo, no pudo disgregarse.
Y ni siquiera le has hecho ritos funerarios... por causa de eso aún no le hemos
podido dar una entrada oficial al Hades. Así que sus cuerpos astral y mental
permanecieron todo este tiempo vagando por un espacio intermedio... Es allí,
descendiendo esa gruta. Lo llaman “El Pozo del Olvido.”
¡El
Pozo del Olvido! Orfeo dejó plantado a su guía y echó a correr túnel abajo,
descendiendo por una interminable escalinata espiral llena de goteras, mohos y
charcos resbaladizos, hasta llegar a una gran galería subterránea y circular en
semipenumbra, por cuyo centro circulaba un ancho río de aguas lentas y
silenciosas, al otro lado del cual crecían, hasta perderse en las sombras del
fondo, anchos sauces, álamos negros y cipreses, destacándose uno blanco, el más
alto de todos, junto a una oscura gruta de la que manaba la corriente desde el
subsuelo. Paralelo a la ribera orlada de ninfáceas se extendía un gran prado
abundante en lirios, con muchas figuras aisladas, vestidas o desnudas que, o no
se movían, o lo hacían muy lentamente, pareciendo estar dormidas o meditando.
De vez en cuando, alguna salía de su ensimismamiento para bajar a beber o a
bañarse entre los nenúfares del río. Orfeo fue de una figura a la otra buscando
a su amada, pero sólo vio a hombres y mujeres extraños, que le miraban un
momento con ojos vacíos para luego recaer en la mayor indiferencia. Empezó a
ponerse nervioso, corrió y corrió, recorriendo todo el prado, pero Eurídice no
estaba. Decidió acercarse más a la orilla.
Ya había rebasado a unas dos docenas de
desconocidos que bebían o se bañaban en las quietas aguas cuando, de repente,
alcanzó a divisar una roca triangular en forma de uña, muy semejante a la de la
Playa del Fin del Mundo y de su primer sueño. Corrió hasta allí y se asomó a su
borde, sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho.
Tras
ella, descubrió a su amor, desnuda y en pie sobre el fondo, con el agua oscura
llegándole hasta medio muslo, los brazos sueltos, inmóvil, mirando sin mirar
hacia las nieblas del otro lado del río. Orfeo gritó su nombre y saltó al agua
para abrazarla, pero, como ya había ocurrido en su sueño, sus brazos
atravesaron aquella sombra intangible. Se quedó congelado ante la imagen
querida durante un rato. Ella pareció percibir su presencia o, al menos, miró
en su dirección. Dio un corto paso hacia adelante y trató de hablar
calmadamente: -“Eurídice, mi amor, Eurídice, ¿Puedes oírme? Algo menos que una
voz, apenas un hueco balbuceo, salió con dificultad de la garganta aparente de
la sombra:
-...Eu...rí..dice... -pronunció, como un
tembloroso eco. Orfeo sintió que el calor volvía a su pecho. -Eurídice,
Eurídice, soy yo, tu esposo... tu Orfeo. -...Eu...rí..dice... -repitió ella. Y
extendió una mano vacilante hacia él. Orfeo no podía sentir su tacto, pero
colocó las suyas como si pudiera tocarla. Con su voz más dulce cantó el nombre
de su amada en varios tonos y escalas. Luego, el suyo propio.
-Eurídice...Orfeo... -respondió la sombra de una manera que también intentaba
cantar. Luego alargó ambas manos hacia él, intentando, vanamente, palpar su
rostro. El bardo la dejó hacer, sollozando de ternura, adaptándose a la única
realidad que parecía haber entre ellos. Continuó cantando los nombres de ambos
como se canta para los niños. Ella seguía repitiendo lo que podía como un eco,
mientras todas las formas de la emoción hacían estremecerse el alma de Orfeo.
Se sentía, al mismo tiempo, inmensamente feliz e inmensamente desdichado. Mucho
tiempo debió transcurrir de aquella manera, porque el bardo advirtió que la
niebla se iba despejando a espaldas de Eurídice, con lo que pudo percibir, de
pronto, una figura inmóvil que llevaba un rato mirándoles desde la orilla. Era
el guía que Hades le había dado. Sin salir de junto a Eurídice, sin dejar de
cantar los nombres de ambos de vez en cuando, le hizo una seña con la mano para
que se acercase.
Enseguida estuvo en el río, formando un trío
fantasmal con ellos, sobre un fondo tenuemente dorado, que la niebla, al
levantarse, iba dejando al descubierto. Orfeo casi no se sorprendió al ver que
su rostro se convertía en el de Donnon, el instructor del Laberinto.
-¿Qué
le habéis hecho? -le preguntó en un susurro- ¿Por qué está así? ¿Por qué no la
puedo tocar? -No le hemos hecho nada –respondió Hermes-Donnon con suavidad-.
Así es como llegó, una sombra de recuerdos, como llegan todos, un manojo de
formas-pensamientos seleccionados y reforzados por repetición, que poco a poco
van perdiendo su conexión y diluyéndose en el Río del Olvido... No la puedes
tocar, porque eso no es su cuerpo de carne, sino lo que queda de sus cuerpos
astral y mental, ya muy disgregados. Tú sabes donde dejaste su cuerpo de carne.
Si no lo hubieras enterrado en el hielo, también se estaría disgregando en este
momento. -¿Un manojo de formas-pensamiento? ¿...Una acumulación de frágiles
recuerdos que se van desvaneciendo? –se angustió Orfeo- ¿Eso es ella? ¿Eso es
todo lo que somos? -No es todo lo que sois, sino una pequeña parte de lo que
sois. Igual que vuestro cuerpo de bebé va siendo completamente sustituido por
el de joven y éste por el de adulto, así cambia completamente el cuerpo de
pensamientos y de recuerdos parciales y fantaseados sobre vosotros mismos con
los que, en cada período, construís vuestra personalidad... En realidad,
aquello poco que normalmente creéis que sois, no es sino lo más inasible,
ilusorio y cambiante de lo mucho que sois.
Orfeo
no tenía ganas de filosofar, sino de encontrar una solución para Eurídice. Se
desentendió del guía y siguió cantando para ella. Por lo menos, su amada podía
responder a su canto. -Eurídice, Eurídice, dime, ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu
ser real? Díselo a tu amor, Orfeo. -Tu amor... Orfeo -respondió ella. -¿Dónde,
mi amor? ¿Dónde estás? ¿A dónde voy por ti? -insistió él, con la voz rota.
-A... tu amor... Orfeo. -¿Me estás reconociendo? -Orfeo se sentía a punto de
estallar- ¿Querrás venir conmigo hasta el mundo de la luz? ¿Me querrás seguir
hasta allá arriba, siempre detrás, como si fueras mi sombra, aunque yo no te
pueda mirar, tal como exigió Hades? Dime lo que quieres, alma mía. . -...Tu
amor... Orfeo.
Pausanias
de Eubea cuenta que, guiados por Hermes, Orfeo delante, cantando y tocando para
marcarle el camino, y Eurídice detrás, como si fuese su sombra, ascendieron por
los largos pasillos y escalinatas del Averno, pasaron por delante del
Cancerbero, que no pareció verlos, y consiguieron, por fin, salir del Hades. Y
que salieron, no al país de los Gal de nuevo, sino directamente a Tracia, a
través de la húmeda Cueva del Diablo, por donde el río que hoy llaman Trigrad
desciende rugiendo en cascadas subterráneas hasta el fondo de la tierra, entre
acantilados y gargantas, en el corazón de los montes Rhodope. Pausanias de
Eubea era un bardo alegre, que sólo cantaba poemas con final feliz; si lo
quieres así, lector, acaba de leer justo en esta línea y cierra ya este libro.
Pero
otros muchos vates cuentan que la angustia de Orfeo iba creciendo y creciendo a
medida que recorría el mundo de las tinieblas para salir de él. Ni podía volver
la cabeza, para comprobar si su esposa, tan disgregada, era capaz de seguirle;
ni podía dejar de mantenerse caminando y cantando, no fuera ella a
desorientarse. Su gozo por haberla encontrado y por estar, por fin, sacando lo
que se podía rescatar de ella de aquel maldito lugar, se nublaba a cada momento
por la preocupación de si estaría realmente siguiéndole, de si Hades no se
estaría burlando de él y de si Eurídice verdaderamente sería aquella sombra medio
inconsciente que tal vez acertara a seguirle o tal vez no… o si todo lo que
había experimentado no era sino un sueño, un desvarío de su imaginación,
enloquecida por su obsesionante apego a un imposible. Después de mucho caminar
por una cuesta ondulante, fatigosa e interminable, oscura y entre nieblas, vio
que el camino clareaba ante él, vio como la figura de su guía se enmarcaba en
la puerta, en un fuerte contraste, y la vio luego como absorbida por la luz,
desapareciendo de su vista. Quiso acabar con aquella terrible tensión,
desaparecer también en la luz, apagar de una vez aquella pesadilla.
En
ese momento ya no pudo soportar más la duda. Nada, nada, nada, le importaba ya
sino reencontrarse con ella. Volvió la cabeza para comprobar si Eurídice lo
seguía.
Apenas
por un segundo la vio atrás de sí, con sus ojos llenos de amor, asombrados,
fijos en él. Luego se transfiguró y se desvaneció como se desvanece la leve
aurora al levantarse el sol. Su duda final había destruido la extraordinaria
posibilidad que su fe, su determinación y su valor habían estado construyendo
durante tanto tiempo.
PARTE
SÉPTIMA:
RETORNO
A LA SUPERFICIE
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