quinta-feira, 23 de janeiro de 2020

ORFEO Y LAS BACANTES



7- LA TIERRA 
31- Danza Bacante

 XXII.    LAS MÉNADES     


Cierta tarde del comienzo del verano, cuando Orfeo acababa de terminar una canción frente a un coro de ocho muchachos que habían subido desde la casa de huéspedes, se oyeron músicas alegres subiendo por el sendero de la montaña.

Aguardaron hasta que vieron llegar una procesión multicolor de dos docenas de mujeres adultas muy ligeras de ropa, con flautas, caramillos, panderos, címbalos y tirsos adornados con cintas, además de cestas de comida y odres de cerveza y vino. 

Caminaban a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho más que habían libado. Salieron del sendero y se desplegaron  en semicírculo ante la cueva, sin dejar de saltar y lanzando el grito sagrado de su dios:

            -¡Evoé! ¡Evoé!

-¡Evoé! -repitió Orfeo desde su sitio, con una sonrisa de bienvenida, saludando con la lira. Lo que hizo que todos los muchachos lo imitaran.

Eran las ménades, o devotas de Dionisio, también llamadas bacantes en honor al dios del vino y de la alegría; seguramente habían pasado el día festejando juntas en algún bosque al pie de la montaña, hasta que por la tarde se les ocurrió subir a conocer al famoso aedo del que tanto se hablaba.

Una de ellas se destacó del grupo, alzando un bastón ritual que lucía en su remate una piña, el tirso báquico, mientras portaba un gran ramo de flores silvestres recién cortadas, en el otro brazo. Aunque hacía tiempo que ya no era una jovencita, tenía toda la sensualidad y la fragancia de una rosa madura y experta.

 Sus formas eran, al mismo tiempo, exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica violeta de pliegues ondulantes , la cual, ajustada a la opulencia de su busto, mostraba unas piernas muy bellas y hacía juego con sus labios, del color del vino tinto, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena, con reflejos rojizos, que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus hombros desnudos.

-¡Evoé, Orfeo! -gritó saludándolo como la persona a quien consideraba más importante del grupo, mientras todas sus compañeras, ante su gesto y su saludo, permanecían quietas y atentas– Me llamo Aglaonice y hablo en nombre de éstas, mis hermanas, las ménades del valle del Hebro. Después de tanto oír acerca de ti a muchas personas que repiten tus músicas y tus poemas, venimos a rendir nuestro homenaje al más famoso de los aedos -y avanzó hasta él con una sonrisa encantadora, extendiendo en abanico un ramo de flores silvestres a sus pies.

Orfeo se levantó enseguida, sonriendo, y agradeció con un beso en cada una de sus mejillas; recogió una flor del ramo y se la ofreció; después tomó flores a puñados y se las fue arrojando a todas las mujeres del grupo.

-¡Sed  bienvenidas, hermosas damas! ¡Gracias por vuestra visita a este humilde lugar, al que ilumináis con vuestra alegría! ¡Evoé! ¡Que siga vuestra fiesta!

Inmediatamente, la líder de ojos verdes, Aglaonice, alzó el tirso, lo clavó de un golpe sobre el centro del terreno, tal como hace un conquistador con su enseña, y tomó, acto seguido, una flauta frigia de dos tubos con la que dio la señal de arranque a las músicas y danzas del grupo femenino.

Iniciando sus sones con una entusiasta llamada a la atención de todos, mostró el núcleo estructural de la melodía, desplegando a continuación, en una sinuosa red de agilísimas repeticiones y variaciones en todos los tonos, un sin fin de giros cada vez más vertiginosos e intensos de arriba abajo de las escalas audibles, acompañando aquella música con gestos y ondulaciones de todo su cuerpo, mientras llevaba el compás con los pies, luciendo sus hermosas piernas en el movimiento al tiempo que conseguía envolver a todos de una manera sensual, serpentina, carismática y vibrante, que resonaba profundamente en los plexos ventrales de toda la audiencia, a la que cautivaba, haciéndole hormiguear los pies y las caderas, lo que pondría en marcha hasta a la más apática.

Todas sus compañeras empezaron a agitarse y, al poco tiempo, estaban girando en un libérrimo torbellino alrededor del tirso de Dionisio enhiesto y de la flautista, totalmente poseídas por el espíritu de la espontaneidad, dejando que sus subconscientes individuales se exteriorizaran sin la menor traba, gritando y aullando de alegría, hasta que se apagaron la racionalidad y las preocupaciones presentes y se fundieron mente y cuerpo en un subconsciente colectivo y grupal que las proyectaba a un tiempo remoto, arcaico, prehistórico, entrañable, que, a pesar de tanta civilización, estaba animando el tuétano de sus huesos desde hacía milenios.

 Aglaonice sabía transportarlas a la Orgía de Luna Llena alrededor de la hoguera tribal, a un tiempo de pura, salvaje y traviesa inocencia, a la infancia feliz e irresponsable de la especie. Orfeo se puso a danzar con ellas con gana y animó con palmadas y sonrisas a sus jóvenes amigos a que también lo hicieran, aunque ninguno de ellos, envarados por los complejos de la adolescencia, conseguía soltarse con tanta libertad ni integrarse tan bien como él a la esencia fluyente e incontenible de las danzas dionisíacas y al desenfado picante e incluso claro erotismo entre ellas, que aquellas mujeres mostraban, amparadas por el estilo de su propio grupo. Pronto las ménades comprobaron que se encontraban junto a uno de los suyos, porque no se espantaba ante sus provocaciones.

Las danzas siguieron a plena energía en tanto que la gente tuvo fuerzas para ello, mientras circulaban las copas y se hacían, apenas reduciendo un poco la marcha, libaciones rituales de cerveza de hiedra, que Orfeo no rechazó probar, hasta que el sol comenzó a querer ocultarse tras las cumbres encendidas. En ese momento y aprovechando un sudoroso y jadeante descanso de la flautista y su grupo, el vate tomó su lira, sentándose en su roca habitual, repitió el núcleo melódico de Aglaonice, e improvisando al principio sobre sus compases, enlazó desde ellos, con su voz más cautivante, un himno frigio a Dionisio.

Era un cántico muy tradicional y sagrado que describía como la esposa legítima de Zeus, Hera, furiosa tras enterarse de que se estaba gestando el niño Dionisio como un nuevo fruto de la infidelidad de su marido en el vientre de Semele, su madre mortal, urdió una retorcida trama de celos, por medio de aparentes terceros, para incitarla a que le reprochara a su amante el que sólo apareciese ante ella bajo disfraces, mientras reservaba su auténtica forma divina para tan sólo lucirla cuando se encontraba en intimidad con la reina del Olimpo.

-No me pidas eso, bella mía –le respondió Zeus con aprensión-. Para resistir la visión del verdadero aspecto de un dios, hay que ser una diosa.

Esta respuesta tan prudente y sincera sólo consiguió que Semele se ofendiese todavía más. Y tan agria y tan pesada se puso, que aburrió al Señor del Rayo, quien se transfiguró de súbito bajo un aspecto tan potente y tan tronante -aún así moderándose mucho-, que inmediatamente la infeliz Semele quedó completamente electrocutada y carbonizada, para gran regocijo de Hera, que tenía bien previsto ese trágico desenlace.

            Sin embargo, en el último segundo, Zeus hizo un regate magistral y consiguió sacar a su hijo Dionisio del incendiado vientre de su madre, mas, como no estaba aún acabado de gestar, lo introdujo el rey de los dioses en su propio muslo y lo incubó allí hasta que estuvo en condiciones de nacer. 

Aunque Dionisio fue muy bien escondido tras su nacimiento y su guardia de Coribantes danzaba alrededor de él, saltando y entrechocando sus escudos, como antes habían hecho los Curetes cretenses con Zeus niño, para que nadie pudiese localizarle por el sonido de sus lloriqueos infantiles, Hera, tenaz en su rencor, acabó descubriendo su escondite y convocó a los titanes supervivientes, (señores de los elementos materiales, que habían sido perdonados tras la victoria de los olímpicos sobre Crono), ordenándoles que acabasen con él.

            Los rudos titanes se ganaron la confianza del niño ofreciéndole juguetes y, cuando lo tuvieron cercado, se le arrojaron encima. Dionisio intentó liberarse de ellos tomando la forma de distintos animales pero, cuando asumió la de toro, aquellos brutos lograron dominarlo, lo degollaron, lo despedazaron a dentelladas, hirvieron su carne y devoraron la mayor parte de ella.

Enseguida llegó Zeus, comprendió lo que había ocurrido y, lanzando rayos a diestro y siniestro, fulminó a los titanes y los redujo a cenizas.

De la carne de Dionisio que los titanes cocinaron, sólo quedaba en la olla su corazón. Atenea lo tomó, construyó un cuerpo de yeso de las más limpias cenizas de los titanes, puso en él el corazón y le insufló vida, como había hecho en Egipto Isis con Osiris...

Con aquel cuerpo empezaron a nacer los seres humanos de nuestra raza actual, que, desde entonces, participan de la naturaleza burda, limitada, agresiva y materialista de los titanes, siempre reaccionarios y rebeldes al cambio evolutivo, al tiempo que también son animados por el fuego inmortal del corazón del dios que éstos acababan de devorar. De ahí nuestra dualidad, que nos empuja a un eterno balance, ahora hacia la tierra, ahora hacia el cielo.

Decía Atenea, en el auge del canto de Orfeo, que cada uno de nosotros tenemos que limpiar las cenizas que recubren nuestro cuerpo de luz a través de la calcinación de nuestro cuerpo de materia en el fuego purificador del espíritu, para poder ascender, convertidos en Dionisio, a las esferas de la inmortalidad.

...Ya que sólo a través de la pasión en este mundo aparentemente limitado se regresa con brillo al amplio mundo de Lo Ilimitado de donde salió un día el huevo del amor que al mundo creó: aquella purificación de lo que había de mortal en su feto por medio del fuego divino que destruyó a su madre, más la re-gestación milagrosa en el interior mismo de un inmortal, más este segundo nacimiento en la dimensión divina, convirtió inmediatamente a Dionisio en el más joven de los dioses del Olimpo con el nuevo nombre de Iaco Zagreo, librándole, también, su misma divinidad, de la peligrosa rabia de Hera para siempre.

-¡Evoé, Dionisio –remataba su canción el bardo-, que tras haber pasado por la terrible experiencia de la muerte y del renacimiento en un nivel superior, te convertiste en el dios de la espontaneidad, de la risa, de la libertad, de las plantas que embriagan el alma y que ayudan a olvidar las penas, de los placeres, del intenso disfrute de la felicidad aquí y ahora! ¡Evoé, espíritu de la regeneración capaz de hacer revivir a la naturaleza toda, después de que la quemaron la sequedad del agosto y las nieves del invierno! ¡Que viva siempre en nuestro interior el fuego divino de tu alegría y que él nos libere de lo que queda en nosotros de pesadez titánica! ¡Evoé! ¡Gracias a la Vida!



El sol acabó de desaparecer tras las montañas, Orfeo dejó de cantar y lo despidió con una escala de graves que se fue haciendo cada vez más tenue y distanciada, hasta quedarse vibrando en un amoroso final expansivo. Siguió un silencio en el que todos permanecieron unos instantes paladeando la postrera belleza del día y del canto idos. Parecía que el bardo dejaba la lira a un lado para levantarse. Pero entonces tomó su flauta, hizo sonar débilmente el acorde básico de la melodía de Aglaonice, luego empezó a repetirlo de una manera cada vez más intensa y más vibrante, e inmediatamente hizo regresar al lugar, volando sobre remolinos de notas, la presencia contagiante del espíritu de Dionisio y de sus desenfrenados coros de sátiros y ninfas en trance risueño, jocoso y profundo.

Las devotas de Baco, enfebrecidas de entusiasmo, gritaron al unísono la invocación a la alegría y siguió la zarabanda y la fiesta colectiva a pleno son, de una manera más vertiginosa y, al mismo tiempo, más armónica que al principio, pues el bardo estaba consiguiendo que aquella primitiva resonancia ventral que volvía incontinentes las caderas se elevara poco a poco hasta el corazón, incendiando el sentimiento, para luego poseer también la columna, brazos y cabeza y expandirse desde ella y conectarse a todo, tal como si la danza de las ménades se hubiese unido a la del planeta y hasta a la de las estrellas, que parecían rondar, junto con ellas, más rápido y más brillantes que nunca en el cielo nocturno.

Las hizo girar y girar en éxtasis durante un buen rato y luego las dejó ascender y ascender y elevarse en amplios círculos aéreos de una manera cada vez más y más sutil... donde femenino y masculino y sus conflictos no existían más porque se fundían en la perfecta armonía de contrastes, en la pureza y plenitud andrógina del Ser Original... hasta que llegó un embriagado silencio cargado de ritmo, poder y comunión, que fue preludio de un final sorpresivo y radiante, con el que las devolvió a la parte más cordial de la Tierra.

 Todo el mundo aplaudió a rabiar, saltando y gritando y pidiendo más, pero él le pasó la flauta a uno de sus jóvenes amigos y se levantó, inclinándose y disculpándose con una sonrisa. El chico trató de mantener aquel ambiente lo mejor que pudo, pero poco a poco la mayoría dejó de agitarse tanto, incluso cuando una de las bacantes lo acompañó y luego lo sustituyó, asumiendo la dirección de las danzas. Siguió la fiesta de un modo más tranquilo, disperso, familiar y profano, repartiéndose entre todos las viandas y los vinos que traían, encendiéndose hogueras, formándose grupos que conversaban animadamente. Algunas parejas improvisadas fueron marchando de las manos hacia las sombras.






Aglaonice estaba fascinada por la extraordinaria vibración de entusiasmo con la que la maestría de Orfeo había sabido elevar hasta los cielos emocionales a su grupo. Aún empleando la misma música, la había enriquecido tras una sola audición, y su seguridad, su carisma, su virtuosismo creativo y sus múltiples y sutiles  recursos sonoros estaban evidentemente mucho más desarrollados que los suyos.

Imaginó en lo que se podía convertir su comunidad de bacantes y su obra espiritual con un colaborador así a su lado. Ella tenía que ganárselo para servir juntos a aquella misión que la vida le había puesto en su camino: construir una nueva era en la que la energía libre, informal e intuitiva de la Gran Madre, aliada al olímpico Dionisio, volviese a situarse al nivel del que la habían desplazado los dioses patriarcales... para suavizarlos, humanizarlos y construir una sociedad en la que la mujer recuperase su ascendencia y su autoestima y en la que la fuerza viril se canalizara al servicio del Amor.

Orfeo vio venir hacia él a Aglaonice, majestuosa en la seguridad del carisma que se desprendía de cada uno de sus gestos y movimientos. Portaba con elegancia una copa de madera olorosa finamente tallada y un odre de vino. La puso ante él y la llenó. Luego la tomó con ambas manos, se acercó al rostro del bardo y, mirándolo de soslayo con sus ojos hechiceros de esmeralda, bebió ante él un sorbo demorado, que le sirvió para entornar los párpados y redondear los rojos labios, como sin querer, en un gesto audazmente erótico y provocativo.

            Lo aligeró con una de sus frescas sonrisas y luego le ofreció la copa:

-Bebe de mi copa, Orfeo -le convidó-, comulguemos juntos, ya que a ambos nos anima el mismo espíritu de Dionisio.

Orfeo tomó la copa, brindó y la llevó bajo su nariz, pero no bebió, porque hacerlo sería aceptar un compromiso que sentía como demasiado explícito. Bajo el aspecto regiamente femenino de aquella mujer, intuía el espíritu de un guerrero durísimo, dominante y manipulador, una verdadera amazona, una poderosa araña tejiendo su tela. Simplemente le hizo honor al convite, deleitándose en olfatear su aroma.

-Creo que a ti te anima Dionisio mucho más que a mí, sacerdotisa -dijo con una sonrisa-. Eres una mujer muy bella y una extraordinaria flautista. Mereces mucho más que lo poco que yo podría compartir contigo. Por favor, no te ofendas conmigo y considérame tu amigo.

Ella ocultó su decepción tras una sonrisa artificial y recogió la copa de sus manos.

-Si no te apetece beber, lo haré yo por los dos.

Bebió un largo trago. Luego la dejó a un lado, lo miró seriamente y dijo:

-En verdad eres un gran maestro; admiro la altura de tu arte y me siento muy contenta de haberte conocido, perdona mi atrevimiento. Sí que me gustaría cultivar tu amistad y venir alguna vez a hacer música contigo.

-No hay nada que perdonar, tu atrevimiento alegra mi corazón mucho más que el vino; considérate en tu casa y ven a ella cuando quieras. Lo mismo digo para tus acompañantes.

Tomó su mano y la besó, después se puso en pie y recogió su lira. Habló alto, para todas las bacantes:

-Estoy cansado y deseo retirarme, os doy de nuevo las gracias por vuestra visita, bellas señoras; continuad con vuestra fiesta y que seáis siempre así de felices, para felicidad de los demás. Mis amigos os dirán donde podéis dormir. Buenas noches -luego entró en la cueva y al cabo de unos minutos salió, cargado con una manta, y se perdió entre los árboles del bosque.






Transcurrió una semana, Aglaonice no podía dejar de mirar sin disgusto hacia la alta cima del Rhodope desde la ventana de su casa en el valle del río Hebro. El cortés rechazo de Orfeo a su torpe precipitación había herido a fondo su pecho, que pasaba por todo tipo de violentas emociones, desde la ira hasta la autoconmiseración.

Se miró al espejo y no se gustó. Hubo una época en que ella tenía que quitarse de encima a los muchos hombres que la deseaban, y con muchas menos consideraciones. Pero el paso del tiempo era implacable, su antiguo poder de seducción parecía ya no servirle sino para comandar una tropa de mujeres solas, carentes, decepcionadas por múltiples relaciones insatisfactorias con hombres rutinarios y vulgares, aterradas porque su juventud y su belleza comenzaban a marchitarse, que se amparaban en la religión de la libertad y la alegría para poder desamarrarse de su vacío y de su baja estima en la sagrada embriaguez y en la cobertura anímica que presta la manada.

Se volvió a mirar, ensayando gestos, poses, sonrisas, máscaras -Te ha calado hondo ese músico, Aglaonice, no puedes dejar de pensar en él. Maldita estúpida, cómo me lancé como una loca... habrá que regresar allá, con otra actitud. No me lo puedo sacar del corazón, vas a ver quien soy yo, Orfeo –comenzó a deshacer su peinado-. Tal vez una imagen diferente...






Las ménades llegaron poco antes del mediodía ante la cueva; esta vez eran sólo tres: Aglaonice, otra mujer algo mayor que ella y metidita en carnes, de mirada profunda e inteligente, que dijo llamarse Metis, y otra más joven, con un cuerpo fino y flexible de danzarina y cara de estatua, un poco inexpresiva, Hebe. Traían flautas frigias de doble tubo las tres, algo de comida y bebida y un hatillo con una muda de ropa limpia envuelta por un manto. Pero ahora, a pleno día, no parecían las mismas de la primera vez, sino tres modestas estudiantes de música que van a visitar a un profesor.

Vestían túnicas blancas de verano hasta la rodilla, calzaban sandalias de cintas, no llevaban apenas adornos, sus afeites eran discretos y se comportaban de una manera afable, pero tan pasiva y recatada que Orfeo y las dos personas que le acompañaban -el mudito algo retrasado que vivía con él en la cueva y aquel otro efebo de cabello largo y rizado que siempre tomaba notas, llamado Museo, quien pasaba unos días en la casa de huéspedes- se hicieron más amables y acogedores de lo acostumbrado, para hacerlas sentir entre amigos, a gusto, y para convidarlas a expresarse con la misma espontaneidad que antes.

Cuando se recreó un buen clima de simpatía y fraternidad, Aglaonice dijo que se habían atrevido a traer algunos platos de buena comida casera para compartir y que les gustaría mucho pasar una tarde tranquila en el monte, escuchar otra vez a Orfeo, si fuera tan amable, tocar juntos y aprender algo de él.

Almorzaron, pues, en grupo sobre la hierba, uniendo la ensalada que habían preparado para ellos con los platos cocinados por las visitantes, que estaban muy bien presentados y que sabían verdaderamente deliciosos. Se bebió vino de una manera normal y moderada y en todo momento se logró un clima de amistosa y ligera armonía de grupo.






Tras la comida, el mudito se fue a lavar las ollas y los demás se quedaron conversando cordialmente, tumbados bajo la sombra de una encina. El muchacho del cabello rizado, Museo, era muy simpático y contó sabrosos chismes mundanos de la capital de donde procedía. Como sus dos compañeras estaban muy a gusto con él, Aglaonice fue creando, poco a poco, un aparte con Orfeo.

-Fue impresionante –dijo, con los ojos brillando de admiración- como conseguiste elevar la vibración de mi grupo la otra noche ¿Cuál es el secreto de tu maestría?

-Ningún secreto -respondió él sonriendo-: Trabajo. Estudiar y ensayar hasta que la lira o la flauta en mis manos se vuelven yo mismo, estudiarme y vaciarme hasta que yo mismo me vuelvo la propia música tocándose a sí misma, y luego dejarla fluir hasta donde ella quiera.

-¿Así de sencillo... nada más? -dijo Aglaonice riendo con ironía- ¡Todo el mundo puede!

-En realidad, todo el mundo puede, creo yo, cada uno a su manera, cultivar y desarrollar hasta extremos muy elevados sus propios talentos y tendencias innatas: Basta con querer, osar y callar, como siempre.

-¿Querer, osar y callar? -repitió la sacerdotisa- Eso es un axioma hermético.

 -Lo es, mucha gente lo conoce, pero hay que aplicarlo –dijo Orfeo-: querer conseguir lo que quieres conseguir con mucha gana; osar poner toda tu concentración y todo tu esfuerzo en ello de forma constante para intentarlo, día tras día; y hacer callar a las constantes dudas, ansiedades, vacilaciones, sentimientos de impotencia o de carencia, quejas o vanidades de tu ego y seguir intentándolo con fe como si ya lo hubieses logrado antes, hasta que en cualquier momento, inesperadamente, se consigue, igual que hemos conseguido aprender a ponernos en pie y a andar.

-Yo quiero y oso con fuerza -dijo ella-. Lo difícil para mí es callar, hacer callar a las dudas, hacer callar a la vanidad: insuficiencia y prepotencia.

-Ese es el balance hacia los extremos que sale fácilmente de todos nosotros, quedarse corto, pasarse... la armonía está en el medio –confirmó él-. Si dudas, le faltará a tu melodía la fluída brillantez de la seguridad, si te pasas de confianza egoica en ti misma, resultará pesada y no alzará vuelo. Se necesita salir de la rueda del sube y baja, ponerse por encima de su vaivén. Hay que dirigir el vaivén de la balanza desde su centro más elevado, desde el fiel. Y no desde uno de los platillos o el otro, desde los platillos es imposible mantener un movimiento equilibrado.

-¿Y eso cómo se hace?

-A mi me sirve una manera, a veces –respondió el bardo-: rindiendo la dirección de mi juego a mi centro más elevado.

-Ya lo hago yo también. Mi centro más elevado es Dionisio. Todas las dudas de mi razón se disipan en él.

-Yo tengo la sospecha, y espero que me perdones -dijo Orfeo suavemente-, de que Dionisio es un centro elevado, pero no precisamente el del fiel, sino el de uno de los platillos: el de la espontánea emocionalidad subconsciente. El centro elevado del otro platillo es Apolo: la sabia consciencia intuitiva.

-¿Quién te parecerá entonces que sujeta el fiel de la balanza de donde penden ambos? –dijo Aglaonice desafiante- ¿La Diosa?... ¿o Zeus?

-La Diosa y Zeus son los dos brazos que sostienen los platillos. Tampoco son el fiel -respondió el bardo-. Si quieres poner una divinidad conocida allí y no a tu propio ser real directamente, yo creo que podría ser Atenea, que es la inteligencia creativa de Zeus, y una síntesis, actualizada, de él y de la Diosa, en la que todas las cualidades femeninas y masculinas, lunares y solares, conscientes e inconscientes, se funden en una supraconsciencia equilibrada, potente, bella y activa.

-No me inspira devoción ni confianza esa virgen orgullosa con alma de hombre. Me quedo con la Diosa y con Dionisio, que es el más femenino de los dioses –afirmó con fuerza Aglaonice.

 Orfeo se dio cuenta de que ella se había atrincherado en una posición fija y renunció a seguir discutiendo por causa de los muchos símbolos superficiales de lo único. Hubo un silencio. Al cabo, Aglaonice le preguntó si después de haber viajado tanto, no se aburría de permanecer en una cueva, en aquel rústico lugar.

-Realmente no –contestó sonriendo-, cualquier lugar puede ser el centro del universo, si uno siente la vida del universo en él... ¿No la sientes tú en esta montaña?

Aglaonice miró en su torno, alzando el pecho -¡Claro que la siento!... este lugar es un templo puro y sagrado de la vida.

-El mundo todo lo es -respondió él-, pero en las montañas se siente más fuerte, más puro. Cuando yo viajaba procuraba andar por las montañas o regresar de vez en cuando a ellas, para recargarme. Esta montaña resume en sí todos los lugares donde más a gusto me he sentido en mi vida.

-Pero tú has vivido aventuras y conocido a muchas gentes muy interesantes ¿No echas eso de menos?

-No, porque lo he vivido a fondo y porque soy libre para dejar las pocas cosas que aquí tengo y buscar lo desconocido de nuevo, si lo deseara... que ya no sería lo mismo, porque cada edad tiene su propio juego y sus propios retos... En cuanto a las personas interesantes, no hace falta salir de aquí para encontrarlas; ya ves, tú has llegado por tu pie a esta montaña y eres una persona interesante.

Ella se sintió feliz, pero disimuló, tenía que ir despacio.

-Orfeo, yo soy una persona muy vulgar, me refiero a esas gentes distinguidas que saben apreciar verdaderamente tu arte y agradecerlo, que lo han aplaudido y recompensado como se merece ¿No es un desperdicio, para un músico de tu talla, vivir así, retirado? El mundo podría estar a tus pies. Podrías tener cuanto quisieras.

            -Aglaonice, para que ese mundo del que hablas esté a sus pies, un artista tiene que ponerse a los pies de ese mundo, y cuantas más cosas posee una persona, más esas cosas lo poseen y chupan su energía. Si yo tuviese que dejar mi cueva ahora, encontraría enseguida otra, en todos los montes las hay. Si perdiera mi lira, cortaría madera y en poco tiempo me haría otra; y en cualquier monte se encuentran, también, agua y alimentos... Prefiero mi libertad actual a vivir en una jaula de oro en la ciudad, pendiente de mantener los cambiantes favores del público y de las modas.

-Pero un artista se debe a su público -dijo ella- ¿Para qué te dieron los dioses ese talento? ¿para sólo escucharte a ti mismo, como un lobo solitario aullando en el monte? ¿Dónde está tu utilidad en este mundo?

-A lo mejor los dioses no están tan descontentos conmigo –sonrió el vate-. Todo el tiempo estoy cantando y tocando para las distintas caras del Ser Universal que ellos representan, canto dando gracias por la vida y en honor a ella, canto para los dioses que residen en las gentes amadas y amigas que viven conmigo o que vienen a visitarme, y canto para los dioses que me inspiran en mi interior y que me hacen sentir feliz y útil inspirándome y oyéndome interpretar lo que me inspiran.

Ella se quedó sin saber qué decir –“Oh, me encanta como eres, Orfeo -pensó-  eres exactamente el tipo de hombre con el que podría complementarme para exteriorizar lo mejor de nosotros dos al servicio de nuestra misión... sólo necesitas que alguien te ayude a descubrir la mejor manera de aplicar tus dones y tu fuerza a lo que esta época nos está pidiendo...”

-¿Te gustaría encontrar una manera –preguntó-, en la que tu música sirviera para mejorar el mundo?

Él volvió a sonreír y dijo dulcemente, como quien habla de otra cosa:

-Aglaonice... a mí me parece que todo en este universo es la misma energía vibrando en el movimiento rítmico que crea la vida universal... y que todas las expresiones de la vida de los seres, todas, influyen sobre esa vibración y marcan su tono, también la tuya y la mía. Pero, además, todas aquellas expresiones creativas que son conscientemente armónicas elevan al máximo la belleza y el goce de la sinfonía colectiva de los seres que conforman el ser del cosmos... y la buena música la eleva más y mejor que cualquier otra forma de expresión...

-... Excepto la expresión pura del amor -arguyó Aglaonice.

-¡...Que también puede expresarse con música! -respondió Orfeo riendo–... Así que no desprecies, amiga mía, la utilidad, para el mundo, de un humilde músico que vive y toca retirado; él puede ser un sacerdote de la Vida.

-Un sacerdote de Dionisio... –reconoció ella, apreciativamente.

-¡Evoé! Pero Dionisio, para mí, Aglaonice, siendo una expresión muy querida de la Vida, un arquetipo de pura libertad y alegría, no es más que una de las múltiples caras del dios que hay detrás de todos los dioses. No me quedo sólo con esa, a veces necesito cantarle a la virtud luminosa y equilibrante de Apolo, o a la disciplina firme y decidida de Marte, o a la racionalidad ágil de Hermes, para no quedarme en la pura esfera de los impulsos instintivos o subconscientes... Todas las caras de todos los dioses son necesarias para que nosotros configuremos, mezclándolas según nuestras necesidades, la imagen del dios interior que, en cada momento, nos conecta con el todo y dirige nuestro rumbo personal... Hay veces en que, incluso, necesito cantarle a Hades.

-¿Hades? Ese es un dios del que la mayoría de la gente prefiere ni acordarse -dijo ella aprensivamente-. ¿Para qué le cantas?

-Para poder disfrutar más y mejor de la vida efímera del cuerpo y de la mente, en éste único momento real en que aún los tengo conectados a todo lo que soy... A mi me parece que Hades es el gran recordador de la realidad, amiga.

-¿Por qué?

-Porque pensar en él me centra en lo importante cuando vienen a mí las preocupaciones... pocas de las cosas que nos preocupan aparecen como importantes si uno piensa que dentro de una hora podría perder su cuerpo. Creo que aquello en lo que yo usaría esa última hora, es lo único verdaderamente importante para mí.

-Yo la usaría para amar, Orfeo, para darme toda, para perderme, para entrar en el más allá con toda mi consciencia diluída en el éxtasis del amor... –dijo la sacerdotisa con toda pasión- ¿En qué la usarías tú?

Orfeo se quedó pensativo un momento, como si estuviese concentrado en un recuerdo muy, muy profundo.
 
-Yo ya tuve esa experiencia una vez y lo que más anhelaba era precisamente eso: poder apagar mi alerta, perderme, diluir mi consciencia vigilante en el éxtasis del amor y del reencuentro... y que fuera lo que fuese después... eso era Dionisio hablando en mí. Sin embargo, una voz más fuerte me animaba a mantenerme alerta, alerta, bien consciente, para poder acabar lo comenzado; aquella voz me urgía, con el mayor ahínco y en nombre del amor, a seguir despierto y conectado con mi objetivo hasta justo el instante final, aguantando el deseo de apagar y diluirme... esa era la voz de Apolo en mí.

-¿...Y a cuál de las dos voces hiciste caso? –preguntó Aglaonice.

Antes de que Orfeo pudiese contestarle, su diálogo fue interrumpido por sus tres compañeros de siesta, que les propusieron alegremente ir a tomar un baño a la cascada. Se levantaron pues, se unieron a ellos y comenzaron a caminar atentos, ahora, a cualquier otro asunto del que el grupo estaba hablando.






 La cascada era un verdadero santuario de la Gran Diosa, como todos estos lugares suelen ser. En un lugar así las mujeres parecen encontrarse en su elemento natural, que se exalta con la humedad, con la semipenumbra, con los movimientos flexibles y suaves y con el olor a tierra mojada... así como lo masculino se realza en lo seco, lo solar, el dinamismo contundente, el vuelo hacia la altura y la esforzada marcha.

Desnudas y entrando en el remanso, las tres sacerdotisas aparecían ante los ojos de Orfeo y Museo como la consagración de la feminidad, tal como los hombres la sueñan. Cuando Aglaonice nadó hasta el pie de la cascada, escaló la roca sobre la el agua se precipitaba y se quedó allí agarrada, recibiendo placenteramente, con los ojos cerrados, los chorros espumosos sobre las partes frontales de su esbelto cuerpo de pantera, mientras las curvas sinuosas de su espalda, cadera y piernas brillaban al sol, semejaba la diosa de la sensualidad misma.






Tras el baño, regresaron a la cueva, tocaron juntos varias canciones y siguieron con los himnos del atardecer en acción de gracias por el día transcurrido, acompañados por otros visitantes que llegaron justo entonces.

Orfeo los remató con un poema improvisado, que era una recomendación para la buena navegación por los ríos de la Vida, tanto como por los ríos de la Muerte. Decía que allá por donde vamos, encontramos dos tipos de fuentes: las de las aguas del Olvido y las de la Memoria. Ante la dureza de ciertos momentos de la existencia, la mayoría de la gente prefiere embriagarse y aturdirse con las primeras, como forma de liberarse de la tensión, el dolor y la culpa... pero sólo quien es capaz de enfrentar con valor y lucidez sus propias contradicciones acaba pasando al otro lado del espejo de su impureza y de su negatividad aparentes, para entrar en la esfera del Autorrecuerdo, donde todo se aclara ante el brillo inmaculado del Ser que Somos y las angustias desaparecen, como desaparecen las sombras ante la potencia luminosa del amanecer.

Aglaonice, que estaba muy sensible, entendió que el poema era una metafórica alusión a que la embriaguez del método dionisíaco para olvidar las penas y disfrutar de la vida a rienda suelta no era más que una solución pasajera, mientras que el autoanálisis profundo y sincero del método apolíneo visaba ir a la raíz del problema, a comprenderlo y a tratar de trascenderlo para siempre. No quiso permanecer en la casa de huéspedes aquella noche y prefirió que descendiesen por el sendero, alumbrándose con antorchas.






Dejó que transcurrieran varios días antes de regresar a la montaña con sus dos amigas, para que su ausencia hiciese más grata la presencia. Cada vez que subían, se esmeraba más en la exquisitez de las viandas que llevaban (siempre vegetarianas, porque Orfeo se abstenía de carne) y en la perfección de la sincronicidad de sus flautas con la lira de Orfeo y con los instrumentos de sus otros acompañantes ocasionales.

            En las conversaciones con el bardo procuró mantenerse siempre en el nuevo rol pasivo, femenino, discreto, estimulante sin convidar, que los griegos estaban tratando de establecer como conveniente entre sus mujeres, renunciando a la iniciativa directa y dejando, más bien, que el varón deseado se fuera envolviendo, por sí sólo, en la tela de araña que con paciencia tejía.

Para lo cual contenía ante él sus leoninos deseos de acción y de dominio, a los que concedía total desahogo en las noches siguientes, liderando con brío las ceremonias de su grupo de bacantes en la intimidad secreta de los bosques, durante las cuales, tras ingerir una mezcla de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios, cantaban y danzaban dando rienda suelta a lo instintivo hasta entrar en un juego en el que todo estaba permitido, durante el cual descuartizaban vivos algunos animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre y se abrazaban, tiñéndose de rojo, pasándoselos de mano en mano, mientras reían y reían, desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el afloramiento a la mente superficial de las identidades más arcaicas del propio ser, desde las honduras abismales del subconsciente colectivo, donde la Diosa era tanto dadora de vida como dadora de muerte.

Era una evocación de las ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada Edad de Piedra, vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres, excepto a aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para vivir femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones interiores de su subconsciente, cabalgando el trance inducido por el vino quitapenas y las plantas de poder.

Danzaban llenas de místico entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a ser fecundadas e inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores, los espíritus de la naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima que el hombre; los sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes de sabiduría oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y la ciencia de hacerse semejantes a la Diosa.

En lo más intenso del aquelarre y de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel de loba y rodeada de perfumados vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía con su flauta y sus movimientos a todos los demás instrumentos de viento, dibujando una sinuosa melodía espiral sobre la noche a contrapunto del retumbante compás circular que marcaban los panderos, mientras alrededor de ella y del fuego rondaba frenéticamente el embriagado coro de mujeres vestidas con largos peplos de muchos pliegues, que dejaban al bailar las piernas al descubierto.

Giraban recubiertas de moteadas pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y culebras, brincando y aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas cabelleras y de sus sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la floresta estuviesen participando con ellas en su danza remolineante, danza en la que las energías individuales de cada una de ellas se convertían en una sola sinergía multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma  ascensional con lo inefable, con la fuente subconsciente de la alegría más simple y más vital sin freno alguno.

Era la terapia catárquica del desvarío provocado, aceptado y gozado de común acuerdo, de la subversión de la normalidad, de la sub-realidad, del retorno a la infancia lúdica de la especie. Una terapia sagrada que tenía la virtud de  desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del futuro, que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a plena intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible. Que transmutaba todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y una religión comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir placer y poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada liberadora; que desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos momentos la voz tirana de la lamentosa razón cotidiana, la que proclamaba machaconamente la insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por tener que vivir en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores parcelas de poder. Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas si lo viesen.

Ellas eran la activa resistencia de un milenario imperio de la intuición femenina contra el cuadriculado estilo de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles limitaciones que los griegos estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban ruidosas protestas, y hasta destrozos, contra cualquier ofensa a su género, contra los extranjerismos, contra las modas helénicas, contra cualquier tentativa de reformar y corromper el orden y los valores que, desde siempre, sustentaban la armonía de la vida. Incluso habían recurrido a veces a la violencia, humillando o apaleando a hombres conocidos como maltratadores. Ellas eran el espíritu de dignidad de su sexo enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las espadas y los palos sostenía y que pretendía rebajar y degradar su condición. Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construída libremente sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la sagrada tradición y que querían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.

Aglaonice, siempre en el centro, dejaba a veces la flauta y elevaba el tirso, adornado con tiras blancas de lana, para dirigir cada cambio de tiempo en la ceremonia, acompañando su gesto con un salvaje bramido, el grito ritual que excita y anima, que era inmediatamente obedecido. Las bacantes giraban hacia un lado o hacia el otro con perfecta sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban su velocidad como si volasen o se quedaban inmóviles como estatuas un instante, para seguir cuando ella daba la señal.

 Nadie como las mujeres para ponerse de acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran dirigidas con gracia y con firmeza desde el corazón y desde el vientre. En su imaginación operativa, la Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura todos los cordones umbilicales de sus ménades y las convertía en una gran rueda generadora de pura energía de sanación psicológica.

Haciéndose antena, raiz, fuente inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal distribuidor de todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través de ella como de un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad, imaginaba como podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a influenciar y a contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral príncipe Orfeo a su disposición, como apasionado amante y perfecto complemento de su carisma por una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante sacerdote-músico de Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.





Cuidando de no dejar su objetivo en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la magia como refuerzo de la consecución de sus deseos. En un bosque frondoso a las orillas del río Hebro se hallaba su lugar de poder y el viejo y fuerte árbol con el que durante mucho tiempo se había identificado y hermanado. Lo adornó con cabellos sueltos y con pequeños objetos personales que había sustraído al bardo y practicó en él y sobre ellos las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que llegara a sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de las mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.

Durante muchas lunas recogió el sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos y fue reforzando con su concentración, muchas veces en trance, y alimentando con sacrificios y ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de que fructificase en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena gestación.






Una tarde que se encontraban tocando juntos ante la cueva del vate, al mudito recogido por Orfeo se le ocurrió unirse a ellos con su flauta. Esto supuso una cierta osadía por su parte, ya que era muy tímido y, por lo general, cuando había visitantes delante solía mantenerse discretamente apartado, aunque colaborando todo cuanto podía, como hace un buen criado.

No acompañó mal al grupo durante un par de canciones bien conocidas, pero luego Metis propuso un himno que tenía cierta complicación, y el pobre muchacho cometió un fallo de tono tan audible que las tres ménades se echaron a reír y él se quedó tan colorado y confundido que, por un momento, pareció querer marcharse.

Sorprendentemente, Orfeo se levantó de su lugar habitual, se sentó a los pies del infeliz y recomenzó la pieza en el mismo tono en que el efebo la había abordado, convidándole con los ojos a que le siguiera. Él lo hizo y la maestría del vate logró, no sólo que aquella variación no desmereciera la dignidad del himno, sino que la realzara. También con la mirada, convidó a Aglaonice, Metis y Hebe a que se unieran en el mismo tono, lo afirmó en el colectivo, y luego dirigió al grupo todo hacia tonos más altos, hasta que se recuperó la forma originaria de la canción. Cuando ya todos fluían en ella, bajó el tono con una sonrisa, grado a grado, y los devolvió a la variación alterna incorporada por el fallo del mudito, acabando con un dinámico remolino musical que iba y venía de la variación al original, arriba y abajo, en escalas bien contrapunteadas, las cuales se fundieron en un final espléndido.






            Todos estallaron en una libre carcajada de satisfacción después. Aglaonice estaba admirada del virtuosismo audaz y del amor con el que aquel bardo de bardos había convertido un error en una lección de arte, devolviendo, al mismo tiempo, su autoestima y dignidad a su joven compañero.






 
 
 
 































































  8- EL GUARDIÁN DEL UMBRAL  



























































33- La Revelación
 
 
 
 
 
XXIII.    VÍSPERA DE LUNA LLENA      











La sacerdotisa se sentía tan excitada aquella tarde, que convino con sus compañeras y con Orfeo pasar esa noche en la casa de huéspedes para disfrutar juntos de la víspera de la Luna Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría una gran fiesta dionisíaca junto al río Hebro, que tendría que dirigir en persona.

Tras el anochecer y muy bien arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo su frente, consiguió que Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una acumulación de enormes rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a corta distancia de la cueva.

Según el disco de Artemis comenzó a asomar rojizo tras las montañas, ella percibió como todas sus potencias femeninas la poseían en una inundación ascendente. Se sintió brillante, hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y poderosa, y en el mejor de los escenarios y de los ciclos para ejercer su fascinio. Se concentró en la luna como en un espejo, dejó que saliera de sí su magnetismo como un fluido rosado y vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en su entorno, e imaginó sensiblemente a Orfeo captado por él igual que una abeja por el perfume de la flor, tocado en sus instintos, perdiendo el control, avanzando hacia ella, besándola, abrazándola, derritiéndose cálidamente en ella.

Pero transcurrían los minutos y nada de eso ocurría, y salió de su concentración para mirarlo de reojo. Se encontraba en pie, a su lado, paladeando con intensidad la belleza de la luna. Pero sin percatarse o sin querer asumir que la luna se personificaba en ella esta noche para amar al sol en él. Entonces decidió mirarlo directamente.

Él recogió la mirada y le hizo una inclinación apreciativa con la cabeza en la que leyó que se encontraba embriagado por la belleza sagrada del momento y que ella formaba parte de esa belleza como mujer. Esperó anhelante a que avanzara y la tocara, pero no lo hizo, así que le tendió su mano.

Él dio un corto paso y envolvió en las suyas la mano femenina, su mirada en la de ella durante un largo rato, luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con respetuosa dulzura.

Entonces lo miró como si Orfeo fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla, llegando apenas con sus dedos a los cabellos; era el gesto mágico largamente ensayado, imaginado y configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda discreción y cayera bajo su encanto. Pero, en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el hombro y la atrajo a su costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si quisiera que ella hiciera lo mismo y que todo se quedara en una emoción estética compartida por un par de buenos amigos.

Pasó el tiempo en aquella posición. Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y todo su entusiasmo se congeló. Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se separó de él unos pasos y dirigió su cara hacia las rocas llena de rabia, deseando locamente que él volviera a tocarla para tener un pretexto para rechazarlo, o golpearlo, o abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde estaba, en silencio.

Finalmente, se dejó caer sentada en una peña y dio una salida a su frustración, permitiendo que unas lágrimas silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó su furor; también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta distancia, como queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.

Aguardó a ver si otras lágrimas y un sollozo, esta vez fingidos, producían algún efecto. Él empezó a hablar con mucha dulzura.

-Aglaonice, tan bella que me duele tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.

Ella sollozó otra vez.

-Tan querida para mí, tan bellos los días en que me brindas el placer de tu compañía. Gracias por ellos, amiga.

Se sintió mejor, tuvo la esperanza de que las cosas se arreglarían.

-Aglaonice, tan querida, tan deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como mereces. Mi corazón pertenece por completo a otra mujer.

Se quedó sorprendida, no esperaba eso.

-¿Qué mujer? -preguntó con un gemido.

Él estuvo en silencio un rato; después dijo:

-Mi esposa. Eurídice.

Aglaonice regresó su mirada hacia él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo tiempo, aliviándose. Orfeo estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era rival.

-Orfeo, yo comprendo tu amor y tu dolor, pero Eurídice murió hace años.

-No está muerta para mí, sigue muy viva.

-A ella no le hubiera gustado que te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo fuese tu esposa y me muriese, no quisiera dejarte esclavo de una obsesión. Te querría ver feliz, rehaciendo tu vida con otra mujer.

-Aglaonice, no puedes comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí, cada día la amo más.

-¡Oh, pobre mío! -se enterneció ella, lo abrazó- ¡Pobre mío!

Él aceptó el abrazo, pero no lo devolvió.

-No digas pobre mío, soy muy feliz con ese amor.

Ella lo abrazó más fuerte. Ahora se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma, ella lo curaría. En muy poco tiempo recuperó toda su seguridad.

Lo miró muy cerca y sonrió, mientras se enjugaba una lágrima.

-Creí que no te gustaba... -sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.

Él la abrazó esta vez con verdadera ternura.

-¡Cómo no me ibas a gustar! Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo lo que siento... Por favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de amor que podemos compartir.

-Siempre te amaré, Orfeo, siempre te amaré, aunque amases a otra; mi amor por ti no es posesivo. Te amo y basta. Siempre te esperaré.

Él la miró, preocupado. No quería que se comprometiese de esa manera, no quería obsesiones imposibles de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese consolado. Poco más se podía hacer esa noche. Le dio un último abrazo. La luna ya clareaba alta en el cielo.

-Vámonos a descansar, Aglaonice, empieza a hacer frío, vámonos amiga. -la cogió por el hombro, como para darle calor, y comenzó a caminar a su lado despacio, hacia su campamento. Ella aún tenía la esperanza de que acabaran la noche descansando juntos... aunque no hubiese nada más entre ellos. Pero cuando estuvieron a la vista de la cueva, él soltó su hombro.

-Ya todo el mundo se retiró a dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.

El sendero estaba claramente iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta del cobertizo. Ella aún esperaba algo, pero él la despidió con dos besos en las mejillas y una sonrisa dulce.

-Buenas noches, amiga querida, que tengas bellos sueños -y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.

Ella no quería decir buenas noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un momento, como invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se movía; ella pasó adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco, mirándolo hasta el final.

Se apoyó en la pared de dentro y esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos pasos alejándose. Se sentía enamorada como una quinceañera.






Deseaba poder contárselo todo a Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban profundamente dormidas en sus camas. Un grosero ronquido venía, de vez en cuando, de la estancia contigua, donde estaban tres efebos acostados, compartiendo un único camastro grande de paja.

Se desnudó, metiéndose en la cama que le habían reservado, pero le fue imposible dormir. La luz de la luna filtrada, la excitación, los ronquidos; dio mil vueltas, recordó muchas veces todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se imaginó otras posibilidades, trató de acalmar su excitación acariciándose, como si fuera Orfeo quien la acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.

Saltó de la cama, quiso beber, pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente, abrió su zurrón y sacó de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había sido debidamente preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última bacanal.

Trazó mentalmente a su alrededor un círculo ritual de protección, se encomendó a Dionisio y tomó una dosis suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.






Sentada en la  cabecera de la cama, manteniéndose en contacto con sus inseparables amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza subiera, mientras dibujaba una escena animada en su imaginación.

Se imaginó erguida enfrente de su árbol de poder y al árbol convertido en Orfeo. Amplió hasta él su círculo para englobarlo. Orfeo la miraba ahora como despertando de un mal sueño, desnudo y atado al árbol con mil nudos. La miraba como si fuese la primera vez y reconocía en ella todas las cualidades y formas que amaba en su esposa muerta. Ella no sabía como eran, pero la Luna sí, la Luna todo lo sabe. Los rayos de la Diosa descendían sobre ella y la adornaban con la apariencia de Eurídice. Bañada en resplandores lunares, se imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella. Consciente de su poder, se abrazó mentalmente a su árbol, como tantas otras veces, fundiéndose con él.

Se vio a sí misma envuelta en una ligera túnica, transfigurada en velos de plata, cruzando, ligera como una luciérnaga, el sendero ascendente que separaba la casa de huéspedes de la cueva de Orfeo, llegando a la puerta, transponiéndola, rebasando con cuidado el cuartito que había junto a la cocina, para no despertar al pobre mudo; se imaginó aproximándose lentamente al fondo de la cueva, donde estaba el camastro del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal vez soñando con su esposa muerta, desnudo bajo la sábana.

Se observó llegando al camastro, despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo los rayos lunares que se filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo se despertaba y la miraba y decía “¡Eurídice!”. Lo que seguía después era demasiado hermoso para contarlo. Siguió soñando despierta mientras el trance la iba elevando, poco a poco, liberándola del encadenamiento a las habituales percepciones humanas.






Llegó por fin la náusea y la bajada angustiosa a los niveles instintivos animales y vegetales, a los inconscientes mundos minerales, al plano de la pura energía viva desplegándose o replegándose de manera automática en ritmos alucinantes sobre un espacio sin límites, a velocidades que causaban vértigo.

Pero ella era una psiconauta avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y visualizó sobre el caos de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con lo más poderoso de sí misma, con lo que, inmediatamente, la vibración descendente se hizo ascendente, al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse espiralmente alrededor del centro sólido fijado en el vacío.

Cuando empezó a poder controlar su ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas preparadas muchas veces, dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y más el encantamiento. Haciendo de su voluntad un principio de manifestación, gestando la realización paso a paso.

Por fin sintió que su deseo ya era uno plenamente con el deseo de la Diosa, como cuando, a un solo gesto suyo, el coro de ménades sujetas a ella por el cordón umbilical de plata, se arrancaba a danzar en alas del delirio o se quedaban quietas, inertes y concentradas como estatuas, hasta que su grito las ponía a danzar de nuevo “No por mí, Señora, no por mí ni para mí, sino para que sea hecha tu obra y tu gloria”. Entonces se levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura de su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.






Cuando llegó, silenciosa, atenta e ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio cuenta, de pronto, de que no dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre, de costado, estaban pegados a toda la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado. Se quedó de piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchacho mudo.

Salió de la cueva de puntillas, como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde caminaba hasta que encontró el sendero que bajaba a la casa de huéspedes.  Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio desprendida, ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y corrió enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias vueltas rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda, ensangrentada.

Sólo entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.






A los lobos del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.

 






































































34-Consumación
 
 
 





 




XXIV.         FINAL     








Al atardecer del día siguiente, treinta ménades muy embriagadas en pleno furor sagrado, armadas con tirsos y con palos, comandadas por una vengativa Aglaonice llena de cicatrices, invadieron de repente el campamento de Orfeo cuando  estaba empezando a tocar para un grupo de cinco muchachos.

-¡Orfeo, podrido pederasta mentiroso! –gritó Aglaonice furiosa- ¡Ese es el amor fiel que le guardas a tu mujer, tan joven fallecida! ¡Como amas su recuerdo, desprecias a las mujeres hechas y derechas, pero te consuelas con los efebos! –avanzó hacia él golpeándolo fuertemente con el tirso en un hombro- ¡Maricón! ¡Pervertido!- y lo golpeó otra vez, rompiéndole la lira que tenía entre las manos.

-¡Pederasta! ¡Corruptor de niños!- gritó la ancha Metis, lanzándole una gruesa piedra que le hirió en el cuello antes de que pudiese hablar para defenderse. Eso fue la señal para la manada, todas las ménades empezaron a recoger piedras y palos y a lanzárselos mientras lo insultaban. Los cinco efebos se perdieron corriendo, monte abajo, en distintas direcciones.

Orfeo, alcanzado por una piedra en plena cara, calló de rodillas. De la cueva salió corriendo el joven mudito rubio, cruzó ante las desenfrenadas bacantes y se abrazó a él, queriendo protegerlo con su cuerpo. Aglaonice tomó un palo grueso de manos de otra ménade, se echó sobre él con rabia y le machacó la nuca. Cayó inmediatamente ante las rodillas de Orfeo.

-¡Eurídice! -gritó él, abrazándose con pasión al cadáver del efebo. Fue lo último que dijo; alcanzado en la cabeza por muchas piedras, se quedó tendido para siempre sobre su amante.

Aglaonice paró a las ménades con un alarido, extendiendo los brazos en aspas. Dejaron de caer piedras. Entonces avanzó hacia los muertos con una lucidez súbita revelándosele en medio de las tinieblas de su furia vengadora. Apartó a un lado el cuerpo de Orfeo, volteó el del efebo y desgarró su túnica, que dejó al descubierto unos jóvenes pechos de mujer. Luego, le levantó la túnica por abajo y se quedó lívida.

-¡Eurídice!- gritó- ¡Eurídice! ¡Eurídice! ¡Eurídice!- repitió, irguiéndose y dando vueltas sin sentido alrededor de los cadáveres ensangretados sobre el suelo lleno de piedras y palos, mientras las ménades empezaban a tocar sus instrumentos y a gritar ¡Evoé! sin entender su desvarío.

-¡Orfeo y Eurídice! -gritó ante los cuerpos, espantada- ¡Unidos por mí para siempre! -y de nuevo echó a correr despavorida, aullando como una loba loca montaña abajo, con su túnica revoloteando tras ella, alas fantasmales, al tiempo que las ménades comenzaban a bailar su danza salvaje en la que despedazaban los cuerpos sacrificados.









































































































9- LA SOMBRA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

























 
 

36- Ascensión








El sol poniente volvía rojo todo el horizonte, cuyas nubes semejaban una puerta a través de la cual un par de estilizadas figuras unidas por las manos estuviesen ascendiendo juntas hacia lo alto.















Verano - Otoño 2003.
Cap de Creus, Finisterre, Vigo.