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REGRESO A TRACIA
Hay
muchas versiones sobre el final de la historia de Orfeo, tras su salida de los
Infiernos. La mayoría de los bardos dicen que se quedó muchos días como
petrificado sobre la playa del Fin del Mundo, sin querer comer ni beber,
deseando tan sólo morir para regresar al Hades con Eurídice.
Pero
Hades no volvió a abrirle las puertas, ni quiso que las Parcas cortasen el hilo
de su vida antes de la fecha marcada en su destino... tal vez decidió que el
mejor castigo por haber dudado de su palabra, de su amada y de sí mismo en el
último momento, sería hacerle rumiar solo, en el mundo de los vivos, la
vergüenza y el dolor de su fracaso durante algunos años más.
La
aventura de cruzar de nuevo hacia atrás el Camino de las Estrellas hasta los
Pirineos y después todo el Mediterráneo hasta el Egeo debería, sin duda, valer
la pena de ser escuchada, pero ningún vate la contó, que nosotros sepamos.
El
caso es que se dice que un día lo vieron reaparecer por Tracia, su país,
todavía conservando cierto encanto, pero con los cabellos agrisados y con los
sufrimientos pasados marcados en su rostro. Llevaba consigo su lira y le
acompañaba un muchachito rubio y de ojos azules algo retrasado, con el pelo muy
corto, que nadie sabía si era un hijo suyo, aunque lo trataba cariñosamente
como tal, o un huérfano vagabundo de pocas luces, hallado por los caminos, del
que se apiadó.
Orfeo
pudo percibir, entonces, la gran cantidad de tiempo que había invertido en su
búsqueda, al informarse de la actualidad y al contemplar los enormes cambios
producidos entretanto en su país.
Mientras
él juraría que no pasó más que un par de noches en la otra dimensión, casi toda
una generación había transcurrido sobre la tierra, y con ella pasaron también
para siempre muchas de las personas por él conocidas en su juventud: sus padres
no estaban más en este mundo, ni muchos de sus otros familiares y amigos, como
pronto se fue enterando.
Su
hermano reinaba y el pueblo no parecía estar demasiado satisfecho con él, ya
que, según oyó, aunque había comenzado muy bien, ahora los gravaba con
impuestos impopulares y con una militarización y un control excesivos.
El bardo dejó sus cosas con el muchacho en una
venta y subió solo a palacio, a saludar al rey y a los parientes que le
quedaban, que se pusieron muy contentos de verle y le brindaron su mejor
acogida.
Tomando
juntos los alimentos y las bebidas de la hospitalidad, se enteró de que el
antiguo matriarcado ya había sido derrocado plenamente en toda Grecia (aún
resistía algo en Tracia, aunque la madre de Eurídice, ya había dejado el mundo
y otra Alta Sacerdotisa la había sucedido) …y que los aqueos estaban preparando
una gran expedición contra Troya, la única competencia comercial fuerte que se
les oponía en el Egeo.
Tracia
estaba muy comprometida con su rey, Príamo, que había sucedido a Laomedonte,
por causa de los pactos jurados por su padre, el rey Eagro, y por el enlace de
su hermano con una orgullosa princesa troyana a la que no amaba.
El actual soberano tracio no tenía más
remedio, sin ganas, que entrenar a un gran contingente de tropas y que apretar
el cinturón al pueblo para acumular y reservar una gran partida del presupuesto
del estado, a fin de poder ayudar a la defensa de su rico aliado cuando se
produjese la inminente invasión del Helesponto.
Micenas
y Esparta instigaban a los demás helenos al conflicto, con vagos pretextos de
honor ofendido convertidos en romances por los vates. Nadie se los creía, desde
luego, porque estaba claro que lo que realmente les interesaba era controlar el
importante flujo de comercio que venía del Mar Negro (aquél que el rey Eagro
había despreciado en su día) y colonizar con griegos sus orillas.
A
Orfeo no le pareció extraño que algunos de los caudillos griegos jóvenes que se
proponían marchar contra Troya fueran hijos de sus antiguos compañeros
argonautas o de los reyes y príncipes amigos con los que se relacionó en el
pasado: el principal campeón con el que contaban los aqueos se llamaba Aquiles,
y era el único de sus siete hijos varones que el argonauta Peleo, príncipe de
Egina y actual soberano de Ptía, había conseguido arrebatar del sacrificio a su
esposa Tetis (la última suprema sacerdotisa pelasga que conservaba el título de
Hormiga-Reina de la Gran Diosa en Grecia). Contábase que sólo lo logró
agarrándolo rápidamente por el talón y tirando de él hacia la vida, cuando ya
el resto de su figura se estaba diluyendo en la dimensión de los inmortales.
Aquiles,
engreído, cruel y prepotente, preparaba para la invasión a los hombres-hormiga,
los disciplinados guerreros mirmidones con los que sus padres habían
conquistado Yolcos.
Aquel
hijo adoptivo de Laertes de Ítaca que él había conocido como un niño, casi
parecía que hubiese sido ayer, Odiseo, que usaba con acierto un arco más grande
que él, ya estaba casado con una princesa cefalonia, Penélope, y tenía fama de
ser un rey más astuto que su padre biológico, el famoso Sísifo de Éfyra.
También
Néstor de Pylos, aunque decían que ya se veía mayor, formaba parte de la
alianza antitroyana. Junto con Diomedes de Argos y los fillos de Telamón de
Salamina, Áyax el Grande y el famoso arquero Teucro, engendrado en una princesa
cautivada a sus enemigos.
Lo
que sí sorprendió tristemente al bardo y le hizo darse cuenta de lo rápido que
había transcurrido el tiempo mientras él se encontraba en el remoto Occidente,
fue enterarse de las muertes de dos queridos camaradas:
El
primero, el comandante de los argonautas, Jasón. Tras haber renunciado al trono
de Yolcos, reinó en Éfyra-Corinto, el reino heredado por su esposa, la
hechicera colquídea Medea. Tuvo cinco hijos y fue feliz con ella hasta que la
maga se empeñó en conseguir la inmortalidad para los dos últimos, mediante los
clásicos procedimientos matriarcales.
Eso
causó un grave conflicto entre ambos, provocando que dejasen de cohabitar
juntos y que Jasón, al cabo de un tiempo, se pusiera a considerar la
proposición del rey vecino, Creonte de Asopia, un patriarcalista típico, que le
ofrecía casarse con su hija Auge para unir ambos reinos, sin preocuparse de
pensar siquiera que Medea pudiera no estar de acuerdo.
Jasón
decidió tentar una vez más a la fortuna: se divorció de Medea y, a pesar de que
su derecho al trono sólo venía de ella, se dispuso a casarse con Auge sin
renunciar a la rica corona de Corinto. La hechicera, profundamente ofendida,
simuló resignarse y someterse, pero sólo para que Auge aceptase, como regalo de
bodas, un bello camisón nupcial tejido por sus manos. En cuanto se lo puso, el
hechizo que contenía consumió en llamas a Auge, quemó a su padre, a todo el
palacio y barrios vecinos e incluso a los dos hijos mayores que había tenido
Jasón de Medea.
Jasón
logró salvarse y salvar a su tercer hijo saltando con él por una ventana, pero
los habitantes de Corinto se quisieron vengar del devastador incendio yendo con
palos y hachas a por Medea, que consiguió huir. Aunque, en medio del tumulto,
mientras los corintios luchaban contra su guardia y sirvientes, mataron sin
querer a los otros dos hijos suyos con Jasón, los más jóvenes, precisamente,
aquellos que ella destinaba a la Diosa.
Medea,
tras algunos intentos infuctuosos de recuperar Corinto, donde nadie la quería,
acabó regresando a su Cólquide natal. Allí, por medio de otras intrigas no
menos brujiles y enrevesadas, arrebató el trono a su tío y se casó con el rey
de Mosquia, uniendo ambos países bajo su mando hasta ahora.
Jasón,
loco de dolor por la muerte de sus cuatro hijos, perdió el deseo de alimentarse
o asearse y se dejó invadir por una depresiva amargura. Abandonó su palacio y
descendió al santuario de Poseidón de la playa, ante el cual había mandado
varar el gran trofeo de su vida, el navío “Argo,” con el que un día partiera en
busca del Vellocino de Oro.
Bajo
su proa se quedó sentado, recordando su juventud, meditando sobre lo efímero de
la gloria y los triunfos humanos, mientras comparaba tristemente los antiguos
tiempos con los actuales, en los que todo su ánimo y su vitalidad parecían
descomponerse tanto como la madera del “Argo,” que ya se veía llena de carcoma.
Nadie podía escapar, por muy altas empresas que lograra coronar, al último
fracaso: el que llega para todos de la mano de la vejez y de la muerte. Más
alta la ascensión, más profunda la caída.
Se
dice que Poseidón, su protector, apiadado de su imparable dolor, decidió
librarlo de él antes de que la pena de sí mismo envileciera su alma de héroe, y
envió un golpe de viento marino que, aún no siendo muy fuerte, provocó que el
carcomido mascarón de proa de la galera se desgajara definitivamente y cayera
sobre el cráneo de Jasón, matándolo de inmediato.
El
otro compañero de Orfeo muerto era nada menos que Hércules: Innúmeras leyendas
contaban que el coloso había participado en docenas de guerras y en un sin fin
de combates individuales, tras haber tenido incontables hijos, todos varones,
de incontables mujeres a las que no había logrado amar ni la mitad que a
Pyrene.
Pero
un día se apasionó por una princesa hermosísima que conducía su propio carro en
la guerra como Atenea, Deyanira (secretamente hija de Dionisio con Altea,
esposa del rey Eneo de Calidón). Tenía muchos pretendientes, aunque todos,
menos uno, se salieron de en medio en cuanto Hércules lanzó su reto.
Finalmente, el coloso tuvo que luchar contra el temible Aqueloo para ganar la
mano de la princesa y lo venció.
Celebrando
la victoria, se casaron y vivieron muchas noches de ardientes fusiones. Jugando
juntos el más bello de los juegos, Hércules engendró en ella varios hijos y a
su única hija, Macaria, que era la luz de sus ojos. El errante guerrero se
había convertido en un feliz padre de familia, todo miel y dulzura.
Pero
seguía sin saber controlar su fuerza y provocando muertes de inocentes sin
querer, por causa de ello.
Así que se vio obligado a exiliarse de Calidón
durante un año para purificarse. Su amante esposa decidió renunciar
temporalmente a las comodidades palaciegas que correspondían a su rango y,
llevando a su niña en brazos como la mujer de un vagabundo, se unió a su
destino y a su destierro.
Cada
vez más, Hércules rogaba a los dioses que le liberasen de su ego a fin de
detener la rueda de desoladoras repeticiones en su vida. Sentía que precisaba
crear un vacío para que algo verdaderamente nuevo llegara a ella.
Una
mañana, los tres se encontraron en la necesidad de cruzar el río Eveno, que
bajaba torrencial y desbordado por las lluvias. El hombre-centauro Neso, que
era muy fuerte, se hallaba en la orilla ayudando a cruzar sobre sus brazos a
quienes le contrataban.
Hércules
quiso ocuparse personalmente de cruzar a su hijita y encomendó a Neso que
llevara a Deyanira.
Pero
en cuanto el centauro tuvo a aquella beldad turbadora entre sus brazos, se
volvió loco de lujuria, se demoró a propósito en entrar en la corriente y,
cuando el coloso ya estaba casi llegando a la otra orilla, echó a correr con
ella hacia el bosque en dirección contraria, con la intención de violarla.
Deyanira
gritó y Hércules, sin soltar a su hija, consiguió llegar a tierra, puso
rápidamente una de sus flechas en el arco y la lanzó con su mejor puntería
desde gran distancia, alcanzando al centauro en la espalda.
La
herida no era mortal y Neso aún pudo correr un buen trecho bosque adentro, pero
la flecha estaba envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna y el centauro
sintió que toda la suya se le quemaba por dentro.
Antes
de expirar y de que su matador apareciera al rescate de su esposa, pidió
ahogadamente perdón a Deyanira, confesando que su belleza le había hecho perder
la cabeza y ofreciéndole, para compensarla, un talismán mágico: le dijo que si
guardaba algo de su sangre en la pequeña calabaza de viaje que llevaba para
beber, la mezclaba con el agua con que lavaba las camisas de su esposo y
conseguía que Hércules se la pusiera, también él perdería la cabeza por ella y
nunca jamás volvería a mirar a otra mujer.
Deyanira,
cuyo tormento principal, a pesar de toda su inteligencia, valor y encanto, eran
los irrefrenables celos que sentía cada vez que su coloso era admirado por
otras mujeres, guardó un poco de aquella sangre, la mezcló con el agua al lavar
la camisa preferida de Hércules, la bordó bellamente y, en cuanto tuvo el
primer motivo de desconfianza, se la ofreció a su marido como un regalo de amor
que ella adornara con sus propias manos, en agradecimiento por haberla
rescatado del centauro.
Hércules
se disponía en ese momento a realizar un sentido sacrificio a los dioses en la
cumbre del monte Eta, para que le perdonaran las limitaciones de su carácter y
le ayudaran a canalizarlas constructivamente. Se acordó, justo en aquel
momento, de las últimas palabras de su maestro, el centauro Quirón, antes de
tomar la decisión de abandonar voluntariamente este mundo: “No estés triste,
amigo mío, demasiado tiempo he prolongado mi vivencia en este plano. Pero llega
un día en el que hay que renunciar a los apegos y atreverse a sacrificar la
inmortalidad del yo, para poder descubrir la inmortalidad de la Vida”
Sobre
un altar de piedra, el coloso había preparado un gran montón de leña; acercó
las víctimas, se lavó de manera ritual y preparó su camisa limpia. En cuanto se
la puso, la ponzoñosa sangre de la hidra de Lerna (que mezclada con la de Neso,
contaminaba, aunque invisible, las fibras del tejido), al juntarse con el sudor
del héroe, penetró los poros de su piel y ulceró inmediatamente toda la
superficie de su carne, produciéndole una quemazón terrible. Intentó arrancarse
la camisa, consiguiendo tan sólo que grandes pedazos de piel se desprendieran
con ella y que siguiera quemándose por dentro.
Al
final, no pudiendo soportarlo más, decidió imitar a su maestro Quirón y
renunciar voluntariamente a la vida con una muerte de guerrero: le prendió
fuego a la pira de leña y luego se tumbó sobre ella, pidiendo a los dioses su
purificación y su liberación total y definitiva.
El
monte Eta estuvo ardiendo durante varios días, igual que los Pirineos tras la
muerte de Pyrene. Deyanira, perseguida sin tregua por las furias del
remordimiento, acabó ahorcándose. Los sacerdotes de Zeus, Atenea y Apolo
aseguraban que, tras su muerte física, el coloso había alcanzado por fin un sitio
entre las almas inmortales y que ahora era el guardián del Olimpo, no
permitiendo el acceso a las dimensiones más elevadas a ningún espíritu que no
se hubiera esforzado tanto como él por superar las limitaciones que lleva
consigo la personalidad humana.
Tras
escuchar estos relatos, Orfeo sintió que era el último superviviente de una
intensa época ya pasada y juzgada por la Historia. No permaneció mucho más
tiempo con sus parientes ni quiso contar más que vaguedades superficiales
acerca de sus largas andanzas por el mundo. Tampoco se interesó por los cargos
que le proponía su hermano para que reanudase su vida en la corte, en un status
digno de su rango.
En
lugar de eso, anunció a los suyos que deseaba retirarse a vivir como ermitaño y
rogó que, si en verdad le querían, respetasen lo que había decidido sin
discutirlo. Les deseó de corazón que fuesen felices, salió del palacio y ese
mismo día siguió, con su joven compañero, el camino de la montaña.
Se
instalaron en una cueva del Rhodope, cerca de la que había un bosque de viejos
robles y castaños y una escarpada garganta rocosa por la que se despeñaba un
río hacia un túnel subterráneo con fragor. Protegieron, alzando un muro seco,
la parte de la entrada de la cueva más expuesta a los vientos dominantes,
aunque dejando que entrase toda la luz posible por arriba. No dejó Orfeo de
ornar la pared trasplantando a su base un rosal silvestre trepador, planta que
tenía para él mucha significación, lo que dio un toque femenino a aquella
rústica guarida de eremitas cuando subió por el muro y floreció.
Mientras
hacía buen tiempo cultivaban un pequeño huerto de espirales entrelazadas, que
sin embargo, sobraba para alimentarles y para ofrecer algo a los visitantes que
no dejaban de aparecer, atraídos por los maravillosos conciertos “en
agradecimiento a la vida y a sus dones,” que daba Orfeo a cada ocaso, sentado
delante de su cueva y mirando hacia el enrojecido Occidente, acompañado a veces
por el muchachito rubio, que, a pesar de ser casi mudo, no tocaba mal la
flauta.
Muchos
bardos se acabaron enterando de que el famoso Orfeo vivía retirado en el
Rhodope y fueron subiendo hasta allí para escucharle, para llevarle alguna
ofrenda de cosas que él no producía, como aceite, sal, fruta o ropas de abrigo,
para acompañarle a tocar al atardecer o para aprender de él, escuchando las
enseñanzas que el bardo había recogido en sus amplias andanzas por el mundo.
Orfeo
era muy afable y respondía con amabilidad a las expectativas de sus visitantes,
pero siempre esquivó el tema de su supuesto viaje a los Infiernos y, por
delicadeza, como veían que sólo mentarlo le afectaba, nadie se atrevía a
insistir.
Sin
embargo, no dejaba de entrar en temas filosóficos tales como la realidad del
ser y el problema de la vida y de la muerte, sobre todo si quien los sacaba a
colación era un iniciado en los misterios de Samotracia o Eleusis, o
simplemente alguien que deseaba peregrinar a aquellos santuarios.
Se dice que algunas de sus respuestas fueron
anotadas por varios jóvenes ávidos de conocimiento. Uno de ellos, llamado
Museo, era el que subía a dialogar con él con mayor frecuencia; otro, que no
quiso registrar su nombre, fue el compilador de las Notas Órficas que decidimos
colocar como apéndice al final de este libro y antes del GlosarioGeneral, para
orientar o instruir a aquellos lectores que tengan algo más que simple interés
literario.
91-
LOS AMIGOS DE ORFEO
A
pesar de lo que pudiese imaginar quien lea esas Notas, que, tal como fueron
recogidas, parecen afirmaciones o discursos teóricos que resumen para los
pensadores el sentido de muchos de sus cantos, cuentos, poemas, historias o
incluso conversaciones, Orfeo raramente categorizaba ni predicaba: más bien
ayudaba a su interlocutor a profundizar en la cuestión que le interesaba, de
manera que fuese él mismo el que plantease con la razón las preguntas y se
contestase con el sentimiento o la intuición las respuestas, dentro de lo
posible. Claro que, si se encontraba con un espíritu demasiado acorazado, no
tenía reparos en empujarle un poquito a asomar la cabeza.
-¿Por
qué intentas echar a otros la culpa de tus desdichas? -replicó una vez a un
muchacho deprimido que se quejaba de sus padres, de la gente y del mundo-. Todo
cuanto nos sucede es una consecuencia, nosotros mismos lo hemos provocado
anteriormente. Existe una justicia cósmica.
-Yo
no he hecho nada en mi pasado que se merezca el poco amor y atención que me han
dado –respondió el joven-. Y si me vas a hablar de vidas anteriores, eso no me
sirve, porque no puedo creer en esos cuentos de viejos y viejas.
-Si
no puedes creer en la acumulación de cargas negativas de vidas anteriores que
se proyectan en las siguientes, como circunstancias innatas a ser compensadas,
tampoco podrás creer que exista la justicia cósmica o divina.
-Tampoco
creo en los dioses ni en nada que no pueda comprobar personalmente… todo eso
continúan siendo cuentos de viejos y viejas bien aburridores, que ni quiero
escuchar más.
-Pues
si no crees que existan los dioses ni la justicia cósmica, tampoco puedes
esperar ni reclamar que exista justicia humana, ni que tú la merezcas. Desde
tus propios argumentos, simplemente, parece que no tuviste suerte en tu pasado,
pero tal vez la tengas en el futuro y tú seas el beneficiado por ella, y otro
el perjudicado por el ciego azar.
-No
me perjudicó el ciego azar, me perjudicaron mis padres y mis maestros, que me
dejaron resentido porque no correspondieron a lo que yo esperaba de ellos, lo
cual me hizo infeliz para siempre.
-¿Crees
que vas a solucionar tus problemas si encuentras quien acepte responsabilizarse
por su origen?... Si es así, yo mismo me responsabilizo, en nombre de tus
padres, de tus semejantes y de los dioses- dijo Orfeo adoptando la posición del
suplicante-. Me arrodillo ante ti. Yo tengo la culpa de cuanto te pasa, hijo
maltratado de la Humanidad. Como Humanidad te suplico, por favor, que me
perdones. Mis culpas se deben a mi ignorancia, mi inconsciencia y mi enorme
torpeza y egoísmo, además de a las circunstancias. Tú eres un ser puro a quien
he contaminado, traumatizado y victimado desconsideradamente, por estar
demasiado concentrado en mis propios asuntos, sin que te hayas merecido nada de
lo que sufriste. Pondré mucho cuidado en que jamás vuelva a ocurrir. Perdóname,
perdónanos, te lo suplico ¿...Te sientes más libre ahora?
-No
-respondió el joven-. Yo era un inocente y me traumatizaron. Todavía lo que los
demás me hicieron pesa tanto dentro de mí, que no encuentro el sentido a la
vida ni tengo ganas de vivir ni de decidirme a hacer nada.
-Y
puede que te continúe pesando toda tu vida, mientras le sigas concediendo tu
atención sentimental –dijo Orfeo-. Yo creo que nos ha tocado vivir aquello que
cada uno de nosotros había alimentado durante más tiempo en su sentir y aquello
que con mayor atención cultivó en su pensamiento.
-¿...Y
cómo puedo dejar de pensar en ello o de sentir rabia por ello?
-Sólo
conozco dos maneras –respondió Orfeo mientras recogía su lira-: una, puedes ir
hasta el final de tu rabia descargándola sobre un muñeco de paja con el que
representas a la gente que odias... golpéalo, grítale, insúltalo, véngate.
Destrúyelo, quémalo, arranca de tu interior todo ese resentimiento,
exteriorízalo, agótalo hasta que te liberes de él. El odio es una enfermedad
del sentimiento herido que, si no te la sacas de encima, te corromperá y te
destruirá; pero que, cuando la has sacado de ti por medio de la venganza, no te
produce otras compensaciones mejores que un simple desahogo emocional. ¿...Te
bastará con eso?
-No,
no. Yo quiero, además, otras compensaciones más tangibles, quiero que me paguen
por todo el tiempo que dejé de ser feliz, quiero que quien no me dio amor o
atención me suplique que se los acepte ahora, quiero recuperar toda la vida y
la riqueza perdida por culpa de ellos, quiero que me den lo que esperaba de
ellos y no obtuve -respondió el chico apasionadamente-, quiero que quien me
hizo infeliz, me haga feliz, me resuelva la vida.
-Entonces,
no te sirve la venganza -dijo Orfeo-. Tendrás que recurrir a la segunda manera.
-Y
cuál es?
-Perdonando
y perdonándote muchas veces... Y luego agradeciendo a la Vida, muchas veces
más, con sincera alegría, por haber tenido la suerte de vivir una experiencia
tan formativa como la de poder convertir tu resentimiento contra el mundo en
generosa comprensión de las limitaciones de todo tipo que hicieron posible tu
juego del vivir y que le dan todo su interés.
-¿Entendí
bien? ¿Estás diciendo que son las limitaciones las que le dan su interés a esta
vida mía? -protestó, indignado, el joven.
-¿A
ti te resulta muy apetecible –contestó el bardo sonriendo, mientras hacía sonar
a una sola cuerda en un único tono suave, monótono, continuo y repetido- vivir,
durante toda la eternidad, en un mundo puro de espíritus puros, donde cuanto te
rodea es perfecto, nada es disonante ni contrastante, no existe el riesgo y
jamás ocurre nada inesperado?
Cuando
llegaban a un punto en el que poco más se podía profundizar, ni con la razón ni
con la imaginación, Orfeo recurría al sentido del humor para aligerar tensiones
y luego tomaba su lira e improvisaba un poema cantado que recogía, en forma de
símbolos y metáforas, la esencia de cuanto se había exteriorizado.
Esa
manera sutil, aunque penetrante, de desarrollar toma de consciencia, hizo que
muchas personas, sobre todo muchachos y hasta adultos barbados que estaban
angustiados ante la perspectiva de tener que dejar el simple y seguro mundo de
la infancia y adolescencia para asumir las libertades y las responsabilidades
del adulto, viniesen a pedirle un poco de movimiento mental.
Era
un argumentador o consejero querido por los jóvenes, ya que no exigía
disciplina alguna que no saliese del propio convencimiento de la persona ni
despertaba en nadie sentimientos de culpa, se refería a las insuficiencias
humanas como a un material plástico que está ahí para que el artista lo moldee,
lo transmute o sublime o lo refine y sutilice, y estimulaba a desarrollar lo
que de mejor había en cada uno y ofrendarlo a los demás y a La Vida.
Toleraba
todas las bromas y parecía tan a gusto tratando con seriedad profundos temas
transcendentes como juntándose apenas un momento a quienes pasaban, después de
eso, a las canciones tradicionales, a los chistes y a las carcajadas, aunque
siempre sabía hacer con que todo el grupo se alinease de nuevo con su alma y
recuperase el aquí y ahora, la calidad, la altura, la ligazón con Apolo y las
Musas y la creatividad constructiva subsiguiente.
No
dudaba en absoluto, cuando llegaba el momento oportuno, en pedir a sus
visitantes, con una autoridad que emanaba de su sonrisa, un silencio, o una
oración, o que hicieran el favor de retirarse porque ya quería dormir o estar
solo, o porque tenía cosas que hacer.
-“¿Religión?
–decía- Eso es una cuestión individual y no colectiva. Religión significa
re-ligarse. Que cada uno busque, según sus gustos, la forma que más le motive
para encontrarse consigo mismo en sus planos más elevados o profundos y para
agradecerle a la vida sus continuos dones. La esencia de la vida, tal como la
siente cada uno, es el dios que contiene a todos los dioses”.-
-¿Verdad?
La Verdad Absoluta, como todos los Absolutos, forma parte del Misterio
Absoluto, es incognoscible para nosotros y, desde nuestra perspectiva, sólo
podemos captar y conocer las verdades relativas que corresponden al grado
evolutivo de nuestra propia consciencia. Conociéndolas, seremos honestos con
nosotros mismos desde el momento en que cada uno consiga ser coherente con su
propia Verdad y con los códigos de valores que de ella se derivan”.-
Era,
en suma, un maestro artista -aunque no le gustaba que le llamasen “maestro”- y
no un santón solemne, como tantos eremitas, y eso aumentaba su popularidad y el
número de sus visitantes. Tiempo más tarde los eruditos dijeron que en aquella
montaña empezó a desarrollarse la semilla informal de lo que luego sería la
prestigiosa Escuela Iniciática Órfica, que renovaría y actualizaría los
Misterios de Eleusis y que haría de perfecto complemento lunar de las solares
concepciones de los Pitagóricos, preparando el amanecer de un mundo nuevo...
…Aunque,
en realidad, la mayoría de sus teóricos explotaron el nombre y el prestigio de
Orfeo para fundar una religión tan rígida y dogmática como todas ellas –y. sobre
todo, para poder vivir a costa de ella como “Conocedores de la Verdad”-, sin
llegar a conocer, realmente, lo más hondo y auténtico de Orfeo, que era su
manera de vivir.
Tantos
jóvenes se quedaban conversando hasta la noche, después de sus conciertos, que,
con la ayuda de los mejor dispuestos o de los menos perezosos, el vate levantó
para ellos un cobertizo de troncos, piedras y paja a doscientos metros de la
cueva, monte abajo, junto al arroyo, para que no tuviesen que bajar la falda
del Rhodope en medio de la oscuridad.
Luego
les dijo: “Esta es la Casa de Huéspedes, vuestra es.” Y no volvió a aparecer
por ella, ni se le ocurrió establecer el menor reglamento sobre su uso,
dejándoles que ellos mismos se organizasen.
El
cobertizo acabó convirtiéndose en una especie de comunidad juvenil, ocupada por
una población nómada y fluctuante, que pasaba allí períodos alternos, unas
veces entreteniendo el día en excursiones por los encantos naturales de la
región, otras, tratando de sacar adelante el huerto comunitario creado para
proveer alimento a los visitantes que, en algún momento del año acababa
secándose por falta de quien se preocupara de regarlo… aunque la mayor parte
del tiempo se les vaciaba hablando y hablando, sin realmente escuchar lo que
decían, ni ellos mismos ni los demás.
Solamente
en una norma tuvo que insistir Orfeo ante sus visitantes: la norma de sagrado
respeto a todas las vidas.
-Este
es un lugar de vida y de celebración de la vida, y amamos ver como los animales
silvestres se acercan a escuchar la música que hacemos. Aquí no se caza ni se
pesca, no se causa daño al reino vegetal sin necesidad, no se traen cadáveres
de animales para comerlos, no se capturan ni se aprisionan ni se llevan lejos
de aquí ni, mucho menos, se traen animales de lejos para criarlos, matarlos y
comerlos.
-¿No
podemos traer algún animal para ofrendarlo a los dioses como sacrificio?
–preguntó alguien.
-Sólo
dos sacrificios son agradecidos a quienes quieran compartir este espacio con
nosotros –respondió el vate-: El primero es renunciar a satisfacer a entidades
del astral que piden derramamiento de sangre a sus devotos, ni animal ni
humana, pues, con certeza, se tratará de entidades de muy baja vibración, las
mismas que se aprovechan de las guerras y los asesinatos entre los hombres.
-El
segundo supone un sacrificio mayor, pero ese es el que realmente vale: ofrenda
a la Vida, aquello que permanece de más primitivo y animal dentro ti, para lo
cual no necesitas matarlo, sino domarlo, ofrece tu egoísmo al Supremo Amor de
la Madre Vida por todas sus criaturas de todos los reinos naturales.-
Los
jóvenes fueron aprendiendo así, poco a poco, a subir sin armas de caza y a
traer sus propios alimentos incruentos en la mochila, para no abusar de la
generosidad de Orfeo, que todo lo compartía, pero cuya huerta apenas producía
poco más que para la subsistencia de unas cinco o seis personas.
En
alguna ocasión uno de los muchachos aparecíó con una chica, que no pudo
permanecer allí demasiado tiempo porque, a cada año que pasaba, las muchachas
tracias estaban mucho más controladas por sus familias que los muchachos. En
invierno el local quedaba vacío durante largas temporadas, ya que los jóvenes
preferían disfrutar del calor y de los alimentos de las casas de sus padres.
92-
LAS MÉNADES
Cierta
tarde del comienzo del verano, cuando Orfeo acababa de terminar una canción
frente a un coro de ocho muchachos que estaban pasando unos días en la casa de
huéspedes, se oyeron músicas alegres subiendo por el sendero de la montaña.
Aguardaron
expectantes, hasta que vieron llegar una procesión multicolor de dos docenas de
mujeres adultas muy ligeras de ropa, con flautas, caramillos, panderos,
címbalos y tirsos adornados con cintas, además de cestas de comida y odres de
cerveza y vino.
Caminaban
a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de
hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y
tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho
más que habían libado.
Salieron
del sendero y se desplegaron en semicírculo ante la cueva, sin dejar de brincar
y lanzando el grito sagrado de su dios:
-¡Evoé!
¡Evoé!
-¡Evoé!
-repitió Orfeo desde su sitio, con una sonrisa de bienvenida, saludando con la
lira, lo que hizo que todos los muchachos lo imitaran.
Eran
las ménades, o devotas de Dionisio-Baco, también llamadas bacantes en honor al
dios del vino y de la alegría sin trabas. Seguramente habían pasado el día festejando
juntas en algún bosque al pie de la montaña hasta que, por la tarde, se les
ocurrió subir a conocer al famoso aedo del que tanto se hablaba.
Una
de ellas se destacó del grupo, alzando en un gesto de mando un bastón ritual
que lucía en su remate una piña, el tirso báquico, con el que detuvo la danza,
mientras portaba un gran ramo de flores silvestres recién cortadas en el otro
brazo. Aunque hacía tiempo que ya no era una jovencita, tenía toda la fragancia
sensual de una rosa madura y experta. Sus formas eran, al mismo tiempo,
exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica de
pliegues color vino tinto, la cual dejaba ver unas piernas muy bellas y hacía
juego con sus rojos labios, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena
que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus
hombros.
-¡Evoé,
Orfeo! -gritó, saludándolo por su nombre, como la persona a quien consideraba
más importante del grupo, mientras todas sus compañeras, ante su gesto y su saludo,
permanecían quietas y atentas– Me llamo Aglaonice y hablo en nombre de éstas,
mis hermanas, las ménades del valle del Hebro. Después de tanto oír acerca de
ti a tantas personas que repiten tus músicas y tus poemas, venimos a rendir
nuestro homenaje al más famoso de los aedos -.Y avanzó hasta él con una sonrisa
encantadora, extendiendo en abanico un ramo de flores silvestres a sus pies.
Orfeo
se levantó enseguida, sonriente, y agradeció con un beso en cada una de sus
mejillas. Recogió una flor del ramo y se la ofreció. Después tomó flores a
puñados y se las fue arrojando a todas las mujeres del grupo.
-¡Sed
bienvenidas, hermosas damas! ¡Gracias por vuestra visita a este humilde lugar,
al que ilumináis con vuestra alegría! ¡Evoé! ¡Que siga vuestra fiesta!
Inmediatamente,
la líder de ojos verdes, Aglaonice, alzó el tirso de nuevo, lo clavó de un
golpe sobre el centro del terreno, como hace un conquistador con su estandarte,
y tomando, acto seguido, una flauta frigia de dos tubos, dio la señal de arranque
a las músicas y danzas del grupo femenino.
Iniciando
sus sones con una clara, fresca, bella y entusiasta llamada a la atención de
todos, la líder de las ménades mostró el núcleo estructural de la melodía,
desplegando a continuación, en una sinuosa red de agilísimas repeticiones y
variaciones en todos los tonos, un sin fin de giros cada vez más intensos y
vertiginosos, de arriba abajo de las escalas audibles, acompañando su
penetrante música con gestos y ondulaciones de todo su cuerpo, mientras llevaba
el compás con los pies, luciendo sus hermosas piernas en el movimiento, al
tiempo que conseguía envolver a todos de una manera sensual, serpentina,
carismática y vibrante, que resonaba profundamente en los plexos ventrales de
toda la audiencia, que cautivaba, que hacía hormiguear los pies y las caderas,
que ponía en marcha hasta al más apático.
Todas
sus compañeras empezaron a agitarse y, al poco tiempo, estaban girando en un
alegre y libérrimo torbellino alrededor del enhiesto tirso de Dionisio y de la
flautista, totalmente poseídas por el espíritu de la espontaneidad, dejando que
sus subconscientes individuales se exteriorizaran sin la menor traba, gritando
y aullando de alegría, hasta que se apagaron la razón y las preocupaciones
presentes, fundiéndose mentes y cuerpos en un inconsciente colectivo y grupal
que las proyectaba a un tiempo remoto, arcaico, prehistórico, entrañable, que,
a pesar de tanta civilización, estaba animando el tuétano de sus huesos desde
hacía milenios.
Aglaonice
sabía transportarlas a la Orgía de Luna Llena alrededor de la hoguera tribal, a
un tiempo de pura, salvaje y traviesa inocencia, a la infancia feliz e
irresponsable de la especie. Orfeo se puso a danzar con ellas con gana y animó
con palmadas y sonrisas a que también lo hiciesen sus jóvenes amigos, aunque
ninguno de ellos, envarados por los complejos de la adolescencia, conseguía
soltarse con tanta libertad ni integrarse tan bien como él con la esencia
fluyente e incontenible de las danzas dionisíacas y con el desenfado picante
que aquellas mujeres mostraban, amparadas por el carácter de su propio grupo.
Pronto las ménades comprobaron que se encontraban junto a uno de los suyos.
Las
danzas siguieron a plena energía en tanto que la gente tuvo fuerzas para ello,
mientras circulaban las copas, con las que se hicieron, apenas reduciendo un
poco la marcha, repetidas libaciones rituales de cerveza de hiedra, hasta que
el sol comenzó a querer ocultarse tras las cumbres encendidas. En ese momento,
aprovechando un sudoroso y jadeante descanso de la flautista y su grupo, el
vate tomó su lira.
Sentándose
en su roca habitual, repitió el núcleo melódico de Aglaonice e, improvisando al
principio sobre sus compases, enlazó desde ellos, con su voz más cautivante, un
himno frigio a Dionisio.
93-
MUERTE Y RESURRECCIÒN DE DIONISIO
Era
un cántico muy tradicional y sagrado, que describía la furia de la celosa
esposa de Zeus, Hera, tras enterarse de que se estaba gestando el niño Dionisio
en el vientre de Semele, un nuevo fruto de la infidelidad de su marido.
Entonces
ella urdió una argucia siniestra para eliminar a su rival: por medio de
terceros, incitó a Semele a que reprochase a su amante, la vez siguiente que
estuvieron juntos, que él sólo se mostraba ante ella bajo disfraces, mientras
reservaba su auténtica forma divina tan sólo para cuando se encontraba en
intimidad con la legítima reina del Olimpo.
-“No
me pidas que me muestre como realmente soy, bella mía –le respondió Zeus con
aprensión-. Para resistir la visión de la complejidad unimúltiple de un dios,
hay que ser una diosa.”
Esta
respuesta tan prudente y sincera sólo consiguió que Semele se ofendiese todavía
más. Y tan agria y tan pesada se puso, que aburrió al Señor de los Ventiun
Rayos, quien se transfiguró de súbito en la potentísima energía regidora de los
Siete Mundos Interpenetrados bajo un aspecto tan multifacético, potente y
tronante -aún así moderándose mucho-, que inmediatamente la infeliz Semele
quedó completamente deslumbrada, perturbada, enloquecida, desbordada,
electrocutada y carbonizada, para gran júbilo de la rencorosa Hera, que tenía
bien previsto ese trágico desenlace.
Sin
embargo, la maestría y prontitud de Hermes -que acudió inmediatamente ante los
gritos de dolor y remordimiento de Zeus- consiguió sacar a Dionisio del
incendiado vientre de su madre. Como aún no estaba acabado de gestar, lo tuvo
que coser al mismo muslo del rey de los dioses, quien lo incubó allí hasta que
estuvo en condiciones de nacer.
Aunque
Dionisio fue muy bien escondido tras su nacimiento y su guardia de Coribantes
danzaba alrededor de él, saltando y entrechocando sus escudos, como antes
habían hecho los Curetes cretenses con Zeus niño, para que nadie pudiese
localizarle por el sonido de sus lloriqueos infantiles, la guardia se iba
relaando a medida que pasaban los años y nada malo ocurría.
Pero Hera, tenaz en su rencor, acabó
descubriendo su escondite y, tras convocar a los rudos titanes supervivientes,
señores de los elementos materiales, que habían sido perdonados tras la
victoria de los olímpicos, les ordenó que acabasen con él.
Los
titanes se ganaron la confianza del niño ofreciéndole juguetes de ilusión y,
cuando lo tuvieron bien enredado y cercado, se le arrojaron encima. Dionisio
intentó liberarse de ellos tomando la forma de distintos animales pero, cuando
asumió la de toro, aquellos brutotes lograron dominarlo, lo despedazaron a
dentelladas, hirvieron su carne y devoraron la mayor parte de ella.
Enseguida
llegó Zeus, comprendió lo que había ocurrido y, lanzando rayos a diestro y
siniestro, fulminó a los titanes y los redujo a cenizas. De la carne de
Dionisio que los titanes cocinaron, sólo quedaba en la olla su corazón. Atenea
lo tomó, construyó en su torno, a partir de las más limpias cenizas de los
titanes, un cuerpo de yeso (titanos o titanio, en griego), y prendió en el
corazón la llama de la vida con un soplo, igual que había hecho Isis con los
restos de Osiris en Egipto.
Revestidos
de aquel cuerpo, empezamos a nacer los seres humanos de nuestra raza actual y,
desde entonces, participamos de la naturaleza burda, limitada, agresiva y
materialista de los titanes, llevando en nuestros huesos su continua reacción y
rebeldía al cambio evolutivo, al tiempo que también somos animados a la
evolución por el fuego inmortal del corazón del dios que éstos acababan de
devorar. De ahí nuestra dualidad, que nos empuja a un eterno balance, ahora
hacia la tierra, ahora hacia el cielo.
Declaró
entonces Atenea que, en adelante, cada uno de nosotros tendríamos que limpiar
las cenizas que recubren nuestro cuerpo de luz a través de la calcinación de
nuestro cuerpo de materia en el fuego purificador del espíritu, para poder
ascender, convertidos en Dionisio, a las esferas de la inmortalidad ...Ya que
sólo a través de la pasión en este mundo aparentemente limitado se regresa con
brillo al amplio mundo de Lo Ilimitado de donde salió un día el huevo del amor
que al universo creó.
Aquella
purificación de lo que había de mortal en su feto, por medio del fuego divino
que destruyó a su madre, más la re-gestación milagrosa en el interior mismo de
un inmortal, más este segundo nacimiento en la dimensión divina, convirtió
inmediatamente a Dionisio en el más joven de los dioses del Olimpo con el nuevo
nombre de Iaco Zagreo, librándole, también, su misma divinidad, de la peligrosa
rabia de Hera para siempre.
-¡Evoé,
Dionisio –remataba su canción el bardo-, que tras haber pasado por la terrible
experiencia de la muerte y del renacimiento en un nivel superior, te
convertiste en el dios de la espontaneidad, de la risa, de la libertad, de las
plantas que embriagan el alma y que ayudan a olvidar las penas, de los
placeres, del intenso disfrute de la felicidad aquí y ahora! ¡Evoé, espíritu de
la regeneración capaz de hacer revivir a la naturaleza toda, después de que la
quemaron la sequedad del agosto y las nieves del invierno! ¡Que viva siempre en
nuestro interior el fuego divino de tu alegría y que él nos libere de lo que
queda en nosotros de pesadez titánica! ¡Evoé! ¡Gracias a la Vida!
El
sol acabó de desaparecer tras las montañas, Orfeo dejó de cantar y lo despidió
con una escala de graves que se fue haciendo cada vez más tenue y distanciada,
hasta quedarse vibrando en un amoroso final expansivo. Siguió un silencio en el
que todos permanecieron unos instantes paladeando la postrera belleza del día y
del canto recién idos.
Parecía
que el bardo dejaba la lira a un lado para levantarse. Pero entonces tomó su
flauta, hizo sonar débilmente el acorde básico de la melodía de Aglaonice,
luego empezó a repetirlo de una manera cada vez más intensa y más vibrante, e
inmediatamente trajo de nuevo al lugar, volando sobre remolinos de notas, la
presencia contagiante del espíritu de Dionisio y de sus desenfrenados coros de
sátiros y ninfas en trance risueño, jocoso y profundo.
Las
devotas de Baco, enfebrecidas de entusiasmo, gritaron al unísono la invocación
a la alegría y siguió la zarabanda y la fiesta colectiva a pleno son, de una
manera más vertiginosa y, al mismo tiempo, más armónica que al principio, pues
el bardo estaba consiguiendo que aquella primitiva resonancia ventral que
volvía incontinentes las caderas se elevara poco a poco hasta el corazón,
incendiando el sentimiento, para luego poseer también la columna, brazos y
cabeza y expandirse desde ella y conectarse a todo, tal como si la danza de las
ménades se hubiese unido a la del planeta y hasta a la de las estrellas, que
parecían rondar, junto con ellas, más rápido y más brillantes que nunca en el
cielo nocturno.
Orfeo
las hizo girar y girar en éxtasis durante un buen rato y luego las dejó
ascender y elevarse en amplios círculos aéreos de una manera cada vez más y más
sutil... donde femenino y masculino y sus conflictos no existían más, porque se
fundían en la perfecta armonía de contrastes, en la pureza y plenitud andrógina
del Ser Original... hasta que llegó un embriagado silencio cargado de ritmo, poder
y comunión, que fue preludio de un final sorpresivo y radiante, con el que las
devolvió a la parte más cordial de la Tierra.
Todo
el mundo aplaudió a rabiar, saltando y gritando y pidiendo más, pero él le pasó
la flauta a uno de sus jóvenes amigos y se levantó, inclinándose y
disculpándose con una sonrisa. El chico trató de mantener aquel ambiente lo
mejor que pudo pero, poco a poco, la mayoría dejó de agitarse tanto, incluso
cuando una de las bacantes lo acompañó y luego lo sustituyó, asumiendo la dirección
de las danzas.
Siguió
la fiesta de un modo más tranquilo, disperso, familiar y profano, repartiéndose
entre todos las viandas y los vinos que traían, encendiéndose hogueras,
formándose grupos que conversaban animadamente. Algunas parejas improvisadas
fueron marchando de las manos hacia las sombras.
94-
AGLAONICE
Aglaonice
estaba fascinada por la extraordinaria vibración de entusiasmo con la que la
maestría de Orfeo había sabido elevar hasta los cielos de la emoción a su
grupo. Aún empleando la misma música que ella, la había enriquecido tras una
sola audición, y su seguridad, su carisma, su virtuosismo creativo y sus
múltiples y sutiles recursos sonoros estaban evidentemente mucho más
desarrollados que los suyos.
Imaginó
en lo que se podía convertir su comunidad de bacantes y su obra espiritual con
un colaborador así a su lado. Ella tenía que ganárselo para servir juntos a
aquella misión que la vida le había puesto en su camino, justo en el final del
presente ciclo astrológico.
La
misión consistiría en construir una Nueva Era –después de que Los Tres días de
Oscuridad esperados por las Profecías acabasen con el actual sistema-, en la
que la energía libre, informal e intuitiva de la Gran Madre, aliada a la del
olímpico Dionisio y a la producida por un alineamiento de los siete planetas
sagrados con el Sol Central de la Galaxia, volviese a situar las mentes de las
devotas en aquel antiguo nivel de consciencia y de conexión del que habían sido
desplazadas como castigo por haber permitido el advenimiento de los dioses
patriarcales...
…Como
consecuencia del gigantesco aumento de vibraciones que iba a llegar para el
planeta con el nuevo ciclo, una extraordinaria lucidez iba a poseer a todas las
bacantes y les daría la sabiduría, el poder y el encanto suficiente para
suavizar a los hombres de nuevo, humanizarlos y construir una sociedad en la
que la mujer recuperase su ascendencia y su autoestima y en la que la fuerza
viril se canalizara por entero, tal como antiguamente, al servicio del Amor.
Orfeo
vio venir hacia él a Aglaonice, majestuosa en la seguridad del carisma que se
desprendía de cada uno de sus gestos y movimientos. Portaba con elegancia una
copa de madera olorosa finamente tallada y un odre de vino. Se la puso delante
y la llenó. Con ella en la mano, se acercó al rostro del bardo y, mirándolo de
soslayo con sus ojos hechiceros de esmeralda, bebió ante él un sorbo demorado,
que le sirvió para entornar los párpados y redondear los rojos labios, como sin
querer, en un gesto audazmente erótico y provocativo. Tras aligerarlo con una
de sus frescas sonrisas, dirigió a él ambas manos extendidas:
-Bebe
de mi copa, Orfeo –convidó-, comulguemos juntos, ya que a ambos nos anima el
mismo espíritu de Dionisio.
Orfeo
la recibió, hizo un brindis con un gesto y la acercó a su nariz, pero no bebió,
porque hacerlo sería aceptar un compromiso que sentía como demasiado explícito.
Bajo el aspecto regiamente femenino de aquella mujer, intuía el espíritu de un
guerrero durísimo, dominante y manipulador, una verdadera amazona, una poderosa
araña tejiendo su tela. Simplemente le hizo honor al convite, deleitándose en
olfatear el aroma del vino.
-Creo
que a ti te anima Dionisio mucho más que a mí, sacerdotisa -dijo con una
sonrisa-. Eres una mujer muy bella y una extraordinaria flautista. Mereces
mucho más que lo poco que yo podría compartir contigo. Por favor, no te ofendas
conmigo y considérame tu amigo.
Ella
ocultó su decepción tras una sonrisa artificial y recogió la copa de sus manos.
-Si
no te apetece beber, lo haré yo por los dos.
Bebió
un largo trago. Luego la dejó a un lado, lo miró seriamente y dijo:
-En
verdad eres un gran maestro. Admiro la altura de tu arte y me siento muy
contenta de haberte conocido, perdona mi atrevimiento. Sí que me gustaría cultivar
tu amistad y venir alguna vez a hacer música contigo.
-No
hay nada que perdonar, tu atrevimiento alegra mi corazón mucho más que el vino;
considérate en tu casa y ven a ella cuando quieras. Lo mismo digo para tus
acompañantes.
Tomó
su mano y la besó, después se puso en pie y recogió su lira. Habló alto, para
todas las bacantes:
-Estoy
cansado y deseo retirarme, os doy de nuevo la bienvenida y las gracias por
vuestra visita, bellas señoras; continuad con vuestra fiesta y que seáis
siempre así de felices, para felicidad de los demás. Mis amigos os dirán donde
podéis dormir, si queréis quedaros. Buenas noches.
Luego
entró en la cueva y al cabo de unos minutos salió, cargado con una manta, y se
perdió entre los árboles del bosque.
Transcurrió
una semana. Aglaonice no podía dejar de mirar sin disgusto hacia la alta cima
del Rhodope desde la ventana de su casa en el valle del río Hebro. El cortés
rechazo de Orfeo a su torpe precipitación había herido a fondo su pecho, que
pasaba por todo tipo de violentas emociones, desde la ira hasta la
autoconmiseración.
Se
miró al espejo y no se gustó. Hubo una época en que ella tenía que quitarse de
encima a los muchos hombres que la deseaban, y con muchas menos
consideraciones.
Pero
el paso del tiempo era implacable, su antiguo poder de seducción parecía no
servirle ya sino para comandar una tropa de mujeres solas, carentes,
decepcionadas por múltiples relaciones insatisfactorias con hombres rutinarios
y vulgares, aterradas porque su juventud y su belleza comenzaban a marchitarse,
que se amparaban en la religión de la libertad y la alegría mientras esperaban
el anunciado Fin del Mundo dominado por los machos, para poder desamarrarse,
entretanto, de su vacío y de su baja estima en la sagrada embriaguez y en la
cobertura anímica que presta la manada.
Se
volvió a mirar, ensayando gestos, poses, sonrisas, máscaras -“Te ha calado
hondo ese músico, Aglaonice, no puedes dejar de pensar en él. Maldita estúpida,
cómo me lancé como una loca... habrá que regresar allá, con otra actitud. No me
lo puedo sacar del corazón, vas a ver quién soy yo, Orfeo –comenzó a deshacer
su peinado-. Tal vez una imagen diferente...”
Las
ménades llegaron poco antes del mediodía ante la cueva. Esta vez eran sólo
tres: Aglaonice, otra mujer algo mayor que ella y metidita en carnes, de mirada
profunda e inteligente, que dijo llamarse Metis, y otra más joven, con un
cuerpo fino y flexible de danzarina y cara de estatua, un poco inexpresiva,
Hebe. Traían flautas frigias de doble tubo las tres, algo de comida y bebida y
un hatillo con una muda de ropa limpia envuelta por un manto. Pero ahora, a
pleno día, no parecían las mismas de la primera vez, sino tres modestas
estudiantes de música que van a visitar a un profesor.
Vestían
túnicas blancas de verano hasta la rodilla, calzaban sandalias de cintas, no
llevaban apenas adornos, sus afeites eran discretos y se comportaban de una
manera afable, pero tan pasiva y recatada que Orfeo y las dos personas que le
acompañaban -el mudito algo retrasado que vivía con él en la cueva y aquel otro
efebo de cabello largo y rizado, llamado Museo, quien pasaba unos días en la
casa de huéspedes- se hicieron más amables y acogedores de lo acostumbrado,
para hacerlas sentir entre amigos, a gusto, y para convidarlas a expresarse con
la misma espontaneidad que antes.
Cuando
se recreó un buen clima de simpatía y fraternidad, Aglaonice dijo que se habían
atrevido a traer algunos platos de buena comida casera para compartir y que les
gustaría mucho pasar una tarde tranquila en el monte, escuchar otra vez a
Orfeo, si fuera tan amable, tocar juntos y aprender algo de él.
Almorzaron,
pues, en grupo sobre la hierba, uniendo la ensalada que ellos habían preparado,
con los platos cocinados por las visitantes, que estaban muy bien presentados y
que sabían verdaderamente deliciosos. Se bebió vino de una manera normal y
moderada y en todo momento se logró un clima de amistosa y ligera armonía de
grupo.
Tras
la comida, el mudito se fue a lavar las ollas y los demás se quedaron conversando
cordialmente, tumbados bajo la sombra de una encina. El muchacho del cabello
rizado, Museo, era muy simpático y contó sabrosos chismes mundanos de la
capital de donde procedía. Como sus dos compañeras estaban muy a gusto con él,
Aglaonice fue creando, poco a poco, un aparte con Orfeo.
-Fue
impresionante –dijo, con los ojos brillando de admiración- como conseguiste
elevar la vibración de mi grupo la otra noche ¿Cuál es el secreto de tu
maestría?
-Ningún
secreto -respondió él sonriendo-: amor por lo que hago, gustoso trabajo,
estudiar y ensayar hasta que la lira o la flauta en mis manos se vuelven yo
mismo, estudiarme y vaciarme hasta que yo mismo me vuelvo la propia música
tocándose a sí misma, y luego dejarla fluir hasta donde ella quiera.
-¿Así
de sencillo... nada más? -dijo Aglaonice riendo con ironía- ¡Todo el mundo
puede!
-En
realidad, todo el mundo puede, creo yo –dijo él-, cada uno a su manera,
cultivar y desarrollar hasta extremos muy elevados sus propios talentos y
tendencias innatas: basta con saber, querer, osar y callar, como siempre.
-¿Saber,
querer, osar y callar? -repitió la sacerdotisa- Eso es un axioma hermético.
-Lo
es, mucha gente lo conoce, pero hay que aplicarlo –dijo Orfeo-. Saber lo que
quieres conseguir, quererlo conseguir con mucha gana; osar poner toda tu
concentración y todo tu esfuerzo en ello de forma constante, a fin de
intentarlo día tras día; y hacer callar a las constantes dudas, ansiedades,
vacilaciones, sentimientos de impotencia o de carencia, quejas o vanidades de
tu ego, para seguir intentándolo con fe, como si ya lo hubieses logrado antes,
hasta que en cualquier momento, inesperadamente, lo consigues, igual que hemos
conseguido aprender a ponernos en pie y a andar.
-Yo
quiero y oso con fuerza –chispearon los ojos femeninos-. Lo difícil para mí es
callar, hacer callar a las dudas, hacer callar a la vanidad: insuficiencia y
prepotencia.
-Ese
es el balance hacia los extremos que sale fácilmente de todos nosotros, amiga,
quedarse corto…o pasarse. La armonía está en el medio, no parada, sino danzando
entre los extremos –confirmó él-. Si dudas, le faltará a tu melodía la fluida
brillantez de la seguridad, si te pasas de confianza egoica en ti misma,
resultará pesada y no alzará vuelo. Se necesita salir de la rueda del sube y
baja, ponerse por encima de su vaivén. Hay que dirigir el vaivén de la balanza
desde su centro más elevado, desde el fiel. Y no desde uno de los platillos o
el otro. Desde los platillos es imposible mantener un movimiento equilibrado.
-¿Y
eso cómo se hace?
-A
mí me sirve una manera, a veces –respondió el bardo-: rindiendo la dirección de
mi juego a mi centro más elevado.
-Ya
lo hago yo también. Mi centro más elevado es Dionisio. Todas las dudas de mi
razón se disipan en él.
-Yo
tengo la sospecha, y espero que me perdones -dijo Orfeo suavemente-, de que
Dionisio es un centro elevado, pero no precisamente el del fiel, sino el de uno
de los platillos: el de la espontánea emocionalidad subconsciente. El centro
elevado del otro platillo es Apolo, la sabia consciencia intuitiva.
-¿Quién
te parecerá entonces que sujeta el fiel de la balanza de donde penden ambos?
-dijo Aglaonice desafiante- ¿La Diosa?... ¿o Zeus?
-La
Diosa y Zeus son los dos brazos que sostienen los platillos. Tampoco son el
fiel -respondió el bardo-. Si quieres poner una divinidad conocida allí y no a
tu propio Ser Real directamente, yo creo que podría ser Atenea, que personifica
la inteligencia creativa de Zeus, que es una síntesis, actualizada, de él y de
la Diosa, en la que todas las cualidades femeninas y masculinas, lunares y
solares, conscientes e inconscientes, se funden en una supraconsciencia
equilibrada, potente, bella y activa.
-No
me inspira devoción ni confianza esa virgen orgullosa con alma de hombre. Me
quedo con la Diosa y con Dionisio, que es el más femenino de los dioses-.
Afirmó con fuerza Aglaonice.
Orfeo
se dio cuenta de que ella se había atrincherado en una posición fija y renunció
a seguir discutiendo por causa de los muchos símbolos superficiales de lo
Único, la nata en la leche... Hubo un silencio. Al cabo, Aglaonice le preguntó
si después de haber viajado tanto, no se aburría de permanecer en una cueva, en
aquel rústico lugar.
-Realmente
no –contestó sonriendo-; cualquier lugar puede ser el centro del universo, si
uno siente la vida del universo en él... ¿No la sientes tú en esta montaña?
Aglaonice
miró en su torno, alzando el pecho -¡Claro que la siento!... este lugar es un
templo puro y sagrado de la vida.
-El
mundo todo lo es -respondió él-, pero en las montañas se siente más fuerte, más
puro. Cuando yo viajaba, procuraba andar por las montañas o regresar de vez en
cuando a ellas, para recargarme. Esta montaña resume en sí todos los lugares
donde más a gusto me he sentido en mi vida.
-Pero
tú has vivido aventuras y conocido a muchas gentes muy interesantes ¿No echas
eso de menos?
-No,
porque lo he vivido a fondo y porque soy libre para dejar las pocas cosas que
aquí tengo y buscar lo desconocido de nuevo, si lo deseara... aunque ya no
sería lo mismo, porque cada edad tiene su propio juego y sus propios retos...
En cuanto a las personas interesantes, no hace falta salir de aquí para
encontrarlas; ya ves, tú has llegado por tu pie a esta montaña y eres una
persona interesante.
Ella
se sintió feliz, pero disimuló, tenía que ir despacio.
-Orfeo,
yo soy una persona muy vulgar, me refiero a esas gentes distinguidas que saben
apreciar verdaderamente tu arte y agradecerlo, que lo pueden aplaudir y recompensar
como se merece ¿No es un desperdicio, para un músico de tu talla, vivir así,
retirado? El mundo podría estar a tus pies. Podrías tener cuanto quisieras.
-Aglaonice,
para que ese mundo del que hablas esté a sus pies, un artista tiene que ponerse
a los pies de ese mundo, y cuantas más cosas posee una persona, más esas cosas
lo poseen y chupan su energía. Si yo tuviese que dejar mi cueva ahora,
encontraría enseguida otra, en todos los montes las hay. Si perdiera mi lira,
cortaría madera y en poco tiempo me haría otra; y en cualquier monte se
encuentran, también, agua y alimentos... Prefiero mi libertad actual a vivir en
una jaula de oro en la ciudad, pendiente de competir, de destacar, de mostrarme
y de mantener los cambiantes favores del público y de las modas.
-Pero
un artista se debe a su público -insistió ella- ¿Para qué te dieron los dioses
ese talento? ¿Para sólo escucharte a ti mismo, como un lobo solitario aullando
en el monte? ¿Dónde está tu utilidad en este mundo?
-A
lo mejor los dioses no están tan descontentos conmigo –sonrió el vate-. Todo el
tiempo estoy cantando y tocando para las distintas caras del Ser Universal que
ellos representan, canto dando gracias por la vida y en honor a ella, canto
para los dioses que residen en las gentes amadas y amigas que viven conmigo o
que vienen a visitarme, y canto para los dioses que me inspiran en mi interior
y que me hacen sentir feliz y útil inspirándome y oyéndome interpretar lo que
me inspiran.
?
?Ella se quedó sin saber qué decir “Oh, me encanta como eres, Orfeo –pensó-
eres exactamente el tipo de hombre con el que podría complementarme para
exteriorizar lo mejor de nosotros dos al servicio de nuestra misión... sólo
necesitas que alguien te ayude a descubrir la mejor manera de aplicar tus dones
y tu fuerza a lo que esta época nos está pidiendo...”
-¿Te
gustaría encontrar una manera –preguntó-, en la que tu música sirviera para
mejorar el mundo?
Él
volvió a sonreír y dijo dulcemente, como quien habla de otra cosa:
-Aglaonice...
a mí me parece que todo en este universo es la misma energía vibrando en el
movimiento rítmico que crea la vida universal... y que todas las expresiones de
la vida de los seres, todas, influyen sobre esa vibración y marcan su tono,
para mejorar o empeorar la tónica general… también la tuya y la mía. Todas
aquellas expresiones creativas que son conscientemente armónicas elevan al
máximo la belleza y el goce de la sinfonía colectiva de los seres que conforman
el ser del cosmos... y la buena música la eleva más y mejor que cualquier otra
forma de expresión...
-...
Excepto la expresión pura del amor-, arguyó Aglaonice.
-¡...Que
también puede expresarse con música! -respondió Orfeo riendo–... Así que no
desprecies, amiga mía, la utilidad, para el mundo, de un humilde músico que
vive y toca retirado. Él puede ser un sacerdote de la Vida.
-Un
sacerdote de Dionisio...- reconoció ella, apreciativamente.
-¡Evoé!
Pero Dionisio, para mí, Aglaonice, siendo una expresión muy querida de la Vida,
un arquetipo de pura libertad y alegría, no es más que una de las múltiples
caras de la Divinidad indefinible que hay detrás de todos las diosas o dioses.
No me quedo sólo con una cara, con un aspecto del Ser, a veces necesito
cantarle a la virtud luminosa y equilibrante de Apolo, o a la disciplina firme
y decidida de Marte, o a la racionalidad ágil de Hermes, para no quedarme en la
pura esfera de los impulsos instintivos o subconscientes de Dionisio... Todas
las caras de todos los dioses son necesarias para que nosotros configuremos, mezclándolas
según nuestras necesidades, la imagen del Dios Interior que, en cada momento,
nos conecta con el todo y dirige nuestro rumbo personal... Hay veces en que,
incluso, necesito cantarle a Hades.
-¿Hades?
Ese es un dios del que la mayoría de la gente prefiere ni acordarse -dijo ella
aprensivamente- ¿Para qué le cantas?
-Para
poder disfrutar más y mejor de la vida efímera del cuerpo y de la mente, en
éste único momento real en que aún los tengo conectados a todo lo que soy... A
mi me parece que Hades es el gran recordador de la realidad, amiga.
-¿Por
qué?
-Porque
pensar en él me centra en lo importante cuando vienen a mí las
preocupaciones... pocas de las cosas que nos preocupan aparecen como
importantes si uno piensa que dentro de una hora podría perder su cuerpo. Creo
que aquello en lo que yo usaría esa última hora, es lo único verdaderamente
importante para mí.
-Yo
la usaría para amar, Orfeo, para darme toda, para perderme, para entrar en el
más allá con toda mi consciencia diluída en el éxtasis del amor... –dijo la
sacerdotisa con toda pasión- ¿En qué la usarías tú?
Orfeo
se quedó pensativo un momento, como si estuviese concentrado en un recuerdo
muy, muy profundo.
-Yo
ya tuve esa experiencia una vez y lo que más anhelaba era precisamente eso: poder
apagar mi tensa atención, perderme, diluir mi consciencia vigilante en el
éxtasis del amor y del reencuentro... y que fuera lo que fuese después... eso
era Dionisio hablando en mí. Sin embargo, una voz más fuerte me animaba a
mantenerme alerta, alerta, bien consciente, para poder acabar lo comenzado.
Aquella voz me urgía, con el mayor ahínco y en nombre del amor, a seguir
despierto y conectado con mi objetivo hasta justo el instante final, aguantando
el deseo de apagar y diluirme... esa era la voz de Apolo en mí.
-¿...Y
a cuál de las dos voces hiciste caso? -preguntó Aglaonice.
Antes
de que Orfeo pudiese contestarle, su diálogo fue interrumpido por sus tres
compañeros de siesta, que les propusieron alegremente ir a tomar un baño a la
cascada. Se levantaron pues, se unieron a ellos y comenzaron a caminar
pendientes, ahora, de cualquier otro asunto del que el grupo estaba hablando.
95-
TELA DE ARAÑA
La
cascada era un verdadero santuario de la Gran Diosa, como todos estos lugares
suelen ser. En un lugar así, las mujeres parecen encontrarse en su elemento
natural, que se exalta con la humedad, con la semipenumbra, con los movimientos
flexibles y suaves y con el olor a tierra mojada... así como lo masculino se
realza en lo seco, lo solar, el dinamismo contundente, el vuelo hacia la altura
y la esforzada marcha.
Desnudas
y entrando en la laguna, las tres sacerdotisas aparecían ante los ojos de Orfeo
y Museo como la consagración de la feminidad, tal como los hombres la sueñan.
Aglaonice nadó hasta el pie de la cascada y escaló la roca sobre la que el agua
se precipitaba.
Cuando
se quedó allí agarrada, recibiendo placenteramente, con los ojos cerrados, los chorros
espumosos sobre las partes frontales de su esbelto cuerpo de pantera, mientras
sus curvas sinuosas brillaban al sol, semejaba la diosa de la sensualidad misma
Tras
el baño, regresaron a la cueva, tocaron juntos varias canciones y siguieron con
los himnos del atardecer en acción de gracias por el día transcurrido,
acompañados por otros visitantes que llegaron justo entonces.
Orfeo
los remató con un poema improvisado, que era una recomendación para la buena
navegación por los ríos de la Vida, tanto como por los ríos de la Muerte. Decía
que allá por donde vamos, encontramos dos tipos de fuentes: las de las aguas
del Olvido y las de la Memoria.
Ante
la dureza de ciertos momentos de la existencia, la mayoría de la gente prefiere
embriagarse y aturdirse con las primeras, como forma de liberarse de la
tensión, el dolor y la culpa... pero sólo quien es capaz de enfrentar con valor
y lucidez sus propias contradicciones acaba pasando al otro lado del espejo de
su impureza y de su negatividad aparentes, para entrar en la esfera del
Autorrecuerdo, donde todo se aclara ante el brillo inmaculado del Ser que
Somos, y donde las angustias desaparecen, como desaparecen las sombras ante la
potencia luminosa del amanecer.
Aglaonice,
que estaba muy sensible, entendió que el poema era una metafórica alusión a que
la embriaguez del método dionisíaco para olvidar las penas y disfrutar de la
vida a rienda suelta no era más que una solución pasajera, mientras que el
autoanálisis profundo y sincero del método apolíneo visaba ir a la raíz del
problema, a comprenderlo y a tratar de trascenderlo para siempre. No quiso
permanecer en la casa de huéspedes aquella noche y prefirió que descendiesen
por el sendero, alumbrándose con antorchas.
Dejó
que transcurrieran varios días antes de regresar a la montaña con sus dos
amigas, para que su ausencia hiciese más grata la presencia. Cada vez que
subían, se esmeraba más en la exquisitez de las viandas que llevaban (siempre
vegetarianas, ya que Orfeo se abstenía de carne) y en la perfección de la
sincronicidad de sus flautas con la lira de Orfeo y con los instrumentos de sus
otros acompañantes ocasionales.
En
las conversaciones con el bardo procuró mantenerse siempre en el nuevo rol
pasivo, femenino, discreto, estimulante sin convidar, que los griegos estaban
tratando de establecer como conveniente y hasta como normativo entre sus
mujeres, renunciando a la iniciativa directa y dejando, más bien, que el varón
deseado se fuera envolviendo, por sí sólo, en la tela de araña que con
paciencia tejía.
Para
lo cual contenía ante él sus leoninos deseos de acción y de dominio, a los que
concedía, sin embargo, total desahogo en las noches siguientes, en compañía de
sus acólitas, durante la Fiesta del Sagrado Frenesí.
96-
LA FIESTA DEL DESENFRENO
En
las ceremonias dionisíacas, Aglaonice lideraba con brío a su grupo de bacantes
en la intimidad secreta de los bosques; durante ellas, tras ingerir una mezcla
de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios, las ménades cantaban y
danzaban dando rienda suelta a lo instintivo, hasta entrar en un juego de
frenesí creciente en el que todo estaba permitido.
En
el momento de mayor embriaguez, las ménades descuartizaban vivos algunos
animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre, pasándose de mano
en mano los despojos, mientras reían y reían y se abrazaban, tiñéndose de rojo,
desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el
afloramiento de las identidades más arcaicas del propio ser a la mente
superficial, desde las honduras abismales de aquel subconsciente colectivo
donde la Diosa tanto era dadora de vida como dadora de muerte.
Era
una evocación de las ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada
Edad de Piedra y una reacción de rebeldía contra el imperio del frío
Mental-Intelectual, de la impositiva Razón Apolínea traída por el Patriarcado,
ceremonias vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres,
excepto a aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para
vivir femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las
sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el
eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones
profundas del ser, cabalgando el trance inducido por el alcohol quitapenas y
las plantas de poder.
Danzaban
llenas de místico entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a
ser fecundadas e inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores,
los espíritus de la naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima
que el hombre; los sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes
de sabiduría oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y
la ciencia de hacerse semejantes a la Diosa.
En
lo más intenso del torbellino y de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel
de loba y rodeada de perfumados vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía
con su flauta y sus movimientos a todos los demás instrumentos de viento,
dibujando una sinuosa melodía espiral sobre la noche, a contrapunto del
retumbante compás circular que marcaban los panderos, mientras alrededor de
ella y del fuego rondaba frenéticamente el embriagado coro de mujeres vestidas
con largos peplos de muchos pliegues, que dejaban los muslos al descubierto al
bailar.
Giraban
recubiertas de moteadas pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y
culebras, brincando y aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas
cabelleras y de sus sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la
floresta estuviesen participando con ellas en su danza remolineante, danza en
la que las energías individuales de cada una de ellas se convertían en una sola
sinergía multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma
ascensional con lo inefable, con la fuente subconsciente de la alegría más
simple y más vital, sin freno alguno.
Era
la terapia catárquica del desvarío provocado, aceptado y gozado de común
acuerdo, de la subversión de la normalidad, de la sub-realidad, del retorno a
la infancia lúdica de la especie. Era una terapia sagrada que tenía la virtud
de desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del futuro,
que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a plena
intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible...
...Que
transmutaba todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y
una religión comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir
placer y poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada
liberadora... Que desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos
momentos la voz tirana de la lamentosa razón cotidiana, aquella que proclamaba
machaconamente la insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por
tener que vivir en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores
parcelas de poder. Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas, si lo viesen.
Ellas
eran la activa resistencia de un milenario imperio de la intuición femenina
contra el cuadriculado estilo de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles
limitaciones que los griegos estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban
ruidosas protestas, y hasta destrozos, contra cualquier ofensa a su género,
contra los extranjerismos, contra las modas helénicas, contra cualquier
tentativa de reformar y corromper el orden y los valores que, desde siempre,
sustentaban la armonía de la vida. Incluso habían recurrido a veces a la
violencia, humillando o apaleando a hombres conocidos como maltratadores.
Ellas eran el espíritu de dignidad de su sexo
enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las
espadas y los palos sostenía, y que pretendía rebajar y degradar su condición.
Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construida libremente
sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de
unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había
contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la
sagrada tradición y que pretendían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras
ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.
Aglaonice,
siempre en el centro, dejaba a veces la flauta y elevaba su bastón-batuta, el
tirso, adornado con tiras blancas de lana, que dirigía cada cambio de tiempo en
la ceremonia, acompañando su gesto con un salvaje bramido, el grito ritual que
excita y anima, que era inmediatamente obedecido. Las bacantes giraban hacia un
lado o hacia el otro con perfecta sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban
su velocidad como si volasen, o se quedaban inmóviles como estatuas un
instante, para seguir cuando ella daba la señal.
Nadie
como las mujeres para ponerse de acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran
dirigidas con gracia y con firmeza desde el corazón y desde el vientre. En su
imaginación operativa, la Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura
todos los cordones umbilicales de sus ménades y las convertía en una gran rueda
generadora de pura energía de sanación psicológica.
Haciéndose
antena, raíz, fuente inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal
distribuidor de todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través
de ella como de un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad,
imaginaba como podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a
influenciar y a contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral
príncipe Orfeo a su disposición, como apasionado amante y perfecto complemento
de su carisma por una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante
sacerdote-músico de Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.
Cuidando
de no dejar su objetivo en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la
Magia como refuerzo de la consecución de sus deseos. La Magia de la mujer, que
creaba la vida, también servía para crear cualquier otra cosa. En un bosque
frondoso a las orillas del río Hebro se hallaba su lugar de poder y el viejo y
fuerte árbol con el que durante mucho tiempo se había identificado y hermanado.
Invocó sobre él a los elementales de la naturaleza, con las antiguas fórmulas
pasadas de madres a hijas durante incontables generaciones de matriarcado.
Personificó la figura de Orfeo sobre el árbol
juntando a su conjuro cabellos sueltos y pequeños objetos personales que había
sustraído al bardo y practicó en él y sobre ellos, impregnándolos de sus
propios fluidos, las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que
llegara a sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de
las mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.
Durante
dos lunas recogió el sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos
y fue reforzando con su concentración, muchas veces en trance, y alimentando
con sacrificios y ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de
que fructificase en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena
gestación.
97-
COMPASIÓN MAGISTRAL
Una
tarde que se encontraban tocando juntos ante la cueva del vate, al mudito
recogido por Orfeo se le ocurrió unirse a ellos con su flauta. Esto supuso una
cierta osadía por su parte, ya que era muy tímido y, por lo general, cuando
había visitantes, solía mantenerse discretamente apartado, aunque colaborando
todo cuanto podía, como hace un buen criado.
No
acompañó mal al grupo durante un par de canciones bien conocidas, pero luego
Metis propuso un himno que tenía cierta complicación, y el pobre muchacho
cometió un fallo de tono tan audible, que las tres ménades se echaron a reír y
él se quedó tan colorado y confundido que, por un momento, pareció querer
marcharse.
De
forma sorprendente, Orfeo se levantó de su lugar habitual, se sentó a los pies
del infeliz y recomenzó la pieza en el mismo tono en que el efebo la había
abordado, convidándole con los ojos a que le siguiera. Él lo hizo y la maestría
del vate logró, no sólo que aquella variación no desmereciera la dignidad del
himno, sino que la realzara.
También
con la mirada, convidó a Aglaonice, Metis y Hebe a que se unieran en el mismo
tono, lo afirmó en el colectivo, y luego dirigió al grupo todo hacia tonos más
altos, hasta que se recuperó la forma originaria de la canción. Cuando ya todos
fluían en ella, bajó el tono con una sonrisa, grado a grado, y los devolvió a
la variación alterna incorporada por el fallo del mudito, acabando con un
dinámico remolino musical que iba y venía de la variación al original, arriba y
abajo, en escalas bien contrapunteadas, las cuales se fundieron en un final
espléndido.
Todos
estallaron en una libre carcajada de satisfacción después. Aglaonice estaba
admirada del virtuosismo audaz y del amor con el que aquel bardo de bardos
había convertido un error en una lección de arte, devolviendo, al mismo tiempo,
su autoestima y dignidad a su joven compañero.
98-
VÍSPERA DE LUNA LLENA
La
sacerdotisa se sentía tan excitada aquella tarde, que convino con sus
compañeras y con Orfeo pasar esa noche en la casa de huéspedes para disfrutar
juntos de la víspera de la Luna Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría
una gran fiesta dionisíaca junto al río Hebro, que ella tendría que dirigir en
persona.
Tras
el anochecer y muy bien arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo
su frente, consiguió que Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una
acumulación de enormes rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a
corta distancia de la cueva.
Según
comenzó a asomar el disco tras las montañas, en tonos aún rojizos, ella
percibió como todas sus potencias femeninas la poseían en una inundación
ascendente. Se sintió brillante, hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y
poderosa, y en el mejor de los escenarios y de los ciclos para ejercer su
fascinio.
Se
concentró en el espejo de la luna, dejó que saliera de su sexo su magnetismo
como un fluido húmedo, rosado y vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en
su entorno, e imaginó sensiblemente a Orfeo captado por él, igual que una abeja
por el perfume y néctar de la flor, tocado en sus instintos, perdiendo el
control, avanzando hacia ella, besándola, abrazándola, derritiéndose
cálidamente en ella.
Pero
transcurrían los minutos y nada de eso ocurría, y salió de su concentración
para mirarlo de reojo. Él se encontraba en pie, a su lado, paladeando con
intensidad la belleza de la luna. Pero sin percatarse o sin querer asumir que
la luna se personificaba en ella esta noche para amar al sol en él. Entonces
decidió mirarlo directamente.
El
bardo recogió la mirada y le hizo una inclinación apreciativa con la cabeza, en
la que leyó que se encontraba embriagado por la belleza sagrada del momento y
que ella formaba parte de esa belleza como mujer. Esperó anhelante a que
avanzara y la tocara, pero no lo hizo, así que le tendió su mano.
Él
dio un corto paso y envolvió en las suyas la mano femenina, su mirada en la de
ella durante un largo rato, luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con
respetuosa dulzura.
Entonces
lo miró como si Orfeo fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla,
llegando apenas con sus dedos a los cabellos. Era el gesto mágico largamente
ensayado, imaginado y configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda
discreción y cayera bajo su encanto.
Pero,
en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el hombro y la atrajo a su
costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si quisiera que ella hiciera lo
mismo y que todo se quedara en una emoción estética compartida por un par de
buenos amigos.
Pasó
el tiempo en aquella posición. Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y
su entusiasmo se congeló. Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se
separó de él unos pasos y dirigió su cara hacia las rocas, llena de rabia,
deseando locamente que él volviera a tocarla para tener un pretexto para
rechazarlo, o golpearlo, o abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde
estaba, en silencio.
Finalmente,
se dejó caer sentada en una peña y dio salida a su frustración, permitiendo que
unas lágrimas silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó
su furor; también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta
distancia, como queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.
Aguardó
a ver si otras lágrimas y un sollozo, esta vez fingidos, producían algún
efecto. Él empezó a hablar con mucha dulzura:
-Aglaonice,
tan bella que me duele tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.
Ella
sollozó otra vez.
-Tan
querida para mí, tan bellos los días en que me brindas el placer de tu
compañía. Gracias por ellos, amiga.
Se
sintió mejor, tuvo la esperanza de que las cosas se arreglarían.
-Aglaonice,
tan querida, tan deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como
mereces. Mi corazón pertenece por completo a otra mujer.
Se
quedó sorprendida, no esperaba eso -¿Qué mujer?- Preguntó con un gemido.
Él
estuvo en silencio un rato. Después dijo: -Mi esposa, Eurídice.
Aglaonice
regresó su mirada hacia él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo
tiempo, aliviándose. Orfeo estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era
rival.
-Orfeo,
yo comprendo tu amor y tu dolor, pero Eurídice murió hace años.
-No
está muerta para mí, sigue muy viva.
-A
ella no le hubiera gustado que te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo
fuese tu compañera y me muriese, no quisiera dejarte esclavo de una obsesión.
Te querría ver feliz, rehaciendo tu vida con otra mujer.
-Aglaonice,
no puedes comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí,
cada día la amo más.
-¡Oh,
pobre mío! -se enterneció ella, lo abrazó- ¡Pobre mío!
Él
aceptó el abrazo, pero no lo devolvió.
-No
digas pobre mío, soy muy feliz con ese amor.
Ella
lo abrazó más fuerte. Ahora se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma,
ella lo curaría. En muy poco tiempo recuperó toda su seguridad.
Lo
miró muy cerca y sonrió, mientras se enjugaba una lágrima.
-Creí
que no te gustaba...-, sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.
Él
la abrazó esta vez con verdadera ternura.
-¡Cómo
no me ibas a gustar! Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo
lo que siento... Por favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de
amor que podemos compartir.
-Siempre
te amaré, Orfeo, siempre te amaré, aunque amases a otra. Mi amor por ti no es posesivo.
Te amo y basta. Siempre te esperaré.
Él
la miró, preocupado. No quería que se comprometiese de esa manera, no quería
obsesiones imposibles de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese
consolado. Poco más se podía hacer esa noche. Le dio un último abrazo.
La
luna ya clareaba alta en el cielo.
-Vámonos
a descansar, Aglaonice, empieza a hacer frío, vámonos amiga.
La
cogió por el hombro, como para darle calor, y comenzó a caminar a su lado
despacio, hacia su campamento. Ella aún tenía la esperanza de que acabaran la
noche descansando juntos... aunque no hubiese nada más entre ellos. Pero cuando
estuvieron a la vista de la cueva, él soltó su hombro.
-Ya
todo el mundo se retiró a dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.
El
sendero estaba claramente iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta
del cobertizo. Ella aún esperaba algo, pero la despidió con dos besos en las
mejillas y una sonrisa dulce. -Buenas noches, amiga querida, que tengas bellos
sueños-. Y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.
No
quería decir buenas noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un
momento, como invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se
movía. Ella pasó adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco,
mirándolo hasta el final.
Se
apoyó en la pared de dentro y esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos
pasos alejándose. Se sentía enamorada como una quinceañera.
99-
PASIÓN Y MAGIA
Deseaba
poder contárselo todo a Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban
profundamente dormidas en sus camas. Un grosero ronquido venía, de vez en
cuando, de la estancia contigua, donde estaban tres efebos acostados,
compartiendo un único camastro grande de paja.
Se
desnudó, metiéndose en el lecho que le habían reservado, pero le fue imposible
dormir. La luz de la luna filtrada, la excitación, los ronquidos. Dio mil
vueltas, recordó muchas veces todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se
imaginó otras posibilidades, trató de acalmar su excitación acariciándose, como
si fuera Orfeo quien la acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.
Saltó
de la cama, quiso beber, pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente,
abrió su zurrón y sacó de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había
sido debidamente preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última
bacanal.
Trazó
mentalmente a su alrededor un círculo ritual de protección, se encomendó a
Dionisio y tomó una dosis suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.
Sentada
en la cabecera de la cama, manteniéndose en contacto con sus inseparables
amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza subiera, mientras dibujaba una
escena animada en su imaginación.
Se
imaginó erguida enfrente de su árbol de poder, y al árbol convertido en Orfeo.
Amplió hasta él su círculo para englobarlo. Orfeo la miraba ahora, como
despertando de un mal sueño, desnudo y atado al árbol con mil nudos.
La
miraba como si fuese la primera vez y reconocía en ella todas las cualidades y
formas que amaba en su esposa muerta. Ella no sabía como eran, pero la Luna sí,
la Luna todo lo sabe. Los rayos de la Diosa descendían sobre ella y la
adornaban con la apariencia de Eurídice. Bañada en resplandores lunares, se
imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella. Consciente de su poder, se abrazó
mentalmente a su árbol, como tantas otras veces, fundiéndose con él.
Se
vio a sí misma envuelta en una ligera túnica, transfigurada entre velos de
plata, cruzando, ligera como una luciérnaga, el sendero ascendente que separaba
la casa de huéspedes de la cueva de Orfeo, llegando a la puerta,
transponiéndola, rebasando con cuidado el cuartito que había junto a la cocina,
para no despertar al pobre mudo; se imaginó aproximándose lentamente al fondo
de la cueva, donde estaba el camastro del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal
vez soñando con su esposa muerta, desnudo bajo la sábana.
Se
observó llegando al camastro, despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo
los rayos lunares que se filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo
se despertaba y la miraba y decía “¡Eurídice!”
Lo
que seguía después era demasiado hermoso para contarlo. Siguió soñando
despierta mientras el trance la iba elevando, poco a poco, liberándola del
encadenamiento a las habituales percepciones humanas.
Llegó
por fin la náusea y la bajada angustiosa a los niveles instintivos animales y
vegetales, a los inconscientes mundos minerales, al plano de la pura energía
viva desplegándose o replegándose de manera automática, en ritmos alucinantes
sobre un espacio sin límites, a velocidades que causaban vértigo.
Pero
ella era una psiconauta avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y
visualizó sobre el caos de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con
lo más poderoso de sí misma. Inmediatamente, la vibración descendente se hizo
ascendente, al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse en espirales
alrededor del centro sólido fijado en el vacío.
Cuando
empezó a poder controlar su ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas
preparadas muchas veces, dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y
más el encantamiento. Haciendo de su voluntad un principio de manifestación,
gestando la realización paso a paso.
Por
fin sintió que su deseo ya era uno plenamente con el deseo de la Diosa, como
cuando, a un solo gesto suyo, el coro de ménades sujetas a ella por el cordón
umbilical de plata, se arrancaba a danzar en alas del delirio o se quedaban
quietas, inertes y concentradas como estatuas, hasta que su grito las ponía a
danzar de nuevo “No por mí, Señora, no por mí ni para mí, sino para que sea
hecha tu obra y tu gloria.”
Entonces
se levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura
de su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.
Cuando
llegó, silenciosa, atenta e ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio
cuenta, de pronto, de que no dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre
estaban colados a la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado.
Se quedó de piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchachito mudo.
Salió
de la cueva de puntillas, como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde
caminaba hasta que encontró el sendero que bajaba a la casa de huéspedes.
Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio desprendida,
ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y corrió
enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias vueltas
rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda,
ensangrentada.
Sólo
entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.
A
los lobos del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.
100-
CAPÍTULO FINAL
Al
atardecer del día siguiente, treinta ménades muy embriagadas, en pleno furor
sagrado, armadas con tirsos y con palos, comandadas por una vengativa Aglaonice
llena de cicatrices, invadieron de repente el campamento de Orfeo cuando estaba
empezando a tocar para un grupo de cinco muchachos.
-¡Orfeo,
podrido pederasta mentiroso! –gritó Aglaonice colérica- ¡Ese es el amor fiel
que le guardas a tu mujer, tan joven fallecida! ¡Como amas su recuerdo,
desprecias a las mujeres hechas y derechas, pero te consuelas con los efebos!
–avanzó hacia él golpeándolo fuertemente con el tirso en un hombro -¡Maricón!
¡Pervertido!- y lo golpeó otra vez, rompiéndole la lira que tenía entre las
manos.
-¡Pederasta!
¡Corruptor de niños!- gritó la ancha Metis, lanzándole una gruesa piedra que le
hirió en el cuello antes de que pudiese hablar para defenderse. Eso fue la
señal para la manada, todas las ménades empezaron a recoger piedras y palos y a
lanzárselos mientras lo insultaban. Los cinco efebos se perdieron corriendo,
monte abajo, en distintas direcciones.
Orfeo,
alcanzado por una piedra en plena cara, cayó de rodillas. De la cueva salió
corriendo el joven mudito rubio, cruzó ante las desenfrenadas bacantes y se
abrazó a él, queriendo protegerlo con su cuerpo. Aglaonice tomó un palo grueso
de manos de otra ménade, se echó sobre él con rabia y le machacó la nuca. Cayó
inmediatamente ante las rodillas de Orfeo.
-¡Eurídice!-
gritó él, abrazándose con pasión al cadáver del efebo. Fue lo último que dijo;
alcanzado en la cabeza por muchas piedras, se quedó tendido para siempre sobre
su amante.
Aglaonice
paró a las ménades con un alarido, extendiendo los brazos en aspas. Dejaron de
caer piedras. Entonces avanzó hacia los muertos, con una lucidez súbita
revelándosele en medio de las tinieblas de su furia vengadora. Apartó a un lado
el cuerpo de Orfeo, volteó el del efebo y desgarró su túnica, que dejó al
descubierto unos pechos femeninos apenas incipientes, como los de una niña.
Luego, le levantó la túnica por abajo y se quedó lívida.
-¡Eurídice!
-gritó- ¡Eurídice! ¡Eurídice! ¡Eurídice! -repitió, mientas examinaba el cuerpo
por toda parte con asombro total -¡Eurídice! -repitió irguiéndose y dando
vueltas sin sentido alrededor de los cadáveres sobre el suelo ensangrentado,
lleno de piedras y palos, mientras las ménades empezaban a tocar sus
instrumentos y a gritar ¡Evoé! sin entender su desvarío.
-¡Orfeo
y Eurídice! -gritó ante los cuerpos, espantada- ¡Unidos por mí para siempre! -y
de nuevo echó a correr despavorida, aullando como una loba loca montaña abajo,
con su túnica revoloteando tras ella, alas fantasmales, al tiempo que las
ménades comenzaban a bailar su danza salvaje, en la que despedazaban los
cuerpos sacrificados.
El
sol poniente volvía rojo todo el horizonte, cuyas nubes semejaban una puerta a
través de la cual un par de estilizadas figuras, unidas por las manos,
estuviesen ascendiendo juntas hacia lo alto.
Verano
-Otoño 2003.
Cap
de Creus, Finisterre, Vigo. ESPAÑA
Ampliado
y Revisado en Retiro Manjarin Brasil (www.retiromanjarindelbrasil.blogspot.com)
Diciembre de 2012 São Thomé das Letras, MG, BRASIL.
FIN
DEL LIBRO 3 Y DE LA NOVELA “VIAJE DE ORFEO AL FIN DEL MUNDO”
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