quarta-feira, 27 de novembro de 2019

47- PROMETEO




47- PROMETEO


-“A propósito de eso, Jacín, te contaré algo que tu primera narración removió dentro de mi memoria y que la segunda confirmó. En la primera, hablaste de la Gran Logia de Iniciados de la Atlántida, y como ellos tuvieron que huir cuando el Emperador Negro se puso a perseguirlos y eliminarlos. En la segunda mencionaste que las manzanas de oro de las Hespérides estaban custodiadas por la serpiente Landón …”

-Así es -respondió Jacín, muy contento de que Orfeo recordase todos aquellos detalles.

-“Muy bien- siguió su colega-, pues según las más antiguas tradiciones de mi país, Tracia, que se conservaron en una Escuela de Misterios que hay en la Isla de Samotracia, un hermanastro del último Atlas, o Emperador de los Titanes, llamado Prometeo, tuvo que huir con los suyos de aquel lugar paradisíaco donde viviera, situado a Occidente. llamado Adama o Adán o Edén. La tradición dice que era hijo de Jáfet o Jápeto y de la Diosa Temis, la transmisora del Buen Consejo o Plan Divino, aquella pitonisa matriarcal que, más tarde construiría el templo del Oráculo en Delfos, hasta que se lo apropió el olímpico Apolo.

Prometeo huyó del despotismo de la Logia Negra en la corte imperial de Atlantis, atravesando el Mediterráneo con su amada -una sacerdotisa oceánide llamada Asia-, acompañados por la gente que les siguió, sobre un barco que consiguió arribar a la isla de Samotracia. Desde allí, marcharon para la Anatolia, cruzando el Helesponto.

En Tracia y Frigia, Prometeo transmitió a quienes eran dignos de recibirlas, las valiosísimas iniciaciones de las Serpientes o Dragones de Sabiduría, Supongo que eso es una manera de decir de los Sacerdotes que habían cuidado del Árbol del Conocimiento del Parque Sagrado de la Logia de Iniciados Blancos, en la capital Atlante, ahora perseguidos por las Fuerzas Negras.

Supongo eso –explicó Orfeo ante el asombro del pirenaico- porque en la Cólquide, el Vellocino de Oro que fuimos a buscar hace años, se encontraba colgado en el Árbol del Conocimiento de un Parque Sagrado semejante, dedicado a Prometeo, donde había una pitón oracular, custodiada por una Alta Sacerdotisa Iniciada, esto es, por un Dragón de Sabiduría. Lo supongo ahora, porque no había pensado en esas relaciones por entonces.

No lo había pensado, a pesar de que nos contaron en el Templo de los Antiguos Dioses de Samotracia, al principio de nuestra expedición, que los agentes del Emperador de la Raza Anterior, la de los Titanes, o sea, lo que ahora llamamos los Atlantes, habían acusado a Prometeo del sacrilegio de haber robado las Manzanas de Oro del Jardín Sagrado de las Hespérides y fueron mandados tras él los más tenaces guerreros y hechiceros de la Logia Negra a perseguirlo y a silenciar el antiguo conocimiento espiritual que portaba, así que Prometeo de nuevo tuvo que escapar, refugiándose en el Cáucaso.

Pero finalmente los hechiceros lograron capturarle y encerrar su espíritu en una prisión astral situada sobre una roca inexpugnable, donde un encantamiento terrible lo atormentaba, un buitre venía todas las tardes a roerle el hígado y al día siguiente se le desarrollaba otro nuevo, para de nuevo roerlo el buitre… está claro que se trata de una buena metáfora para describir los remordimientos de alguien que rompe su voto de silencio sobre los Misterios Iniciáticos.

Prometeo está considerado como un Santo Redentor, un Kristos, como se dice en griego, para los Tracios y Caucasianos. Tras su aprisionamiento, su fiel compañera, la oceánide Asia, siguió transmitiendo el Fuego Divino, o sea, sus conocimientos de Alta Iniciada Blanca en Anatolia, y por eso aquella región, madre de tantas culturas de la Nueva Era, acabó llamándose como ella, la gran iniciadora procedente del Paraíso Atlán, paraíso cuyo recuerdo quedó bien registrado en los archivos de los imperios mesopotámicos con el nombre de su lejana patria deformado en Adán o Edén.

En Creta, Hércules, que había sido mi rival, y luego mi camarada en el inicio de la mayor aventura que viví en mi juventud…y que ahora es para mí uno de mis amigos más amados, – terminó el tracio, suspirando- me dijo que no iba a descansar tranquilo hasta que lograra liberar al espíritu de Prometeo de su roca del Cáucaso y hasta conseguir para él la inmortalidad que se merecía por haber transmitido a nuestra Quinta Raza Raiz Ariana, el Fuego Sagrado del Cultivo del Mental Superior, cultivo que la Raza Anterior no fue capaz de desarrollar, como era su misión, porque se quedaron enredados en el sensacionalista y egoísta psiquismo inferior, productor de fenómenos materiales de gran impacto emocional, típico de la magia astral.-“



48- LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO


Orfeo miró hacia fuera, caía la tarde y las cumbres de las espléndidas montañas del Pirineo, exuberantes de encinas milenarias, se volvían doradas. Los pájaros cantaban en la enramada, alrededor de la casa. Había un rumor de aguas vivas corriendo por toda parte, vivificando el cuerpo de la Madre Tierra sobre el que todos los seres se sustentan. Se sacudió de encima los recuerdos y propuso a Jacín salir a dar un paseo.

Caminaron hasta un lugar más alto, desde donde la vista abarcaba una gran perspectiva de la cordillera. Largo tiempo quedaron ambos bardos en silencio, contemplando el paisaje. El silencio es el manantial de todas las inspiraciones, el alma necesita hacer vacíos para llenarse, el vacío mejor que el ser humano hace es cuando se abre a la contemplación de la belleza y la grandiosidad de la naturaleza, ante las cuales se quedan pequeñas las palabras.

Sin embargo, el vacío momentáneo de nuestra mente vuelve a colmarse enseguida de nuevos pensamientos, que gozan en convertirse en expresión, sobre todo cuando hay cerca un espíritu afín con el cual comunicarse. Y surgen de nuevo las palabras, porque el hombre es consciencia, la consciencia es luz y las palabras son las llamas que la luz de la consciencia enciende en nuestras mentes.

-Tú que tanto has viajado, que eres tan gran músico y poeta y que, además de tener una alta cuna y educación, has adquirido por ti mismo muchas experiencias... ¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta vida, Orfeo?- preguntó Jacín con toda sencillez, como si preguntase algo fácil de contestar.

El tracio guardó silencio largo rato. Su maestro Quirón le decía que para saber qué cosa era importante en cada momento, había que preguntárselo a la Muerte, que vive a nuestra espalda, ya que es la otra cara de nuestra Vida.

Con el ojo de la imaginación, Orfeo miró por encima de su hombro izquierdo y le preguntó a su muerte:

-“Si yo me fuera a morir inmediatamente ¿Qué es lo que hay dentro de mí que haya justificado mi vida?”

Entonces la Muerte le envió una serie de recuerdos envueltos en auténtico calor humano. Eso era lo importante. Y el resto, apenas las circunstancias secundarias que lo sustentaban.

Luego respondió a Jacín:
-Lo más importante que he aprendido en esta vida es a amar a plena intensidad.

-…Y amar con plena intensidad no es algo pasivo o inconsciente, algo que nos envuelve sin remedio, como piensan muchos – añadió Orfeo-. Sino una activa, consciente y firme voluntad de permanecer fiel a aquello o aquellos a quienes más se quiere y considera… y no importa si existe o no retorno o reciprocidad.-

Se quedó callado, pero enseguida miró para él y adivinó que estaba esperando una nueva historia. Era un íbero amable y sensible y un poeta. Hablaba correctamente la lengua franca pelasga. Orfeo se sentía muy bien en su compañía y con ganas de sacar hacia fuera sus vivencias más íntimas. De liberarse.


-¿Quieres que te cuente cómo descubrí la intensidad? Es una historia larga. Es mi historia.

-Soy todo oídos -dijo Jacín sentándose sobre una piedra-. Aún demorará mucho en anochecer.

-Pero no es nada que esté preparado, irá saliendo a borbotones, podemos dialogar.

-Dialogaremos pues.


Orfeo también se sentó de frente al paisaje. Miró hacia el Oriente, como si buscase a lo lejos su país, y comenzó:

-Si yo imagino que me voy a morir en un minuto y miro hacia adentro y busco lo que me puedo llevar como recuerdos principales de esta vida, lo que más destaca en mi memoria sensible son unos cuantos momentos de gran intensidad que ya pasaron, pero que continúan dentro, al rojo vivo, como los rescoldos de una hoguera.

Hace muchos, muchos años, siendo un niño pequeño, yo amaba todo, porque creía que cuanto existía a mi alrededor no se diferenciaba de mí mismo. Cuando contemplo un paisaje como éste, regresa a mí aquel sentimiento.

Después, me seguí amando en aquellas personas que me parecía que también eran parte de mí, mis padres...

Pero un día empezó a parecerme que ya no éramos más la misma cosa.

A partir de ahí, empecé a contemplar el mundo como una gran llanura en la que había millones de pequeñas llamitas separadas, unas más altas, luminosas y firmes, otras débiles, ondulantes, mortecinas, todas ellas en continua transformación.

-Yo cuidaba de la mía buscando mi propia satisfacción, apreciándome, autocomplaciéndome, dándome atención, afecto y placeres físicos, emocionales y mentales a mí mismo. Es decir, amándome.

Y me parecía que cada persona hacía lo mismo para cuidar de su propia llama.

Según fui creciendo y desarrollándome, surgió en mí la necesidad de acrecentar mi fuego personal; su pequeño fulgor no me bastaba, me dejaba hambriento, necesitaba más.

Yo había nacido hijo de la familia dirigente de mi país; pronto descubrí que podía apoderarme de parte de las llamas de las otras personas para intensificar el brillo de la mía. Conseguir que otros cediesen su llama, de buen grado o por la fuerza. Eso era lo que todo el mundo hacía en el ámbito del poder.

Fui aprendiendo muchas maneras diferentes de conseguirlo, cada persona tenía la suya, pero la manera habitual de mi familia era arreglárselas para captar la atención de los demás impresionando para dominar. Porque estamos completamente con la mayor parte de nuestra energía donde nuestra atención está.

Atender a otro es tender hacia él un puente de comunicación en el que se produce un intercambio energético. En ese intercambio unos dan de su propia llama vital y otros toman de la llama de los demás.

La clase social en la que yo había nacido llamaba la atención por sí misma: donde yo iba, las personas abrían su puente y su puerta ante mí, se inclinaban, se ponían a mi disposición, daban de su fuego. Yo me dejaba venerar, mis deseos eran órdenes, todo el mundo se sentía honrado de complacerme.

Raramente daba de mi propia llama, a menos que me lo pidieran y aún así, lo que yo daba, no era mío, eran los recursos que el estado destinaba a cada tipo de petición razonable. Yo sólo era un funcionario que tenía un cierto poder para distribuirlos con justicia, de acuerdo a la ley.

Mi amabilidad era puramente convencional, una pose aprendida y ensayada mil veces. Sin embargo, ellos se sentían bien, en realidad recogían su satisfacción de la ilusión de estar relacionándose con Lo Importante, con El Poder; que no era yo, sino la corona de mi padre, que estaba detrás de mí.

Durante dieciocho años de mi vida, las personas adoraron en mí algo que no era yo. Yo representaba mi papel, era mi trabajo, me habían educado para eso desde niño, y mis padres, además, exigían que lo hiciese bien. Pero cada día odiaba más el estar dando vida a aquel personaje que no era yo, mientras mi yo carecía de manifestación, porque nadie lo veía. El brillo del personaje que representaba apagaba completamente el mío propio.

Yo me aburría, sentía que el mundo era algo horriblemente tedioso y estaba convencido de que la mayor parte de las personas eran estúpidas. En esos momentos me percataba de que mi llama personal estaba a mínimos, mortecina, asfixiada por la rutina y por la falta de intensidad.

Un día, recibimos una embajada de los aqueos que habían dominado Ptía, un reino pelasgo cercano al nuestro, al sur de Tesalia. El embajador traía un majestuoso caballo blanco tesalio como presente para mi padre. Para mi madre, ricas joyas de oro que seguramente habrían saqueado de algún templo de la Antigua Diosa. Y no se olvidó de los hijos: a mí me tocó un halcón de caza.

El embajador se ofreció a ir conmigo a la sierra donde cazábamos y enseñarme a usarlo. Acepté. Tres días después cabalgamos con nuestros escoltas hasta una montaña cercana, bajo la cual corría un río torrencial por una garganta boscosa.

 El embajador aqueo era un hombre de unos cuarenta y ocho años y rostro curtido, con un brillante pasado de jefe guerrero. Era padre de muchos hijos, y me vio a mí como un hijo más, bastante flojo. No se contentó con enseñarme como cazaba el halcón, quiso darme una lección de hombría, inculcarme su propio espíritu de cazador.

-Este halcón está adiestrado, desde hace tres años, para cazar por sí mismo para su amo -dijo-. Lo sueltas, busca su presa, la ejecuta y te la trae. Eso es interesante la primera o la segunda vez, pero después se hace aburrido, porque es él quien lo hace todo y tú tan sólo estás ahí, recibiendo su ofrenda y haciéndole una caricia.

-Lo entiendo –dije. Podía entenderlo muy bien, porque durante toda mi vida eso era lo que habían estado haciendo los funcionarios de mi padre para mí. Yo sólo tenía que estar ahí, recibiendo sus ofrendas y dándoles a cambio unas palabras que hiciesen brillar aún más la llama de su autoestima... La cual era mucho más potente que la mía, porque estaba sustentada sobre la realidad del buen trabajo que habían realizado.

-Para que puedas disfrutar del noble arte de la cetrería -siguió el embajador-, tienes que convertirte en el propio halcón con tu imaginación, tienes que ponerte en él y captar desde dentro de él toda la intensidad de su forma de cazar.

Me instruyó para que cubriera con un grueso guante mi puño, sobre el que posó luego a la rapaz. Tenía la cabeza cubierta por una caperuza de cuero empenachada, que no la dejaba ver.

-Siente al halcón -dijo-; acarícialo, es tuyo. Siéntelo como si fuese tu propia mano derecha.

Hice lo que me decía, lo acaricié con la izquierda, tenía un bello plumaje de agradable tacto, sentí los latidos del corazón bajo su pecho cálido.

-Ese corazón es el tuyo, porque su voluntad está ciega. No tiene visión, sólo instinto. Tú escoges por él y lo utilizas. Haz de tu voluntad su voluntad. Mira hacia el valle y escoge una presa.

Miré hacia la garganta boscosa, allá abajo. Sobre el verdor oscuro de las frondosas encinas se destacó la blancura de una paloma torcaz que sobrevolaba el río. La señalé al embajador.

-Siente que tu propia mano derecha es capaz, desde ahora, de descargar, igual que Zeus, un rayo mortífero a gran distancia. Un rayo en forma de ave rapaz. Quítale la caperuza y ordénale al rayo que vaya a por la paloma ¡Ya!

Así lo hice, le quité la caperuza y de inmediato lo impulsé, con un movimiento enérgico de mi brazo y con una orden, en dirección a la presa. Mi halcón se alzó, la descubrió enseguida y fue a por ella como un rayo.

-Eres el halcón -dijo el embajador rápidamente muy cerca de mí-. Has descubierto a la paloma sobre el río, has concentrado toda tu atención en ella, olvidando el resto de tus intereses; tu atención centralizada y prioritaria sobre ese objetivo hace que todas tus potencialidades de todo tipo se pongan a tu servicio para alcanzar el cumplimiento de tu voluntad; tu estado mental ha cambiado a una onda de alerta total, torrentes de energías de reserva fluyen a tí químicamente para acrecentar tu poder de realización; se ajusta de inmediato al objetivo tu manera de volar y tu cerebro de ave realiza instintivamente cien mil cálculos instantáneos para determinar previamente la arriesgada maniobra que a continuación ejecutas: te lanzas en picado a toda velocidad para llegar allá abajo, sobre el río, con el ángulo adecuado, a fin de poder atrapar con tus garras a la paloma por el lugar preciso, justo después del momento en que sus propias percepciones le avisen del peligro y te descubra; agarrándola, no en el sitio en donde estaba, sino en el sitio donde calculaste que estará cuando te descubre y trata de escapar. ¡Tocada!

Inmediatamente de atrapada la presa, sigues la curva ascendente del picado previsto para remontarte hacia arriba, a pesar del peso; rebasas los arbustos de la orilla y los árboles sin chocar contra ellos y acabas esa acción impecablemente, de nuevo en la altura, para poder pasar a la que la seguirá... ¿Qué has sentido?

-¡Uau! –dije, poseído por la excitación, viendo regresar a mi halcón con la presa en sus garras- ¡He sentido que todo yo era pura atención concentrada en mi objetivo, a vida o muerte!

-Bien -dijo él-. Así es como se tiene que sentir un hombre de poder cuando se expresa a sí mismo.


Orfeo se volvió hacia Jacín. Realmente el paisaje circundante se parecía algo al que acababa de describir. Le señaló con el dedo, allá abajo, a una bandada de palomas torcaces que sobrevolaba el río.

-Aquel día –siguió- descubrí que, cuando realmente estamos viviendo la vida a tope y no simplemente vegetando, somos, en esencia, una atención absolutamente concentrada en algo concreto.

El momento en el que la llama de nuestra energía vital brilla con mayor intensidad es ese en el que uno salió de la rutina de la percepción pasiva y dispersa, para convertirse en plena atención a vida o muerte.

Igual que el halcón, en un nivel muy básico, nuestro sentimiento de intensidad puede acrecentarse cuando vagamos por el bosque verdaderamente hambrientos y surge una presa, corremos tras ella, apuntamos con plena atención y conseguimos atravesarla con nuestra flecha.

Pero eso, para nosotros, ya se ha convertido en una intensificación muy excepcional. La obtención de comida para el hombre, por causa de los muchos recursos que tenemos hoy en día, rara vez deja de ser una rutina más, de agradable, pero baja intensidad de atención.-






49- INTENSIDAD ELEVADA


-Ya veo por dónde vas -dijo Jacín-. Pienso que si queremos elevar la intensidad de nuestra existencia por encima de los niveles comunes podemos recurrir al sexo, o el atletismo, o los negocios, o la política... o incluso a la guerra, para conseguir intensidad a tope.

-Eso es, pero hay niveles mayores, ya lo verás. Por ser hijo de quien era, desde muy joven conocí la elevación de la llama de la atención que produce el sexo por el sexo y el poder de vida o muerte sobre las personas… que es una intensidad que no se diferencia mucho de la puramente animal de cazar a otro ser más débil o menos hábil o atento, o más ingenuo que tú, y comértelo. Las facilidades que me daba mi privilegiada posición social para aquellos juegos, hicieron que, con el tiempo, se volviesen tan rutinarios, elementales y poco intensos como el de conseguir alimento cada día.

Así que tuve que buscar otras motivaciones para mi atención. Mi padre me aconsejó el gimnasio y la caza, pero nunca pude pasar de un desarrollo físico mediocre y lo mismo como cazador. Mi halcón y mis monteros hacían la mayor parte del trabajo y, aún así, con los mismos recursos, la mayoría de los que me rodeaban eran siempre en aquello mejores que yo….Y yo no me conformaba con marcas mediocres. Siempre quería llegar al máximo; no por las alabanzas de los demás, pues adulación era lo que sobraba a mi alrededor, sino por mi propio sentimiento de estar alcanzando mi mejor altura.

       Yo tenía um primo, hijo de una Sacerdotisa-Musa de Apolo, Urania, muiy versada en Astrología que, desde niño, ya era un músico genial, único con el ritmo y la melodía. Mi madre , su madrina, ló adoraba como a un hijo, de manera que lo tomó bajo su protección y le enseñó cuanto sabia. Llamábase mi primo Lino y apenas siendo um muchachito ya componía himnos a Dionisio y a los antiguos héroes. Hasta hizo toda una Epopeya de la Creación.

Él fue mi ídolo y mi maestro de música desde que ambos éramos unos críos. Aunque sólo me daba clases una vez por semana, ya que estaba claro que yo no estaba destinado a ser músico, sino a suceder a mi padre en las tareas del gobierno.

Pero por desgracia, Lino fue también llamado para ser profesor de Hércules, quien, no pudiendo sufrir ser corregido, hizo un movimiento brusco con la lira que desequilibró a su maestro de su asiento, cayendo hacia atrás y rompiéndose el cráneo contra la pared.

Evidentemente no hubo mala intención por parte del coloso, él era todavía un adolescente, sólo fue un accidente, pero aquello le causó tantos remordimientos, que decidió dejar la música para siempre.

Mi madre, desconsolada por la muerte prematura de su mejor discípulo, volcó en mí toda la afectividad y las enseñanzas que antes le dedicaba a él, además de las que me correspondían, y pasaba muchísimo tiempo conmigo, liberando sus sentimientos por medio del canto y de la música. Y aquello que ella cantaba y tocaba era tan auténtico y tan sentido, que su vibración prendió en mi propia alma como en tierra fértil.

Así descubrí que no era en la Política, sino en el Arte, donde yo me encontraba ante posibilidades sin fin de ascensión en la intensidad ¡Y eran posibilidades para las que yo estaba bien dotado!

Tú sabes como es, Jacín, cada vez que nos ponemos a componer una obra, nuestra atención concentrada alcanza altas luminosidades, y eso ya es fantástico. Pero cuando pasamos a dar expresividad a lo compuesto, el brillo sube y sube y cuando, por fin, puedes ejecutar ante un público, si consigues llegarles al corazón, tu llama personal se convierte en una gran hoguera que tiene una enorme ventaja sobre la que te da la caza de la comida, el sexo por el sexo y el poder sobre los demás, que es la siguiente: no sólo tú te has llenado de luz... sino que no le quitas a nadie la suya, por lo contrario, la acrecientas.-

-Es algo maravilloso –concordó el músico pirenaico-, si la cosa estuvo bien, todo el mundo sale encendido en su emoción o su comprensión. Ver esa luz que se desprende de ellos eleva mi luz al infinito.

-El arte, si es arte de verdad –dijo Orfeo-, te descubre el mundo de lo sublime dentro de tí, a causa del estímulo que ejerce sobre la sensibilidad, que siempre está exigiendo algo más perfecto, más grandioso, más sabio y más sutil. Eso te hace ensayar, ensayar y estudiar, hacerte preguntas y hacérselas a otros, buscar e investigar. En mi caso, busqué maestros: primero de música, después de vida.

Y tuve la suerte, también por mi posición social, de ser admitido en las mejores escuelas de conocimiento. La más intensa, la primera, en el monte Pelión de Tesalia, en la Hermandad de los Hijos de Crono, dirigida por el hombre-centauro Quirón, todo un maestro del Arte de la Vida que creaba obras inmortales, no pintándolas sobre un lienzo, o con sonidos, ni modelándolas sobre mármol, sino puliendo la piedra bruta del ánimo de los jóvenes de diversas tribus a quienes instruía, para convertirlos en hombres realizados y en modelos dignos de ser imitados por las generaciones siguientes.

Del mismo modo que en la música descubrí una motivación para el desarrollo de la intensidad que sólo dependía de mí mismo y de mi esfuerzo y no de ser hijo de mis padres, así fue también en la Escuela de Quirón, que había educado a lo más selecto de la juventud pelasga y luego griega, ya que el centauro vivió una larguísima vida, siglos, decían (a menos que los maestros anteriores de su fraternidad se llamasen igual que él)... Allí yo era uno más, entre príncipes de países mucho más cultos, fuertes e importantes que mi país, campeones que me superaban en casi todo.-

-¿Y qué os enseñaba Quirón? -preguntó Jacín.

-Nos enseñaba Caza, Hípica, Lucha, Medicina, Cirugía, Hierbas, Astrología, Música... pero esas materias eran apenas lo de fuera, el ropaje. Por dentro, toda su enseñanza, realmente, iba encaminada a convertirnos en héroes.

-¿Héroes? Pero eso no es para cualquiera, Orfeo, eso es cosa del destino.

-Cosa del destino puede ser, apenas, que un héroe llegue a ser un héroe famoso, Jacín. Pero Quirón no se preocupaba por la fama ni por las cosas que sólo son producidas por el destino o por la suerte, Quirón se ocupaba del heroísmo en sí, de la voluntad y la dignidad de serlo y de los asuntos que tienen que ver con el esfuerzo personal...

-¿Con el esfuerzo personal?

-Eso es. Él decía, exactamente, que la suerte de un hombre además de su disposición para enfrentar con éxito su destino, sólo dependen de su atenta auto-observación personal para conocerse a sí mismo, de su esfuerzo personal para controlar y desarrollar al máximo aquello que ya conoce de sí mismo, y de su fe en su propio poder y en el poder de la vida en sí.

-Si un héroe no depende de ser hijo de una divinidad y un mortal, ni de llegar a tener fama por causa de grandes hazañas realizadas–preguntó Jacín-... ¿Qué es un héroe?

-Yo vivía preguntándome eso mismo –respondió Orfeo- ¿Qué podría aspirar a lograr en una escuela donde cualquiera era más diestro, más fuerte, más resistente, más osado, más apuesto y más valeroso que yo? Pero lo que decía mi maestro era lo siguiente: “Un héroe es cualquier persona que se propone conocer y alcanzar lo más elevado de sí mismo y que se concentra con toda intensidad en la tarea de intentarlo”.

Y cuando Quirón descubrió cuales eran mis personales talentos, me dijo que podía faltar a las lecciones de caza, de hípica y de lucha, si en ese tiempo ensayaba música como si tuviese que ganar una batalla utilizándola como arma. Y al ver que realmente lo intentaba, me inició en aspectos de su conocimiento, además de los puramente musicales, en los que él no iniciaba a aquellos que iban para guerreros o para reyes…

... Cuando salí de allí aún estuve en Samotracia, en Eleusis y en Sais de Egipto, en otras Altas Escuelas, pero sólo para confirmar que lo que Quirón me había enseñado podía expresarse también de otras maneras, con otros estilos y en otras lenguas.

Lo que me enseñó Quirón, por ejemplo, me dio la confianza necesaria en mí mismo para ir en busca de aquello que en ese momento más me interesaba: yo estaba loco por una joven que pertenecía a la Hermandad de las Dríades. Un colegio de sacerdotisas que preparaba futuras Ninfas para que tuviesen hijos para la Gran Diosa, a fin de formar cuadros jerárquicos de total confianza para la casta dominante matriarcal.

-Sucedió –siguió contando Orfeo- una mañana en la que yo acompañaba a mis padres, junto con un gran séquito, en una ceremonia oficial de la antigua religión en el Templo de las Ninfas, enclavado en un Bosque Sagrado. Estábamos allí porque teníamos que estar, por política, sin ninguna gana. Ni a las Sacerdotisas del Templo les caía bien mi familia, ni a mi familia le caían bien ellas. Era un acto oficial, uno de tantos que teníamos la obligación de presidir.

Entonces la vi, bella, radiante, portando una guirnalda de flores para mi madre, entre otras jóvenes Dríades. Y eso fue todo; no le dije nada, ella no pareció reparar demasiado en mí, pero me quedé mirándola durante toda la ceremonia.

Me marché de allí y seguía recordando su rostro que había quedado grabado en mi mente... y así durante días. Al final me colé en el Bosque Sagrado, donde estaba prohibida la entrada sin permiso a los varones, fuesen de la clase que fuesen, bajo durísimas penas. La espié muchas veces, escondido entre los árboles.

Me enamoré perdidamente y la retraté en mil canciones llenas de suspiros. Yo, que era un cínico hastiado de sexo vacío, yo que hablaba del amor como si fuera un simple instinto de la parte más animal del hombre al que hay que satisfacer de vez en cuando, igual que cuando se le echa comida a los perros, entendía ahora que lo más importante del amor no es recibirlo, sino proyectarlo sin expectativas, y que se pueda proyectar a todo. Aprendí que esa proyección, si fuese consciente, intensifica y expande al máximo la llama de nuestra vida... Pasaron meses en que yo sólo pensaba en ella, sin ella saber nada de mí, todavía.

Porque aquello era como enamorarse de un imposible, por muy alto que fuese mi linaje. Las Dríades se convertían en Ninfas en cuanto llegaba la Fiesta de la Siembra, a la cual asistían los mejores campeones de cada clan de Tracia, siempre que ellos pertenecieran al clan que correspondía a cada tipo de fertilización, para evitar la cosanguinidad: ellas elegían libremente uno, yacían con él y si resultaba una niña, esa niña era educada para Dríade; si era un niño, lo sacrificaban a la Diosa.

En cuanto una Dríade dejaba de ser virgen, llegaba a la categoría de Ninfa y cada primavera había una Fiesta de la Fertilidad en la que, de nuevo, podía escoger un campeón que sembrase niños para la Diosa en ella. Al cabo de un número de partos y de sacrificios de niños varones, cuando conseguían llegar a tener un máximo de tres hijas, las Ninfas se consagraban enteramente a la Divinidad haciendo varios votos, entre ellos el de celibato y castidad integral, y era así que podían ascender a Altas Sacerdotisas. Las Altas Sacerdotisas de los varios clanes formaban el Consejo de Ancianas de Tracia, la Suma Sacerdotisa que ellas elegían era la legítima Madre y Reina del país.

Durante muchos milenios, para las castas de Altas Sacerdotisas que habían acaparado el poder político de las tribus tracias y las de toda la Pelasgia, los hombres eran apenas un lujo biológico que se podían permitir para su placer (como los zánganos en una colmena) aquellos verdaderos seres humanos completos, que eran únicamente las mujeres, imprescindibles para dar nacimiento, cría, mantenimiento y continuidad a la especie.

...Sobre todo después de las terribles carestías, producidas al agotarse la caza, lo que dejaba en paro forzoso a la tradicional utilidad masculina, y tras el salvador descubrimiento y extensión de la agricultura por parte de las recolectoras, sumado al especial talento femenino para la relación y organización comunitaria... además de otros factores prácticos de supervivencia, civilización, e incluso sabiduría que desarrollaron, a través de la ingestión secreta de plantas de poder, descubiertas por ellas y vedadas por precepto iniciático a los varones.

Las mujeres habían inventado la religión y las leyes, y con ellas mantenían controlados y sometidos a los machos por medio de los sacrificios humanos, de la administración a su libre albedrío del sexo, de la comida y... de los venenos. Y, sobre todo, de la educación de los niños en el temor de la Diosa y en el terror a la Magia de las matriarcas.

Cada año, la Suma Sacerdotisa, cargo no obligado a ser célibe, elegía un Jefe de Guerra como Rey Consorte al cual manejaba a su capricho mientras no surgiese la oportunidad de sustituirlo por otro más conveniente para la nación. Hasta hace unas pocas generaciones, era sacrificado ritualmente al terminar el año, en el mes número trece, el fatídico, o desafiado a muerte por otro aspirante a su cargo.

Luego de la llegada de los primeros griegos a Pelasgia (que sacaron a los hombres de su condición de “sexo inferior o prescindible”), se fueron haciendo componendas a la ley: se cambió el año lunar de mandato por el Gran Año, de cien lunaciones, y más tarde por el Año Mayor, de trescientas veinticinco lunaciones, o sea, diecinueve años, que se equiparaba con el año solar, y durante el día del sacrificio se sustituía al rey por un niño coronado.

Mi padre ya era el cuarto rey que había logrado mantener su corona en contra de la tradición matriarcal. A base de un férreo control del interior y de una buena relación con vecinos tan poderosos como los aqueos, que se propusieron acabar con el viejo orden de una vez en sus territorios conquistados y que estaban dispuestos a invadir los matriarcados circundantes.

Por eso, él fue el primer rey que se atrevió a cambiar el sacrificio periódico de un niño por el de un toro en su lugar. Pero lo verdaderamente revolucionario fue decidirse a tomar como nueva esposa (cuando murió la vieja reina de quien era consorte), no a una Suma Sacerdotisa de la Diosa, sino de Apolo, que era un dios olímpico, griego, patriarcal, opuesto al matriarcado.

El Consejo de Ancianas se conmovió: eso significaba perder la dirección del país, pues desde siempre, la reina había salido de entre ellas. Pleitearon en vano ante las más altas instituciones nacionales de justicia, porque mi abuelo Cárope, sabiamente, al conceder libertad religiosa para acoger a Dionisio, ya había conseguido equiparar de forma legal el Colegio de las Musas de Apolo con el Colegio de las Ninfas de la Diosa; por tanto, cualquiera de los dos podía representar la propiedad de las mujeres de Tracia sobre las tierras del país.

Las Sacerdotisas de la Diosa intrigaron para fomentar una revuelta, pero no pudieron poner al pueblo contra mi padre, porque él se lo ganó favoreciendo aún más los cultos y celebraciones del dios del vino, Dionisio, a quien, al tiempo que era el más moderno de los Olímpicos, el pueblo tracio consideraba, extrañamente, como un dios antiguo y popular, ya que traía de vuelta consigo lo más gozoso del pasado: las fiestas orgiásticas y la alegría de la Diosa. Por oponerse a él perdió el trono el antecesor de mi abuelo.

Además, la casta sacerdotal de las Dríádes Ninfas se había ido haciendo tan soberbia y excluyente, por hereditaria, que la mayoría de las mujeres que no pertenecían a ella habían perdido la combatividad y el interés por la política que caracterizaba a las generaciones anteriores.-

-Entonces, si te he entendido, enamorarte de la Dríade fue como enamorarte del enemigo- dijo Jacín.

-Así fue, pero yo venía tan fortalecido en mi autoestima por la Escuela de Quirón, que me atreví a presentarme a la elección de campeones de mi clan de los centauros en la Fiesta de las Vírgenes dedicada a la Siembra de Cereales, confiando en que las sacerdotisas, por política, no me lo iban a impedir y en que la fuerza de mi amor por aquella mujer, que era tan grande, la haría fijarse en mí.

Yo no podía competir con los guerreros ni con los atletas, así que lo hice con música y poesía, declamando un canto a las Dríades que era un retrato inconfundible de la mujer-árbol que amaba y dirigiéndoselo exclusivamente a ella durante el concierto, con mis más sinceras miradas y con todo el calor de mi corazón, tal como si estuviese apuntando al suyo con el arco de Eros.

-¿Y acertaron las flechas? –preguntó Jacín, con una gran sonrisa.

-Acertaron. Y ella me eligió, con gran enojo inicial por parte de algunos miembros del Consejo de Ancianas. Pero, después de reunirse, seguramente decidieron que podría ser la oportunidad para volver a tener influencia sobre un futuro rey o su hija y dieron su visto bueno a nuestra relación. Aunque no permití a mi cuerpo que resultaran hijos de ella para la Diosa.

-¿Cómo lo conseguiste?- se extrañó el íbero.

-No es algo demasiado difícil, si te entrenas en ello como te entrenas con el canto o con la lira. Se trata de alternar actividad, cuando tu pareja está pasiva, con pasividad, cuando está activa; y de controlar tus movimientos y tu excitación a base de respiración serena, de manera que te puedas relajar cada vez que llegas al borde de la catarata, sin dejarte precipitar por ella.

-¿Dónde queda tu placer, entonces, si no te derramas?

-En prolongar y modular a voluntad el contacto sensual todo el tiempo que tu compañera aún lo desee, en considerar el camino más importante que la meta, en gozar con el gozo de tu pareja, pero sin llegar nunca al derramamiento de la semilla, que también es el final del placer. Es como deleitarte tranquilamente con tres copas de vino a pequeños sorbos durante toda la noche, mientras conversas de una forma suelta, inspirada, alegre y siempre inteligente, en lugar de vaciarlas de tres tragos seguidos y quedarte luego completamente inconsciente, tras un momento explosivo de brutal exaltación descontrolada.

-¿Controlar los instintos y las emociones no significará desnaturalizarlas y desvirtuarlas? –arguyó críticamente el pirenaico.

-Para mí –respondió Orfeo-, no hay cosas más innaturales y desvirtuadas que la ilusión y la inconsciencia; controlar la excitación y la emoción sanamente es controlar la ilusión y la inconsciencia. Y no es tan complicado... se consigue respirando lenta y profundamente y manteniendo en calma tu consciencia mientras observas, sin dejar de participar ni de estar completamente concentrado en el momento y en la experiencia que vives.

-Muy sofisticado me parece eso –dijo Jacín- ¿No te quedas inflamado y muerto de ganas durante todo el resto del día, después de haber generado tanta energía a la que no le das su salida natural?

-Me quedaría, si mi maestro Quirón no me hubiera enseñado a elevar esa energía desde mi sexo hasta mi cabeza.

-¿Cómo se hace eso?

 -Por medio de rápidas y profundas inspiraciones por la nariz, manteniendo recta la columna, y mediante visualizaciones en las que vas impulsándola (y al tiempo refinándola y sublimándola), del centro energético del vientre al del plexo solar, de éste al del corazón, de éste al de la garganta y de éste al del centro de la frente... es como ir subiendo la escala de las notas musicales de octava en octava...

-Y cuando llega esa energía hirviente a la cabeza...

-...Se convierte en el más elevado combustible para la inspiración de un artista, Jacín: la potencia generatriz que iba destinada a engendrar a un hijo de tu espíritu y del de tu compañera dentro de un efímero cuerpo de carne y hueso, engendra, si te pones a componer con ella y a moldearla, el mismo hijo de ambos en el cuerpo sutil de una obra de arte inmortal... tú sabes que nuestras mejores canciones son pura energía sexual sublimada.

-Ya entiendo... tal vez me decida a experimentar con ese original método de creación alguna vez... –dijo sonriendo- ¿Pero qué le pareció a la Dríade que no derramaras tu semilla material en ella?

-No le gustó nada. Durante un tiempo estuvo avergonzada. Sentía que estaba traicionando a su Fraternidad, a sus principios y a la Diosa, incluso temía un castigo divino. Yo trataba de compensarla demostrándole tanto amor que, en la siguiente primavera, cuando fue la Fiesta de la Siembra de las Ninfas, me volví a presentar entre los campeones centauros, con nuevas flechas musicales en el arco de mi lira... y me volvió a elegir.

-¿Y lo de los hijos para la Diosa?- preguntó el pirenaico.

-Continué sin dárselos, pero, al mismo tiempo, le daba razones. Razones y amores, todo el amor. Le decía que también yo tenía que enfrentar la oposición de mi padre a un amor con un miembro de la principal institución iniciática de sus enemigos políticos interiores. Lo cual era verdad, mi padre me consideraba un indigno sucesor suyo, sin interés por las armas ni por la administración, sin ambiciones políticas, un príncipe decadente que sólo se interesaba por música, filosofía, viajes, que sólo sentía atracción por la cultura griega (mientras que él era totalmente pro-troyano) y por mujeres totalmente inconvenientes.

-Puedo imaginarlo –dijo Jacín– ¡Vaya lío!

-Le decía que, por supuesto, yo deseaba tener hijos con ella, pero que no quería que nuestros hijos fuesen manipulados y usados por el matriarcado. Le hablaba de una Nueva Era de hombres y mujeres libres (que nosotros dos podríamos iniciar), en la que ambos sexos vivirían en armonía, en un pacto de igualdad real y de equilibrio que se saliera, tanto del extremo de la caduca sociedad matriarcal de la Edad de Piedra, como del otro extremo traído por la Edad del Hierro y por el intransigente patriarcalismo a ultranza de los aqueos.

 Le hablaba de conseguir un equilibrio entre La Gran Madre y Zeus, entre Apolo y Dionisio, entre griegos y asiáticos, entre la vieja Tracia y la nueva Hélade y entre el lado occidental y el oriental del Egeo y le decía que sólo había una manera de llegar a conseguir ese equilibrio entre tantos aparentes opuestos.

-¿Y cuál era?

-El amor, un amor de verdad, como el nuestro, que hiciera complementarios de los opuestos, igual que cuando un músico juega con los graves y con los agudos hasta ponerlos en armonía. Y a mayor tensión, a mayor contraste, a mayor compromiso, fuerza, dulzura e intensidad, mayor expresividad y belleza resultante, si la armonía que los equilibrase fuese real.

-¿Cómo respondió tu amada a lo que le decías?

-Me creyó, Jacín, confió en mí, entendió mis razones porque su corazón le daba razones que su mente no era capaz de darle. Vivimos un año de amor a tal intensidad que, al año siguiente, yo me atreví a ponerlo a prueba.

-¿Una prueba? ¿Qué hiciste?

-Simplemente, cuando llegó la siguiente primavera, le dije que me iba a Samotracia y Eleusis y que no me volvería a presentar a la elección de campeones para la Fiesta de las Ninfas. Le dije que la amaba con locura y que ella era libre para hacer lo que quisiese, pero que no me iba a prestar más al juego de las sacerdotisas.

-¿Y qué ocurrió?

-Pues que me fui a Samotracia y a Eleusis y llegó el día de la fiesta de las Ninfas y desfilaron los mejores campeones de Tracia desplegando sus encantos viriles. Y cada una de sus compañeras eligió a uno.

-¿Y ella?

-Ella participó en la elección, pero no eligió a nadie.

-¿No la forzaron a elegir?

-No podían. La sociedad matriarcal también tenía sus cosas buenas: quien ya había pasado dos veces por la elección, podía abstenerse de elegir, si no le agradaba ningún nuevo candidato o si ya tenía un favorito de su corazón.

-Regresaste enseguida, supongo –dijo Jacín.

-No, estuve muchos meses fuera, en Samotracia y en el Ática, le quise dar tiempo a que se lo pensase con calma; y también me lo quise dar a mí. Yo quería un gran amor, un amor que fuese más allá de las muchas circunstancias externas que parecían envolver nuestra relación.

-¿Cómo cuáles?

-Yo necesitaba estar totalmente seguro de que si mi amor me quería, me quisiera por mí mismo, no por ser un príncipe heredero, ni por influencia de los cálculos y previsiones políticas de las sacerdotisas. También anhelaba que alguien me eligiera para siempre y no tener que competir por la mujer amada cada año, como había sido el tormento de las generaciones de enamorados precedentes.

 Y deseaba mucho tener hijos con mi amor, pero para que fuesen también mis hijos, no sólo los hijos de su madre. Y me repugnaba que se los quedaran las sacerdotisas, bien convirtiendo en Dríade a una niña o en cadáver glorioso a un niño... Ahora bien, para conseguirlo, mi amada tenía que abandonar su Fraternidad, a fin de escapar a su ley. Y casarse conmigo al modo griego.

-Se lo pusiste bien difícil a la chica -dijo el vate pirenaico admirado.

-Era muy difícil para ella -reconoció Orfeo-. Lo más difícil, casi una indignidad entre las Dríades, la decisión de abandonar su Fraternidad para entregarse al matrimonio, una institución extranjera y advenediza, creada por el patriarcado invasor para convertir a las orgullosas mujeres tracias en seres dependientes, en la cual renunciaban a su libertad de elección de amantes y a ser las únicas legítimas propietarias de sus tierras y de sus hijos.

Claro que yo estaba dispuesto a pactar unas condiciones matrimoniales más igualitarias que las que contenía el compromiso aqueo y a potenciar su ratificación como ley y su aplicación, para que se pudiesen acoger a ella todas las parejas que lo desearan, en todo el reino de Tracia.

-¿Qué ocurrió cuando regresaste?

-Me acogió con el mismo contento y con el mismo cariño que si nos hubiésemos separado la noche anterior y vivimos otro tiempo de intensísimo amor y pasión, aunque no quiso ni abandonar su Fraternidad ni visitar mi casa. Seguía viviendo en el Bosque de las Ninfas y nos veíamos y pasábamos con frecuencia las noches juntos, pero siempre en lugares neutrales y discretos.

Al año siguiente le dije que me marchaba a Egipto. Me fui, de nuevo hubo Fiesta de las Ninfas y de nuevo se abstuvo de elegir. Y regresé de Egipto y todo volvió a ser pasión y armonía, pero de matrimonio, nada. Mientras tanto, tenía cada vez más problemas con mi padre.

-¿Por qué?

-Por todo: porque me iba a recibir instrucción iniciática a países extranjeros durante largo tiempo, porque, por el camino, hacía buenas relaciones con los griegos y muy pocas con los troyanos, porque no prestaba la atención que él demandaba a mis clases de administración o a mis deberes militares, porque no le gustaba como me vestía o peinaba o en lo que gastaba mi presupuesto; porque no le gustaban mis opiniones sobre nada, porque contestaba a las suyas, porque organicé varios conciertos de lira ante público, porque escapaba de palacio cada vez que podía y, sobre todo... porque ya estaba en edad de casarme con alguna princesa troyana cuya alianza le convenía y yo no quería ni saber de ello.

-¡Vaya con la vida principesca!

-Yo me veía metido en una rueda que giraba vertiginosamente en todas direcciones y no sabía como hacerla detenerse, Jacín, no sabía como hacer para apearme y marcharme a hacer mi propia vida, la que yo quería. O, por lo menos, no tener que hacer la que no quería.

Entonces aparecieron un día los heraldos de Tesalia, proclamando que quedaba abierta la selección de candidatos para la expedición de los Argonautas a la Cólquide. Me sentí llamado, ahí estaba mi oportunidad de hacerme respetar por mi propio nombre y no por el de mi padre; y también la aventura libre, con toda la intensidad vivencial que suponía; y la compañía de muchos de los valientes aprendices de héroes que había conocido junto a Quirón. Así que en un impulso, sin saber lo difícil que iba a ser que me admitieran, me consideré admitido y fui a decirle, tanto a mi padre como a mi amada, que me iba.

-¿Y qué pasó?

-Pues que mi padre me dio a elegir entre renunciar a la expedición o abdicar de mis derechos a la corona en mi hermano. Y decidí abdicar.

-¿…Abdicar? –el pirenaico estaba alucinado.

-… Y pasó también que mi amada me dijo que no le importaba que hubiese abdicado, que me quería por mí mismo, que siempre me esperaría y que si lograba regresar de la Cólquide, aunque fuese lisiado, abandonaría su Fraternidad, se casaría conmigo al modo griego y tendríamos hijos... Además dijo que si me mataban, iría a buscarme al mismo País de los Muertos.

-¡¡Voto a todos los Dioses!!- exclamó Jacín con la boca abierta.

-Así mismo juré yo, por dentro, cuando ella me lo dijo ¡Pero sintiendo que me volvía loco de alegría y de amor! Y esa alegría y amor me dio ánimos durante la larga y peligrosa aventura, mantuvo alta mi llama vivencial en ella y conseguí vencer muchas difíciles pruebas, colaborar muy bien con mis compañeros aunque era el más enclenque del grupo y, por fin, regresar vivo, entero y triunfante a mi país.

-¡Un héroe! -dijo Jacín- ¡Estoy hablando con un héroe!

-Pues la verdad es que así me sentía yo en aquel momento maravilloso de mi vida... Ella me había estado esperando todo el tiempo y seguía igual de enamorada... ¡Y hasta mi padre estaba orgullosísimo de mí! Aceptó la boda con mi amada después de que ella anunció oficialmente que abandonaba la Fraternidad de las Dríades y se encargó de redactar y de hacer sancionar un nuevo pacto matrimonial mucho más igualitario que el de los aqueos, así como de organizar una ceremonia nupcial por todo lo alto...

-¡Y os casásteis, claro! ¡Final feliz!- Jacín estaba entusiasmado.

-Nos casamos, pero el mismo día de la boda la picó una cobra en un pie y la mató. –dijo Orfeo sombriamente.

Fue como un baño de agua fría para el vate pirenaico después de haberse exaltado de alegría en el calor de la narración. Quedaron los dos hombres en silencio un largo rato, contemplando como el sol final de la tarde ensangrentaba el contraluz tras los nevados de las cumbres, cumbres que se iban haciendo más solemnes y grandiosas según avanzaban hacia el misterio del Extremo Occidente.

Comenzó a anochecer y todavía se encontraban allí, sentados sin decir nada. Finalmente, Jacín se puso en pié, apretó con su mano el hombro de Orfeo y dijo:

-Repito mi primera pregunta, si quieres contestarla de nuevo brevemente, camarada: ¿Qué es lo más importante que has aprendido con todas esas experiencias?

-Aprendí que el Amor más intenso es un dios que todo lo consigue, Jacín -respondió Orfeo con determinación-. Por eso estoy yendo al Fin del Mundo para pedirle a Hades que me devuelva a mi alma amada.






50- LOS HABITANTES DE IBERIA


Todas las historias que recogía por el camino, más las músicas propias de cada paisaje y comunidad, que oía interpretar a los bardos nativos, más sus propias experiencias y creaciones, iban engrosando la Canción Occidental de Orfeo, quien fue cruzando los majestuosos Pirineos por los actuales valles de Cerdaña y Urgell, pasando al pie de sus cumbres más altas y remotas.

Los indígenas de los valles de la región interior al pie de los Pirineos, que ni sabían que los extranjeros les llamaban íberos como conjunto y que sólo se autoidentificaban con el nombre de sus propias tribus, ya tenían un aspecto diferente a los de la región más oriental, quienes, por vivir cerca del Mediterráneo eran, por tanto, más abiertos y permeables a los modos civilizados.

Estos interioranos se veían como gente muy burda y elemental, con la que no servían las lenguas francas conocidas. A veces Orfeo sólo podía entenderse con señas. Eran duros guerreros, brutales y feroces frente al enemigo y a los prisioneros, aunque amables y hospitalarios con los caminantes, a los cuales trataban con la mayor generosidad.

Tenían un aspecto bien austero, dormían en el suelo, sobre paja, como los animales, y encontraban bello, tanto los hombres como las mujeres, dejarse crecer el cabello hasta media espalda o más, lo que les obligaba a ceñirse la frente con una banda para trabajar o luchar. En realidad, pasaban la mayor parte del tiempo con aquellas ridículas bandas puestas sobre sus cabezas y sólo lucían sus lustrosas melenas durante las fiestas y cortejos, para que los demás las admiraran.

Comían mucha carne de chivo de sus rebaños, complementada con un pan de bellotas de encina. Para elaborarlo, dejaban secar las bellotas y luego las trituraban, las molían y hacían con ellas la masa, que se horneaba. El pan resultante no tenía mal sabor y se conservaba durante algún tiempo.

Aunque normalmente sólo bebían agua, conocían también la cerveza y la sidra, y las consumían en sus fiestas, en bastante cantidad y sin mesura. Esto y su costumbre de hablar a gritos, entrecruzando las conversaciones y sin que nadie escuchara a nadie, además de su manía de coleccionar las cabezas cortadas de los enemigos muertos, con las que decoraban sus casas y hasta sus caballos, era lo que más aspecto de bárbaros les daba a los ojos de un extranjero culto y lo que más repugnantes les hacía aparecer, cuando se entregaban a aquellos excesos.

El vino, que les traían las caravanas de arrieros dentro de pellejos de piel de cabra con el pelo vuelto hacia dentro (lo que decían que daba un mejor sabor), lo trocaban muy caro a cambio de su ganado, miel y pieles, o de esclavos prisioneros de guerra, cuando los capturaban. Por tanto, lo bebían en raras ocasiones.

Pero si lo conseguían, lo consumían tan rápidamente como si fuese cerveza, compartiéndolo con las gentes del propio clan y con los huéspedes en festines muy poco elegantes, porque no sabían para nada dosificarse. Iban en busca de la pura borrachera y de la inconsciencia, después de pasar por una vana y pesada explosión de euforia y prepotencia jactanciosa que les calentaba demasiado el alma, dejando que salieran a la superficie todas sus competencias y sus instintos guerreros, lo cual, a veces, hacía que aquellas bromas y pullas que tan alegres comenzaron, degeneraran en peleas terribles que no raramente terminaban en derramamiento de sangre.

A la hora de la bebida ni los más altos y cultos entre ellos practicaban nada semejante a un ritual de concentración: ni separaban el comer y el beber, ni sacralizaban mínimamente la ingestión del poderoso néctar de Dionisio.

Estos rústicos montañeses, igual que otros habitantes de regiones incultas, ni siquiera se cuidaban de rebajar la pureza del vino mezclándole partes de agua, según la vibración ambiente, para alargar la sesión sin perder la dignidad, sino que bebían el vino puro mezclándolo con la grasienta comida, sirviéndose ellos mismos, sentados o hasta en pié, de una manera ruidosa, agitada y vulgar, manchándose los vestidos, sin agradecer por tener alimento, ni hacer ofrendas a los dioses, ni cánticos, ni sentido de comunión, ni juegos, ni la menor altura intelectual, repitiendo y repitiendo de la bebida mientras quedara una gota. Con todo lo cual, más que a la sociabilidad, la alegría inteligente, la inspiración, la conexión y el éxtasis, daban salida enseguida a lo que de más brutal, bestial e inconsciente había en ellos.

En medio de la fiesta, los hombres se arrancaban a danzar en corro con mucha algarabía, al son de flautas y trompetas, dando saltos y acabando en una genuflexión arrogante, con los brazos abiertos, como quien dice: “Aquí estoy yo”.

En algunos lugares Orfeo pudo ver que las mujeres, siempre más finas dentro de la barbarie, y que en este país presentaban cierta belleza exótica para él, no tenían reparo en beber y en danzar con los hombres que les gustaban delante de todo el mundo, cogiéndoles de las manos y usando, a veces, de movimientos y gestos que pasaban fácilmente de la exposición de la gracia femenina a una provocación sensual medio arrogante, desafiadora y completamente innecesaria, que parecería vulgar e inaceptable a las refinadas y discretas matriarcas de la Pelasgia.

Usaban mantequilla para cocinar en vez de aceite, lo que les hacía oler como ovejas. Comían sentados en bancos de piedra empotrados en los muros, en orden a la edad y el rango. Los manjares se pasaban en círculo, reservando un sitio de honor a los convidados y sirviéndoles los primeros. Utilizaban recipientes de barro o vasos de madera muy vulgares, sus hogares carecían de la menor estética. Los días de fiesta celebraban derrochadores banquetes comunitarios, que contrastaban enormemente con lo austero de su cotidiano.

En ocasiones especiales, usaban pinturas corporales, especialmente para la guerra, en las que conseguían expresiones feroces y salvajes pasándose por partes de rostro y brazos bolas o cilindros de arcilla húmeda impregnada de una tintura vegetal de distintos tonos de azul. Sus gritos de guerra, o incluso de fiesta, se parecían a estentóreos y alargados cantos de gallo.

No tenían la menor consideración con el reino animal, lo despreciaban y maltrataban como hacen todos aquellos que quieren olvidar el escalón evolutivo más próximo a donde ellos mismos se habían encontrado recientemente; cazaban indiscriminadamente a cuanta fauna silvestre se les ponía a tiro, inclusive a las crías, como si los recursos de la naturaleza fuesen inagotables, y ni siquiera trataban bien a sus espléndidos caballos íberos, los más bellos y grandes que Orfeo viese jamás.

Ensuciaban los ríos, depredaban con la misma imprevisión el reino vegetal, talando las maderas nobles sin replantar jamás. Incluso, en lugares de ganadería, prendían fuego en los pastos secos para que ardiesen al capricho del viento, creyendo que así se regenerarían más pronto los pastos, sin saber que estaban propiciando la desertización de sus llanuras a largo plazo.

Estas rudas maneras, en un pueblo que, por lo demás, mostraba un gran encanto y gallardía personal, eran lo que más desagradaba a Orfeo, ya que era a causa de actitudes semejantes que los griegos menospreciaban a los campesinos y montañeses de su propio país, Tracia, diciendo que la diferencia entre un hombre griego y un hombre tracio era que, “cuando bebía, el hombre tracio se quedaba en puro tracio y perdía el hombre”.

A pesar de aquella rusticidad e incultura, había algo en los ibéricos que fascinaba al bardo: hasta del más andrajoso de ellos emanaba de forma natural una dignidad tan grande que le hacía parecer un aristócrata disfrazado, bien consciente de su soberanía interior.

Todas las mujeres de cualquier edad miraban con naturalidad a cualquier hombre de frente y con la cabeza alta, aún estando perfectamente tranquilas y serenas, y ninguna parecía fingir humildad, modestia o recato, como era costumbre en Grecia hasta entre las féminas más guerreras y encumbradas. Ni siquiera los mendigos parecían sumisos.

Pedían extendiendo la mano en silencio, y les dieran o no les dieran, daban las gracias en un tono que hacía sentir al otro que era él el beneficiado por brindársele la oportunidad de mostrarse generoso con un hermano y que, en cualquiera de las vueltas que da la vida, el que ahora recibía su ayuda podía ser el que le ayudase.

La soleada península occidental debió ser un país muy apetecido por todos desde tiempos muy remotos y se veía un gran mestizaje de razas. Parecía abundar entre ellos la mezcla de ligures mediterráneos, o sea, acadianos de la Era Anterior más pelasgos arianizados de la Cuarta Subraza caucasiana lunar.

También reconoció gentes que eran, claramente de la Quinta Subraza solar, algunos de ellos parecidos a los griegos y otros con rasgos que le hacían pensar a Orfeo en tipos humanos que había conocido en Tracia, procedentes de pueblos del remoto Norte, tal vez hiperbóreos, o ilirios, aunque ellos le decían que el país de donde habían venido un día sus antepasados estuvo en el Centro del Asia profunda, allende el Cáucaso y las tierras de los persas, a las orillas de un mar que ya secó y se convirtió en desierto.

Quien esto le contó, dijo pertenecer a la tribu de los “Saefes”, y le contaron otros que los tales Saefes eran la tribu que predominaba en el extremo Occidental de Iberia. Inscribían con frecuencia su tótem, en forma de serpiente, sobre rocas que delimitaban sus territorios, junto a los caminos principales. Como tantos de los que suelen usar reptiles como símbolo, se decía que los Saefes tenían grandes conocimientos de Magia Lunar.





51- EL CAMINO DE LAS ESTRELLAS


De los pocos indígenas ibéricos que habían aprendido a hablar alguna lengua franca, el bardo entendió que creían que las estrellas del cielo eran las almas brillantes de sus antepasados, quienes vivían en otra dimensión, desde la que podían guiarles y protegerles. Por la noche, las estrellas de los ancestrales se movían en multitudinaria procesión por el camino que iba hacia el oeste, hacia el Mundo-Paraíso de los Dioses. Cada uno de nosotros se convertiría algún día en una estrella y también marcharía en la misma dirección que el sol.

Tanto por las conversaciones de las muchas gentes del camino que le dieron posada, como a través de la relación entre otros caminantes con los que llegó a compartir algunas jornadas, Orfeo se enteró, sorprendido, de que aquella ruta que él recorría hacia el remoto Fin del Mundo se consideraba un camino sagrado desde los tiempos más antiguos. Y que muchas personas, fuesen quienes fuesen sus dioses, venían de todas partes del mundo a recorrerlo, en concentrada actitud de peregrinos, aspirando a hacer morir a lo largo o al final de él aquello de sí mismos con lo que no querían convivir más, a fin de regresar después a sus hogares purificados de cargas del pasado y sintiéndose totalmente renovados.

Esto le hizo recordar lo que el bardo Jacín había cantado acerca de aquella ruta por la que los antiguos sabios tribales iban al Extremo Occidente, con la esperanza de recibir conocimientos de la mítica civilización atlante.

La llamaban actualmente “Camino de las Estrellas” hacia Poniente, ya que se veía muy bien de noche como seguía la dirección de la Vía Láctea (siglos más tarde sería llamado Camino de Lug, de Hermes, de Mercurio, o de Jacobus, Iaco, o Sant Iago, pues el patrón de los viajeros fue cambiando de nombre a medida que distintas culturas y religiones iban dominando la Iberia).

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