47-
PROMETEO
-“A
propósito de eso, Jacín, te contaré algo que tu primera narración removió
dentro de mi memoria y que la segunda confirmó. En la primera, hablaste de la
Gran Logia de Iniciados de la Atlántida, y como ellos tuvieron que huir cuando
el Emperador Negro se puso a perseguirlos y eliminarlos. En la segunda
mencionaste que las manzanas de oro de las Hespérides estaban custodiadas por
la serpiente Landón …”
-Así
es -respondió Jacín, muy contento de que Orfeo recordase todos aquellos
detalles.
-“Muy
bien- siguió su colega-, pues según las más antiguas tradiciones de mi país,
Tracia, que se conservaron en una Escuela de Misterios que hay en la Isla de
Samotracia, un hermanastro del último Atlas, o Emperador de los Titanes,
llamado Prometeo, tuvo que huir con los suyos de aquel lugar paradisíaco donde
viviera, situado a Occidente. llamado Adama o Adán o Edén. La tradición dice
que era hijo de Jáfet o Jápeto y de la Diosa Temis, la transmisora del Buen
Consejo o Plan Divino, aquella pitonisa matriarcal que, más tarde construiría
el templo del Oráculo en Delfos, hasta que se lo apropió el olímpico Apolo.
Prometeo
huyó del despotismo de la Logia Negra en la corte imperial de Atlantis,
atravesando el Mediterráneo con su amada -una sacerdotisa oceánide llamada
Asia-, acompañados por la gente que les siguió, sobre un barco que consiguió
arribar a la isla de Samotracia. Desde allí, marcharon para la Anatolia,
cruzando el Helesponto.
En
Tracia y Frigia, Prometeo transmitió a quienes eran dignos de recibirlas, las
valiosísimas iniciaciones de las Serpientes o Dragones de Sabiduría, Supongo
que eso es una manera de decir de los Sacerdotes que habían cuidado del Árbol
del Conocimiento del Parque Sagrado de la Logia de Iniciados Blancos, en la
capital Atlante, ahora perseguidos por las Fuerzas Negras.
Supongo
eso –explicó Orfeo ante el asombro del pirenaico- porque en la Cólquide, el
Vellocino de Oro que fuimos a buscar hace años, se encontraba colgado en el
Árbol del Conocimiento de un Parque Sagrado semejante, dedicado a Prometeo,
donde había una pitón oracular, custodiada por una Alta Sacerdotisa Iniciada,
esto es, por un Dragón de Sabiduría. Lo supongo ahora, porque no había pensado
en esas relaciones por entonces.
No
lo había pensado, a pesar de que nos contaron en el Templo de los Antiguos
Dioses de Samotracia, al principio de nuestra expedición, que los agentes del
Emperador de la Raza Anterior, la de los Titanes, o sea, lo que ahora llamamos
los Atlantes, habían acusado a Prometeo del sacrilegio de haber robado las
Manzanas de Oro del Jardín Sagrado de las Hespérides y fueron mandados tras él los
más tenaces guerreros y hechiceros de la Logia Negra a perseguirlo y a
silenciar el antiguo conocimiento espiritual que portaba, así que Prometeo de
nuevo tuvo que escapar, refugiándose en el Cáucaso.
Pero
finalmente los hechiceros lograron capturarle y encerrar su espíritu en una
prisión astral situada sobre una roca inexpugnable, donde un encantamiento
terrible lo atormentaba, un buitre venía todas las tardes a roerle el hígado y
al día siguiente se le desarrollaba otro nuevo, para de nuevo roerlo el buitre…
está claro que se trata de una buena metáfora para describir los remordimientos
de alguien que rompe su voto de silencio sobre los Misterios Iniciáticos.
Prometeo
está considerado como un Santo Redentor, un Kristos, como se dice en griego,
para los Tracios y Caucasianos. Tras su aprisionamiento, su fiel compañera, la
oceánide Asia, siguió transmitiendo el Fuego Divino, o sea, sus conocimientos
de Alta Iniciada Blanca en Anatolia, y por eso aquella región, madre de tantas
culturas de la Nueva Era, acabó llamándose como ella, la gran iniciadora
procedente del Paraíso Atlán, paraíso cuyo recuerdo quedó bien registrado en
los archivos de los imperios mesopotámicos con el nombre de su lejana patria
deformado en Adán o Edén.
En
Creta, Hércules, que había sido mi rival, y luego mi camarada en el inicio de
la mayor aventura que viví en mi juventud…y que ahora es para mí uno de mis
amigos más amados, – terminó el tracio, suspirando- me dijo que no iba a
descansar tranquilo hasta que lograra liberar al espíritu de Prometeo de su
roca del Cáucaso y hasta conseguir para él la inmortalidad que se merecía por
haber transmitido a nuestra Quinta Raza Raiz Ariana, el Fuego Sagrado del
Cultivo del Mental Superior, cultivo que la Raza Anterior no fue capaz de
desarrollar, como era su misión, porque se quedaron enredados en el
sensacionalista y egoísta psiquismo inferior, productor de fenómenos materiales
de gran impacto emocional, típico de la magia astral.-“
48-
LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO
Orfeo
miró hacia fuera, caía la tarde y las cumbres de las espléndidas montañas del
Pirineo, exuberantes de encinas milenarias, se volvían doradas. Los pájaros
cantaban en la enramada, alrededor de la casa. Había un rumor de aguas vivas
corriendo por toda parte, vivificando el cuerpo de la Madre Tierra sobre el que
todos los seres se sustentan. Se sacudió de encima los recuerdos y propuso a
Jacín salir a dar un paseo.
Caminaron
hasta un lugar más alto, desde donde la vista abarcaba una gran perspectiva de
la cordillera. Largo tiempo quedaron ambos bardos en silencio, contemplando el
paisaje. El silencio es el manantial de todas las inspiraciones, el alma
necesita hacer vacíos para llenarse, el vacío mejor que el ser humano hace es
cuando se abre a la contemplación de la belleza y la grandiosidad de la
naturaleza, ante las cuales se quedan pequeñas las palabras.
Sin
embargo, el vacío momentáneo de nuestra mente vuelve a colmarse enseguida de
nuevos pensamientos, que gozan en convertirse en expresión, sobre todo cuando
hay cerca un espíritu afín con el cual comunicarse. Y surgen de nuevo las
palabras, porque el hombre es consciencia, la consciencia es luz y las palabras
son las llamas que la luz de la consciencia enciende en nuestras mentes.
-Tú
que tanto has viajado, que eres tan gran músico y poeta y que, además de tener
una alta cuna y educación, has adquirido por ti mismo muchas experiencias...
¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta vida, Orfeo?- preguntó
Jacín con toda sencillez, como si preguntase algo fácil de contestar.
El
tracio guardó silencio largo rato. Su maestro Quirón le decía que para saber
qué cosa era importante en cada momento, había que preguntárselo a la Muerte,
que vive a nuestra espalda, ya que es la otra cara de nuestra Vida.
Con
el ojo de la imaginación, Orfeo miró por encima de su hombro izquierdo y le
preguntó a su muerte:
-“Si
yo me fuera a morir inmediatamente ¿Qué es lo que hay dentro de mí que haya
justificado mi vida?”
Entonces
la Muerte le envió una serie de recuerdos envueltos en auténtico calor humano.
Eso era lo importante. Y el resto, apenas las circunstancias secundarias que lo
sustentaban.
Luego
respondió a Jacín:
-Lo
más importante que he aprendido en esta vida es a amar a plena intensidad.
-…Y
amar con plena intensidad no es algo pasivo o inconsciente, algo que nos
envuelve sin remedio, como piensan muchos – añadió Orfeo-. Sino una activa,
consciente y firme voluntad de permanecer fiel a aquello o aquellos a quienes
más se quiere y considera… y no importa si existe o no retorno o reciprocidad.-
Se
quedó callado, pero enseguida miró para él y adivinó que estaba esperando una
nueva historia. Era un íbero amable y sensible y un poeta. Hablaba
correctamente la lengua franca pelasga. Orfeo se sentía muy bien en su compañía
y con ganas de sacar hacia fuera sus vivencias más íntimas. De liberarse.
-¿Quieres
que te cuente cómo descubrí la intensidad? Es una historia larga. Es mi
historia.
-Soy
todo oídos -dijo Jacín sentándose sobre una piedra-. Aún demorará mucho en anochecer.
-Pero
no es nada que esté preparado, irá saliendo a borbotones, podemos dialogar.
-Dialogaremos
pues.
Orfeo
también se sentó de frente al paisaje. Miró hacia el Oriente, como si buscase a
lo lejos su país, y comenzó:
-Si
yo imagino que me voy a morir en un minuto y miro hacia adentro y busco lo que
me puedo llevar como recuerdos principales de esta vida, lo que más destaca en
mi memoria sensible son unos cuantos momentos de gran intensidad que ya
pasaron, pero que continúan dentro, al rojo vivo, como los rescoldos de una
hoguera.
Hace
muchos, muchos años, siendo un niño pequeño, yo amaba todo, porque creía que
cuanto existía a mi alrededor no se diferenciaba de mí mismo. Cuando contemplo
un paisaje como éste, regresa a mí aquel sentimiento.
Después,
me seguí amando en aquellas personas que me parecía que también eran parte de
mí, mis padres...
Pero
un día empezó a parecerme que ya no éramos más la misma cosa.
A
partir de ahí, empecé a contemplar el mundo como una gran llanura en la que
había millones de pequeñas llamitas separadas, unas más altas, luminosas y
firmes, otras débiles, ondulantes, mortecinas, todas ellas en continua
transformación.
-Yo
cuidaba de la mía buscando mi propia satisfacción, apreciándome, autocomplaciéndome,
dándome atención, afecto y placeres físicos, emocionales y mentales a mí mismo.
Es decir, amándome.
Y
me parecía que cada persona hacía lo mismo para cuidar de su propia llama.
Según
fui creciendo y desarrollándome, surgió en mí la necesidad de acrecentar mi
fuego personal; su pequeño fulgor no me bastaba, me dejaba hambriento,
necesitaba más.
Yo
había nacido hijo de la familia dirigente de mi país; pronto descubrí que podía
apoderarme de parte de las llamas de las otras personas para intensificar el
brillo de la mía. Conseguir que otros cediesen su llama, de buen grado o por la
fuerza. Eso era lo que todo el mundo hacía en el ámbito del poder.
Fui
aprendiendo muchas maneras diferentes de conseguirlo, cada persona tenía la
suya, pero la manera habitual de mi familia era arreglárselas para captar la
atención de los demás impresionando para dominar. Porque estamos completamente
con la mayor parte de nuestra energía donde nuestra atención está.
Atender
a otro es tender hacia él un puente de comunicación en el que se produce un
intercambio energético. En ese intercambio unos dan de su propia llama vital y
otros toman de la llama de los demás.
La
clase social en la que yo había nacido llamaba la atención por sí misma: donde
yo iba, las personas abrían su puente y su puerta ante mí, se inclinaban, se
ponían a mi disposición, daban de su fuego. Yo me dejaba venerar, mis deseos
eran órdenes, todo el mundo se sentía honrado de complacerme.
Raramente
daba de mi propia llama, a menos que me lo pidieran y aún así, lo que yo daba,
no era mío, eran los recursos que el estado destinaba a cada tipo de petición
razonable. Yo sólo era un funcionario que tenía un cierto poder para
distribuirlos con justicia, de acuerdo a la ley.
Mi
amabilidad era puramente convencional, una pose aprendida y ensayada mil veces.
Sin embargo, ellos se sentían bien, en realidad recogían su satisfacción de la
ilusión de estar relacionándose con Lo Importante, con El Poder; que no era yo,
sino la corona de mi padre, que estaba detrás de mí.
Durante
dieciocho años de mi vida, las personas adoraron en mí algo que no era yo. Yo
representaba mi papel, era mi trabajo, me habían educado para eso desde niño, y
mis padres, además, exigían que lo hiciese bien. Pero cada día odiaba más el
estar dando vida a aquel personaje que no era yo, mientras mi yo carecía de
manifestación, porque nadie lo veía. El brillo del personaje que representaba
apagaba completamente el mío propio.
Yo
me aburría, sentía que el mundo era algo horriblemente tedioso y estaba
convencido de que la mayor parte de las personas eran estúpidas. En esos
momentos me percataba de que mi llama personal estaba a mínimos, mortecina,
asfixiada por la rutina y por la falta de intensidad.
Un
día, recibimos una embajada de los aqueos que habían dominado Ptía, un reino
pelasgo cercano al nuestro, al sur de Tesalia. El embajador traía un majestuoso
caballo blanco tesalio como presente para mi padre. Para mi madre, ricas joyas
de oro que seguramente habrían saqueado de algún templo de la Antigua Diosa. Y
no se olvidó de los hijos: a mí me tocó un halcón de caza.
El
embajador se ofreció a ir conmigo a la sierra donde cazábamos y enseñarme a
usarlo. Acepté. Tres días después cabalgamos con nuestros escoltas hasta una
montaña cercana, bajo la cual corría un río torrencial por una garganta
boscosa.
El embajador aqueo era un hombre de unos
cuarenta y ocho años y rostro curtido, con un brillante pasado de jefe
guerrero. Era padre de muchos hijos, y me vio a mí como un hijo más, bastante
flojo. No se contentó con enseñarme como cazaba el halcón, quiso darme una
lección de hombría, inculcarme su propio espíritu de cazador.
-Este
halcón está adiestrado, desde hace tres años, para cazar por sí mismo para su
amo -dijo-. Lo sueltas, busca su presa, la ejecuta y te la trae. Eso es
interesante la primera o la segunda vez, pero después se hace aburrido, porque
es él quien lo hace todo y tú tan sólo estás ahí, recibiendo su ofrenda y
haciéndole una caricia.
-Lo
entiendo –dije. Podía entenderlo muy bien, porque durante toda mi vida eso era
lo que habían estado haciendo los funcionarios de mi padre para mí. Yo sólo
tenía que estar ahí, recibiendo sus ofrendas y dándoles a cambio unas palabras
que hiciesen brillar aún más la llama de su autoestima... La cual era mucho más
potente que la mía, porque estaba sustentada sobre la realidad del buen trabajo
que habían realizado.
-Para
que puedas disfrutar del noble arte de la cetrería -siguió el embajador-,
tienes que convertirte en el propio halcón con tu imaginación, tienes que
ponerte en él y captar desde dentro de él toda la intensidad de su forma de
cazar.
Me
instruyó para que cubriera con un grueso guante mi puño, sobre el que posó
luego a la rapaz. Tenía la cabeza cubierta por una caperuza de cuero
empenachada, que no la dejaba ver.
-Siente
al halcón -dijo-; acarícialo, es tuyo. Siéntelo como si fuese tu propia mano
derecha.
Hice
lo que me decía, lo acaricié con la izquierda, tenía un bello plumaje de
agradable tacto, sentí los latidos del corazón bajo su pecho cálido.
-Ese
corazón es el tuyo, porque su voluntad está ciega. No tiene visión, sólo
instinto. Tú escoges por él y lo utilizas. Haz de tu voluntad su voluntad. Mira
hacia el valle y escoge una presa.
Miré
hacia la garganta boscosa, allá abajo. Sobre el verdor oscuro de las frondosas
encinas se destacó la blancura de una paloma torcaz que sobrevolaba el río. La
señalé al embajador.
-Siente
que tu propia mano derecha es capaz, desde ahora, de descargar, igual que Zeus,
un rayo mortífero a gran distancia. Un rayo en forma de ave rapaz. Quítale la
caperuza y ordénale al rayo que vaya a por la paloma ¡Ya!
Así
lo hice, le quité la caperuza y de inmediato lo impulsé, con un movimiento
enérgico de mi brazo y con una orden, en dirección a la presa. Mi halcón se
alzó, la descubrió enseguida y fue a por ella como un rayo.
-Eres
el halcón -dijo el embajador rápidamente muy cerca de mí-. Has descubierto a la
paloma sobre el río, has concentrado toda tu atención en ella, olvidando el
resto de tus intereses; tu atención centralizada y prioritaria sobre ese
objetivo hace que todas tus potencialidades de todo tipo se pongan a tu
servicio para alcanzar el cumplimiento de tu voluntad; tu estado mental ha
cambiado a una onda de alerta total, torrentes de energías de reserva fluyen a
tí químicamente para acrecentar tu poder de realización; se ajusta de inmediato
al objetivo tu manera de volar y tu cerebro de ave realiza instintivamente cien
mil cálculos instantáneos para determinar previamente la arriesgada maniobra
que a continuación ejecutas: te lanzas en picado a toda velocidad para llegar
allá abajo, sobre el río, con el ángulo adecuado, a fin de poder atrapar con
tus garras a la paloma por el lugar preciso, justo después del momento en que
sus propias percepciones le avisen del peligro y te descubra; agarrándola, no
en el sitio en donde estaba, sino en el sitio donde calculaste que estará
cuando te descubre y trata de escapar. ¡Tocada!
Inmediatamente
de atrapada la presa, sigues la curva ascendente del picado previsto para
remontarte hacia arriba, a pesar del peso; rebasas los arbustos de la orilla y
los árboles sin chocar contra ellos y acabas esa acción impecablemente, de
nuevo en la altura, para poder pasar a la que la seguirá... ¿Qué has sentido?
-¡Uau!
–dije, poseído por la excitación, viendo regresar a mi halcón con la presa en
sus garras- ¡He sentido que todo yo era pura atención concentrada en mi
objetivo, a vida o muerte!
-Bien
-dijo él-. Así es como se tiene que sentir un hombre de poder cuando se expresa
a sí mismo.
Orfeo
se volvió hacia Jacín. Realmente el paisaje circundante se parecía algo al que
acababa de describir. Le señaló con el dedo, allá abajo, a una bandada de
palomas torcaces que sobrevolaba el río.
-Aquel
día –siguió- descubrí que, cuando realmente estamos viviendo la vida a tope y
no simplemente vegetando, somos, en esencia, una atención absolutamente
concentrada en algo concreto.
El
momento en el que la llama de nuestra energía vital brilla con mayor intensidad
es ese en el que uno salió de la rutina de la percepción pasiva y dispersa,
para convertirse en plena atención a vida o muerte.
Igual
que el halcón, en un nivel muy básico, nuestro sentimiento de intensidad puede
acrecentarse cuando vagamos por el bosque verdaderamente hambrientos y surge
una presa, corremos tras ella, apuntamos con plena atención y conseguimos
atravesarla con nuestra flecha.
Pero
eso, para nosotros, ya se ha convertido en una intensificación muy excepcional.
La obtención de comida para el hombre, por causa de los muchos recursos que
tenemos hoy en día, rara vez deja de ser una rutina más, de agradable, pero
baja intensidad de atención.-
49-
INTENSIDAD ELEVADA
-Ya
veo por dónde vas -dijo Jacín-. Pienso que si queremos elevar la intensidad de
nuestra existencia por encima de los niveles comunes podemos recurrir al sexo,
o el atletismo, o los negocios, o la política... o incluso a la guerra, para
conseguir intensidad a tope.
-Eso
es, pero hay niveles mayores, ya lo verás. Por ser hijo de quien era, desde muy
joven conocí la elevación de la llama de la atención que produce el sexo por el
sexo y el poder de vida o muerte sobre las personas… que es una intensidad que
no se diferencia mucho de la puramente animal de cazar a otro ser más débil o
menos hábil o atento, o más ingenuo que tú, y comértelo. Las facilidades que me
daba mi privilegiada posición social para aquellos juegos, hicieron que, con el
tiempo, se volviesen tan rutinarios, elementales y poco intensos como el de
conseguir alimento cada día.
Así
que tuve que buscar otras motivaciones para mi atención. Mi padre me aconsejó
el gimnasio y la caza, pero nunca pude pasar de un desarrollo físico mediocre y
lo mismo como cazador. Mi halcón y mis monteros hacían la mayor parte del
trabajo y, aún así, con los mismos recursos, la mayoría de los que me rodeaban
eran siempre en aquello mejores que yo….Y yo no me conformaba con marcas
mediocres. Siempre quería llegar al máximo; no por las alabanzas de los demás,
pues adulación era lo que sobraba a mi alrededor, sino por mi propio
sentimiento de estar alcanzando mi mejor altura.
Yo tenía um primo, hijo de una
Sacerdotisa-Musa de Apolo, Urania, muiy versada en Astrología que, desde niño,
ya era un músico genial, único con el ritmo y la melodía. Mi madre , su
madrina, ló adoraba como a un hijo, de manera que lo tomó bajo su protección y
le enseñó cuanto sabia. Llamábase mi primo Lino y apenas siendo um muchachito
ya componía himnos a Dionisio y a los antiguos héroes. Hasta hizo toda una
Epopeya de la Creación.
Él
fue mi ídolo y mi maestro de música desde que ambos éramos unos críos. Aunque
sólo me daba clases una vez por semana, ya que estaba claro que yo no estaba
destinado a ser músico, sino a suceder a mi padre en las tareas del gobierno.
Pero
por desgracia, Lino fue también llamado para ser profesor de Hércules, quien,
no pudiendo sufrir ser corregido, hizo un movimiento brusco con la lira que
desequilibró a su maestro de su asiento, cayendo hacia atrás y rompiéndose el
cráneo contra la pared.
Evidentemente
no hubo mala intención por parte del coloso, él era todavía un adolescente,
sólo fue un accidente, pero aquello le causó tantos remordimientos, que decidió
dejar la música para siempre.
Mi
madre, desconsolada por la muerte prematura de su mejor discípulo, volcó en mí
toda la afectividad y las enseñanzas que antes le dedicaba a él, además de las
que me correspondían, y pasaba muchísimo tiempo conmigo, liberando sus
sentimientos por medio del canto y de la música. Y aquello que ella cantaba y
tocaba era tan auténtico y tan sentido, que su vibración prendió en mi propia
alma como en tierra fértil.
Así
descubrí que no era en la Política, sino en el Arte, donde yo me encontraba
ante posibilidades sin fin de ascensión en la intensidad ¡Y eran posibilidades
para las que yo estaba bien dotado!
Tú
sabes como es, Jacín, cada vez que nos ponemos a componer una obra, nuestra
atención concentrada alcanza altas luminosidades, y eso ya es fantástico. Pero cuando
pasamos a dar expresividad a lo compuesto, el brillo sube y sube y cuando, por
fin, puedes ejecutar ante un público, si consigues llegarles al corazón, tu
llama personal se convierte en una gran hoguera que tiene una enorme ventaja
sobre la que te da la caza de la comida, el sexo por el sexo y el poder sobre
los demás, que es la siguiente: no sólo tú te has llenado de luz... sino que no
le quitas a nadie la suya, por lo contrario, la acrecientas.-
-Es
algo maravilloso –concordó el músico pirenaico-, si la cosa estuvo bien, todo
el mundo sale encendido en su emoción o su comprensión. Ver esa luz que se
desprende de ellos eleva mi luz al infinito.
-El
arte, si es arte de verdad –dijo Orfeo-, te descubre el mundo de lo sublime
dentro de tí, a causa del estímulo que ejerce sobre la sensibilidad, que
siempre está exigiendo algo más perfecto, más grandioso, más sabio y más sutil.
Eso te hace ensayar, ensayar y estudiar, hacerte preguntas y hacérselas a
otros, buscar e investigar. En mi caso, busqué maestros: primero de música,
después de vida.
Y
tuve la suerte, también por mi posición social, de ser admitido en las mejores
escuelas de conocimiento. La más intensa, la primera, en el monte Pelión de
Tesalia, en la Hermandad de los Hijos de Crono, dirigida por el hombre-centauro
Quirón, todo un maestro del Arte de la Vida que creaba obras inmortales, no
pintándolas sobre un lienzo, o con sonidos, ni modelándolas sobre mármol, sino
puliendo la piedra bruta del ánimo de los jóvenes de diversas tribus a quienes
instruía, para convertirlos en hombres realizados y en modelos dignos de ser
imitados por las generaciones siguientes.
Del
mismo modo que en la música descubrí una motivación para el desarrollo de la
intensidad que sólo dependía de mí mismo y de mi esfuerzo y no de ser hijo de
mis padres, así fue también en la Escuela de Quirón, que había educado a lo más
selecto de la juventud pelasga y luego griega, ya que el centauro vivió una
larguísima vida, siglos, decían (a menos que los maestros anteriores de su
fraternidad se llamasen igual que él)... Allí yo era uno más, entre príncipes
de países mucho más cultos, fuertes e importantes que mi país, campeones que me
superaban en casi todo.-
-¿Y
qué os enseñaba Quirón? -preguntó Jacín.
-Nos
enseñaba Caza, Hípica, Lucha, Medicina, Cirugía, Hierbas, Astrología, Música...
pero esas materias eran apenas lo de fuera, el ropaje. Por dentro, toda su
enseñanza, realmente, iba encaminada a convertirnos en héroes.
-¿Héroes?
Pero eso no es para cualquiera, Orfeo, eso es cosa del destino.
-Cosa
del destino puede ser, apenas, que un héroe llegue a ser un héroe famoso,
Jacín. Pero Quirón no se preocupaba por la fama ni por las cosas que sólo son
producidas por el destino o por la suerte, Quirón se ocupaba del heroísmo en
sí, de la voluntad y la dignidad de serlo y de los asuntos que tienen que ver
con el esfuerzo personal...
-¿Con
el esfuerzo personal?
-Eso
es. Él decía, exactamente, que la suerte de un hombre además de su disposición
para enfrentar con éxito su destino, sólo dependen de su atenta
auto-observación personal para conocerse a sí mismo, de su esfuerzo personal
para controlar y desarrollar al máximo aquello que ya conoce de sí mismo, y de
su fe en su propio poder y en el poder de la vida en sí.
-Si
un héroe no depende de ser hijo de una divinidad y un mortal, ni de llegar a
tener fama por causa de grandes hazañas realizadas–preguntó Jacín-... ¿Qué es
un héroe?
-Yo
vivía preguntándome eso mismo –respondió Orfeo- ¿Qué podría aspirar a lograr en
una escuela donde cualquiera era más diestro, más fuerte, más resistente, más
osado, más apuesto y más valeroso que yo? Pero lo que decía mi maestro era lo
siguiente: “Un héroe es cualquier persona que se propone conocer y alcanzar lo
más elevado de sí mismo y que se concentra con toda intensidad en la tarea de
intentarlo”.
Y
cuando Quirón descubrió cuales eran mis personales talentos, me dijo que podía
faltar a las lecciones de caza, de hípica y de lucha, si en ese tiempo ensayaba
música como si tuviese que ganar una batalla utilizándola como arma. Y al ver
que realmente lo intentaba, me inició en aspectos de su conocimiento, además de
los puramente musicales, en los que él no iniciaba a aquellos que iban para
guerreros o para reyes…
...
Cuando salí de allí aún estuve en Samotracia, en Eleusis y en Sais de Egipto,
en otras Altas Escuelas, pero sólo para confirmar que lo que Quirón me había
enseñado podía expresarse también de otras maneras, con otros estilos y en
otras lenguas.
Lo
que me enseñó Quirón, por ejemplo, me dio la confianza necesaria en mí mismo
para ir en busca de aquello que en ese momento más me interesaba: yo estaba
loco por una joven que pertenecía a la Hermandad de las Dríades. Un colegio de
sacerdotisas que preparaba futuras Ninfas para que tuviesen hijos para la Gran
Diosa, a fin de formar cuadros jerárquicos de total confianza para la casta
dominante matriarcal.
-Sucedió
–siguió contando Orfeo- una mañana en la que yo acompañaba a mis padres, junto
con un gran séquito, en una ceremonia oficial de la antigua religión en el
Templo de las Ninfas, enclavado en un Bosque Sagrado. Estábamos allí porque
teníamos que estar, por política, sin ninguna gana. Ni a las Sacerdotisas del
Templo les caía bien mi familia, ni a mi familia le caían bien ellas. Era un
acto oficial, uno de tantos que teníamos la obligación de presidir.
Entonces
la vi, bella, radiante, portando una guirnalda de flores para mi madre, entre
otras jóvenes Dríades. Y eso fue todo; no le dije nada, ella no pareció reparar
demasiado en mí, pero me quedé mirándola durante toda la ceremonia.
Me
marché de allí y seguía recordando su rostro que había quedado grabado en mi
mente... y así durante días. Al final me colé en el Bosque Sagrado, donde
estaba prohibida la entrada sin permiso a los varones, fuesen de la clase que
fuesen, bajo durísimas penas. La espié muchas veces, escondido entre los
árboles.
Me
enamoré perdidamente y la retraté en mil canciones llenas de suspiros. Yo, que
era un cínico hastiado de sexo vacío, yo que hablaba del amor como si fuera un
simple instinto de la parte más animal del hombre al que hay que satisfacer de
vez en cuando, igual que cuando se le echa comida a los perros, entendía ahora
que lo más importante del amor no es recibirlo, sino proyectarlo sin
expectativas, y que se pueda proyectar a todo. Aprendí que esa proyección, si
fuese consciente, intensifica y expande al máximo la llama de nuestra vida...
Pasaron meses en que yo sólo pensaba en ella, sin ella saber nada de mí,
todavía.
Porque
aquello era como enamorarse de un imposible, por muy alto que fuese mi linaje.
Las Dríades se convertían en Ninfas en cuanto llegaba la Fiesta de la Siembra,
a la cual asistían los mejores campeones de cada clan de Tracia, siempre que
ellos pertenecieran al clan que correspondía a cada tipo de fertilización, para
evitar la cosanguinidad: ellas elegían libremente uno, yacían con él y si
resultaba una niña, esa niña era educada para Dríade; si era un niño, lo
sacrificaban a la Diosa.
En
cuanto una Dríade dejaba de ser virgen, llegaba a la categoría de Ninfa y cada
primavera había una Fiesta de la Fertilidad en la que, de nuevo, podía escoger
un campeón que sembrase niños para la Diosa en ella. Al cabo de un número de
partos y de sacrificios de niños varones, cuando conseguían llegar a tener un
máximo de tres hijas, las Ninfas se consagraban enteramente a la Divinidad
haciendo varios votos, entre ellos el de celibato y castidad integral, y era
así que podían ascender a Altas Sacerdotisas. Las Altas Sacerdotisas de los varios
clanes formaban el Consejo de Ancianas de Tracia, la Suma Sacerdotisa que ellas
elegían era la legítima Madre y Reina del país.
Durante
muchos milenios, para las castas de Altas Sacerdotisas que habían acaparado el
poder político de las tribus tracias y las de toda la Pelasgia, los hombres
eran apenas un lujo biológico que se podían permitir para su placer (como los
zánganos en una colmena) aquellos verdaderos seres humanos completos, que eran
únicamente las mujeres, imprescindibles para dar nacimiento, cría,
mantenimiento y continuidad a la especie.
...Sobre
todo después de las terribles carestías, producidas al agotarse la caza, lo que
dejaba en paro forzoso a la tradicional utilidad masculina, y tras el salvador
descubrimiento y extensión de la agricultura por parte de las recolectoras,
sumado al especial talento femenino para la relación y organización
comunitaria... además de otros factores prácticos de supervivencia,
civilización, e incluso sabiduría que desarrollaron, a través de la ingestión secreta
de plantas de poder, descubiertas por ellas y vedadas por precepto iniciático a
los varones.
Las
mujeres habían inventado la religión y las leyes, y con ellas mantenían
controlados y sometidos a los machos por medio de los sacrificios humanos, de la
administración a su libre albedrío del sexo, de la comida y... de los venenos.
Y, sobre todo, de la educación de los niños en el temor de la Diosa y en el
terror a la Magia de las matriarcas.
Cada
año, la Suma Sacerdotisa, cargo no obligado a ser célibe, elegía un Jefe de
Guerra como Rey Consorte al cual manejaba a su capricho mientras no surgiese la
oportunidad de sustituirlo por otro más conveniente para la nación. Hasta hace
unas pocas generaciones, era sacrificado ritualmente al terminar el año, en el
mes número trece, el fatídico, o desafiado a muerte por otro aspirante a su
cargo.
Luego
de la llegada de los primeros griegos a Pelasgia (que sacaron a los hombres de
su condición de “sexo inferior o prescindible”), se fueron haciendo componendas
a la ley: se cambió el año lunar de mandato por el Gran Año, de cien
lunaciones, y más tarde por el Año Mayor, de trescientas veinticinco
lunaciones, o sea, diecinueve años, que se equiparaba con el año solar, y
durante el día del sacrificio se sustituía al rey por un niño coronado.
Mi
padre ya era el cuarto rey que había logrado mantener su corona en contra de la
tradición matriarcal. A base de un férreo control del interior y de una buena
relación con vecinos tan poderosos como los aqueos, que se propusieron acabar
con el viejo orden de una vez en sus territorios conquistados y que estaban
dispuestos a invadir los matriarcados circundantes.
Por
eso, él fue el primer rey que se atrevió a cambiar el sacrificio periódico de
un niño por el de un toro en su lugar. Pero lo verdaderamente revolucionario
fue decidirse a tomar como nueva esposa (cuando murió la vieja reina de quien
era consorte), no a una Suma Sacerdotisa de la Diosa, sino de Apolo, que era un
dios olímpico, griego, patriarcal, opuesto al matriarcado.
El
Consejo de Ancianas se conmovió: eso significaba perder la dirección del país,
pues desde siempre, la reina había salido de entre ellas. Pleitearon en vano
ante las más altas instituciones nacionales de justicia, porque mi abuelo Cárope,
sabiamente, al conceder libertad religiosa para acoger a Dionisio, ya había
conseguido equiparar de forma legal el Colegio de las Musas de Apolo con el
Colegio de las Ninfas de la Diosa; por tanto, cualquiera de los dos podía
representar la propiedad de las mujeres de Tracia sobre las tierras del país.
Las
Sacerdotisas de la Diosa intrigaron para fomentar una revuelta, pero no
pudieron poner al pueblo contra mi padre, porque él se lo ganó favoreciendo aún
más los cultos y celebraciones del dios del vino, Dionisio, a quien, al tiempo
que era el más moderno de los Olímpicos, el pueblo tracio consideraba,
extrañamente, como un dios antiguo y popular, ya que traía de vuelta consigo lo
más gozoso del pasado: las fiestas orgiásticas y la alegría de la Diosa. Por
oponerse a él perdió el trono el antecesor de mi abuelo.
Además,
la casta sacerdotal de las Dríádes Ninfas se había ido haciendo tan soberbia y
excluyente, por hereditaria, que la mayoría de las mujeres que no pertenecían a
ella habían perdido la combatividad y el interés por la política que
caracterizaba a las generaciones anteriores.-
-Entonces,
si te he entendido, enamorarte de la Dríade fue como enamorarte del enemigo-
dijo Jacín.
-Así
fue, pero yo venía tan fortalecido en mi autoestima por la Escuela de Quirón,
que me atreví a presentarme a la elección de campeones de mi clan de los
centauros en la Fiesta de las Vírgenes dedicada a la Siembra de Cereales,
confiando en que las sacerdotisas, por política, no me lo iban a impedir y en
que la fuerza de mi amor por aquella mujer, que era tan grande, la haría
fijarse en mí.
Yo
no podía competir con los guerreros ni con los atletas, así que lo hice con
música y poesía, declamando un canto a las Dríades que era un retrato
inconfundible de la mujer-árbol que amaba y dirigiéndoselo exclusivamente a
ella durante el concierto, con mis más sinceras miradas y con todo el calor de
mi corazón, tal como si estuviese apuntando al suyo con el arco de Eros.
-¿Y
acertaron las flechas? –preguntó Jacín, con una gran sonrisa.
-Acertaron.
Y ella me eligió, con gran enojo inicial por parte de algunos miembros del
Consejo de Ancianas. Pero, después de reunirse, seguramente decidieron que
podría ser la oportunidad para volver a tener influencia sobre un futuro rey o
su hija y dieron su visto bueno a nuestra relación. Aunque no permití a mi
cuerpo que resultaran hijos de ella para la Diosa.
-¿Cómo
lo conseguiste?- se extrañó el íbero.
-No
es algo demasiado difícil, si te entrenas en ello como te entrenas con el canto
o con la lira. Se trata de alternar actividad, cuando tu pareja está pasiva,
con pasividad, cuando está activa; y de controlar tus movimientos y tu
excitación a base de respiración serena, de manera que te puedas relajar cada
vez que llegas al borde de la catarata, sin dejarte precipitar por ella.
-¿Dónde
queda tu placer, entonces, si no te derramas?
-En
prolongar y modular a voluntad el contacto sensual todo el tiempo que tu
compañera aún lo desee, en considerar el camino más importante que la meta, en
gozar con el gozo de tu pareja, pero sin llegar nunca al derramamiento de la
semilla, que también es el final del placer. Es como deleitarte tranquilamente
con tres copas de vino a pequeños sorbos durante toda la noche, mientras
conversas de una forma suelta, inspirada, alegre y siempre inteligente, en
lugar de vaciarlas de tres tragos seguidos y quedarte luego completamente
inconsciente, tras un momento explosivo de brutal exaltación descontrolada.
-¿Controlar
los instintos y las emociones no significará desnaturalizarlas y desvirtuarlas?
–arguyó críticamente el pirenaico.
-Para
mí –respondió Orfeo-, no hay cosas más innaturales y desvirtuadas que la
ilusión y la inconsciencia; controlar la excitación y la emoción sanamente es
controlar la ilusión y la inconsciencia. Y no es tan complicado... se consigue
respirando lenta y profundamente y manteniendo en calma tu consciencia mientras
observas, sin dejar de participar ni de estar completamente concentrado en el
momento y en la experiencia que vives.
-Muy
sofisticado me parece eso –dijo Jacín- ¿No te quedas inflamado y muerto de
ganas durante todo el resto del día, después de haber generado tanta energía a
la que no le das su salida natural?
-Me
quedaría, si mi maestro Quirón no me hubiera enseñado a elevar esa energía
desde mi sexo hasta mi cabeza.
-¿Cómo
se hace eso?
-Por medio de rápidas y profundas
inspiraciones por la nariz, manteniendo recta la columna, y mediante
visualizaciones en las que vas impulsándola (y al tiempo refinándola y
sublimándola), del centro energético del vientre al del plexo solar, de éste al
del corazón, de éste al de la garganta y de éste al del centro de la frente...
es como ir subiendo la escala de las notas musicales de octava en octava...
-Y
cuando llega esa energía hirviente a la cabeza...
-...Se
convierte en el más elevado combustible para la inspiración de un artista,
Jacín: la potencia generatriz que iba destinada a engendrar a un hijo de tu
espíritu y del de tu compañera dentro de un efímero cuerpo de carne y hueso,
engendra, si te pones a componer con ella y a moldearla, el mismo hijo de ambos
en el cuerpo sutil de una obra de arte inmortal... tú sabes que nuestras
mejores canciones son pura energía sexual sublimada.
-Ya
entiendo... tal vez me decida a experimentar con ese original método de
creación alguna vez... –dijo sonriendo- ¿Pero qué le pareció a la Dríade que no
derramaras tu semilla material en ella?
-No
le gustó nada. Durante un tiempo estuvo avergonzada. Sentía que estaba
traicionando a su Fraternidad, a sus principios y a la Diosa, incluso temía un
castigo divino. Yo trataba de compensarla demostrándole tanto amor que, en la
siguiente primavera, cuando fue la Fiesta de la Siembra de las Ninfas, me volví
a presentar entre los campeones centauros, con nuevas flechas musicales en el
arco de mi lira... y me volvió a elegir.
-¿Y
lo de los hijos para la Diosa?- preguntó el pirenaico.
-Continué
sin dárselos, pero, al mismo tiempo, le daba razones. Razones y amores, todo el
amor. Le decía que también yo tenía que enfrentar la oposición de mi padre a un
amor con un miembro de la principal institución iniciática de sus enemigos
políticos interiores. Lo cual era verdad, mi padre me consideraba un indigno
sucesor suyo, sin interés por las armas ni por la administración, sin
ambiciones políticas, un príncipe decadente que sólo se interesaba por música,
filosofía, viajes, que sólo sentía atracción por la cultura griega (mientras
que él era totalmente pro-troyano) y por mujeres totalmente inconvenientes.
-Puedo
imaginarlo –dijo Jacín– ¡Vaya lío!
-Le
decía que, por supuesto, yo deseaba tener hijos con ella, pero que no quería
que nuestros hijos fuesen manipulados y usados por el matriarcado. Le hablaba
de una Nueva Era de hombres y mujeres libres (que nosotros dos podríamos
iniciar), en la que ambos sexos vivirían en armonía, en un pacto de igualdad
real y de equilibrio que se saliera, tanto del extremo de la caduca sociedad
matriarcal de la Edad de Piedra, como del otro extremo traído por la Edad del
Hierro y por el intransigente patriarcalismo a ultranza de los aqueos.
Le hablaba de conseguir un equilibrio entre La
Gran Madre y Zeus, entre Apolo y Dionisio, entre griegos y asiáticos, entre la
vieja Tracia y la nueva Hélade y entre el lado occidental y el oriental del
Egeo y le decía que sólo había una manera de llegar a conseguir ese equilibrio
entre tantos aparentes opuestos.
-¿Y
cuál era?
-El
amor, un amor de verdad, como el nuestro, que hiciera complementarios de los
opuestos, igual que cuando un músico juega con los graves y con los agudos
hasta ponerlos en armonía. Y a mayor tensión, a mayor contraste, a mayor
compromiso, fuerza, dulzura e intensidad, mayor expresividad y belleza
resultante, si la armonía que los equilibrase fuese real.
-¿Cómo
respondió tu amada a lo que le decías?
-Me
creyó, Jacín, confió en mí, entendió mis razones porque su corazón le daba
razones que su mente no era capaz de darle. Vivimos un año de amor a tal
intensidad que, al año siguiente, yo me atreví a ponerlo a prueba.
-¿Una
prueba? ¿Qué hiciste?
-Simplemente,
cuando llegó la siguiente primavera, le dije que me iba a Samotracia y Eleusis
y que no me volvería a presentar a la elección de campeones para la Fiesta de
las Ninfas. Le dije que la amaba con locura y que ella era libre para hacer lo
que quisiese, pero que no me iba a prestar más al juego de las sacerdotisas.
-¿Y
qué ocurrió?
-Pues
que me fui a Samotracia y a Eleusis y llegó el día de la fiesta de las Ninfas y
desfilaron los mejores campeones de Tracia desplegando sus encantos viriles. Y
cada una de sus compañeras eligió a uno.
-¿Y
ella?
-Ella
participó en la elección, pero no eligió a nadie.
-¿No
la forzaron a elegir?
-No
podían. La sociedad matriarcal también tenía sus cosas buenas: quien ya había
pasado dos veces por la elección, podía abstenerse de elegir, si no le agradaba
ningún nuevo candidato o si ya tenía un favorito de su corazón.
-Regresaste
enseguida, supongo –dijo Jacín.
-No,
estuve muchos meses fuera, en Samotracia y en el Ática, le quise dar tiempo a
que se lo pensase con calma; y también me lo quise dar a mí. Yo quería un gran
amor, un amor que fuese más allá de las muchas circunstancias externas que
parecían envolver nuestra relación.
-¿Cómo
cuáles?
-Yo
necesitaba estar totalmente seguro de que si mi amor me quería, me quisiera por
mí mismo, no por ser un príncipe heredero, ni por influencia de los cálculos y
previsiones políticas de las sacerdotisas. También anhelaba que alguien me
eligiera para siempre y no tener que competir por la mujer amada cada año, como
había sido el tormento de las generaciones de enamorados precedentes.
Y deseaba mucho tener hijos con mi amor, pero
para que fuesen también mis hijos, no sólo los hijos de su madre. Y me repugnaba
que se los quedaran las sacerdotisas, bien convirtiendo en Dríade a una niña o
en cadáver glorioso a un niño... Ahora bien, para conseguirlo, mi amada tenía
que abandonar su Fraternidad, a fin de escapar a su ley. Y casarse conmigo al
modo griego.
-Se
lo pusiste bien difícil a la chica -dijo el vate pirenaico admirado.
-Era
muy difícil para ella -reconoció Orfeo-. Lo más difícil, casi una indignidad
entre las Dríades, la decisión de abandonar su Fraternidad para entregarse al
matrimonio, una institución extranjera y advenediza, creada por el patriarcado
invasor para convertir a las orgullosas mujeres tracias en seres dependientes,
en la cual renunciaban a su libertad de elección de amantes y a ser las únicas
legítimas propietarias de sus tierras y de sus hijos.
Claro
que yo estaba dispuesto a pactar unas condiciones matrimoniales más
igualitarias que las que contenía el compromiso aqueo y a potenciar su
ratificación como ley y su aplicación, para que se pudiesen acoger a ella todas
las parejas que lo desearan, en todo el reino de Tracia.
-¿Qué
ocurrió cuando regresaste?
-Me
acogió con el mismo contento y con el mismo cariño que si nos hubiésemos
separado la noche anterior y vivimos otro tiempo de intensísimo amor y pasión,
aunque no quiso ni abandonar su Fraternidad ni visitar mi casa. Seguía viviendo
en el Bosque de las Ninfas y nos veíamos y pasábamos con frecuencia las noches
juntos, pero siempre en lugares neutrales y discretos.
Al
año siguiente le dije que me marchaba a Egipto. Me fui, de nuevo hubo Fiesta de
las Ninfas y de nuevo se abstuvo de elegir. Y regresé de Egipto y todo volvió a
ser pasión y armonía, pero de matrimonio, nada. Mientras tanto, tenía cada vez
más problemas con mi padre.
-¿Por
qué?
-Por
todo: porque me iba a recibir instrucción iniciática a países extranjeros
durante largo tiempo, porque, por el camino, hacía buenas relaciones con los
griegos y muy pocas con los troyanos, porque no prestaba la atención que él
demandaba a mis clases de administración o a mis deberes militares, porque no
le gustaba como me vestía o peinaba o en lo que gastaba mi presupuesto; porque
no le gustaban mis opiniones sobre nada, porque contestaba a las suyas, porque
organicé varios conciertos de lira ante público, porque escapaba de palacio
cada vez que podía y, sobre todo... porque ya estaba en edad de casarme con
alguna princesa troyana cuya alianza le convenía y yo no quería ni saber de
ello.
-¡Vaya
con la vida principesca!
-Yo
me veía metido en una rueda que giraba vertiginosamente en todas direcciones y
no sabía como hacerla detenerse, Jacín, no sabía como hacer para apearme y
marcharme a hacer mi propia vida, la que yo quería. O, por lo menos, no tener
que hacer la que no quería.
Entonces
aparecieron un día los heraldos de Tesalia, proclamando que quedaba abierta la
selección de candidatos para la expedición de los Argonautas a la Cólquide. Me
sentí llamado, ahí estaba mi oportunidad de hacerme respetar por mi propio
nombre y no por el de mi padre; y también la aventura libre, con toda la intensidad
vivencial que suponía; y la compañía de muchos de los valientes aprendices de
héroes que había conocido junto a Quirón. Así que en un impulso, sin saber lo
difícil que iba a ser que me admitieran, me consideré admitido y fui a decirle,
tanto a mi padre como a mi amada, que me iba.
-¿Y
qué pasó?
-Pues
que mi padre me dio a elegir entre renunciar a la expedición o abdicar de mis
derechos a la corona en mi hermano. Y decidí abdicar.
-¿…Abdicar?
–el pirenaico estaba alucinado.
-…
Y pasó también que mi amada me dijo que no le importaba que hubiese abdicado,
que me quería por mí mismo, que siempre me esperaría y que si lograba regresar
de la Cólquide, aunque fuese lisiado, abandonaría su Fraternidad, se casaría
conmigo al modo griego y tendríamos hijos... Además dijo que si me mataban,
iría a buscarme al mismo País de los Muertos.
-¡¡Voto
a todos los Dioses!!- exclamó Jacín con la boca abierta.
-Así
mismo juré yo, por dentro, cuando ella me lo dijo ¡Pero sintiendo que me volvía
loco de alegría y de amor! Y esa alegría y amor me dio ánimos durante la larga
y peligrosa aventura, mantuvo alta mi llama vivencial en ella y conseguí vencer
muchas difíciles pruebas, colaborar muy bien con mis compañeros aunque era el
más enclenque del grupo y, por fin, regresar vivo, entero y triunfante a mi
país.
-¡Un
héroe! -dijo Jacín- ¡Estoy hablando con un héroe!
-Pues
la verdad es que así me sentía yo en aquel momento maravilloso de mi vida...
Ella me había estado esperando todo el tiempo y seguía igual de enamorada... ¡Y
hasta mi padre estaba orgullosísimo de mí! Aceptó la boda con mi amada después
de que ella anunció oficialmente que abandonaba la Fraternidad de las Dríades y
se encargó de redactar y de hacer sancionar un nuevo pacto matrimonial mucho
más igualitario que el de los aqueos, así como de organizar una ceremonia
nupcial por todo lo alto...
-¡Y
os casásteis, claro! ¡Final feliz!- Jacín estaba entusiasmado.
-Nos
casamos, pero el mismo día de la boda la picó una cobra en un pie y la mató.
–dijo Orfeo sombriamente.
Fue
como un baño de agua fría para el vate pirenaico después de haberse exaltado de
alegría en el calor de la narración. Quedaron los dos hombres en silencio un
largo rato, contemplando como el sol final de la tarde ensangrentaba el
contraluz tras los nevados de las cumbres, cumbres que se iban haciendo más
solemnes y grandiosas según avanzaban hacia el misterio del Extremo Occidente.
Comenzó
a anochecer y todavía se encontraban allí, sentados sin decir nada. Finalmente,
Jacín se puso en pié, apretó con su mano el hombro de Orfeo y dijo:
-Repito
mi primera pregunta, si quieres contestarla de nuevo brevemente, camarada: ¿Qué
es lo más importante que has aprendido con todas esas experiencias?
-Aprendí
que el Amor más intenso es un dios que todo lo consigue, Jacín -respondió Orfeo
con determinación-. Por eso estoy yendo al Fin del Mundo para pedirle a Hades
que me devuelva a mi alma amada.
50-
LOS HABITANTES DE IBERIA
Todas
las historias que recogía por el camino, más las músicas propias de cada
paisaje y comunidad, que oía interpretar a los bardos nativos, más sus propias
experiencias y creaciones, iban engrosando la Canción Occidental de Orfeo,
quien fue cruzando los majestuosos Pirineos por los actuales valles de Cerdaña
y Urgell, pasando al pie de sus cumbres más altas y remotas.
Los
indígenas de los valles de la región interior al pie de los Pirineos, que ni
sabían que los extranjeros les llamaban íberos como conjunto y que sólo se
autoidentificaban con el nombre de sus propias tribus, ya tenían un aspecto
diferente a los de la región más oriental, quienes, por vivir cerca del
Mediterráneo eran, por tanto, más abiertos y permeables a los modos
civilizados.
Estos
interioranos se veían como gente muy burda y elemental, con la que no servían
las lenguas francas conocidas. A veces Orfeo sólo podía entenderse con señas.
Eran duros guerreros, brutales y feroces frente al enemigo y a los prisioneros,
aunque amables y hospitalarios con los caminantes, a los cuales trataban con la
mayor generosidad.
Tenían
un aspecto bien austero, dormían en el suelo, sobre paja, como los animales, y
encontraban bello, tanto los hombres como las mujeres, dejarse crecer el
cabello hasta media espalda o más, lo que les obligaba a ceñirse la frente con
una banda para trabajar o luchar. En realidad, pasaban la mayor parte del
tiempo con aquellas ridículas bandas puestas sobre sus cabezas y sólo lucían
sus lustrosas melenas durante las fiestas y cortejos, para que los demás las
admiraran.
Comían
mucha carne de chivo de sus rebaños, complementada con un pan de bellotas de
encina. Para elaborarlo, dejaban secar las bellotas y luego las trituraban, las
molían y hacían con ellas la masa, que se horneaba. El pan resultante no tenía
mal sabor y se conservaba durante algún tiempo.
Aunque
normalmente sólo bebían agua, conocían también la cerveza y la sidra, y las
consumían en sus fiestas, en bastante cantidad y sin mesura. Esto y su
costumbre de hablar a gritos, entrecruzando las conversaciones y sin que nadie escuchara
a nadie, además de su manía de coleccionar las cabezas cortadas de los enemigos
muertos, con las que decoraban sus casas y hasta sus caballos, era lo que más
aspecto de bárbaros les daba a los ojos de un extranjero culto y lo que más
repugnantes les hacía aparecer, cuando se entregaban a aquellos excesos.
El
vino, que les traían las caravanas de arrieros dentro de pellejos de piel de
cabra con el pelo vuelto hacia dentro (lo que decían que daba un mejor sabor),
lo trocaban muy caro a cambio de su ganado, miel y pieles, o de esclavos
prisioneros de guerra, cuando los capturaban. Por tanto, lo bebían en raras
ocasiones.
Pero
si lo conseguían, lo consumían tan rápidamente como si fuese cerveza,
compartiéndolo con las gentes del propio clan y con los huéspedes en festines
muy poco elegantes, porque no sabían para nada dosificarse. Iban en busca de la
pura borrachera y de la inconsciencia, después de pasar por una vana y pesada
explosión de euforia y prepotencia jactanciosa que les calentaba demasiado el
alma, dejando que salieran a la superficie todas sus competencias y sus
instintos guerreros, lo cual, a veces, hacía que aquellas bromas y pullas que
tan alegres comenzaron, degeneraran en peleas terribles que no raramente
terminaban en derramamiento de sangre.
A
la hora de la bebida ni los más altos y cultos entre ellos practicaban nada
semejante a un ritual de concentración: ni separaban el comer y el beber, ni
sacralizaban mínimamente la ingestión del poderoso néctar de Dionisio.
Estos
rústicos montañeses, igual que otros habitantes de regiones incultas, ni
siquiera se cuidaban de rebajar la pureza del vino mezclándole partes de agua,
según la vibración ambiente, para alargar la sesión sin perder la dignidad,
sino que bebían el vino puro mezclándolo con la grasienta comida, sirviéndose
ellos mismos, sentados o hasta en pié, de una manera ruidosa, agitada y vulgar,
manchándose los vestidos, sin agradecer por tener alimento, ni hacer ofrendas a
los dioses, ni cánticos, ni sentido de comunión, ni juegos, ni la menor altura
intelectual, repitiendo y repitiendo de la bebida mientras quedara una gota.
Con todo lo cual, más que a la sociabilidad, la alegría inteligente, la
inspiración, la conexión y el éxtasis, daban salida enseguida a lo que de más
brutal, bestial e inconsciente había en ellos.
En
medio de la fiesta, los hombres se arrancaban a danzar en corro con mucha
algarabía, al son de flautas y trompetas, dando saltos y acabando en una
genuflexión arrogante, con los brazos abiertos, como quien dice: “Aquí estoy
yo”.
En
algunos lugares Orfeo pudo ver que las mujeres, siempre más finas dentro de la
barbarie, y que en este país presentaban cierta belleza exótica para él, no
tenían reparo en beber y en danzar con los hombres que les gustaban delante de
todo el mundo, cogiéndoles de las manos y usando, a veces, de movimientos y
gestos que pasaban fácilmente de la exposición de la gracia femenina a una
provocación sensual medio arrogante, desafiadora y completamente innecesaria, que
parecería vulgar e inaceptable a las refinadas y discretas matriarcas de la
Pelasgia.
Usaban
mantequilla para cocinar en vez de aceite, lo que les hacía oler como ovejas.
Comían sentados en bancos de piedra empotrados en los muros, en orden a la edad
y el rango. Los manjares se pasaban en círculo, reservando un sitio de honor a
los convidados y sirviéndoles los primeros. Utilizaban recipientes de barro o
vasos de madera muy vulgares, sus hogares carecían de la menor estética. Los
días de fiesta celebraban derrochadores banquetes comunitarios, que
contrastaban enormemente con lo austero de su cotidiano.
En
ocasiones especiales, usaban pinturas corporales, especialmente para la guerra,
en las que conseguían expresiones feroces y salvajes pasándose por partes de
rostro y brazos bolas o cilindros de arcilla húmeda impregnada de una tintura
vegetal de distintos tonos de azul. Sus gritos de guerra, o incluso de fiesta,
se parecían a estentóreos y alargados cantos de gallo.
No
tenían la menor consideración con el reino animal, lo despreciaban y
maltrataban como hacen todos aquellos que quieren olvidar el escalón evolutivo
más próximo a donde ellos mismos se habían encontrado recientemente; cazaban
indiscriminadamente a cuanta fauna silvestre se les ponía a tiro, inclusive a
las crías, como si los recursos de la naturaleza fuesen inagotables, y ni
siquiera trataban bien a sus espléndidos caballos íberos, los más bellos y
grandes que Orfeo viese jamás.
Ensuciaban
los ríos, depredaban con la misma imprevisión el reino vegetal, talando las
maderas nobles sin replantar jamás. Incluso, en lugares de ganadería, prendían
fuego en los pastos secos para que ardiesen al capricho del viento, creyendo
que así se regenerarían más pronto los pastos, sin saber que estaban propiciando
la desertización de sus llanuras a largo plazo.
Estas
rudas maneras, en un pueblo que, por lo demás, mostraba un gran encanto y
gallardía personal, eran lo que más desagradaba a Orfeo, ya que era a causa de
actitudes semejantes que los griegos menospreciaban a los campesinos y
montañeses de su propio país, Tracia, diciendo que la diferencia entre un
hombre griego y un hombre tracio era que, “cuando bebía, el hombre tracio se
quedaba en puro tracio y perdía el hombre”.
A
pesar de aquella rusticidad e incultura, había algo en los ibéricos que
fascinaba al bardo: hasta del más andrajoso de ellos emanaba de forma natural
una dignidad tan grande que le hacía parecer un aristócrata disfrazado, bien
consciente de su soberanía interior.
Todas
las mujeres de cualquier edad miraban con naturalidad a cualquier hombre de
frente y con la cabeza alta, aún estando perfectamente tranquilas y serenas, y
ninguna parecía fingir humildad, modestia o recato, como era costumbre en
Grecia hasta entre las féminas más guerreras y encumbradas. Ni siquiera los
mendigos parecían sumisos.
Pedían
extendiendo la mano en silencio, y les dieran o no les dieran, daban las
gracias en un tono que hacía sentir al otro que era él el beneficiado por
brindársele la oportunidad de mostrarse generoso con un hermano y que, en
cualquiera de las vueltas que da la vida, el que ahora recibía su ayuda podía
ser el que le ayudase.
La
soleada península occidental debió ser un país muy apetecido por todos desde
tiempos muy remotos y se veía un gran mestizaje de razas. Parecía abundar entre
ellos la mezcla de ligures mediterráneos, o sea, acadianos de la Era Anterior
más pelasgos arianizados de la Cuarta Subraza caucasiana lunar.
También
reconoció gentes que eran, claramente de la Quinta Subraza solar, algunos de
ellos parecidos a los griegos y otros con rasgos que le hacían pensar a Orfeo
en tipos humanos que había conocido en Tracia, procedentes de pueblos del
remoto Norte, tal vez hiperbóreos, o ilirios, aunque ellos le decían que el
país de donde habían venido un día sus antepasados estuvo en el Centro del Asia
profunda, allende el Cáucaso y las tierras de los persas, a las orillas de un
mar que ya secó y se convirtió en desierto.
Quien
esto le contó, dijo pertenecer a la tribu de los “Saefes”, y le contaron otros
que los tales Saefes eran la tribu que predominaba en el extremo Occidental de
Iberia. Inscribían con frecuencia su tótem, en forma de serpiente, sobre rocas
que delimitaban sus territorios, junto a los caminos principales. Como tantos de
los que suelen usar reptiles como símbolo, se decía que los Saefes tenían
grandes conocimientos de Magia Lunar.
51-
EL CAMINO DE LAS ESTRELLAS
De
los pocos indígenas ibéricos que habían aprendido a hablar alguna lengua
franca, el bardo entendió que creían que las estrellas del cielo eran las almas
brillantes de sus antepasados, quienes vivían en otra dimensión, desde la que
podían guiarles y protegerles. Por la noche, las estrellas de los ancestrales
se movían en multitudinaria procesión por el camino que iba hacia el oeste,
hacia el Mundo-Paraíso de los Dioses. Cada uno de nosotros se convertiría algún
día en una estrella y también marcharía en la misma dirección que el sol.
Tanto
por las conversaciones de las muchas gentes del camino que le dieron posada,
como a través de la relación entre otros caminantes con los que llegó a
compartir algunas jornadas, Orfeo se enteró, sorprendido, de que aquella ruta
que él recorría hacia el remoto Fin del Mundo se consideraba un camino sagrado
desde los tiempos más antiguos. Y que muchas personas, fuesen quienes fuesen
sus dioses, venían de todas partes del mundo a recorrerlo, en concentrada
actitud de peregrinos, aspirando a hacer morir a lo largo o al final de él
aquello de sí mismos con lo que no querían convivir más, a fin de regresar
después a sus hogares purificados de cargas del pasado y sintiéndose totalmente
renovados.
Esto
le hizo recordar lo que el bardo Jacín había cantado acerca de aquella ruta por
la que los antiguos sabios tribales iban al Extremo Occidente, con la esperanza
de recibir conocimientos de la mítica civilización atlante.
La
llamaban actualmente “Camino de las Estrellas” hacia Poniente, ya que se veía
muy bien de noche como seguía la dirección de la Vía Láctea (siglos más tarde
sería llamado Camino de Lug, de Hermes, de Mercurio, o de Jacobus, Iaco, o Sant
Iago, pues el patrón de los viajeros fue cambiando de nombre a medida que
distintas culturas y religiones iban dominando la Iberia).
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