quarta-feira, 27 de novembro de 2019

15- LA MAGA-SERPIENTE



15- LA MAGA-SERPIENTE

Llilith, la maga-serpiente, estaba furiosa por el fracaso del hechizado Aristeo, por su vuelta a sí mismo y por su avergonzada fuga. Ahora ya sólo quería morir o matar. Morir antes de ser humillada una vez más, permitiendo que la mostraran, como un fenómeno de feria, en la boda de Orfeo y Eurídice, ante toda Tracia reunida. A ella, la hija mayor del Rey Aetes de la Cólquide, guardiana de un conocimiento iniciático ancestral, que se había ido tranmitiendo en las cámaras secretas de los Dragones de Sabiduría durante miles de años, de padres y maestros a hijos y discípulos, desde los mismos orígenes de la Raza Raíz Aria. Traicionada por su propia hermana, hechizada con sus mismos hechizos, capturada y esclavizada por un simple músico que ni conocía sus poderes ni podía apreciarlos y que se limitaba a hacerla contorsionarse. A ella, Suma Sacerdotisa de Hécate en el Sur del Cáucaso, cuyo único delito había sido querer servir a su padre y a su patria, protegiendo la piel áurea del Carnero Solar con las artes mágicas que su selectísima educación y talento le habían proporcionado. Sabía muy bien que la historia del Vellocino o Toisón de Oro iba mucho más allá de los ingenuos mitos de Hele y Frixo y las intrigas de su madrasta que contaban sobre él griegos y tracios. El Vellocino era, ni más ni menos, el propio tótem del Aries Solar, símbolo del impulso pionero de la Raza Ariana y llave mágica de aquella poderosísima egrégora, energetizada durante milenios por quienes sabían cómo hacerlo. El Vellocino de Oro era un tótem-talismán sacratísimo que había sido entregado directamente a las Madres de la Cuarta Subraza Monádica por el propio Manú Vaivasvatá hacía muchos siglos, en la sagrada Isla Blanca, proyección externa del Reino Suprafísico de Shambala, cuando los refinados habitantes de su Ciudad del Puente, asomada al extenso Mar de Gobi, acomodados en el poder de su imperio y su riqueza, comenzaban a iniciar su declinio, porque cuando el espíritu de un pueblo pierde su impulso ascensional, la fuerza de la gravedad y la inercia lo llevan a la decadencia. Vaivasvatá, espíritu maestro, padre y mentor, durante muchas encarnaciones, de los hombres y mujeres de cada nuevo Nuevo Ciclo Ariano entregó, junto con las instrucciones de su misión evolutiva, la piel rubia del Carnero de Aries a las druidesas-artistas seleccionadas comoSemillas de la Cuarta Lunar, cuyos especiales talentos creativos había cultivado amorosamente en una región separada, lo mismo que también modeló a los Iniciados-Semillas de la Quinta Solar como tenaces realizadores prácticos. Preparó las Semillas llenándolas del carácter y misión de ambas Subrazas, para enviarlas después a las dos, bien protegidas, a través de toda Asia, hasta la montañosa plataforma que rodeaba el potente vórtice de la cordillera del Cáucaso, las mandó allí para que se convirtiesen en las ramas renovadoras del Árbol Ario, para que replantasen sus mudas hasta lo más profundo de sus raíces en el arranque del territorio destinado a ser escenario del siguiente Ciclo Evolutivo, Europa, con la misión de crear, desarrollar e implantar en Occidente una civilización mundial basada en el impulso de ariete corajoso y libertario hacia el desarrollo de un intelecto creativo, racional e intuitivo, discriminador y riguroso, es decir, la sólida base de un Cuerpo Mental Superior. Eso era lo que significaba el símbolo sagrado del Vellocino. Después de cumplir aquel objetivo, hasta acabarse exitosamente el ciclo evolutivo de influencia europea sobre el planeta, el Cuerpo Mental de la Humanidad tendría que seguir cultivándose, en nuevos e ignotos escenarios situados todavía más lejos, siempre hacia Occidente, hasta ser capaz de purificarse e integrarse con el Alma Colectiva Universal durante la Sexta Subraza Aria y ésta con su Mónada durante la Séptima. Los Antiguos sabían muy bien para qué estábamos manifestando nuestros espíritus eternos en este plano de pruebas y aprendizajes, de conocimiento, dominio y sutilización de la materia, y los Dragones de Sabiduría, los Iniciados, asistidos desde las Dimensiones Superiores por las Jerarquías no encarnadas, eran los celosos guardianes y vigilantes del correcto cumplimiento del Plan Divino, en cada nueva etapa de la Humanidad. Poco tiempo después de la solemne entrega del Tótem del Carnero, el Manú Vaivastavá, Fundador y Guía Inmortal de la Quinta Raza Raiz, dio el impulso y la orden para que comenzara la emigración-peregrinación de ambas Subrazas, siguiendo el Caminar del Sol, desde las orillas remotas del Mar de Gobi hasta el nudo montañoso del Cáucaso, con la colaboración y protección del poderoso ejército de los persas, que estaban comandados por una élite de iniciados arios emigrada diez mil años antes, la de la Tercera Subraza, o Iraniana, aquella a la que el Instructor Zoroastro predicó la Religión del Fuego, en el cual aprendieron a ver la manifestación material más pura de la Divinidad. Los Iniciadores contaban que desde muchísimo tiempo antes, los mayores enemigos de los Arios en las estepas asiáticas siempre habían sido los salvajes Turanianos, cuyo poder residía en el número de jinetes que engrosaba sus hordas, por causa de eso los Turanios, desde hacía muchos siglos, promulgaron leyes que estimulaban tener cuantos hijos pudiesen, los cuales eran apartados de sus progenitores en cuanto tenían edad para sostener un arma y criados y alimentados con los impuestos de toda la tribu, agrupados en batallones ecuestres de lanceros, o incluso de desalmadas amazonas arqueras, que casi acabaron con los reinos mesopotámicos y luego persas de los Árabes e Iranios, pueblos que, también procedentes de Shambala en emigraciones-peregrinaciones más antiguas, habían constituído la Segunda y Tercera Subrazas Arias. Pero aquel desarraigo familiar Turanio, propio de retardatarios de la Era Anterior, como ellos eran, también fue padre del continuo estado de anarquía, competencia y guerra incivil entre ellos mismos, así como de su incapacidad para organizar un imperio coherente. A pesar de sus sanguinarias victorias, jamás pasaron de ser grandes bandos de depredadores errantes y de pastores de ganado robado, que vivían de saquear a otros pueblos más industriosos, de asesinar a los hombres y de llevarse a la fuerza a las mujeres, lo que, de alguna manera, contribuyó a mejorar un poco más su Raza, ya que sus descendientes fueron los actuales nómadas de las estepas asiáticas, esos que los viajeros denominan como Escitas, Tártaros, Mongoles y otros nombres aún más exóticos. ...Una vez sometidas con mucho esfuerzo las tribus depredadoras de bárbaros descendientes de la brutal estirpe turaniana, que hasta hacía poco devastaban periódicamente, desde las alturas del Cáucaso, la frontera persa, la Cuarta Subraza se estableció al sur de la cordillera, entanto que la Quinta lo hizo al Norte-Nordeste, en los litorales occidentales del Mar Caspio, lo que provocó que se fueran diferenciando más y más, y que hasta compitiesen entre sí los hermanos, cada día más lunares y matriarcales los Nuevos Caucasianos del Sur y más solares y patriarcales los del Norte, tal como el Manú lo había programado, con su visión planetaria. Siglos después, hombres de la Quinta Solar, que ya se había extendido hasta el mar de Azov, robaron a sus primos el dorado tótem de Aries y se lo habían llevado como bandera y talismán de poder a su agresiva conquista de los Balcanes, para caer seguido, como halcones, sobre la Pelasgia Occidental. Porque para entonces, los de la Cuarta Lunar habían logrado extenderse por toda la Pelasgia Oriental y las Islas del Gran Verde, no por la fuerza de las espadas, como ellos, sino usando sus artes femeninas de seducción de pueblos, sin ninguna violencia. Hasta que las Sacerdotisas lograron dominar con su civilización todo el Mediterráneo y los pueblos de sus orillas, teniendo a Creta como su principal centro de influencia. Pero fue cayendo toda la Pelasgia Egea en poder de los Arios Solares, y un día cayó la misma Creta. En ese momento, el más oscuro para la Subraza Lunar, la Antigua Diosa, haciendo que una nube tomase la forma de la diosa olímpica Hera, inspiró a dos de sus hijos para arrebatar por sorpresa el Vellocino a los sacerdotes de Zeus Lafistio en Tesalia, cruzar el mar y devolverlo a la caucasiana Cólquide y a su santuario original en el Bosque Sagrado de la Gran Madre, No podían imaginar sus guardianes-iniciados que aquellos tenaces helenos acabarían por organizar toda una expedición con lo más florido de sus héroes para apropiárselo de nuevo, como símbolo de su predominio actual. El distinguido linaje familiar de Llilith había ido transmitiendo de padres a hijos y de generación a generación recuerdos fragmentados de algunas de las antiguas magias toltecas de la Raza Anterior dentro del mayor sigilo, pues estaban muy mal vistas entre los Arianos, pero aquellas técnicas psíquicas recobraron su sentido y cubrieron sus lagunas cuando un chamán de una tribu de nómadas Turanios fue capturado en combate en el Kurdistán y reducido a la esclavitud por su padre, el rey Aetes. A cambio de su libertad, el chamán les enseñó a invocar y conseguir la alianza de las Fuerzas Oscuras de los Señores del Caos, Dragones de Sabiduría de mundos paralelos quienes, en trueque de que la familia real de la Cólquide les sirviese de canales transmisores y ejecutores de sus deseos en la dimensión física, enseñaron a sus servidores como recubrirse de monstruosas apariencias, por medio de sugestiones hipnóticas que dejaban a sus enemigos paralizados de miedo o los ponían en fuga. De esa manera había ella defendido contra intrusos el Bosque Sagrado donde se guardaban los más preciados talismanes de los Caucasianos del Sur. Pero no le sirvió de nada haberse convertido en pavoroso dragón ante los Argonautas. Las malditas diosas olímpicas Hera y Afrodita habían hecho que su hermana Medea, una hechicera de mayor rango que ella, se apasionase locamente por el jefe de la expedición extranjera. Cuando Orfeo la distrajo un segundo con el encanto de su música, la renegada de Medea, ávida de ser aceptada entre los griegos, le lanzó un doble hechizo: el dragón se convirtió así en una pequeña cobra que pudo ser fácilmente capturada y la fórmula para retornar a su apariencia humana, usando su voluntad, quedó borrada de su mente. La digna sacerdotisa ex-guardiana del Tótem del Carnero Sagrado, ahora hechizada y aprisionada bajo una vil forma de serpiente, maldijo una vez más a la poderosa Afrodita que, en el colmo de su perversidad, la había hecho concebir por su captor aquella inmunda pasión servil, infinitamente dolorosa y totalmente imposible de satisfacer, aunque se quisiera, porque él sólo era capaz de mirarla como un trofeo, como un monstruo, como una rareza filtrada al mundo real desde las esferas infernales. Ni siquiera sentía deseo de tocarla, ya que el hechizo de Medea la había impedido regresar a su verdadera forma: una princesa real elegante y bella, con dos piernas, como todas las demás mujeres, en vez de aquella asquerosa cola de serpiente que todos veían cuando era obligada a practicar sus transformaciones. -¡Hécate! ¡Hécate! -gemía encerrada en su cesta- ¿Por qué me has abandonado, Diosa de las tres caras? …Ingratos Señores del Caos ¿no os he servido con toda lealtad mientras pude? ¡Diosa de la Luna, ilumina un poco esta negra sombra en la que me encuentro encerrada desde hace un tiempo que ya parece una eternidad! ¡Diosa de la Muerte libérame o mátame para que se acabe de una vez esta insoportable humillación, esta tortura infinita que me corroe! ¡Dragones de Sabiduría del odio y la venganza!- invocó, imaginando con la mayor concentración su Círculo de Poder y atreviéndose, en el momento de su mayor rabia y desespero, a recurrir a lo más oscuro y perverso de sus artes mágicas, aunque sabía que eso significaría arrojar a su alma al Bajo Astral- ¡Poderosos Dragones del odio y la venganza! íLiberadme de esta incapacidad que tengo para clavarle mis venenos a mi insensible tirano! ¡Cada vez que mis colmillos de cobra llegan cerca de sus pies, esta maldita pasión que me condena me obliga a besárselos y lamérselos, en lugar de enviarlo a los infiernos para siempre! ¡Hécate, mátame, libérame o véngame! ¡¡Mátame, libérame o véngame!! Oyó como se abría la puerta del cuarto, mudaron las condiciones de luz tras los mimbres entrelazados de su cesto, sintió los conocidos pasos de Orfeo yendo en procura de su lira y de su flauta, colgadas en la pared de enfrente. Sin duda estaría ya vestido para la ceremonia y sólo venía a recoger sus instrumentos y su propia cesta, para enseñársela a todo el mundo una vez más, convertida en un ser espantoso. Ahora venía hacia ella... ¡Estaba abriendo la tapa de la cesta! ¡Hécate libérame de mi hechizo, dame fuerzas para morder su mano o, al menos, para dar el salto hacia él, agredirle, de manera que se vea obligado a aplastarme la cabeza! ¡¡Diosa, Diosa, Diosa mía, escúchame!! Orfeo había abierto la cesta y su mano estaba al alcance de sus colmillos, quiso saltar y morderle salvajemente, pero una gran parte de su esclavizada voluntad no se lo permitió tampoco esta vez. En lugar de eso, se irguió contoneándose, como un perro que mueve la cola, y proyectó su lengua bífida en un servil beso de salutación a las manos del maldito objeto de su pasión. Todo eso le costó un esfuerzo tan inmenso que tuvo, enseguida, que enroscarse sobre sí misma y regresar al fondo de la cesta. Hécate la había abandonado definitivamente. Orfeo, elegantísimo en su traje principesco de boda, la estuvo observando durante un rato, dudando de si llevarla o no a la ceremonia, para que todos se divirtieran con ella. De pronto, por primera vez, sintió pena de su prisionera y se vio en su lugar. Decidió no llevarla. Cerró la tapa, recogió sus instrumentos y salió del cuarto. Llilith esperó a oír el sonido de la puerta al cerrarse, pero, en su lugar, la sintió rebotar y quedar abierta... continuaba habiendo, además, bastante luz natural en la habitación. Orfeo tenía muchas cosas que hacer aquel día, tendría prisa y además estaría nervioso. Tuvo un presentimiento. Estiró la cabeza y comprobó que podía abrir con ella la tapa de la cesta, Orfeo había disminuido su alerta y se olvidó de echarle el pestillo. Hécate estaba con ella. Se deslizó fuera de la cesta y bajó al suelo; la puerta del cuarto estaba entreabierta. Cruzó la casa con el máximo de atención: ningún sonido. Todos se habían marchado a la boda. A través de una escondida hendidura en un punto del muro que conocía, consiguió salir al jardín ¡Gracias Hécate! ¡Gracias, gracias, gracias, Diosa mía!

6- EL ÁRBOL AMIGO

Eurídice continuaba sintiéndose con total libertad para ayudar en la organización y asistir a las ceremonias de las orgías sagradas de primavera, donde las Sacerdotisas-Ninfas invocaban la potencia fertilizadora de la Gran Madre para las tierras del país aunque, a la hora en que las jóvenes Dríades elegían a sus fecundadores entre la fila de varones expectantes, para unirse luego ritualmente con ellos sobre el surco del arado o bajo la sombra de los frutales, ella ponía todos sus pensamientos en Orfeo y prefería retirarse sola a su árbol preferido. Porque igual que hacían las Ninfas Hamadríades de las leyendas, ella había escogido como amigo a uno de los árboles. Era un haya colosal muy cercana a la cascada, que tenía una gruesa rama baja y curva a la altura de su pecho, a la que era fácil subirse. Dejándose acunar por el gran árbol en aquel regazo suyo que se parecía a los brazos de un padre, contemplaba como caían, sonoras, las aguas, desde la montaña a la laguna. Y hablaba con el Deva que lo animaba de todo lo divino y lo humano, especialmente durante aquel tiempo que su corazón sintió como el más largo y lento de su vida, el tiempo que le llevó a Orfeo su aventura junto a los griegos en la Cólquide, y el tiempo, sentido como mucho mayor, de todas las vueltas que ellos tuvieron que dar para escapar a la venganza de los colquídeos, que los persiguieron en naves de guerra por varios mares. Eurídice hablaba con su árbol amigo como si el alma-grupo de las hayas fuese un dios bondadoso que podía proteger a su amado, estuviese donde estuviera, ya fuese navegando en las aguas del Mar Egeo o del Negro, o enfrentándose al peligro en los confines orientales del mundo. Durante aquel tiempo que parecía no pasar, el árbol fue su confidente y su consuelo; cuando estaba triste o melancólica se dejaba dormir en su rama, arrullada por el fragor de la cascada. Se levantaba después sintiéndose recargada de energía dévica y de esperanza y no dejaba nunca de darle un largo abrazo al grueso tronco, antes de despedirse. Desde niñas, las Dríades habían sido instruidas por las Sacerdotisas-Ninfas en el conocimiento, comprensión, colaboración, comunicación y hasta identificación de sus propias almas con las almas-grupo o consciencias dévicas que animaban al mundo vegetal, del cual los grandes árboles eran consideradas las más evolutivamente avanzadas, entre las manifestaciones de aquellas mónadas en el mundo de la forma vegetal. Eran verdaderas antenas que captaban las mejores energías do Cosmos para transmitirlas al planeta Tierra y a todos sus habitantes. Las Ninfas decían que la Ley Cósmica del Amor consiste en que, en este universo hecho de Pura Consciencia Activa, vehiculada en formas en transformación, las consciencias de mayor desarrollo deben cuidar de las que tienen menos, si ellas quieren, a su vez, ser ayudadas a ascender a escalones evolutivos superiores por los espíritus sutiles que ya consiguieron acceder a ellos. “-Tal como los seres sutiles elementales cuidan de las plantas una a una, así entidades de consciencia mayor dirigen y cuidan en grupo a cada especie, incluída nuestra especie humana. –instruía la Alta Sacerdotisa a sus discípulas- Jamáis estaréis solas si os comunicais entre vosotras queridas, si os comunicais con vuestro universo humano, ya bien lo sabeis. Igualmente, tened certeza de que si invocais al resto del Universo que sois, ya al Macro o al Micro, el Universo responde”. “Al igual que sentís en vuestro interior un espíritu puro (esto es, sin personalidad ni libre albedrío) que es el Yo Superior o la Voz de la Consciencia que siempre aconseja a cada persona encarnada, también, en vuestro Yo Superiornacional o racial, hay un Guardián que vela por la preservación del arquetipo de cada nación, así como de facilitar la realización de la misión que cada pueblo tiene en el Plan Evolutivo para este mundo”. .”- No somos los individuos aislados, separados y débiles que aparentamos, cada una de nosotras pertenece, al mismo tiempo, a una constelación de espíritus relacionados de todo nivel y al Gran y Único Ser que nos engloba a todos y que nos anima”. “-Hay niveles de Espíritos Puros en nuestro Macrouniverso dotados de consciencias más próximas a la de la Fuente Original - aquellos que nosotros, tracios, y los griegos llamamos los Kabiri o Kabiros, los cuales conforman la más alta jerarquia de nuestra constelación, acompañados fraternalmente por todas aquellas mónadas que vivieron en el pasado en el Reino Humano de la Superficie da Terra y que ya lo transcendieron. Nuestras antepasadas los llamaban los “Jardineros del Universo”, “-Tal como nosotras cuidamos a plena consciencia del desarrollo armónico de los árboles de nuestro parque, esos poderosos espíritus se ocupan de cultivar cada una de las razas y subrazas monádicas en las que se van encarnando as almas humanas quienes, antes manifestarse en cuerpos de mujeres y hombres”. “Hemos sido amorosamente cuidadas por nuestros Hermanos Mayores desde el principio de este Ciclo de la Creación, cuando nuestras monádicas unidades de consciencia fueron emanadas de la Consciencia única Original, para que pudiese expandirse, desarrollarse, vivirse y conocerse a Sí Misma a través de nuestas vivencias múltiples en todos Sus planos de manifestación”. “Antes de que nuestras mónadas eternas animasen nuestras actuales almas humanas, ellas ya habían pasado mucho antes por evoluciones en almas-grupo, revestidas de cuerpos animales, vegetales, minerales y elementales. Los Devas de la Naturaleza nos dirigían, cuidaban y ayudaban entonces, preservando el modelo arquetípico de nuestra semilla evolutiva y facilitando en grupo la misión de cada especie o subespecie animal, vegetal o mineral.” Ayudada por su sabia madre y por sus otras Maestras-Ninfas, Eurídice había conseguido desenvolver un alto grado de comunicación intuitiva con varias de aquellas entidades almas-grupo, muy especialmente con las que animaban a las hayas, robles, pinos, cedros, chopos, cipreses y castaños. También se entendía muy bien con los Devas de los laureles, olivos, higueras, almendros, manzanos, perales e cerezos, y con los de todo tipo de cañas y bambús. Su grupo de compañeras Dríades, las “Jardineras del Bosque Sagrado”, replantaban y regaban, además, por toda parte que iban, rosas e iris silvestres de todos los colores y formas, a las cuales llamaban “las joyas de la Diosa”. “-Es claro que los Devas no hablan usando palabras y frases de lengua alguna, porque no poseen un cuerpo físico ni mental semejante al de los humanos desarrollados. Ellos son pura sensibilidad y sus vibraciones resuenan en el interior de aquellas de nosotras que tienen, también, una buena sensibilidad y, sobre todo, que se hacen una con ellos, mostrando un verdadero amor activo,contemplativo, constructivo y siempre reverente por la Naturaleza, que es el cuerpo físico de la Gran Diosa dentro de la cual vivimos y tenemos nuestro ser”. “-Cuando tú no habías nacido aún, pero estabas comenzando a ser gestada en mi vientre –contaba su madre- yo ya tenía una enorme comunicación contigo, a través de mi amor por tí, o sea, a través de la Diosa, que es la Luz Inmaterial Viva que dio forma y sostiene a todas las aparentes unidades de existencia material, para que cada una de ellas sirva con afecto al conjunto, tal como las innumerables olas sirven a la conformación y movimiento de la superficie del Océano Único”. “Yo cantaba bajito cuantas canciones conocía para tí, porque la vibración del verbo amoroso es la que más penetra e influye positivamente en todas las dimensiones. Eso es lo que se llama orar, amar comunicándose. Es de esta misma manera reverente, devota, orante y concentrada que tú puedes comunicarte con cada emanación de la Gran Madre que anima cualquier planta, cualquier ser, con la lluvia, con las piedras, porque por atrás de cuanto existe hay siempre un aspecto de la Madre Divina que te responde si tú La invocas… Te responde dentro de tí y no afuera, es claro, porque también es Ella quien conforma tu Mónada y quien creó la forma que la vehicula en este plano.” De todos los vegetales del Bosque Sagrado fue con El Árbol Amigo con quien Eurídice más había aplicado todas las enseñanzas de sus maestras. Sentía una enorme compenetración con él, que incluía a todo el amplio ámbito natural en el que le rodeaba. El árbol ganó su mayor abrazo cuando ella vino corriendo una tarde, después de haber recibido a un mensajero de Ptía, que le contó que los Argonautas habían conseguido retornar con el Vellocino de Oro y con Orfeo vivo, entero y lleno de gloria. Él mandaba decir que amaba a Eurídice más que nunca y que la vendría a ver antes que a nadie, en cuanto regresase a Tracia.



7- EL SÁTIRO

Aquella otra tarde era también de pura alegría. Eurídice estaba celebrando con sus compañeras de grupo su despedida de soltera y su salida de la Fraternidad de las Dríades, para casarse al modo griego. Aunque su madre, la Alta Sacerdotisa de la Diosa, por mucho que la quisiese, no podía en absoluto mostrarse de acuerdo con aquella concesión a los rituales patriarcales de los Olímpicos y por eso había declinado su presencia, las compañeras de Eurídice hicieron fiesta en el bosque, comieron juntas sobre la hierba y danzaron en coro como chiquillas. Una de las chicas hizo la broma de qué pena que ya no hubiera más sátiros en los bosques, hijos de Pan, el Dios de la Tierra, como en los tiempos mitológicos, para ser perseguidas por ellos como lo eran las ninfas. ¡Yo seré el sátiro!- gritó una de las mozas, la más traviesa, agarrando un palo y poniéndoselo entre las piernas, como un falo enhiesto, mientras fingía abalanzarse sobre otra de sus compañeras. -¡No, no, yo también soy un sátiro! ¡Aparta! –gritó ella, y esquivándola, tomó otra rama, se la puso por delante y corrió, amenazando a la primera por detrás. Las muchachas se morían de risa asistiendo a la pugna de ambos falsos sátiros, pero al cabo, uno de ellos le dijo al otro: -¡Compadre! ¡Mira ahí todas esas ninfas! Y el otro respondió: -¡A por ellas! Y todo el grupo se dispersó por entre los árboles del bosque riendo a carcajadas, gritando y jugando el divertido juego de “La Caza de la Ninfa”. Eurídice, desde su escondite, vio venir corriendo a una de las sátiras, que sujetaba su palo con la misma ferocidad marcial con que cargaría un lancero en la batalla. Se echó atrás y la dejó pasar. Oyó más adelante un grito, otro de la sátira y los correteos de ambas, alejándose alegremente. De repente, sintió una presencia a sus espaldas y se volvió, pero no era la segunda sátira, como creía, sino un bello galán muy bien vestido, al que conocía casi desde la infancia, un amigo. Era el apicultor Aristeo, un joven guapo, brillante, de excelente cuna y muy ingenioso, famoso por haber desarrollado un método que permitía un eficaz cultivo doméstico de las abejas en panales artificiales, a fin de extraerles su néctar a voluntad. También se le conocía como “el rey de los cazadores”, no sólo por su maestría en la caza de ciervos, gacelas y jabalíes por los montes vecinos, sino porque comentaban las chicas que era hijo de Apolo y que, con su apostura y galantería había conseguido los favores de varias mujeres de alta clase. Nadie sabía si los chismorreos decían la verdad, pero tal fama hacía que algunas otras aspirasen a concedérselos en cuanto se pusiera a tiro. Él la miraba a distancia, entre la sombra del bosque, con una sonrisa encantadora, que realzaba aún más la belleza de sus ojos color miel. -¡Aristeo! -dijo en un susurro devolviéndole la sonrisa y sinceramente contenta de verle- ¿Qué haces aquí, loco? ¿Cómo entras en un bosque sagrado sin pedir permiso? Te pueden despedazar las ninfas -y avanzó confiadamente hacia él para recibir su saludo. -Necesitaba verte -respondió él, inclinándose, sin dejar de sonreír, con aquella voz tan bella como su rostro-. Vámonos un poco más adentro del bosque para hablar, Eurídice; si me ven tus compañeras se va a armar un escándalo. -¿Pero tiene que ser ahora? -respondió Eurídice- ¿No puedes venir por la tarde al templo, con la gente que trae las ofrendas? -Ésto no puede esperar, Eurídice, vamos ahora, vamos -la tomó con osadía por la mano, como cuando eran niños, y fueron apartándose juntos de donde se oían las voces de sus compañeras y acercándose al rincón de la cascada, rodeado de hayas. Allí Aristeo se detuvo. -¡Que belleza de lugar, Eurídice! Ven –dijo-, súbete a esta piedra un momento -y la hizo colocarse en un lugar en el que la joven parecía una estatua sobre un pedestal, con la cascada derramándose detrás de ella, quedando a un lado los riscos, y al otro el bosque milenario. Aristeo retrocedió unos pasos y fingió que la pintaba sobre el aire, con un pincel imaginario. -Si yo fuese un artista te pintaría ahora mismo, Eurídice…pero como, infortunadamente, no lo soy, sólo puedo decirte que mis ojos te están viendo tan linda como si fueses la Diosa de las Cascadas. Ella se quedó encantada y se inclinó hacia él en una divertida reverencia cortesana. -Lindo eres tú, príncipe azul ¡Miel para tu boca! ¿...Pero para decirme eso me has hecho venir hasta aquí? Él le dio la mano para ayudarla a bajar de la piedra con un pase gentil, que parecía de danza, pero no la soltó, sino que la retuvo cerca y le dijo: -No, Eurídice, para lo que vine es para decirte que no puedo dejar de pensar en ti. Seguía con la misma sonrisa en su agraciado rostro, él sí que parecía un dios, ella pensó que bromeaba. -No es una broma -adivinó él-. Te quiero. Estoy loco por ti. -¿Pero cómo? -ella estaba muy halagada, aunque no podía creérselo-... nos conocemos hace años y jamás me dijiste nada... -No me atreví -respondió él-. Me parecías demasiado buena para mí, Diosa de las Cascadas. Te miraba y te miraba. Y no dejé de pensar en ti ni de día ni de noche durante todos esos años, pero no me atrevía a decírtelo. -¿Por qué no? -Porque se me rompería el corazón si me rechazaras, Eurídice, porque me moriría o me mataría después. “¿Quién te podría rechazar en una Fiesta de las Colmenas?” pensó ella; y le acarició el rostro, conmovida. Mas en su mente estaba Orfeo. -¡Pero yo estoy comprometida ahora! -le dijo- ¡Estoy a punto de casarme con Orfeo! -No puedes -dijo él suavemente, mirándola con segura dulzura. -¿Por qué no puedo? –respondió ella, extrañada. -Porque tú también me amas, Eurídice, porque somos los dos para los dos. -Yo amo a Orfeo... -comenzó a decir, pero él la cortó. -Mírame un instante bien adentro, en silencio, y luego pregúntate otra vez a quien tú amas. Ella lo hizo, y lo que encontró en los ojos de Aristeo fue sincero amor, sincera amistad, sincera admiración y sincero y sano deseo masculino por ella. Lo abrazó. -¡Amigo, amigo, amigo querido! -dijo con pena. Lo besó tiernamente en la mejilla, mantuvo su cabeza pegada a su hombro un rato, gozando de su viril vibración, de su nobleza. Luego se apartó un poco y siguió tomada de su mano y mirándolo sin saber como consolarlo...¡Los hombres eran tan frágiles! -Quisiera poder desdoblarme en dos para darte una parte de mí y otra a Orfeo –dijo con su mayor bondad-. Pero ya no puedo -sonrió tristemente, e hizo un gesto con los hombros como para animarlo a sonreír también-. Dejo la Fraternidad y me caso al modo griego. Monogamia. Nunca más seré la Diosa de las Cascadas. -Date toda a mí solo, Eurídice -insistió él con una confianza aplastante en sí mismo. Y avanzó, lento, pero imparable, hacia su rostro, con los párpados semicerrados, con aquellos labios maravillosos buscando su boca para el beso. Ella se sintió desfallecer, él la estaba besando en la boca y luego en el cuello, y sus brazos la rodeaban y ella también puso los brazos alrededor del cuello de él, sintiendo que todo su cuerpo empezaba a abrírsele, como una flor a una abeja... aunque, en el último momento, antes de dejarse ir, volvió a su mente la imagen más amada de Orfeo. -¡Pero no! -intentó soltarse- ¡No! -dijo con más firmeza cuando él pretendió seguir. Él no hizo caso de sus súplicas, continuaba besándola en el cuello con pasión y sus manos intentaban excitarla. Se desprendió, dio un paso atrás y dijo muy seria: -¡Ya no puede ser! ¡Tenías que haber dicho algo bastante antes! ¡Ni siquiera te presentaste en la Fiesta de las Colmenas, cuando podíamos elegir entre los hombres-abeja! ¡Ahora ya amo a otro y lo amo totalmente!... Lo siento mucho, Aristeo. Él la miraba con una intensidad que quemaba, pero en su expresión no había la menor tristeza, había seguridad, una seguridad indomable de que la iba a conseguir. Sonrió. Eurídice se sintió vacilar ante tanta seguridad. Estaba muy hermoso y muy terrible sonriendo así. Sintió su poder sobre ella, tuvo miedo. -Me voy -dijo-. Adiós, amigo... Mas él avanzó y la atrajo hacia sí con suavidad, como creyendo que ella bromeaba, la abrazó sin besarla y se estuvo muy quieto, y a ella le entró la ternura y lo abrazó también, pensando que había sido todo muy bonito. Ojalá que pudiesen despedirse como buenos amigos que, en verdad, se querían. Pero él ya intentaba de nuevo fascinarla con su mirada melosa, ya le buscaba la boca otra vez y ella decidió que eso se tenía que terminar. -¡Para, Aristeo! -dijo con fuerza-. Me voy, ahora sí que me voy. No la dejó desprenderse, insistió, insistió, y esta vez con determinación avasalladora. Se sintió forzada, violentada, quiso desprenderse y retroceder, pero la mantenía presa. Notó la virilidad de él apretando su vientre bajo la ropa y no era algo agradable ni excitante, sino agresivo, duro, obsceno, indigno de ser soportado por una Dríade. Se cerró tanto como antes se había abierto. Conminó, suplicó, intentó hablar con él, con el amigo gentil, con el caballero, con el hombre. Pero él ya no escuchaba, no servía de nada hablar, ni gritar, ni agitarse, ni intentar arañarle ni morderle. Ya no había allí amigo, ni caballero, ni hombre, sólo una compulsión ciega buscando su propia culminación, una voluntad inconsciente de penetrar y poseer, un animal en celo lanzado adelante, a tumba abierta. Eurídice se vio de pronto acorralada contra un árbol, apretada por el vientre de aquel hombre convertido en una bestia, que la agarraba fuertemente con una mano, mientras intentaba arrancarle las ropas con la otra... mas no era aquél un árbol cualquiera, era Su Árbol, el haya milenaria con cuyo Deva tanto se había comunicado, el gran árbol que tanta energía de amor había recibido de ella y que tanto amor y fuerza podía devolver. Se sintió, primero, protegida, después, poderosa. De un potente codazo en plena cara echó hacia atrás a Aristeo. Inmediatamente se le arrojó encima, dándole un brutal rodillazo en la entrepierna que le hizo caer cabeza abajo, revolviéndose de dolor. Cuando lo vio en el suelo le largó otra patada con toda su fuerza en el mismo lugar, que le dolió tanto que se cortó por completo su voluntad y con ella, el hechizo que la dominaba. En la segunda caída Aristeo quedó inconsciente. Eurídice echó a correr, aunque, a cierta distancia, se volvió y se lo quedó mirando en pie, dispuesta a seguir corriendo. Pero el hombre estaba bien inmóvil. Se preguntó si no lo habría matado. Agarró una piedra, la levantó, amenazante, se le fue aproximando con total cautela, la acercó a su cabeza, dispuesta a golpearle si reaccionaba y se inclinó sobre su pecho. Oyó su corazón, respiraba. Se quedó más tranquila. Bajó la piedra sin descuidar la guardia; apartó de la cara de su agresor con la otra mano los cabellos que la cubrían y se quedó mirando un momento el rostro de Aristeo, que seguía siendo bello y sensual. Su labio inferior estaba amoratado por su primer codazo y soltaba un hilillo de sangre. Lo limpió con saliva y lo acarició con pena. Luego se puso en pie, siempre con la piedra a punto, fue hacia su árbol y lo tocó un momento, agradecida. Cuando se alejó bastante soltó por fin la piedra, compuso un poco sus ropas medio desgarradas y se dirigió a buen paso hacia donde pensaba que estarían sus compañeras; aunque lo que más estaba deseando, en realidad, era meterse desnuda bajo del agua de la cascada, lavarse y purificarse totalmente de todas las fuerzas oscuras que habían quedado prendidas en ella. Cuando regresó al poco, con todas las Dríades armadas de instrumentos de labranza, hachas y cuerdas, para atarlo y darle su merecido, Aristeo había desaparecido y por mucha búsqueda que hicieron, ya no lo encontraron. -¡Iremos a por él a su casa!- gritó una. -¡Si se ha escapado, la quemaremos, para que aprenda! -gritó otra. -¡Quemaremos también sus colmenas de abejas, eso será lo que más le va a doler! -propuso una tercera, furibunda. Pero Eurídice, que ya se había tranquilizado, contuvo y acalmó la furia de su grupo y, con muchas razones, les pidió que no hiciesen nada antes de la boda ni se lo contaran a nadie y mucho menos a Orfeo. Ya que contárselo, dijo, sólo iba a provocar que se viera en la obligación de desafiar a Aristeo y que su inmediata boda se tuviera que aplazar o se amargara por un lance de sangre en el que su amado pudiese correr peligro. Después de mucha discusión, consiguió que se avinieran a un pacto de silencio; pero las más exaltadas dijeron que a secreto agravio, secreta venganza, y que, cuando hubieran pasado dos o tres semanas después de la boda, no iba a quedar sino humo de la famosa granja apícola del descarado violador que se había atrevido a profanar un bosque de Sacedotisas-Ninfas.


8- LA BODA
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Aquella misma mañana se había celebrado la boda, con cientos de convidados entre los que figuraban los propios reyes de Tracia, los príncipes y buena parte de la nobleza. Fue, realmente, la boda del año en la capital y no pocos de los antiguos compañeros de Orfeo viajaron desde tierras distantes para estar presentes. Las jóvenes de la Fraternidad de las Dríades danzaron graciosamente en coro, dejando antes bien claro que lo hacían a título particular, rodeando a Eurídice al compás de la lira de Orfeo y de los instrumentos de una veintena de sus amigos músicos, más otros veinte contratados, que daban sonido y color a la ceremonia. Tras haber sido oficialmente declarados marido y mujer por los sacerdotes de Hera, con los monarcas como padrinos y testigos, y después de probar juntos el membrillo confitado, besarse con la boca llena de su dulzor y ser vitoreados por todos, que arrojaron sobre la pareja un verdadero diluvio de pétalos de flores, anises, bendiciones y deseos de una larga vida, llena de felicidad, prosperidad y descendencia, comenzó el gran banquete en medio de la alegría general.
A los postres, sus antiguos camaradas argonautas pidieron a Orfeo que les declamase algunos de sus famosos poemas cantados sobre las partes dramáticas de su aventura y que mostrase a los asistentes, una vez más, a la maga-serpiente-dragón Llilith que había capturado. El bardo respondió alegremente que con mucho gusto les iba a declamar cuatro de los mejores cantos antes de retirarse del banquete con su esposa, pero rogó que le dispensasen por esta vez de mostrar su trofeo, porque aunque por la mañana había pensado en traerse su cesta a la boda, al final decidió que era mejor dejarla en su casa.


16- LA MAGA-SERPIENTE

Llilith, la maga-serpiente, estaba furiosa por el fracaso del hechizado Aristeo, por su vuelta a sí mismo y por su avergonzada fuga. Ahora ya sólo quería morir o matar. Morir antes de ser humillada una vez más, permitiendo que la mostraran, como un fenómeno de feria, en la boda de Orfeo y Eurídice, ante toda Tracia reunida. A ella, la hija mayor del Rey Aetes de la Cólquide, guardiana de un conocimiento iniciático ancestral, que se había ido tranmitiendo en las cámaras secretas de los Dragones de Sabiduría durante miles de años, de padres y maestros a hijos y discípulos, desde los mismos orígenes de la Raza Raíz Aria. Traicionada por su propia hermana, hechizada con sus mismos hechizos, capturada y esclavizada por un simple músico que ni conocía sus poderes ni podía apreciarlos y que se limitaba a hacerla contorsionarse. A ella, Suma Sacerdotisa de Hécate en el Sur del Cáucaso, cuyo único delito había sido querer servir a su padre y a su patria, protegiendo la piel áurea del Carnero Solar con las artes mágicas que su selectísima educación y talento le habían proporcionado. Sabía muy bien que la historia del Vellocino o Toisón de Oro iba mucho más allá de los ingenuos mitos de Hele y Frixo y las intrigas de su madrasta que contaban sobre él griegos y tracios. El Vellocino era, ni más ni menos, el propio tótem del Aries Solar, símbolo del impulso pionero de la Raza Ariana y llave mágica de aquella poderosísima egrégora, energetizada durante milenios por quienes sabían cómo hacerlo. El Vellocino de Oro era un tótem-talismán sacratísimo que había sido entregado directamente a las Madres de la Cuarta Subraza Monádica por el propio Manú Vaivasvatá hacía muchos siglos, en la sagrada Isla Blanca, proyección externa del Reino Suprafísico de Shambala, cuando los refinados habitantes de su Ciudad del Puente, asomada al extenso Mar de Gobi, acomodados en el poder de su imperio y su riqueza, comenzaban a iniciar su declinio, porque cuando el espíritu de un pueblo pierde su impulso ascensional, la fuerza de la gravedad y la inercia lo llevan a la decadencia. Vaivasvatá, espíritu maestro, padre y mentor, durante muchas encarnaciones, de los hombres y mujeres de cada nuevo Nuevo Ciclo Ariano entregó, junto con las instrucciones de su misión evolutiva, la piel rubia del Carnero de Aries a las druidesas-artistas seleccionadas comoSemillas de la Cuarta Lunar, cuyos especiales talentos creativos había cultivado amorosamente en una región separada, lo mismo que también modeló a los Iniciados-Semillas de la Quinta Solar como tenaces realizadores prácticos. Preparó las Semillas llenándolas del carácter y misión de ambas Subrazas, para enviarlas después a las dos, bien protegidas, a través de toda Asia, hasta la montañosa plataforma que rodeaba el potente vórtice de la cordillera del Cáucaso, las mandó allí para que se convirtiesen en las ramas renovadoras del Árbol Ario, para que replantasen sus mudas hasta lo más profundo de sus raíces en el arranque del territorio destinado a ser escenario del siguiente Ciclo Evolutivo, Europa, con la misión de crear, desarrollar e implantar en Occidente una civilización mundial basada en el impulso de ariete corajoso y libertario hacia el desarrollo de un intelecto creativo, racional e intuitivo, discriminador y riguroso, es decir, la sólida base de un Cuerpo Mental Superior. Eso era lo que significaba el símbolo sagrado del Vellocino. Después de cumplir aquel objetivo, hasta acabarse exitosamente el ciclo evolutivo de influencia europea sobre el planeta, el Cuerpo Mental de la Humanidad tendría que seguir cultivándose, en nuevos e ignotos escenarios situados todavía más lejos, siempre hacia Occidente, hasta ser capaz de purificarse e integrarse con el Alma Colectiva Universal durante la Sexta Subraza Aria y ésta con su Mónada durante la Séptima. Los Antiguos sabían muy bien para qué estábamos manifestando nuestros espíritus eternos en este plano de pruebas y aprendizajes, de conocimiento, dominio y sutilización de la materia, y los Dragones de Sabiduría, los Iniciados, asistidos desde las Dimensiones Superiores por las Jerarquías no encarnadas, eran los celosos guardianes y vigilantes del correcto cumplimiento del Plan Divino, en cada nueva etapa de la Humanidad. Poco tiempo después de la solemne entrega del Tótem del Carnero, el Manú Vaivastavá, Fundador y Guía Inmortal de la Quinta Raza Raiz, dio el impulso y la orden para que comenzara la emigración-peregrinación de ambas Subrazas, siguiendo el Caminar del Sol, desde las orillas remotas del Mar de Gobi hasta el nudo montañoso del Cáucaso, con la colaboración y protección del poderoso ejército de los persas, que estaban comandados por una élite de iniciados arios emigrada diez mil años antes, la de la Tercera Subraza, o Iraniana, aquella a la que el Instructor Zoroastro predicó la Religión del Fuego, en el cual aprendieron a ver la manifestación material más pura de la Divinidad. Los Iniciadores contaban que desde muchísimo tiempo antes, los mayores enemigos de los Arios en las estepas asiáticas siempre habían sido los salvajes Turanianos, cuyo poder residía en el número de jinetes que engrosaba sus hordas, por causa de eso los Turanios, desde hacía muchos siglos, promulgaron leyes que estimulaban tener cuantos hijos pudiesen, los cuales eran apartados de sus progenitores en cuanto tenían edad para sostener un arma y criados y alimentados con los impuestos de toda la tribu, agrupados en batallones ecuestres de lanceros, o incluso de desalmadas amazonas arqueras, que casi acabaron con los reinos mesopotámicos y luego persas de los Árabes e Iranios, pueblos que, también procedentes de Shambala en emigraciones-peregrinaciones más antiguas, habían constituído la Segunda y Tercera Subrazas Arias. Pero aquel desarraigo familiar Turanio, propio de retardatarios de la Era Anterior, como ellos eran, también fue padre del continuo estado de anarquía, competencia y guerra incivil entre ellos mismos, así como de su incapacidad para organizar un imperio coherente. A pesar de sus sanguinarias victorias, jamás pasaron de ser grandes bandos de depredadores errantes y de pastores de ganado robado, que vivían de saquear a otros pueblos más industriosos, de asesinar a los hombres y de llevarse a la fuerza a las mujeres, lo que, de alguna manera, contribuyó a mejorar un poco más su Raza, ya que sus descendientes fueron los actuales nómadas de las estepas asiáticas, esos que los viajeros denominan como Escitas, Tártaros, Mongoles y otros nombres aún más exóticos. ...Una vez sometidas con mucho esfuerzo las tribus depredadoras de bárbaros descendientes de la brutal estirpe turaniana, que hasta hacía poco devastaban periódicamente, desde las alturas del Cáucaso, la frontera persa, la Cuarta Subraza se estableció al sur de la cordillera, entanto que la Quinta lo hizo al Norte-Nordeste, en los litorales occidentales del Mar Caspio, lo que provocó que se fueran diferenciando más y más, y que hasta compitiesen entre sí los hermanos, cada día más lunares y matriarcales los Nuevos Caucasianos del Sur y más solares y patriarcales los del Norte, tal como el Manú lo había programado, con su visión planetaria. Siglos después, hombres de la Quinta Solar, que ya se había extendido hasta el mar de Azov, robaron a sus primos el dorado tótem de Aries y se lo habían llevado como bandera y talismán de poder a su agresiva conquista de los Balcanes, para caer seguido, como halcones, sobre la Pelasgia Occidental. Porque para entonces, los de la Cuarta Lunar habían logrado extenderse por toda la Pelasgia Oriental y las Islas del Gran Verde, no por la fuerza de las espadas, como ellos, sino usando sus artes femeninas de seducción de pueblos, sin ninguna violencia. Hasta que las Sacerdotisas lograron dominar con su civilización todo el Mediterráneo y los pueblos de sus orillas, teniendo a Creta como su principal centro de influencia. Pero fue cayendo toda la Pelasgia Egea en poder de los Arios Solares, y un día cayó la misma Creta. En ese momento, el más oscuro para la Subraza Lunar, la Antigua Diosa, haciendo que una nube tomase la forma de la diosa olímpica Hera, inspiró a dos de sus hijos para arrebatar por sorpresa el Vellocino a los sacerdotes de Zeus Lafistio en Tesalia, cruzar el mar y devolverlo a la caucasiana Cólquide y a su santuario original en el Bosque Sagrado de la Gran Madre, No podían imaginar sus guardianes-iniciados que aquellos tenaces helenos acabarían por organizar toda una expedición con lo más florido de sus héroes para apropiárselo de nuevo, como símbolo de su predominio actual. El distinguido linaje familiar de Llilith había ido transmitiendo de padres a hijos y de generación a generación recuerdos fragmentados de algunas de las antiguas magias toltecas de la Raza Anterior dentro del mayor sigilo, pues estaban muy mal vistas entre los Arianos, pero aquellas técnicas psíquicas recobraron su sentido y cubrieron sus lagunas cuando un chamán de una tribu de nómadas Turanios fue capturado en combate en el Kurdistán y reducido a la esclavitud por su padre, el rey Aetes. A cambio de su libertad, el chamán les enseñó a invocar y conseguir la alianza de las Fuerzas Oscuras de los Señores del Caos, Dragones de Sabiduría de mundos paralelos quienes, en trueque de que la familia real de la Cólquide les sirviese de canales transmisores y ejecutores de sus deseos en la dimensión física, enseñaron a sus servidores como recubrirse de monstruosas apariencias, por medio de sugestiones hipnóticas que dejaban a sus enemigos paralizados de miedo o los ponían en fuga. De esa manera había ella defendido contra intrusos el Bosque Sagrado donde se guardaban los más preciados talismanes de los Caucasianos del Sur. Pero no le sirvió de nada haberse convertido en pavoroso dragón ante los Argonautas. Las malditas diosas olímpicas Hera y Afrodita habían hecho que su hermana Medea, una hechicera de mayor rango que ella, se apasionase locamente por el jefe de la expedición extranjera. Cuando Orfeo la distrajo un segundo con el encanto de su música, la renegada de Medea, ávida de ser aceptada entre los griegos, le lanzó un doble hechizo: el dragón se convirtió así en una pequeña cobra que pudo ser fácilmente capturada y la fórmula para retornar a su apariencia humana, usando su voluntad, quedó borrada de su mente. La digna sacerdotisa ex-guardiana del Tótem del Carnero Sagrado, ahora hechizada y aprisionada bajo una vil forma de serpiente, maldijo una vez más a la poderosa Afrodita que, en el colmo de su perversidad, la había hecho concebir por su captor aquella inmunda pasión servil, infinitamente dolorosa y totalmente imposible de satisfacer, aunque se quisiera, porque él sólo era capaz de mirarla como un trofeo, como un monstruo, como una rareza filtrada al mundo real desde las esferas infernales. Ni siquiera sentía deseo de tocarla, ya que el hechizo de Medea la había impedido regresar a su verdadera forma: una princesa real elegante y bella, con dos piernas, como todas las demás mujeres, en vez de aquella asquerosa cola de serpiente que todos veían cuando era obligada a practicar sus transformaciones. -¡Hécate! ¡Hécate! -gemía encerrada en su cesta- ¿Por qué me has abandonado, Diosa de las tres caras? …Ingratos Señores del Caos ¿no os he servido con toda lealtad mientras pude? ¡Diosa de la Luna, ilumina un poco esta negra sombra en la que me encuentro encerrada desde hace un tiempo que ya parece una eternidad! ¡Diosa de la Muerte libérame o mátame para que se acabe de una vez esta insoportable humillación, esta tortura infinita que me corroe! ¡Dragones de Sabiduría del odio y la venganza!- invocó, imaginando con la mayor concentración su Círculo de Poder y atreviéndose, en el momento de su mayor rabia y desespero, a recurrir a lo más oscuro y perverso de sus artes mágicas, aunque sabía que eso significaría arrojar a su alma al Bajo Astral- ¡Poderosos Dragones del odio y la venganza! íLiberadme de esta incapacidad que tengo para clavarle mis venenos a mi insensible tirano! ¡Cada vez que mis colmillos de cobra llegan cerca de sus pies, esta maldita pasión que me condena me obliga a besárselos y lamérselos, en lugar de enviarlo a los infiernos para siempre! ¡Hécate, mátame, libérame o véngame! ¡¡Mátame, libérame o véngame!! Oyó como se abría la puerta del cuarto, mudaron las condiciones de luz tras los mimbres entrelazados de su cesto, sintió los conocidos pasos de Orfeo yendo en procura de su lira y de su flauta, colgadas en la pared de enfrente. Sin duda estaría ya vestido para la ceremonia y sólo venía a recoger sus instrumentos y su propia cesta, para enseñársela a todo el mundo una vez más, convertida en un ser espantoso. Ahora venía hacia ella... ¡Estaba abriendo la tapa de la cesta! ¡Hécate libérame de mi hechizo, dame fuerzas para morder su mano o, al menos, para dar el salto hacia él, agredirle, de manera que se vea obligado a aplastarme la cabeza! ¡¡Diosa, Diosa, Diosa mía, escúchame!! Orfeo había abierto la cesta y su mano estaba al alcance de sus colmillos, quiso saltar y morderle salvajemente, pero una gran parte de su esclavizada voluntad no se lo permitió tampoco esta vez. En lugar de eso, se irguió contoneándose, como un perro que mueve la cola, y proyectó su lengua bífida en un servil beso de salutación a las manos del maldito objeto de su pasión. Todo eso le costó un esfuerzo tan inmenso que tuvo, enseguida, que enroscarse sobre sí misma y regresar al fondo de la cesta. Hécate la había abandonado definitivamente. Orfeo, elegantísimo en su traje principesco de boda, la estuvo observando durante un rato, dudando de si llevarla o no a la ceremonia, para que todos se divirtieran con ella. De pronto, por primera vez, sintió pena de su prisionera y se vio en su lugar. Decidió no llevarla. Cerró la tapa, recogió sus instrumentos y salió del cuarto. Llilith esperó a oír el sonido de la puerta al cerrarse, pero, en su lugar, la sintió rebotar y quedar abierta... continuaba habiendo, además, bastante luz natural en la habitación. Orfeo tenía muchas cosas que hacer aquel día, tendría prisa y además estaría nervioso. Tuvo un presentimiento. Estiró la cabeza y comprobó que podía abrir con ella la tapa de la cesta, Orfeo había disminuido su alerta y se olvidó de echarle el pestillo. Hécate estaba con ella. Se deslizó fuera de la cesta y bajó al suelo; la puerta del cuarto estaba entreabierta. Cruzó la casa con el máximo de atención: ningún sonido. Todos se habían marchado a la boda. A través de una escondida hendidura en un punto del muro que conocía, consiguió salir al jardín ¡Gracias Hécate! ¡Gracias, gracias, gracias, Diosa mía!


17- LA MUERTE DE EURÍDICE

Orfeo y Eurídice habían conseguido desprenderse de los convidados a la boda, montar juntos sobre un caballo blanco y galopar hasta la casa. Entrado el caballo y cerrado el portón a su espalda, Orfeo puso pie en tierra y ayudó a su reciente esposa a descender. Quedaron un momento así, pecho a pecho, mirándose tiernamente a los ojos, engalanados ambos con sus tan formales, lujosos y pesados trajes de boda que les habían hecho sudar todo el día, hasta que él dio un grito de niño travieso, corrió, sosteniéndola entre sus brazos, hasta la pileta de agua que había en el centro del jardín y se arrojó con ella adentro. Ascendieron a la superficie jugando y riendo como chiquillos, al tiempo que se arrancaban la ropa el uno al otro, se abrazaban, se besaban. Eurídice logró salir, medio desnuda, de la piscina y se echó a correr por el jardín, jugando a amplificar el deseo. Orfeo la siguió, consiguió cogerla por la cintura, la volvió a empujar a la pileta y él se echó detrás. Ella le arrojó agua a la cara, lo esquivó y consiguió salir corriendo por el jardín de nuevo; él la seguía, pero tropezó y cayó, dándole tiempo suficiente para esconderse detrás de los árboles, aunque ella continuaba llamándolo e incitándolo. Ese era el momento que Llilith había esperado durante largas horas: salió rápidamente de donde estaba escondida, reptó hasta las raíces del árbol y desde allí clavó su odio y su resentimiento, con toda su fuerza, en el tobillo de Eurídice. Un grito agudo señaló a Orfeo el árbol tras el cual estaba escondida su juguetona esposa; llegó hasta allí corriendo, con una gran sonrisa, dispuesto a capturarla y gozarla; pero ella acababa de desplomarse en un parterre de flores malvas, amarillas y violetas y una cola de serpiente trataba de ocultarse entre las hojas secas que había al pie del tronco. -¡Mi amor! –gritó inclinándose sobre ella- ¿Qué te pasa? -pero ella apenas acertó a sujetar fuertemente con su mano la suya, mientras su cuerpo desnudo se convulsionaba. Orfeo descubrió el hilillo de sangre que manaba por su tobillo y la picada de cobra; aplicó inmediatamente allí sus labios, succionó, escupió, succionó otra vez, gritó muchas otras pidiendo ayuda sin conseguirla. A nadie se le ocurre acudir a la casa de unos recién casados, por mucho que griten. La mano de Eurídice se aflojaba y él percibió con angustia que se estaba yendo; se quedó totalmente inerte, con los ojos abiertos, vidriosos, y su respiración se hacía cada vez más dificultosa. Orfeo, quebrado de dolor, viendo como Eurídice agonizaba entre sus brazos, corrió hasta el caballo para tomar su flauta, obligó a salir de su escondite y capturó inmediatamente a la cobra con su música, la acosó contra la esquina de un muro de piedra y la torturó tocando sonidos violentos que la hacían revolverse por dentro, tratando de arrancarle el conocimiento de cómo hacer para contrastar su veneno; pero Llilith respondió, con cruel sarcasmo, en medio de su tormento, que cualquier remedio para el odio criminal que él había despertado en ella era inútil: “-...¡Lo único que podrás hacer por tu Eurídice será ir a buscarla al mismo país de los muertos!” Justo en ese momento, a su lado, Eurídice dejó salir su último suspiro con un leve gemido y se quedó mirando al cielo con los ojos abiertos, asombrados. Orfeo, enloquecido, agarró a la cobra por la cola y la golpeó contra el muro muchas veces, después la pisoteó brutalmente y le arrojó piedras hasta cubrirla.


23- EL DESCONSUELO

Se quedó atónito un rato, mientras su amada iba perdiendo calor y color. Mas enseguida reaccionó. Salió corriendo y envió a los guardias de la portería a caballo para que trajeran los médicos de palacio. Éstos llegaron inmediatamente, junto con sus padres y hermanos, pero tan sólo pudieron certificar la muerte de Eurídice. Orfeo no quiso de ninguna manera aceptarla, él era un iniciado en la Escuela de Quirón y en los antiquísimos Misterios de Samotracia, donde le habían revelado, provocando una separación temporal de su consciencia fuera de su cuerpo, la inmortalidad evidente del Ser y su eterna capacidad de regeneración. Se negó a dejar que su mente se empantanase, como las de las gentes vulgares, en la ilusión materialista de la muerte irreversible. Así, asentó lo mejor posible sobre su caballo el cadáver de Eurídice, envuelto en mantas, lo ató a su propio costado para que se mantuviese erguido y cabalgó veloz hacia la montaña más alta y nevada de los Rhodopes. Cuando el caballo ya no podía seguir, la cargó en sus brazos y ascendió a pie, trabajosamente, hasta el borde del glaciar, donde depositó el cuerpo amado en una urna de hielo natural, cavada con su propia espada, para que se conservase durante todo el tiempo posible, y lo cubrió bien con todos los trozos cortados y con piedras, para que ningún animal pudiese llegar hasta él. Después, regresó a la corte, recurrió a sus padres, e hizo que convocasen a los sabios más famosos para que le dijeran como volver a Eurídice a la vida. Pero todos le explicaron que eso era imposible, pues el cuerpo y la mente consciente se disgregan tras la muerte, y después se disgregan también la mente y el alma, y los recuerdos de la memoria individual se van olvidando. Todo el mundo trató de consolarlo y de recomendarle resignación. Él no quería ni lo uno ni lo otro, sino una solución efectiva. Buscó a más personas de conocimiento, fue a visitar a los sacerdotes kabíricos y olímpicos, a las sacerdotisas de la Diosa, a los chamanes de las aldeas remotas, a los santos ermitaños de los montes, a los brujos y a las hechiceras, y sólo le dijeron que tenía que rezar para desprenderse de su enorme apego, que sólo prolongaría su sufrimiento y dificultaría el desprendimiento del espíritu de Eurídice de la dimensión material en cuanto no se disolviese. Nada de lo que intentó le dio el resultado que su corazón quería. -Hubiese podido tratar de recuperar a tu mujer para la vida mientras ella hacía el largo recorrido entre su muerte y su llegada a la Laguna Estigia –le dijo un famoso hechicero al que conoció dos meses después–. Pero ahora ya no, ha pasado mucho tiempo, ya estará en el Hades y del Hades no se sale. Tendrías que haberme visitado antes. Las compañeras de Eurídice en la Fraternidad de las Dríades cumplieron su amenaza y quemaron completamente la granja apícola de Aristeo, quien tuvo que huir de la región durante algún tiempo. Sin embargo, Orfeo nunca llegó a enterarse de aquel lance, pues nadie quiso aumentar, relatándoselo, el lacerante dolor que ya sentía. La Alta Sacerdotisa Ninfa, madre de Eurídice, arrasada, llena de sentimiento de culpa por su tolerancia, consideró aquella desgracia un justo castigo de la Diosa por la incastidad de su hija, al ceder al primitivismo de la pasión y renunciar a ser una Dríade por causa de un común amor humano. Reclamó y reclamó el cuerpo de su hija, para hacerle un funeral decente, pero Orfeo se negó a devolverlo. Recurrió al rey y a la reina, pero ni las presiones más violentas de éstos consiguieron que su hijo revelase donde había escondido los restos, por lo que no tuvieron más remedio que dar largas y más largas a un proceso legal inconveniente e inaceptable. Cuando la Ninfa vio pasar el tiempo sin que se le hiciese justicia, intentó provocar una indignada revuelta de su Colegio Sacerdotal contra la Corona, pero las otras Sacerdotisas Mayores no la secundaron porque su situación política era delicada y una acción así podría dar pretexto para ser barridas definitivamente de la esfera del poder, en favor de los sacerdotes olímpicos. De modo que ella, aislada y amargada, se encerró en el universo de la oración y no quiso, ni recibir a Orfeo ni volver a tener ningún trato más con la familia real. De vez en cuando el amante inconsolable, igualmente aislado de su familia por su inadmisible desobediencia a sus padres y monarcas, subía solo hasta el glaciar, asegurándose de no ser seguido -no quería que nadie supiese donde estaba el cuerpo, para que no lo enterraran sin su permiso-. Le llevaba rosas silvestres del valle, hablaba con ella, retiraba un poco las piedras para sentirla más cerca y le daba una cierta esperanza ver que el hielo impedía su corrupción. La última vez que estuvo allí, había nevado tanto que le costó mucho encontrar aquel sitio, que no quería, en modo alguno, llamar tumba. Bajó hasta el bosque, cortó un árbol joven a golpes de espada y lo subió hasta el glaciar, hincándolo junto a la urna de hielo para marcar el lugar. -Eurídice, mi amor, te juro que iré a buscarte al País de los Muertos -prometió ese día con pasión. Volvió a recurrir a quienes le habían merecido más crédito entre sabios, chamanes, sacerdotes, sacerdotisas, místicos, hechiceras y brujos, preguntándoles como llegar al País de los Muertos, pero no obtuvo ninguna respuesta práctica o fiable. Y todos le aconsejaron que no se empecinase en su vano empeño, unos recomendándole resignación y otros tachándole abiertamente de loco. Con todo ésto, fueron pasando los años como si fuesen días y él casi no se daba cuenta. Sus padres estaban preocupados por su salud mental y esperaban que el tiempo le curase, pero, al ver que persistía en su obsesión, le buscaron tratamientos médicos, que él rechazó. Por fin, el rey Eagro le mandó llamar para que hablaran muy en serio, dejando, sabiamente, que antes lo hiciese su madre, la dulce Kalíope. Cuando ella le hubo preparado con sus comprensivas palabras de mujer, entró él y le dio el toque masculino, diciéndole que ya era hora de que asumiese su desgracia como un hombre, que se dejara de pedir imposibles y que aceptase un trabajo en la corte, la cual estaba muy necesitada de servidores de confianza para resolver importantes asuntos. En ellos podría canalizar su energía positivamente. -Eres muy joven, aún puedes casarte, tener hijos, enviudar y volver a casarte más veces. Si fueras un rey, además, tendrías la obligación ante tus súbditos de hacerlo. Así es la vida, hijo mío, puro cambio, transformación, fluidez. Nadie puede apegarse demasiado a nada ni nadie en este mundo efímero y cambiante ni, mucho menos, quedarse prendido del pasado. -Dejadme, antes, ir a consultar al Oráculo de Delfos -respondió su hijo finalmente-. Si allí me dicen que lo que pretendo es imposible, volveré y aceptaré ese cargo. Sus padres intercambiaron una mirada y accedieron a su petición. Estaban seguros de que si el Dios Apolo no lograba curar aquella alma atormentada, nadie más lo conseguiría. Orfeo viajó, pues, hasta el Santuario de Apolo en Delfos, situado en la Fócide, al pie del alto y peñascoso monte Parnaso, donde consultó a la pitonisa, que hacía de medium canalizadora de los mensajes del Dios de la Luz y de la Curación. De camino meditó muy bien sobre la manera en la cual podría enunciar con precisión su pregunta, para evitar una respuesta llena de ambiguedades, como las que solían dar los sacerdotes. Cuando llegó al templo, oró al hijo del gran Zeus, incomparable en la pulsación de la lira y en adivinar el destino de los hombres y las naciones. Luego le ofrendó un sacrificio, sin olvidar a ninguna de sus Musas. Sus deseos se habían, finalmente, cristalizado en esta petición: “¿Podré conseguir que los soberanos del País de los Muertos me devuelvan a Eurídice para que continuemos en vida nuestro interrumpido amor hasta que muramos juntos?” Después de haber mascado hojas de laurel en ayunas, sentada sobre un trípode de hierro, al borde de un abismo de donde llegaba una corriente de aire helado inspiradora, la pitonisa, una sacerdotisa de más de cincuenta años vestida como una doncella, se convulsionó y pronunció algo ininteligible. El sacerdote-profeta había puesto el oído junto a sus labios y vino a dar a Orfeo la respuesta del Oráculo, que era así de sorprendente: "Aquello que la limpia, constante y desinteresada voluntad de un alma humana llena de amor se propone conseguir, si en verdad está liberado del egoísmo de la personalidad, del desánimo o de la duda, logra que el universo entero, en todas las dimensiones de la realidad, conspire para su efectiva consecución"


24- EL LOCO POR EL HADES

Animado y esperanzado por lo que le parecían muy buenos augurios y armado de una determinación a toda prueba, Orfeo ya no regresó a Tracia, donde temía que sus padres insistieran en que aceptase un cargo público, sino que se dedicó a viajar, preguntando y preguntando sin parar, del norte al sur de Grecia, a ambos lados del Mar Egeo, durante otros tres años, sobre cómo debería hacer para encontrar las puertas del Hades sin morir. Las respuestas de todo tipo que cosechó darían para escribir otro libro como éste. Ninguna de ellas le resultó mínimamente fiable. Por donde iba le llamaban “El Loco por el Hades”. Finalmente, cuando ya habían pasado casi doce años desde la muerte de Eurídice, en la orgullosa Tirinto de los Aqueos le dijeron que se rumoreaba que su antiguo compañero argonauta, Hércules, había hecho, por orden del rey, tres largos viajes al País de los Muertos, allá en el Remoto Occidente. Hasta se había presentado un día ante la corte con un monstruo mal amarrado entre sus manos, que hizo pasar por el mismísimo guardián del Hades. No hubo manera de que el rey Euristeo de Tirinto accediese a verle para hablar de Hércules; su insistencia fue, incluso, contestada con una amenaza de expulsión de la ciudad, si continuaba molestando. Pero cuando ya le iba a enviar un mensajero al mismo rey Eagro de Tracia para rogarle que pidiese a Euristeo una audiencia en su nombre para él, un comerciante recién llegado de Creta contó, en el foro de la ciudad que, aunque Euristeo no hubiese dado noticia alguna a la población, Hércules, después de liberarse de su servidumbre a él, había atacado Troya con una expedición de aqueos, acabando con su monarca, Laomedonte, y que, después de conseguir un enorme botín, permitió generosamente que siguiese ocupando el trono el príncipe troyano Príamo. Añadió, cuando el bardo le preguntó con ansiedad, que ahora mismo el coloso se encontraba en Knossos, haciendo no se sabía qué, entre las ruinas del Laberinto de Minos.


25- CRETA

Orfeo consiguió ser admitido en un barco que se dirigía a Creta, cuando contó a su capitán la historia de los argonautas y los trabajos que él había desempeñado en la expedición con la magia de su música. Después de tanto tiempo sin hacerlo, se sintió en su elemento cuando subió al puente, se sentó y comenzó a tocar la lira, dando los tiempos con su voz para que los remeros se acompasaran y se afinaran en su bogar. Los dioses parecieron saludar la empresa que emprendía cuando, a poco de salir de las áreas más navegadas por las pequeñas embarcaciones, una bandada de delfines se puso a juguetear desde la proa a la popa de la nave y viciversa, siguiéndoles un largo trecho, como si estuviesen encantados por la música que el bardo les dedicaba. Hércules recibió con campechana cordialidad a su antiguo camarada de expedición en una tienda de guerrero que había levantado entre las devastadas ruinas del famoso palacio real del Laberinto, el lugar donde decía la leyenda que, unos tres siglos atrás, el héroe Teseo de Atenas había matado al Minotauro con la complicidad de la hija del rey Minos de Creta, Ariadna, quien, igual que Medea en la Cólquide, había traicionado a su linaje y a su patria, loca de amor por un extranjero enemigo. Y efectivamente, después de escuchar con interés las desdichas y las angustiosas búsquedas de Orfeo ante unas tazas de buen vino cretense, le relató partes sueltas de su reciente asalto a Troya y de sus aventuras en el Remoto Occidente, en busca de los bueyes de Gerión y de las manzanas de las Hespérides, así como, con más detalle, la de su descenso al Mundo Oscuro con la ayuda de Hermes y Atenea, lugar a donde el tirano Euristeo de Tirinto le había enviado, para que fracasara y no volviera, con la orden, aparentemente incumplible, de liberar de sus padecimientos infernales al fallecido vencedor del Minotauro, que igual que se atrevió a penetrar en el Laberinto y regresar, también tuvo valor para descender al Inframundo a pedir la mano de Perséfone para su amigo Piritoo, aunque ambos quedaron atrapados por el Rey de los Infiernos en la Silla del Olvido, a causa de su presuntuosa insolencia. El tracio se sorprendió de que el coloso no contase todas aquellas hazañas con la fanfarronería que antiguamente conociera, sino con discreción y hasta una cierta humildad. Hacíase claro que le habían hecho madurar bastante todas aquellas dificultosas pruebas y sufrimiento durante los trece o catorce años que demoraron en reencontrarse… pero, centrado en lo que más le interesaba, se adelantó a preguntarle cómo llegar hasta el Hades. -Realmente, se puede bajar al Hades por cualquier grieta bien profunda que haya bajo la tierra -respondió Hércules-. Hay una en tu Tracia natal que se llama la Cueva del Infierno, en el macizo del Rhodope, por donde se despeña el río Trigrad hacia el subsuelo. Y está la grieta de Lycos, en el país de los Mariandinos, al Sur del Mar Negro, o el Aorno, del país de los Tesprotes... o Lerna... y esa otra ahí enfrente de Creta, en el laconio Tenaro, donde me contaste que habías hecho sacrificios cuando el “Argo” regresaba a Yolkos... y hay otras, muy famosas, que penetran los bajos del Etna de Sicilia, o el lago Averno de Kyme, aunque están demasiado llenas de gases sulfurosos como para aguantarlas mucho tiempo... -Aunque nosotros, seres de la superficie de la Tierra, pensamos que somos los únicos habitantes del planeta, la parte más importante de él, Orfeo, es el Mundo Subterráneo, donde hay un sol interior y civilizaciones espléndidas de humanos como nosotros, pero que por estar más evolucionados , tienen cuerpos más sutiles y viven en niveles suprafísicos, El interior de la Tierra está cribado de túneles que conducen a sus reinos, uno de los cuales es el Erebo, donde Hades y Perséfone reinan sobre los muertos. -...La entrada principal del Mundo del Erebo y de la corte de su Rey, amigo Orfeo –dijo ante su insistencia-, se encuentran en el Extremo Occidente, bajo una boscosa montaña que cae a pico sobre el Océano. -¿En el Extremo Occidente de qué? –preguntó el tracio- De Grecia o de Italia? -¡En el Extremo Occidente del mundo todo! -aclaró el guerrero con contundencia- ¡Allá donde se acaban las tierras y la luz, allá donde no pueden vivir los hombres; allá comienza el maldito abismo al que pretendes ir, mi loco amigo! ¡Mejor ni lo intentes, te lo advierto yo! Pero Orfeo no dejó que aquel tono dramático derrumbara su determinación: -Lo intentaré mientras viva, si es que estar sin Eurídice es vivir -dijo con firmeza-. Ayúdame en lugar de echarme para atrás, viejo camarada, te lo ruego. Ya estoy harto de que me echen para atrás, como cuando ambos queríamos ir a por el Vellocino de Oro. Si es verdad que tú conseguiste entrar en el Hades, yo quiero entrar también. -...Entonces, presta atención a lo que te digo –puntualizó Hércules, mostrándole ahora el mayor respeto-: si entrases por las grietas próximas a Grecia tendrías que recorrer distancias enormes hasta allí, atravesando las complicadas y oscuras galerías del Mundo Intraterreno, que a veces son cegadas por los volcanes o terremotos... Así que yo mejor te recomendaría, amigo mío, que vayas por la superficie hasta el borde del Océano, en el noroeste del País de los Muertos, Iberia, y únicamente desciendas al Inframundo cuando llegues allí. -¿Iberia? ¿No es ese el nombre de las regiones interiores de la Cólquide? -Esa es la Iberia Oriental, Orfeo, la caucasiana. La Iberia a la que me refiero es la Nueva Iberia Occidental. Los navegantes pelasgos de la Frigia la debieron bautizar con el nombre del hogar original de su raza, cuando descubrieron ese país lejanísimo y crearon puntos de intercambio en sus costas. -¿la Nueva Iberia se encuentra en esta dimensión material, Hércules, o en alguna de las inmateriales? -Mitad y mitad, amigo mío, las verdes y nubosas regiones más distantes de Iberia son un verdadero portal al Ultramundo. -¿Y cómo hago para llegar a Iberia? -Tendrás que costear todo el ancho Piélago, siempre en dirección a Poniente, más allá de Italia y de sus islas occidentales, hasta divisar la cadena de montañas que se encuentra al norte del río principal de los Íberos. Y después seguirla a pie durante unos dos meses por su lado sur, que es el más soleado y practicable atento, cada noche, a la dirección que lleva la Vía Láctea, hasta el punto en donde veas que se acaba el mundo y que el Sol es tragado por el Río Océano, que llega hasta la Estigia. Tendrás, sin duda, que pedirle su ayuda a Hermes.- -¿Por qué precisamente a Hermes? -preguntó Orfeo. -El centauro Quirón contaba que Hermes es un inmortal hijo de Zeus, engendrado cuando el Rey de los Olímpicos, tras vencer a los Titanes, violó en su santuario de Oestrymnis, a Maia, a la que también llaman Selene, Celene o Cilene, la Suprema Sacerdotisa Lunar de Atlantis, hija del gigante Atlas, titán tolteca emperador de aquella nación. ¿Nunca oíste hablar de ella?. -No sé nada del tal Oestrymnis… y sobre Atlantis, creía que era aquella tierra de los más antiguos dioses, de quienes hablaban Quirón y los mitos de Samotracia. ¿Dónde queda ese país, si existe?
- Existió, claro que existió, compañero, a lo largo de los viajes por Occidente que mis trabajos me impusieron percibí muy bien que ese mito correspondía a una realidad de otra Era, ya que Atlantis no más existe hoy, pues me contó una de las mujeres que más amé en mi vida, una descendiente de los atlantes, que por tres veces, a lo largo de miles de años, se fragmentó aquella enorme tierra, rodeada por el Océano Occidental, madre de muchas de las razas que hoy pueblan el resto del mundo, y que cada vez se hundieron grandes partes de ella en sólo una noche, bajo las aguas, arrastrando a millones de personas -explicó Hércules con gestos dramáticos-…Se había desarrollado allí una civilización antigua, refinadísima , que no eran dioses, sino gente como nosotros, pero mucho más alta -porque descendían de los antiguos gigantes-, era una civilización culta, poderosa e influyente, comandada por sabios emperadores-magos como Atlas, cuya estirpe venía de la Luna y de Venus. La última porción de aquel continente en desaparecer fué una isla, Poseidonis, que estaba frente a Oestrymnis, que es el litoral noroeste de la Nueva Iberia. -¿Y qué tiene eso que ver con Hermes?- preguntó Orfeo, medio perdido entre tantas historias míticas de un pasado que nadie recordaba.
 - Ahora llego a eso, camarada… cuando Maia-Celene desembarcó en Oestrymnis, huyendo del desastre de su patria sumergida, y empezó a transmitir la sabiduría de la Era de los Titanes, los rústicos habitantes de una de sus tribus, la del Lobo, que luego se llamó de los Selenos o Celenos en honor a ella, la acogieron con los brazos abiertos y la hicieron su Reina Loba. Por tanto, su hijo Hermes, Luh, “El Lobo de los Caminos”, como le llaman los oestrymnios, es el dios que mejor conoce las rutas que llevan al Extremo Occidente, ya que aquellas tierras son las de su madre, que están muy cerca de la entrada principal del Hades. También puedes tener la certeza de que es uno de los dioses que más escucha y complace a los mortales. Sin su ayuda me hubiera sido imposible encontrar el camino para descender hasta allí, ni siquiera se me hubieran abierto las puertas... Y parece ser que hay una puerta para cada tipo de hombre. Orfeo estaba impresionado por la certeza, seguridad y fluencia con que Hércules hablaba de aquellas cosas, como si hubiese vivenciado siglos de conocimientos profundos y ocultos a la mayoría de los mortales, desde la última vez que se relacionaran. -...Bajar con Hermes a los Infiernos para liberar al héroe Teseo, con la benevolencia de Perséfone –siguió contando Hércules sobre su propia aventura-, fue el último trabajo que me vi obligado a hacer para aquel miserable tirano de Tirinto, que no te quiso recibir porque odia hasta que le hablen de mí, a pesar de que le serví con la mayor fidelidad y paciencia, ya que, para compensar mis errores, acepté ante mis dioses protectores la penitencia de esclavizarme a él durante doce años... ¡Doce de los trece años que hacía que no nos veíamos, Orfeo! ¡Se dice pronto, hermano! ... ¡Padecí voluntariamente doce años de servidumbre total, para que me perdonaran los dioses por una tragedia espantosa, provocada por mi locura, de la que ya no quiero ni acordarme – luego rió a carcajadas con aquel vozarrón de hijo del Trueno-. ¡Lo hubieras visto...! Euristeo salió corriendo y se escondió, meándose de miedo, en una tinaja de aceite, cuando llevé ante su propio trono un monstruo ciego y blanco encadenado, que saqué del Lago de los Infiernos y que todos tomaron por el Cancerbero. -Sin embargo, amigo mío –siguió, frunciendo el ceño-, cumplir con mis doce trabajos, pasando por tantas terribles pruebas, penitencias y compensaciones, no me devolvió del todo la libertad, como yo esperaba, ya que hay algo en mi explosivo carácter y en mi manera de ser que hace que se me tuerzan las cosas, a pesar de mis logros... –su expresión se hizo sombría- …ni puedo contarte las barbaridades que ya hice y las que sigo haciendo en cuanto me dejo llevar por la precipitación, que parece tener una vibración semejante a la de la rabia…. hay algo en mí, debe ser la sangre de los antiguos titanes, que todavía me empuja a la acción desmedida, a hablar de más y demasiado fuerte, a los movimientos bruscos y al exceso; a la falta de paciencia y delicadeza, en suma, lo cual acaba haciéndome cometer errores tremendos, trágicos, de los que después me siento tan culpable que quisiera purificarme ardiendo vivo en una hoguera… Y en cuanto a las relaciones con los demás, mi brillo, de primeras, atrae, pero igual que el del sol, al cabo de poco tiempo comienza a molestar a chocar, a provocar, produciendo envidias, celos y enemistades. Le pedí al padre Zeus en mis oraciones que me liberara, no sólo por fuera, sino también por dentro. Le pedí que me enseñara a tener un poco más de dominio sobre mi propio temperamento y mis potencias, para salir de una vez de esta larga serie de repeticiones de los mismos errores, condicionamientos, vicios... y se me apareció en el sueño.
     -¿Se te apareció? -Orfeo ni lo dudaba, todo el mundo decía que la extraordinaria fuerza de Hércules se debía a que era hijo del propio Zeus.
     -Se me apareció en un sueño –reconfirmó con sencillez-, lo percibí tan claro y tan tangible como te estoy percibiendo a ti, y con él estaba también Pontia, por eso me encuentro aquí ahora.
     -No sé de cual Pontia hablas, Hércules.
     -Ese era el nombre que le daban a la Gran Diosa Madre los cultos y poderosos cretenses, Orfeo, además de todos los antiguos habitantes de las tierras pelasgas a la orilla de este mar a quienes ellos influenciaban, antes de que decayese el imperio de Minos y de que los padres de los actuales griegos, mis antepasados, se atreviesen a conquistarlo.
     -En mi sueño, la Diosa, que iba vestida de una manera majestuosamente exótica y muy lujosa, tal como una emperatriz –siguió contando-... sacó de mi pecho dos serpientes, una roja, grande, y otra azul, mucho más pequeña. Usando gestos como de danzarina, hizo un amasijo con ellas en sus manos y las convirtió en una sola, del color y la contextura del fuego. Después provocó también que apareciese a mis pies, modelándose mágicamente sobre la arena, un gran laberinto en forma de ocho, que parecía el signo del infinito. Metió en él a mi serpiente y la dejó que recorriera sus muchas y complicadas espirales, hasta que llegó de nuevo al punto por donde había entrado.
     Ahí pude ver –continuó el coloso- que, durante su deslizarse por los intrincados corredores le habían ido creciendo unas alas y que la serpiente era ahora un bello dragón, con todos los colores del iris en su piel, aunque casi transparente. Voló hacia mí y se fundió conmigo, con lo que me sentí mucho más lúcido y sereno.
      La Diosa desapareció sonriendo, pero Zeus me señaló el laberinto y yo entendí muy bien que tenía que venir a aprender algo de él a Creta, donde ya había estado antes, en uno de mis trabajos... Y aquí estoy, Orfeo, parado y de retiro desde hace algún tiempo, estudiando esta increíble obra de los antiguos y meditando, lo cual es excepcional en mí, pues tú sabes que normalmente soy pura acción y movimiento.- Hércules llevó después a Orfeo a recorrer las vastas ruinas de lo que había sido el palacio del rey Minos en Knossos, un laberinto aparente en sí mismo, de innumerables aposentos individuales, familiares y comunitarios en varios pisos, patios, claustros y sótanos adosados de una manera aparentemente anárquica a partir de una plaza central. Luego le hizo fijarse en la gran explanada frente al palacio, donde se hallaba, dibujado sobre el suelo con mosaicos de loza esmaltada, el verdadero laberinto: una amplia pista con un diseño curvilíneo que servía para guiar a las sacerdotisas que tomaban parte en las danzas sagradas rituales, acrobáticas, eróticas o astronómicas, de los solsticios y equinoccios. Tras responder a todas las preguntas que quiso hacerle Orfeo, el coloso hizo notar a su antiguo compañero de la selecta escuela de Quirón la armonía matemática y geométrica de la estructura en espirales circunscritas y conectadas del laberinto, que había estado observando muy detenidamente. Luego le contó que el Mensajero de Zeus se le presentara días atrás, acompañado de Atenea, en otro sueño:
     -Presta atención, camarada Orfeo, porque las imágenes de este segundo sueño parecen complicadas, aunque no lo son: me dijo la diosa de ojos de lechuza que somos pura energía y que la historia pasada y las aspiraciones de futuro de la vida y del destino de cada ser humano pueden describirse como un sendero-laberinto que organizase el fluir de la energía-consciencia generada por nuestras experiencias a lo largo de ciclos de siete.
     -Por qué siete, precisamente? –se extrañó el bardo.
     -Hermes y Atenea contaron que el Dios Creador Incognoscible, que no es nada que se parezca a nosotros, sino un distribuidor universal de la energía de la Vida, había creado el mundo como Logos Padre Universal, con siete rayos de Su Luz. Cada rayo es un color del Iris, una vibración, un manojo de cualidades, desafíos y potencialidades, un curso de la Escuela Humana del Desarrollo Evolutivo. Cada manifestación del Ser Inmanifestado sobre este mundo, es su propia manifestación como Logos Hijo, ya que emana de sí todas las criaturas en siete Niveles, desde los más sutiles y conscientes hasta los más densos e inconscientes. En el Quinto Nivel, que es el Humano, estas emanaciones del Ser que somos llegamos, por fin, a poseer la Luz de auto-consciencia de Su Espíritu, al tiempo que nos encontramos revestidos de todos los cuerpos elementales pertenecientes al mundo de la eterna materia gestadora de formas, eso que constituye Su Aspecto Madre Universal, forma femenina de Su Espíritu Santo Creador, el Tercer Logos.- Orfeo jamás hubiese imaginado, cuando convivió con Hércules a bordo de la galera de Argos, que en trece años, Hércules pudiese llegar a pensar y expresarse en un lenguaje tan elevado, que hasta costaba seguirlo.
     -Mientras dura una Manifestación del Creador sobre este mundo –siguió el coloso-, la pequeña parte de Sí que se humaniza, evoluciona durante millones de años a través de siete Razas Conscienciales, creadas a partir de los siete Demiurgos, o Dioses Planetarios que representan la energía de cada Rayo. Uno de ellos, por ejemplo, es el propio Hermes, que se me mostró en mi sueño como la energía particular que emite el planeta Mercurio. Llegados a la Tierra, esos Rayos de la Luz Logoica se vuelven Fuegos Creadores de distintos grados, aquellos que en Samotracia se llaman los Kabiros y en otros lugares, Dioses Lares o Manes, porque cada Kabir se convierte en un Mane o Manú, o sea, en el ser espiritual que sostiene las condiciones para la creación de un lar, o sea de un hogar, para la incubación y la gestación de una nueva Raza.
      El Manú conforma esa nueva Raza de Consciencia, o Raza Raíz Monádica, escogiendo a los espíritus más evolucionados de las Razas Anteriores, siempre para mejorar lo ya existente, entre los discípulos de las Escuelas de Luz que la Jerarquía de los Seres Divinos va creando en distintas regiones, regiones de gran fuerza telúrica, ligadas a Centros Intraterrenos, Intraoceánicos o Suprafísicos, desde donde se irradian para el planeta las nuevas energías renovadoras y definitorias de cada ciclo.- Orfeo estaba poniendo cara de que el tema era demasiado denso y complicado para entenderlo, pero Hércules lo percibió, mudó el tono y siguió refiriéndolo a cosas, personas y lugares que el bardo conocía:
     -Recuerda, viejo compañero, la escuela de Héroes del Monte Pelión, dirigida por el centauro Quirón, donde nos conocimos… era una de esas Escuelas de Luz. Samotracia, Eleusis, Menfis y Sais de Egipto, son otras, como lo fue el Cáucaso para nuestros antepasados griegos o tracios o, mucho antes, el centro de Asia, para nuestros comunes ancestrales Arianos. Ese lugar que te estoy indicando para tu entrada en los Infiernos, fíjate bien, el litoral del extremo noroeste de Iberia, es otro vórtice de atracción de pioneros evolutivos que algún día superarán las barreras de lo desconocido, extenderán el mundo a nuevos ámbitos y harán de él una sola nación. Por otra parte, el Microcosmos es un reflejo del Macrocosmos, Orfeo, cada siete años todo lo que somos muda completamente, hasta la más pequeña célula.
     …El Guía de los Caminantes, Hermes, dibujó en mi sueño el mismo laberinto que había diseñado la Diosa Madre sobre la arena de una playa, pero esta vez no era plano, -siguió contando para un Orfeo que ahora estaba más atento-, sino que le fue dando alturas diversas a sus senderos espirales. Cada media espiral significaba un ciclo de siete años de mi vida. Fue modelando más altas o más bajas las curvas de nivel de cada sendero de media espiral. ¿Y sabes con qué criterio?
     -No tengo ni idea -repuso Orfeo, abrumado por tanta erudición inesperada.
     -Pues modelaba más altas o más bajas las curvas de nivel de cada sendero de media espiral según la intensidad, mayor o menor, con la que viví los momentos experienciales más sentidos de cada ciclo. ¿Me sigues?- El bardo se sintió a sí mismo como despertando, claro que le seguía ahora, la imaginación de Orfeo era una imaginación de artista. La intensidad vivencial, y no la cantidad de años vividos, era la clave de la vida tanto como la clave del mejor arte. En una súbita intuición creativa, tradujo a ciclos musicales las observaciones que la pura Inteligencia del gran Zeus, su hija Atenea, había inspirado a su hijo mortal como método de reflexión y guía sobre su camino evolutivo. Al traducirlo, el bardo obtuvo la estructura y los tiempos de una compleja composición melódica.
     -Cuando acabó de modelar mis ciclos ya vividos –siguió contando Hércules, sin percibir el enorme impacto que estaba causando lo que contaba sobre la creatividad de Orfeo-, Hermes me dijo que me faltaban por vivir los últimos ciclos de mi laberinto y que era cosa mía decidir si yo quería que se fueran conformando, a medida que los vivía, en subidas y bajadas extremas, como las que han sido mi tónica y mi ritmo personal hasta ahora...
     ... O si prefería modelarlos yo mismo previamente, como quien traza el proyecto de una ascensión paulatina, que me llevará conseguir una serie de objetivos prioritarios, a lo largo de mis próximos posibles ciclos.- Orfeo sonrió y se acordó de su propio padre, el rey Eagro, quien hubiera hablado -lo mismo que Zeus a través de su mensajero- de la importancia de tener claro un “plan personal de futuro en la vida” y de centrarse, como prioridad, en cumplirlo. Sí, todos los padres acababan siendo el mismo padre.
     -Además -continuó Hércules-, Atenea añadió que, como yo no sabía cuánto tiempo iba a vivir todavía, era recomendable que hiciese una buena selección entre mis objetivos, para tratar de dedicar todas mis energías a alcanzar en el próximo ciclo el objetivo que de mayor importancia considerara, y no dejarlo para un ciclo futuro, que no sabía si llegaría.
     -Por último -remató-, Hermes me hizo comprender que debería contemplar la propia muerte de mi existencia física como un último ciclo de mi laberinto; y que también podía modelar previamente esa etapa como una suave y larga bajada del sendero, tal como a muchos hombres les gustaría vivir su ancianidad... o, si lo prefería, trazar un rápido y vertical salto hasta el comienzo del próximo laberinto.-
     -¿Del próximo laberinto? -repitió Orfeo sin comprender.
     -Sí, del próximo, porque el laberinto es una forma que se repite a sí misma, como las octavas que consigue tu lira, a través de todas las dimensiones, hasta el infinito; él mismo es el signo del Infinito; así que acabar una vida, que es una experiencia y un nuevo grado de aprendizaje de la consciencia del Ser Infinito sobre sí mismo, no significa más que pasar a continuar experimentando, en otro grado más elevado, sus infinitas potencialidades durante el siguiente ciclo de su Eternidad. Eso fue lo último que dijo Hermes.
     Atenea añadió, por su parte, que mi salto evolutivo sería un verdadero salto a lo más alto de mí si, en lugar de seguir intentando trazar por mi cuenta mis planos personales de vida en la ignorancia, renunciaba a la soberanía de mi libre albedrío y me entregaba incondicionalmente a ayudar a cumplir el Plan Evolutivo del Creador para este ciclo de toda la Humanidad… Si yo quisiese conseguirlo, tendría que dejar totalmente a un lado el instinto, el deseo, las sensaciones, la pasión, la emoción y el intelecto, y sólo guiarme por las intuiciones de mi Alma, intuiciones donde yo la encontraría siempre a Ella, a la Diosa de la Sabiduría, como segura guía y protectora. Luego desperté recordando cuanto te cuento muy claramente.
     -Impresionante -comentó el tracio, sinceramente admirado de la visión mística que aquel guerrerote había llegado a tener, a través de su intensa vivencia de las más arriesgadas aventuras y de su indudable conexión con las formas de dioses que le inspiraban. También él estaba viendo, cada vez con mayor claridad, la estructura musical septenaria y arquetípica, aplicable a miles de composiciones, que el relato de su amigo le había inspirado.
     -Ahora, si vienes conmigo, te llevaré a ver una cosa que he estado haciendo –convidó el guerrero. Orfeo le siguió y contornearon en dirección al mar las ciclópeas ruinas de la capital cretense, que habían sido terriblemente destruidas por el lado norte, como si un tifón hubiese derribado de un solo golpe todas sus piezas de piedra en dirección sur.
     -¿Qué es lo que ocurrió aquí, Hércules?
     -Pues parece que toda la amplia costa norte de Creta y sus ciudades, junto con la capital, Knossos, y el palacio-laberinto, y la inmensa flota cretense, que no tenía rival y dominaba los mares, fueron arrasadas por una nube de fuego y por un maremoto espantoso, cuando explotó el altísimo volcán de la isla de Thera, que estaba a pocas horas de navegación hacia el norte.
     -Eso debió ser un cataclismo terrible...
     -Imagínate: una explosión que se lleva todo el volcán y más de media isla por el aire, que produce una lluvia de fuego y una nube de vapor ardiente que se extiende alrededor a distancias enormes y que provoca que el mar se precipite en una sima profundísima que quedó al descubierto... fue terrible, no sólo aquí, sino en todos los litorales circundantes, Citera, Kerme, Tirinto... hasta en los de Egipto y Lidia...
      Y ahí se acabó de golpe todo el esplendor de dos mil años de refinada civilización matriarcal cretense para siempre –siguió Hércules haciendo un gesto hacia las ruinas-. Sin ninguna escuadra fuerte que les protegiese, ya que lo que quedó de ella fue incendiada por los sicilianos, y en sólo cincuenta años, mis abuelos, los griegos jonios y eolios, que eran unos brutos comparados con ellos, gentes que apenas lograban preservar su independencia y que no sabían casi nada de mar, invadieron todos los territorios continentales e insulares de la dinastía Minos hasta que, finalmente, se las arreglaron para saltar a Creta y conquistaron, saquearon e incendiaron su rica y famosa capital.-


26- EL LABERINTO CRETENSE

Así conversando, fueron bajando hasta una pequeña playa solitaria donde Hércules había estado modelando sobre la arena su propio laberinto personal, el que representaba los ciclos ya vividos y aún no vividos de su vida, siguiendo la misma planta del plano minoico, pero elevando o descendiendo en tres dimensiones los senderos, según la intensidad con que había vivido cada parte de cada ciclo.
     -Estás hecho un artista, Hércules -le felicitó sinceramente el tracio, que tampoco le conocía su faceta constructiva. En verdad, la mayoría de la gente creía que no se trataba más que de un forzudo sin seso y acerca de su fuerza y de sus innumerables hijos, todos varones, versaban sus leyendas. Mas Orfeo sabía que, aparte de sus últimas experiencias, Hércules había tenido una esmeradísima educación, tanto en Tebas como, sobre todo, en el monte Pelión, junto a aquel maestro de maestros que el centauro Quirón era. El laberinto le había quedado muy atractivo, parecía un jardín de arena en distintas alturas. Medía unos veinticuatro pasos de largo por doce de ancho.
     -Ésto es sólo un ejemplo más de cómo un rudo griego puede aprender de la antigua sabiduría cretense... -dijo él sonriendo-. Tuve que reconstruirlo, porque los muchachos de la vecindad me lo arrasaron a los tres días de terminar su estructura. Eso me obligó a llamar a sus padres, poner cara de aqueo invasor y amenazarles con que yo también podría arrasar algunas de sus cosas si no contenían un poco a sus hijos y les enseñaban respeto. Ahora nadie viene por aquí y me dejan en paz. Orfeo sonrió también. Podía imaginarse el terror de los pobres vecinos cuando vieron llegar al coloso enfadado. Hércules no necesitaba hablar demasiado fuerte para meter miedo a cualquiera.
     -¿Ves? -dijo a Orfeo- A este tamaño puedo verlo perfectamente en su totalidad y en tres dimensiones, mucho mejor que tener que imaginármelo sobre las ruinas, a partir de la planitud del mosaico, como estuve haciendo durante el primer mes.
      Aquí empieza el sendero laberíntico, abajo del todo, y luego va subiendo a medida que voy tomando consciencia del mundo al que acababa de llegar, primera infancia; y luego hay todos esos altibajos... adolescencia... Esta subida tan grande es la escuela del centauro Quirón, en la que tú y yo nos conocimos, y también conocimos a Jasón, y a tanta gente de primera categoría... Y esta otra subida es cuando conocí a mi primera esposa, Megara, y esas otras cuando tuvimos nuestros pobres hijos... Si hubieran podido vivir, sus propios laberintos personales podrían estar desarrollándose al lado del mío, como crecen los robles jóvenes al lado del viejo...- Orfeo se hizo cargo, con pena, del sentimiento de su amigo. La vengativa diosa Hera lo había enloquecido y su locura causó la muerte de sus hijos. Para purificarse, el Oráculo de Delfos le dio el consejo a él, al más fuerte y libre de los hombres, que se pusiese al servicio del despreciable tiranuelo Euristeo de Tirinto, durante doce terribles años.
     -Esta otra alta subida fue mi oportunidad de participar en la gloriosa expedición de los argonautas y esa tremenda bajada cuando mi oportunidad se frustró apenas llegar al Asia... ¿Ves desde aquí? -siguió Hércules dando una vuelta alrededor de la espira-. Estas ondulaciones en lo alto del laberinto que parecen una sierra son los doce trabajos que me ordenó realizar Euristeo, para perderme... ¡Las bajadas y subidas más grandes de mi vida, Orfeo, creo que estos trabajos me hicieron vivir doce vidas en una!
     -En verdad parece una sierra, pero de las de cortar madera –observó Orfeo, admirado-. Eres una persona de totales extremos, Hércules, no hay términos medios ni suaves subidas o bajadas, ni mucho menos llanos en los caminos de tu sendero vital, todo es un puro balance violento de un polo al polo contrario. Pocos, menos fuertes que tú, podrían resistir una vida así por más de treinta años.
     El coloso suspiró: –Pues para eso es este laberinto de la Diosa Pontia, amigo... para que uno pueda tomar consciencia del ritmo al que va por los ciclos de su vida... Yo nunca había percibido antes como se repiten y repiten las mismas vueltas cada determinado tiempo, como se desaprovechan, una y otra vez, las mismas oportunidades en cada giro preciso de nuestro caminar... pero ahora...
     -¿Ahora... qué?
     -Ahora ya no voy a caminar más a ciegas por la vida, dejándome llevar pasivamente por la pura reacción a la acción, Orfeo, dando bandazos y rebotes sin rumbo, como la pelota de un niño pequeño contra las paredes... ahora quiero tomar en mis manos, dentro de lo posible, las riendas de mi propio destino y calcular la jugada siguiente antes de jugar.
      -¿Y cómo vas a calcularla? –respondió el bardo tristemente- El futuro es imprevisible, somos juguetes en manos de dioses caprichosos o irresponsables... mira lo que ocurrió con el refinado imperio del linaje de Minos de Creta, mira lo que a mí me ocurrió con Eurídice... cuando más triunfantes nos sentíamos, cuantos más bellos planes de futuro teníamos, llega un ciego cataclismo natural, o llega una maldita cobra vengativa y destruye nuestros planes y nos convierte en un desierto seco...
     -No, mi amigo -dijo Hércules-, no es eso lo que yo he aprendido aquí... observa las sierras de ese laberinto, a tal acción, tal reacción. Y del mismo grado e intensidad. Los dioses no son tan caprichosos, hay unas leyes que ellos han de respetar, lo mismo que nosotros: la del balance, la de la compensación y la de la regeneración... Somos los arquitectos de nuestro propio futuro... si queremos recoger frutos en el verano, hemos de sembrar antes con esperanza, en el pudridero del otoño, pasando con serenidad por los aparentemente estériles tiempos del invierno, en los que se gesta la primavera, que al final siempre llega...
     -¿Y cómo piensas sembrar el futuro que deseas cosechar, Hércules? -preguntó Orfeo, nada convencido.
     -Antes de poder sembrarlo y después gestarlo y parirlo, creo que lo primero es saber exactamente lo que quiero conseguir en el próximo ciclo de mi vida, que siempre puede ser el último... y eso es lo que más estoy meditando en estos días sobre este meditadero que es este laberinto, Orfeo. Después de mis doce trabajos, la mayor parte de lo que constituyen los objetivos habituales de la humanidad común, me resbalan ya. Sí, sí, me resbalan, me dejan indiferente... Creo que lo único a lo que ahora merece la pena aspirar, colocando, por supuesto, para lograrlo, toda la propia carne en el asador, más toda mi atención mental constante, emociones, conexión espiritual y actuaciones, es... la inmortalidad.
     -¿La inmortalidad? –se asombró el tracio- ¿Conseguir librarte de la muerte? ¿…O estás hablando de conseguir fama duradera?
     -Fama duradera, creo que ya conseguí bastante, compañero, ya la vi convertirse en los cuentos más absurdos y llega. Basta. No me satisface más ese vivir o trabajar para dar brillo a un personaje ficticio. Ya circulan por toda parte leyendas de demasiados Hércules que nada tienen que ver conmigo.
     …Morir nunca me ha asustado y he expuesto mi vida a la muerte en tantas ocasiones que mi relación con ella ya se ha convertido ¡en un juego!... juego que algún día ella ganará, naturalmente –sonrió el forzudo-. Así que lo que significa Inmortalidad, para mí, es alcanzar en esta vida, o al traspasar la puerta de la muerte... eso que podría llamarse el estado divino.
     -Quiero decir –continuó, intentando explicarse mejor, al ver como el asombro de Orfeo aumentaba-, liberarme, de una vez por todas, de las limitaciones a las que está sujeta la ligación de nuestra consciencia a este cuerpo, sus compulsiones y sus necesidades, ligada a estas emociones tan reaccionarias y a esta mente tan cuadrada, en fin, ligada a todos estos cuerpos materiales que nos envuelven, tan efímeros, tan vulgares, tan superficiales y tan encadenados a la vida a ras de tierra y a la eterna repetición de los mismos mezquinos deseos y comportamientos egocéntricos.
     -Picas muy alto, amigo Hércules –respondió el bardo con admiración-... Yo no aspiro a tanto, me conformaría con la inmortalidad física, y no para mí, sino para Eurídice, y ni siquiera por demasiado tiempo: apenas el justo para que pudiésemos acabar de vivir juntos lo que nos quedase de juventud con cierto vigor... Y luego, puestos a pedir, pediría que muriésemos, también, juntos.
     -No sé quien pica más alto en sus aspiraciones, Orfeo, si tú o yo. Deseo de corazón que consigas lo que quieres y creo que si existe alguna llave que abra todas las puertas del Universo, esa debe ser la llave del amor... aunque presiento que el amor debe tener dimensiones más sublimes que la de la compañera, los amigos, los hijos… incluso que la de la propia patria o raza. Yo he vivido mi vida a plena intensidad, camarada, no le temo a ningún dios, confío en que siempre habrá otros dioses, menos temibles y más amorosos, que me ayudarán y creo que el hombre, cualquier hombre, lleva también dentro la semilla de un dios.
     -Eso es lo que nos contaban en Samotracia, Monte Pelión, Eleusis y Sais, hermano Hércules. Iniciaciones no nos faltaron… –dijo amargamente el bardo-… pero una cosa es la teoría iniciática y otra vivir la teoría sobre este mundo tan poco divino
     -Es que me está pareciendo, amigo mío -siguió Hércules-, que el único sentido de esta vida nuestra en este mundo tan poco divino, como tú lo llamas, es sólo proporcionarle a nuestro anhelo de divinidad estímulos y oportunidades para que se desarrolle... Y todo guerrero sabe que le llegarán mayores oportunidades cuanto más altas y aparentemente imposibles sean sus aspiraciones y sus dificultades, porque convertirse en un dios significa dejar de amilanarse ante lo aparentemente imposible, o ante lo que parece demasiado alto... “A mayor campeón, mayor desafío”, nos decía Quirón ¿Te acuerdas?... Pues claro que esas pretensiones significan, también, tener que afrontar mayores pruebas, mayores trabajos...
     Yo he hecho, en verdad, casi todo lo que he querido durante mi corta y larguísima vida, acepté y cumplí los retos y misiones más arduas y escabrosas... y también he pagado muy caro por ello -continuó melancólicamente el coloso-. Este mundo está bien sujeto a la ley de la compensación. No, no me sentiría muy triste ni echaría nada de menos si tuviera que morir ahora mismo, porque ya he vivido mucho de lo que este plano puede ofrecer a un hombre. Lo que me molestaría es que todo cuanto he vivido no sirviera para ayudar a construir un mundo mejor ni para ayudarme a acceder a otro plano superior de la existencia.
     …Pero jamás dudo de que si el padre Zeus, a quien considero mi Yo Superior, es algo, compañero, ese algo es la Justicia Divina, y el resto de los dioses son apenas los primeros ramalazos de las ondas de Sus líneas de pensamiento, en las que esa justicia, hecha de amor, firmeza y equilibrio, se manifiesta a través de todos los hilos del tapiz mental del Ser en el cosmos. Creo que tú y yo, y toda la gente y el mundo que conocemos, somos apenas puntos de uno de esos hilos, que se agitan al agitarse el tapiz todo con la pulsación de la más ligera expresión de la Vida Mayor.
     ...Y ante la magnitud de esa Alta Justicia Impersonal –terminó Hércules-, creo que el acto más inteligente y valeroso que puede realizar un guerrero es rendirse a Ella, Orfeo, aceptar que todo cuanto ocurre en su vida es el resultado y la cosecha de cuanto nuestra concentrada atención sembró anteriormente para nosotros mismos. Por tanto, parece razonable renunciar a seguir sembrando para uno mismo y a cualquier plano y proyecto personal y entregarse al Plan Divino, rogándole a su Ideador que nos permita entender de qué manera debemos servirle.


27- LA CANCIÓN DE EURÍDICE

Orfeo se pasó buena parte de aquella noche cretense sopesando las conclusiones de la rápida e intensísima evolución de su antiguo compañero argonauta, que ahora parecía un viejo sabio en el cuerpo de un rudo titán, y pensando como cada hombre tiene el tamaño de sus sueños. Entretanto, no paraba de trabajar con los acordes de su lira la estructura septenaria básica descubierta en el laberinto, obteniendo así, poco a poco, la forma y los tiempos de una compleja composición musical (que reúne en su primera parte la energía suficiente para dar un salto cuántico hacia una octava superior en la segunda, tal como el salto que Hércules quería dar hacia la inmortalidad). Sobre ella, empezó a colocar los sentimientos y los aprendizajes de su propia búsqueda, usando como eslabón básico de la melodía el sonoro nombre de Eurídice (de ocho letras con un intenso acento ascendente en el medio), lo cual, más adelante se iría convirtiendo en su "Canción Occidental”.




PARTE SEGUNDA:
EL LARGO PERIPLO

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