quarta-feira, 27 de novembro de 2019

PARTE SÉPTIMA: RETORNO A LA SUPERFICIE


90- REGRESO A TRACIA


Hay muchas versiones sobre el final de la historia de Orfeo, tras su salida de los Infiernos. La mayoría de los bardos dicen que se quedó muchos días como petrificado sobre la playa del Fin del Mundo, sin querer comer ni beber, deseando tan sólo morir para regresar al Hades con Eurídice.

Pero Hades no volvió a abrirle las puertas, ni quiso que las Parcas cortasen el hilo de su vida antes de la fecha marcada en su destino... tal vez decidió que el mejor castigo por haber dudado de su palabra, de su amada y de sí mismo en el último momento, sería hacerle rumiar solo, en el mundo de los vivos, la vergüenza y el dolor de su fracaso durante algunos años más.

La aventura de cruzar de nuevo hacia atrás el Camino de las Estrellas hasta los Pirineos y después todo el Mediterráneo hasta el Egeo debería, sin duda, valer la pena de ser escuchada, pero ningún vate la contó, que nosotros sepamos.


El caso es que se dice que un día lo vieron reaparecer por Tracia, su país, todavía conservando cierto encanto, pero con los cabellos agrisados y con los sufrimientos pasados marcados en su rostro. Llevaba consigo su lira y le acompañaba un muchachito rubio y de ojos azules algo retrasado, con el pelo muy corto, que nadie sabía si era un hijo suyo, aunque lo trataba cariñosamente como tal, o un huérfano vagabundo de pocas luces, hallado por los caminos, del que se apiadó.


Orfeo pudo percibir, entonces, la gran cantidad de tiempo que había invertido en su búsqueda, al informarse de la actualidad y al contemplar los enormes cambios producidos entretanto en su país.

Mientras él juraría que no pasó más que un par de noches en la otra dimensión, casi toda una generación había transcurrido sobre la tierra, y con ella pasaron también para siempre muchas de las personas por él conocidas en su juventud: sus padres no estaban más en este mundo, ni muchos de sus otros familiares y amigos, como pronto se fue enterando.

Su hermano reinaba y el pueblo no parecía estar demasiado satisfecho con él, ya que, según oyó, aunque había comenzado muy bien, ahora los gravaba con impuestos impopulares y con una militarización y un control excesivos.

 El bardo dejó sus cosas con el muchacho en una venta y subió solo a palacio, a saludar al rey y a los parientes que le quedaban, que se pusieron muy contentos de verle y le brindaron su mejor acogida.


Tomando juntos los alimentos y las bebidas de la hospitalidad, se enteró de que el antiguo matriarcado ya había sido derrocado plenamente en toda Grecia (aún resistía algo en Tracia, aunque la madre de Eurídice, ya había dejado el mundo y otra Alta Sacerdotisa la había sucedido) …y que los aqueos estaban preparando una gran expedición contra Troya, la única competencia comercial fuerte que se les oponía en el Egeo.

Tracia estaba muy comprometida con su rey, Príamo, que había sucedido a Laomedonte, por causa de los pactos jurados por su padre, el rey Eagro, y por el enlace de su hermano con una orgullosa princesa troyana a la que no amaba.

 El actual soberano tracio no tenía más remedio, sin ganas, que entrenar a un gran contingente de tropas y que apretar el cinturón al pueblo para acumular y reservar una gran partida del presupuesto del estado, a fin de poder ayudar a la defensa de su rico aliado cuando se produjese la inminente invasión del Helesponto.

Micenas y Esparta instigaban a los demás helenos al conflicto, con vagos pretextos de honor ofendido convertidos en romances por los vates. Nadie se los creía, desde luego, porque estaba claro que lo que realmente les interesaba era controlar el importante flujo de comercio que venía del Mar Negro (aquél que el rey Eagro había despreciado en su día) y colonizar con griegos sus orillas.

A Orfeo no le pareció extraño que algunos de los caudillos griegos jóvenes que se proponían marchar contra Troya fueran hijos de sus antiguos compañeros argonautas o de los reyes y príncipes amigos con los que se relacionó en el pasado: el principal campeón con el que contaban los aqueos se llamaba Aquiles, y era el único de sus siete hijos varones que el argonauta Peleo, príncipe de Egina y actual soberano de Ptía, había conseguido arrebatar del sacrificio a su esposa Tetis (la última suprema sacerdotisa pelasga que conservaba el título de Hormiga-Reina de la Gran Diosa en Grecia). Contábase que sólo lo logró agarrándolo rápidamente por el talón y tirando de él hacia la vida, cuando ya el resto de su figura se estaba diluyendo en la dimensión de los inmortales.

Aquiles, engreído, cruel y prepotente, preparaba para la invasión a los hombres-hormiga, los disciplinados guerreros mirmidones con los que sus padres habían conquistado Yolcos.

Aquel hijo adoptivo de Laertes de Ítaca que él había conocido como un niño, casi parecía que hubiese sido ayer, Odiseo, que usaba con acierto un arco más grande que él, ya estaba casado con una princesa cefalonia, Penélope, y tenía fama de ser un rey más astuto que su padre biológico, el famoso Sísifo de Éfyra.

También Néstor de Pylos, aunque decían que ya se veía mayor, formaba parte de la alianza antitroyana. Junto con Diomedes de Argos y los fillos de Telamón de Salamina, Áyax el Grande y el famoso arquero Teucro, engendrado en una princesa cautivada a sus enemigos.

Lo que sí sorprendió tristemente al bardo y le hizo darse cuenta de lo rápido que había transcurrido el tiempo mientras él se encontraba en el remoto Occidente, fue enterarse de las muertes de dos queridos camaradas:


El primero, el comandante de los argonautas, Jasón. Tras haber renunciado al trono de Yolcos, reinó en Éfyra-Corinto, el reino heredado por su esposa, la hechicera colquídea Medea. Tuvo cinco hijos y fue feliz con ella hasta que la maga se empeñó en conseguir la inmortalidad para los dos últimos, mediante los clásicos procedimientos matriarcales.

Eso causó un grave conflicto entre ambos, provocando que dejasen de cohabitar juntos y que Jasón, al cabo de un tiempo, se pusiera a considerar la proposición del rey vecino, Creonte de Asopia, un patriarcalista típico, que le ofrecía casarse con su hija Auge para unir ambos reinos, sin preocuparse de pensar siquiera que Medea pudiera no estar de acuerdo.

Jasón decidió tentar una vez más a la fortuna: se divorció de Medea y, a pesar de que su derecho al trono sólo venía de ella, se dispuso a casarse con Auge sin renunciar a la rica corona de Corinto. La hechicera, profundamente ofendida, simuló resignarse y someterse, pero sólo para que Auge aceptase, como regalo de bodas, un bello camisón nupcial tejido por sus manos. En cuanto se lo puso, el hechizo que contenía consumió en llamas a Auge, quemó a su padre, a todo el palacio y barrios vecinos e incluso a los dos hijos mayores que había tenido Jasón de Medea.

Jasón logró salvarse y salvar a su tercer hijo saltando con él por una ventana, pero los habitantes de Corinto se quisieron vengar del devastador incendio yendo con palos y hachas a por Medea, que consiguió huir. Aunque, en medio del tumulto, mientras los corintios luchaban contra su guardia y sirvientes, mataron sin querer a los otros dos hijos suyos con Jasón, los más jóvenes, precisamente, aquellos que ella destinaba a la Diosa.

Medea, tras algunos intentos infuctuosos de recuperar Corinto, donde nadie la quería, acabó regresando a su Cólquide natal. Allí, por medio de otras intrigas no menos brujiles y enrevesadas, arrebató el trono a su tío y se casó con el rey de Mosquia, uniendo ambos países bajo su mando hasta ahora.

Jasón, loco de dolor por la muerte de sus cuatro hijos, perdió el deseo de alimentarse o asearse y se dejó invadir por una depresiva amargura. Abandonó su palacio y descendió al santuario de Poseidón de la playa, ante el cual había mandado varar el gran trofeo de su vida, el navío “Argo,” con el que un día partiera en busca del Vellocino de Oro.

Bajo su proa se quedó sentado, recordando su juventud, meditando sobre lo efímero de la gloria y los triunfos humanos, mientras comparaba tristemente los antiguos tiempos con los actuales, en los que todo su ánimo y su vitalidad parecían descomponerse tanto como la madera del “Argo,” que ya se veía llena de carcoma. Nadie podía escapar, por muy altas empresas que lograra coronar, al último fracaso: el que llega para todos de la mano de la vejez y de la muerte. Más alta la ascensión, más profunda la caída.

Se dice que Poseidón, su protector, apiadado de su imparable dolor, decidió librarlo de él antes de que la pena de sí mismo envileciera su alma de héroe, y envió un golpe de viento marino que, aún no siendo muy fuerte, provocó que el carcomido mascarón de proa de la galera se desgajara definitivamente y cayera sobre el cráneo de Jasón, matándolo de inmediato.


El otro compañero de Orfeo muerto era nada menos que Hércules: Innúmeras leyendas contaban que el coloso había participado en docenas de guerras y en un sin fin de combates individuales, tras haber tenido incontables hijos, todos varones, de incontables mujeres a las que no había logrado amar ni la mitad que a Pyrene.

Pero un día se apasionó por una princesa hermosísima que conducía su propio carro en la guerra como Atenea, Deyanira (secretamente hija de Dionisio con Altea, esposa del rey Eneo de Calidón). Tenía muchos pretendientes, aunque todos, menos uno, se salieron de en medio en cuanto Hércules lanzó su reto. Finalmente, el coloso tuvo que luchar contra el temible Aqueloo para ganar la mano de la princesa y lo venció.

Celebrando la victoria, se casaron y vivieron muchas noches de ardientes fusiones. Jugando juntos el más bello de los juegos, Hércules engendró en ella varios hijos y a su única hija, Macaria, que era la luz de sus ojos. El errante guerrero se había convertido en un feliz padre de familia, todo miel y dulzura.

Pero seguía sin saber controlar su fuerza y provocando muertes de inocentes sin querer, por causa de ello.

 Así que se vio obligado a exiliarse de Calidón durante un año para purificarse. Su amante esposa decidió renunciar temporalmente a las comodidades palaciegas que correspondían a su rango y, llevando a su niña en brazos como la mujer de un vagabundo, se unió a su destino y a su destierro.

Cada vez más, Hércules rogaba a los dioses que le liberasen de su ego a fin de detener la rueda de desoladoras repeticiones en su vida. Sentía que precisaba crear un vacío para que algo verdaderamente nuevo llegara a ella.

Una mañana, los tres se encontraron en la necesidad de cruzar el río Eveno, que bajaba torrencial y desbordado por las lluvias. El hombre-centauro Neso, que era muy fuerte, se hallaba en la orilla ayudando a cruzar sobre sus brazos a quienes le contrataban.

Hércules quiso ocuparse personalmente de cruzar a su hijita y encomendó a Neso que llevara a Deyanira.

Pero en cuanto el centauro tuvo a aquella beldad turbadora entre sus brazos, se volvió loco de lujuria, se demoró a propósito en entrar en la corriente y, cuando el coloso ya estaba casi llegando a la otra orilla, echó a correr con ella hacia el bosque en dirección contraria, con la intención de violarla.

Deyanira gritó y Hércules, sin soltar a su hija, consiguió llegar a tierra, puso rápidamente una de sus flechas en el arco y la lanzó con su mejor puntería desde gran distancia, alcanzando al centauro en la espalda.

La herida no era mortal y Neso aún pudo correr un buen trecho bosque adentro, pero la flecha estaba envenenada con la sangre de la Hidra de Lerna y el centauro sintió que toda la suya se le quemaba por dentro.

Antes de expirar y de que su matador apareciera al rescate de su esposa, pidió ahogadamente perdón a Deyanira, confesando que su belleza le había hecho perder la cabeza y ofreciéndole, para compensarla, un talismán mágico: le dijo que si guardaba algo de su sangre en la pequeña calabaza de viaje que llevaba para beber, la mezclaba con el agua con que lavaba las camisas de su esposo y conseguía que Hércules se la pusiera, también él perdería la cabeza por ella y nunca jamás volvería a mirar a otra mujer.

Deyanira, cuyo tormento principal, a pesar de toda su inteligencia, valor y encanto, eran los irrefrenables celos que sentía cada vez que su coloso era admirado por otras mujeres, guardó un poco de aquella sangre, la mezcló con el agua al lavar la camisa preferida de Hércules, la bordó bellamente y, en cuanto tuvo el primer motivo de desconfianza, se la ofreció a su marido como un regalo de amor que ella adornara con sus propias manos, en agradecimiento por haberla rescatado del centauro.

Hércules se disponía en ese momento a realizar un sentido sacrificio a los dioses en la cumbre del monte Eta, para que le perdonaran las limitaciones de su carácter y le ayudaran a canalizarlas constructivamente. Se acordó, justo en aquel momento, de las últimas palabras de su maestro, el centauro Quirón, antes de tomar la decisión de abandonar voluntariamente este mundo: “No estés triste, amigo mío, demasiado tiempo he prolongado mi vivencia en este plano. Pero llega un día en el que hay que renunciar a los apegos y atreverse a sacrificar la inmortalidad del yo, para poder descubrir la inmortalidad de la Vida”

Sobre un altar de piedra, el coloso había preparado un gran montón de leña; acercó las víctimas, se lavó de manera ritual y preparó su camisa limpia. En cuanto se la puso, la ponzoñosa sangre de la hidra de Lerna (que mezclada con la de Neso, contaminaba, aunque invisible, las fibras del tejido), al juntarse con el sudor del héroe, penetró los poros de su piel y ulceró inmediatamente toda la superficie de su carne, produciéndole una quemazón terrible. Intentó arrancarse la camisa, consiguiendo tan sólo que grandes pedazos de piel se desprendieran con ella y que siguiera quemándose por dentro.

Al final, no pudiendo soportarlo más, decidió imitar a su maestro Quirón y renunciar voluntariamente a la vida con una muerte de guerrero: le prendió fuego a la pira de leña y luego se tumbó sobre ella, pidiendo a los dioses su purificación y su liberación total y definitiva.

El monte Eta estuvo ardiendo durante varios días, igual que los Pirineos tras la muerte de Pyrene. Deyanira, perseguida sin tregua por las furias del remordimiento, acabó ahorcándose. Los sacerdotes de Zeus, Atenea y Apolo aseguraban que, tras su muerte física, el coloso había alcanzado por fin un sitio entre las almas inmortales y que ahora era el guardián del Olimpo, no permitiendo el acceso a las dimensiones más elevadas a ningún espíritu que no se hubiera esforzado tanto como él por superar las limitaciones que lleva consigo la personalidad humana.


Tras escuchar estos relatos, Orfeo sintió que era el último superviviente de una intensa época ya pasada y juzgada por la Historia. No permaneció mucho más tiempo con sus parientes ni quiso contar más que vaguedades superficiales acerca de sus largas andanzas por el mundo. Tampoco se interesó por los cargos que le proponía su hermano para que reanudase su vida en la corte, en un status digno de su rango.

En lugar de eso, anunció a los suyos que deseaba retirarse a vivir como ermitaño y rogó que, si en verdad le querían, respetasen lo que había decidido sin discutirlo. Les deseó de corazón que fuesen felices, salió del palacio y ese mismo día siguió, con su joven compañero, el camino de la montaña.

Se instalaron en una cueva del Rhodope, cerca de la que había un bosque de viejos robles y castaños y una escarpada garganta rocosa por la que se despeñaba un río hacia un túnel subterráneo con fragor. Protegieron, alzando un muro seco, la parte de la entrada de la cueva más expuesta a los vientos dominantes, aunque dejando que entrase toda la luz posible por arriba. No dejó Orfeo de ornar la pared trasplantando a su base un rosal silvestre trepador, planta que tenía para él mucha significación, lo que dio un toque femenino a aquella rústica guarida de eremitas cuando subió por el muro y floreció.

Mientras hacía buen tiempo cultivaban un pequeño huerto de espirales entrelazadas, que sin embargo, sobraba para alimentarles y para ofrecer algo a los visitantes que no dejaban de aparecer, atraídos por los maravillosos conciertos “en agradecimiento a la vida y a sus dones,” que daba Orfeo a cada ocaso, sentado delante de su cueva y mirando hacia el enrojecido Occidente, acompañado a veces por el muchachito rubio, que, a pesar de ser casi mudo, no tocaba mal la flauta.

Muchos bardos se acabaron enterando de que el famoso Orfeo vivía retirado en el Rhodope y fueron subiendo hasta allí para escucharle, para llevarle alguna ofrenda de cosas que él no producía, como aceite, sal, fruta o ropas de abrigo, para acompañarle a tocar al atardecer o para aprender de él, escuchando las enseñanzas que el bardo había recogido en sus amplias andanzas por el mundo.

Orfeo era muy afable y respondía con amabilidad a las expectativas de sus visitantes, pero siempre esquivó el tema de su supuesto viaje a los Infiernos y, por delicadeza, como veían que sólo mentarlo le afectaba, nadie se atrevía a insistir.

Sin embargo, no dejaba de entrar en temas filosóficos tales como la realidad del ser y el problema de la vida y de la muerte, sobre todo si quien los sacaba a colación era un iniciado en los misterios de Samotracia o Eleusis, o simplemente alguien que deseaba peregrinar a aquellos santuarios.

 Se dice que algunas de sus respuestas fueron anotadas por varios jóvenes ávidos de conocimiento. Uno de ellos, llamado Museo, era el que subía a dialogar con él con mayor frecuencia; otro, que no quiso registrar su nombre, fue el compilador de las Notas Órficas que decidimos colocar como apéndice al final de este libro y antes del GlosarioGeneral, para orientar o instruir a aquellos lectores que tengan algo más que simple interés literario.





91- LOS AMIGOS DE ORFEO


A pesar de lo que pudiese imaginar quien lea esas Notas, que, tal como fueron recogidas, parecen afirmaciones o discursos teóricos que resumen para los pensadores el sentido de muchos de sus cantos, cuentos, poemas, historias o incluso conversaciones, Orfeo raramente categorizaba ni predicaba: más bien ayudaba a su interlocutor a profundizar en la cuestión que le interesaba, de manera que fuese él mismo el que plantease con la razón las preguntas y se contestase con el sentimiento o la intuición las respuestas, dentro de lo posible. Claro que, si se encontraba con un espíritu demasiado acorazado, no tenía reparos en empujarle un poquito a asomar la cabeza.

-¿Por qué intentas echar a otros la culpa de tus desdichas? -replicó una vez a un muchacho deprimido que se quejaba de sus padres, de la gente y del mundo-. Todo cuanto nos sucede es una consecuencia, nosotros mismos lo hemos provocado anteriormente. Existe una justicia cósmica.

-Yo no he hecho nada en mi pasado que se merezca el poco amor y atención que me han dado –respondió el joven-. Y si me vas a hablar de vidas anteriores, eso no me sirve, porque no puedo creer en esos cuentos de viejos y viejas.

-Si no puedes creer en la acumulación de cargas negativas de vidas anteriores que se proyectan en las siguientes, como circunstancias innatas a ser compensadas, tampoco podrás creer que exista la justicia cósmica o divina.

-Tampoco creo en los dioses ni en nada que no pueda comprobar personalmente… todo eso continúan siendo cuentos de viejos y viejas bien aburridores, que ni quiero escuchar más.

-Pues si no crees que existan los dioses ni la justicia cósmica, tampoco puedes esperar ni reclamar que exista justicia humana, ni que tú la merezcas. Desde tus propios argumentos, simplemente, parece que no tuviste suerte en tu pasado, pero tal vez la tengas en el futuro y tú seas el beneficiado por ella, y otro el perjudicado por el ciego azar.

-No me perjudicó el ciego azar, me perjudicaron mis padres y mis maestros, que me dejaron resentido porque no correspondieron a lo que yo esperaba de ellos, lo cual me hizo infeliz para siempre.

-¿Crees que vas a solucionar tus problemas si encuentras quien acepte responsabilizarse por su origen?... Si es así, yo mismo me responsabilizo, en nombre de tus padres, de tus semejantes y de los dioses- dijo Orfeo adoptando la posición del suplicante-. Me arrodillo ante ti. Yo tengo la culpa de cuanto te pasa, hijo maltratado de la Humanidad. Como Humanidad te suplico, por favor, que me perdones. Mis culpas se deben a mi ignorancia, mi inconsciencia y mi enorme torpeza y egoísmo, además de a las circunstancias. Tú eres un ser puro a quien he contaminado, traumatizado y victimado desconsideradamente, por estar demasiado concentrado en mis propios asuntos, sin que te hayas merecido nada de lo que sufriste. Pondré mucho cuidado en que jamás vuelva a ocurrir. Perdóname, perdónanos, te lo suplico ¿...Te sientes más libre ahora?

-No -respondió el joven-. Yo era un inocente y me traumatizaron. Todavía lo que los demás me hicieron pesa tanto dentro de mí, que no encuentro el sentido a la vida ni tengo ganas de vivir ni de decidirme a hacer nada.

-Y puede que te continúe pesando toda tu vida, mientras le sigas concediendo tu atención sentimental –dijo Orfeo-. Yo creo que nos ha tocado vivir aquello que cada uno de nosotros había alimentado durante más tiempo en su sentir y aquello que con mayor atención cultivó en su pensamiento.

-¿...Y cómo puedo dejar de pensar en ello o de sentir rabia por ello?

-Sólo conozco dos maneras –respondió Orfeo mientras recogía su lira-: una, puedes ir hasta el final de tu rabia descargándola sobre un muñeco de paja con el que representas a la gente que odias... golpéalo, grítale, insúltalo, véngate. Destrúyelo, quémalo, arranca de tu interior todo ese resentimiento, exteriorízalo, agótalo hasta que te liberes de él. El odio es una enfermedad del sentimiento herido que, si no te la sacas de encima, te corromperá y te destruirá; pero que, cuando la has sacado de ti por medio de la venganza, no te produce otras compensaciones mejores que un simple desahogo emocional. ¿...Te bastará con eso?

-No, no. Yo quiero, además, otras compensaciones más tangibles, quiero que me paguen por todo el tiempo que dejé de ser feliz, quiero que quien no me dio amor o atención me suplique que se los acepte ahora, quiero recuperar toda la vida y la riqueza perdida por culpa de ellos, quiero que me den lo que esperaba de ellos y no obtuve -respondió el chico apasionadamente-, quiero que quien me hizo infeliz, me haga feliz, me resuelva la vida.

-Entonces, no te sirve la venganza -dijo Orfeo-. Tendrás que recurrir a la segunda manera.

-Y cuál es?

-Perdonando y perdonándote muchas veces... Y luego agradeciendo a la Vida, muchas veces más, con sincera alegría, por haber tenido la suerte de vivir una experiencia tan formativa como la de poder convertir tu resentimiento contra el mundo en generosa comprensión de las limitaciones de todo tipo que hicieron posible tu juego del vivir y que le dan todo su interés.

-¿Entendí bien? ¿Estás diciendo que son las limitaciones las que le dan su interés a esta vida mía? -protestó, indignado, el joven.

-¿A ti te resulta muy apetecible –contestó el bardo sonriendo, mientras hacía sonar a una sola cuerda en un único tono suave, monótono, continuo y repetido- vivir, durante toda la eternidad, en un mundo puro de espíritus puros, donde cuanto te rodea es perfecto, nada es disonante ni contrastante, no existe el riesgo y jamás ocurre nada inesperado?


Cuando llegaban a un punto en el que poco más se podía profundizar, ni con la razón ni con la imaginación, Orfeo recurría al sentido del humor para aligerar tensiones y luego tomaba su lira e improvisaba un poema cantado que recogía, en forma de símbolos y metáforas, la esencia de cuanto se había exteriorizado.

Esa manera sutil, aunque penetrante, de desarrollar toma de consciencia, hizo que muchas personas, sobre todo muchachos y hasta adultos barbados que estaban angustiados ante la perspectiva de tener que dejar el simple y seguro mundo de la infancia y adolescencia para asumir las libertades y las responsabilidades del adulto, viniesen a pedirle un poco de movimiento mental.

Era un argumentador o consejero querido por los jóvenes, ya que no exigía disciplina alguna que no saliese del propio convencimiento de la persona ni despertaba en nadie sentimientos de culpa, se refería a las insuficiencias humanas como a un material plástico que está ahí para que el artista lo moldee, lo transmute o sublime o lo refine y sutilice, y estimulaba a desarrollar lo que de mejor había en cada uno y ofrendarlo a los demás y a La Vida.

Toleraba todas las bromas y parecía tan a gusto tratando con seriedad profundos temas transcendentes como juntándose apenas un momento a quienes pasaban, después de eso, a las canciones tradicionales, a los chistes y a las carcajadas, aunque siempre sabía hacer con que todo el grupo se alinease de nuevo con su alma y recuperase el aquí y ahora, la calidad, la altura, la ligazón con Apolo y las Musas y la creatividad constructiva subsiguiente.

No dudaba en absoluto, cuando llegaba el momento oportuno, en pedir a sus visitantes, con una autoridad que emanaba de su sonrisa, un silencio, o una oración, o que hicieran el favor de retirarse porque ya quería dormir o estar solo, o porque tenía cosas que hacer.

-“¿Religión? –decía- Eso es una cuestión individual y no colectiva. Religión significa re-ligarse. Que cada uno busque, según sus gustos, la forma que más le motive para encontrarse consigo mismo en sus planos más elevados o profundos y para agradecerle a la vida sus continuos dones. La esencia de la vida, tal como la siente cada uno, es el dios que contiene a todos los dioses”.-

-¿Verdad? La Verdad Absoluta, como todos los Absolutos, forma parte del Misterio Absoluto, es incognoscible para nosotros y, desde nuestra perspectiva, sólo podemos captar y conocer las verdades relativas que corresponden al grado evolutivo de nuestra propia consciencia. Conociéndolas, seremos honestos con nosotros mismos desde el momento en que cada uno consiga ser coherente con su propia Verdad y con los códigos de valores que de ella se derivan”.-

Era, en suma, un maestro artista -aunque no le gustaba que le llamasen “maestro”- y no un santón solemne, como tantos eremitas, y eso aumentaba su popularidad y el número de sus visitantes. Tiempo más tarde los eruditos dijeron que en aquella montaña empezó a desarrollarse la semilla informal de lo que luego sería la prestigiosa Escuela Iniciática Órfica, que renovaría y actualizaría los Misterios de Eleusis y que haría de perfecto complemento lunar de las solares concepciones de los Pitagóricos, preparando el amanecer de un mundo nuevo...

…Aunque, en realidad, la mayoría de sus teóricos explotaron el nombre y el prestigio de Orfeo para fundar una religión tan rígida y dogmática como todas ellas –y. sobre todo, para poder vivir a costa de ella como “Conocedores de la Verdad”-, sin llegar a conocer, realmente, lo más hondo y auténtico de Orfeo, que era su manera de vivir.

Tantos jóvenes se quedaban conversando hasta la noche, después de sus conciertos, que, con la ayuda de los mejor dispuestos o de los menos perezosos, el vate levantó para ellos un cobertizo de troncos, piedras y paja a doscientos metros de la cueva, monte abajo, junto al arroyo, para que no tuviesen que bajar la falda del Rhodope en medio de la oscuridad.

Luego les dijo: “Esta es la Casa de Huéspedes, vuestra es.” Y no volvió a aparecer por ella, ni se le ocurrió establecer el menor reglamento sobre su uso, dejándoles que ellos mismos se organizasen.

El cobertizo acabó convirtiéndose en una especie de comunidad juvenil, ocupada por una población nómada y fluctuante, que pasaba allí períodos alternos, unas veces entreteniendo el día en excursiones por los encantos naturales de la región, otras, tratando de sacar adelante el huerto comunitario creado para proveer alimento a los visitantes que, en algún momento del año acababa secándose por falta de quien se preocupara de regarlo… aunque la mayor parte del tiempo se les vaciaba hablando y hablando, sin realmente escuchar lo que decían, ni ellos mismos ni los demás.

Solamente en una norma tuvo que insistir Orfeo ante sus visitantes: la norma de sagrado respeto a todas las vidas.

-Este es un lugar de vida y de celebración de la vida, y amamos ver como los animales silvestres se acercan a escuchar la música que hacemos. Aquí no se caza ni se pesca, no se causa daño al reino vegetal sin necesidad, no se traen cadáveres de animales para comerlos, no se capturan ni se aprisionan ni se llevan lejos de aquí ni, mucho menos, se traen animales de lejos para criarlos, matarlos y comerlos.

-¿No podemos traer algún animal para ofrendarlo a los dioses como sacrificio? –preguntó alguien.

-Sólo dos sacrificios son agradecidos a quienes quieran compartir este espacio con nosotros –respondió el vate-: El primero es renunciar a satisfacer a entidades del astral que piden derramamiento de sangre a sus devotos, ni animal ni humana, pues, con certeza, se tratará de entidades de muy baja vibración, las mismas que se aprovechan de las guerras y los asesinatos entre los hombres.

-El segundo supone un sacrificio mayor, pero ese es el que realmente vale: ofrenda a la Vida, aquello que permanece de más primitivo y animal dentro ti, para lo cual no necesitas matarlo, sino domarlo, ofrece tu egoísmo al Supremo Amor de la Madre Vida por todas sus criaturas de todos los reinos naturales.-

Los jóvenes fueron aprendiendo así, poco a poco, a subir sin armas de caza y a traer sus propios alimentos incruentos en la mochila, para no abusar de la generosidad de Orfeo, que todo lo compartía, pero cuya huerta apenas producía poco más que para la subsistencia de unas cinco o seis personas.

En alguna ocasión uno de los muchachos aparecíó con una chica, que no pudo permanecer allí demasiado tiempo porque, a cada año que pasaba, las muchachas tracias estaban mucho más controladas por sus familias que los muchachos. En invierno el local quedaba vacío durante largas temporadas, ya que los jóvenes preferían disfrutar del calor y de los alimentos de las casas de sus padres.






92- LAS MÉNADES


Cierta tarde del comienzo del verano, cuando Orfeo acababa de terminar una canción frente a un coro de ocho muchachos que estaban pasando unos días en la casa de huéspedes, se oyeron músicas alegres subiendo por el sendero de la montaña.

Aguardaron expectantes, hasta que vieron llegar una procesión multicolor de dos docenas de mujeres adultas muy ligeras de ropa, con flautas, caramillos, panderos, címbalos y tirsos adornados con cintas, además de cestas de comida y odres de cerveza y vino.

Caminaban a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho más que habían libado.

Salieron del sendero y se desplegaron en semicírculo ante la cueva, sin dejar de brincar y lanzando el grito sagrado de su dios:

-¡Evoé! ¡Evoé!

-¡Evoé! -repitió Orfeo desde su sitio, con una sonrisa de bienvenida, saludando con la lira, lo que hizo que todos los muchachos lo imitaran.

Eran las ménades, o devotas de Dionisio-Baco, también llamadas bacantes en honor al dios del vino y de la alegría sin trabas. Seguramente habían pasado el día festejando juntas en algún bosque al pie de la montaña hasta que, por la tarde, se les ocurrió subir a conocer al famoso aedo del que tanto se hablaba.


Una de ellas se destacó del grupo, alzando en un gesto de mando un bastón ritual que lucía en su remate una piña, el tirso báquico, con el que detuvo la danza, mientras portaba un gran ramo de flores silvestres recién cortadas en el otro brazo. Aunque hacía tiempo que ya no era una jovencita, tenía toda la fragancia sensual de una rosa madura y experta. Sus formas eran, al mismo tiempo, exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica de pliegues color vino tinto, la cual dejaba ver unas piernas muy bellas y hacía juego con sus rojos labios, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus hombros.

-¡Evoé, Orfeo! -gritó, saludándolo por su nombre, como la persona a quien consideraba más importante del grupo, mientras todas sus compañeras, ante su gesto y su saludo, permanecían quietas y atentas– Me llamo Aglaonice y hablo en nombre de éstas, mis hermanas, las ménades del valle del Hebro. Después de tanto oír acerca de ti a tantas personas que repiten tus músicas y tus poemas, venimos a rendir nuestro homenaje al más famoso de los aedos -.Y avanzó hasta él con una sonrisa encantadora, extendiendo en abanico un ramo de flores silvestres a sus pies.

Orfeo se levantó enseguida, sonriente, y agradeció con un beso en cada una de sus mejillas. Recogió una flor del ramo y se la ofreció. Después tomó flores a puñados y se las fue arrojando a todas las mujeres del grupo.

-¡Sed bienvenidas, hermosas damas! ¡Gracias por vuestra visita a este humilde lugar, al que ilumináis con vuestra alegría! ¡Evoé! ¡Que siga vuestra fiesta!

Inmediatamente, la líder de ojos verdes, Aglaonice, alzó el tirso de nuevo, lo clavó de un golpe sobre el centro del terreno, como hace un conquistador con su estandarte, y tomando, acto seguido, una flauta frigia de dos tubos, dio la señal de arranque a las músicas y danzas del grupo femenino.

Iniciando sus sones con una clara, fresca, bella y entusiasta llamada a la atención de todos, la líder de las ménades mostró el núcleo estructural de la melodía, desplegando a continuación, en una sinuosa red de agilísimas repeticiones y variaciones en todos los tonos, un sin fin de giros cada vez más intensos y vertiginosos, de arriba abajo de las escalas audibles, acompañando su penetrante música con gestos y ondulaciones de todo su cuerpo, mientras llevaba el compás con los pies, luciendo sus hermosas piernas en el movimiento, al tiempo que conseguía envolver a todos de una manera sensual, serpentina, carismática y vibrante, que resonaba profundamente en los plexos ventrales de toda la audiencia, que cautivaba, que hacía hormiguear los pies y las caderas, que ponía en marcha hasta al más apático.

Todas sus compañeras empezaron a agitarse y, al poco tiempo, estaban girando en un alegre y libérrimo torbellino alrededor del enhiesto tirso de Dionisio y de la flautista, totalmente poseídas por el espíritu de la espontaneidad, dejando que sus subconscientes individuales se exteriorizaran sin la menor traba, gritando y aullando de alegría, hasta que se apagaron la razón y las preocupaciones presentes, fundiéndose mentes y cuerpos en un inconsciente colectivo y grupal que las proyectaba a un tiempo remoto, arcaico, prehistórico, entrañable, que, a pesar de tanta civilización, estaba animando el tuétano de sus huesos desde hacía milenios.

Aglaonice sabía transportarlas a la Orgía de Luna Llena alrededor de la hoguera tribal, a un tiempo de pura, salvaje y traviesa inocencia, a la infancia feliz e irresponsable de la especie. Orfeo se puso a danzar con ellas con gana y animó con palmadas y sonrisas a que también lo hiciesen sus jóvenes amigos, aunque ninguno de ellos, envarados por los complejos de la adolescencia, conseguía soltarse con tanta libertad ni integrarse tan bien como él con la esencia fluyente e incontenible de las danzas dionisíacas y con el desenfado picante que aquellas mujeres mostraban, amparadas por el carácter de su propio grupo. Pronto las ménades comprobaron que se encontraban junto a uno de los suyos.

Las danzas siguieron a plena energía en tanto que la gente tuvo fuerzas para ello, mientras circulaban las copas, con las que se hicieron, apenas reduciendo un poco la marcha, repetidas libaciones rituales de cerveza de hiedra, hasta que el sol comenzó a querer ocultarse tras las cumbres encendidas. En ese momento, aprovechando un sudoroso y jadeante descanso de la flautista y su grupo, el vate tomó su lira.

Sentándose en su roca habitual, repitió el núcleo melódico de Aglaonice e, improvisando al principio sobre sus compases, enlazó desde ellos, con su voz más cautivante, un himno frigio a Dionisio.






93- MUERTE Y RESURRECCIÒN DE DIONISIO


Era un cántico muy tradicional y sagrado, que describía la furia de la celosa esposa de Zeus, Hera, tras enterarse de que se estaba gestando el niño Dionisio en el vientre de Semele, un nuevo fruto de la infidelidad de su marido.

Entonces ella urdió una argucia siniestra para eliminar a su rival: por medio de terceros, incitó a Semele a que reprochase a su amante, la vez siguiente que estuvieron juntos, que él sólo se mostraba ante ella bajo disfraces, mientras reservaba su auténtica forma divina tan sólo para cuando se encontraba en intimidad con la legítima reina del Olimpo.

-“No me pidas que me muestre como realmente soy, bella mía –le respondió Zeus con aprensión-. Para resistir la visión de la complejidad unimúltiple de un dios, hay que ser una diosa.”

Esta respuesta tan prudente y sincera sólo consiguió que Semele se ofendiese todavía más. Y tan agria y tan pesada se puso, que aburrió al Señor de los Ventiun Rayos, quien se transfiguró de súbito en la potentísima energía regidora de los Siete Mundos Interpenetrados bajo un aspecto tan multifacético, potente y tronante -aún así moderándose mucho-, que inmediatamente la infeliz Semele quedó completamente deslumbrada, perturbada, enloquecida, desbordada, electrocutada y carbonizada, para gran júbilo de la rencorosa Hera, que tenía bien previsto ese trágico desenlace.

Sin embargo, la maestría y prontitud de Hermes -que acudió inmediatamente ante los gritos de dolor y remordimiento de Zeus- consiguió sacar a Dionisio del incendiado vientre de su madre. Como aún no estaba acabado de gestar, lo tuvo que coser al mismo muslo del rey de los dioses, quien lo incubó allí hasta que estuvo en condiciones de nacer.

Aunque Dionisio fue muy bien escondido tras su nacimiento y su guardia de Coribantes danzaba alrededor de él, saltando y entrechocando sus escudos, como antes habían hecho los Curetes cretenses con Zeus niño, para que nadie pudiese localizarle por el sonido de sus lloriqueos infantiles, la guardia se iba relaando a medida que pasaban los años y nada malo ocurría.

 Pero Hera, tenaz en su rencor, acabó descubriendo su escondite y, tras convocar a los rudos titanes supervivientes, señores de los elementos materiales, que habían sido perdonados tras la victoria de los olímpicos, les ordenó que acabasen con él.

Los titanes se ganaron la confianza del niño ofreciéndole juguetes de ilusión y, cuando lo tuvieron bien enredado y cercado, se le arrojaron encima. Dionisio intentó liberarse de ellos tomando la forma de distintos animales pero, cuando asumió la de toro, aquellos brutotes lograron dominarlo, lo despedazaron a dentelladas, hirvieron su carne y devoraron la mayor parte de ella.

Enseguida llegó Zeus, comprendió lo que había ocurrido y, lanzando rayos a diestro y siniestro, fulminó a los titanes y los redujo a cenizas. De la carne de Dionisio que los titanes cocinaron, sólo quedaba en la olla su corazón. Atenea lo tomó, construyó en su torno, a partir de las más limpias cenizas de los titanes, un cuerpo de yeso (titanos o titanio, en griego), y prendió en el corazón la llama de la vida con un soplo, igual que había hecho Isis con los restos de Osiris en Egipto.

Revestidos de aquel cuerpo, empezamos a nacer los seres humanos de nuestra raza actual y, desde entonces, participamos de la naturaleza burda, limitada, agresiva y materialista de los titanes, llevando en nuestros huesos su continua reacción y rebeldía al cambio evolutivo, al tiempo que también somos animados a la evolución por el fuego inmortal del corazón del dios que éstos acababan de devorar. De ahí nuestra dualidad, que nos empuja a un eterno balance, ahora hacia la tierra, ahora hacia el cielo.

Declaró entonces Atenea que, en adelante, cada uno de nosotros tendríamos que limpiar las cenizas que recubren nuestro cuerpo de luz a través de la calcinación de nuestro cuerpo de materia en el fuego purificador del espíritu, para poder ascender, convertidos en Dionisio, a las esferas de la inmortalidad ...Ya que sólo a través de la pasión en este mundo aparentemente limitado se regresa con brillo al amplio mundo de Lo Ilimitado de donde salió un día el huevo del amor que al universo creó.

Aquella purificación de lo que había de mortal en su feto, por medio del fuego divino que destruyó a su madre, más la re-gestación milagrosa en el interior mismo de un inmortal, más este segundo nacimiento en la dimensión divina, convirtió inmediatamente a Dionisio en el más joven de los dioses del Olimpo con el nuevo nombre de Iaco Zagreo, librándole, también, su misma divinidad, de la peligrosa rabia de Hera para siempre.


-¡Evoé, Dionisio –remataba su canción el bardo-, que tras haber pasado por la terrible experiencia de la muerte y del renacimiento en un nivel superior, te convertiste en el dios de la espontaneidad, de la risa, de la libertad, de las plantas que embriagan el alma y que ayudan a olvidar las penas, de los placeres, del intenso disfrute de la felicidad aquí y ahora! ¡Evoé, espíritu de la regeneración capaz de hacer revivir a la naturaleza toda, después de que la quemaron la sequedad del agosto y las nieves del invierno! ¡Que viva siempre en nuestro interior el fuego divino de tu alegría y que él nos libere de lo que queda en nosotros de pesadez titánica! ¡Evoé! ¡Gracias a la Vida!

El sol acabó de desaparecer tras las montañas, Orfeo dejó de cantar y lo despidió con una escala de graves que se fue haciendo cada vez más tenue y distanciada, hasta quedarse vibrando en un amoroso final expansivo. Siguió un silencio en el que todos permanecieron unos instantes paladeando la postrera belleza del día y del canto recién idos.

Parecía que el bardo dejaba la lira a un lado para levantarse. Pero entonces tomó su flauta, hizo sonar débilmente el acorde básico de la melodía de Aglaonice, luego empezó a repetirlo de una manera cada vez más intensa y más vibrante, e inmediatamente trajo de nuevo al lugar, volando sobre remolinos de notas, la presencia contagiante del espíritu de Dionisio y de sus desenfrenados coros de sátiros y ninfas en trance risueño, jocoso y profundo.


Las devotas de Baco, enfebrecidas de entusiasmo, gritaron al unísono la invocación a la alegría y siguió la zarabanda y la fiesta colectiva a pleno son, de una manera más vertiginosa y, al mismo tiempo, más armónica que al principio, pues el bardo estaba consiguiendo que aquella primitiva resonancia ventral que volvía incontinentes las caderas se elevara poco a poco hasta el corazón, incendiando el sentimiento, para luego poseer también la columna, brazos y cabeza y expandirse desde ella y conectarse a todo, tal como si la danza de las ménades se hubiese unido a la del planeta y hasta a la de las estrellas, que parecían rondar, junto con ellas, más rápido y más brillantes que nunca en el cielo nocturno.

Orfeo las hizo girar y girar en éxtasis durante un buen rato y luego las dejó ascender y elevarse en amplios círculos aéreos de una manera cada vez más y más sutil... donde femenino y masculino y sus conflictos no existían más, porque se fundían en la perfecta armonía de contrastes, en la pureza y plenitud andrógina del Ser Original... hasta que llegó un embriagado silencio cargado de ritmo, poder y comunión, que fue preludio de un final sorpresivo y radiante, con el que las devolvió a la parte más cordial de la Tierra.


Todo el mundo aplaudió a rabiar, saltando y gritando y pidiendo más, pero él le pasó la flauta a uno de sus jóvenes amigos y se levantó, inclinándose y disculpándose con una sonrisa. El chico trató de mantener aquel ambiente lo mejor que pudo pero, poco a poco, la mayoría dejó de agitarse tanto, incluso cuando una de las bacantes lo acompañó y luego lo sustituyó, asumiendo la dirección de las danzas.

Siguió la fiesta de un modo más tranquilo, disperso, familiar y profano, repartiéndose entre todos las viandas y los vinos que traían, encendiéndose hogueras, formándose grupos que conversaban animadamente. Algunas parejas improvisadas fueron marchando de las manos hacia las sombras.






94- AGLAONICE


Aglaonice estaba fascinada por la extraordinaria vibración de entusiasmo con la que la maestría de Orfeo había sabido elevar hasta los cielos de la emoción a su grupo. Aún empleando la misma música que ella, la había enriquecido tras una sola audición, y su seguridad, su carisma, su virtuosismo creativo y sus múltiples y sutiles recursos sonoros estaban evidentemente mucho más desarrollados que los suyos.

Imaginó en lo que se podía convertir su comunidad de bacantes y su obra espiritual con un colaborador así a su lado. Ella tenía que ganárselo para servir juntos a aquella misión que la vida le había puesto en su camino, justo en el final del presente ciclo astrológico.

La misión consistiría en construir una Nueva Era –después de que Los Tres días de Oscuridad esperados por las Profecías acabasen con el actual sistema-, en la que la energía libre, informal e intuitiva de la Gran Madre, aliada a la del olímpico Dionisio y a la producida por un alineamiento de los siete planetas sagrados con el Sol Central de la Galaxia, volviese a situar las mentes de las devotas en aquel antiguo nivel de consciencia y de conexión del que habían sido desplazadas como castigo por haber permitido el advenimiento de los dioses patriarcales...

…Como consecuencia del gigantesco aumento de vibraciones que iba a llegar para el planeta con el nuevo ciclo, una extraordinaria lucidez iba a poseer a todas las bacantes y les daría la sabiduría, el poder y el encanto suficiente para suavizar a los hombres de nuevo, humanizarlos y construir una sociedad en la que la mujer recuperase su ascendencia y su autoestima y en la que la fuerza viril se canalizara por entero, tal como antiguamente, al servicio del Amor.


Orfeo vio venir hacia él a Aglaonice, majestuosa en la seguridad del carisma que se desprendía de cada uno de sus gestos y movimientos. Portaba con elegancia una copa de madera olorosa finamente tallada y un odre de vino. Se la puso delante y la llenó. Con ella en la mano, se acercó al rostro del bardo y, mirándolo de soslayo con sus ojos hechiceros de esmeralda, bebió ante él un sorbo demorado, que le sirvió para entornar los párpados y redondear los rojos labios, como sin querer, en un gesto audazmente erótico y provocativo. Tras aligerarlo con una de sus frescas sonrisas, dirigió a él ambas manos extendidas:

-Bebe de mi copa, Orfeo –convidó-, comulguemos juntos, ya que a ambos nos anima el mismo espíritu de Dionisio.

Orfeo la recibió, hizo un brindis con un gesto y la acercó a su nariz, pero no bebió, porque hacerlo sería aceptar un compromiso que sentía como demasiado explícito. Bajo el aspecto regiamente femenino de aquella mujer, intuía el espíritu de un guerrero durísimo, dominante y manipulador, una verdadera amazona, una poderosa araña tejiendo su tela. Simplemente le hizo honor al convite, deleitándose en olfatear el aroma del vino.

-Creo que a ti te anima Dionisio mucho más que a mí, sacerdotisa -dijo con una sonrisa-. Eres una mujer muy bella y una extraordinaria flautista. Mereces mucho más que lo poco que yo podría compartir contigo. Por favor, no te ofendas conmigo y considérame tu amigo.

Ella ocultó su decepción tras una sonrisa artificial y recogió la copa de sus manos.

-Si no te apetece beber, lo haré yo por los dos.

Bebió un largo trago. Luego la dejó a un lado, lo miró seriamente y dijo:

-En verdad eres un gran maestro. Admiro la altura de tu arte y me siento muy contenta de haberte conocido, perdona mi atrevimiento. Sí que me gustaría cultivar tu amistad y venir alguna vez a hacer música contigo.

-No hay nada que perdonar, tu atrevimiento alegra mi corazón mucho más que el vino; considérate en tu casa y ven a ella cuando quieras. Lo mismo digo para tus acompañantes.

Tomó su mano y la besó, después se puso en pie y recogió su lira. Habló alto, para todas las bacantes:

-Estoy cansado y deseo retirarme, os doy de nuevo la bienvenida y las gracias por vuestra visita, bellas señoras; continuad con vuestra fiesta y que seáis siempre así de felices, para felicidad de los demás. Mis amigos os dirán donde podéis dormir, si queréis quedaros. Buenas noches.

Luego entró en la cueva y al cabo de unos minutos salió, cargado con una manta, y se perdió entre los árboles del bosque.



Transcurrió una semana. Aglaonice no podía dejar de mirar sin disgusto hacia la alta cima del Rhodope desde la ventana de su casa en el valle del río Hebro. El cortés rechazo de Orfeo a su torpe precipitación había herido a fondo su pecho, que pasaba por todo tipo de violentas emociones, desde la ira hasta la autoconmiseración.

Se miró al espejo y no se gustó. Hubo una época en que ella tenía que quitarse de encima a los muchos hombres que la deseaban, y con muchas menos consideraciones.

Pero el paso del tiempo era implacable, su antiguo poder de seducción parecía no servirle ya sino para comandar una tropa de mujeres solas, carentes, decepcionadas por múltiples relaciones insatisfactorias con hombres rutinarios y vulgares, aterradas porque su juventud y su belleza comenzaban a marchitarse, que se amparaban en la religión de la libertad y la alegría mientras esperaban el anunciado Fin del Mundo dominado por los machos, para poder desamarrarse, entretanto, de su vacío y de su baja estima en la sagrada embriaguez y en la cobertura anímica que presta la manada.

Se volvió a mirar, ensayando gestos, poses, sonrisas, máscaras -“Te ha calado hondo ese músico, Aglaonice, no puedes dejar de pensar en él. Maldita estúpida, cómo me lancé como una loca... habrá que regresar allá, con otra actitud. No me lo puedo sacar del corazón, vas a ver quién soy yo, Orfeo –comenzó a deshacer su peinado-. Tal vez una imagen diferente...”


Las ménades llegaron poco antes del mediodía ante la cueva. Esta vez eran sólo tres: Aglaonice, otra mujer algo mayor que ella y metidita en carnes, de mirada profunda e inteligente, que dijo llamarse Metis, y otra más joven, con un cuerpo fino y flexible de danzarina y cara de estatua, un poco inexpresiva, Hebe. Traían flautas frigias de doble tubo las tres, algo de comida y bebida y un hatillo con una muda de ropa limpia envuelta por un manto. Pero ahora, a pleno día, no parecían las mismas de la primera vez, sino tres modestas estudiantes de música que van a visitar a un profesor.

Vestían túnicas blancas de verano hasta la rodilla, calzaban sandalias de cintas, no llevaban apenas adornos, sus afeites eran discretos y se comportaban de una manera afable, pero tan pasiva y recatada que Orfeo y las dos personas que le acompañaban -el mudito algo retrasado que vivía con él en la cueva y aquel otro efebo de cabello largo y rizado, llamado Museo, quien pasaba unos días en la casa de huéspedes- se hicieron más amables y acogedores de lo acostumbrado, para hacerlas sentir entre amigos, a gusto, y para convidarlas a expresarse con la misma espontaneidad que antes.

Cuando se recreó un buen clima de simpatía y fraternidad, Aglaonice dijo que se habían atrevido a traer algunos platos de buena comida casera para compartir y que les gustaría mucho pasar una tarde tranquila en el monte, escuchar otra vez a Orfeo, si fuera tan amable, tocar juntos y aprender algo de él.

Almorzaron, pues, en grupo sobre la hierba, uniendo la ensalada que ellos habían preparado, con los platos cocinados por las visitantes, que estaban muy bien presentados y que sabían verdaderamente deliciosos. Se bebió vino de una manera normal y moderada y en todo momento se logró un clima de amistosa y ligera armonía de grupo.

Tras la comida, el mudito se fue a lavar las ollas y los demás se quedaron conversando cordialmente, tumbados bajo la sombra de una encina. El muchacho del cabello rizado, Museo, era muy simpático y contó sabrosos chismes mundanos de la capital de donde procedía. Como sus dos compañeras estaban muy a gusto con él, Aglaonice fue creando, poco a poco, un aparte con Orfeo.

-Fue impresionante –dijo, con los ojos brillando de admiración- como conseguiste elevar la vibración de mi grupo la otra noche ¿Cuál es el secreto de tu maestría?

-Ningún secreto -respondió él sonriendo-: amor por lo que hago, gustoso trabajo, estudiar y ensayar hasta que la lira o la flauta en mis manos se vuelven yo mismo, estudiarme y vaciarme hasta que yo mismo me vuelvo la propia música tocándose a sí misma, y luego dejarla fluir hasta donde ella quiera.

-¿Así de sencillo... nada más? -dijo Aglaonice riendo con ironía- ¡Todo el mundo puede!

-En realidad, todo el mundo puede, creo yo –dijo él-, cada uno a su manera, cultivar y desarrollar hasta extremos muy elevados sus propios talentos y tendencias innatas: basta con saber, querer, osar y callar, como siempre.

-¿Saber, querer, osar y callar? -repitió la sacerdotisa- Eso es un axioma hermético.

-Lo es, mucha gente lo conoce, pero hay que aplicarlo –dijo Orfeo-. Saber lo que quieres conseguir, quererlo conseguir con mucha gana; osar poner toda tu concentración y todo tu esfuerzo en ello de forma constante, a fin de intentarlo día tras día; y hacer callar a las constantes dudas, ansiedades, vacilaciones, sentimientos de impotencia o de carencia, quejas o vanidades de tu ego, para seguir intentándolo con fe, como si ya lo hubieses logrado antes, hasta que en cualquier momento, inesperadamente, lo consigues, igual que hemos conseguido aprender a ponernos en pie y a andar.

-Yo quiero y oso con fuerza –chispearon los ojos femeninos-. Lo difícil para mí es callar, hacer callar a las dudas, hacer callar a la vanidad: insuficiencia y prepotencia.

-Ese es el balance hacia los extremos que sale fácilmente de todos nosotros, amiga, quedarse corto…o pasarse. La armonía está en el medio, no parada, sino danzando entre los extremos –confirmó él-. Si dudas, le faltará a tu melodía la fluida brillantez de la seguridad, si te pasas de confianza egoica en ti misma, resultará pesada y no alzará vuelo. Se necesita salir de la rueda del sube y baja, ponerse por encima de su vaivén. Hay que dirigir el vaivén de la balanza desde su centro más elevado, desde el fiel. Y no desde uno de los platillos o el otro. Desde los platillos es imposible mantener un movimiento equilibrado.

-¿Y eso cómo se hace?

-A mí me sirve una manera, a veces –respondió el bardo-: rindiendo la dirección de mi juego a mi centro más elevado.

-Ya lo hago yo también. Mi centro más elevado es Dionisio. Todas las dudas de mi razón se disipan en él.

-Yo tengo la sospecha, y espero que me perdones -dijo Orfeo suavemente-, de que Dionisio es un centro elevado, pero no precisamente el del fiel, sino el de uno de los platillos: el de la espontánea emocionalidad subconsciente. El centro elevado del otro platillo es Apolo, la sabia consciencia intuitiva.

-¿Quién te parecerá entonces que sujeta el fiel de la balanza de donde penden ambos? -dijo Aglaonice desafiante- ¿La Diosa?... ¿o Zeus?

-La Diosa y Zeus son los dos brazos que sostienen los platillos. Tampoco son el fiel -respondió el bardo-. Si quieres poner una divinidad conocida allí y no a tu propio Ser Real directamente, yo creo que podría ser Atenea, que personifica la inteligencia creativa de Zeus, que es una síntesis, actualizada, de él y de la Diosa, en la que todas las cualidades femeninas y masculinas, lunares y solares, conscientes e inconscientes, se funden en una supraconsciencia equilibrada, potente, bella y activa.

-No me inspira devoción ni confianza esa virgen orgullosa con alma de hombre. Me quedo con la Diosa y con Dionisio, que es el más femenino de los dioses-. Afirmó con fuerza Aglaonice.

Orfeo se dio cuenta de que ella se había atrincherado en una posición fija y renunció a seguir discutiendo por causa de los muchos símbolos superficiales de lo Único, la nata en la leche... Hubo un silencio. Al cabo, Aglaonice le preguntó si después de haber viajado tanto, no se aburría de permanecer en una cueva, en aquel rústico lugar.

-Realmente no –contestó sonriendo-; cualquier lugar puede ser el centro del universo, si uno siente la vida del universo en él... ¿No la sientes tú en esta montaña?

Aglaonice miró en su torno, alzando el pecho -¡Claro que la siento!... este lugar es un templo puro y sagrado de la vida.

-El mundo todo lo es -respondió él-, pero en las montañas se siente más fuerte, más puro. Cuando yo viajaba, procuraba andar por las montañas o regresar de vez en cuando a ellas, para recargarme. Esta montaña resume en sí todos los lugares donde más a gusto me he sentido en mi vida.

-Pero tú has vivido aventuras y conocido a muchas gentes muy interesantes ¿No echas eso de menos?

-No, porque lo he vivido a fondo y porque soy libre para dejar las pocas cosas que aquí tengo y buscar lo desconocido de nuevo, si lo deseara... aunque ya no sería lo mismo, porque cada edad tiene su propio juego y sus propios retos... En cuanto a las personas interesantes, no hace falta salir de aquí para encontrarlas; ya ves, tú has llegado por tu pie a esta montaña y eres una persona interesante.

Ella se sintió feliz, pero disimuló, tenía que ir despacio.

-Orfeo, yo soy una persona muy vulgar, me refiero a esas gentes distinguidas que saben apreciar verdaderamente tu arte y agradecerlo, que lo pueden aplaudir y recompensar como se merece ¿No es un desperdicio, para un músico de tu talla, vivir así, retirado? El mundo podría estar a tus pies. Podrías tener cuanto quisieras.

-Aglaonice, para que ese mundo del que hablas esté a sus pies, un artista tiene que ponerse a los pies de ese mundo, y cuantas más cosas posee una persona, más esas cosas lo poseen y chupan su energía. Si yo tuviese que dejar mi cueva ahora, encontraría enseguida otra, en todos los montes las hay. Si perdiera mi lira, cortaría madera y en poco tiempo me haría otra; y en cualquier monte se encuentran, también, agua y alimentos... Prefiero mi libertad actual a vivir en una jaula de oro en la ciudad, pendiente de competir, de destacar, de mostrarme y de mantener los cambiantes favores del público y de las modas.

-Pero un artista se debe a su público -insistió ella- ¿Para qué te dieron los dioses ese talento? ¿Para sólo escucharte a ti mismo, como un lobo solitario aullando en el monte? ¿Dónde está tu utilidad en este mundo?

-A lo mejor los dioses no están tan descontentos conmigo –sonrió el vate-. Todo el tiempo estoy cantando y tocando para las distintas caras del Ser Universal que ellos representan, canto dando gracias por la vida y en honor a ella, canto para los dioses que residen en las gentes amadas y amigas que viven conmigo o que vienen a visitarme, y canto para los dioses que me inspiran en mi interior y que me hacen sentir feliz y útil inspirándome y oyéndome interpretar lo que me inspiran.

? ?Ella se quedó sin saber qué decir “Oh, me encanta como eres, Orfeo –pensó- eres exactamente el tipo de hombre con el que podría complementarme para exteriorizar lo mejor de nosotros dos al servicio de nuestra misión... sólo necesitas que alguien te ayude a descubrir la mejor manera de aplicar tus dones y tu fuerza a lo que esta época nos está pidiendo...”


-¿Te gustaría encontrar una manera –preguntó-, en la que tu música sirviera para mejorar el mundo?

Él volvió a sonreír y dijo dulcemente, como quien habla de otra cosa:

-Aglaonice... a mí me parece que todo en este universo es la misma energía vibrando en el movimiento rítmico que crea la vida universal... y que todas las expresiones de la vida de los seres, todas, influyen sobre esa vibración y marcan su tono, para mejorar o empeorar la tónica general… también la tuya y la mía. Todas aquellas expresiones creativas que son conscientemente armónicas elevan al máximo la belleza y el goce de la sinfonía colectiva de los seres que conforman el ser del cosmos... y la buena música la eleva más y mejor que cualquier otra forma de expresión...

-... Excepto la expresión pura del amor-, arguyó Aglaonice.

-¡...Que también puede expresarse con música! -respondió Orfeo riendo–... Así que no desprecies, amiga mía, la utilidad, para el mundo, de un humilde músico que vive y toca retirado. Él puede ser un sacerdote de la Vida.

-Un sacerdote de Dionisio...- reconoció ella, apreciativamente.

-¡Evoé! Pero Dionisio, para mí, Aglaonice, siendo una expresión muy querida de la Vida, un arquetipo de pura libertad y alegría, no es más que una de las múltiples caras de la Divinidad indefinible que hay detrás de todos las diosas o dioses. No me quedo sólo con una cara, con un aspecto del Ser, a veces necesito cantarle a la virtud luminosa y equilibrante de Apolo, o a la disciplina firme y decidida de Marte, o a la racionalidad ágil de Hermes, para no quedarme en la pura esfera de los impulsos instintivos o subconscientes de Dionisio... Todas las caras de todos los dioses son necesarias para que nosotros configuremos, mezclándolas según nuestras necesidades, la imagen del Dios Interior que, en cada momento, nos conecta con el todo y dirige nuestro rumbo personal... Hay veces en que, incluso, necesito cantarle a Hades.

-¿Hades? Ese es un dios del que la mayoría de la gente prefiere ni acordarse -dijo ella aprensivamente- ¿Para qué le cantas?

-Para poder disfrutar más y mejor de la vida efímera del cuerpo y de la mente, en éste único momento real en que aún los tengo conectados a todo lo que soy... A mi me parece que Hades es el gran recordador de la realidad, amiga.

-¿Por qué?

-Porque pensar en él me centra en lo importante cuando vienen a mí las preocupaciones... pocas de las cosas que nos preocupan aparecen como importantes si uno piensa que dentro de una hora podría perder su cuerpo. Creo que aquello en lo que yo usaría esa última hora, es lo único verdaderamente importante para mí.

-Yo la usaría para amar, Orfeo, para darme toda, para perderme, para entrar en el más allá con toda mi consciencia diluída en el éxtasis del amor... –dijo la sacerdotisa con toda pasión- ¿En qué la usarías tú?

Orfeo se quedó pensativo un momento, como si estuviese concentrado en un recuerdo muy, muy profundo.

-Yo ya tuve esa experiencia una vez y lo que más anhelaba era precisamente eso: poder apagar mi tensa atención, perderme, diluir mi consciencia vigilante en el éxtasis del amor y del reencuentro... y que fuera lo que fuese después... eso era Dionisio hablando en mí. Sin embargo, una voz más fuerte me animaba a mantenerme alerta, alerta, bien consciente, para poder acabar lo comenzado. Aquella voz me urgía, con el mayor ahínco y en nombre del amor, a seguir despierto y conectado con mi objetivo hasta justo el instante final, aguantando el deseo de apagar y diluirme... esa era la voz de Apolo en mí.

-¿...Y a cuál de las dos voces hiciste caso? -preguntó Aglaonice.


Antes de que Orfeo pudiese contestarle, su diálogo fue interrumpido por sus tres compañeros de siesta, que les propusieron alegremente ir a tomar un baño a la cascada. Se levantaron pues, se unieron a ellos y comenzaron a caminar pendientes, ahora, de cualquier otro asunto del que el grupo estaba hablando.







95- TELA DE ARAÑA


La cascada era un verdadero santuario de la Gran Diosa, como todos estos lugares suelen ser. En un lugar así, las mujeres parecen encontrarse en su elemento natural, que se exalta con la humedad, con la semipenumbra, con los movimientos flexibles y suaves y con el olor a tierra mojada... así como lo masculino se realza en lo seco, lo solar, el dinamismo contundente, el vuelo hacia la altura y la esforzada marcha.

Desnudas y entrando en la laguna, las tres sacerdotisas aparecían ante los ojos de Orfeo y Museo como la consagración de la feminidad, tal como los hombres la sueñan. Aglaonice nadó hasta el pie de la cascada y escaló la roca sobre la que el agua se precipitaba.

Cuando se quedó allí agarrada, recibiendo placenteramente, con los ojos cerrados, los chorros espumosos sobre las partes frontales de su esbelto cuerpo de pantera, mientras sus curvas sinuosas brillaban al sol, semejaba la diosa de la sensualidad misma

Tras el baño, regresaron a la cueva, tocaron juntos varias canciones y siguieron con los himnos del atardecer en acción de gracias por el día transcurrido, acompañados por otros visitantes que llegaron justo entonces.

Orfeo los remató con un poema improvisado, que era una recomendación para la buena navegación por los ríos de la Vida, tanto como por los ríos de la Muerte. Decía que allá por donde vamos, encontramos dos tipos de fuentes: las de las aguas del Olvido y las de la Memoria.

Ante la dureza de ciertos momentos de la existencia, la mayoría de la gente prefiere embriagarse y aturdirse con las primeras, como forma de liberarse de la tensión, el dolor y la culpa... pero sólo quien es capaz de enfrentar con valor y lucidez sus propias contradicciones acaba pasando al otro lado del espejo de su impureza y de su negatividad aparentes, para entrar en la esfera del Autorrecuerdo, donde todo se aclara ante el brillo inmaculado del Ser que Somos, y donde las angustias desaparecen, como desaparecen las sombras ante la potencia luminosa del amanecer.

Aglaonice, que estaba muy sensible, entendió que el poema era una metafórica alusión a que la embriaguez del método dionisíaco para olvidar las penas y disfrutar de la vida a rienda suelta no era más que una solución pasajera, mientras que el autoanálisis profundo y sincero del método apolíneo visaba ir a la raíz del problema, a comprenderlo y a tratar de trascenderlo para siempre. No quiso permanecer en la casa de huéspedes aquella noche y prefirió que descendiesen por el sendero, alumbrándose con antorchas.


Dejó que transcurrieran varios días antes de regresar a la montaña con sus dos amigas, para que su ausencia hiciese más grata la presencia. Cada vez que subían, se esmeraba más en la exquisitez de las viandas que llevaban (siempre vegetarianas, ya que Orfeo se abstenía de carne) y en la perfección de la sincronicidad de sus flautas con la lira de Orfeo y con los instrumentos de sus otros acompañantes ocasionales.

En las conversaciones con el bardo procuró mantenerse siempre en el nuevo rol pasivo, femenino, discreto, estimulante sin convidar, que los griegos estaban tratando de establecer como conveniente y hasta como normativo entre sus mujeres, renunciando a la iniciativa directa y dejando, más bien, que el varón deseado se fuera envolviendo, por sí sólo, en la tela de araña que con paciencia tejía.

Para lo cual contenía ante él sus leoninos deseos de acción y de dominio, a los que concedía, sin embargo, total desahogo en las noches siguientes, en compañía de sus acólitas, durante la Fiesta del Sagrado Frenesí.





96- LA FIESTA DEL DESENFRENO


En las ceremonias dionisíacas, Aglaonice lideraba con brío a su grupo de bacantes en la intimidad secreta de los bosques; durante ellas, tras ingerir una mezcla de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios, las ménades cantaban y danzaban dando rienda suelta a lo instintivo, hasta entrar en un juego de frenesí creciente en el que todo estaba permitido.

En el momento de mayor embriaguez, las ménades descuartizaban vivos algunos animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre, pasándose de mano en mano los despojos, mientras reían y reían y se abrazaban, tiñéndose de rojo, desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el afloramiento de las identidades más arcaicas del propio ser a la mente superficial, desde las honduras abismales de aquel subconsciente colectivo donde la Diosa tanto era dadora de vida como dadora de muerte.

Era una evocación de las ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada Edad de Piedra y una reacción de rebeldía contra el imperio del frío Mental-Intelectual, de la impositiva Razón Apolínea traída por el Patriarcado, ceremonias vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres, excepto a aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para vivir femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones profundas del ser, cabalgando el trance inducido por el alcohol quitapenas y las plantas de poder.

Danzaban llenas de místico entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a ser fecundadas e inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores, los espíritus de la naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima que el hombre; los sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes de sabiduría oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y la ciencia de hacerse semejantes a la Diosa.

En lo más intenso del torbellino y de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel de loba y rodeada de perfumados vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía con su flauta y sus movimientos a todos los demás instrumentos de viento, dibujando una sinuosa melodía espiral sobre la noche, a contrapunto del retumbante compás circular que marcaban los panderos, mientras alrededor de ella y del fuego rondaba frenéticamente el embriagado coro de mujeres vestidas con largos peplos de muchos pliegues, que dejaban los muslos al descubierto al bailar.

Giraban recubiertas de moteadas pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y culebras, brincando y aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas cabelleras y de sus sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la floresta estuviesen participando con ellas en su danza remolineante, danza en la que las energías individuales de cada una de ellas se convertían en una sola sinergía multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma ascensional con lo inefable, con la fuente subconsciente de la alegría más simple y más vital, sin freno alguno.

Era la terapia catárquica del desvarío provocado, aceptado y gozado de común acuerdo, de la subversión de la normalidad, de la sub-realidad, del retorno a la infancia lúdica de la especie. Era una terapia sagrada que tenía la virtud de desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del futuro, que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a plena intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible...

...Que transmutaba todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y una religión comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir placer y poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada liberadora... Que desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos momentos la voz tirana de la lamentosa razón cotidiana, aquella que proclamaba machaconamente la insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por tener que vivir en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores parcelas de poder. Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas, si lo viesen.

Ellas eran la activa resistencia de un milenario imperio de la intuición femenina contra el cuadriculado estilo de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles limitaciones que los griegos estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban ruidosas protestas, y hasta destrozos, contra cualquier ofensa a su género, contra los extranjerismos, contra las modas helénicas, contra cualquier tentativa de reformar y corromper el orden y los valores que, desde siempre, sustentaban la armonía de la vida. Incluso habían recurrido a veces a la violencia, humillando o apaleando a hombres conocidos como maltratadores.

 Ellas eran el espíritu de dignidad de su sexo enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las espadas y los palos sostenía, y que pretendía rebajar y degradar su condición. Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construida libremente sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la sagrada tradición y que pretendían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.

Aglaonice, siempre en el centro, dejaba a veces la flauta y elevaba su bastón-batuta, el tirso, adornado con tiras blancas de lana, que dirigía cada cambio de tiempo en la ceremonia, acompañando su gesto con un salvaje bramido, el grito ritual que excita y anima, que era inmediatamente obedecido. Las bacantes giraban hacia un lado o hacia el otro con perfecta sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban su velocidad como si volasen, o se quedaban inmóviles como estatuas un instante, para seguir cuando ella daba la señal.

Nadie como las mujeres para ponerse de acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran dirigidas con gracia y con firmeza desde el corazón y desde el vientre. En su imaginación operativa, la Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura todos los cordones umbilicales de sus ménades y las convertía en una gran rueda generadora de pura energía de sanación psicológica.

Haciéndose antena, raíz, fuente inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal distribuidor de todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través de ella como de un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad, imaginaba como podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a influenciar y a contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral príncipe Orfeo a su disposición, como apasionado amante y perfecto complemento de su carisma por una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante sacerdote-músico de Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.

Cuidando de no dejar su objetivo en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la Magia como refuerzo de la consecución de sus deseos. La Magia de la mujer, que creaba la vida, también servía para crear cualquier otra cosa. En un bosque frondoso a las orillas del río Hebro se hallaba su lugar de poder y el viejo y fuerte árbol con el que durante mucho tiempo se había identificado y hermanado. Invocó sobre él a los elementales de la naturaleza, con las antiguas fórmulas pasadas de madres a hijas durante incontables generaciones de matriarcado.

 Personificó la figura de Orfeo sobre el árbol juntando a su conjuro cabellos sueltos y pequeños objetos personales que había sustraído al bardo y practicó en él y sobre ellos, impregnándolos de sus propios fluidos, las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que llegara a sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de las mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.


Durante dos lunas recogió el sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos y fue reforzando con su concentración, muchas veces en trance, y alimentando con sacrificios y ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de que fructificase en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena gestación.





97- COMPASIÓN MAGISTRAL

Una tarde que se encontraban tocando juntos ante la cueva del vate, al mudito recogido por Orfeo se le ocurrió unirse a ellos con su flauta. Esto supuso una cierta osadía por su parte, ya que era muy tímido y, por lo general, cuando había visitantes, solía mantenerse discretamente apartado, aunque colaborando todo cuanto podía, como hace un buen criado.

No acompañó mal al grupo durante un par de canciones bien conocidas, pero luego Metis propuso un himno que tenía cierta complicación, y el pobre muchacho cometió un fallo de tono tan audible, que las tres ménades se echaron a reír y él se quedó tan colorado y confundido que, por un momento, pareció querer marcharse.

De forma sorprendente, Orfeo se levantó de su lugar habitual, se sentó a los pies del infeliz y recomenzó la pieza en el mismo tono en que el efebo la había abordado, convidándole con los ojos a que le siguiera. Él lo hizo y la maestría del vate logró, no sólo que aquella variación no desmereciera la dignidad del himno, sino que la realzara.

También con la mirada, convidó a Aglaonice, Metis y Hebe a que se unieran en el mismo tono, lo afirmó en el colectivo, y luego dirigió al grupo todo hacia tonos más altos, hasta que se recuperó la forma originaria de la canción. Cuando ya todos fluían en ella, bajó el tono con una sonrisa, grado a grado, y los devolvió a la variación alterna incorporada por el fallo del mudito, acabando con un dinámico remolino musical que iba y venía de la variación al original, arriba y abajo, en escalas bien contrapunteadas, las cuales se fundieron en un final espléndido.

Todos estallaron en una libre carcajada de satisfacción después. Aglaonice estaba admirada del virtuosismo audaz y del amor con el que aquel bardo de bardos había convertido un error en una lección de arte, devolviendo, al mismo tiempo, su autoestima y dignidad a su joven compañero.





98- VÍSPERA DE LUNA LLENA


La sacerdotisa se sentía tan excitada aquella tarde, que convino con sus compañeras y con Orfeo pasar esa noche en la casa de huéspedes para disfrutar juntos de la víspera de la Luna Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría una gran fiesta dionisíaca junto al río Hebro, que ella tendría que dirigir en persona.

Tras el anochecer y muy bien arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo su frente, consiguió que Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una acumulación de enormes rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a corta distancia de la cueva.

Según comenzó a asomar el disco tras las montañas, en tonos aún rojizos, ella percibió como todas sus potencias femeninas la poseían en una inundación ascendente. Se sintió brillante, hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y poderosa, y en el mejor de los escenarios y de los ciclos para ejercer su fascinio.

Se concentró en el espejo de la luna, dejó que saliera de su sexo su magnetismo como un fluido húmedo, rosado y vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en su entorno, e imaginó sensiblemente a Orfeo captado por él, igual que una abeja por el perfume y néctar de la flor, tocado en sus instintos, perdiendo el control, avanzando hacia ella, besándola, abrazándola, derritiéndose cálidamente en ella.

Pero transcurrían los minutos y nada de eso ocurría, y salió de su concentración para mirarlo de reojo. Él se encontraba en pie, a su lado, paladeando con intensidad la belleza de la luna. Pero sin percatarse o sin querer asumir que la luna se personificaba en ella esta noche para amar al sol en él. Entonces decidió mirarlo directamente.

El bardo recogió la mirada y le hizo una inclinación apreciativa con la cabeza, en la que leyó que se encontraba embriagado por la belleza sagrada del momento y que ella formaba parte de esa belleza como mujer. Esperó anhelante a que avanzara y la tocara, pero no lo hizo, así que le tendió su mano.

Él dio un corto paso y envolvió en las suyas la mano femenina, su mirada en la de ella durante un largo rato, luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con respetuosa dulzura.

Entonces lo miró como si Orfeo fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla, llegando apenas con sus dedos a los cabellos. Era el gesto mágico largamente ensayado, imaginado y configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda discreción y cayera bajo su encanto.

Pero, en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el hombro y la atrajo a su costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si quisiera que ella hiciera lo mismo y que todo se quedara en una emoción estética compartida por un par de buenos amigos.

Pasó el tiempo en aquella posición. Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y su entusiasmo se congeló. Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se separó de él unos pasos y dirigió su cara hacia las rocas, llena de rabia, deseando locamente que él volviera a tocarla para tener un pretexto para rechazarlo, o golpearlo, o abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde estaba, en silencio.

Finalmente, se dejó caer sentada en una peña y dio salida a su frustración, permitiendo que unas lágrimas silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó su furor; también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta distancia, como queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.

Aguardó a ver si otras lágrimas y un sollozo, esta vez fingidos, producían algún efecto. Él empezó a hablar con mucha dulzura:

-Aglaonice, tan bella que me duele tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.

Ella sollozó otra vez.

-Tan querida para mí, tan bellos los días en que me brindas el placer de tu compañía. Gracias por ellos, amiga.

Se sintió mejor, tuvo la esperanza de que las cosas se arreglarían.

-Aglaonice, tan querida, tan deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como mereces. Mi corazón pertenece por completo a otra mujer.

Se quedó sorprendida, no esperaba eso -¿Qué mujer?- Preguntó con un gemido.

Él estuvo en silencio un rato. Después dijo: -Mi esposa, Eurídice.

Aglaonice regresó su mirada hacia él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo tiempo, aliviándose. Orfeo estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era rival.

-Orfeo, yo comprendo tu amor y tu dolor, pero Eurídice murió hace años.

-No está muerta para mí, sigue muy viva.

-A ella no le hubiera gustado que te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo fuese tu compañera y me muriese, no quisiera dejarte esclavo de una obsesión. Te querría ver feliz, rehaciendo tu vida con otra mujer.

-Aglaonice, no puedes comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí, cada día la amo más.

-¡Oh, pobre mío! -se enterneció ella, lo abrazó- ¡Pobre mío!

Él aceptó el abrazo, pero no lo devolvió.

-No digas pobre mío, soy muy feliz con ese amor.

Ella lo abrazó más fuerte. Ahora se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma, ella lo curaría. En muy poco tiempo recuperó toda su seguridad.

Lo miró muy cerca y sonrió, mientras se enjugaba una lágrima.

-Creí que no te gustaba...-, sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.

Él la abrazó esta vez con verdadera ternura.

-¡Cómo no me ibas a gustar! Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo lo que siento... Por favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de amor que podemos compartir.

-Siempre te amaré, Orfeo, siempre te amaré, aunque amases a otra. Mi amor por ti no es posesivo. Te amo y basta. Siempre te esperaré.

Él la miró, preocupado. No quería que se comprometiese de esa manera, no quería obsesiones imposibles de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese consolado. Poco más se podía hacer esa noche. Le dio un último abrazo.

La luna ya clareaba alta en el cielo.

-Vámonos a descansar, Aglaonice, empieza a hacer frío, vámonos amiga.

La cogió por el hombro, como para darle calor, y comenzó a caminar a su lado despacio, hacia su campamento. Ella aún tenía la esperanza de que acabaran la noche descansando juntos... aunque no hubiese nada más entre ellos. Pero cuando estuvieron a la vista de la cueva, él soltó su hombro.

-Ya todo el mundo se retiró a dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.

El sendero estaba claramente iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta del cobertizo. Ella aún esperaba algo, pero la despidió con dos besos en las mejillas y una sonrisa dulce. -Buenas noches, amiga querida, que tengas bellos sueños-. Y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.

No quería decir buenas noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un momento, como invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se movía. Ella pasó adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco, mirándolo hasta el final.

Se apoyó en la pared de dentro y esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos pasos alejándose. Se sentía enamorada como una quinceañera.






99- PASIÓN Y MAGIA


Deseaba poder contárselo todo a Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban profundamente dormidas en sus camas. Un grosero ronquido venía, de vez en cuando, de la estancia contigua, donde estaban tres efebos acostados, compartiendo un único camastro grande de paja.

Se desnudó, metiéndose en el lecho que le habían reservado, pero le fue imposible dormir. La luz de la luna filtrada, la excitación, los ronquidos. Dio mil vueltas, recordó muchas veces todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se imaginó otras posibilidades, trató de acalmar su excitación acariciándose, como si fuera Orfeo quien la acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.

Saltó de la cama, quiso beber, pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente, abrió su zurrón y sacó de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había sido debidamente preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última bacanal.

Trazó mentalmente a su alrededor un círculo ritual de protección, se encomendó a Dionisio y tomó una dosis suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.

Sentada en la cabecera de la cama, manteniéndose en contacto con sus inseparables amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza subiera, mientras dibujaba una escena animada en su imaginación.

Se imaginó erguida enfrente de su árbol de poder, y al árbol convertido en Orfeo. Amplió hasta él su círculo para englobarlo. Orfeo la miraba ahora, como despertando de un mal sueño, desnudo y atado al árbol con mil nudos.

La miraba como si fuese la primera vez y reconocía en ella todas las cualidades y formas que amaba en su esposa muerta. Ella no sabía como eran, pero la Luna sí, la Luna todo lo sabe. Los rayos de la Diosa descendían sobre ella y la adornaban con la apariencia de Eurídice. Bañada en resplandores lunares, se imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella. Consciente de su poder, se abrazó mentalmente a su árbol, como tantas otras veces, fundiéndose con él.

Se vio a sí misma envuelta en una ligera túnica, transfigurada entre velos de plata, cruzando, ligera como una luciérnaga, el sendero ascendente que separaba la casa de huéspedes de la cueva de Orfeo, llegando a la puerta, transponiéndola, rebasando con cuidado el cuartito que había junto a la cocina, para no despertar al pobre mudo; se imaginó aproximándose lentamente al fondo de la cueva, donde estaba el camastro del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal vez soñando con su esposa muerta, desnudo bajo la sábana.

Se observó llegando al camastro, despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo los rayos lunares que se filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo se despertaba y la miraba y decía “¡Eurídice!”

Lo que seguía después era demasiado hermoso para contarlo. Siguió soñando despierta mientras el trance la iba elevando, poco a poco, liberándola del encadenamiento a las habituales percepciones humanas.

Llegó por fin la náusea y la bajada angustiosa a los niveles instintivos animales y vegetales, a los inconscientes mundos minerales, al plano de la pura energía viva desplegándose o replegándose de manera automática, en ritmos alucinantes sobre un espacio sin límites, a velocidades que causaban vértigo.

Pero ella era una psiconauta avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y visualizó sobre el caos de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con lo más poderoso de sí misma. Inmediatamente, la vibración descendente se hizo ascendente, al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse en espirales alrededor del centro sólido fijado en el vacío.

Cuando empezó a poder controlar su ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas preparadas muchas veces, dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y más el encantamiento. Haciendo de su voluntad un principio de manifestación, gestando la realización paso a paso.

Por fin sintió que su deseo ya era uno plenamente con el deseo de la Diosa, como cuando, a un solo gesto suyo, el coro de ménades sujetas a ella por el cordón umbilical de plata, se arrancaba a danzar en alas del delirio o se quedaban quietas, inertes y concentradas como estatuas, hasta que su grito las ponía a danzar de nuevo “No por mí, Señora, no por mí ni para mí, sino para que sea hecha tu obra y tu gloria.”

Entonces se levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura de su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.


Cuando llegó, silenciosa, atenta e ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio cuenta, de pronto, de que no dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre estaban colados a la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado. Se quedó de piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchachito mudo.

Salió de la cueva de puntillas, como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde caminaba hasta que encontró el sendero que bajaba a la casa de huéspedes. Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio desprendida, ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y corrió enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias vueltas rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda, ensangrentada.

Sólo entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.

A los lobos del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.





100- CAPÍTULO FINAL


Al atardecer del día siguiente, treinta ménades muy embriagadas, en pleno furor sagrado, armadas con tirsos y con palos, comandadas por una vengativa Aglaonice llena de cicatrices, invadieron de repente el campamento de Orfeo cuando estaba empezando a tocar para un grupo de cinco muchachos.

-¡Orfeo, podrido pederasta mentiroso! –gritó Aglaonice colérica- ¡Ese es el amor fiel que le guardas a tu mujer, tan joven fallecida! ¡Como amas su recuerdo, desprecias a las mujeres hechas y derechas, pero te consuelas con los efebos! –avanzó hacia él golpeándolo fuertemente con el tirso en un hombro -¡Maricón! ¡Pervertido!- y lo golpeó otra vez, rompiéndole la lira que tenía entre las manos.

-¡Pederasta! ¡Corruptor de niños!- gritó la ancha Metis, lanzándole una gruesa piedra que le hirió en el cuello antes de que pudiese hablar para defenderse. Eso fue la señal para la manada, todas las ménades empezaron a recoger piedras y palos y a lanzárselos mientras lo insultaban. Los cinco efebos se perdieron corriendo, monte abajo, en distintas direcciones.

Orfeo, alcanzado por una piedra en plena cara, cayó de rodillas. De la cueva salió corriendo el joven mudito rubio, cruzó ante las desenfrenadas bacantes y se abrazó a él, queriendo protegerlo con su cuerpo. Aglaonice tomó un palo grueso de manos de otra ménade, se echó sobre él con rabia y le machacó la nuca. Cayó inmediatamente ante las rodillas de Orfeo.

-¡Eurídice!- gritó él, abrazándose con pasión al cadáver del efebo. Fue lo último que dijo; alcanzado en la cabeza por muchas piedras, se quedó tendido para siempre sobre su amante.


Aglaonice paró a las ménades con un alarido, extendiendo los brazos en aspas. Dejaron de caer piedras. Entonces avanzó hacia los muertos, con una lucidez súbita revelándosele en medio de las tinieblas de su furia vengadora. Apartó a un lado el cuerpo de Orfeo, volteó el del efebo y desgarró su túnica, que dejó al descubierto unos pechos femeninos apenas incipientes, como los de una niña. Luego, le levantó la túnica por abajo y se quedó lívida.

-¡Eurídice! -gritó- ¡Eurídice! ¡Eurídice! ¡Eurídice! -repitió, mientas examinaba el cuerpo por toda parte con asombro total -¡Eurídice! -repitió irguiéndose y dando vueltas sin sentido alrededor de los cadáveres sobre el suelo ensangrentado, lleno de piedras y palos, mientras las ménades empezaban a tocar sus instrumentos y a gritar ¡Evoé! sin entender su desvarío.

-¡Orfeo y Eurídice! -gritó ante los cuerpos, espantada- ¡Unidos por mí para siempre! -y de nuevo echó a correr despavorida, aullando como una loba loca montaña abajo, con su túnica revoloteando tras ella, alas fantasmales, al tiempo que las ménades comenzaban a bailar su danza salvaje, en la que despedazaban los cuerpos sacrificados.

El sol poniente volvía rojo todo el horizonte, cuyas nubes semejaban una puerta a través de la cual un par de estilizadas figuras, unidas por las manos, estuviesen ascendiendo juntas hacia lo alto.














Verano -Otoño 2003.
Cap de Creus, Finisterre, Vigo. ESPAÑA


Ampliado y Revisado en Retiro Manjarin Brasil (www.retiromanjarindelbrasil.blogspot.com) Diciembre de 2012 São Thomé das Letras, MG, BRASIL.


FIN DEL LIBRO 3 Y DE LA NOVELA “VIAJE DE ORFEO AL FIN DEL MUNDO”


  

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