quarta-feira, 27 de novembro de 2019

PARTE SEXTA: EN EL PAÍS DE LOS MUERTOS



PARTE SEXTA:
EN EL PAÍS DE LOS MUERTOS
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85- LA NAVE INTERDIMENSIONAL



Poco después de la ceremonia, bien vestido y provisto tan sólo de su lira, su flauta y un candil de grasa de oveja, Orfeo fue llevado desde la playa, en una embarcación de cuero prestada, que Donnon remaba, hasta el borde del acantilado, detrás de la Uña de Piedra, donde se despidieron sin hablar.

 Desde allí, el bardo se las arregló para llegar hasta la todavía cerrada boca de la cueva por la que había visto, en su sueño, penetrar a Eurídice tras una larga fila de espíritus flotantes. Se acomodó sobre una peña y empezó a tocar en tanto que las últimas huellas del ocaso desaparecían del cielo.

Su canto ya no era el canto lamentoso y melancólico de la desesperada carencia, como la primera vez que había tocado allí, sino la firme serenidad del que está convencido del propio merecimiento y de quien confía en la sabiduría y en el amor de la Vida Eterna en sí mismo, enmascarada tras los muchos nombres de dioses y diosas que los hombres son capaces de imaginar.

Estuvo interpretando su mejor repertorio como una ofrenda de gratitud anticipada, hasta que cayó por completo la noche. Entonces encendió el candil. Aún siguió cantando y tocando mucho tiempo después, mientras pedía a los reyes del Averno que se dignasen abrirle sus puertas a alguien que había recorrido el Laberinto hasta el final y que había comprendido, sin permitirse dudar de los resultados de su súplica.

Estaba lleno de excitado entusiasmo y seguridad, igual que una luz que penetra en las sombras para diluirlas. Estaba seguro de que su invocación no podría quedar sin respuesta.


De pronto Orfeo sintió, más que vio, un resplandor que venía de la punta del cabo alargado, aquella que tenía forma de nave. Al volverse, divisó una embarcación de madera, ancha y ligera, con una vela gris de aspecto mediterráneo, que se acercaba, suave pero rápidamente, a la Uña de Piedra. De su mástil colgaba un fanal de luz amarillenta, que le permitió distinguir la figura del solitario barquero que dirigía el timón hacia su rumbo.

Cuando llegó cerca, el timonel le hizo una señal con la mano para que se aproximase y el bardo se alborozó de que sus ruegos hubieran sido atendidos y de que le fuese permitido cruzar la laguna abismal que separa los mundos de la vida y de la muerte. De un salto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos.

El barquero, recién acabando de separar la embarcación de las rocas con un largo remo, se volvió hacia él y, con una voz tosca y cavernosa, le dijo severamente:

-No te muevas tan rápido, no agites mi barca. Se acabaron para ti las prisas, mortal.-

El bardo se quedó cortado, callado, inmóvil, sin saber qué hacer.

-¡Música! –exigió el barquero, poniéndose al timón- Para llegar a donde vas tendrás que tocar todo el rato tu música, loco amante de un sueño, nadie cruza en esta nave sin pagar el servicio.-

Orfeo tomó la lira, se concentró y comenzó por un himno que invocaba la guía de Hermes Psicopombo por las regiones del más allá, mientras el timonel navegaba mar adentro y hacia el sur; luego lo fue enlazando con otros cánticos eleusinos que proclamaban la eternidad de la vida a través de las interminables cadenas de transformaciones aparentes del Único Ser, que representa todos los papeles de su propio teatro de la existencia. Según cantaba, le parecía que las olas se amansaban y que cada vez batían con menos fuerza contra los costados de la barca.

Algo después, la sensación del transcurso normal del tiempo fue dejando paso en su mente a un momento de presente interminable, como si estuviese soñando y como si no existiese otra cosa en el mundo que aquel fanal encendido rodeado de sombras densas y pesadas. El mismo barquero no pasaba de ser una estatua oscura pegada a la popa y completamente inmóvil. Su propia voz parecía ser lo único vivo allí.

Tras muchas canciones seguidas, en las que le daba la impresión de que sólo se estaba escuchando a sí mismo, el bardo se sintió cansado en medio de aquella inacabable negrura vacía de otros sonidos. No sabía si llevaban navegando toda la noche o si sólo hacía una hora o dos que zarparan. Paró de cantar por un rato y se sintió rodeado de un silencio más espeso y pesado todavía, de la más desesperante soledad. Además, la brisa húmeda de la noche comenzó a traerle un olor extraño, desagradable.








9-2. LA SOMBRA DE LA LUZ (repetición).



Al poco, lo identificó: era un olor como de carne podrida. Se asomó por la borda y no vio el mar, sino una viscosa niebla que parecía rodearles en todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en ella, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándose más, le pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. Se estremeció de pavor, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores de descomposición.

Orfeo sintió un agujero en su vientre, miedo, temor paralizante y un terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en su interior le hizo aguantar y contenerse. Se dirigió al barquero infernal, en busca de una explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; se encontraba angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror. La luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más mortecina.

Transcurrió un tiempo interminable en el que se sentía como clavado a su banco en la creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en él seguía deseando vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso interno le decía que no debía disolver y perder su energía, sino coagularla y retenerla, aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarse, resistir, olvidar los terrores de su personalidad centrándose en lo eterno de su Ser, como habían dicho el “Hombre del Roble” y Donnon. Al final, recurrió a las fuerzas de su arte, se dijo a sí mismo que todo aquello eran ilusiones de su mente y que no podía dejar que le arrastraran al pánico; así que decidió repoblarla con un mundo de música en honor de Eurídice, para llenarla de luz, ánimo y disciplina. Haciendo de tripas corazón, rasgueó su lira de modo que brotasen de ella las más alegres escalas de notas, cantó para su musa canciones infantiles, tocó las danzas de la molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia, siguió por himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos de orgullo por las glorias de su país; se alzó y cantó alabanzas a los héroes, dio golpes con el pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fue dominando la náusea y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas de su vientre, por donde la energía antes escapaba, elevándola al ser, afirmándose en el poder de su amor. Le pareció que su tenaz entusiasmo intensificaba la luz del fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía, poco a poco, ante él, disipando el olor de la putrefacción envolvente. Le pareció que el navío se movía con suavidad hacia donde suponía que estaba el sur, más cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba. Se vio a sí mismo construyendo su propio camino a base de estrofas, tal como en los días anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras del Laberinto del Fin del Mundo. Se sintió invadido de valor y fue penetrando en la convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es sino un impulso cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva de la experiencia sobre un vacío infinito, experiencia siempre moldeable por medio de la voluntad que el ánimo pilota. Su gana hizo que la nave avanzara, que el farol brillase ahora como una estrella de constructiva esperanza y que el mar de cuerpos muertos fuese sustituido por aguas libres, relativamente calmas y amables, sobre las que se deslizaba cada vez más veloz. La nave cortaba la niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus costados algo así como un corredor de altos muros de densa bruma, que el fanal iluminaba hasta cierta altura. Al compás de su canto, aquellos muros o pantallas fantasmales comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero se vio a sí mismo como en un gran espejo navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio de la noche, de la niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde, pero después comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas: Orfeo recorriendo el laberinto de Donnon, entrando en el país de Gal con los Brigmil, navegando el Gran Verde con Arron o Beleazar. El bardo se dio cuenta de que el avance del navío al compás de su propia música lo llevaba a contemplar su pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: se vio junto con Hércules en Creta, con la pitonisa en Delfos, el doloroso enterramiento de Eurídice en el glaciar, la trágica muerte de ella. Su tristeza pareció reducir la velocidad de la navegación, pero volvió a insuflar ánimo a la música y pudo disfrutar de la visión de su amada viva, de sí mismo abrazándola, de su triunfal regreso de la Cólquide junto con sus compañeros, de su entrada ritual en el templo del monte Lafistio, portando el dorado trofeo de su conquista.
 Siguió viendo reflejadas, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de la aventura argonauta y, sobre todo, el último de sus furtivos encuentros íntimos con Eurídice, la última vez que disfrutó de su expresión en el momento del placer, pocas horas antes de partir a por el Vellocino de Oro.

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86- VISIONES EN LA NIEBLA ASTRAL.



... Continuaba viendo reflejadas en el muro de niebla astral de la laguna de los Infiernos, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de los años anteriores: sus viajes a Samotracia, Eleusis y Sais, y antes, el primer encuentro con su amada, y antes, la escuela de Quirón, y antes, su propia infancia...

Alcanzó a sentir de nuevo, con agradecimiento, ternura y algo de sentimiento de culpa por su rebelión ante ellos, el inmenso amor que tenían por él sus padres, Kalíope y Eagro. Sinceramente les perdonó y pidió perdón a sus recuerdos por tantas desarmonías y choques de ego. Luego vivió, con intensidad angustiosa, el momento traumático de su propio nacimiento, un parto difícil como una agonía, una angustiosa muerte... y, de pronto, se encontró en otra vida y en otro mundo.

Allí estaba él antes, feto en el vientre de su madre, plácido habitante de un mundo oceánico intrauterino donde nada se sentía extraño a uno mismo, en perfecta fusión con la Diosa, con el Todo, en el Cielo. Otras sensaciones más extrañas todavía le hicieron sentirse célula, átomo, ínfimas partículas, danza alocada de geometrías, de ondas.


Ya no más referencias individuales. Se encontró viviendo la vida del Ser Humanidad, imágenes colectivas pasaban rápidamente hacia el pasado por los pasillos de niebla que la nave iba modelando a su paso.

Contempló las guerras de los antiguos: la novedad del bronce contra las armas de piedra, las tribus de la época matriarcal, costumbres salvajes, las ceremonias mágicas de las sacerdotisas, vedadas a los hombres, sus orgías extáticas reveladoras.

Comenzó a oír en su mente un rumor lejano y vio formarse en la niebla una inmensa cortina de fuego, que venía desde el horizonte tragándose el mundo, abrazándolo todo, arrancándolo, desintegrándolo. Le arrastró una vez más la angustia de la muerte.

Pero pasó y, más hacia atrás, pudo contemplar escenas crueles de la Era de los Titanes: mujeres y hombres de civilizado aspecto, cazando y matando salvajes como si fueran fieras, encerrando en jaulas a las mujeres de los bosques, ofrendando prisioneros a ídolos de horrible aspecto. Se vio drogado y tumbado en un altar, en lo alto de una pirámide escalonada, mientras el sacerdote alzaba el cuchillo ritual de piedra negra sobre su pecho.

Cada vez a mayor velocidad, el archivo interno de su especie le proporcionaba escenas más antiguas: cavernícolas danzando, banquetes caníbales, lucha contra fieras, humanos- fieras. Se vio entre mundos de flora y de fauna hace largo tiempo desaparecidos, era ahora un animal, un reptil, un pez, una larva extraña. Contempló erupciones espantosas de volcanes en cadena, nuevos maremotos, terremotos, diluvios, caídas de estrellas...

Orfeo ya no estaba viendo más la historia pasada de la Humanidad, sino la del planeta mismo. Sintió su propia muerte muchas veces como la muerte de cada una de las incontables eras geológicas que se tragaban las unas a las otras en medio de espantosos cataclismos y comprendió el mito de Saturno devorando a sus hijos de una manera más visceral que antes.

Más allá de aquellas aceleradas visiones salió de las paredes de niebla una gran luz y un sonido como de trueno, tan súbito y potente que, por un instante, le hizo parar de tocar.


En ese momento, la luz empezó a vacilar, como si quisiera apagarse, la barca pareció ser atrapada por un remolino que tiraba de ella, y empezó a girar locamente en torno a sí misma mientras era arrastrada a toda velocidad. Orfeo se aferró al mástil con todas sus fuerzas, percibiendo que todo se llenaba del pavoroso fragor de una ola gigante que estaba llegando desde la sombra y que, sin duda, venía barriéndolo todo.

Sintió que ya había vivido aquello antes y eso le dio una extraña paz, entregándose completamente y sin resistencias a lo que fuera que viniese. Sacó fuerzas de flaqueza y, como pudo, en medio de la vorágine, trató de arreglárselas para centrarse y volver a crear una sinfonía coherente, aunque fuese su último acto en la vida.

Era imposible tocar la lira con aquella agitación que apenas le permitía aferrarla y mantenerse sujeto. Renunció a ello, pero intentó cantar. Imposible también. Sentía un atenazante nudo en la garganta. Pero ni aún así se rindió al pánico. Sabía que se lo tragaría la ola, si lo hacía.

-"Yo soy el tranquilo testigo de todas las ilusiones que pasan por mi percepción" –recitó interiormente, acordándose dé las instrucciones de Quirón para enfrentarse al pánico. Y seguido y centrándose totalmente-: "Yo soy uno con el Ser Indestructible a través de mi amor a la Diosa de los Mil Nombres”.-

Agarrado al mástil con todas sus fuerzas, cerró los ojos y gritó bien alto el nombre oculto de la Gran Madre Salvadora que sólo se enseñaba a los iniciados en los Misterios Kabíricos en el Santuario de los Grandes y Antiguos Dioses de Samotracia, repitiéndolo en escalas espirales afinadas con el ritmo de la misma trepidación que lo envolvía.

Su fe y su entrenada maestría lograron el milagro: el nombre venerado se convirtió en un centro ígneo y en un canal espiral sólidamente asentado en la raíz de su ser, que ascendía interdimensionalmente, como si fuese una serpiente alada, mientras sentía alrededor de sí un manto protector. Orfeo pudo comenzar a ordenar entonces, en su mente, el caos de sonidos, bamboleos, estremecimientos e imágenes inconexas de todo tipo que la llenaban.


A medida que la melodía volvía a estructurarse en su vibración emocional, el vértigo y la náusea cedían en su interior; a medida que su respiración se hacía más lenta y más profunda y su música mental más clara y más fluida, el arrastre y el remolino cedían, la barca se asentaba y ascendía armoniosamente la cresta de la ola.

El fanal del mástil volvió a iluminar y el caos daba paso, mientras todo se precipitaba hacia adelante, a una nueva rápida sucesión de las mismas imágenes que había visto antes, ya no reflejadas en la niebla externa, pues seguía de ojos cerrados, sino proyectadas en su interior como un sueño. Sólo que ahora parecían correr en orden inverso, del pasado al futuro, mientras la trepidación cesaba y la nave bajo sus pies se dejaba llevar pasivamente.

En instantes, repasó en su pantalla mental sus vivencias planetarias, luego las de su ser como Especie Humana y por fin volvió a tener claros recuerdos como individuo: nacimiento, primer encuentro con Eurídice, robo del Vellocino de Oro, muerte de su amada, naufragio ante las costas de Iberia. Los bandidos del barranco Mata-Venados, el baño junto a la sacerdotisa en el Templo del Amor.

A partir de ahí empezó a vislumbrar imágenes desconocidas, que su entendimiento interior describía como las de su propio futuro, a amplios saltos por el tiempo.

Se vio a sí mismo de vuelta a su tierra natal, tocando la lira ante el atardecer en lo alto de una montaña. Fue espectador, con extraña serenidad, del momento de su muerte en la encarnación actual. Y esto le tranquilizó completamente: no sería aquí y ahora, en un mareante remolino del mar de cadáveres de los Infiernos; y pudo tener la certeza, muy aliviado, de que su vida proseguiría eternamente en otras dimensiones, fundida con la de las almas amadas.

Ahí hubo un momento de calma, una especie de vacío de imágenes. Una gozosa tregua en su prueba, un relax profundo y confiado. La ola se precipitó como una cascada gigante, Orfeo salió de sí y el tiempo se detuvo.


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Al cabo de un ciclo inmedible de absoluta paz, Orfeo se sintió retornar poco a poco de su vacío, percibiendo que, bajo él, la nave se encontraba inmóvil. Apenas un normal balanceo indicaba que seguía flotando sobre el océano.

Se atrevió a abrir los ojos y sólo vio en torno a sí la barca y la negrura de la noche, más allá del círculo de espesa niebla envolvente iluminado por el fanal. Soltó el mástil, miró hacia las oscuras olas por encima de la amura sin ver nada extraño y se fue a sentar de nuevo en el banco con la lira entre las manos, agradeciendo a la Diosa.

Bien, todo estaba tranquilo… pero había que proseguir. Deseaba que llegara a su fin aquella noche interminable.

Probó a tocar de nuevo la música del himno a Hermes, a ver qué ocurría. La nave se puso en marcha en alguna dirección, avanzando entre las paredes de bruma, ella sabría hacia dónde. “Tendrás que tocar todo el rato tu música”, había dicho el siniestro barquero.

Contento, tras los angustiosos momentos recién vividos, comenzó a cantar un poema dedicado a Poseidón ya que, aún sin remero, bogaba. De nuevo empezaron a verse imágenes en movimiento proyectadas sobre la niebla.


Al principio no las reconoció, pero luego le vino un recuerdo: Eran las sombras de las costas del Helesponto, ya que, aunque con dificultad, podía distinguir los blancos acantilados del cabo Helas bajo la luz de la luna, igual que en el pasado, cuando los argonautas intentaron cruzar de noche ante las murallas de la ventosa Troya sin que sus vigías se diesen cuenta de que el “Argo” era una nave griega. Para ello, remaban contracorriente por la orilla opuesta, con los remos envueltos en trapos, en absoluto silencio, la vela teñida de negro y un mascarón de proa típicamente colquídeo superpuesto al suyo.

Sin embargo, aquel barco que estaba viendo proyectado sobre la niebla no era el “Argo” ni pretendía rebasar la ciudad por la orilla tracia y seguir hacia el Bósforo y el mar Negro, sino cruzar el estrecho en diagonal hacia ella y desembarcar por sorpresa en sus playas. Llegaron a la arena con el despuntar del alba, y entonces se oyeron en todas las torres fuertes y continuos sonidos angustiados de caracolas y de cuernos, con los que los centinelas de los ricos teucros daban la alarma a la ciudad dormida.

Pero toda la playa estaba cubierta por cientos de naves, negras como la noche de la que salieron, ya embarrancadas de proa, y miles de guerreros griegos saltaban de ellas y se desplegaban corriendo como una mancha de aceite, tomando posiciones. El sitio de Troya había comenzado y el bardo tenía completamente claro que ya no estaba viendo el pasado, sino el futuro.

Se siguieron ramalazos de imágenes cada vez más rápidas e impactantes: El choque brutal de dos carros de guerra, erizados de picos, en medio de una batalla de multitudes. El cielo oscurecido por las flechas, pabellones repletos de heridos y mutilados, pueblos circundantes saqueados, funerales humeantes de guerreros, otro carro que arrastraba a toda velocidad un cadáver entre el polvo y las piedras de la llanura, un enorme caballo de madera siendo entrado por un hueco abierto en la muralla, un pavoroso incendio que envolvía la ciudad, mientras sonaban gritos de terror y agonía por sus calles.

Se oyó a sí mismo recitando ante la hoguera de un palacio, de nuevo como aedo en otro cuerpo, poemas cantados que hablaban de la guerra de Troya y de las aventuras de Odiseo, aquel niño del arco grande que conoció en Ítaca en vida anterior. Contempló el desarrollo futuro de Tracia, cuyo interior se mantenía atrasado y rudo, mientras toda la costa era colonizada por los griegos, hasta que un día todo el país se vio invadido por un inmenso ejército asiático. Le llegaron imágenes de luchas de repetitivos conflictos entre Oriente y Occidente a ambos lados del Egeo, durante siglos.

Se sintió naciendo de nuevo en Atenas como mujer muchos siglos después, desarrollándose en un cuerpo que cada vez se parecía más al de Eurídice, y entonces tuvo claro que siempre serían un mismo ser. Creció con la hegemonía de la ciudad, gozó de la vida, tuvo hijos, vio el esplendor máximo de la civilización helénica, en la cual se reformaron los Misterios de Eleusis y todas las concepciones de la religión olímpica por influencia de una escuela de pensamiento que afirmaba tener sus fuentes en un gran músico del pasado llamado Orfeo. Se sintió morir otra vez, y contempló desde un plano diferente la corrupción de su cuerpo, al mismo tiempo que la de su país más admirado, en desgastantes luchas intestinas.

Supo como del norte surgía un coloso, un tracio o macedonio, que unificaba a los litigantes nietos de Heleno con el poder de su brazo, destruía para siempre a la opulenta Tiro, entraba triunfante en Egipto y después extendía la cultura de los olímpicos por el Oriente, hasta la remota India. Retornó a la vida en esa época como un artista que no conoció la fama, mas que fue muy feliz: por un momento, el mundo todo se había vuelto griego y su propia música y sus cantos del pasado y del presente parecían darle su forma más auténtica a aquella civilización espléndida.

Pero enseguida aquel sol declinaba y uno nuevo surgía en el centro de Italia, al sur del antiguo puerto de los Tirsenos: un poder duro, puramente guerrero, se extendía con ordenada violencia y eficacia, devorando las ciudades coloniales de los nietos de fenicios y helenos, luchando en Italia, en Iberia, en África, en batallas descomunales con numerosa caballería y hasta elefantes convertidos en armas mortíferas. La propia Grecia fue dominada por ellos. También Tracia y las ricas colonias de Asia Menor, Canaán y la Siria; incluso el milenario Egipto.

Se vio de vuelta al país de los Gal dentro del cuerpo de un comandante de un curtido ejército de aquella nación, cuyos hombres avanzaban por los bosques del Extremo Oeste llenos de temor a los dioses infernales. Llegados frente una oscura corriente de agua, al otro lado de la cual la niebla ocultaba los bosques, algunos legionarios se plantaron gritando, para justificar su miedo, que se trataba del Leteo, el río del Olvido, y se negaron a seguir avanzando. La protesta se contagió al resto de la tropa, entre la que había muchos griegos y tracios, hartos de un viaje interminable a ninguna parte.

Él, entonces, espoleó a su caballo y lo hizo cruzar el vado llevando en la mano su enseña, que representaba una loba etrusca. Desde la otra orilla llamó a sus oficiales y veteranos, uno por uno, por sus nombres, para que viesen que no había perdido la memoria. Pocas jornadas después, sus legiones contemplaban con veneración y orgullo, formadas en las Altas Aras del Cabo Ártabro, como el sol era tragado por la mar del Fin del Mundo, creyendo que ya no quedaban más tierras sin conquistar.

Pero a pesar de su aplastante poderío, aquel imperio fue conquistado a su vez, no por la fuerza de las armas, sino por el esplendor de la cultura helénica, igual que antes los invasores jonios y eolios se habían dejado fascinar por las sacerdotisas pelasgas. Durante quinientos años más, los Dioses del Olimpo siguieron imperando a ambos lados del Gran Verde, aunque les hubiesen traducido sus nombres a una lengua extraña, que incluso llegó a convertirse en el idioma oficial de las remotas tierras de los Oestrymnios del Sur y del Norte. . ...Mientras que la lengua gaélica de los Brigmil, aunque perdida en su país originario, continuó usándose durante siglos en la mítica Isla del Destino, después de su invasión por los milesianos, tal como había predicho Aito.

Rápidamente se sucedieron a ambos lados de la nave de Orfeo nuevas imágenes de corrupción y decadencia de aquel imperio poderosísimo, que pereció bajo los cascos de los caballos de múltiples invasiones de bárbaros brutales llegados desde el norte y desde el este. Hubo trescientos años de caos y bandolerismo donde antes había una magistral civilización patriarcal que, a medida que se enriquecía y refinaba, se fue haciendo matriarcal en sus élites y en sus vástagos.


Pero en medio de aquellas matanzas reencarnó el espíritu de los Brigmil en un grupo de guerreros excepcionales, que desvelaron en la isla de los Albiones, la Casitéride Mayor, el espíritu de la caballería andante alrededor de una tabla redonda. Eso fue el origen de otra mítica orden posterior de caballeros protectores de peregrinos, que se traería de la invasión europea de Siria y Canaán un conocimiento templario que logró, en sólo sesenta años y ayudados por los descendientes de la Fraternidad de Constructores Sagrados del maestro Jaun, llenar Europa toda de catedrales de arquitectura hermética en pura tensión ascensional y desmaterializadora.

Aquellos altísimos templos servían, igual que los antiguos dólmenes, como instrumento de elevación de la vibración del subconsciente colectivo de la comunidad, del plomo al oro y del oro al éter, colocando al servicio de un cambio mental general las claves mágicas de la evolución hacia la inmortalidad que proporcionaban las sacerdotisas antiguas a sus hijos varones para que estuviesen a su altura, antes de que su alquimia de transformación interior degenerase y se convirtiese en burdos rituales de sacrificios humanos de inocentes.

En los portales y altares principales de aquellas torres construidas para ascender a los cielos, la antigua Diosa Madre volvió a ocupar el lugar de honor y, en su centro, los habitantes de las primeras ciudades libres que resurgían de siglos de barbarie, podían reflexionar, meditar, cantar, caminar y danzar sobre el sendero de un laberinto evolutivo. Los Caballeros abrieron las vías del mundo a la libre circulación y otra vez el Camino de las Estrellas se convirtió en una escuela dinámica de sabiduría y de intercambio, que preparó un renacimiento de la cultura Helénica actualizada.


Las visiones mostraron a Orfeo como, en Iberia, a pesar de que el país estaba empeñado en una guerra de reconquista que duró setecientos años, cientos de peregrinos pacíficos se colgaban la concha de la Diosa del Mar y del segundo nacimiento al cuello, para repetir la peregrinación del bardo y de tantos otros al Fin del Mundo, siguiendo a Helios Apolo en su camino, invocando la protección de Luh-Hermes-Iaco, que ahora era San Iago, para que les guiara en su aventura del autoencuentro...

Aparecieron a continuación sobre la niebla imágenes del enorme refinamiento y riqueza de la capital griega de aquella época futura, “La Ciudad”, la llamaban, una nueva Troya que dominaba, no el Helesponto, sino, más al este, el estrecho del Bósforo, por donde había pasado el “Argo” hacia el Mar Negro.

Pero una invasión de cientos de miles de gentes armadas que llevaban la media luna de la antigua Diosa en sus estandartes, cubrió la orilla asiática de blancas tiendas militares, construyó un puente de barcas sobre el Bósforo y conquistó La Ciudad. El bardo se vio dentro de un cuerpo femenino, fundido con Eurídice, que era arrastrada a la fuerza por sus calles saqueadas y ensangrentadas, junto con otras muchas mujeres que habían sido apiñadas como un rebaño para ser repartidas entre los conquistadores.

Poco después, el mismo imperio dominó con mano de hierro Tracia, las tierras de la península helénica y las islas que en otro tiempo habían sojuzgado los aqueos. Las mujeres griegas alcanzaron su nivel más bajo de degradación social: para los nuevos invasores eran poco más que animales de trabajo y de placer y vivían una existencia de esclavas prisioneras.


Justo entonces, desde la remota Iberia, una reina guerrera que pudo rematar el sueño de Pirene y Andía de conquistar el rico sur, impulsó a tres naves a que partieran de las playas donde había estado Tartessós, tres, como las caras de la Triple Diosa, tres con los nombres populares de las tres edades de la Madre en sus proas y con la cruz de las cuatro direcciones de Hermes en sus velas. Las tres siguieron la dirección del sol sobre las aguas y, cruzando contra toda vacilación el gran Océano, descubrieron un nuevo paraíso atlántico de enorme amplitud en su otra orilla. Tal vez el que Aíto entreviera durante su trance en la torre de Hércules, además de la Isla del Destino.

Rápidas imágenes sobre las paredes de niebla mostraron su conquista y su colonización, derrocando a cuanto había quedado de los truculentos dioses de los descendientes degenerados de los titanes de la Raza Anterior, en sus pirámides escalonadas del lado oeste de su imperio, manchadas por la sangre de miles de sacrificios humanos que la más baja magia negra convertida en religión demandaba continuamente. De nuevo se repetían, siglos más tarde, las luchas entre Arianos y Atlantes, como si el Ser Universal representase eternamente la misma obra de teatro con los mismos actores, apenas variando el vestuario.

La niebla de las memorias del futuro mostró al antiguo mundo de la Atlantis Occidental y a muchas otras regiones remotas de África y Asia dominadas y aculturadas, un siglo más tarde, por dos poderosas monarquías de cultura griega de Iberia, con todos sus antiguos dioses reconciliados y unificados en tres figuras divinas: la del Padre Original, Dio; la de la Diosa Madre, en su aspecto de Marianne; y la del hijo que muere para resucitar, Dionisio convirtiéndose en Apolo, sol invicto, con una cruz en lugar de un arco, con una corona de espinas en lugar de la corona de laurel, mas con la misma copa de vino en la mano como instrumento de comunión fraternal entre los hombres. Mientras tanto, navíos cada vez mayores cruzaban el océano, trayendo oro para los señores de la guerra, o transportando esclavos negros encadenados para explotarlos despiadadamente en plantaciones de continentes lejanos.

Pero también se acabó reflejando ante Orfeo, sobre los movientes muros de niebla, la decadencia y caída de aquel imperio universal ibérico en el que no se ponía el sol y, en su lugar, una nueva sociedad surgió de la revuelta popular en las ciudades de la Galia, arrancando precisamente del emporio “Massalia”, que ahora era una gran ciudad mediterránea, hirviendo en ansias de libertad. Aquella revuelta profunda y sangrienta cortó las cabezas a sus reales tiranos y trató de resucitar el orden individualista y libre de la civilización helénica como canon de una nueva era.

...Y otra vez el mundo se llenó de edificios de estilo griego, otra vez se reprodujeron las antiguas leyes y se habló de Ágora, de Democracia, de Museo y de Academia. Y ese modelo de sociedad prendió muy bien al otro lado del Océano.

 En las antiguas Casitérides, los navegantes de la isla de los Albiones supieron crear un nuevo imperio mundial de corte bastante egeo, con factorías coloniales en todas partes, a pesar de sus rígidas costumbres y de su bárbara lengua. Se vio dominándola como poeta, encarnado en un cuerpo de aquella raza; sin embargo escribía románticamente sobre temas griegos, le gustaba vestir como griego y acabó tomando parte en una feroz guerra (y hasta muriendo en ella), por la independencia de Grecia contra los déspotas de la Nueva Troya, que habían mantenido sometidas y sojuzgadas sus ciudades bajo el emblema lunar de Artemis durante trescientos años, mientras las montañas y las islas estaban abandonadas a bandidos y piratas.

Y estos imperios que se iban sucediendo ante la visión del futuro revelada en aquella noche intensísima a Orfeo, extendieron el modelo de la civilización helénica, adaptándola a todo tipo de formas y creencias, por el orbe entero; que resultó ser bien más grande de lo que se creía.

Las batallas, sin embargo, eran cada vez más devastadoras y espantosas y a la Era del Hierro sucedió la del Plomo, que segó infinitas vidas, y luego la del Plutonio, un nuevo nombre para los poderes destructivos de Hades, con armas mágicas indescriptibles, capaces de arrasar una ciudad en un instante.

Pero no todo lo que se creaba con aquel conocimiento era dolor, la Humanidad progresaba enormemente: naves enormes surcaban los mares sin velas ni remos, incluso bajo el agua, carros sin caballos corrían sobre la tierra llevando personas y bagajes, navíos aéreos eran capaces de volar de continente a continente a la velocidad del Carro Solar, sin caer como Ícaro. Una de ellas voló tan alto, que alcanzó la misma luna, aunque esto parezca un mito. Su nombre era Apolo; su número, el de la estela egipcia de La Fuerza.

Y en ese remoto porvenir, hasta las personas más sencillas tenían en sus casas unos artilugios mágicos que permitían comunicarse a distancia sin necesidad de heraldos y hasta oír música sin tener a un bardo cerca. Y, lo más increíble: todo el mundo parecía conocer el nombre de Orfeo y la calidad innegable de sus sinfonías. Cuando un grupo de personas cantaban en coro, se las llamaba un “orfeón.”

Aunque el bardo se preguntaba si no serían sus propios delirios de grandeza lo que percibía, no dejaba, sin embargo, de tocar. Eso parecía que ayudaba a que la nave siguiera deslizándose sobre el oleaje de una manera estable, mientras las extrañas imágenes de aquel supuesto futuro continuaban proyectándose sobre el aire húmedo a su paso.

Así, Orfeo pudo visualizar en la pantalla de la niebla astral (la cual se iba volviendo cada vez más luminosa y más tenue), que en esa época del porvenir en la que la patria original de la Civilización Helénica, tantas veces muerta y renacida, lograba convertirse de nuevo en adulta e independiente, su propio espíritu, fundido con el de Eurídice, vivía en el cuerpo de una mujer artista y combativa, nacido en una generación en la que la mayoría de las féminas conscientes estaban luchando muy duro para conquistar su derecho al reparto de oportunidades sociales, culturales y económicas, y a un plano de igualdad de derechos con los varones...

Mientras que las amazonas más bravas y duras seguían manteniendo la esperanza de recuperar su antiguo status predominante, en la medida en que ingeniosas y versátiles máquinas, inventadas por la Humanidad a lo largo de su evolución, nivelaban las pequeñas diferencias que quedaban entre ellas y los varones: biológicas, de fortaleza física; o aprendidas, de capacidad espacial.

Ya que percibían, con su sabiduría práctica y experta, que entraban en una época en que la eterna ley de la oferta y la demanda valoraba cada vez más las especiales habilidades de relación, la agudeza intuitiva, la conexión con la Raíz, la flexibilidad, la facultad de seducir, de negociar, de convencer, de conciliar por medio de la palabra y la sonrisa cierta, así como la dedicada y amorosa colaboración responsable.

Habilidades y cualidades en las que ellas eran el sexo superior desde hacía milenios, desarrolladas para sobrevivir y hacer sobrevivir a su prole frente la limitación, la opresión y la adversidad. Los últimos serán los primeros.

Teniendo muy claro que la fuerza de su género, guardián de la civilización, estaba en la inagotable curiosidad que siempre las empujaba a adquirir nuevos conocimientos, las mujeres llenaban, no sólo las escuelas, sino también los centros culturales comunitarios, a la caída de la tarde, entregándose a actividades creativas o de crecimiento personal en la misma proporción en la que los hombres desperdiciaban su precioso tiempo de libertad en rutinarios juegos competitivos y en soltar vulgares baladronadas, igual que cuando eran soldados, cazadores o pastores de ovejas, hacinados en tabernas rebosantes de humo y de ruido.

Aquella Nueva Hélade del futuro, que estaba ahora encuadrada en una amplia confederación de naciones hijas de su cultura, había vuelto a ser un país soberano en rápido desarrollo, cuyos barcos surcaban los mares del mundo portando todo tipo de mercancías igual que antes. Pero, al igual que el estaño en los tiempos antiguos, la mercancía ahora más apreciada y valorada era el aceite oscuro de roca, aquella brea que siglos antes había sido usada como arma incendiaria contra los navíos, con el nombre de “Fuego Griego”. Los capitanes helenos lo transportaban de un continente a otro en gigantescos navíos de hierro que, milagrosamente, lograban flotar.

Pero no siempre: reflejado en la niebla, Orfeo contempló, horrorizado, el naufragio de uno de aquellos barcos griegos del futuro enfrente de la tempestuosa costa sagrada de Oestrymnis. Y luego otro, con el nombre del Mar Egeo en la proa. Y finalmente un tercero, el peor desastre de todos. Las sucesivas oleadas de vertidos hacían que el mar todo se volviera negro y las sucias olas salvajes convirtieron las costas del Fin del Mundo y a sus peces, mariscos y aves, en un infierno negro, incluidas la Uña de Piedra y la playa y las rocas donde vio a Eurídice en su sueño. Infierno negro en el mar, a las puertas de los negros Infiernos.

Los medios de comunicación se habían hecho tan rápidos y omniabarcantes, para entonces, que cualquier suceso importante ocurrido en cualquier lugar era inmediatamente divulgado en el resto de las partes del mundo en múltiples lenguas. A pesar de eso, Orfeo pudo percibir claramente que en las civilizaciones del futuro continuaban siendo educados los niños a base de mitos, manipulados de adultos a base de mitos y mandadas a vivir y morir bajo el comando del mito. La alternativa a los mitos oficiales, sobre los que se basaba toda la política, la ciencia, la filosofía y la religión, eran otros mitos más o menos esotéricos y mucho más increíbles, pero que consolaban algo a los disidentes del sistema imperante, de la angustiosa ausencia total de guías y evidencias incuestionablemente confiables, que pudiesen orientar hacia la Verdad el rumbo de sus vidas.

A pesar de que todas estas visiones le habían dejado convencido de la eternidad de la existencia y de la repetición de sus ciclos individuales o colectivos dentro del juego cósmico de su continua transformación, el bardo se dio cuenta de que el paso del tiempo y de la Historia o el aumento del orden, la cultura, el bienestar o el progreso material, sin una verdadera conexión con el centro corazón de cada uno y sin una evolución paralela de la consciencia, como consecuencia, no hacía, infortunadamente, más sabios, ni más pacíficos o prudentes a los hombres, pero sí podía volver más y más peligrosos sus errores.






87- LAS ISLAS DE LOS BIENAVENTURADOS


Justo entonces, se difuminaron hasta desvanecerse las imágenes del remoto futuro y se acabó la revelación, porque la niebla, a los lados de su barca, comenzaba a disiparse, al tiempo que despuntaba el alba y acababa la oscuridad de la noche más larga de su vida (si es que estaba vivo todavía).

Orfeo comprobó con gran alivio y alegría, que por fin podía tomarse un descanso en su tocar, ya que ante él se iban dibujando los contornos de la costa. Pero no era aquella del arranque del promontorio Nerio, desde la que había partido la noche anterior, sino tres impresionantes islas grandes, surcadas por abruptos acantilados diagonales y paredones rocosos, siniestras, inhóspitas y picudas, tras las que se veía, entre brumas, un fondo lejano de montañas litorales haciendo suave contraste con la aurora.

El conjunto le sugirió las siluetas de tres monstruos de la Edad de los Titanes que hubiesen sido derribados por la furia de los vientos y las olas y convertidos en piedra, para que protegieran, con las partes no sumergidas de sus cuerpos, la boca de una larga y profunda bahía en la que estaba penetrando desde el suroeste. Era uno de los más bellos, dulces y recortados paisajes costeros que había visto en todos sus periplos.

Con aquellas islas haciendo ahora de dique, el bravo océano se volvía lago. Orfeo recordó que había zarpado por la noche hacia el sur, pero ahora tenía claro que la nave giró en dirección contraria, bastante antes del amanecer y después de aquel terrible remolino. Al acercarse más pudo percibir que las dos islas del norte, formadas por dos cadenas de asimétricas crestas montañosas, se encontraban unidas, casi al nivel del mar, por una playa y una laguna.

Desde el lado interior de la bahía, protegido de los vientos dominantes, las islas ya no se veían más como duros cantiles de puros peñascos, sino como bellas montañas y cóncavos valles acogedores, resplandecientes, luminosos y exuberantes de vegetación.

Demoró en percibir las torres y balcones de tres amplios palacios ciclópeos tallados en la roca que dominaban el paisaje desde las alturas, ya que se encontraban tan bien integrados en la naturaleza circundante que apenas se distinguían de ella, pareciendo haber sido creados en el comienzo del mundo, junto con todos aquellos bosques de anchos troncos, pomares de manzanas doradas que perfumaban el aire y jardines floridos con rumores y sonidos de arroyos, cascadas y pájaros.

Hermosas playas de arena blanquísima dispuesta en dunas y lagunas interiores contorneaban las orillas. Un paraíso de verdor las orlaba.

Miró hacia la cumbre de granito del pico más agudo y descubrió que estaba rematada por una alineación de grandes menhires de cuarzo que ascendían alrededor de ella en espiral, brillando a la luz del alba.

Sentía una música grandiosa en el ambiente, mas sonaba dentro de sí y no en el aire. La música le habló en el lenguaje sin palabras que él mejor conocía y, a través de ella, comprendió que se hallaba en una dimensión de la realidad que era accesible tan sólo a determinados estados de consciencia.

Se hallaba, sin duda, ante los Campos Elíseos de los Gal, las Islas de los Bienaventurados.

Orfeo entendió también que durante toda la noche anterior los dioses habían estado comprobando la solidez de lo aprendido a lo largo de su peregrinación y su reciclaje final en el Laberinto, y que la dura prueba había sido exitosamente superada. Con su lira, pulsó los primeros acordes de un himno sin voz, en sentido agradecimiento a sus guías Hermes y Apolo.

En ese momento amanecía, una enorme bandada de blancas aves marinas se alzó de la más aguda cumbre de la isla situada más al norte, describió una gran curva sobre ella y luego pasó sobre su embarcación para regresar de nuevo a los bosques y a las playas.

Sintió, sin verlos, que Aito y los Brigmil se encontraban entre ellas y le saludaban. Tuvo la clara certeza de que habían realizado su sueño. Quedó muy feliz ante esa evidencia.

Intentó aproximarse a la playa, pero le fue imposible. El par de remos que hacían de timón en la popa seguían bloqueados y la barca no respondía más a su música, dirigiéndose sola por delante de la isla norte, como llevada por una suave corriente, rumbo a un alargado cabo que se prolongaba desde el continente hacia ella, tal como un dedo ahorquillado apuntado al suroeste que quisiera tocarla.

Su parte superior era surcada por otro sendero laberíntico recortado entre matojos, muy semejante al que guardaba Donnon en la tierra de los nerios. En el arranque del cabo se alzaba una alta montaña litoral en forma de pirámide y Orfeo pudo ver como en su cumbre había un pequeño dolmen.

A su derecha divisó una ondulación algo más baja, protegida de los vientos, erizada de un verdadero bosque de aras de piedra. Sobre dos de ellas, de las que salían sendas humaredas que se juntaban en el aire, dos grupos de figuras humanas vestidas de blanco estaban haciendo un sacrificio cara a las Islas de la Eterna Juventud.

La barca, como llevada por un invisible y seguro timonel, rebasó también aquella montaña, pasó ante una larga pared acantilada y bordeó un segundo dedo de granito del mismo promontorio, tatuado de extraños petroglifos, que esta vez apuntaba hacia el norte neblinoso. Se abría en su término otra amplia y longícua bahía que una sierra litoral limitaba y remataba en cabo, medio distinguiéndose, en la lejanía, otro laberinto grabado sobre su lomo.

Por detrás de la punta de aquel cabo, se adivinaban entre las brumas del fondo más islas, que protegían nuevas bahías y nuevas sierras con dólmenes, menhires y laberintos, como si los promontorios del extremo occidental galaico fuesen los dedos, aún recorridos por potencias espirales, de la mano de un dios, asomada al Océano, que acabara de crear en el archipiélago final del Camino la quintaesencia de su obra planetaria, puente entre los mundos.

Las relumbrantes Islas de los Bienaventurados se fueron quedando atrás a medida que el bardo era llevado por mar abierto hacia el norte, donde emergían, a una cierta distancia, otras dos islas, una pequeña y otra bastante más grande atrás, que no eran picudas y dinámicas como las anteriores, sino formadas por contornos redondeados o planos, lo que causaba la impresión de una mayor antigüedad, desgaste, estatismo y quietud.

Orfeo dejó de mirar hacia el fascinante paraíso de los Brigmil, que ya se veía alejado, y aceptó que su destino lo llevara a dondequiera que debiese cumplirse. La barca rebasó en diagonal la isla pequeña por el lado oceánico, entró en una zona bien sombría y enfiló claramente el extremo sur de la isla grande.

Cuando comenzó a girar a estribor, el bardo pudo despejar cualquier duda sobre el lugar hacia donde era dirigido: una enorme y altísima grieta, ante la que revoloteaban o anidaban cientos de cuervos marinos, se alzaba oscura como la noche, cortando a plomo de arriba abajo la muralla de un rocoso acantilado. De su interior le llegaban ruidos profundos, broncos, siniestros y retumbantes.

Antes de penetrar en ella, ya estaba convencido de que encontraría abierto en sus entrañas el portón principal de los Infiernos.







88- EN LOS INFIERNOS


Efectivamente estaba abierto, aunque ante él se encontraba de guardia aquella inmensa bestia oscura de tres cabezas feroces de lobo, que le había desgarrado brazos y manos en su sueño. “Es otro de los miedos de mi mente –se dijo de nuevo, esta vez con una convicción a toda prueba-. Y lo que mi mente crea, mi mente puede transformarlo”.

Así, comenzó a poner en una improvisada canción el relato que Hércules le había hecho en Creta sobre como consiguió realizar el último trabajo que le encomendara el tirano Euristeo, seguro de que esa vez sería incapaz de cumplirlo: capturar al Cancerbero, el guardián del Infierno.

“Cuando por fin pudo detener su pensamiento y ponerse en estado de total vaciedad receptiva en el santuario a donde el héroe había ido en busca de consejo, se presentó ante su visión la diosa virgen de verdes ojos penetrantes, hermosa y armada de todas sus armas, quien le dijo:

-“Para poder ascender por el estrecho sendero que conduce hasta los cielos de la propia verdad, maestría e inmortalidad, amado mío, no tienes otra opción que atreverte a descender antes a los infiernos de la personalidad y enfrentarte al Guardián del Umbral.”

-“¿Hablas de Cerbero? No le tengo miedo, diosa de mi alma. Sólo quiero saber a dónde tengo que ir para encontrarlo.”

 -“Cerbero es una ilusión, una metáfora -respondió Atenea-. Lo que el Guardián del Umbral simboliza es la parte más oscura y taimada del personaje limitador y obstaculizador que tus pensamientos y sentimientos sobre aquello que te separa de Tu Verdad han creado en lo más profundo de tu subconsciente. Búscalo a la puerta de tus propios abismos interiores, en el laberinto de sombra donde ocultas lo que no te gusta ver de ti mismo.”

-“Si está dentro de mí ¿qué arma puedo usar para vencerlo?”

-“Ninguna de tus armas puede destruir algo que tan sólo es un fantasma, una falsa concepción de ti mismo, un acúmulo de suciedad mental que vacía tu centro y que oculta lo más auténtico y poderoso que hay en ti.” dijo el femenino interno del guerrero.

-“¿Cómo luchar con él, entonces?”, insistió Hércules.

-“Luchar con él equivaldría a alimentarlo y engrandecerlo, cediéndole la energía de tu atención. No luches. Cuando dejas de combatir a tus miedos pierden toda su fuerza y se desinflan. Concentra toda tu atención desde el centro de tu frente, toda, en conectarte, a través de un irrompible hilo de consciencia con lo que en verdad eres y has sido siempre por toda la eternidad. Y no pienses en otra cosa”-, respondió la Inteligencia Intuitiva de Zeus en su corazón.

Orfeo avanzaba cantando con toda firmeza las alabanzas al Ser luminoso, omnisciente y eterno que conformaba su esencia, centrándose totalmente en la identidad más elevada y poderosa que había dentro de sí. A medida que lo hacía, la acumulación de repeticiones que, con sus mismos rasgos, representaba la imagen de sus miedos, de sus insuficiencias, de sus remordimientos, de sus complejos, de sus resentimientos ocultos y de la suma de su propia negatividad en la imagen de aquel monstruo, parecía desmoronarse y empequeñecerse.

Al final, carente totalmente de atención, se diluyó, como las sombras de una pesadilla ante el despertar, cuando el bardo transpuso con determinación los altos umbrales subterráneos sin dejar de pulsar su lira.

Al adentrarse en la oscuridad de la caverna del subconsciente colectivo de su raza en él, más allá de donde llegaban las olas del mar de las emociones agitadas, notó como la música y el canto que salían de su ánimo formaban algo así como una figura luminosa y alada que iba a su frente conectada a él por un hilo de luz, guiándole y facilitándole el paso por entre aquellos antros uterinos en continuo y empinado descenso. Cuanta mayor intensidad ponía en su expresión, cuanto más se centraba en el poder de su Esencia, más relumbraba su guía y más rápidamente se apartaban los obstáculos.

Sobre las alas de su canto fue abriéndose camino por entre húmedos y angostos pasillos poblados de murciélagos, escalinatas sinuosas y poliformes grutas concatenadas, que conformaban las diversas regiones de los Avernos, sin dejar que interrumpiesen la fuerza y el fluir de su música las tristes, crueles u horribles escenas que ofrecían las ánimas en pena que pululaban por ellas, sombras impalpables sin voz, sin fuerza, sin gana, sin objetivos ni recuerdos, que, más que hablar, emitían unos silbidos ininteligibles y laxos, cada una envuelta en el tormento de tener que convivir con las formas-pensamiento negativas y con los remordimientos, culpas, fracasos, falsedades, vicios, automatismos y complejos, convertidos en Furias y Harpías, que durante su vida crearon con su comportamiento y con sus obras, y que ahora los rodeaban, chupando su energía, flagelándolos y picándolos sin piedad.


Por donde Orfeo pasaba, su canto valeroso y vital, reforzado por las invocaciones, conjuros y fórmulas sagradas que aprendían los iniciados de Samotracia y Eleusis para navegar firmemente por el laberinto del Mundo Oscuro sobre el recuerdo del propio Ser, intercaladas, al fin de cada estrofa, con la triple repetición de cada uno de los nombres masculinos o femeninos de la Divinidad que le venían de la inspiración, interrumpía por un momento las obsesiones automatizadas de aquellos desgraciados espectros y proporcionaba , con la luz emanada de aquel verbo, una tregua, un alimento y un alivio al sufrimiento de sus oscuras mentes, recargándolas con las energías de una esperanza que casi tenían totalmente olvidada.

Su canto abría rechinantes puertas enmohecidas, apartaba barreras mentales, trampas, redes, rejas, monstruos, demonios y murciélagos, despejaba telarañas de rutinas y tinieblas de cobardías, e iluminaba los largos corredores laberínticos, salas capitulares, naos, pronaos, claustros neblinosos de vegetación marchita, pozos sin fondo de los que emanaban los gases nauseabundos de lo corrupto o los resplandores de lava de las bajas pasiones. No se detuvo en las alucinantes cámaras de tortura del reconcomerse, llenas de grúas y cadenas, ni en las mazmorras siniestras de los vicios y adicciones, ni ante los palacios y templos puestos del revés de los objetivos frustrados.

Atravesó las dependencias ruinosas coronadas de goteantes estalatictas de los proyectos nunca rematados, los patios monumentales poblados por hileras de armaduras de rigideces y corazas de resistencias, las cámaras de congelación donde se olvidaron un día las momias de los buenos propósitos, de las promesas no cumplidas, de los autocompromisos no trabajados, o aquellas enormes galerías, las más amplias y elevadas, llenas de pedestales soportadores de titánicas estatuas que se destacaban siniestras en la penumbra de la altura, atadas o envueltas por lienzos polvorientos, que hacían pensar en almacenes de héroes, dioses, amores y modelos del pasado, relegados para siempre al olvido por falta de fieles que les rindiesen culto.

Su canto, convertido en guía y concentrado totalmente en el recuerdo de lo esencial y eterno del propio Ser, para no conceder la menor fuga de energía de atención a todas las autoconmiseraciones que pueblan la mente profunda, le llevó, sin saber como, hasta el mismo corazón del abismo, una sala circular e inmensa rematada, sobre ocho enormes columnas, por una cúpula esférica en la que se encontraban inscritos los ciento diez glifos que representaban los arcanos del Camino Evolutivo de la Vida y de la Muerte.

Bajo su centro, se encontraban, rodeados de una gran corte y en lo alto de un estrado, los tronos de dos majestuosas y graves figuras que no podían ser otros que Hades y Perséfone, emperadores del Inframundo.


Al llegar ante ellos por el pasillo que la multitud de sombríos cortesanos fue dejándole franco, impresionados por su luz, el bardo desplegó su saludo más gentil y agradeció sinceramente que le hubiesen permitido entrar hasta allá, para rogarles la devolución a la vida de Eurídice, demasiado pronto arrancada del mundo, sin la cual la suya propia no era sino media vida. Luego esperó una respuesta o un gesto, o al menos una expresión, por parte de sus interlocutores.

Pero no los hubo. Tanto los monarcas como sus cortesanos continuaban mirando al bardo impávidos, silentes, inmóviles y sin que nada en sus rostros permitiese percibir el efecto, positivo o negativo, que había producido su saludo y su petición.

El silencio se hizo plomo, depresivo, casi insultante, pero Orfeo sintió que aquello seguía siendo una prueba para las ilusiones de su mente. Nada de lo que percibía era real y todo pasaría, salvo el obstinado coraje de expresar vivencialmente la propia creatividad, plantando cara a la indiferencia del cosmos ante nuestra insignificancia, apenas por la belleza del amor validada. El coraje y el amor son las columnas que mantienen equilibrado y en pie el edificio de la existencia manifestada del Ser, en el ámbito del universo que Él mismo creó sobre el seno de su propio vacío.

Antes de que la aparente sordera o el calculado reto de aquellos siniestros personajes le hicieran sentirse desasosegado y pequeño, pidió licencia para cantar en su honor y aunque siguieron sin soltar palabra ni gesto alguno, dio la licencia por otorgada y, en pie en el centro del salón, acomodó ante sí su lira e imaginó que el instrumento se convertía en un sol cálido e irradiante.

Sobre la melodía ya ampliamente desarrollada de su Canción Occidental, con la mayor calma, Orfeo comenzó a improvisar estrofas portadoras de rimas alternas de forma refinada, original y virtuosa, sin que dejaran de ser claras y sencillas en su expresión, que describían la majestad impresionante del Reino Infernal y de su soberano, así como su poder absoluto e irresistible, ya que en sus manos se encontraban los hilos de la existencia de todos los seres, así como la facultad de juzgar sus acciones en la vida y de aplicarles su inapelable justicia durante ciclos sólo medibles por la intensidad del sufrimiento.

Mas, en medio de aquella soberanía omniabarcante, en medio de aquel imponente dominio y suficiencia, el vate dibujó para su público, tomándolo de lo más frágil de sus propios sentimientos, la insondable soledad del Ser en su individualidad, el imperativo anhelo de proyectarse, de espejearse, comunicarse, contrastarse, a fin de enriquecer lo conocido con la experiencia de lo desconocido, a fin de complementar la propia percepción sensible con la percepción sensible del “Otro” que también somos, sin el cual su infinitud eterna se convertiría en el estático y unidimensional aburrimiento infinito y eterno del Único, en Sí Mismo encerrado.

Describió con intensos y dinámicos movimientos sonoros el sordo reconcomerse del dios Hades en otra época, dando vueltas y vueltas, cada vez más agrias, insatisfechas e impacientes alrededor de sí mismo, como un océano de candente magma que remolinea en el interior profundo de la tierra... hasta que las tensiones y las presiones llegan a un punto en que la autoobsesión estalla, despedaza las amplias bóvedas acorazadas y erupciona en la superficie como un volcán furioso y detonante.

En oleadas de versos cortos y graves arrojados ágilmente a borbotones rítmicos, Orfeo expresó una salida, un torrente incontenible, como ríos desbordándose en oleadas ardientes, como una galopada salvaje de negros caballos encabritados que arrastraran un carro de fuego, mostrando la abrupta ascensión de los sentimientos contenidos del Dueño del Abismo por los ásperos y oscuros túneles de la pesada materia subconsciente, hacia la superficie aérea y luminosa.

En un explosivo crescendo, hizo estallar en el aire las escalas acumuladas y liberadas, torbellino ascendente hacia una octava superior, y forzó a que el sonido y el gesto se quedaran vibrando y expandiéndose en la altura, hasta que aquellas serpientes de lava, desde tan profundo expandidas, se convirtieron en un águila sonora de amplias alas, que se alzó al zénit del firmamento libre y paseó agudamente su ojo poderoso por las cuatro direcciones del horizonte mientras planeaba muy alta, buscando un objeto en el cual fundirse, remoldelarse y completarse.

Orfeo cambió de tiempo, esgrimió su flauta y describió ante su muda pero atenta audiencia un nuevo escenario de aires pastoriles. Su música más alegre y dulce, poniendo un contrapunto a la gravedad imponente, restallante y viril del movimiento anterior, describió ahora un paisaje exuberante y femenino al pie del volcán, enmarcado en los márgenes triangulares de una bella isla pletórica de vida, bullente de arroyos que brillaban bajo el sol, plena de sonidos de insectos, pájaros, sonrientes brisas y leves lluvias fecundantes; fértil, florida y bucólica.


Concentrándose en la Emperatriz del Infierno, a quien dedicó una gentil inclinación de cabeza mientras tocaba, colocó ante ella la imagen pasada de una muchacha feliz, apenas cubierta la sensualidad emergente y pura de su adolescencia por una corta túnica naranja, que corría esparciendo nubes de pétalos de flores sobre los campos, seguida de mariposas, avecillas y antílopes, siendo recibida con el mayor amor, a medida que avanzaba, por la naturaleza toda, de la cual era la hija más amada, la sonrisa del mundo, la expresión de la vida misma en su aspecto más hermoso.

Cuando hubo adornado suficientemente el bello cuadro, dándole una amplitud abierta y panorámica, Orfeo volvió a cambiar rápidamente la flauta por la lira y, con un par de toques de cuerda graves y expectantes, colocó la bella escena en el punto de vista del águila que acecha a plena atención desde lo alto y que acaba de descubrir la presa anhelada.


Luego hizo que un vendaval aleteante de notas rasgueadas se lanzara incontenible desde la altura, que se hiciera todo él flecha y garra, que sonara en toda la sala la excitación de la cacería y que, de repente, un zarpazo seco y sonoro a ras de tierra se convirtiera en un movimiento nuevamente ascendente, que se llevó consigo la sensual pureza hacia el cráter del volcán y el oscuro túnel, que hundiría en el interior profundo de la tierra la juventud, las risas, las flores, la primavera radiante y los restos despedazados de alas de mariposas que aquella fuerza arrasó a su paso.

No dejó de percibir Orfeo el efecto producido por su canto en la pareja de reyes infernales, que intercambiaron durante un segundo una intensa mirada de reconocimiento (o quizás de helado desafío), justo un instante después del que marcaba, en la música, el rapto violento de Perséfone por Hades.

Habiendo conseguido que se reconocieran emocionalmente dentro de su personal historia, el bardo necesitaba ahora que también se identificasen con él y con la desolación en la que se encontraba sin Eurídice; así que, para que mejor la sintieran, pasó a describir la angustia y el desconsuelo de Démeter, la amorosa madre de Perséfone, cuando percibió que alguien se la había arrebatado siendo apenas una niña y como, igual que el mismo Orfeo, la Diosa de la Naturaleza Fértil emprendió una caminata de meses, buscando su pista por la Tierra y por los Cielos, preguntando continuamente a los dioses y a los hombres por ella.

Y, mientras tanto, descuidadas sus funciones, los campos se volvían estériles y el hambre y la miseria se apoderaban del mundo, de tal manera que el mismo Zeus tuvo que hacer de intermediario para llegar a un acuerdo que satisficiera mínimamente tanto a Démeter como a Hades.


Y fue por ello que el Rey de los Infiernos hubo de aceptar que su apasionado amor, la bella Perséfone, fuerza regeneradora de la vida, le abandonase cada seis cortos y largos meses, llevándose su contrapunto de luz lejos de las sombras, para ir a desplegar la Primavera a la superficie del mundo, de tal modo que la vida siguiera y también los dioses pudiesen existir porque los hombres, agradecidos por el necesario alimento o temerosos de perderlo, recordaran la conveniencia de rendirles culto.

-... En nombre de la misma legítima añoranza de amor que te hace esperar cada medio año a que tu ánima amada vuelva a llenar de luz y de alegría tus vacíos aposentos y tu alma, poderoso Hades –concluyó Orfeo-, yo te suplico que comprendas los sentimientos de mi pequeñez y que consientas en que la presencia viva de Eurídice vuelva a traer la primavera al infierno de mi alma. O si no, señor de la muerte, apiádate de ambos y toma también mi vida para que podamos reencontrarnos por fin en las sombras de tu reino.


Cuando la música cesó, Hades pareció salir un momento de su abismal impenetrabilidad y miró hacia su esposa Perséfone. Ésta esbozó una sonrisa que, a pesar de ser muy leve, trajo brillo de luna a la inmensa sala del trono del Mundo Oscuro. Luego puso sus blanquísimas manos en posición de aplaudir.

El emperador infernal aplaudió entonces y, concedido el real permiso, toda su pálida corte aplaudió con él abiertamente. Fue la mayor ovación que Orfeo hubiese escuchado en su larga carrera de artista y la que más encendió su alma. Se inclinó repetidas veces, agradecido, hacia todo su público mientras duró, luego puso su lira a los pies de Perséfone en forma de brindis o de ofrenda, quedando arrodillado y con la cabeza baja ante Hades, como quien espera un veredicto.

Hades tendió hacia él su mano y le hizo levantarse con un gesto. Luego dijo:

-Si atendiésemos las lamentaciones de todas las personas que aman y pierden a un ser querido, éste reino estaría vacío de súbditos y en la superficie de la Tierra no quedaría lugar ni oportunidad para que las generaciones jóvenes renovaran la vida y la hiciesen evolucionar hacia formas superiores, hacia el Cuerpo Mental-intuitivo, a la fusión de la personalidad espiritualizada con el Alma y la de ésta con la Mónada, pues no es otra la misión de tu Subraza actual.

-La Ley Fundamental de la Vida del Ser que Es en su universo –continuó-, es la de la imparable, eterna transformación de sus manifestaciones, deberías saberlo.

Ante ella, tan grande ilusión es la de que cualquiera de ellas pueda resistirse al cambio, como la de que su esencia vital pueda desaparecer. Sólo desaparece lo que, en realidad, nunca tuvo una auténtica existencia, porque sólo apariencia era, como la personalidad humana, construida a base de ponerle caprichosos límites al ser que somos, referidos siempre a un pasado que ya no existe, a un presente que sólo se usa para soñar en el futuro, y a un futuro que no se sabe si podrá vivirse.-

Hades guardó silencio y se quedó mirándolo desde su poder. El bardo sintió que era el momento de la verdad: lo que fuera, sería ya.

-La Eurídice que recuerdas ya no existe, Orfeo, sus cuerpos materiales se perdieron para siempre -dijo. Un leve gesto de sus manos dio a entender que no había nada que hacer.

Y, de repente, las luces se apagaron y todo alrededor reinó un silencio negro.

Un silencio total, frío, aplastante.

El mundo parecía haber desaparecido.

Silencio,

frío,

soledad,

vacío,

Nada,

nada,

nada.


Orfeo se quedó también callado largo tiempo, sintiéndose muy pequeño, mirando adentro de sí.

Listo, final, nada más que hacer, nada más que esperar. Se extrañó de que no le doliera, se sentía sereno, hasta aliviado, aún perdido en las tinieblas vacías e interminables del Infierno. Entonces se dio cuenta por qué.

-Eurídice y yo somos uno -dijo con sencillez para sí mismo–. Ella no es algo que se me pueda arrebatar. Vivirá en mí mientras yo viva, morirá conmigo cuando yo muera. Aún entonces, seremos una misma alma inmortal por siempre, como ya lo éramos antes de nacer y antes de conocernos en nuestros cuerpos. Realmente no era necesario haber venido hasta esta sombra a por ella. Siempre estuvo conmigo, hasta antes de conocerla. Ella es La Diosa y la Luz dentro de mí.-


Entonces se encendieron de nuevo todas las luces, aquí y allí.

Finalmente quedó todo el salón como antes, o más iluminado que antes, toda la corte había hecho un círculo expectante alrededor de Orfeo y del trono.

Perséfone levanto la vista de él y tocó suavemente con su mano la de su marido, éste la miró un momento a los ojos, con una ternura insospechada en su grave aspecto, y continuó dirigiéndose al bardo:

-Ahora sí que has llegado a donde había que llegar, hijo mío. –dijo sonriendo dulcemente-. Perséfone y yo nos alegramos mucho.


Hades se puso en pié y habló firmemente como para que toda la corte intraterrena reunida le escuchase: - Si los mortales llegaran a enterarse de que hacemos excepciones a la Ley Fundamental para satisfacer sus vanos apegos y sus efímeras sensaciones y emociones, nadie aprovecharía su tiempo de vida para evolucionar, confiados en poder regresar a ella. Nosotros no seríamos justos si hiciésemos excepciones a las leyes creadas por El Único para un nivel de consciencia específico, mas sabemos utilizar leyes superiores a las que rigen las vibraciones más densas para elevar su nivel una octava. También somos buenos músicos, Orfeo, aunque no necesitamos lira.

El paso por la escuela del plano físico de la superficie del Globo Tierra (donde se aprende a amar y perdonar y a ser amado y perdonado), es apenas una ínfima parte de la existencia de las Mónadas. Las Tinieblas, Orfeo, son la única realidad verdadera y permanente, de la que se viene y a donde se vuelve. La Oscuridad del Gran Vacío es el útero virgen de la Gran Madre Inmaterial, el hogar del Espíritu Puro, origen, base y raíz de la expresión material de Su Amor llamada Luz, sin el que ni ésta ni nada podría existir.


Nuevamente Perséfone movió sus manos, juntando por un momento sus palmas, de una manera casi imperceptible. Luego miró hacia el vate con una sonrisa. En ese momento, su rostro cambió y se convirtió en el de Thais, la Suma Sacerdotisa del Templo del Amor.

Hades también había mudado su apariencia, que era ahora la del “Hombre Del Roble,” el ermitaño oficiante del Ara Solar. Alzó entonces su voz otra vez, para que, además de Orfeo, toda su corte escuchara su decisión y su mandato:


-“Por tu profundo amor y determinación, por tu fe y tu valor, que te han hecho llegar hasta aquí, Orfeo, por tu comprensión final y tu aceptación, además del placer que nos ha causado tu arte, puedes regresar al mundo de la luz y hacerte acompañar por aquello que encuentres de Eurídice que te sirva, si su consciencia también lo desease, después de que te haya reconocido”.

“Sólo dos condiciones debes cumplir…”







89- LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS

“…caminarás delante de ella, que te seguirá como tu sombra, sin volver la vista atrás ni por un momento, hasta que la hayas sacado del mundo de las tinieblas... y a nadie podrás contarle jamás que Eurídice, habiendo muerto, pudo volver a la vida.”


LO QUE OCURRIÓ DESPUÉS, es una historia triste, desgraciadamente, y sólo lo conocemos por las narraciones de otros bardos, ya que la “Canción Occidental” de Orfeo terminó al final del capítulo anterior. Tras la audiencia con Hades y Perséfone, el bardo tradujo a entusiasmados versos lo último que habéis leído, mientras esperaba que le asignaran un guía. Luego se fue en busca de Eurídice, guiado, según cuenta el vate Pausanias de Eubea, por uno de los cortesanos de Hades que era, en realidad, el mismo Hermes Psicopombo disfrazado.

Pausanias dice que Orfeo, que siempre conservó la sospecha de que la muerte de su amada podría ser un castigo de la Diosa por haber dejado la Fraternidad de las Dríades para casarse con él, le preguntó al cortesano infernal si Eurídice estaba entre los condenados del Tártaro. -No, no podría estar entre ellos -contestó el guía-. Eurídice no cometió ningún delito tan grave en su corta vida como para que tuviese que transmutarlo en ese maldito lugar, donde los remordimientos atormentan demoradamente.
 -¿Estará entonces en los Campos Elíseos? -se esperanzó Orfeo. -Tampoco está allí –dijo el cortesano de Hades, con una triste sonrisa-. Es necesario haber vivido una vida mucho más intensa, completa y gloriosa que la que ella vivió para quedarse a gozar, mientras uno lo desee, de la perfecta unificación de los Elíseos... En realidad toda su gloria es pasiva y no activa... no pasa de haber sido el sincero amor y la dulce inspiración de un inmenso, excepcional amor, como es el que tú tienes por ella.” -Entonces, ¿dónde está? -se impacientó el bardo, a quien no le gustaron nada aquellas palabras. Si un amor como el de Eurídice no se merecía la gloria de los Elíseos, él tampoco tenía el menor interés por ir a semejante lugar. -Me temo que no te va a agradar mucho el sitio donde se encuentra: la verdad, como no la enterraste ni cremaste, su cuerpo físico, metido en hielo, no pudo disgregarse. Y ni siquiera le has hecho ritos funerarios... por causa de eso aún no le hemos podido dar una entrada oficial al Hades. Así que sus cuerpos astral y mental permanecieron todo este tiempo vagando por un espacio intermedio... Es allí, descendiendo esa gruta. Lo llaman “El Pozo del Olvido.”

¡El Pozo del Olvido! Orfeo dejó plantado a su guía y echó a correr túnel abajo, descendiendo por una interminable escalinata espiral llena de goteras, mohos y charcos resbaladizos, hasta llegar a una gran galería subterránea y circular en semipenumbra, por cuyo centro circulaba un ancho río de aguas lentas y silenciosas, al otro lado del cual crecían, hasta perderse en las sombras del fondo, anchos sauces, álamos negros y cipreses, destacándose uno blanco, el más alto de todos, junto a una oscura gruta de la que manaba la corriente desde el subsuelo. Paralelo a la ribera orlada de ninfáceas se extendía un gran prado abundante en lirios, con muchas figuras aisladas, vestidas o desnudas que, o no se movían, o lo hacían muy lentamente, pareciendo estar dormidas o meditando. De vez en cuando, alguna salía de su ensimismamiento para bajar a beber o a bañarse entre los nenúfares del río. Orfeo fue de una figura a la otra buscando a su amada, pero sólo vio a hombres y mujeres extraños, que le miraban un momento con ojos vacíos para luego recaer en la mayor indiferencia. Empezó a ponerse nervioso, corrió y corrió, recorriendo todo el prado, pero Eurídice no estaba. Decidió acercarse más a la orilla.
  Ya había rebasado a unas dos docenas de desconocidos que bebían o se bañaban en las quietas aguas cuando, de repente, alcanzó a divisar una roca triangular en forma de uña, muy semejante a la de la Playa del Fin del Mundo y de su primer sueño. Corrió hasta allí y se asomó a su borde, sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho.

Tras ella, descubrió a su amor, desnuda y en pie sobre el fondo, con el agua oscura llegándole hasta medio muslo, los brazos sueltos, inmóvil, mirando sin mirar hacia las nieblas del otro lado del río. Orfeo gritó su nombre y saltó al agua para abrazarla, pero, como ya había ocurrido en su sueño, sus brazos atravesaron aquella sombra intangible. Se quedó congelado ante la imagen querida durante un rato. Ella pareció percibir su presencia o, al menos, miró en su dirección. Dio un corto paso hacia adelante y trató de hablar calmadamente: -“Eurídice, mi amor, Eurídice, ¿Puedes oírme? Algo menos que una voz, apenas un hueco balbuceo, salió con dificultad de la garganta aparente de la sombra:
 -...Eu...rí..dice... -pronunció, como un tembloroso eco. Orfeo sintió que el calor volvía a su pecho. -Eurídice, Eurídice, soy yo, tu esposo... tu Orfeo. -...Eu...rí..dice... -repitió ella. Y extendió una mano vacilante hacia él. Orfeo no podía sentir su tacto, pero colocó las suyas como si pudiera tocarla. Con su voz más dulce cantó el nombre de su amada en varios tonos y escalas. Luego, el suyo propio. -Eurídice...Orfeo... -respondió la sombra de una manera que también intentaba cantar. Luego alargó ambas manos hacia él, intentando, vanamente, palpar su rostro. El bardo la dejó hacer, sollozando de ternura, adaptándose a la única realidad que parecía haber entre ellos. Continuó cantando los nombres de ambos como se canta para los niños. Ella seguía repitiendo lo que podía como un eco, mientras todas las formas de la emoción hacían estremecerse el alma de Orfeo. Se sentía, al mismo tiempo, inmensamente feliz e inmensamente desdichado. Mucho tiempo debió transcurrir de aquella manera, porque el bardo advirtió que la niebla se iba despejando a espaldas de Eurídice, con lo que pudo percibir, de pronto, una figura inmóvil que llevaba un rato mirándoles desde la orilla. Era el guía que Hades le había dado. Sin salir de junto a Eurídice, sin dejar de cantar los nombres de ambos de vez en cuando, le hizo una seña con la mano para que se acercase.
  Enseguida estuvo en el río, formando un trío fantasmal con ellos, sobre un fondo tenuemente dorado, que la niebla, al levantarse, iba dejando al descubierto. Orfeo casi no se sorprendió al ver que su rostro se convertía en el de Donnon, el instructor del Laberinto.

-¿Qué le habéis hecho? -le preguntó en un susurro- ¿Por qué está así? ¿Por qué no la puedo tocar? -No le hemos hecho nada –respondió Hermes-Donnon con suavidad-. Así es como llegó, una sombra de recuerdos, como llegan todos, un manojo de formas-pensamientos seleccionados y reforzados por repetición, que poco a poco van perdiendo su conexión y diluyéndose en el Río del Olvido... No la puedes tocar, porque eso no es su cuerpo de carne, sino lo que queda de sus cuerpos astral y mental, ya muy disgregados. Tú sabes donde dejaste su cuerpo de carne. Si no lo hubieras enterrado en el hielo, también se estaría disgregando en este momento. -¿Un manojo de formas-pensamiento? ¿...Una acumulación de frágiles recuerdos que se van desvaneciendo? –se angustió Orfeo- ¿Eso es ella? ¿Eso es todo lo que somos? -No es todo lo que sois, sino una pequeña parte de lo que sois. Igual que vuestro cuerpo de bebé va siendo completamente sustituido por el de joven y éste por el de adulto, así cambia completamente el cuerpo de pensamientos y de recuerdos parciales y fantaseados sobre vosotros mismos con los que, en cada período, construís vuestra personalidad... En realidad, aquello poco que normalmente creéis que sois, no es sino lo más inasible, ilusorio y cambiante de lo mucho que sois.

Orfeo no tenía ganas de filosofar, sino de encontrar una solución para Eurídice. Se desentendió del guía y siguió cantando para ella. Por lo menos, su amada podía responder a su canto. -Eurídice, Eurídice, dime, ¿Dónde estás? ¿Dónde está tu ser real? Díselo a tu amor, Orfeo. -Tu amor... Orfeo -respondió ella. -¿Dónde, mi amor? ¿Dónde estás? ¿A dónde voy por ti? -insistió él, con la voz rota. -A... tu amor... Orfeo. -¿Me estás reconociendo? -Orfeo se sentía a punto de estallar- ¿Querrás venir conmigo hasta el mundo de la luz? ¿Me querrás seguir hasta allá arriba, siempre detrás, como si fueras mi sombra, aunque yo no te pueda mirar, tal como exigió Hades? Dime lo que quieres, alma mía. . -...Tu amor... Orfeo.

Pausanias de Eubea cuenta que, guiados por Hermes, Orfeo delante, cantando y tocando para marcarle el camino, y Eurídice detrás, como si fuese su sombra, ascendieron por los largos pasillos y escalinatas del Averno, pasaron por delante del Cancerbero, que no pareció verlos, y consiguieron, por fin, salir del Hades. Y que salieron, no al país de los Gal de nuevo, sino directamente a Tracia, a través de la húmeda Cueva del Diablo, por donde el río que hoy llaman Trigrad desciende rugiendo en cascadas subterráneas hasta el fondo de la tierra, entre acantilados y gargantas, en el corazón de los montes Rhodope. Pausanias de Eubea era un bardo alegre, que sólo cantaba poemas con final feliz; si lo quieres así, lector, acaba de leer justo en esta línea y cierra ya este libro.

Pero otros muchos vates cuentan que la angustia de Orfeo iba creciendo y creciendo a medida que recorría el mundo de las tinieblas para salir de él. Ni podía volver la cabeza, para comprobar si su esposa, tan disgregada, era capaz de seguirle; ni podía dejar de mantenerse caminando y cantando, no fuera ella a desorientarse. Su gozo por haberla encontrado y por estar, por fin, sacando lo que se podía rescatar de ella de aquel maldito lugar, se nublaba a cada momento por la preocupación de si estaría realmente siguiéndole, de si Hades no se estaría burlando de él y de si Eurídice verdaderamente sería aquella sombra medio inconsciente que tal vez acertara a seguirle o tal vez no… o si todo lo que había experimentado no era sino un sueño, un desvarío de su imaginación, enloquecida por su obsesionante apego a un imposible. Después de mucho caminar por una cuesta ondulante, fatigosa e interminable, oscura y entre nieblas, vio que el camino clareaba ante él, vio como la figura de su guía se enmarcaba en la puerta, en un fuerte contraste, y la vio luego como absorbida por la luz, desapareciendo de su vista. Quiso acabar con aquella terrible tensión, desaparecer también en la luz, apagar de una vez aquella pesadilla.

En ese momento ya no pudo soportar más la duda. Nada, nada, nada, le importaba ya sino reencontrarse con ella. Volvió la cabeza para comprobar si Eurídice lo seguía.

Apenas por un segundo la vio atrás de sí, con sus ojos llenos de amor, asombrados, fijos en él. Luego se transfiguró y se desvaneció como se desvanece la leve aurora al levantarse el sol. Su duda final había destruido la extraordinaria posibilidad que su fe, su determinación y su valor habían estado construyendo durante tanto tiempo.



PARTE SÉPTIMA:
RETORNO A LA SUPERFICIE

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