LIBRO
2: INICIACIONES CAMINANTES
PARTE
TERCERA:
EXPERIENCIAS
PIRENAICAS
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40-
EL LINAJE DE PYRENE
Así,
Orfeo pudo escuchar del vate pirenaico que animaba la fiesta, quien se llamaba
Jacin, en simples pero muy sabrosos versos de romance popular, el relato de uno
de los famosos trabajos de su antiguo camarada argonauta en Iberia.
Euristeo
de Tirinto era el mezquino tirano bajo cuya obediencia habían puesto los Dioses
a Hércules como condición purificatoria de sus culpas. Un día su heraldo vino
con una orden del rey para que el coloso marchase al remoto Occidente, con la
misión de arrebatarle al gigante Gerión su rebaño de vacas y bueyes rojos.
Euristeo de Tirinto odiaba a Hércules. Al
principio florecía de orgullo de poder mandar en él por orden directa de Zeus,
a través del Sumo Sacerdote olímpico. El día que el héroe vino a inclinarse
ante su trono y a ponerse humilde e incondicionalmente a sus órdenes, se sintió
el más importante y poderoso monarca del mundo.
Pero
aquel siervo no podía ser humilde, por muy sinceramente que se lo propusiese.
El maldito no dejaba de triunfar con la mayor brillantez, hazaña tras hazaña,
por muy duras que fuesen las condiciones de sus trabajos, y el pueblo lo
idolatraba.
Cuando
aparecían juntos en público, no había vítores más que para él, y eso hacía
sentirse disminuido al rey de la muy potente y agresiva ciudad-estado aquea,
hijo del famoso héroe Perseo. Cada vez que pensaba en Hércules se sentía más
mediocre aún de lo que en realidad era.
Su
siervo le eclipsaba. Por lo cual le ordenaba misiones cada vez más difíciles,
con la esperanza de que por fin fuese derrotado y humillado o, si fuese
posible, eliminado.
Sus
informantes le habían dicho del tal gigante Gerión del remoto Occidente (hijo
de Crisaor y Calírroe, cuyo padre era Océano, titán procedente de Venus, según
el mito) que era fuerte y brutal como un tifón, que tenía tres cabezas y seis
brazos, y que había vencido y enterrado a muchos héroes.
Cuando
Hércules, sin amedrantarse, cruzó los mares una vez más y consiguió llegar al
lado ibérico de los Pirineos (que aún no se llamaban así), pudo averiguar que
lo que se decía en Grecia del gigante Gerión había sido deformado, como
siempre, por el boca a boca, la imaginación y la distancia, y que no era verdad
que tuviese tres cabezas ni tantos brazos, sino tres poderosos ejércitos que,
partiendo de Tlantesos, su reino del Sur, con capital en la isla Erytia, habían
ido dominando con fuerza avasalladora los otros tres puntos cardinales de
Iberia.
Ante
tal poderío, Hércules buscó la alianza de aquellos íberos del norte que aún
ofreciesen resistencia o que deseasen liberarse del conquistador.
Los
primeros verdaderos resistentes que encontró y a quienes se unió, acabaron llevándolo
a ver a su princesa Pyrene, en un lugar escondido en pleno corazón de la
cordillera.
El
griego se quedó sorprendido ante la belleza de formas y la majestad de aquella
joven alta, de larga cabellera rubia sobre su piel dorada. Sus ropas eran tan
sencillas y desgastadas como las de sus hombres, pero cada leve movimiento suyo
les imprimía una distinción impresionante.
Aunque
la bella sólo reinaba sobre un remoto campamento de rebeldes medio
desesperados, muchos de ellos heridos y bastante carentes de medios de combate,
parecía que aún se hallaba en la más noble y civilizada de las cortes, el
coloso no dudaba de que debía ser la noble descendiente de una antigua cultura,
seguramente mucho más rica y evolucionada que las que había conocido en todo el
Egeo, e incluso en Egipto.
Tras
recibirle con la mayor dignidad y mientras compartían con él lo poco que
tenían, la aristocrática Pyrene confirmó los exóticos orígenes que Hércules
había intuído, contándole que era hija del asesinado rey Bébrix, descendiente
de Túbal, cuya familia venía directamente del linaje de los antiguos reyes
Toltecas de la Hesperia Blanca, “Tierra del Atardecer”, uno de los diez estados
que conformaban el imperio oceánico de Atlantis, que había sido la más refinada
civilización mundial durante la pasada Cuarta Era de los Titanes.
Ante
su cautivado interés, ella le fue explicando, con relatos que luego fueron
confirmados y ampliados por sus parientes más próximos, como los antiguos
Atlantes, sus antepasados, hijos de Poseidón y de Clito, habían sido
civilizados por los dioses Titánicos, muchos milenios antes de que existieran
los Olímpicos.
-“Mi
abuelo, Túbal, me contaba cuando yo era niña –narraba Pyrene con una elegancia
de voz que le fascinaba–, que de la unión del Dios Padre del Cielo, Urano, con
la Diosa Madre de la Tierra, Gaia, habían salido, en primer lugar, los siete
Demiurgos planetarios que a todo dieron carácter con la emanación de sus siete
rayos. De ellos salieron, después, los dioses del cielo, de la tierra y del
mar. Todos aquellos seres eran emanaciones de distintos grados o aspectos del
Único, más simples o más complejos.
Gaia
gobernó el universo con el amor, el rigor y la armonía con que una madre
gobierna su hogar durante miles de siglos. Sus primeros hijos eran espirituales
y puros, y se quedaron habitando, hasta hoy, las dimensiones más sutiles de
nuestro mundo, dedicados a crear arquetipos para el desarrollo evolutivo del
planeta.
La
segunda generación tenía cuerpos etéricos, porque sus seres eran puras
energías, que vitalizaron los mundos elementales de un planeta todavía
demasiado convulsionado para permitir la supervivencia de otro tipo de cuerpos.
. La tercera fue la de los gigantes Lemures, ya encarnados en invólucros de
carne y huesos, y que acabaron diferenciándose en dos sexos complementarios,
semejantes a los de los hombres y mujeres que hoy conocemos, aunque eran
muchísimo más altos, fuertes y dotados de grandes poderes.
Contando
con la ayuda y guía de los más avanzados espíritus que había producido el ciclo
evolutivo anterior, fueron capaces de ir desarrollando una civilización mundial
a lo largo de muchísimos milenios, pero, como todas las civilizaciones, también
ellos vieron llegar su corrupción después de su cénit, al trastocarse sus valores
e imperar el vicio y la magia negra, lo que también afectó al mismo padre de
los gigantes, para gran desagrado de Gaia.
Pasó
el tiempo y la decadencia y la degeneración aumentaban. Urano, perdida su
conexión con la Fuente y obsesionado por la lujuria, ya sólo era capaz de
engendrar monstruosos centímanos y cíclopes bien rudos en el sufrido vientre,
siempre virgen y siempre fecundo de la Diosa. Cuando ella protestó y lo
rechazó, él se volvió demente y tiránico, encerró a sus horribles hijos en lo profundo
del Tártaro y la forzaba y violentaba cada vez más, para poder seguir
descargando en ella su envilecido deseo.
La
Madre del Mundo llamó entonces en su auxilio a su más querido hijo, Crono,
quien, apoyado por sus compañeros de generación, los Titanes, puso fin al
tiempo de su padre, mutilando su poder generador con una hoz y sentando el
inicio de una Nueva Era.
Durante
ella, Crono reinó en compañía de Rea, el aspecto ninfa en el que se manifestó
entonces Gaia, quien formó los cinco Dáctilos con los dedos de su nuevo esposo
para que la sirviesen y los hizo guardianes y cronistas de sus Misterios
Kabíricos en una montaña sagrada. Entretanto, sus súbditos titanes
evolucionaron brillantemente durante miles de años, poblando un gran continente
y varias islas que se encontraban en medio del Océano.
Pero
el castrado Urano, antes de diluirse en el éter y el olvido, había maldecido a
Crono con la profecía de que, igualmente, uno de sus hijos le destronaría. Así
que, muy pronto, los remordimientos y el temor lo enloquecieron y acabó
degenerando como su padre: paranoico, devoraba a sus hijos en cuanto Rea los
daba a luz.
Engulló
a Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón. Eso lo aficionó a la sangre y
comenzó a exigir sacrificios humanos a sus súbditos, que sus sacerdotes,
ocultos tras espantosas máscaras gorgónicas, realizaban a docenas en lo alto de
pirámides escalonadas, con el pretexto, convertido en doctrina, de que si no se
alimentaba con sangre humana a los dioses, éstos no podrían sostener la
continuidad de la vida en el mundo.
Rea,
horrorizada, decidió acabar con aquello y lo engañó, dándole a tragar una
piedra envuelta en pañales en lugar de su sexto hijo, Zeus, al que crió bien
oculto en una isla distante.
Cuando
Zeus se hizo hombre, se enamoró de la titánide Metis, personificación del
aspecto sabiduría de la Antigua Diosa Madre de Todo, quien le aconsejó una
argucia: tras conseguir que Rea le nombrara copero de Crono, le administró un
purgante que le obligó a vomitar a todos sus hermanos, quienes, como eran
inmortales, salieron ya adultos de su vientre, detrás de la piedra del engaño.
Entonces
escaparon todos juntos, atrincherándose en una alta montaña llamada el Olimpo,
donde consiguieron, con el tiempo, que se les fuera uniendo un pequeño ejército
formado por los cíclopes y los gigantes de cien manos a quienes liberaron del
Tártaro y por todos aquellos que estaban hartos de la locura de Crono, e
iniciaron contra él una guerra despiadada, como todas las guerras civiles, que
duró muchísimos años, ya que la mayoría de los titanes le seguían siendo
fieles.
Los
dirigentes Crónidas, todos ellos bastante viejos y decadentes, buscaron entre
sus nietos un caudillo joven que oponer a los Olímpicos, y lo fueron a
encontrar en la persona de un hijo bastardo que había engendrado Poseidón,
hermano mayor de Zeus, cuando recién liberado: el fortísimo Atlas o Atlante.
Atlas
tenía una explosiva mezcla de orgulloso amor y de resentido odio a Poseidón,
quien había forzado a su madre, la ninfa Clímene, hija de Helios, arrebatándosela
a su esposo, el titán Jáfet o Jápeto, un corazón noble que, a pesar de todo,
crió a Atlas como si fuese uno más de sus tres hijos legítimos con ella, sin
hacer la menor diferencia.
Tras
sus primeras victorias sobre los rebeldes, Crono colmó de honores y riquezas a
Atlas para asegurarse su lealtad, haciéndole emperador del más evolucionado
país de la superficie de la Tierra para entonces, el Continente Oceánico, que
desde ese momento pasó a llamarse La Atlántida.
Aquel
bello y grande reino, situado en un archipiélago ante lo que hoy son los
litorales occidentales de Iberia y el norte de África, verde jardín mimado por
los dioses, estaba habitado desde los tiempos más antiguos por los hijos de los
titanes de la Luna y del Mar más sabios y más fieles, a quienes Urano primero y
Crono después, habían enseñado a dominar las leyes naturales de tal manera que,
cuando el resto del mundo apenas sabía vivir de otra cosa que de la caza y de
frutos silvestres, ellos ya podían servirse de la energía de los elementos y de
técnicas agrícolas que, partiendo de semillas seleccionadas y perfeccionadas,
producían enormes cosechas de cereales y frutas sobre campos sabiamente
cultivados y fertilizados por grandes cadenas espirales de canales de riego.
Habían
domesticado con su magia, también antes que nadie, a numerosas especies de
animales, y poseían grandes rebaños de vacas, de caballos y hasta de elefantes
de razas mejoradas, a los que usaban para construir grandes edificios.
Además
desarrollaron la metalurgia y la navegación a vela y sabían desplazarse a bordo
de sus naves a enormes distancias, teniendo muchas colonias tanto hacia el
Oeste, por donde se pasaba de una isla a otra, Aliba, Sarpedona, Melousa, las
Pontion y las Antilias, hasta un continente, rico en minas, que había en el
remoto Occidente... como hacia el Este, en las tres Hesperias, cercanas a
África y Europa.
La
Gran Isla alargada de Atlán o Poseidonis, donde se encontraba la capital, La
Ciudad de las Puertas de Oro, estaba en el centro de un enorme golfo, separado
por un ancho brazo de mar de los bordes peninsulares de la actual costa oeste
de Iberia.
Entre
la gran Poseidonis y los litorales ibéricos se encontraba la isla llamada
Hesperia Branca o Erytia, que por entonces era alargada y penetraba bastante en
el océano. El emperador Atlante había entronizado en ella a su hijo Gádir. El
prestigio cultural de aquel reino y su culto al tótem del toro influenció a los
ligures que vivían en su entorno, desde mucho antes de que se mezclaran con
varias migraciones de pueblos pelasgos.
Los
ligures eran los habitantes más antiguos de Europa y se extendían, por el sur
del continente, alrededor de un gran lago de agua dulce, llamado Piélago, o Mar
Ligur, que había en el centro de lo que hoy es el Mediterráneo Occidental.
Llegaba hasta el pie de los Alpes y los Apeninos y a través del norte de
África, en aquel entonces limitado al sur por el Mar del Sahara, estrechándose
hasta cerca de Egipto y, con una prolongación de pequeños lagos conectados,
hacia la tierra de Canaán.
Al
este de la actual Grecia desembocaba el gran río que hacía descender desde el
norte las aguas sobrantes del mar Negro (entonces llamado Gran Lago del
Cáucaso), que se juntaban allí con las del Nilo, ya que las costas egipcias y
fenicias estaban mucho más próximas a Creta de lo que están ahora.
Gracias
a su sabiduría conectada a la raíz, la rica civilización atlántida había ido
creciendo y creciendo, hasta poblar completamente todo su territorio insular,
de tal manera que utilizaron sus grandes conocimientos y poderes tecnológicos
para construir puentes y diques y extender su patria durante varios siglos,
ganándole terreno al mar.
Todo
un sistema de grandes rocas movibles colocadas por los sabios en los lugares
adecuados regulaban la lluvia o la sequía, si dirigidas hacia arriba o hacia el
suelo, manteniendo estable el subsuelo del país, sin que le afectaran demasiado
los terremotos o las erupciones volcánicas que, en otros tiempos, habían
producido periódicamente grandes cataclismos, de hecho, la Atlántida había sido
el mayor de los continentes durante miles de años, después se había hundido
restando dos grandes islas, Ruta y Daytia, y gran parte de ellas ya había
desaparecido en otra catástrofe cíclica. El archipiélago que rodeaba a
Poseidonis era una parte ínfima de lo que Atlántida había sido durante la Era
de los Titanes.
A
lo largo de cientos de milenios, aquella cultura en continuo perfeccionamiento
fue construyendo un mundo modélico, un verdadero paraíso llamado. en tiempos de
Urano, el Adama, luego Adán y, en la Era siguiente, Atlán o Atlantis. Sabios de
muchas tribus y naciones emprendían el larguísimo viaje hacia el extremo
Occidente en busca del conocimiento de los titanes.
La
ruta principal atravesaba todo el norte de Iberia hasta el océano. Allí estaba
el principal puerto de intercambio entre ellos y los ligures. Era fácil
comerciar, pero sólo a los extranjeros de mucho mérito les permitían embarcarse
hacia sus bienaventuradas islas. Los que regresaban de allí se convirtieron en
maestros iniciadores de sus pueblos a la agricultura, la ganadería, la
metalurgia, la construcción, la medicina y a muchas artes y ciencias más.
Pero,
como a todas las grandes naciones, también les llegó el día a los Adámicos, en
que, demasiado ricos, empezaron a hablar de sus principales valores, disciplina
social y virtudes peculiares como rígidas severidades y moral propia del
pasado. Relajada la disciplina cívica y la conexión con el Espíritu que cuida
de todos, los altos saberes de Atlán, utilizados egoísticamente, se
convirtieron en destructiva Magia Negra, lo cual se simbolizó por la apertura
de la Caja de Pandora...
Un
golpe de estado dirigido por las fuerzas más involutivas obligó a desterrarse
al Emperador Legítimo y a todos los Guardianes y Vigilantes de “las Manzanas de
Oro del Árbol del Conocimiento de los Bienaventurados”, es decir, al cuerpo de
Iniciados de la Logia Blanca que se mantenía focalizado en la realización del
arquetipo evolutivo de la Cuarta Raza-Raíz y bien ligados con los Maestros
Suprafísicos que les transmitían y actualizaban el Plano Divino. En la capital,
los Iniciados fueron sustituidos por una logia negra de hechiceros.
Desde
aquel día el poder imperial se convirtió en vana y tiránica soberbia y su
impulso constructivo en sensualidad, ambición y decadencia, que fue empeorando
a medida en que las nuevas generaciones huían cada vez más de la fe y del
esfuerzo y se entregaban a la satisfacción hedonista de los cuerpos inferiores,
al consumo por el consumo y al escepticismo egolátrico. Los antiguos Iniciados
que no fueron asesinados tuvieron que emigrar lejos con sus parientes y
seguidores.
La
clase dominante de sus reinos, cada vez con mayor frecuencia llegaba al poder
mediante la intriga, el fraude a las leyes y el asesinato, y vino el momento en
que ya no podía generar más puestos de trabajo, ni sufragar servicios sociales,
ni aumentar el enorme y estéril aparato de funcionarios parásitos que vivían de
los impuestos de los pocos que producían riqueza real y de las colonias
sojuzgadas. La depresión general era inevitable.
La
gloriosa Subraza Tolteca decayó completamente y fue sustituida por la Subraza
Semita y luego por la Subraza Acadiana, pero los sucesivos emperadores que
ocupaban el trono de la Ciudad de las Puertas de Oro, pese a muchas tentativas
de reforma integral o incluso revolución, acababan, inevitablemente, por
convertirse en dirigentes de la Logia Negra o de alguna de sus fracciones
predominantes, clave del mantenimiento en el poder mediante los métodos más
sucios. El Imperio Atlante llevaba en su corazón un tumor que todo lo devoraba.
Entonces,
para ocultar a los ciudadanos la corrupción que estaba acabando con su imperio,
anticipándose a la inevitable revuelta que iba a desencadenar el malestar
general, uno de los Emperadores Negros acadianos se lanzó a toda una serie de
aventuras exteriores de conquista de países circundantes, que realmente no eran
necesarias, pero que servían para mantener la vitalidad de los degenerados
dioses titánicos (mediante magia negra, ofrendándoles sangre de prisioneros),
también para mantener fieles a los generales ante la posibilidad del botín,
para dilapidar el tesoro público en armamento destructor o en obras de
reconstrucción, con gran ganancia de los políticos intermediarios, y para
imponer un férreo control al pueblo, a base de restringir las libertades
ciudadanas, aplicando censura y la disciplina militar a las voces críticas y a
los disidentes del sistema, a quienes se tachaba, como siempre, de
antipatriotas.
El
imperio obtuvo una espantosa derrota con pérdidas insoportables cuando se
intentó la conquista de lo que hoy es el Mar Mediterráneo. Fue llamada la
Guerra Ligur, y en ella, los antepasados de la que iba a ser la Raza Raiz
Ariana se independizaron definitivamente de la influencia de la Raza Raiz
Atlante en decadencia imparable. Nunca más los dirigentes atlantes volvieron a
intentar aventuras exteriores, ocupados como estaban en defenderse
continuamente de intrigas y revueltas en la misma Poseidonis, último territorio
donde imperaban.
La
guerra interna por el puro poder egoico de convertirse en Emperadores Negros,
guerra espantosa de magos como el mundo jamás vio, se generalizó de tal manera
en una raza tan apasionada, que las pocas personas de buena voluntad y positiva
evolución mental que quedaban en la gran isla madre de la raza, acabaron
uniéndose y saliendo ocultamente en migraciones pacíficas dirigidas a distantes
partes do mundo.
Algunas
de ellas, dirigidas por lo que quedaba de los Iniciados Blancos, se
convirtieron, exiladas en países bien distantes y luego de una purificación
general que duró varias generaciones, en semillas de la Nueva Raza Raiz.
Finalmente, el odio entre las facciones
enemigas acabó ultrapasando cualquier limite de prudencia en la utilización de
todo tipo de recursos que la magia negra –que ellos llamaban Ciencia- inventó
para que los hombres se exterminaran mutuamente. Recurriendo a provocar
explosiones o incendios pavorosos sin el menor escrúpulo, a la contaminación
sistemática de grandes territorios con sustancias venenosas y al exterminio
sistemático de personas, animales y plantas en regiones enteras y, finalmente, a
la manipulación dirigida de catastróficas mudanzas climáticas, a la provocación
artificial de terremotos e inundaciones… con lo que acabaron por destruir el
delicado equilibrio que mantiene estables las placas tectónicas que conforman
los continentes.
En un solo día y una noche terrible, una
antigua falla sísmica que había al pie del istmo que unía Iberia con el norte
de África, se abrió como una tela que se rasga y se elevó la placa tectónica,
provocando que las aguas barrieran todo el archipiélago de Atland hacia
occidente. Al llegar al otro lado del Océano, la ola devastadora volvió en
sentido inverso. Su multiplicado peso chocó contra la barrera de montañas, hizo
bascular la placa de nuevo, y así una vez más, hundiéndose todo el litoral
occidental de Iberia mientras se elevaba el oriental y los Pirineos, hasta que
se cortó y se derrumbó definitivamente el istmo y, con él, desaparecieron las
tres Hesperias y todas las arrasadas tierras atlánticas.
El
mundo se conmovió cuando las aguas del océano, por Occidente, y las del Mar
Negro, que entonces era un lago, invadieron, en una aplastante cascada de
doscientos metros de altura, el lago Ligur y la cuenca entera del gran valle
del sur de Europa. También se vació en él y en el Océano todo el Mar del
Sáhara, quedando convertido en un desierto. Toda la flota y los puertos
pelasgo-ligures fue tragado por las gigantescas olas, igual que sus enemigos,
extendiéndose las rugientes aguas y formándose lo que ahora se llama el mar
Mediterráneo.
Muchas
naciones desaparecieron por completo y quienes consiguieron sobrevivir en las
cumbres de las más altas montañas, que ahora eran archipiélagos de islas,
volvieron al primitivismo. El sonoro y exacto idioma Atlánico o Adámico, que
servía como lengua franca para la comunicación universal, se escindió y
corrompió en la multitud de lenguas que hoy separan a los hombres. Sólo las
pirámides construídas en Egipto quedaron en pie, para testificar que en el
pasado había existido una tan soberbia y avanzada civilización.
Sin
embargo a pesar de que el cataclismo segó la vida de una gran parte de la
humanidad y toda su cultura, en la dimensión de los dioses, los Olímpicos,
mentores de la Quinta Raza Raíz naciente, habían triunfado plenamente sobre los
Titanes de la Cuarta. Una nueva era comenzaba, para la mezcla superviviente de
ambas facciones.
De
todo el gran pueblo de la Atlántida o de sus vecinos, sólo se salvaron rústicos
montañeses o aquellas personas más cultas que, en el momento del hundimiento,
se hallaban a bordo de naves en el océano, lejos del centro del cataclismo o en
las márgenes del lago Ligur y que fueron capaces de arrostrar las primeras
oleadas devastadoras de los maremotos y soportar el hambre y la sed que
llegaron después, durante muchos días, hasta que consiguieron desembarcar en la
cumbre de alguna montaña, ahora convertida definitivamente en isla.
41-
LOS ÚLTIMOS ATLANTES
Fue
de esa manera que sobrevivió el linaje de Pyrene, cuyo ancestro, Noyeh o Noel,
descendiente del rey Gádir de la Hesperia Blanca, con ciento nueve personas
más, animales domésticos y plantas de cultivo, consiguió desembarcar, cuando
las aguas por fin se acalmaron, en un monte llamado Aro, de una sierra del
extremo occidental de Iberia, que corona y divide verdes valles fluviales
costeros, todavía hoy inundados por el océano, denominados rías.
En
la ladera de aquella sierra plagada de dólmenes, al borde de la ría, su
biznieta Noela, Noelia o Noia fundó más tarde la villa de su nombre, muy cerca
de lo que había sido tierra de sus enemigos, los ligures pelasgos más
occidentales, los lugones, con cuyos diezmados descendientes empezaron a unirse
los hijos de los desarrollados y cultos titanes, al encontrar hermosas a las
hijas de los rústicos nativos,
Los
lugones estaban en una situación tan miserable después del cataclismo, que Noel
y su familia fueron para ellos como santos dioses iniciadores, que les
enseñaron de nuevo los rudimentos de la civilización. Los héroes, jefes y
chamanes de todas las tribus volvieron a peregrinar hacia allí para recibir el
preciado conocimiento antiguo. Siglos más tarde, cuando se ofrece un premio a
los niños, aún se les dice que si se portan bien, les traerá regalos el Padre
Noel al principio del próximo ciclo solar. La Civilización Atlante, en su
periodo final, había sido fuertemente patriarcalista e imperialista, pero el
pequeño grupo de Iniciados Blancos que intentaban continuar conectados con el
Plan Divino, a pesar de las imposiciones del Emperador Negro y del egocentrismo
y decadencia general, habían recibido de la Jerarquía, a través de canales,
claras instrucciones de unirse a una Nueva Raza que se estaría gestando bajo
una polaridad femenina y contribuir con sus conocimientos a crear, desde la
pureza, el amor y la simplicidad, un nuevo modelo de civilización
verdaderamente evolutiva.
Jáfet
o Jápeto (a quién habían llamado así en recuerdo del padre terrenal del
emperador oceánico, el primer Atlas), era uno de los tres hijos de Noel.
Entendiendo tan bien como su padre las instrucciones de la Jerarquía Blanca,
fue uno de los primeros, entre los jefes de los exiliados, que no tuvo
inconveniente en confraternizar con la entonces bien rústica Quinta Raza, y
engendró a Túbal en una Madre de Tribu lugona perteneciente al Clan del Lobo.
La mayoría de los otros refugiados atlantes, sin embargo, intentaban reproducir
su vida anterior, una vida en la que pretendían seguir viviendo cómo
aristócratas, conformando una élite noble para la cual, según ellos, los
indígenas ligures no tenían nivel. Como mucho podrían ir siendo adestrados, con
mucha paciencia, como sirvientes, los más dóciles, o como puros trabajadores
manuales.
Por
el contrarío, Túbal, hijo de la primera mezcla, a pesar de seguir siendo ante
sus paisanos un verdadero príncipe atlante de elegancia impecable,
confraternizó desde niño con los lugones, los trató como sus hermanos, les
enseñó a forjar instrumentos de metal y a construir buenas embarcaciones y
llegó a integrarse tan bien entre ellos que, primero, lo aceptaron como miembro
del Clan del Lobo y más tarde, al llegar a adulto, como Consejero del Jefe de
Guerra de la tribu, especialmente después de que lo vieron enamorarse y unirse
a una Alta Sacerdotisa de Mar que todos respetaban. Mar o Mari era el nombre de
la Madre Tierra-Agua litoral o marina, y aquella sacerdotisa se llamaba Gal y
era hija de refugiados pelasgo-ligures acogidos por los lugones y algo más
cultos que ellos. Los ascendentes de Gal habían habitado, antes de la
inundación, el litoral de Maia, una bella tierra donde llevaban tiempo
mezcládose con tribus de arianos lunares, llegados de oriente en distintas
ondas. Sin embargo, la tierra donde se encontraban ahora había sido tan
afectada por la inundación y era tan poco productiva, que no daba para sostener
a tantos refugiados, entre los cuales ya comenzaban a surgir conflictos
sociales importantes. Gal estaba recibiendo muchos estímulos de sus guías
internos para trasladarse a otro lugar con mejores posibilidades, y fue
concordando con su amado Túbal, que para entonces ya era un excelente
carpintero y herrero, en la decisión de concentrar todos los esfuerzos de ambos
en construir tres naves, con el fin de dedicarse a buscar, aún hacia el este,
tierras mucho más altas, donde tal vez pudiesen haber campos adecuados para la
agricultura y otros supervivientes de la catástrofe a los cuales unirse.
Finalmente se embarcaron con algunos de los hijos de los atlantes y con
aquellos jóvenes lugones del Clan del Lobo que decidieron acompañarlos. Sus
naves exploraron las montañas Astures, encontrándolas prácticamente
despobladas, y siguieron por la sierra de Aralar, al pie de los Pirineos, donde
por fin encontraron una buena cantidad de montañeses acadianos vascos, el
pueblo más antiguo de Europa. Con la mayor humildad, los recién llegados
suplicaron a los nativos que les permitieran integrarse entre ellos de forma
igualitaria, lo que se fue facilitando después de colaborar en todo con ellos
y, al mismo tiempo, irles transmitiendo lo más constructivamente básico del
saber atlante que ellos eran capaces de asimilar, aquello que hallaban útil
para mejorar su forma de vida, sin dejar de ser ellos mismos. Sin embargo Gal,
cuyo encanto e inteligencia conectada le abrió pronto la confianza de las
sacerdotisas nativas de Amalur, llamadas “sorginas”, estaba descubriendo, de la
mano de ellas, la región más elevada de los Pirineos, llena de acogedores devas
con los que podía comunicarse muy bien desde el amor, al tiempo que sintiendo
una enorme atracción por uno de sus valles, pleno de puras energías naturales y
nunca hasta entonces habitado por seres humanos. Confiando en las intuiciones
de su compañera, Túbal, a quien los vascos llamaban Atland (el Atlante),
convenció a los atlantes y lugones que lo habían acompañado de la conveniencia
de establecerse allá, y negoció con los indígenas la fundación de la primera
verdadera ciudad de la Iberia post-diluviana, a la cual dieron el nombre de
Lur, usando el nombre del tótem del Clan del Lobo lugón, Lu, que coincidía con
el nombre compuesto que los nativos vascos daban á Fuerza vital de la
Naturaleza, Ama-lur… aunque los descendientes de aquellos indígenas prefirieron
renombrarla tiempo después como Tubalia. Así fue como en el centro más elevado
de las montañas pirenaicas, el nuevo linaje atlante-ariano-vasco, bien
conectado a la buena guía de la Madre Divina común, fue construyendo y haciendo
crecer la ciudad de Lur, llegando hasta disponer de gente y fuerzas suficientes
como para expandirse, poco a poco, a base de establecer relaciones de mutua
cooperación con las tribus montañesas. De esa manera se fueron desarrollando
los centros civilizados del nuevo reino al largo de toda aquella cordillera, de
mar a mar. El rey Túbal el Atlante tuvo tres hijos de su amada Gal, dos mujeres
y un varón: Lys-Noela, Galjáfet y la primera Pyrene. Lys-Noela era tan pura y
luminosa desde niña que en todo el mundo florecía lo mejor de sí mismos ante su
presencia. Al llegar a la edad adulta, decidió consagrarse enteramente como
sacerdotisa de Mari. Como sentía claramente que Mari y Amalur eran la misma
energía con distinguidos nombres, consiguió, apoyada por Gal, ayuda general
para levantar un templo dedicado, simplemente, a la Divina Madre en la entrada
de una caverna que las sorginas consideraban sagrada, en una zona alta que
debía ser, en adelante, preservada por aquellas sacerdotisas como santuario
natural. Sin embargo, su prospera felicidad acabó por despertar la envidia y
codicia del hombre en quién habían los reyes depositado su máxima confianza. Se
trataba de un gigantesco titán llamado Aneto que, con aquella pasión
desenfrenada que caraterizaba a la Cuarta Raza Raíz, enloqueció por Gal y acabó
atravesando a Túbal con una flecha traicionera. Se siguió un golpe de estado, y
Aneto tomó con sus tropas la capital y el palacio real, encerrando en el Templo
de la Diosa a la princesa-sacerdotisa Lys-Noela.
Gal, sus hijos Galjáfet y Pyrene y algunos
fieles habían logrado escapar al campo antes, pero Aneto consiguió alcanzarlos
y reducirlos. Cuando ya se disponía a violar a Gal, la Alta Sacerdotisa lo
maldijo con todas sus fuerzas, invocando la ayuda de su Diosa Mari.
Cuentan las leyendas pirenaicas que Mari hizo
que su compañero, el dragón celeste, escupiese un rayo de fuego sobre el titán
Aneto, que quedó inmediatamente calcinado, fosilizado y convertido en la enorme
montaña que ahora cubre el Palacio de Atland y la Ciudad de Lur, que sólo
siguieron existiendo en más elevados Planos Internos, comandados por el
espíritu de Lys-Noela.
Ante
aquella desolación, Galjáfet abandonó entonces los Pirineos y regresó con su
madre Gal y con lo mejor del Clan del Lobo a reestablecerse en la antigua
tierra de Maia, y extendiéndose por la costa atlántica hacia el sur, donde,
bajadas definitivamente las aguas, se había estabilizado un verde y bello país.
Pero
Gal ya no encontraba gracia a seguir viviendo en el mundo común, que parecía
incapaz de superar sus terribles limitaciones. Consagrándose totalmente a la
Diosa Mari, abandonó la corte de Maia y se retiró como ermitaña a una gruta
frente al mar, más al Sur, en la solitaria desembocadura del río Lis en el
Océano.
Cuando
Galjáfet iba a visitarla, le contaba que la Diosa estaba introduciendo en ella
nuevos códigos lumínicos para irse a vivir, en el cuerpo de luz que estaba
desarrollando, a una dimensión más sutil, una ciudad intraoceánica donde
continuaba la evolución de los espíritus más desarrollados de la antigua
Atlántida, entre ellos el de su amado Túbal, situada en la Cuarta Dimensión de
la Consciencia.
La
última vez que Galjáfet fue a verla, Gal había desaparecido y no pudo hallarla
por parte alguna. Se tranquilizó cuando, en un sueño muy vívido, pudo ver a sus
padres juntos, felices y bendiciéndole desde la Nueva Atlántida Intraoceánica,
un reino sutil y maravilloso de amor, sabiduría y pureza esencial.
La
primera hija de Galjáfet, la segunda Gal, reinó sobre Maia y fue la antepasada
física de las tribus Galaicas y Lusitanas.
Su
segundo hijo se llamó Bébrix; uniéndose con su prima, la primera Pyrene, reinó
sobre toda la cordillera de los Pirineos, que ahora tenía su capital más cerca
del Mediterráneo, y fue padre de la segunda Pyrene y de Antía o Andía.
Bébrix
había crecido rodeado de cuentos y leyendas sobre su culta ascendencia atlante,
y acabó enterándose de que en las sierras nevadas del Sur de Iberia y en el Rif
y el Atlas norteafricano, y hasta en la lejanas Grecia, Frigia, Fenicia, el
Cáucaso, Etiopía, otros navegantes atlantes supervivientes también habían
conseguido encontrar tierras emergidas y formar nuevos reinos uniendo a los
nativos, muy inferiores en conocimientos…y quien sabe si, igualmente, también
lograrían desembarcar algunos supervivientes en las islas bienaventuradas del
Extremo Occidental del Océano.
Los
reinos más cercanos a Bébrix eran los de Gerión y Anteo, quienes afirmaban
descender, el primero, de los últimos dirigentes del desaparecido imperio, y el
segundo, de los reyes de Antilia o Antilla, que era la isla situada más al
oeste de Atlantis, la idílica tierra de las palmeras; así que les envió embajadas,
para brindarles su hermandad y su colaboración.
Pero,
aunque ambos le respondieron con regalos y manifestaciones de fraternidad,
éstas sólo resultaron ser una sucia táctica para atraerle a Atlantesos, el país
que ahora se llama Tartessos, la capital de Gerión, donde el padre de Pyrene
fue vilmente envenenado en un banquete y su comitiva aprisionada, ya que Gerión
y Anteo se habían puesto de acuerdo en repartirse los antiguos territorios de
mayor influencia atlante, la Iberia toda para el primero y el Magreb y la Libia
para el segundo.
Acto
seguido, Gerión envió a sus tres ejércitos a conquistar el reino montañoso de
los descendientes de Túbal y Gal. Uno, por el oeste, ocupó la sagrada costa
atántica de Maia, donde habían desembarcado los antepasados. Otro por el
centro, dividió el reino en dos pedazos. El tercero, por el este, aún intentaba
acabar de cerrar la tenaza. Nosotros hacemos todo lo posible por impedírselo,
noble Hércules.-“
Terminó
así la bella Pyrene su narración. De esa forma se pudo enterar Hércules que los
guerreros que se había encontrado acompañándola, resultaban ser los últimos
resistentes del sector más acosado, aquellos que se habían encastillado en las
intrincadas montañas de la cordillera oriental, y que quedaban separados del
centro del reino, el cual resistía en lo alto de las montañas vascas bajo el
comando de la hermana menor de la princesa atlante, Andía, además de algunos
irreductibles en las cumbres cántabras y astures.
Ambas
se habían puesto de acuerdo en que la corona de su padre sería para la que
consiguiera hacer más por unificar de nuevo el antiguo territorio de Bébrix.
Fueron
estos guerreros quienes contaron al coloso que los rebaños de vacas y bueyes
rojos que Euristeo le había ordenado que le llevara, eran lo que se había
salvado de la antigua ganadería del paraíso Atlán, durante muchos siglos
sabiamente seleccionada y mejorada, que daría, en unos pastos verdes como los
del norte de Iberia, a donde se iban a trasladar en el verano, la mejor carne y
leche del mundo.
………………………………………………………………………………….
Orfeo
estaba asombrado escuchando a Jacín. Aquella nueva versión de la Gran
Inundación que había destruido la civilización principal de la Era Anterior,
oída de labios de un rústico vate de las montañas ibéricas, que no hacía sino
repetir, razonándolo, lo que pudo aprender de otros bardos y que coincidía en
lo esencial con lo que le había contado Hércules en Creta, incluso lo relativo
a la madre de Hermes, con el relato del cretense Alcínoo, rey de los Feacios, con
el del comandante jonio Arron y, encubierta por el mito, con la Historia
Evolutiva del Mundo que se transmitía en secreto a los iniciados de segundo
grado de los Misterios de Samotracia.
La propia Samotracia era una de esas altas
montañas del norte de la antigua Pelasgia que se habían salvado de las aguas
del Diluvio, igual que la isla de Lemnos, o Creta, o el Parnaso en Fócide, en
donde se contaba que habían desembarcado de su arca Decaulión y Pirra,
descendientes de Prometeo.
El
pico de Samotracia acogió a un pequeño número de sobrevivientes de los pelasgos
arcaicos, en su mayoría barridos por las olas, y ahora era la isla de
Samos-en-Tracia, territorio sagrado donde los haya y Escuela Iniciática
respetadísima, más que las de Delfos o Eleusis, donde se transmitía el
conocimiento práctico y renovado de los más antiguos dioses de la Era de los
Titanes, los mismos que tenían los atlantes, los poderosos Kabiros, la
Jerarquía o Hermandad de la Luz, los señores de los siete rayos de la evolución
material, espíritus ígneos de la Vida Eterna que están por detrás de todas las
aparentes transformaciones de todos los reinos naturales.
42-
PYRENE Y HÈRCULES
El
interesante vate Jacín siguió declamando la historia de Hércules y Pyrene,
quienes, desde la primera vez que se encontraron, habían quedado apasionados el
uno por el otro. Tras contar ella sus orígenes, le había estado mostrando las
fuerzas de que disponía y la fortaleza natural que constituía el selvático nudo
de montañas en el que se refugiara.
-“Viéndola
subir ágilmente por las rocas, apenas cubierta con una ligera túnica corta y
una capa, mientras daba inteligentes órdenes a sus fieles guerreros, Hércules
sintió algo que jamás había sentido antes, a pesar de sus innumerables amoríos.
Cuando,
por la tarde, regresaban al campamento, él la miró a los ojos con la mayor
admiración y ternura y dijo:
-¿Sabéis,
Señora, que os estoy queriendo mucho?
-Creo
que me voy a desmayar... -respondió ella languidamente, mirándolo de soslayo
con los párpados entornados. Y él ya la veía, en su imaginación, cayendo entre
sus fuertes brazos. Pero se trataba de una hija de reyes de un civilizadísimo
linaje y no le pareció bien ser tan elemental y precipitado, a pesar de que el
magnetismo que había entre los dos era tan evidente que podía tocarse… así que,
con esfuerzo, se contuvo y decidió darle tiempo al tiempo.
Sin
embargo, poco pudo esperar su leonino impulso y esa misma noche, Hércules se
introdujo subrepticiamente en los aposentos de la princesa, burlando a sus centinelas
y siendo acogido con naturalidad por ella en su lecho, como si lo estuviese
esperando, puesto que había soñado, toda la primera parte de la noche, que
nadaba y jugaba con el forzudo extranjero, desnudos ambos bajo el sol, en una
fresca cascada de la montaña; así que no le pareció muy extraño encontrárselo a
su lado al despertar, degustando con su vista, con contenida excitación, la
belleza y el perfume de su cubierto cuerpo juvenil sin osar tocarla. Hasta que
ella apartó a un lado las sábanas y dejó ver sus encantos, ofreciéndole libre
acceso a su intimidad.
Horas
más tarde, totalmente fundidos por el amor, Hércules le prometió que la
ayudaría a reconquistar su reino y que vengaría el asesinato de su padre o
moriría en el empeño. Al día siguiente, Pyrene ordenó a sus comandantes que
coordinasen sus planes de acción con los del griego y poco a poco, a base de
golpes guerrilleros asestados en el tiempo y en el lugar adecuado, el ejército
ocupante de Gerión fue debilitándose y debilitándose y sus hombres empezaron a
perder la gallardía y el ánimo.
Transcurrieron
seis meses en los que ambos amantes se sentían en el paraíso, llenando sus
noches de pasión y luchando de día juntos, en la mayor armonía, para conquistar
un reino para los hijos que pensaban tener, al tiempo que planeaban una
organización social renovadora y utópica, una Nueva Atlántida donde se aunaran
la más moderna civilización, comandada por una asamblea meritocrática de héroes
y sabios, bien conectados con el Plan Evolutivo para la Nueva Raza, con el
mayor grado de libertad de los ciudadanos.
Pero
Hércules no se sentía libre. Necesitaba liquidar sus compromisos con el pasado,
que eran promesas hechas a los dioses, para poder dedicarse integralmente a la
construcción de su prometedor futuro con Pyrene sobre aquel bello país.
Empezó
a obsesionarse con la idea de que, si conseguía llevarle a Euristeo el ganado
rojo de Gerión, seguramente el tirano consentiría en rescindir su juramento de
servidumbre, puesto que se marcharía a vivir su vida a una tierra tan alejada
de Tirinto... Claro que podía primero tratar de derrotar a Gerión y luego
adueñarse de sus bueyes; pero conseguir arrojarle de Iberia iba a ser,
calculándolo con realismo, una tarea de muchos años, dado el gran poder de los
ejércitos atlantes.
Así
que decidió pedir a Pyrene treinta hombres valientes y bajar a Tartessos de una
vez a por el rebaño. Si llegaba triunfante con él a Tirinto y obtenía su
libertad, estaba seguro de que podría regresar con un buen grupo de expertos
guerreros griegos que le ayudasen a apoderarse de Iberia a cambio de tierras y
cargos.
Pyrene,
que se encontraba embarazada, tuvo un mal presentimiento, le pareció un
proyecto inoportuno y precipitado y suplicó a su amado que no se alejara de
ella en esos momentos para una aventura que sólo a él le interesaba y que
suponía meses de arriesgados viajes a lugares distantes. Le pidió también, que
se concentrase en la defensa y ampliación de su territorio, teniendo como
primera prioridad conquistar el espacio que los separaba de los resistentes
vascos. Y que considerase que su obsesión por liberarse de Euristeo no era más
que una prisión puramente mental que él mismo había construído en su cabeza, ya
que nadie podría ser más libre que Hércules, si Hércules quería serlo...
...Tampoco
le gustó nada que su amante, convencido de la superioridad cultural de sus
compatriotas griegos sobre los “bárbaros”, estuviese proyectando buscar
mercenarios extranjeros para reconquistar su reino. Eso era sólo un prejuicio
de él y no era la mejor manera de hacer las cosas en un país de gentes tan
orgullosas e independientes como eran las de Iberia.
Envió
un mensajero a su hermana Andía explicando el plan de Hércules y pidiéndole su
opinión. Ella, como ya lo esperaba, lo rechazó.
-No
importa si toda nuestra vida no sirve sino para consolidar un reino fuerte y
seguro en las montañas del Norte –le explicó Pyrene una noche, haciéndose eco
de lo que Andía había dicho-, nuestros descendientes llegarán al trono con una
misión hereditaria y un destino: extender su dominio hacia el rico Sur tanto
como les sea posible. Y esto será lo que creará una gran nación de guerreros
tenaces y experientes que valorarán lo que tanto les costó conseguir y siempre
lo defenderán, con un entrenado espíritu expansivo que acabará extendiéndose
por el mar y por otros continentes, aunque implique una gestación de mil
años...
-Eso
me parece más realista, mi amor -concluyó-, que querer resolver rápidamente,
con un grupo de mercenarios ávidos de lucro, contra los que seguro que
tendremos que seguir luchando después, para recuperar nuestra soberanía y
libertad.
Durante
muchos días, el griego estuvo dando vueltas a su cabeza a los pros y los
contras de su proyecto, a fin de tomar una decisión acertada; pero, en realidad,
ya la tenía tomada desde el principio: se sentía tan atado al compromiso de
acabar de pagar sus culpas del pasado y considerarse en paz con los dioses, que
ni podía dormir. Cuando le dijo a su amada que partía hacia el Sur, su relación
amorosa comenzó a deteriorarse.
Sin
embargo insistió tanto y hasta se agrió de tal manera, que Pyrene, con gran
dolor de su corazón, tuvo que entregarle sus mejores hombres y dejarlo partir.
43-
CONTRA GERIÓN
Contaron
después los bardos que el héroe, lleno de impaciente júbilo, descendió por la
costa mediterránea, le pidió prestado su barco al dios Helios para cruzar
escondidos desde Mainake hasta la isla Erytia, que estaba junto a la de Gádir
(lo que quiere decir que consiguió unas naves de sus compatriotas del emporio
jonio, que tenían un sol como emblema en sus velas) y consiguió descubrir los
pastos de la famosa gran manada de rojos bueyes y vacas atlantes, guardada por
el terrible perro de dos cabezas Ortro, nacido del monstruo Tifón y de Equidna,
que había sido antes propiedad del emperador Atlas, y por el jefe de los
pastores de Gerión, Euritión, hijo del dios de la guerra, Ares (o sea, un jefe
de mercenarios).
Hércules
luchó contra ambos en el monte Abante, los derrotó con su terrible maza
recubierta de bronce e hizo que sus hombres condujesen, de nuevo en las naves
de Helios a la preciosa manada capturada, hacia Mainake, que aún hoy se llama
la Costa del Sol, y después hacia los territorios de su amada, mientras él
buscaba a Gerión en la capital de Atlantesos.
Pero
otro pastor, Menetes, que andaba por la región apacentando las vacas de Hades,
avisó rapidamente a Gerión del robo, y éste salió tras los ladrones con su
caballería de élite, mientras Hércules aún andaba buscando la manera de
introducirse en su palacio de Erytia. A marchas forzadas, llegó el atlante al
gran río Íber que está al pié de las montañas del Norte y rodeó a los cuatreros
cuando se disponían a cruzarlo, matando a la mitad de ellos y recuperando su
ganado. Los supervivientes intentaron salvarse ocultándose en las altas
montañas donde se encontraba su princesa; pero Gerión, antes de poner a sus
tropas en peligro en un terreno tan difícil, prefirió mandar prenderle fuego a
la cordillera por sus cuatro costados.
Hércules
comprendió demasiado tarde que Gerión no estaba en Erytia, y salió corriendo
tras las huellas del ganado, con el corazón estrangulado de malos augurios. Ya
desde el llano pudo divisar la inmensa humareda, toda la parte oriental de la
cordillera estaba ardiendo. De noche, su luz iluminaba la carrera desesperada
del guerrero peñas arriba, entre las brasas de los troncos calcinados.
Al
amanecer, consiguió llegar hasta el refugio de Pyrene, pero ya no había nada
que hacer, salvo gritar y llorar desconsoladamente y enterrar a su amada en la
tierra quemada, enterrando con ella al último príncipe de Hesperia que ella
llevaba en su vientre, a sus fieles seguidores y a sus sueños ibéricos.
Hércules
se propuso levantar en honor a aquel gran amor un mausoleo sin igual, y así, con
las fuerzas de su rabia, de su dolor y de su vergüenza por haber tomado una
decisión tan desgraciada, acumuló grandes peñascos sobre el monte hasta crear
una imponente pirámide de rocas, que hoy parece la cumbre más grande de la
sierra, aunque realmente hay otras de más altura.
-Ahora
le llamamos el Pico Canigó -dijo el vate ibérico que había contado la leyenda-,
es para nosotros un lugar sagrado y en el solsticio de verano encendemos una
hoguera en su cumbre, la velamos toda la noche y, al alba, bajamos con
antorchas de ella para prender los fuegos colectivos de toda la región, a fin
de recordar a los protagonistas de esta historia... En honor a Pyrene, también
le llamamos Montes Pirineos a toda la ancha cordillera.
Así
él terminó su narración, siendo muy aplaudido por los asistentes. Pero Orfeo
quería saber más y le preguntó qué había sucedido después con Hércules y con
Gerión.
-Gerión
-siguió el bardo después de refrescarse un poco-, luego de recuperar su ganado
y de prenderle fuego a los montes, no quiso, por precaución, regresar enseguida
a Atlantesos, y se retiró, en una marcha de muchos días, hacia el extremo
occidental de Iberia, para la Tierra de los Gal, donde había inmejorables
pastos, algo más al norte de la sierra en la que había desembarcado el
tatarabuelo de Pyrene cuando logró sobrevivir al hundimiento de la Atlántida.
Hércules
se filtró entre los bloqueos del enemigo y fue a pedir ayuda a los vascos, pero
la princesa Andía lo consideró culpable de la ruina de su hermana Pyrene en el
Este y no quiso ni recibirle, de manera que tuvo que marcharse sin hombres.
Subió también a las montañas de los resistentes astures sin conseguir que
siquiera le escucharan.
Pero
aún así no se desanimó. Solo, fue rastreando durante semanas las huellas del ganado
hasta la tierra de los Gal y acabó localizándolo mientras los bueyes rojos
pastaban en un verde valle cerca del mar. Entonces dispersó a sus guardianes
con una lluvia de flechas y esperó escondido.
Cuando avisaron a Gerión de que le estaban
robando de nuevo, él se presentó con sus mejores guardias montados en el lugar.
Hercules salió de un salto del bosque, se le plantó delante y gritó su nombre
con furia. Gerión tensó su arco hacia él, pero una única flecha certera del
griego, directa al centro de su pecho, lo hizo caer del caballo lanzando un
bramido de dolor.
Aquello
satisfizo sus ansias de venganza, aunque no pudo llevar la paz a su propio
corazón, vacío y atormentado como un desierto de lava seca.
El
forzudo asaetó también, o puso en fuga, a los desmoralizados hombres de Gerión
y luego recogió y enterró al atlante en lo alto de un monte que miraba al
tempestuoso Océano del que había llegado su raza.
Como
ofrenda póstuma a la infortunada Pyrene y a su hijo no nacido, levantó sobre la
tumba una torre de piedras y encendió sobre lo alto una hoguera, en la que
quemó las armas y la enseña de su enemigo. La torre sirve hoy de faro a los
navegantes en aquellas aguas tan peligrosas y todo el mundo la llama la Torre
de Hércules.
Los
vascos descendientes de Andía, junto con los astures, resistieron y acabaron
expulsando de su montañoso territorio a los descendientes de Gerión, de la
misma manera que, más tarde, resistirían durante siglos y siglos a cualquier
extraño que tratara de dominarlos y de hacerles perder sus orgullosas
identidades a la fuerza, aunque nunca dejaron de aportar sus potencias y su
tenacidad a las empresas de quienes supieron tratarles como verdaderos iguales
y amigos. Los vascos son los más antiguos habitantes de Iberia y todavía hablan
una lengua propia, que es un vástago directo del antiguo idioma de los Atlantes
Acadianos.
La
hija de Gerión, Erytia, tuvo un hijo con Hermes, Nórax, pero sus súbditos
ibéricos, azuzados por los colonos griegos, estaban tan hartos de la
prepotencia tirana de los Oceánidas, que le hicieron huir a Menorca y de allí a
Cerdeña, siendo sustituido por la actual dinastía de “Reyes de la Plata” que
cambiaron el nombre del reino de Atlantesos a Tartessos.
En
Menorca y Cerdeña Nórax hizo construir grandes monumentos en piedra, al modo
atlante, y por fin murió y con él su linaje, en la ciudad que fundó en la
segunda isla: Nora.
Hércules
volvió a cruzar toda Iberia y media Europa, teniendo que sufrir grandes
trabajos para llevarle parte del ganado a Euristeo, quien, en lugar de
aprovechar las excelentes vacas atlantes para mejorar la cabaña griega,
despechado por el nuevo triunfo del envidiado siervo, prefirió sacrificárselas
a la diosa Hera, celosa y eterna enemiga del coloso.
-Así
terminó el décimo trabajo del famoso héroe –dijo el vate pirenaico, echando
mano a una taza de vino-. Euristeo aún le encomendó un undécimo, poco después,
en el que tuvo que volver a Iberia para enfrentarse al otro rey atlante de
África, compinche de Gerión”.-
Orfeo
no quiso abusar del bardo Jacín, que ya había realizado cumplidamente su
trabajo, y le dejó que se relajara y se integrara en el disfrute general de la
fiesta, pero al día siguiente lo fue a visitar a su cabaña, llevándole como
ofrenda de amistad una artística fíbula para capa, en forma de cabeza de
caballo tallada en la concha de un molusco, que le habían regalado a él los
recientes colonos de Rosas. Jacín agradeció mucho el detalle, lo convidó a
almorzar con él y después le contó la segunda aventura de Hércules en Iberia.
44-
LAS MANZANAS DE ORO
-“Una
de las leyendas que se desarrollaron en Iberia después del paso de Hércules por
aquí –comenzó el bardo Jacín su segundo relato- comenzaba contando que, al
casarse Hera con Zeus, había recibido, como presente de Gea, un jardín de
manzanas de oro, símbolo de inmortalidad. Esas manzanas, que primero habían
estado en ciertas montañas del archipiélago atlante custodiadas por las tres
Hespérides y por la serpiente Ladón, se decía que podrían encontrarse ahora en
lo que quedaba de él, unas islas imprecisamente situadas en el extremo
occidental de la Libia que da al Océano, donde el norte de África se llama el
Magreb o el país de los Moros.
El
hijo del tirano de Tirinto, Euristeo, que era vil y envidioso como él, le
sugirió a su padre que, si ordenaba a Hércules que se apoderase de ellas, no
sólo lo estaría enviando a un remoto fin del mundo de donde era muy probable
que no volviera, pues no se sabía si las tales Hespérides existirían, si eran un
colegio de sacerdotisas oceánicas de la Antigua Diosa, o seres míticos de otra
dimensión, o unas islas de verdad y, en caso de que lo fuesen, ni siquiera
había certeza de si esas islas eran actuales o si formaban parte de las tierras
hundidas en la Era Anterior...
Además
estaba claro que, si iba a por ellas, tendría, forzosamente, que ofender a unas
diosas tan poderosas como Hera, que ya lo odiaba, y Gea, y no tendría más
remedio que vérselas con los terribles gigantes Anteo y Atlas, por cuyos
dominios no podría evitar el paso.
Así
que Euristeo, por medio de su heraldo, dio la orden para el undécimo trabajo y
Hércules hubo de obedecer y partir, ya que por consejo del Oráculo de Delfos se
había sometido a ser el siervo de aquel miserable durante doce años, para
expiar la muerte que había dado a sus propios hijos, los que tuviera con
Megara, tras caer en un estado de locura furiosa, cuya oculta causa estaba en
una hechicería de Hera, que no le perdonaba ser el más brillante de los hijos
ilegítimos, (o sea, opuestos al viejo Sistema Matriarcal), con los que la había
ofendido su infiel esposo, aquel libertino de Zeus.
Por
mucho que preguntó, nadie supo informarle donde se encontraba el Jardín de las
Hespérides; muchos le dijeron que seguramente no en esta dimensión, sino en la
de los dioses olímpicos o, tal vez, en alguna de las islas que hubiesen
sobrevivido en el océano al hundimiento de Poseidonis.
Marchando
a través de Iliria e Italia, llegó al río Po y allí forzó al dios marino Nereo,
del que se decía que era tan viejo que había criado a Afrodita, a que le
informase sobre la localización del huerto de las manzanas de oro. Él le dijo
que si alguien lo sabía, ese alguien era el gigante Atlas, antiguo emperador
del Atlán, ya que las tres Hespérides eran hijas suyas y de una de sus mujeres,
Hesperia.
Nereo
añadió que, desde la derrota de los Titanes por los Olímpicos, Atlas estaba
desaparecido, pero que tal vez Prometeo debía saber de su paradero, ya que era un
hermanastro suyo. Prometeo estaba encadenado a una roca en el Cáucaso, donde un
águila enviada por Zeus le roía las entrañas cada tarde.
El
Coloso recorrió la enorme distancia hasta el Mar Negro y, eludiendo la
Cólquide, subió la cordillera, ahuyentó al ave con sus flechas y liberó a
Prometeo. El Titán, muy agradecido, le explicó que actualmente su hermanastro,
el antiguo Emperador Oceánico, vivía en una alta montaña del extremo occidental
de África, condenado también por Zeus a sostener la bóveda celeste.
Desde
el extremo Oriente, Hércules cruzó todo el Mediterráneo nuevamente, en navíos
griegos, hasta alcanzar el litoral ibérico. Subió a los Pirineos y lloró e hizo
sacrificios ante el monumental túmulo que le había levantado a su añorada
Pyrene.
Luego
descendió al extremo sur de Iberia, donde se encontró que el atlante Anteo, rey
acadiano de Tinguis, en el Magreb, estaba tratando de invadir los dominios del
desaparecido Gerión, que ahora eran llamados el Reino de Tartessos, para lo
cual tenía recién terminado un enorme puente de balsas flotantes bien
amarradas, hechas de vigas de grandes árboles y recubiertas de planas losas de
piedra, tan grandes y gruesas que podrían soportar el paso rápido de cientos de
carros de combate y elefantes (reconectando África con Europa como en el tiempo
del imperio atlante). Anteo se preparaba para atravesarlo con sus tropas, a fin
de conquistar Tartessos y luego la Iberia toda.
Los
griegos del emporio Tursha, que sentían tan poca simpatía por los descendientes
de atlantes que habían dominado en el pasado Tartessos (favoreciendo más a los
fenicios del emporio Gádir) como por los del Magreb, le contaron que Anteo
presumía de ser un hijo directo de Poseidón y Gea y que le venía tal
flexibilidad de su padre y tanta fuerza de su madre, que retaba a cualquier
extranjero que llegaba a su tierra a una lucha singular con las manos desnudas.
De esa manera, había logrado matar a tantos hombres, que con sus huesos levantó
un templo a Poseidón en Tinguis.
Hércules
tenía que atravesar las tierras de Tinguis para llegar a la cordillera donde
estaba Atlas, y como no se olvidaba de que el titán que reinaba en ellas se
había compinchado con Gerión para tenderle a Bébrix, padre de Pyrene, la vil
trampa en la que fue asesinado, mandó un heraldo tartesio a pedir permiso para
cruzar el puente, a fin de combatir limpiamente con Anteo a la vista de su
pueblo. El heraldo regresó diciendo que Anteo aceptaba el desafío y que le
esperaría dentro de diez días al otro lado del puente colosal, cuyos guardias
tenían la orden de dejarlo pasar.
Efectivamente,
al amanecer del décimo día, ambos forzudos se encontraron frente a frente sobre
la primera playa africana, rodeados de una multitud que había madrugado para
presenciar el combate y que daba vivas a su rey, convencida de que lo ganaría,
como todos los anteriores.
La
lucha libre con las manos desnudas era una especialidad de Hércules, aprendida
hacía muchos años en la escuela del centauro Quirón y largamente entrenada en
sus combates amistosos con sus compañeros argonautas, algunos de los cuales
eran verdaderos campeones, como Pólux, quien nunca pudo con Hércules. En muchos
otros combates, no tan amistosos, el poderoso hijo de Zeus había acabado con
muy fuertes enemigos, así que confiaba en su saber y su potencia.
Se
inició la lucha y nunca se ha visto otra igual: ambos contendientes practicaron
toda clase de fitas, mañas y trucos. Dieron a sus espectadores las mejores
lecciones de cuanto se puede hacer con las manos desnudas, la atención
concentrada, las piernas ágiles y el pensamiento rápido.
Sin
embargo, a pesar de la habilidad del atlante, el griego resultó ser más
versátil y más fuerte. Por tres veces consiguió arrojarlo a tierra, pero las
tres, cuando ya sólo faltaba aplicarle la llave de la derrota, Anteo parecía
recuperar toda su frescura inicial, apartaba a Hércules de un empujón, se
alzaba y volvía al combate. La tercera vez que lo hizo, Hércules ya se
encontraba fatigado, mientras que él parecía recién levantado de la cama. Lo
siguiente fue un violento acoso del que apenas acertaba a defenderse. Un
derechazo demoledor le acertó en la sien y lo lanzó a tierra. La multitud
rugió, aclamando a Anteo, a quien ya veían ganador.
En
el suelo, el griego sintió que se le nublaba la vista. Sintió un deseo inmenso
de cerrar los ojos, de abandonarse. Todo le llamaba a acabar, descansar y
apagar de una vez. Oyó al gigante viniendo a rematarle. Se sorprendió, de
pronto, de encontrarse así de pasivo y de desesperado, a punto de rendirse.
Sintió verguenza. En el último instante rodó sobre sí mismo y el golpe más
mortal de su enemigo machacó la tierra en su lugar, como un mazazo.
Hércules
respiró hondo y se encomendó a Atenea, su ánima invisible: “Diosa, confío,
confío, confío, vamos a vencer” abrió los ojos y se puso en pie tambaleándose.
Anteo ya venía de nuevo a por él como un toro.
Justo
entonces, la luminosa inteligencia de Zeus en sí mismo le hizo una revelación
interna: “Cada vez que Anteo cae en tierra, se recarga de nuevas energías, ya
que la Tierra, Gea, es su madre. Para derrotarlo tengo que impedir esa
conexión”.
Reuniendo
todas las fuerzas que le quedaban, Hércules se lanzó de cabeza contra la
cintura del titán flexionando las rodillas, luego se alzó, distendiéndolas, y
levantó a Anteo en el aire, al tiempo que atenazaba y apretaba su caja torácica
entre sus poderosos brazos y la cabeza, colocada como un ariete contra el
esternón del adversario.
Apretó
y apretó hasta casi sus últimos alientos, resistiendo los intentos del atlante
por zafarse o por poner un pie en tierra. De repente un ¡Crack! y un alarido
agónico. Las costillas de Anteo habían reventado. Hércules siguió apretando sus
órganos internos hasta que lo asfixió en el aire. Luego se lo echó al hombro
mientras se apoyaba en el tronco de un árbol para recuperar fuerzas. Sólo
cuando lo sintió bien muerto lo depositó sobre las ramas. No se fiaba de la
dolida Tierra, que mugía y se agitaba bajo sus pies tal como si fuese a desatar
un terremoto.
Sin
hacer caso, cayó de rodillas sobre la playa, agradeció sentidamente a Atenea,
Helios, Hermes y Zeus su continua protección y apeló ante ellos al sentido de
justicia de Gea, diciéndole que no había asesinado a su hijo, sino vencido en buena
lid a un terrible campeón, con lo que el temblor fue cesando poco a poco. Luego
dirigió su vista al Norte, por donde debía estar la tumba de Pyrene.
-¡Bébrix
ha sido vengado, mi amor! -clamó dentro de sí- ¡Al menos he podido cumplir la
mitad de las promesas que te hice!
La
multitud estaba revuelta ante la muerte de su rey y el indigno espectáculo que
daba su cadáver colgado de las ramas de un árbol, pero nadie se atrevió a
detenerle.
Hércules
cruzó las tierras de Tinguis y fue bajando hasta el centro sur del país, donde
se alzaba la poderosa cordillera en cuya cima vivía penosamente el viejo
gigante Atlas, antiguo señor del Horizonte Oceánico, caudillo de la guerra de
los titanes contra los olímpicos, en su fallido intento de mantener el legítimo
imperio de Crono.
Zeus le había derrotado en el cielo y en la
tierra, incluso mató a uno de sus hermanos de madre con sus rayos; pero a él le
había perdonado la vida a condición de que usase su descomunal fuerza para
aguantar la bóveda celeste sobre sus hombros eternamente, avisándole de que
sería aplastado por ella el primero si osaba apartarse.
Atenea
dentro de sí sugirió a Hércules que ahora ya no se iba a tratar de una hazaña
de fuerza y valor, sino de astucia y negociación; así que el griego ascendió a
lo alto de la montaña, saludó al poderoso gigante con mucho respeto y le expuso
el encargo que se veía obligado a cumplir por orden del rey Euristeo de
Tirinto, suplicándole su ayuda y asegurándole que su intención no era ofender a
nadie ni robar ni desafiar, sino sólo poder regresar con la misión cumplida.
Atlas
pareció quedar complacido con su correcta actitud y le respondió:
-Con
mucho gusto te ayudaré, Hércules, yo mismo iría a buscar las manzanas de oro
para tí, pero ya ves que no puedo soltar la bóveda celeste, o todos seríamos
destruidos... ¿Te atreverías a sujetármela mientras te las traigo?
El
griego probó, juntó su hombro con el de Atlas, que le fue cediendo, poco a
poco, el peso de los siete cielos. Cuando vio que aguantaba, el titán se inclinó
y lo dejó solo, prometiéndole regresar cuanto antes con los frutos sagrados.
Luego se alejó en dirección a occidente.
Casi
todo el día transcurrió y Hércules entendía perfectamente el suplicio reservado
a aquellos que tratan de conquistar más poder que aquél del que se pueden hacer
cargo con responsabilidad y libertad; el peso inaguantable de lo conseguido sin
justicia es el castigo de los soberbios. Al caer la tarde sentía que se iba a
quedar petrificado, como la montaña sobre la que se apoyaba; pero entonces oyó
como Atlas regresaba por el sendero.
-¡Atlas
es hombre de palabra, Hércules! –dijo, abriendo sus manos ante él- Aquí te
traigo las manzanas de oro que te prometí. Pero ¿sabes lo que he estado
pensando todo el día? ¡Pues pienso que es maravilloso andar por donde uno
quiera, como un simple vagabundo, sin tener que llevar encima el peso del
universo! ¡Así que quédate con las manzanas, pero también con mi tarea, que yo
me voy a tomar unas buenas vacaciones a tu salud! – y el gigante se partía de la
risa-. Si quieres, yo mismo se las llevaré al rey de Tirinto en tu nombre, para
que sepa que has cumplido con él.
El
griego vio que se la habían jugado bien y pensó rápidamente un ardid que le
permitiese salir de aquella penosa situación. Se le ocurrió hacerse el tonto.
-Si
me prometes que se las llevarás a Euristeo en mi nombre, mi honor quedará a
salvo y daré por bien empleado este nuevo trabajo, Atlas. Pero, por favor,
acércame esas manzanas para que yo las vea, antes de irte.
Manteniéndose
a distancia y aún sonriendo, el titán tendió las palmas de las manos, con los
frutos encima, hacia el estúpido héroe.
-¡Estas
manzanas no son de oro! -gritó Hércules súbitamente con la mayor furia- ¡Estás
queriendo engañarme!
-¿Cómo
que no son? -y Atlas dio un paso al frente para examinarlas. Justo en ese
momento, Hércules hizo un regate y se dejó caer a tierra, junto a sus pies,
soltando el cielo. La bóveda celeste se les vino encima y el gigante, que
estaba más alto, por puro instinto de supervivencia y por costumbre, soltó las
manzanas y sostuvo el cielo con todas sus fuerzas para que no les aplastara.
Hércules agarró los frutos y, rodando sobre sí mismo, se dejó caer del monte,
falda abajo.
Rió,
desde lejos, al ver que Atlas estaba teniendo que soportar el peso en una
posición mucho más incómoda que antes, pero no se apiadó de aquel truhán que
había querido esclavizarlo.
-¡Mejor
le llevaré yo mismo las manzanas a Euristeo, noble Atlas! ¡Ese tirano podría
tratar de convertirte en su esclavo y yo, al fin y al cabo, ya estoy
acostumbrado! ¡Te agradezco que me las trajeras! ¡También me tomaré esas
vacaciones en tu honor! ¡Cúidate esa espalda, amigo y que te sea leve! -Y el
astuto griego se alejó carcajeándose.
Cuando
volvió a pasar por Tinguis con su preciosa carga, ya un hijo suyo había
sustituido a Anteo y ordenó a sus guardias que aprisionaran al matador de su
padre. Pero Hércules se deshizo de ellos a puñetazos y corrió hasta el arranque
del puente de balsas de madera y piedra que cruzaba el estrecho.
Arrancó
las pesadas losas y se las fue lanzando junto con las vigas, como proyectiles,
contra las tropas cada vez más numerosas que le perseguían; luego pasó a la
segunda balsa y también arrancó sus losas y sus vigas y las arrojó hacia atrás,
y así hizo con todas, hasta la mitad del estrecho, lanzando seguido hacia la
costa de Iberia todos los demás materiales de las balsas que seguía
destruyendo.
Cuando
llegó a la orilla, no quedaba ni rastro del puente ciclópeo de Anteo, con lo
que quedó definitivamente separada África de Europa.
En
adelante, las acumulaciones de losas de piedra y vigas que el forzudo arrojó,
formando dos grandes montones, a un lado y otro del estrecho, fueron llamadas
“Las Columnas de Hércules”. En los inviernos siguientes, serían cubiertas de
arena y tierra por los fuertes vientos de la zona y acabarían transformándose
en los cabos de Abila en África y de Calpe en Europa.
Los
tartesios, que le pasearon por su capital en el carro del triunfo, nombrándolo
héroe local mientras aclamaban a plena voz su victoria sobre Anteo, mjentras
cantaban coplas humorísticas en su honor, pintaron dos columnas en el escudo de
su reino, con la inscripción ”No más allá”. Aunque dijo por entonces su oráculo
de la Diosa, en el bosque de Doñana, que aquella región y toda la Iberia llevan
inscrito en su linaje el destino de seguir al Sol sobre las aguas, hasta un
“más allá” que hoy por hoy, ni podemos adivinar.
Hércules
regresó a Tirinto con las manzanas de oro y se las entregó a Euristeo, quien,
para no meterse en problemas con los dioses, se las ofreció a Atenea. Dicen los
sacerdotes que Atenea decidió devolverlas a las Hespérides, para que Hera no
tuviese un motivo más por el cual aumentar su encono contra Hércules... y con
su trabajo número once terminado -sonrió el bardo Jacín dando una última
pulsación a su lira-, también este cuento se ha acabado, amigo Orfeo”.-
Orfeo
agradeció por la narración y alabó la manera tan simple y ágil, y realista
dentro de lo posible, como la había sabido contar el pirenaico.
–...Yo
ya había oído declamar partes de esa historia a otros aedos –explicó- y decían
que Hércules separó, con su fuerza descomunal, Europa de África, empujando las
montañas. En Grecia están muy orgullosos del famoso equilibrio apolíneo y del
justo medio donde se asegura que reside la virtud... pero, en realidad, el
pueblo es dionisíaco y le encantan las exageraciones y los excesos, cuanto más
desmadrados mejor.
-Eso
gusta en todas partes, colega, es la servidumbre de nuestro oficio -respondió
Jacín con un guiño-... la gente nos exige historias sobrenaturales e
increíbles, con dioses, demonios y dragones. Sin embargo, tú y yo sabemos que
las mejores historias no son las vividas por los héroes capaces de derruir una
montaña con sus manos, sino las de la gente corriente, que supera su propia
sencillez a base de amor y lealtad... a mí me gustaría escuchar una buena
historia de gente corriente, en la que no aparecieran magos, ni guerreros, ni
dioses ni dragones.
45-
LA MADRE DE TODOS LOS CUENTOS
Orfeo
apuró su taza y respondió con una sonrisa:
-Si
me permites, Jacín, te cantaré una historia así, que no se sabe quien la
compuso ni dónde y cuyos protagonistas no tienen ni nombres. En mi tierra,
Tracia, la llamamos “la Madre de Todos los Cuentos”.
-Pues
venga esa historia -dijo Jacín, brindando hacia el tracio.
-“Un
hombre joven decidió casarse al modo griego con la mujer que amaba, para poder
disfrutar de su dulce compañía siempre que lo desease -empezó a contar Orfeo- y
aunque poco antes tenía hermosos sueños sobre las empresas y hazañas que
aspiraba a realizar con sus talentos, no tuvo ánimo, disciplina o firmeza para
mantenerlos, dejó de confiar en sí mismo y en la vida y se sometió, para poder
sostener las obligaciones materiales que conlleva mantener una casa, un hogar y
una esposa, a aceptar un trabajo mal pagado al servicio de los sueños de otros,
como tantas personas hacen, en el cual le explotaban tan duramente y tantas
horas que, cuando salía de allí, estaba demasiado cansado para desarrollar su
propia creatividad, estaba demasiado ofendido para pensar en otra cosa que en
lo que permitía que le hicieran, y sólo le apetecía tratar de ahogar sus
frustraciones en vino.
Recordaba
con nostalgia lo libre que había sido cuando no tenía compromiso con nadie y
recorría el mundo como un nómada, disfrutando de sus bellezas sin necesidad de
poseerlas ni defenderlas, y se las arreglaba para conseguir alimento cada día
recolectando o cazando, sin tener que dedicar más de una interesante hora o dos
a resolverlo. Recordaba como dormía de un tirón en cualquier lugar cuando
estaba cansado y como a menudo conseguía los favores de alguna mujer que se
quedaba prendada de su juventud y de su libertad y que pasaba con él una o dos
intensas noches de placer, aunque luego lo ponía en la puerta con un beso,
antes de que llegara el hombre vulgar que aseguraba su día a día con su
esfuerzo.
...Y
ahora se veía obligado a mantener un tipo de vida en la que su esposa parecía
necesitar una inacabable lista de objetos de consumo para sentirse mínimamente
satisfecha y segura, inmersos ambos en un aburrido sedentarismo en el que cada
día era igual al anterior y al siguiente, engranados en un sistema social que
vendía la ilusión de ser dueño de algo pero que, en realidad, hacía pagar
continuamente impuestos, tributos e hipotecas por la ilusoria posesión y
disfrute de bienes que la naturaleza había creado para el libre disfrute de
todos.
Al
principio, había aceptado encantado todo aquello a cambio de la belleza de
poder regresar de noche a su propia casa, cenar junto a su mujer en un ambiente
íntimo, bello y confortable, acostarse después con ella y gozar juntos las
delicias de su amor antes de quedarse plácidamente dormidos. Pero después, a
medida que su trabajo se iba haciendo cada vez más opresivo, regresaba a casa
tan cansado que sólo le apetecía cenar, gozar y apagar pronto.
A la mañana siguiente, sus momentos de
satisfacción se le aparecían como totalmente descompensados frente al duro y
continuado esfuerzo que había que desplegar para conseguirlos y su mujer,
además, no parecía corresponder a su pasión por ella con el mismo entusiasmo
alegre y sensual que antes.
Se
sentía preso en una gran trampa, engañado por una conspiración de toda la
comunidad, que había escogido una inepta manera de vivir y que establecía que
“aquello” era la normalidad y la realidad; una conspiración que afirmaba que lo
que él viviera antes, fundamentalmente la búsqueda del Amor en Libertad, sólo
formaba parte de un período de inmadurez adolescente por el que habían pasado
tanto la humanidad como el individuo, en etapas muy primitivas que era ilusión
tratar de repetir.
Y
cada vez era más infeliz y cada día bebía más y se sentía más distante de su
seca mujer y cada vez la trataba con menor simpatía cuando volvía a casa.
Entonces
empezó a considerarla la causa de su esclavitud, a verla como la sirena que le
había atraído a la trampa con la ilusión de unos encantos que ya rara vez le
complacían de verdad. Empezó a encontrar estúpido y convencional todo lo que
ella hablaba, o a entrever, tras cada una de sus palabras, los reproches que él
se lanzaba a sí mismo por dentro... y eso le obligaba a estar continuamente
enfadado consigo mismo, por rebajarse a hacer todo cuanto estaba haciendo sólo
para tratar de mantener aquella situación inaguantable...
Una
noche en la que ella lo despreció como amante y lo llamó borracho, se
encolerizó, la insultó y se le escapó una bofetada. Ella se encerró en un
cuarto, lloró y después pasó varios días ignorándolo como si no existiese.
Él,
muy arrepentido, sintió reavivar su ternura y su compasión por ella; cortó con
la bebida por una temporada, la cortejó otra vez sinceramente y le hizo mil
regalos y promesas para que le perdonara.
Al
final, se emocionaron juntos y de nuevo hicieron el amor como si fuese la
primera vez.
Pero
al cabo de un tiempo volvió a ser dominado por la rutina y a beber. A partir de
ahí, se fue haciendo una costumbre que, cuando regresaba bebido, intentara
acostarse con ella en aquel estado y disfrutarla (que para eso se pasaba el día
trabajando), antes de derramar toda su energía, apagar y quedarse dormido.
Y
ella, que todavía lo quería, aguantaba aquella manera torpe, posesiva,
instintiva y ciega de ser amada, comprendía su frustración y se concentraba en
la seguridad de que, al final, todas las circunstancias que la provocaban
cambiarían y él volvería a convertirse en el joven generoso, noble y valiente
de quien se había enamorado.
Sin
embargo, era una manera de vivir que no tenía calidad, así que volvió a
llenarle de reproches, lo que provocó que él montara en cólera y le pegara de
nuevo, esta vez más duro.
No
hizo caso de las amigas que, al descubrir la marca del golpe en su cara, la
aconsejaban denunciarle a los poderes comunitarios o, simplemente, regresar a
la casa de su madre. A pesar de todo amaba a aquel hombre y tenía la firme
convicción de que un amor como el suyo acabaría por vencer cualquier obstáculo.
Tampoco
les prestó oídos cuando le dijeron que lo suyo no era amor, sino estupidez que
perjudicaba a todo el colectivo, porque la regeneración de un macho alcohólico
que se había acostumbrado a maltratar era imposible y en otros tiempos, menos
ignominiosos que los actuales, cuando aún imperaba el matriarcado con todo su
poder, las guardianas de la Diosa lo hubiesen castrado antes de desterrarlo del
territorio de la tribu, del mismo modo que se hacía con los violadores antes de
descuartizarlos.
Estaba
segura de que todo tenía una forma de solucionarse y que ella la encontraría.
Una forma mental negativa se había adueñado de su alma amada. No se trataba de
renunciar a su alma amada, separándose y abandonándola al monstruo que la
poseía, sino de transmutar, de volver positiva la forma mental que estaba
aprisionándola. Si él fuera su hijo, ella jamás lo abandonaría, por muy enfermo
o perdido que pareciera hallarse. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo por su marido?
Pero
la cosa iba a peor y un día se dio cuenta de que estaba embarazada y que su
hijo corría un peligro mortal si su marido volvía a encolerizarse y se le
escapaba un golpe en su vientre. Sin embargo, pensó que su venenosa frustración
sólo iba a aumentar si se escudaba tras el hecho de la maternidad para exigirle
detener sus malos hábitos. Necesitaba otro tipo de táctica.
“¿Cómo
se creó ese amasijo de autoconmiseración que se ha apoderado de la cabeza de mi
hombre?” –caviló- “...A base de repetirse muchas veces, en su manera de mirarse
y considerarse, los mismos argumentos por los que se obliga a renunciar a
cumplir sus propios objetivos, dejando de ser él mismo, para adaptarse a las
conveniencias desconsideradas de quienes le cubren sus necesidades básicas.
…Eso,
entonces, debe ser un edificio de palabras, de sentimientos y pensamientos, que
él ha estado construyendo en su mente, una creación artificial, una obra de
arte mezquina y maligna que le ha desviado de sus verdaderos objetivos en esta
vida. Tendré que atacar a ese demonio que está dominando su atención.”
“¿Y
cómo lo haré?” se preguntó. Y pasó el día todo imaginando tácticas pero, por
muy sólidas y justas que le parecían a su razón, la intuición las rechazaba por
inseguras, duras o extremas. Finalmente, y antes de aceptar sentirse débil,
ignorante e impotente, decidió apagar su agitada mente por un rato, se encomendó
a la Diosa, pidiendo luz al Universo, y se echó a dormir una siesta. Cuando
despertó, la Sabiduría de su género, dentro de sí, ya había colocado un buen
consejo en la parte más visible de su mente:
“Atacaré
a ese demonio que está dominando su atención con sus mismas armas, tendré que
construir yo también un edificio mental, una obra de arte llena de luz y muy
atractiva para todas sus percepciones, que tenga fuerza bastante como para
poder rescatar su atención de todas esas sombras creadas por su reconcomerse,
de las que se ha vuelto un adicto”.
Así
que, esa noche, cuando él entró en la casa con verdadera gana de descargar su
rabia acumulada ante la “porquería de vida que tenía que vivir por causa de
ella”, en lugar de ampararse en una distante y fría reserva, como solía, acercó
sus ojos a los de él sin miedo, le sonrió y le dijo:
-Escúchame,
mi amor, porque tengo algo muy interesante que contarte-. Y empezó a relatarle
un cuento de una manera atrayente, narrándolo con su más bella voz y
expresándose con todas las gracias de su cuerpo y lo fue, luego, uniendo de
forma hábil con otro y estuvo captando su atención, llenando la mente
embriagada de su marido con aquellas historias sin dejar que se acabaran del
todo, hasta que se convirtió en la heroína del cuento y él en héroe.
Finalmente,
colocados ambos en esos nuevos personajes, pasó del cuento a la caricia y
alimentó su imaginación, su sensualidad y su ternura hasta que él se quedó
dormido sobre su pecho.
Al
día siguiente, la mujer anduvo recogiendo otras historias de entre la gente que
conocía y, cuando regresó por la noche, siguió contando el cuento donde lo
había dejado y enlazándolo con otro, o improvisando... o convidándole a que él
improvisase posibles salidas para los nudos a los que llegaba en su narración.
Así, cada día, llenaba de interés creativo el tiempo que estaban juntos,
haciéndolo crecer tanto en intensidad que compensaba todas las horas en las que
estaban separados.
Por
otra parte, ella fue escogiendo o adaptando, cada vez con mayor cuidado, los
cuentos que más lo estimulaban a reflexionar y organizarse, a fin de poder ir
en busca de sus objetivos personales. “Cuentos para animar”, los llamaba ella.
Y
aquello mantenía su atención ocupada también durante el día y hacía que, en
lugar de quejarse y autocompadecerse, volviese a creer en sus posibilidades de
realización y estuviese atento a las oportunidades para conseguirlo.
Hasta
que transcurrieron meses y él había ido dejando de beber y no la volvió a pegar
durante todo ese tiempo. El hecho de que le pusiera a interpretar el papel de
los héroes legendarios había elevado su autoestima, y las moralejas de los
cuentos hicieron que fuese sustituyendo su amargada y obsesiva frustración por
otros valores e intereses.
Ella
jamás le preguntaba de forma directa si él se había preocupado de sembrar
adecuadamente para, a la larga, recoger; pero no paraba de contarle historias
de personajes que lo hacían, que perseveraban y que acababan obteniendo buenos
frutos. Aplaudía todos los pasos que su hombre daba en esa dirección, sin
pretender dirigirlo ni meterse en su terreno, de manera que pudiera sentir,
tanto sus búsquedas o sus logros, como maniobras totalmente personales.
Una
noche, el hombre acabó por darse cuenta de que su mujer estaba claramente
grávida y cuando echó cuentas para calcular cuando había empezado la gestación,
percibió de repente el verdadero heroísmo y la prueba de amor y de lealtad que
su mujer le había dado, así como su habilidad, representando discretamente el
papel de musa inspiradora, el más maravilloso papel que una mujer puede
representar para su hombre, a fin de detener sus malos hábitos y transmutarlos,
sin tener que poner al niño por delante, como una inocente víctima con la que
echarle en cara su cobardía.
Esa
noche dejó la bebida por completo.
Y
cuando el hijo por fin nació, él se volvió el mejor de los padres y luego el
mejor y el más enamorado de los esposos, concentrándose tanto en mejorar su
situación que acabaron, incluso, sobrándole algunos ahorros y realizando un
excedente de producción propia en el tiempo que antes malgastaba en la taberna,
así como elaborando cuidadosamente buenas estrategias para ir alcanzando, por
fases, sus objetivos.
Con todo aquello pudo, finalmente,
independizarse, hacerse su propio jefe, conseguir aliados y encontrar la manera
de realizar sus sueños de juventud, convirtiéndolos, al mismo tiempo, en su
fuente de ingresos y de progreso...
-Y
aquí se acaba “la Madre de Todos los Cuentos”, sin que apareciera, casi, ningún
dragón, colega Jacín”.–remató Orfeo su relato.
El
bardo del Pirineo se quedó un rato en silencio, degustando lo que acababa de
escuchar. Luego lo felicitó con la mirada y dijo sonriendo:
-Es
la historia de muchos de nosotros, gente común, cuando naufragamos por escuchar
las sirenas de la autoconmiseración y de la desesperanza... Cada uno acaba
obteniendo aquello en lo que pone toda su atención, amigo, nos convenga o no,
pero hace falta echarle valor, amor, imaginación y constancia para merecer
resultados positivos y conseguirlos.
-Valor
y amor constante es lo mismo que fe. “Quien se mantiene en la fe de que puede
conseguirlo, lo consigue”, decía mi maestro Quirón. Eso es la justicia de la
vida para los animosos.
46-
SOBRE LOS MITOS
Jacín
llenó las copas de madera y brindó:
-Estimular
la fe en el propio valor y amor de nuestros oyentes es la esencia y la ética de
nuestro oficio, Orfeo... y ya que tú eres un pelasgo de Tracia con cultura
griega, me gustaría saber lo que piensas de vuestros propios mitos, tan
variados y fantasiosos... Yo los oigo cuando voy por los puertos o a los
festivales. Aquellos que me agradan, los canto para otros, a mi manera y desde
mi propia mentalidad, naturalmente, pero no puedo creer en ellos. Ni espero que
se los crea mi público.
-Tampoco
los griegos se los creen ¡Buenos son ellos para creer, amigo Jacín! -ironizó el
tracio-… A menos que sean niños o personas muy simplonas. La gente mínimamente
aguda percibe que son formas metafóricas para aproximarse a realidades bien
difíciles de definir, pero que se sienten si uno es sensible. Nuestra cultura
es una barquilla sobre un océano de misterio. Los mitos son una manera en que
los pueblos, a lo largo de muchas generaciones, dan nombre a las distintas
caras de lo desconocido, a fin de poder jugar con ello. Las historias de
Afrodita, por ejemplo, sirven paran hacernos reflexionar sobre cómo se
comportan nuestros deseos y sentimientos... la de Crono describe como el tiempo
va devorando a sus hijos y como él mismo es destronado por una nueva era,
cuando ya ha pasado su época...
-¿Y
la devoción a los dioses, a quienes los mitos dan personalidad? -preguntó
Jacín.
-Eso
no viene mal –respondió Orfeo-. Para mi sentir está claro, aunque no lo puedo
explicar con la razón, que existe una Inteligencia Cósmica que sostiene
armónicamente la complejidad de la Vida Universal y, dentro de ella, mi
insignificante vida personal. Entonces le llamo a esa inteligencia vital “La
Gran Diosa”, o el “Padre-Madre Universal” y le agradezco cuando puedo comer, o
cuando disfruto de un buen vino y de una compañía amable e interesante, como
ahora. Y me siento menos solo cuando subo a lo alto de una montaña y puedo
felicitar a la Diosa, en mi interior, por la belleza y la grandeza del mundo que
esa inteligencia creó y sostiene.
-Bien
-dijo el pirenaico-. Eso es fácil de entender, la consciencia humana capta la
divinidad indefinible de la vida y le da un nombre de Diosa o Dios para
comunicarse en su interior con el Todo del que forma parte.
-...Con
lo cual se siente conectada y comunicada con todo –siguió Orfeo-. La devoción,
con minúscula, es una atención amorosa a algo, el estado necesario de apertura
para gozar de los beneficios del amor, ya sea para proyectarlo o para permitir
que nos llegue.
Ahora
bien, la Devoción, con mayúscula, me parece que es la demanda continua de
nuestras almas para que nuestra personalidad humana se ligue y se rinda a algo
superior a ella, por ejemplo a la propia Alma, al Maestro externo o Interno, al
Yo Superior, a Dios, que es el Real Origen de esa demanda, para poder
evolucionar más allá de los tres cuerpos inferiores, el físico, el emocional y
el mental-concreto, o sea, ese intelecto curioso que sólo quiere saber por
saber, pero que no se aplica a poner en práctica las muchas teorías que ya
conoce sobre autoperfeccionamiento.
-Muy
bien –respondió Jacín-. Pero ¿cómo es que unos llegan a hacerse tan devotos de
Hermes o Atenea o Apolo o Hécate, que hasta pueden olvidarse de la Divinidad
Madre en sí, que es el origen de todas esas fuerzas?
-A
mí me parece que decir “Madre” es una forma más entrañable de decirlo, o
incluso “Padre”, ya que la Divinidad no tiene sexo y tiene, al mismo tiempo,
todos los sexos y caras que ella misma imagina (supongo que a través de nosotros)
y que convierte en realidades vivas sobre el plano de su propia manifestación
al imaginarlas... No creo que nadie un poco sensible llegue a olvidarse
completamente de esa Totalidad Divina a la que llamamos La Madre o El Padre...
En
cuanto a los aspectos específicos de la divinidad, aunque yo sepa siempre que
sólo son las caras parciales del Conjunto, es fácil de entender que cuando
estoy en medio de una tempestad sobre un navío, o ante un seísmo, me da más
fuerza el rezarle al aspecto de la divinidad llamada Poseidón, rey específico
del mar o de los terremotos, que a la Diosa o a Zeus.
-...¿Lo
mismo que invocar a las Musas cuando vamos a cantar? –apuntó Jacín.
-Eso
es, o a Hermes en medio de un negocio o de un viaje... en realidad estamos
dirigiéndonos a las potencias específicas de nuestro interior o del cosmos,
para que nos ayuden en un lance específico. Y no cabe duda que alguno de
nosotros, a la hora de confiarse a sus potencias, sabe que puede confiar más en
su Ares, el ímpetu, que en su Hermes, la diplomacia, porque lo maneja mejor,
dado su carácter natal... o lo inverso.
-Orfeo,
yo no quisiera para nada ofenderte –se atrevió a decir el íbero con
circunspección- pero me da la impresión de que los dioses griegos están tan
llenos de pulsiones emocionales como los hombres. Incluso espejean bien
claramente pulsiones negativas, como la falsedad, la lujuria, la envidia, la
cólera, la crueldad, la prepotencia... y hasta pueden ser muy inmisericordes y
destructivos, según los mitos que todos cantamos.
-No
me ofendes, amigo, es verdad lo que dices –contestó el tracio-. Nuestros dioses
del Egeo, tal como normalmente los concebimos, no son sino nosotros mismos en
un plano de mayor libertad, conocimiento y poder, pero todavía en un plano de
dualidad y competencia, que se acentúa cuando se relacionan dioses y diosas, o
cuando se agrupan en bandos contrapuestos, sirviéndose de los mortales, además,
como peones de sus juegos de ego.
-A
mí me gusta tener como modelo y centrar mi confianza en un dios que está por
encima de todos esos juegos de ego y de dualidad –dijo Jacín.
-Ya
lo he visto, colega... cuando relataste la historia de Pyrene la introducías
con la cosmogonía de los atlantes contada por su abuelo, a partir de un Ser
Eterno que se manifiesta en este plano como un dios andrógino del cual salen
todos los dioses duales que normalmente se conocen... –observó Orfeo-... Jacín,
eso no es nuevo para mí, en todas las culturas importantes que he conocido, por
encima del nivel medio o general de comprensión, los iniciados consideran una
Divinidad única, cósmica e impersonal, la energía fundamental de la Vida en el
Universo, que se manifiesta en cada plano o dimensión como tres fuerzas
primordiales: dos polaridades complementarias y una neutra.
La
combinación de esas tres fuerzas movimentándose y geometrizando sobre el campo
de la Eterna Matriz Universal, produce siete fuerzas secundarias que se
identifican con las cualidades de los siete Planetas Sagrados. Estas fuerzas
continúan combinándose y surgen doce emanaciones más, que se corresponden con
las características de los signos zodiacales. Por último, las combinaciones de
esas doce energías universales crean y desarrollan toda la variedad de las
formas que existen en el universo.
…Pero
dentro de esas culturas importantes, ese conocimiento profundo sobre el
carácter impersonal de la Divinidad se reserva para los iniciados que lo buscan
con el máximo interés y que tienen cabeza para entender abstracciones. Dárselo
gratuitamente, sin que te lo pidan, a quienes son incapaces de comprenderlo, es
como arrojar perlas a los cerdos. La inmensa mayoría de la gente no puede
relacionarse con un Dios origen de todo, único y perfecto... pero tan elevado,
distante y abstracto que, ante él, somos apenas como una gota de agua más para
un pez que va por el mar.
…Tu
relato estuvo muy bien, hábil aedo –siguió Orfeo-, pero tus oyentes sólo te
empezaron a atender con comprensión e identificación cuando empezaste a hablar
de los conflictos de poder y sentimientos entre la Diosa y sus parejas
sucesivas o entre padres titánicos e hijos olímpicos. Eso les suena conocido y
real, tiene imagen y materia, tiene analogía, esto es, es comparable o análogo
a lo que encuentran en su casa y en su comunidad. Lo anterior les deja fríos, o
les da pereza entrar en ello, por ser demasiado mental.
-Pero
el mundo seguirá como está mientras no nos preocupemos de elevar la mentalidad
de la mayoría... Nosotros somos comunicadores, Orfeo –dijo Jacín con pasión-,
tenemos un deber, un compromiso con nosotros mismos ante nuestra propia
capacidad, debemos dar lo mejor de la verdad que hemos recibido y comprendido.
A veces pienso que seguir intentando explicar el mundo a través del lenguaje de
las analogías y las metáforas sobre lo que ya es bien conocido, impide a
nuestros oyentes ser creativos y abrirse a la comprensión de conceptos más
abstractos, que definen lo definible de una manera más exacta y veraz.
-Mi
padre decía que el vino del conocimiento puede ampliar la mente –recordó el
tracio- pero que igualmente puede encerrarla y fanatizarla. No se puede dar
vino a los niños. No es prudente entregar conocimiento a quien no está
preparado para aprovecharlo como es debido. Hasta puede ser muy peligroso el
conocimiento cuando usado por inteligencias soberbias y egoístas, sin
consideración ni misericordia. Además, tampoco debes preocuparte tanto por tu
compromiso ante el mundo, creo yo: cuando una persona está preparada para
comprender lo que necesita, el conocimiento, simplemente, aparece. Así ha sido
siempre conmigo.
-Perdona,
pero creo que eso es una manera aristocrática de verlo –se empeñó el íbero-. Se
ve enseguida que tú has sido finamente educado desde tu nacimiento, que eres un
privilegiado. ¿Sabes lo que me ha costado a mí comprender lo que ahora canto?
El conocimiento debería estar a disposición de todos. Claro que los reyes y
sacerdotes saben que el conocimiento es libertad y es poder. Y se lo reservan
para ellos y prefieren que sus pueblos sigan sin pensar, porque así son más
manejables.
-También
hay cierta verdad en eso que dices, Jacín. Pero, en lo que a mí se refiere, yo
sólo he podido aprender lo más importante con dolor, esfuerzo de búsqueda y
sacrificio, igual que tú. No me lo enseñaron mis padres ni mis profesores, sino
la vida. Por eso estoy seguro de que no sirve de nada contarle a la gente cosas
que no tienen interés en buscar, porque nunca las han vivido. Eso no es misión
nuestra. El conocimiento no está oculto, está en todas partes –y recorrió el
entorno con un gesto circular-. Es personal e intransferible y a cada individuo
se lo pondrá la vida en su camino y en su propio sentir cuando llegue el
momento.
-Entonces,
según tú –suspiró Jacín-, aparte de entretener, divertir y estimular las
emociones de la gente como hacen los bufones ¿Qué es lo que hacemos los vates
cuando contamos un mito ante una hoguera?
-Pues
lo que hacemos es exponer modestamente, por medio de metáforas, algo que tiene
una enseñanza práctica frente a la vida, como los cuentos que las madres
cuentan a sus niños, mostrando como en tal situación, usar nuestro Hermes en
lugar de nuestro Ares puede conducir a éste o aquél desenlace, sobre todo si
anda Afrodita por el medio, por ejemplo. O, por lo contrario, si es Hades el
que anda. Esa enseñanza, esa lección, es lo que cuenta y lo que se graba en la
memoria... esa lección que sale del cuento nos educa y nos entrena mentalmente
para barajar posibilidades y tomar decisiones, cada vez que llega el momento en
que hay que hacerlo... la verosimilitud o inverosimilitud del mito, incluso si
es demasiado increíble, no me parece tan importante como esa enseñanza que
contiene.
-¿Incluso
cuando el mito se refiere a las historias tribales o nacionales?
-Incluso
entonces- contestó Orfeo –. Al fin y al cabo, lo que llamamos Historia no es
sino un cuento más que se puede contar de muchas maneras, como bien lo saben
esos cuentistas oportunistas que son los políticos... yo soy un artista y no un
historiador o un político, y cuando alabo a los íberos en casa de los íberos,
que me trataron como un amigo, contando una historia en la que los íberos
pueden sonreir orgullosos y quedarse muy contentos, nadie me puede llamar
traidor o mentiroso porque luego haya a contar una historia parecida a los
aqueos en su propia casa, en la que quienes quedan como héroes enfrente de los
íberos son ellos...
-Claro,
los mitos, mitos son –concordó Jacín-. Y quien quiera convertirlos en dogma de
fe o usarlos para despreciar a los demás, no es culpa del mito ni del bardo,
sino de su propia cerrazón mental.
-Yo
soy un constructor de mundos mentales y sensibles y puedo crear y tomarme todas
las licencias creativas que me parezcan adecuadas para edificar una historia
más brillante. Ahora bien, a mí me gusta, si es posible, documentarme y
componer historias lo más verosímiles, imparciales y convincentes que pueda,
aunque a veces tenga que hablar de dos héroes que vivieron en dos épocas
diferentes, por ejemplo... pero no me importa, si no están disparatadamente
alejadas en el tiempo.
-Estoy
de acuerdo –dijo Jacín sonriendo-. Quien quiera datos históricos “veraces”, que
le pregunte a los ancianos de la tribu... cuando yo lo hago, cada uno me cuenta
la misma batalla de una manera diferente...
-Lo
que para mí importa, realmente, como aedo, o bardo, o artista –remató el
tracio-, es el gusto de la historia misma y la reflexión, el mensaje
sentimental o interno que el mito produce en los oyentes. Y le concedo mayor
valor si la reflexión es dignificadora, liberadora o un estímulo al crecimiento
evolutivo. Pero siempre calibrando el nivel de interés y comprensión de quien
me escucha y ajustándome a ese nivel, nunca pretendiendo que ellos accedan al
mío.
-Yo
pienso que eso es lo positivamente esencial del arte y de la vida, -dijo Jacín-
y lo único que, en verdad, nos vamos a llevar en la memoria del alma, cuando
salgamos por fin de ella.
47-
PROMETEO
-“A
propósito de eso, Jacín, te contaré algo que tu primera narración removió
dentro de mi memoria y que la segunda confirmó. En la primera, hablaste de la
Gran Logia de Iniciados de la Atlántida, y como ellos tuvieron que huir cuando
el Emperador Negro se puso a perseguirlos y eliminarlos. En la segunda
mencionaste que las manzanas de oro de las Hespérides estaban custodiadas por
la serpiente Landón …”
-Así
es -respondió Jacín, muy contento de que Orfeo recordase todos aquellos
detalles.
-“Muy
bien- siguió su colega-, pues según las más antiguas tradiciones de mi país,
Tracia, que se conservaron en una Escuela de Misterios que hay en la Isla de
Samotracia, un hermanastro del último Atlas, o Emperador de los Titanes,
llamado Prometeo, tuvo que huir con los suyos de aquel lugar paradisíaco donde
viviera, situado a Occidente. llamado Adama o Adán o Edén. La tradición dice
que era hijo de Jáfet o Jápeto y de la Diosa Temis, la transmisora del Buen
Consejo o Plan Divino, aquella pitonisa matriarcal que, más tarde construiría
el templo del Oráculo en Delfos, hasta que se lo apropió el olímpico Apolo.
Prometeo
huyó del despotismo de la Logia Negra en la corte imperial de Atlantis,
atravesando el Mediterráneo con su amada -una sacerdotisa oceánide llamada
Asia-, acompañados por la gente que les siguió, sobre un barco que consiguió
arribar a la isla de Samotracia. Desde allí, marcharon para la Anatolia,
cruzando el Helesponto.
En
Tracia y Frigia, Prometeo transmitió a quienes eran dignos de recibirlas, las
valiosísimas iniciaciones de las Serpientes o Dragones de Sabiduría, Supongo
que eso es una manera de decir de los Sacerdotes que habían cuidado del Árbol
del Conocimiento del Parque Sagrado de la Logia de Iniciados Blancos, en la
capital Atlante, ahora perseguidos por las Fuerzas Negras.
Supongo
eso –explicó Orfeo ante el asombro del pirenaico- porque en la Cólquide, el
Vellocino de Oro que fuimos a buscar hace años, se encontraba colgado en el
Árbol del Conocimiento de un Parque Sagrado semejante, dedicado a Prometeo,
donde había una pitón oracular, custodiada por una Alta Sacerdotisa Iniciada,
esto es, por un Dragón de Sabiduría. Lo supongo ahora, porque no había pensado
en esas relaciones por entonces.
No
lo había pensado, a pesar de que nos contaron en el Templo de los Antiguos
Dioses de Samotracia, al principio de nuestra expedición, que los agentes del
Emperador de la Raza Anterior, la de los Titanes, o sea, lo que ahora llamamos
los Atlantes, habían acusado a Prometeo del sacrilegio de haber robado las
Manzanas de Oro del Jardín Sagrado de las Hespérides y fueron mandados tras él
los más tenaces guerreros y hechiceros de la Logia Negra a perseguirlo y a
silenciar el antiguo conocimiento espiritual que portaba, así que Prometeo de
nuevo tuvo que escapar, refugiándose en el Cáucaso.
Pero
finalmente los hechiceros lograron capturarle y encerrar su espíritu en una
prisión astral situada sobre una roca inexpugnable, donde un encantamiento
terrible lo atormentaba, un buitre venía todas las tardes a roerle el hígado y
al día siguiente se le desarrollaba otro nuevo, para de nuevo roerlo el buitre…
está claro que se trata de una buena metáfora para describir los remordimientos
de alguien que rompe su voto de silencio sobre los Misterios Iniciáticos.
Prometeo
está considerado como un Santo Redentor, un Kristos, como se dice en griego,
para los Tracios y Caucasianos. Tras su aprisionamiento, su fiel compañera, la
oceánide Asia, siguió transmitiendo el Fuego Divino, o sea, sus conocimientos
de Alta Iniciada Blanca en Anatolia, y por eso aquella región, madre de tantas
culturas de la Nueva Era, acabó llamándose como ella, la gran iniciadora procedente
del Paraíso Atlán, paraíso cuyo recuerdo quedó bien registrado en los archivos
de los imperios mesopotámicos con el nombre de su lejana patria deformado en
Adán o Edén.
En
Creta, Hércules, que había sido mi rival, y luego mi camarada en el inicio de
la mayor aventura que viví en mi juventud…y que ahora es para mí uno de mis
amigos más amados, – terminó el tracio, suspirando- me dijo que no iba a
descansar tranquilo hasta que lograra liberar al espíritu de Prometeo de su
roca del Cáucaso y hasta conseguir para él la inmortalidad que se merecía por
haber transmitido a nuestra Quinta Raza Raiz Ariana, el Fuego Sagrado del
Cultivo del Mental Superior, cultivo que la Raza Anterior no fue capaz de
desarrollar, como era su misión, porque se quedaron enredados en el
sensacionalista y egoísta psiquismo inferior, productor de fenómenos materiales
de gran impacto emocional, típico de la magia astral.-“
48-
LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO
Orfeo
miró hacia fuera, caía la tarde y las cumbres de las espléndidas montañas del
Pirineo, exuberantes de encinas milenarias, se volvían doradas. Los pájaros
cantaban en la enramada, alrededor de la casa. Había un rumor de aguas vivas
corriendo por toda parte, vivificando el cuerpo de la Madre Tierra sobre el que
todos los seres se sustentan. Se sacudió de encima los recuerdos y propuso a
Jacín salir a dar un paseo.
Caminaron
hasta un lugar más alto, desde donde la vista abarcaba una gran perspectiva de
la cordillera. Largo tiempo quedaron ambos bardos en silencio, contemplando el
paisaje. El silencio es el manantial de todas las inspiraciones, el alma
necesita hacer vacíos para llenarse, el vacío mejor que el ser humano hace es
cuando se abre a la contemplación de la belleza y la grandiosidad de la
naturaleza, ante las cuales se quedan pequeñas las palabras.
Sin
embargo, el vacío momentáneo de nuestra mente vuelve a colmarse enseguida de
nuevos pensamientos, que gozan en convertirse en expresión, sobre todo cuando
hay cerca un espíritu afín con el cual comunicarse. Y surgen de nuevo las
palabras, porque el hombre es consciencia, la consciencia es luz y las palabras
son las llamas que la luz de la consciencia enciende en nuestras mentes.
-Tú
que tanto has viajado, que eres tan gran músico y poeta y que, además de tener
una alta cuna y educación, has adquirido por ti mismo muchas experiencias...
¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta vida, Orfeo?- preguntó
Jacín con toda sencillez, como si preguntase algo fácil de contestar.
El
tracio guardó silencio largo rato. Su maestro Quirón le decía que para saber
qué cosa era importante en cada momento, había que preguntárselo a la Muerte,
que vive a nuestra espalda, ya que es la otra cara de nuestra Vida.
Con
el ojo de la imaginación, Orfeo miró por encima de su hombro izquierdo y le
preguntó a su muerte:
-“Si
yo me fuera a morir inmediatamente ¿Qué es lo que hay dentro de mí que haya
justificado mi vida?”
Entonces
la Muerte le envió una serie de recuerdos envueltos en auténtico calor humano.
Eso era lo importante. Y el resto, apenas las circunstancias secundarias que lo
sustentaban.
Luego
respondió a Jacín:
-Lo
más importante que he aprendido en esta vida es a amar a plena intensidad.
-…Y
amar con plena intensidad no es algo pasivo o inconsciente, algo que nos envuelve
sin remedio, como piensan muchos – añadió Orfeo-. Sino una activa, consciente y
firme voluntad de permanecer fiel a aquello o aquellos a quienes más se quiere
y considera… y no importa si existe o no retorno o reciprocidad.-
Se
quedó callado, pero enseguida miró para él y adivinó que estaba esperando una
nueva historia. Era un íbero amable y sensible y un poeta. Hablaba
correctamente la lengua franca pelasga. Orfeo se sentía muy bien en su compañía
y con ganas de sacar hacia fuera sus vivencias más íntimas. De liberarse.
-¿Quieres
que te cuente cómo descubrí la intensidad? Es una historia larga. Es mi
historia.
-Soy
todo oídos -dijo Jacín sentándose sobre una piedra-. Aún demorará mucho en
anochecer.
-Pero
no es nada que esté preparado, irá saliendo a borbotones, podemos dialogar.
-Dialogaremos
pues.
Orfeo
también se sentó de frente al paisaje. Miró hacia el Oriente, como si buscase a
lo lejos su país, y comenzó:
-Si
yo imagino que me voy a morir en un minuto y miro hacia adentro y busco lo que
me puedo llevar como recuerdos principales de esta vida, lo que más destaca en
mi memoria sensible son unos cuantos momentos de gran intensidad que ya
pasaron, pero que continúan dentro, al rojo vivo, como los rescoldos de una
hoguera.
Hace
muchos, muchos años, siendo un niño pequeño, yo amaba todo, porque creía que
cuanto existía a mi alrededor no se diferenciaba de mí mismo. Cuando contemplo
un paisaje como éste, regresa a mí aquel sentimiento.
Después,
me seguí amando en aquellas personas que me parecía que también eran parte de
mí, mis padres...
Pero
un día empezó a parecerme que ya no éramos más la misma cosa.
A
partir de ahí, empecé a contemplar el mundo como una gran llanura en la que
había millones de pequeñas llamitas separadas, unas más altas, luminosas y
firmes, otras débiles, ondulantes, mortecinas, todas ellas en continua
transformación.
-Yo
cuidaba de la mía buscando mi propia satisfacción, apreciándome,
autocomplaciéndome, dándome atención, afecto y placeres físicos, emocionales y mentales
a mí mismo. Es decir, amándome.
Y
me parecía que cada persona hacía lo mismo para cuidar de su propia llama.
Según
fui creciendo y desarrollándome, surgió en mí la necesidad de acrecentar mi
fuego personal; su pequeño fulgor no me bastaba, me dejaba hambriento,
necesitaba más.
Yo
había nacido hijo de la familia dirigente de mi país; pronto descubrí que podía
apoderarme de parte de las llamas de las otras personas para intensificar el
brillo de la mía. Conseguir que otros cediesen su llama, de buen grado o por la
fuerza. Eso era lo que todo el mundo hacía en el ámbito del poder.
Fui
aprendiendo muchas maneras diferentes de conseguirlo, cada persona tenía la
suya, pero la manera habitual de mi familia era arreglárselas para captar la
atención de los demás impresionando para dominar. Porque estamos completamente
con la mayor parte de nuestra energía donde nuestra atención está.
Atender
a otro es tender hacia él un puente de comunicación en el que se produce un
intercambio energético. En ese intercambio unos dan de su propia llama vital y
otros toman de la llama de los demás.
La
clase social en la que yo había nacido llamaba la atención por sí misma: donde
yo iba, las personas abrían su puente y su puerta ante mí, se inclinaban, se
ponían a mi disposición, daban de su fuego. Yo me dejaba venerar, mis deseos
eran órdenes, todo el mundo se sentía honrado de complacerme.
Raramente
daba de mi propia llama, a menos que me lo pidieran y aún así, lo que yo daba,
no era mío, eran los recursos que el estado destinaba a cada tipo de petición
razonable. Yo sólo era un funcionario que tenía un cierto poder para
distribuirlos con justicia, de acuerdo a la ley.
Mi
amabilidad era puramente convencional, una pose aprendida y ensayada mil veces.
Sin embargo, ellos se sentían bien, en realidad recogían su satisfacción de la
ilusión de estar relacionándose con Lo Importante, con El Poder; que no era yo,
sino la corona de mi padre, que estaba detrás de mí.
Durante
dieciocho años de mi vida, las personas adoraron en mí algo que no era yo. Yo
representaba mi papel, era mi trabajo, me habían educado para eso desde niño, y
mis padres, además, exigían que lo hiciese bien. Pero cada día odiaba más el
estar dando vida a aquel personaje que no era yo, mientras mi yo carecía de
manifestación, porque nadie lo veía. El brillo del personaje que representaba
apagaba completamente el mío propio.
Yo
me aburría, sentía que el mundo era algo horriblemente tedioso y estaba
convencido de que la mayor parte de las personas eran estúpidas. En esos
momentos me percataba de que mi llama personal estaba a mínimos, mortecina,
asfixiada por la rutina y por la falta de intensidad.
Un
día, recibimos una embajada de los aqueos que habían dominado Ptía, un reino
pelasgo cercano al nuestro, al sur de Tesalia. El embajador traía un majestuoso
caballo blanco tesalio como presente para mi padre. Para mi madre, ricas joyas
de oro que seguramente habrían saqueado de algún templo de la Antigua Diosa. Y
no se olvidó de los hijos: a mí me tocó un halcón de caza.
El
embajador se ofreció a ir conmigo a la sierra donde cazábamos y enseñarme a
usarlo. Acepté. Tres días después cabalgamos con nuestros escoltas hasta una
montaña cercana, bajo la cual corría un río torrencial por una garganta boscosa.
El embajador aqueo era un hombre de unos
cuarenta y ocho años y rostro curtido, con un brillante pasado de jefe
guerrero. Era padre de muchos hijos, y me vio a mí como un hijo más, bastante
flojo. No se contentó con enseñarme como cazaba el halcón, quiso darme una
lección de hombría, inculcarme su propio espíritu de cazador.
-Este
halcón está adiestrado, desde hace tres años, para cazar por sí mismo para su
amo -dijo-. Lo sueltas, busca su presa, la ejecuta y te la trae. Eso es
interesante la primera o la segunda vez, pero después se hace aburrido, porque
es él quien lo hace todo y tú tan sólo estás ahí, recibiendo su ofrenda y
haciéndole una caricia.
-Lo
entiendo –dije. Podía entenderlo muy bien, porque durante toda mi vida eso era
lo que habían estado haciendo los funcionarios de mi padre para mí. Yo sólo
tenía que estar ahí, recibiendo sus ofrendas y dándoles a cambio unas palabras
que hiciesen brillar aún más la llama de su autoestima... La cual era mucho más
potente que la mía, porque estaba sustentada sobre la realidad del buen trabajo
que habían realizado.
-Para
que puedas disfrutar del noble arte de la cetrería -siguió el embajador-,
tienes que convertirte en el propio halcón con tu imaginación, tienes que
ponerte en él y captar desde dentro de él toda la intensidad de su forma de
cazar.
Me
instruyó para que cubriera con un grueso guante mi puño, sobre el que posó
luego a la rapaz. Tenía la cabeza cubierta por una caperuza de cuero
empenachada, que no la dejaba ver.
-Siente
al halcón -dijo-; acarícialo, es tuyo. Siéntelo como si fuese tu propia mano
derecha.
Hice
lo que me decía, lo acaricié con la izquierda, tenía un bello plumaje de
agradable tacto, sentí los latidos del corazón bajo su pecho cálido.
-Ese
corazón es el tuyo, porque su voluntad está ciega. No tiene visión, sólo
instinto. Tú escoges por él y lo utilizas. Haz de tu voluntad su voluntad. Mira
hacia el valle y escoge una presa.
Miré
hacia la garganta boscosa, allá abajo. Sobre el verdor oscuro de las frondosas
encinas se destacó la blancura de una paloma torcaz que sobrevolaba el río. La
señalé al embajador.
-Siente
que tu propia mano derecha es capaz, desde ahora, de descargar, igual que Zeus,
un rayo mortífero a gran distancia. Un rayo en forma de ave rapaz. Quítale la
caperuza y ordénale al rayo que vaya a por la paloma ¡Ya!
Así
lo hice, le quité la caperuza y de inmediato lo impulsé, con un movimiento
enérgico de mi brazo y con una orden, en dirección a la presa. Mi halcón se
alzó, la descubrió enseguida y fue a por ella como un rayo.
-Eres
el halcón -dijo el embajador rápidamente muy cerca de mí-. Has descubierto a la
paloma sobre el río, has concentrado toda tu atención en ella, olvidando el
resto de tus intereses; tu atención centralizada y prioritaria sobre ese
objetivo hace que todas tus potencialidades de todo tipo se pongan a tu
servicio para alcanzar el cumplimiento de tu voluntad; tu estado mental ha
cambiado a una onda de alerta total, torrentes de energías de reserva fluyen a
tí químicamente para acrecentar tu poder de realización; se ajusta de inmediato
al objetivo tu manera de volar y tu cerebro de ave realiza instintivamente cien
mil cálculos instantáneos para determinar previamente la arriesgada maniobra
que a continuación ejecutas: te lanzas en picado a toda velocidad para llegar
allá abajo, sobre el río, con el ángulo adecuado, a fin de poder atrapar con
tus garras a la paloma por el lugar preciso, justo después del momento en que
sus propias percepciones le avisen del peligro y te descubra; agarrándola, no
en el sitio en donde estaba, sino en el sitio donde calculaste que estará
cuando te descubre y trata de escapar. ¡Tocada!
Inmediatamente
de atrapada la presa, sigues la curva ascendente del picado previsto para
remontarte hacia arriba, a pesar del peso; rebasas los arbustos de la orilla y
los árboles sin chocar contra ellos y acabas esa acción impecablemente, de
nuevo en la altura, para poder pasar a la que la seguirá... ¿Qué has sentido?
-¡Uau!
–dije, poseído por la excitación, viendo regresar a mi halcón con la presa en
sus garras- ¡He sentido que todo yo era pura atención concentrada en mi
objetivo, a vida o muerte!
-Bien
-dijo él-. Así es como se tiene que sentir un hombre de poder cuando se expresa
a sí mismo.
Orfeo
se volvió hacia Jacín. Realmente el paisaje circundante se parecía algo al que
acababa de describir. Le señaló con el dedo, allá abajo, a una bandada de
palomas torcaces que sobrevolaba el río.
-Aquel
día –siguió- descubrí que, cuando realmente estamos viviendo la vida a tope y
no simplemente vegetando, somos, en esencia, una atención absolutamente
concentrada en algo concreto.
El
momento en el que la llama de nuestra energía vital brilla con mayor intensidad
es ese en el que uno salió de la rutina de la percepción pasiva y dispersa,
para convertirse en plena atención a vida o muerte.
Igual
que el halcón, en un nivel muy básico, nuestro sentimiento de intensidad puede
acrecentarse cuando vagamos por el bosque verdaderamente hambrientos y surge
una presa, corremos tras ella, apuntamos con plena atención y conseguimos
atravesarla con nuestra flecha.
Pero
eso, para nosotros, ya se ha convertido en una intensificación muy excepcional.
La obtención de comida para el hombre, por causa de los muchos recursos que
tenemos hoy en día, rara vez deja de ser una rutina más, de agradable, pero
baja intensidad de atención.-
49-
INTENSIDAD ELEVADA
-Ya
veo por dónde vas -dijo Jacín-. Pienso que si queremos elevar la intensidad de
nuestra existencia por encima de los niveles comunes podemos recurrir al sexo,
o el atletismo, o los negocios, o la política... o incluso a la guerra, para
conseguir intensidad a tope.
-Eso
es, pero hay niveles mayores, ya lo verás. Por ser hijo de quien era, desde muy
joven conocí la elevación de la llama de la atención que produce el sexo por el
sexo y el poder de vida o muerte sobre las personas… que es una intensidad que
no se diferencia mucho de la puramente animal de cazar a otro ser más débil o
menos hábil o atento, o más ingenuo que tú, y comértelo. Las facilidades que me
daba mi privilegiada posición social para aquellos juegos, hicieron que, con el
tiempo, se volviesen tan rutinarios, elementales y poco intensos como el de
conseguir alimento cada día.
Así
que tuve que buscar otras motivaciones para mi atención. Mi padre me aconsejó
el gimnasio y la caza, pero nunca pude pasar de un desarrollo físico mediocre y
lo mismo como cazador. Mi halcón y mis monteros hacían la mayor parte del
trabajo y, aún así, con los mismos recursos, la mayoría de los que me rodeaban
eran siempre en aquello mejores que yo….Y yo no me conformaba con marcas
mediocres. Siempre quería llegar al máximo; no por las alabanzas de los demás,
pues adulación era lo que sobraba a mi alrededor, sino por mi propio
sentimiento de estar alcanzando mi mejor altura.
Yo tenía um primo, hijo de una
Sacerdotisa-Musa de Apolo, Urania, muiy versada en Astrología que, desde niño,
ya era un músico genial, único con el ritmo y la melodía. Mi madre , su
madrina, ló adoraba como a un hijo, de manera que lo tomó bajo su protección y
le enseñó cuanto sabia. Llamábase mi primo Lino y apenas siendo um muchachito
ya componía himnos a Dionisio y a los antiguos héroes. Hasta hizo toda una
Epopeya de la Creación.
Él
fue mi ídolo y mi maestro de música desde que ambos éramos unos críos. Aunque
sólo me daba clases una vez por semana, ya que estaba claro que yo no estaba
destinado a ser músico, sino a suceder a mi padre en las tareas del gobierno.
Pero
por desgracia, Lino fue también llamado para ser profesor de Hércules, quien,
no pudiendo sufrir ser corregido, hizo un movimiento brusco con la lira que
desequilibró a su maestro de su asiento, cayendo hacia atrás y rompiéndose el
cráneo contra la pared.
Evidentemente
no hubo mala intención por parte del coloso, él era todavía un adolescente,
sólo fue un accidente, pero aquello le causó tantos remordimientos, que decidió
dejar la música para siempre.
Mi
madre, desconsolada por la muerte prematura de su mejor discípulo, volcó en mí
toda la afectividad y las enseñanzas que antes le dedicaba a él, además de las
que me correspondían, y pasaba muchísimo tiempo conmigo, liberando sus
sentimientos por medio del canto y de la música. Y aquello que ella cantaba y
tocaba era tan auténtico y tan sentido, que su vibración prendió en mi propia
alma como en tierra fértil.
Así
descubrí que no era en la Política, sino en el Arte, donde yo me encontraba
ante posibilidades sin fin de ascensión en la intensidad ¡Y eran posibilidades
para las que yo estaba bien dotado!
Tú
sabes como es, Jacín, cada vez que nos ponemos a componer una obra, nuestra
atención concentrada alcanza altas luminosidades, y eso ya es fantástico. Pero
cuando pasamos a dar expresividad a lo compuesto, el brillo sube y sube y
cuando, por fin, puedes ejecutar ante un público, si consigues llegarles al
corazón, tu llama personal se convierte en una gran hoguera que tiene una
enorme ventaja sobre la que te da la caza de la comida, el sexo por el sexo y
el poder sobre los demás, que es la siguiente: no sólo tú te has llenado de
luz... sino que no le quitas a nadie la suya, por lo contrario, la
acrecientas.-
-Es
algo maravilloso –concordó el músico pirenaico-, si la cosa estuvo bien, todo
el mundo sale encendido en su emoción o su comprensión. Ver esa luz que se
desprende de ellos eleva mi luz al infinito.
-El
arte, si es arte de verdad –dijo Orfeo-, te descubre el mundo de lo sublime
dentro de tí, a causa del estímulo que ejerce sobre la sensibilidad, que
siempre está exigiendo algo más perfecto, más grandioso, más sabio y más sutil.
Eso te hace ensayar, ensayar y estudiar, hacerte preguntas y hacérselas a
otros, buscar e investigar. En mi caso, busqué maestros: primero de música,
después de vida.
Y
tuve la suerte, también por mi posición social, de ser admitido en las mejores
escuelas de conocimiento. La más intensa, la primera, en el monte Pelión de
Tesalia, en la Hermandad de los Hijos de Crono, dirigida por el hombre-centauro
Quirón, todo un maestro del Arte de la Vida que creaba obras inmortales, no
pintándolas sobre un lienzo, o con sonidos, ni modelándolas sobre mármol, sino
puliendo la piedra bruta del ánimo de los jóvenes de diversas tribus a quienes
instruía, para convertirlos en hombres realizados y en modelos dignos de ser
imitados por las generaciones siguientes.
Del
mismo modo que en la música descubrí una motivación para el desarrollo de la
intensidad que sólo dependía de mí mismo y de mi esfuerzo y no de ser hijo de
mis padres, así fue también en la Escuela de Quirón, que había educado a lo más
selecto de la juventud pelasga y luego griega, ya que el centauro vivió una
larguísima vida, siglos, decían (a menos que los maestros anteriores de su
fraternidad se llamasen igual que él)... Allí yo era uno más, entre príncipes
de países mucho más cultos, fuertes e importantes que mi país, campeones que me
superaban en casi todo.-
-¿Y
qué os enseñaba Quirón? -preguntó Jacín.
-Nos
enseñaba Caza, Hípica, Lucha, Medicina, Cirugía, Hierbas, Astrología, Música...
pero esas materias eran apenas lo de fuera, el ropaje. Por dentro, toda su
enseñanza, realmente, iba encaminada a convertirnos en héroes.
-¿Héroes?
Pero eso no es para cualquiera, Orfeo, eso es cosa del destino.
-Cosa
del destino puede ser, apenas, que un héroe llegue a ser un héroe famoso,
Jacín. Pero Quirón no se preocupaba por la fama ni por las cosas que sólo son
producidas por el destino o por la suerte, Quirón se ocupaba del heroísmo en
sí, de la voluntad y la dignidad de serlo y de los asuntos que tienen que ver
con el esfuerzo personal...
-¿Con
el esfuerzo personal?
-Eso
es. Él decía, exactamente, que la suerte de un hombre además de su disposición
para enfrentar con éxito su destino, sólo dependen de su atenta
auto-observación personal para conocerse a sí mismo, de su esfuerzo personal
para controlar y desarrollar al máximo aquello que ya conoce de sí mismo, y de
su fe en su propio poder y en el poder de la vida en sí.
-Si
un héroe no depende de ser hijo de una divinidad y un mortal, ni de llegar a
tener fama por causa de grandes hazañas realizadas–preguntó Jacín-... ¿Qué es
un héroe?
-Yo
vivía preguntándome eso mismo –respondió Orfeo- ¿Qué podría aspirar a lograr en
una escuela donde cualquiera era más diestro, más fuerte, más resistente, más
osado, más apuesto y más valeroso que yo? Pero lo que decía mi maestro era lo
siguiente: “Un héroe es cualquier persona que se propone conocer y alcanzar lo
más elevado de sí mismo y que se concentra con toda intensidad en la tarea de
intentarlo”.
Y
cuando Quirón descubrió cuales eran mis personales talentos, me dijo que podía
faltar a las lecciones de caza, de hípica y de lucha, si en ese tiempo ensayaba
música como si tuviese que ganar una batalla utilizándola como arma. Y al ver
que realmente lo intentaba, me inició en aspectos de su conocimiento, además de
los puramente musicales, en los que él no iniciaba a aquellos que iban para
guerreros o para reyes…
...
Cuando salí de allí aún estuve en Samotracia, en Eleusis y en Sais de Egipto,
en otras Altas Escuelas, pero sólo para confirmar que lo que Quirón me había
enseñado podía expresarse también de otras maneras, con otros estilos y en
otras lenguas.
Lo
que me enseñó Quirón, por ejemplo, me dio la confianza necesaria en mí mismo
para ir en busca de aquello que en ese momento más me interesaba: yo estaba
loco por una joven que pertenecía a la Hermandad de las Dríades. Un colegio de
sacerdotisas que preparaba futuras Ninfas para que tuviesen hijos para la Gran
Diosa, a fin de formar cuadros jerárquicos de total confianza para la casta
dominante matriarcal.
-Sucedió
–siguió contando Orfeo- una mañana en la que yo acompañaba a mis padres, junto
con un gran séquito, en una ceremonia oficial de la antigua religión en el
Templo de las Ninfas, enclavado en un Bosque Sagrado. Estábamos allí porque
teníamos que estar, por política, sin ninguna gana. Ni a las Sacerdotisas del
Templo les caía bien mi familia, ni a mi familia le caían bien ellas. Era un
acto oficial, uno de tantos que teníamos la obligación de presidir.
Entonces
la vi, bella, radiante, portando una guirnalda de flores para mi madre, entre
otras jóvenes Dríades. Y eso fue todo; no le dije nada, ella no pareció reparar
demasiado en mí, pero me quedé mirándola durante toda la ceremonia.
Me
marché de allí y seguía recordando su rostro que había quedado grabado en mi
mente... y así durante días. Al final me colé en el Bosque Sagrado, donde
estaba prohibida la entrada sin permiso a los varones, fuesen de la clase que
fuesen, bajo durísimas penas. La espié muchas veces, escondido entre los
árboles.
Me
enamoré perdidamente y la retraté en mil canciones llenas de suspiros. Yo, que
era un cínico hastiado de sexo vacío, yo que hablaba del amor como si fuera un
simple instinto de la parte más animal del hombre al que hay que satisfacer de
vez en cuando, igual que cuando se le echa comida a los perros, entendía ahora
que lo más importante del amor no es recibirlo, sino proyectarlo sin expectativas,
y que se pueda proyectar a todo. Aprendí que esa proyección, si fuese
consciente, intensifica y expande al máximo la llama de nuestra vida... Pasaron
meses en que yo sólo pensaba en ella, sin ella saber nada de mí, todavía.
Porque
aquello era como enamorarse de un imposible, por muy alto que fuese mi linaje.
Las Dríades se convertían en Ninfas en cuanto llegaba la Fiesta de la Siembra,
a la cual asistían los mejores campeones de cada clan de Tracia, siempre que
ellos pertenecieran al clan que correspondía a cada tipo de fertilización, para
evitar la cosanguinidad: ellas elegían libremente uno, yacían con él y si
resultaba una niña, esa niña era educada para Dríade; si era un niño, lo
sacrificaban a la Diosa.
En
cuanto una Dríade dejaba de ser virgen, llegaba a la categoría de Ninfa y cada
primavera había una Fiesta de la Fertilidad en la que, de nuevo, podía escoger
un campeón que sembrase niños para la Diosa en ella. Al cabo de un número de
partos y de sacrificios de niños varones, cuando conseguían llegar a tener un
máximo de tres hijas, las Ninfas se consagraban enteramente a la Divinidad
haciendo varios votos, entre ellos el de celibato y castidad integral, y era
así que podían ascender a Altas Sacerdotisas. Las Altas Sacerdotisas de los
varios clanes formaban el Consejo de Ancianas de Tracia, la Suma Sacerdotisa
que ellas elegían era la legítima Madre y Reina del país.
Durante
muchos milenios, para las castas de Altas Sacerdotisas que habían acaparado el
poder político de las tribus tracias y las de toda la Pelasgia, los hombres
eran apenas un lujo biológico que se podían permitir para su placer (como los
zánganos en una colmena) aquellos verdaderos seres humanos completos, que eran
únicamente las mujeres, imprescindibles para dar nacimiento, cría, mantenimiento
y continuidad a la especie.
...Sobre
todo después de las terribles carestías, producidas al agotarse la caza, lo que
dejaba en paro forzoso a la tradicional utilidad masculina, y tras el salvador
descubrimiento y extensión de la agricultura por parte de las recolectoras,
sumado al especial talento femenino para la relación y organización
comunitaria... además de otros factores prácticos de supervivencia,
civilización, e incluso sabiduría que desarrollaron, a través de la ingestión
secreta de plantas de poder, descubiertas por ellas y vedadas por precepto
iniciático a los varones.
Las
mujeres habían inventado la religión y las leyes, y con ellas mantenían
controlados y sometidos a los machos por medio de los sacrificios humanos, de
la administración a su libre albedrío del sexo, de la comida y... de los
venenos. Y, sobre todo, de la educación de los niños en el temor de la Diosa y
en el terror a la Magia de las matriarcas.
Cada
año, la Suma Sacerdotisa, cargo no obligado a ser célibe, elegía un Jefe de
Guerra como Rey Consorte al cual manejaba a su capricho mientras no surgiese la
oportunidad de sustituirlo por otro más conveniente para la nación. Hasta hace
unas pocas generaciones, era sacrificado ritualmente al terminar el año, en el
mes número trece, el fatídico, o desafiado a muerte por otro aspirante a su
cargo.
Luego
de la llegada de los primeros griegos a Pelasgia (que sacaron a los hombres de
su condición de “sexo inferior o prescindible”), se fueron haciendo componendas
a la ley: se cambió el año lunar de mandato por el Gran Año, de cien
lunaciones, y más tarde por el Año Mayor, de trescientas veinticinco
lunaciones, o sea, diecinueve años, que se equiparaba con el año solar, y
durante el día del sacrificio se sustituía al rey por un niño coronado.
Mi
padre ya era el cuarto rey que había logrado mantener su corona en contra de la
tradición matriarcal. A base de un férreo control del interior y de una buena
relación con vecinos tan poderosos como los aqueos, que se propusieron acabar
con el viejo orden de una vez en sus territorios conquistados y que estaban
dispuestos a invadir los matriarcados circundantes.
Por
eso, él fue el primer rey que se atrevió a cambiar el sacrificio periódico de
un niño por el de un toro en su lugar. Pero lo verdaderamente revolucionario
fue decidirse a tomar como nueva esposa (cuando murió la vieja reina de quien
era consorte), no a una Suma Sacerdotisa de la Diosa, sino de Apolo, que era un
dios olímpico, griego, patriarcal, opuesto al matriarcado.
El
Consejo de Ancianas se conmovió: eso significaba perder la dirección del país,
pues desde siempre, la reina había salido de entre ellas. Pleitearon en vano
ante las más altas instituciones nacionales de justicia, porque mi abuelo Cárope,
sabiamente, al conceder libertad religiosa para acoger a Dionisio, ya había
conseguido equiparar de forma legal el Colegio de las Musas de Apolo con el
Colegio de las Ninfas de la Diosa; por tanto, cualquiera de los dos podía
representar la propiedad de las mujeres de Tracia sobre las tierras del país.
Las
Sacerdotisas de la Diosa intrigaron para fomentar una revuelta, pero no
pudieron poner al pueblo contra mi padre, porque él se lo ganó favoreciendo aún
más los cultos y celebraciones del dios del vino, Dionisio, a quien, al tiempo
que era el más moderno de los Olímpicos, el pueblo tracio consideraba,
extrañamente, como un dios antiguo y popular, ya que traía de vuelta consigo lo
más gozoso del pasado: las fiestas orgiásticas y la alegría de la Diosa. Por
oponerse a él perdió el trono el antecesor de mi abuelo.
Además,
la casta sacerdotal de las Dríádes Ninfas se había ido haciendo tan soberbia y
excluyente, por hereditaria, que la mayoría de las mujeres que no pertenecían a
ella habían perdido la combatividad y el interés por la política que
caracterizaba a las generaciones anteriores.-
-Entonces,
si te he entendido, enamorarte de la Dríade fue como enamorarte del enemigo-
dijo Jacín.
-Así
fue, pero yo venía tan fortalecido en mi autoestima por la Escuela de Quirón,
que me atreví a presentarme a la elección de campeones de mi clan de los
centauros en la Fiesta de las Vírgenes dedicada a la Siembra de Cereales,
confiando en que las sacerdotisas, por política, no me lo iban a impedir y en
que la fuerza de mi amor por aquella mujer, que era tan grande, la haría
fijarse en mí.
Yo
no podía competir con los guerreros ni con los atletas, así que lo hice con
música y poesía, declamando un canto a las Dríades que era un retrato
inconfundible de la mujer-árbol que amaba y dirigiéndoselo exclusivamente a
ella durante el concierto, con mis más sinceras miradas y con todo el calor de
mi corazón, tal como si estuviese apuntando al suyo con el arco de Eros.
-¿Y
acertaron las flechas? –preguntó Jacín, con una gran sonrisa.
-Acertaron.
Y ella me eligió, con gran enojo inicial por parte de algunos miembros del
Consejo de Ancianas. Pero, después de reunirse, seguramente decidieron que
podría ser la oportunidad para volver a tener influencia sobre un futuro rey o
su hija y dieron su visto bueno a nuestra relación. Aunque no permití a mi
cuerpo que resultaran hijos de ella para la Diosa.
-¿Cómo
lo conseguiste?- se extrañó el íbero.
-No
es algo demasiado difícil, si te entrenas en ello como te entrenas con el canto
o con la lira. Se trata de alternar actividad, cuando tu pareja está pasiva,
con pasividad, cuando está activa; y de controlar tus movimientos y tu
excitación a base de respiración serena, de manera que te puedas relajar cada
vez que llegas al borde de la catarata, sin dejarte precipitar por ella.
-¿Dónde
queda tu placer, entonces, si no te derramas?
-En
prolongar y modular a voluntad el contacto sensual todo el tiempo que tu
compañera aún lo desee, en considerar el camino más importante que la meta, en
gozar con el gozo de tu pareja, pero sin llegar nunca al derramamiento de la
semilla, que también es el final del placer. Es como deleitarte tranquilamente
con tres copas de vino a pequeños sorbos durante toda la noche, mientras
conversas de una forma suelta, inspirada, alegre y siempre inteligente, en
lugar de vaciarlas de tres tragos seguidos y quedarte luego completamente
inconsciente, tras un momento explosivo de brutal exaltación descontrolada.
-¿Controlar
los instintos y las emociones no significará desnaturalizarlas y desvirtuarlas?
–arguyó críticamente el pirenaico.
-Para
mí –respondió Orfeo-, no hay cosas más innaturales y desvirtuadas que la
ilusión y la inconsciencia; controlar la excitación y la emoción sanamente es
controlar la ilusión y la inconsciencia. Y no es tan complicado... se consigue
respirando lenta y profundamente y manteniendo en calma tu consciencia mientras
observas, sin dejar de participar ni de estar completamente concentrado en el
momento y en la experiencia que vives.
-Muy
sofisticado me parece eso –dijo Jacín- ¿No te quedas inflamado y muerto de
ganas durante todo el resto del día, después de haber generado tanta energía a
la que no le das su salida natural?
-Me
quedaría, si mi maestro Quirón no me hubiera enseñado a elevar esa energía
desde mi sexo hasta mi cabeza.
-¿Cómo
se hace eso?
-Por medio de rápidas y profundas
inspiraciones por la nariz, manteniendo recta la columna, y mediante
visualizaciones en las que vas impulsándola (y al tiempo refinándola y sublimándola),
del centro energético del vientre al del plexo solar, de éste al del corazón,
de éste al de la garganta y de éste al del centro de la frente... es como ir
subiendo la escala de las notas musicales de octava en octava...
-Y
cuando llega esa energía hirviente a la cabeza...
-...Se
convierte en el más elevado combustible para la inspiración de un artista,
Jacín: la potencia generatriz que iba destinada a engendrar a un hijo de tu
espíritu y del de tu compañera dentro de un efímero cuerpo de carne y hueso,
engendra, si te pones a componer con ella y a moldearla, el mismo hijo de ambos
en el cuerpo sutil de una obra de arte inmortal... tú sabes que nuestras
mejores canciones son pura energía sexual sublimada.
-Ya
entiendo... tal vez me decida a experimentar con ese original método de
creación alguna vez... –dijo sonriendo- ¿Pero qué le pareció a la Dríade que no
derramaras tu semilla material en ella?
-No
le gustó nada. Durante un tiempo estuvo avergonzada. Sentía que estaba
traicionando a su Fraternidad, a sus principios y a la Diosa, incluso temía un
castigo divino. Yo trataba de compensarla demostrándole tanto amor que, en la
siguiente primavera, cuando fue la Fiesta de la Siembra de las Ninfas, me volví
a presentar entre los campeones centauros, con nuevas flechas musicales en el
arco de mi lira... y me volvió a elegir.
-¿Y
lo de los hijos para la Diosa?- preguntó el pirenaico.
-Continué
sin dárselos, pero, al mismo tiempo, le daba razones. Razones y amores, todo el
amor. Le decía que también yo tenía que enfrentar la oposición de mi padre a un
amor con un miembro de la principal institución iniciática de sus enemigos
políticos interiores. Lo cual era verdad, mi padre me consideraba un indigno
sucesor suyo, sin interés por las armas ni por la administración, sin
ambiciones políticas, un príncipe decadente que sólo se interesaba por música,
filosofía, viajes, que sólo sentía atracción por la cultura griega (mientras
que él era totalmente pro-troyano) y por mujeres totalmente inconvenientes.
-Puedo
imaginarlo –dijo Jacín– ¡Vaya lío!
-Le
decía que, por supuesto, yo deseaba tener hijos con ella, pero que no quería
que nuestros hijos fuesen manipulados y usados por el matriarcado. Le hablaba
de una Nueva Era de hombres y mujeres libres (que nosotros dos podríamos
iniciar), en la que ambos sexos vivirían en armonía, en un pacto de igualdad
real y de equilibrio que se saliera, tanto del extremo de la caduca sociedad
matriarcal de la Edad de Piedra, como del otro extremo traído por la Edad del
Hierro y por el intransigente patriarcalismo a ultranza de los aqueos.
Le hablaba de conseguir un equilibrio entre La
Gran Madre y Zeus, entre Apolo y Dionisio, entre griegos y asiáticos, entre la
vieja Tracia y la nueva Hélade y entre el lado occidental y el oriental del
Egeo y le decía que sólo había una manera de llegar a conseguir ese equilibrio
entre tantos aparentes opuestos.
-¿Y
cuál era?
-El
amor, un amor de verdad, como el nuestro, que hiciera complementarios de los
opuestos, igual que cuando un músico juega con los graves y con los agudos
hasta ponerlos en armonía. Y a mayor tensión, a mayor contraste, a mayor
compromiso, fuerza, dulzura e intensidad, mayor expresividad y belleza
resultante, si la armonía que los equilibrase fuese real.
-¿Cómo
respondió tu amada a lo que le decías?
-Me
creyó, Jacín, confió en mí, entendió mis razones porque su corazón le daba
razones que su mente no era capaz de darle. Vivimos un año de amor a tal
intensidad que, al año siguiente, yo me atreví a ponerlo a prueba.
-¿Una
prueba? ¿Qué hiciste?
-Simplemente,
cuando llegó la siguiente primavera, le dije que me iba a Samotracia y Eleusis
y que no me volvería a presentar a la elección de campeones para la Fiesta de
las Ninfas. Le dije que la amaba con locura y que ella era libre para hacer lo
que quisiese, pero que no me iba a prestar más al juego de las sacerdotisas.
-¿Y
qué ocurrió?
-Pues
que me fui a Samotracia y a Eleusis y llegó el día de la fiesta de las Ninfas y
desfilaron los mejores campeones de Tracia desplegando sus encantos viriles. Y
cada una de sus compañeras eligió a uno.
-¿Y
ella?
-Ella
participó en la elección, pero no eligió a nadie.
-¿No
la forzaron a elegir?
-No
podían. La sociedad matriarcal también tenía sus cosas buenas: quien ya había
pasado dos veces por la elección, podía abstenerse de elegir, si no le agradaba
ningún nuevo candidato o si ya tenía un favorito de su corazón.
-Regresaste
enseguida, supongo –dijo Jacín.
-No,
estuve muchos meses fuera, en Samotracia y en el Ática, le quise dar tiempo a
que se lo pensase con calma; y también me lo quise dar a mí. Yo quería un gran
amor, un amor que fuese más allá de las muchas circunstancias externas que
parecían envolver nuestra relación.
-¿Cómo
cuáles?
-Yo
necesitaba estar totalmente seguro de que si mi amor me quería, me quisiera por
mí mismo, no por ser un príncipe heredero, ni por influencia de los cálculos y
previsiones políticas de las sacerdotisas. También anhelaba que alguien me
eligiera para siempre y no tener que competir por la mujer amada cada año, como
había sido el tormento de las generaciones de enamorados precedentes.
Y deseaba mucho tener hijos con mi amor, pero
para que fuesen también mis hijos, no sólo los hijos de su madre. Y me repugnaba
que se los quedaran las sacerdotisas, bien convirtiendo en Dríade a una niña o
en cadáver glorioso a un niño... Ahora bien, para conseguirlo, mi amada tenía
que abandonar su Fraternidad, a fin de escapar a su ley. Y casarse conmigo al
modo griego.
-Se
lo pusiste bien difícil a la chica -dijo el vate pirenaico admirado.
-Era
muy difícil para ella -reconoció Orfeo-. Lo más difícil, casi una indignidad
entre las Dríades, la decisión de abandonar su Fraternidad para entregarse al
matrimonio, una institución extranjera y advenediza, creada por el patriarcado
invasor para convertir a las orgullosas mujeres tracias en seres dependientes,
en la cual renunciaban a su libertad de elección de amantes y a ser las únicas
legítimas propietarias de sus tierras y de sus hijos.
Claro
que yo estaba dispuesto a pactar unas condiciones matrimoniales más
igualitarias que las que contenía el compromiso aqueo y a potenciar su
ratificación como ley y su aplicación, para que se pudiesen acoger a ella todas
las parejas que lo desearan, en todo el reino de Tracia.
-¿Qué
ocurrió cuando regresaste?
-Me
acogió con el mismo contento y con el mismo cariño que si nos hubiésemos
separado la noche anterior y vivimos otro tiempo de intensísimo amor y pasión,
aunque no quiso ni abandonar su Fraternidad ni visitar mi casa. Seguía viviendo
en el Bosque de las Ninfas y nos veíamos y pasábamos con frecuencia las noches
juntos, pero siempre en lugares neutrales y discretos.
Al
año siguiente le dije que me marchaba a Egipto. Me fui, de nuevo hubo Fiesta de
las Ninfas y de nuevo se abstuvo de elegir. Y regresé de Egipto y todo volvió a
ser pasión y armonía, pero de matrimonio, nada. Mientras tanto, tenía cada vez
más problemas con mi padre.
-¿Por
qué?
-Por
todo: porque me iba a recibir instrucción iniciática a países extranjeros
durante largo tiempo, porque, por el camino, hacía buenas relaciones con los
griegos y muy pocas con los troyanos, porque no prestaba la atención que él
demandaba a mis clases de administración o a mis deberes militares, porque no
le gustaba como me vestía o peinaba o en lo que gastaba mi presupuesto; porque
no le gustaban mis opiniones sobre nada, porque contestaba a las suyas, porque
organicé varios conciertos de lira ante público, porque escapaba de palacio
cada vez que podía y, sobre todo... porque ya estaba en edad de casarme con
alguna princesa troyana cuya alianza le convenía y yo no quería ni saber de
ello.
-¡Vaya
con la vida principesca!
-Yo
me veía metido en una rueda que giraba vertiginosamente en todas direcciones y
no sabía como hacerla detenerse, Jacín, no sabía como hacer para apearme y
marcharme a hacer mi propia vida, la que yo quería. O, por lo menos, no tener
que hacer la que no quería.
Entonces
aparecieron un día los heraldos de Tesalia, proclamando que quedaba abierta la
selección de candidatos para la expedición de los Argonautas a la Cólquide. Me
sentí llamado, ahí estaba mi oportunidad de hacerme respetar por mi propio
nombre y no por el de mi padre; y también la aventura libre, con toda la intensidad
vivencial que suponía; y la compañía de muchos de los valientes aprendices de
héroes que había conocido junto a Quirón. Así que en un impulso, sin saber lo
difícil que iba a ser que me admitieran, me consideré admitido y fui a decirle,
tanto a mi padre como a mi amada, que me iba.
-¿Y
qué pasó?
-Pues
que mi padre me dio a elegir entre renunciar a la expedición o abdicar de mis
derechos a la corona en mi hermano. Y decidí abdicar.
-¿…Abdicar?
–el pirenaico estaba alucinado.
-…
Y pasó también que mi amada me dijo que no le importaba que hubiese abdicado,
que me quería por mí mismo, que siempre me esperaría y que si lograba regresar
de la Cólquide, aunque fuese lisiado, abandonaría su Fraternidad, se casaría
conmigo al modo griego y tendríamos hijos... Además dijo que si me mataban,
iría a buscarme al mismo País de los Muertos.
-¡¡Voto
a todos los Dioses!!- exclamó Jacín con la boca abierta.
-Así
mismo juré yo, por dentro, cuando ella me lo dijo ¡Pero sintiendo que me volvía
loco de alegría y de amor! Y esa alegría y amor me dio ánimos durante la larga
y peligrosa aventura, mantuvo alta mi llama vivencial en ella y conseguí vencer
muchas difíciles pruebas, colaborar muy bien con mis compañeros aunque era el
más enclenque del grupo y, por fin, regresar vivo, entero y triunfante a mi
país.
-¡Un
héroe! -dijo Jacín- ¡Estoy hablando con un héroe!
-Pues
la verdad es que así me sentía yo en aquel momento maravilloso de mi vida...
Ella me había estado esperando todo el tiempo y seguía igual de enamorada... ¡Y
hasta mi padre estaba orgullosísimo de mí! Aceptó la boda con mi amada después
de que ella anunció oficialmente que abandonaba la Fraternidad de las Dríades y
se encargó de redactar y de hacer sancionar un nuevo pacto matrimonial mucho
más igualitario que el de los aqueos, así como de organizar una ceremonia
nupcial por todo lo alto...
-¡Y
os casásteis, claro! ¡Final feliz!- Jacín estaba entusiasmado.
-Nos
casamos, pero el mismo día de la boda la picó una cobra en un pie y la mató.
–dijo Orfeo sombriamente.
Fue
como un baño de agua fría para el vate pirenaico después de haberse exaltado de
alegría en el calor de la narración. Quedaron los dos hombres en silencio un
largo rato, contemplando como el sol final de la tarde ensangrentaba el
contraluz tras los nevados de las cumbres, cumbres que se iban haciendo más
solemnes y grandiosas según avanzaban hacia el misterio del Extremo Occidente.
Comenzó
a anochecer y todavía se encontraban allí, sentados sin decir nada. Finalmente,
Jacín se puso en pié, apretó con su mano el hombro de Orfeo y dijo:
-Repito
mi primera pregunta, si quieres contestarla de nuevo brevemente, camarada: ¿Qué
es lo más importante que has aprendido con todas esas experiencias?
-Aprendí
que el Amor más intenso es un dios que todo lo consigue, Jacín -respondió Orfeo
con determinación-. Por eso estoy yendo al Fin del Mundo para pedirle a Hades
que me devuelva a mi alma amada.
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