quarta-feira, 27 de novembro de 2019

LIBRO 2: INICIACIONES CAMINANTES



LIBRO 2: INICIACIONES CAMINANTES


PARTE TERCERA:
EXPERIENCIAS PIRENAICAS
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40- EL LINAJE DE PYRENE


Así, Orfeo pudo escuchar del vate pirenaico que animaba la fiesta, quien se llamaba Jacin, en simples pero muy sabrosos versos de romance popular, el relato de uno de los famosos trabajos de su antiguo camarada argonauta en Iberia.

Euristeo de Tirinto era el mezquino tirano bajo cuya obediencia habían puesto los Dioses a Hércules como condición purificatoria de sus culpas. Un día su heraldo vino con una orden del rey para que el coloso marchase al remoto Occidente, con la misión de arrebatarle al gigante Gerión su rebaño de vacas y bueyes rojos.

Euristeo de Tirinto odiaba a Hércules. Al principio florecía de orgullo de poder mandar en él por orden directa de Zeus, a través del Sumo Sacerdote olímpico. El día que el héroe vino a inclinarse ante su trono y a ponerse humilde e incondicionalmente a sus órdenes, se sintió el más importante y poderoso monarca del mundo.

Pero aquel siervo no podía ser humilde, por muy sinceramente que se lo propusiese. El maldito no dejaba de triunfar con la mayor brillantez, hazaña tras hazaña, por muy duras que fuesen las condiciones de sus trabajos, y el pueblo lo idolatraba.

Cuando aparecían juntos en público, no había vítores más que para él, y eso hacía sentirse disminuido al rey de la muy potente y agresiva ciudad-estado aquea, hijo del famoso héroe Perseo. Cada vez que pensaba en Hércules se sentía más mediocre aún de lo que en realidad era.

Su siervo le eclipsaba. Por lo cual le ordenaba misiones cada vez más difíciles, con la esperanza de que por fin fuese derrotado y humillado o, si fuese posible, eliminado.

Sus informantes le habían dicho del tal gigante Gerión del remoto Occidente (hijo de Crisaor y Calírroe, cuyo padre era Océano, titán procedente de Venus, según el mito) que era fuerte y brutal como un tifón, que tenía tres cabezas y seis brazos, y que había vencido y enterrado a muchos héroes.


Cuando Hércules, sin amedrantarse, cruzó los mares una vez más y consiguió llegar al lado ibérico de los Pirineos (que aún no se llamaban así), pudo averiguar que lo que se decía en Grecia del gigante Gerión había sido deformado, como siempre, por el boca a boca, la imaginación y la distancia, y que no era verdad que tuviese tres cabezas ni tantos brazos, sino tres poderosos ejércitos que, partiendo de Tlantesos, su reino del Sur, con capital en la isla Erytia, habían ido dominando con fuerza avasalladora los otros tres puntos cardinales de Iberia.

Ante tal poderío, Hércules buscó la alianza de aquellos íberos del norte que aún ofreciesen resistencia o que deseasen liberarse del conquistador.

Los primeros verdaderos resistentes que encontró y a quienes se unió, acabaron llevándolo a ver a su princesa Pyrene, en un lugar escondido en pleno corazón de la cordillera.

El griego se quedó sorprendido ante la belleza de formas y la majestad de aquella joven alta, de larga cabellera rubia sobre su piel dorada. Sus ropas eran tan sencillas y desgastadas como las de sus hombres, pero cada leve movimiento suyo les imprimía una distinción impresionante.

Aunque la bella sólo reinaba sobre un remoto campamento de rebeldes medio desesperados, muchos de ellos heridos y bastante carentes de medios de combate, parecía que aún se hallaba en la más noble y civilizada de las cortes, el coloso no dudaba de que debía ser la noble descendiente de una antigua cultura, seguramente mucho más rica y evolucionada que las que había conocido en todo el Egeo, e incluso en Egipto.

Tras recibirle con la mayor dignidad y mientras compartían con él lo poco que tenían, la aristocrática Pyrene confirmó los exóticos orígenes que Hércules había intuído, contándole que era hija del asesinado rey Bébrix, descendiente de Túbal, cuya familia venía directamente del linaje de los antiguos reyes Toltecas de la Hesperia Blanca, “Tierra del Atardecer”, uno de los diez estados que conformaban el imperio oceánico de Atlantis, que había sido la más refinada civilización mundial durante la pasada Cuarta Era de los Titanes.

Ante su cautivado interés, ella le fue explicando, con relatos que luego fueron confirmados y ampliados por sus parientes más próximos, como los antiguos Atlantes, sus antepasados, hijos de Poseidón y de Clito, habían sido civilizados por los dioses Titánicos, muchos milenios antes de que existieran los Olímpicos.


-“Mi abuelo, Túbal, me contaba cuando yo era niña –narraba Pyrene con una elegancia de voz que le fascinaba–, que de la unión del Dios Padre del Cielo, Urano, con la Diosa Madre de la Tierra, Gaia, habían salido, en primer lugar, los siete Demiurgos planetarios que a todo dieron carácter con la emanación de sus siete rayos. De ellos salieron, después, los dioses del cielo, de la tierra y del mar. Todos aquellos seres eran emanaciones de distintos grados o aspectos del Único, más simples o más complejos.

Gaia gobernó el universo con el amor, el rigor y la armonía con que una madre gobierna su hogar durante miles de siglos. Sus primeros hijos eran espirituales y puros, y se quedaron habitando, hasta hoy, las dimensiones más sutiles de nuestro mundo, dedicados a crear arquetipos para el desarrollo evolutivo del planeta.

La segunda generación tenía cuerpos etéricos, porque sus seres eran puras energías, que vitalizaron los mundos elementales de un planeta todavía demasiado convulsionado para permitir la supervivencia de otro tipo de cuerpos. . La tercera fue la de los gigantes Lemures, ya encarnados en invólucros de carne y huesos, y que acabaron diferenciándose en dos sexos complementarios, semejantes a los de los hombres y mujeres que hoy conocemos, aunque eran muchísimo más altos, fuertes y dotados de grandes poderes.

Contando con la ayuda y guía de los más avanzados espíritus que había producido el ciclo evolutivo anterior, fueron capaces de ir desarrollando una civilización mundial a lo largo de muchísimos milenios, pero, como todas las civilizaciones, también ellos vieron llegar su corrupción después de su cénit, al trastocarse sus valores e imperar el vicio y la magia negra, lo que también afectó al mismo padre de los gigantes, para gran desagrado de Gaia.

Pasó el tiempo y la decadencia y la degeneración aumentaban. Urano, perdida su conexión con la Fuente y obsesionado por la lujuria, ya sólo era capaz de engendrar monstruosos centímanos y cíclopes bien rudos en el sufrido vientre, siempre virgen y siempre fecundo de la Diosa. Cuando ella protestó y lo rechazó, él se volvió demente y tiránico, encerró a sus horribles hijos en lo profundo del Tártaro y la forzaba y violentaba cada vez más, para poder seguir descargando en ella su envilecido deseo.

La Madre del Mundo llamó entonces en su auxilio a su más querido hijo, Crono, quien, apoyado por sus compañeros de generación, los Titanes, puso fin al tiempo de su padre, mutilando su poder generador con una hoz y sentando el inicio de una Nueva Era.

Durante ella, Crono reinó en compañía de Rea, el aspecto ninfa en el que se manifestó entonces Gaia, quien formó los cinco Dáctilos con los dedos de su nuevo esposo para que la sirviesen y los hizo guardianes y cronistas de sus Misterios Kabíricos en una montaña sagrada. Entretanto, sus súbditos titanes evolucionaron brillantemente durante miles de años, poblando un gran continente y varias islas que se encontraban en medio del Océano.

Pero el castrado Urano, antes de diluirse en el éter y el olvido, había maldecido a Crono con la profecía de que, igualmente, uno de sus hijos le destronaría. Así que, muy pronto, los remordimientos y el temor lo enloquecieron y acabó degenerando como su padre: paranoico, devoraba a sus hijos en cuanto Rea los daba a luz.

Engulló a Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón. Eso lo aficionó a la sangre y comenzó a exigir sacrificios humanos a sus súbditos, que sus sacerdotes, ocultos tras espantosas máscaras gorgónicas, realizaban a docenas en lo alto de pirámides escalonadas, con el pretexto, convertido en doctrina, de que si no se alimentaba con sangre humana a los dioses, éstos no podrían sostener la continuidad de la vida en el mundo.

Rea, horrorizada, decidió acabar con aquello y lo engañó, dándole a tragar una piedra envuelta en pañales en lugar de su sexto hijo, Zeus, al que crió bien oculto en una isla distante.

Cuando Zeus se hizo hombre, se enamoró de la titánide Metis, personificación del aspecto sabiduría de la Antigua Diosa Madre de Todo, quien le aconsejó una argucia: tras conseguir que Rea le nombrara copero de Crono, le administró un purgante que le obligó a vomitar a todos sus hermanos, quienes, como eran inmortales, salieron ya adultos de su vientre, detrás de la piedra del engaño.

Entonces escaparon todos juntos, atrincherándose en una alta montaña llamada el Olimpo, donde consiguieron, con el tiempo, que se les fuera uniendo un pequeño ejército formado por los cíclopes y los gigantes de cien manos a quienes liberaron del Tártaro y por todos aquellos que estaban hartos de la locura de Crono, e iniciaron contra él una guerra despiadada, como todas las guerras civiles, que duró muchísimos años, ya que la mayoría de los titanes le seguían siendo fieles.

Los dirigentes Crónidas, todos ellos bastante viejos y decadentes, buscaron entre sus nietos un caudillo joven que oponer a los Olímpicos, y lo fueron a encontrar en la persona de un hijo bastardo que había engendrado Poseidón, hermano mayor de Zeus, cuando recién liberado: el fortísimo Atlas o Atlante.

Atlas tenía una explosiva mezcla de orgulloso amor y de resentido odio a Poseidón, quien había forzado a su madre, la ninfa Clímene, hija de Helios, arrebatándosela a su esposo, el titán Jáfet o Jápeto, un corazón noble que, a pesar de todo, crió a Atlas como si fuese uno más de sus tres hijos legítimos con ella, sin hacer la menor diferencia.

Tras sus primeras victorias sobre los rebeldes, Crono colmó de honores y riquezas a Atlas para asegurarse su lealtad, haciéndole emperador del más evolucionado país de la superficie de la Tierra para entonces, el Continente Oceánico, que desde ese momento pasó a llamarse La Atlántida.

Aquel bello y grande reino, situado en un archipiélago ante lo que hoy son los litorales occidentales de Iberia y el norte de África, verde jardín mimado por los dioses, estaba habitado desde los tiempos más antiguos por los hijos de los titanes de la Luna y del Mar más sabios y más fieles, a quienes Urano primero y Crono después, habían enseñado a dominar las leyes naturales de tal manera que, cuando el resto del mundo apenas sabía vivir de otra cosa que de la caza y de frutos silvestres, ellos ya podían servirse de la energía de los elementos y de técnicas agrícolas que, partiendo de semillas seleccionadas y perfeccionadas, producían enormes cosechas de cereales y frutas sobre campos sabiamente cultivados y fertilizados por grandes cadenas espirales de canales de riego.

Habían domesticado con su magia, también antes que nadie, a numerosas especies de animales, y poseían grandes rebaños de vacas, de caballos y hasta de elefantes de razas mejoradas, a los que usaban para construir grandes edificios.

Además desarrollaron la metalurgia y la navegación a vela y sabían desplazarse a bordo de sus naves a enormes distancias, teniendo muchas colonias tanto hacia el Oeste, por donde se pasaba de una isla a otra, Aliba, Sarpedona, Melousa, las Pontion y las Antilias, hasta un continente, rico en minas, que había en el remoto Occidente... como hacia el Este, en las tres Hesperias, cercanas a África y Europa.

La Gran Isla alargada de Atlán o Poseidonis, donde se encontraba la capital, La Ciudad de las Puertas de Oro, estaba en el centro de un enorme golfo, separado por un ancho brazo de mar de los bordes peninsulares de la actual costa oeste de Iberia.

Entre la gran Poseidonis y los litorales ibéricos se encontraba la isla llamada Hesperia Branca o Erytia, que por entonces era alargada y penetraba bastante en el océano. El emperador Atlante había entronizado en ella a su hijo Gádir. El prestigio cultural de aquel reino y su culto al tótem del toro influenció a los ligures que vivían en su entorno, desde mucho antes de que se mezclaran con varias migraciones de pueblos pelasgos.

Los ligures eran los habitantes más antiguos de Europa y se extendían, por el sur del continente, alrededor de un gran lago de agua dulce, llamado Piélago, o Mar Ligur, que había en el centro de lo que hoy es el Mediterráneo Occidental. Llegaba hasta el pie de los Alpes y los Apeninos y a través del norte de África, en aquel entonces limitado al sur por el Mar del Sahara, estrechándose hasta cerca de Egipto y, con una prolongación de pequeños lagos conectados, hacia la tierra de Canaán.

Al este de la actual Grecia desembocaba el gran río que hacía descender desde el norte las aguas sobrantes del mar Negro (entonces llamado Gran Lago del Cáucaso), que se juntaban allí con las del Nilo, ya que las costas egipcias y fenicias estaban mucho más próximas a Creta de lo que están ahora.

Gracias a su sabiduría conectada a la raíz, la rica civilización atlántida había ido creciendo y creciendo, hasta poblar completamente todo su territorio insular, de tal manera que utilizaron sus grandes conocimientos y poderes tecnológicos para construir puentes y diques y extender su patria durante varios siglos, ganándole terreno al mar.

Todo un sistema de grandes rocas movibles colocadas por los sabios en los lugares adecuados regulaban la lluvia o la sequía, si dirigidas hacia arriba o hacia el suelo, manteniendo estable el subsuelo del país, sin que le afectaran demasiado los terremotos o las erupciones volcánicas que, en otros tiempos, habían producido periódicamente grandes cataclismos, de hecho, la Atlántida había sido el mayor de los continentes durante miles de años, después se había hundido restando dos grandes islas, Ruta y Daytia, y gran parte de ellas ya había desaparecido en otra catástrofe cíclica. El archipiélago que rodeaba a Poseidonis era una parte ínfima de lo que Atlántida había sido durante la Era de los Titanes.



A lo largo de cientos de milenios, aquella cultura en continuo perfeccionamiento fue construyendo un mundo modélico, un verdadero paraíso llamado. en tiempos de Urano, el Adama, luego Adán y, en la Era siguiente, Atlán o Atlantis. Sabios de muchas tribus y naciones emprendían el larguísimo viaje hacia el extremo Occidente en busca del conocimiento de los titanes.

La ruta principal atravesaba todo el norte de Iberia hasta el océano. Allí estaba el principal puerto de intercambio entre ellos y los ligures. Era fácil comerciar, pero sólo a los extranjeros de mucho mérito les permitían embarcarse hacia sus bienaventuradas islas. Los que regresaban de allí se convirtieron en maestros iniciadores de sus pueblos a la agricultura, la ganadería, la metalurgia, la construcción, la medicina y a muchas artes y ciencias más.

Pero, como a todas las grandes naciones, también les llegó el día a los Adámicos, en que, demasiado ricos, empezaron a hablar de sus principales valores, disciplina social y virtudes peculiares como rígidas severidades y moral propia del pasado. Relajada la disciplina cívica y la conexión con el Espíritu que cuida de todos, los altos saberes de Atlán, utilizados egoísticamente, se convirtieron en destructiva Magia Negra, lo cual se simbolizó por la apertura de la Caja de Pandora...

Un golpe de estado dirigido por las fuerzas más involutivas obligó a desterrarse al Emperador Legítimo y a todos los Guardianes y Vigilantes de “las Manzanas de Oro del Árbol del Conocimiento de los Bienaventurados”, es decir, al cuerpo de Iniciados de la Logia Blanca que se mantenía focalizado en la realización del arquetipo evolutivo de la Cuarta Raza-Raíz y bien ligados con los Maestros Suprafísicos que les transmitían y actualizaban el Plano Divino. En la capital, los Iniciados fueron sustituidos por una logia negra de hechiceros.

Desde aquel día el poder imperial se convirtió en vana y tiránica soberbia y su impulso constructivo en sensualidad, ambición y decadencia, que fue empeorando a medida en que las nuevas generaciones huían cada vez más de la fe y del esfuerzo y se entregaban a la satisfacción hedonista de los cuerpos inferiores, al consumo por el consumo y al escepticismo egolátrico. Los antiguos Iniciados que no fueron asesinados tuvieron que emigrar lejos con sus parientes y seguidores.

La clase dominante de sus reinos, cada vez con mayor frecuencia llegaba al poder mediante la intriga, el fraude a las leyes y el asesinato, y vino el momento en que ya no podía generar más puestos de trabajo, ni sufragar servicios sociales, ni aumentar el enorme y estéril aparato de funcionarios parásitos que vivían de los impuestos de los pocos que producían riqueza real y de las colonias sojuzgadas. La depresión general era inevitable.

La gloriosa Subraza Tolteca decayó completamente y fue sustituida por la Subraza Semita y luego por la Subraza Acadiana, pero los sucesivos emperadores que ocupaban el trono de la Ciudad de las Puertas de Oro, pese a muchas tentativas de reforma integral o incluso revolución, acababan, inevitablemente, por convertirse en dirigentes de la Logia Negra o de alguna de sus fracciones predominantes, clave del mantenimiento en el poder mediante los métodos más sucios. El Imperio Atlante llevaba en su corazón un tumor que todo lo devoraba.

Entonces, para ocultar a los ciudadanos la corrupción que estaba acabando con su imperio, anticipándose a la inevitable revuelta que iba a desencadenar el malestar general, uno de los Emperadores Negros acadianos se lanzó a toda una serie de aventuras exteriores de conquista de países circundantes, que realmente no eran necesarias, pero que servían para mantener la vitalidad de los degenerados dioses titánicos (mediante magia negra, ofrendándoles sangre de prisioneros), también para mantener fieles a los generales ante la posibilidad del botín, para dilapidar el tesoro público en armamento destructor o en obras de reconstrucción, con gran ganancia de los políticos intermediarios, y para imponer un férreo control al pueblo, a base de restringir las libertades ciudadanas, aplicando censura y la disciplina militar a las voces críticas y a los disidentes del sistema, a quienes se tachaba, como siempre, de antipatriotas.



El imperio obtuvo una espantosa derrota con pérdidas insoportables cuando se intentó la conquista de lo que hoy es el Mar Mediterráneo. Fue llamada la Guerra Ligur, y en ella, los antepasados de la que iba a ser la Raza Raiz Ariana se independizaron definitivamente de la influencia de la Raza Raiz Atlante en decadencia imparable. Nunca más los dirigentes atlantes volvieron a intentar aventuras exteriores, ocupados como estaban en defenderse continuamente de intrigas y revueltas en la misma Poseidonis, último territorio donde imperaban.

La guerra interna por el puro poder egoico de convertirse en Emperadores Negros, guerra espantosa de magos como el mundo jamás vio, se generalizó de tal manera en una raza tan apasionada, que las pocas personas de buena voluntad y positiva evolución mental que quedaban en la gran isla madre de la raza, acabaron uniéndose y saliendo ocultamente en migraciones pacíficas dirigidas a distantes partes do mundo.

Algunas de ellas, dirigidas por lo que quedaba de los Iniciados Blancos, se convirtieron, exiladas en países bien distantes y luego de una purificación general que duró varias generaciones, en semillas de la Nueva Raza Raiz.

 Finalmente, el odio entre las facciones enemigas acabó ultrapasando cualquier limite de prudencia en la utilización de todo tipo de recursos que la magia negra –que ellos llamaban Ciencia- inventó para que los hombres se exterminaran mutuamente. Recurriendo a provocar explosiones o incendios pavorosos sin el menor escrúpulo, a la contaminación sistemática de grandes territorios con sustancias venenosas y al exterminio sistemático de personas, animales y plantas en regiones enteras y, finalmente, a la manipulación dirigida de catastróficas mudanzas climáticas, a la provocación artificial de terremotos e inundaciones… con lo que acabaron por destruir el delicado equilibrio que mantiene estables las placas tectónicas que conforman los continentes.

 En un solo día y una noche terrible, una antigua falla sísmica que había al pie del istmo que unía Iberia con el norte de África, se abrió como una tela que se rasga y se elevó la placa tectónica, provocando que las aguas barrieran todo el archipiélago de Atland hacia occidente. Al llegar al otro lado del Océano, la ola devastadora volvió en sentido inverso. Su multiplicado peso chocó contra la barrera de montañas, hizo bascular la placa de nuevo, y así una vez más, hundiéndose todo el litoral occidental de Iberia mientras se elevaba el oriental y los Pirineos, hasta que se cortó y se derrumbó definitivamente el istmo y, con él, desaparecieron las tres Hesperias y todas las arrasadas tierras atlánticas.

El mundo se conmovió cuando las aguas del océano, por Occidente, y las del Mar Negro, que entonces era un lago, invadieron, en una aplastante cascada de doscientos metros de altura, el lago Ligur y la cuenca entera del gran valle del sur de Europa. También se vació en él y en el Océano todo el Mar del Sáhara, quedando convertido en un desierto. Toda la flota y los puertos pelasgo-ligures fue tragado por las gigantescas olas, igual que sus enemigos, extendiéndose las rugientes aguas y formándose lo que ahora se llama el mar Mediterráneo.

Muchas naciones desaparecieron por completo y quienes consiguieron sobrevivir en las cumbres de las más altas montañas, que ahora eran archipiélagos de islas, volvieron al primitivismo. El sonoro y exacto idioma Atlánico o Adámico, que servía como lengua franca para la comunicación universal, se escindió y corrompió en la multitud de lenguas que hoy separan a los hombres. Sólo las pirámides construídas en Egipto quedaron en pie, para testificar que en el pasado había existido una tan soberbia y avanzada civilización.

Sin embargo a pesar de que el cataclismo segó la vida de una gran parte de la humanidad y toda su cultura, en la dimensión de los dioses, los Olímpicos, mentores de la Quinta Raza Raíz naciente, habían triunfado plenamente sobre los Titanes de la Cuarta. Una nueva era comenzaba, para la mezcla superviviente de ambas facciones.

De todo el gran pueblo de la Atlántida o de sus vecinos, sólo se salvaron rústicos montañeses o aquellas personas más cultas que, en el momento del hundimiento, se hallaban a bordo de naves en el océano, lejos del centro del cataclismo o en las márgenes del lago Ligur y que fueron capaces de arrostrar las primeras oleadas devastadoras de los maremotos y soportar el hambre y la sed que llegaron después, durante muchos días, hasta que consiguieron desembarcar en la cumbre de alguna montaña, ahora convertida definitivamente en isla.





41- LOS ÚLTIMOS ATLANTES


Fue de esa manera que sobrevivió el linaje de Pyrene, cuyo ancestro, Noyeh o Noel, descendiente del rey Gádir de la Hesperia Blanca, con ciento nueve personas más, animales domésticos y plantas de cultivo, consiguió desembarcar, cuando las aguas por fin se acalmaron, en un monte llamado Aro, de una sierra del extremo occidental de Iberia, que corona y divide verdes valles fluviales costeros, todavía hoy inundados por el océano, denominados rías.

En la ladera de aquella sierra plagada de dólmenes, al borde de la ría, su biznieta Noela, Noelia o Noia fundó más tarde la villa de su nombre, muy cerca de lo que había sido tierra de sus enemigos, los ligures pelasgos más occidentales, los lugones, con cuyos diezmados descendientes empezaron a unirse los hijos de los desarrollados y cultos titanes, al encontrar hermosas a las hijas de los rústicos nativos,

Los lugones estaban en una situación tan miserable después del cataclismo, que Noel y su familia fueron para ellos como santos dioses iniciadores, que les enseñaron de nuevo los rudimentos de la civilización. Los héroes, jefes y chamanes de todas las tribus volvieron a peregrinar hacia allí para recibir el preciado conocimiento antiguo. Siglos más tarde, cuando se ofrece un premio a los niños, aún se les dice que si se portan bien, les traerá regalos el Padre Noel al principio del próximo ciclo solar. La Civilización Atlante, en su periodo final, había sido fuertemente patriarcalista e imperialista, pero el pequeño grupo de Iniciados Blancos que intentaban continuar conectados con el Plan Divino, a pesar de las imposiciones del Emperador Negro y del egocentrismo y decadencia general, habían recibido de la Jerarquía, a través de canales, claras instrucciones de unirse a una Nueva Raza que se estaría gestando bajo una polaridad femenina y contribuir con sus conocimientos a crear, desde la pureza, el amor y la simplicidad, un nuevo modelo de civilización verdaderamente evolutiva.

Jáfet o Jápeto (a quién habían llamado así en recuerdo del padre terrenal del emperador oceánico, el primer Atlas), era uno de los tres hijos de Noel. Entendiendo tan bien como su padre las instrucciones de la Jerarquía Blanca, fue uno de los primeros, entre los jefes de los exiliados, que no tuvo inconveniente en confraternizar con la entonces bien rústica Quinta Raza, y engendró a Túbal en una Madre de Tribu lugona perteneciente al Clan del Lobo. La mayoría de los otros refugiados atlantes, sin embargo, intentaban reproducir su vida anterior, una vida en la que pretendían seguir viviendo cómo aristócratas, conformando una élite noble para la cual, según ellos, los indígenas ligures no tenían nivel. Como mucho podrían ir siendo adestrados, con mucha paciencia, como sirvientes, los más dóciles, o como puros trabajadores manuales.

Por el contrarío, Túbal, hijo de la primera mezcla, a pesar de seguir siendo ante sus paisanos un verdadero príncipe atlante de elegancia impecable, confraternizó desde niño con los lugones, los trató como sus hermanos, les enseñó a forjar instrumentos de metal y a construir buenas embarcaciones y llegó a integrarse tan bien entre ellos que, primero, lo aceptaron como miembro del Clan del Lobo y más tarde, al llegar a adulto, como Consejero del Jefe de Guerra de la tribu, especialmente después de que lo vieron enamorarse y unirse a una Alta Sacerdotisa de Mar que todos respetaban. Mar o Mari era el nombre de la Madre Tierra-Agua litoral o marina, y aquella sacerdotisa se llamaba Gal y era hija de refugiados pelasgo-ligures acogidos por los lugones y algo más cultos que ellos. Los ascendentes de Gal habían habitado, antes de la inundación, el litoral de Maia, una bella tierra donde llevaban tiempo mezcládose con tribus de arianos lunares, llegados de oriente en distintas ondas. Sin embargo, la tierra donde se encontraban ahora había sido tan afectada por la inundación y era tan poco productiva, que no daba para sostener a tantos refugiados, entre los cuales ya comenzaban a surgir conflictos sociales importantes. Gal estaba recibiendo muchos estímulos de sus guías internos para trasladarse a otro lugar con mejores posibilidades, y fue concordando con su amado Túbal, que para entonces ya era un excelente carpintero y herrero, en la decisión de concentrar todos los esfuerzos de ambos en construir tres naves, con el fin de dedicarse a buscar, aún hacia el este, tierras mucho más altas, donde tal vez pudiesen haber campos adecuados para la agricultura y otros supervivientes de la catástrofe a los cuales unirse. Finalmente se embarcaron con algunos de los hijos de los atlantes y con aquellos jóvenes lugones del Clan del Lobo que decidieron acompañarlos. Sus naves exploraron las montañas Astures, encontrándolas prácticamente despobladas, y siguieron por la sierra de Aralar, al pie de los Pirineos, donde por fin encontraron una buena cantidad de montañeses acadianos vascos, el pueblo más antiguo de Europa. Con la mayor humildad, los recién llegados suplicaron a los nativos que les permitieran integrarse entre ellos de forma igualitaria, lo que se fue facilitando después de colaborar en todo con ellos y, al mismo tiempo, irles transmitiendo lo más constructivamente básico del saber atlante que ellos eran capaces de asimilar, aquello que hallaban útil para mejorar su forma de vida, sin dejar de ser ellos mismos. Sin embargo Gal, cuyo encanto e inteligencia conectada le abrió pronto la confianza de las sacerdotisas nativas de Amalur, llamadas “sorginas”, estaba descubriendo, de la mano de ellas, la región más elevada de los Pirineos, llena de acogedores devas con los que podía comunicarse muy bien desde el amor, al tiempo que sintiendo una enorme atracción por uno de sus valles, pleno de puras energías naturales y nunca hasta entonces habitado por seres humanos. Confiando en las intuiciones de su compañera, Túbal, a quien los vascos llamaban Atland (el Atlante), convenció a los atlantes y lugones que lo habían acompañado de la conveniencia de establecerse allá, y negoció con los indígenas la fundación de la primera verdadera ciudad de la Iberia post-diluviana, a la cual dieron el nombre de Lur, usando el nombre del tótem del Clan del Lobo lugón, Lu, que coincidía con el nombre compuesto que los nativos vascos daban á Fuerza vital de la Naturaleza, Ama-lur… aunque los descendientes de aquellos indígenas prefirieron renombrarla tiempo después como Tubalia. Así fue como en el centro más elevado de las montañas pirenaicas, el nuevo linaje atlante-ariano-vasco, bien conectado a la buena guía de la Madre Divina común, fue construyendo y haciendo crecer la ciudad de Lur, llegando hasta disponer de gente y fuerzas suficientes como para expandirse, poco a poco, a base de establecer relaciones de mutua cooperación con las tribus montañesas. De esa manera se fueron desarrollando los centros civilizados del nuevo reino al largo de toda aquella cordillera, de mar a mar. El rey Túbal el Atlante tuvo tres hijos de su amada Gal, dos mujeres y un varón: Lys-Noela, Galjáfet y la primera Pyrene. Lys-Noela era tan pura y luminosa desde niña que en todo el mundo florecía lo mejor de sí mismos ante su presencia. Al llegar a la edad adulta, decidió consagrarse enteramente como sacerdotisa de Mari. Como sentía claramente que Mari y Amalur eran la misma energía con distinguidos nombres, consiguió, apoyada por Gal, ayuda general para levantar un templo dedicado, simplemente, a la Divina Madre en la entrada de una caverna que las sorginas consideraban sagrada, en una zona alta que debía ser, en adelante, preservada por aquellas sacerdotisas como santuario natural. Sin embargo, su prospera felicidad acabó por despertar la envidia y codicia del hombre en quién habían los reyes depositado su máxima confianza. Se trataba de un gigantesco titán llamado Aneto que, con aquella pasión desenfrenada que caraterizaba a la Cuarta Raza Raíz, enloqueció por Gal y acabó atravesando a Túbal con una flecha traicionera. Se siguió un golpe de estado, y Aneto tomó con sus tropas la capital y el palacio real, encerrando en el Templo de la Diosa a la princesa-sacerdotisa Lys-Noela.
 Gal, sus hijos Galjáfet y Pyrene y algunos fieles habían logrado escapar al campo antes, pero Aneto consiguió alcanzarlos y reducirlos. Cuando ya se disponía a violar a Gal, la Alta Sacerdotisa lo maldijo con todas sus fuerzas, invocando la ayuda de su Diosa Mari.
 Cuentan las leyendas pirenaicas que Mari hizo que su compañero, el dragón celeste, escupiese un rayo de fuego sobre el titán Aneto, que quedó inmediatamente calcinado, fosilizado y convertido en la enorme montaña que ahora cubre el Palacio de Atland y la Ciudad de Lur, que sólo siguieron existiendo en más elevados Planos Internos, comandados por el espíritu de Lys-Noela.

Ante aquella desolación, Galjáfet abandonó entonces los Pirineos y regresó con su madre Gal y con lo mejor del Clan del Lobo a reestablecerse en la antigua tierra de Maia, y extendiéndose por la costa atlántica hacia el sur, donde, bajadas definitivamente las aguas, se había estabilizado un verde y bello país.

Pero Gal ya no encontraba gracia a seguir viviendo en el mundo común, que parecía incapaz de superar sus terribles limitaciones. Consagrándose totalmente a la Diosa Mari, abandonó la corte de Maia y se retiró como ermitaña a una gruta frente al mar, más al Sur, en la solitaria desembocadura del río Lis en el Océano.

Cuando Galjáfet iba a visitarla, le contaba que la Diosa estaba introduciendo en ella nuevos códigos lumínicos para irse a vivir, en el cuerpo de luz que estaba desarrollando, a una dimensión más sutil, una ciudad intraoceánica donde continuaba la evolución de los espíritus más desarrollados de la antigua Atlántida, entre ellos el de su amado Túbal, situada en la Cuarta Dimensión de la Consciencia.

La última vez que Galjáfet fue a verla, Gal había desaparecido y no pudo hallarla por parte alguna. Se tranquilizó cuando, en un sueño muy vívido, pudo ver a sus padres juntos, felices y bendiciéndole desde la Nueva Atlántida Intraoceánica, un reino sutil y maravilloso de amor, sabiduría y pureza esencial.

La primera hija de Galjáfet, la segunda Gal, reinó sobre Maia y fue la antepasada física de las tribus Galaicas y Lusitanas.

Su segundo hijo se llamó Bébrix; uniéndose con su prima, la primera Pyrene, reinó sobre toda la cordillera de los Pirineos, que ahora tenía su capital más cerca del Mediterráneo, y fue padre de la segunda Pyrene y de Antía o Andía.

Bébrix había crecido rodeado de cuentos y leyendas sobre su culta ascendencia atlante, y acabó enterándose de que en las sierras nevadas del Sur de Iberia y en el Rif y el Atlas norteafricano, y hasta en la lejanas Grecia, Frigia, Fenicia, el Cáucaso, Etiopía, otros navegantes atlantes supervivientes también habían conseguido encontrar tierras emergidas y formar nuevos reinos uniendo a los nativos, muy inferiores en conocimientos…y quien sabe si, igualmente, también lograrían desembarcar algunos supervivientes en las islas bienaventuradas del Extremo Occidental del Océano.

Los reinos más cercanos a Bébrix eran los de Gerión y Anteo, quienes afirmaban descender, el primero, de los últimos dirigentes del desaparecido imperio, y el segundo, de los reyes de Antilia o Antilla, que era la isla situada más al oeste de Atlantis, la idílica tierra de las palmeras; así que les envió embajadas, para brindarles su hermandad y su colaboración.

Pero, aunque ambos le respondieron con regalos y manifestaciones de fraternidad, éstas sólo resultaron ser una sucia táctica para atraerle a Atlantesos, el país que ahora se llama Tartessos, la capital de Gerión, donde el padre de Pyrene fue vilmente envenenado en un banquete y su comitiva aprisionada, ya que Gerión y Anteo se habían puesto de acuerdo en repartirse los antiguos territorios de mayor influencia atlante, la Iberia toda para el primero y el Magreb y la Libia para el segundo.

Acto seguido, Gerión envió a sus tres ejércitos a conquistar el reino montañoso de los descendientes de Túbal y Gal. Uno, por el oeste, ocupó la sagrada costa atántica de Maia, donde habían desembarcado los antepasados. Otro por el centro, dividió el reino en dos pedazos. El tercero, por el este, aún intentaba acabar de cerrar la tenaza. Nosotros hacemos todo lo posible por impedírselo, noble Hércules.-“



Terminó así la bella Pyrene su narración. De esa forma se pudo enterar Hércules que los guerreros que se había encontrado acompañándola, resultaban ser los últimos resistentes del sector más acosado, aquellos que se habían encastillado en las intrincadas montañas de la cordillera oriental, y que quedaban separados del centro del reino, el cual resistía en lo alto de las montañas vascas bajo el comando de la hermana menor de la princesa atlante, Andía, además de algunos irreductibles en las cumbres cántabras y astures.

Ambas se habían puesto de acuerdo en que la corona de su padre sería para la que consiguiera hacer más por unificar de nuevo el antiguo territorio de Bébrix.

Fueron estos guerreros quienes contaron al coloso que los rebaños de vacas y bueyes rojos que Euristeo le había ordenado que le llevara, eran lo que se había salvado de la antigua ganadería del paraíso Atlán, durante muchos siglos sabiamente seleccionada y mejorada, que daría, en unos pastos verdes como los del norte de Iberia, a donde se iban a trasladar en el verano, la mejor carne y leche del mundo.


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Orfeo estaba asombrado escuchando a Jacín. Aquella nueva versión de la Gran Inundación que había destruido la civilización principal de la Era Anterior, oída de labios de un rústico vate de las montañas ibéricas, que no hacía sino repetir, razonándolo, lo que pudo aprender de otros bardos y que coincidía en lo esencial con lo que le había contado Hércules en Creta, incluso lo relativo a la madre de Hermes, con el relato del cretense Alcínoo, rey de los Feacios, con el del comandante jonio Arron y, encubierta por el mito, con la Historia Evolutiva del Mundo que se transmitía en secreto a los iniciados de segundo grado de los Misterios de Samotracia.

 La propia Samotracia era una de esas altas montañas del norte de la antigua Pelasgia que se habían salvado de las aguas del Diluvio, igual que la isla de Lemnos, o Creta, o el Parnaso en Fócide, en donde se contaba que habían desembarcado de su arca Decaulión y Pirra, descendientes de Prometeo.

El pico de Samotracia acogió a un pequeño número de sobrevivientes de los pelasgos arcaicos, en su mayoría barridos por las olas, y ahora era la isla de Samos-en-Tracia, territorio sagrado donde los haya y Escuela Iniciática respetadísima, más que las de Delfos o Eleusis, donde se transmitía el conocimiento práctico y renovado de los más antiguos dioses de la Era de los Titanes, los mismos que tenían los atlantes, los poderosos Kabiros, la Jerarquía o Hermandad de la Luz, los señores de los siete rayos de la evolución material, espíritus ígneos de la Vida Eterna que están por detrás de todas las aparentes transformaciones de todos los reinos naturales.





42- PYRENE Y HÈRCULES


El interesante vate Jacín siguió declamando la historia de Hércules y Pyrene, quienes, desde la primera vez que se encontraron, habían quedado apasionados el uno por el otro. Tras contar ella sus orígenes, le había estado mostrando las fuerzas de que disponía y la fortaleza natural que constituía el selvático nudo de montañas en el que se refugiara.

-“Viéndola subir ágilmente por las rocas, apenas cubierta con una ligera túnica corta y una capa, mientras daba inteligentes órdenes a sus fieles guerreros, Hércules sintió algo que jamás había sentido antes, a pesar de sus innumerables amoríos.

Cuando, por la tarde, regresaban al campamento, él la miró a los ojos con la mayor admiración y ternura y dijo:

-¿Sabéis, Señora, que os estoy queriendo mucho?

-Creo que me voy a desmayar... -respondió ella languidamente, mirándolo de soslayo con los párpados entornados. Y él ya la veía, en su imaginación, cayendo entre sus fuertes brazos. Pero se trataba de una hija de reyes de un civilizadísimo linaje y no le pareció bien ser tan elemental y precipitado, a pesar de que el magnetismo que había entre los dos era tan evidente que podía tocarse… así que, con esfuerzo, se contuvo y decidió darle tiempo al tiempo.

Sin embargo, poco pudo esperar su leonino impulso y esa misma noche, Hércules se introdujo subrepticiamente en los aposentos de la princesa, burlando a sus centinelas y siendo acogido con naturalidad por ella en su lecho, como si lo estuviese esperando, puesto que había soñado, toda la primera parte de la noche, que nadaba y jugaba con el forzudo extranjero, desnudos ambos bajo el sol, en una fresca cascada de la montaña; así que no le pareció muy extraño encontrárselo a su lado al despertar, degustando con su vista, con contenida excitación, la belleza y el perfume de su cubierto cuerpo juvenil sin osar tocarla. Hasta que ella apartó a un lado las sábanas y dejó ver sus encantos, ofreciéndole libre acceso a su intimidad.

Horas más tarde, totalmente fundidos por el amor, Hércules le prometió que la ayudaría a reconquistar su reino y que vengaría el asesinato de su padre o moriría en el empeño. Al día siguiente, Pyrene ordenó a sus comandantes que coordinasen sus planes de acción con los del griego y poco a poco, a base de golpes guerrilleros asestados en el tiempo y en el lugar adecuado, el ejército ocupante de Gerión fue debilitándose y debilitándose y sus hombres empezaron a perder la gallardía y el ánimo.

Transcurrieron seis meses en los que ambos amantes se sentían en el paraíso, llenando sus noches de pasión y luchando de día juntos, en la mayor armonía, para conquistar un reino para los hijos que pensaban tener, al tiempo que planeaban una organización social renovadora y utópica, una Nueva Atlántida donde se aunaran la más moderna civilización, comandada por una asamblea meritocrática de héroes y sabios, bien conectados con el Plan Evolutivo para la Nueva Raza, con el mayor grado de libertad de los ciudadanos.

Pero Hércules no se sentía libre. Necesitaba liquidar sus compromisos con el pasado, que eran promesas hechas a los dioses, para poder dedicarse integralmente a la construcción de su prometedor futuro con Pyrene sobre aquel bello país.

Empezó a obsesionarse con la idea de que, si conseguía llevarle a Euristeo el ganado rojo de Gerión, seguramente el tirano consentiría en rescindir su juramento de servidumbre, puesto que se marcharía a vivir su vida a una tierra tan alejada de Tirinto... Claro que podía primero tratar de derrotar a Gerión y luego adueñarse de sus bueyes; pero conseguir arrojarle de Iberia iba a ser, calculándolo con realismo, una tarea de muchos años, dado el gran poder de los ejércitos atlantes.

Así que decidió pedir a Pyrene treinta hombres valientes y bajar a Tartessos de una vez a por el rebaño. Si llegaba triunfante con él a Tirinto y obtenía su libertad, estaba seguro de que podría regresar con un buen grupo de expertos guerreros griegos que le ayudasen a apoderarse de Iberia a cambio de tierras y cargos.

Pyrene, que se encontraba embarazada, tuvo un mal presentimiento, le pareció un proyecto inoportuno y precipitado y suplicó a su amado que no se alejara de ella en esos momentos para una aventura que sólo a él le interesaba y que suponía meses de arriesgados viajes a lugares distantes. Le pidió también, que se concentrase en la defensa y ampliación de su territorio, teniendo como primera prioridad conquistar el espacio que los separaba de los resistentes vascos. Y que considerase que su obsesión por liberarse de Euristeo no era más que una prisión puramente mental que él mismo había construído en su cabeza, ya que nadie podría ser más libre que Hércules, si Hércules quería serlo...

...Tampoco le gustó nada que su amante, convencido de la superioridad cultural de sus compatriotas griegos sobre los “bárbaros”, estuviese proyectando buscar mercenarios extranjeros para reconquistar su reino. Eso era sólo un prejuicio de él y no era la mejor manera de hacer las cosas en un país de gentes tan orgullosas e independientes como eran las de Iberia.

Envió un mensajero a su hermana Andía explicando el plan de Hércules y pidiéndole su opinión. Ella, como ya lo esperaba, lo rechazó.

-No importa si toda nuestra vida no sirve sino para consolidar un reino fuerte y seguro en las montañas del Norte –le explicó Pyrene una noche, haciéndose eco de lo que Andía había dicho-, nuestros descendientes llegarán al trono con una misión hereditaria y un destino: extender su dominio hacia el rico Sur tanto como les sea posible. Y esto será lo que creará una gran nación de guerreros tenaces y experientes que valorarán lo que tanto les costó conseguir y siempre lo defenderán, con un entrenado espíritu expansivo que acabará extendiéndose por el mar y por otros continentes, aunque implique una gestación de mil años...

-Eso me parece más realista, mi amor -concluyó-, que querer resolver rápidamente, con un grupo de mercenarios ávidos de lucro, contra los que seguro que tendremos que seguir luchando después, para recuperar nuestra soberanía y libertad.


Durante muchos días, el griego estuvo dando vueltas a su cabeza a los pros y los contras de su proyecto, a fin de tomar una decisión acertada; pero, en realidad, ya la tenía tomada desde el principio: se sentía tan atado al compromiso de acabar de pagar sus culpas del pasado y considerarse en paz con los dioses, que ni podía dormir. Cuando le dijo a su amada que partía hacia el Sur, su relación amorosa comenzó a deteriorarse.

Sin embargo insistió tanto y hasta se agrió de tal manera, que Pyrene, con gran dolor de su corazón, tuvo que entregarle sus mejores hombres y dejarlo partir.






43- CONTRA GERIÓN


Contaron después los bardos que el héroe, lleno de impaciente júbilo, descendió por la costa mediterránea, le pidió prestado su barco al dios Helios para cruzar escondidos desde Mainake hasta la isla Erytia, que estaba junto a la de Gádir (lo que quiere decir que consiguió unas naves de sus compatriotas del emporio jonio, que tenían un sol como emblema en sus velas) y consiguió descubrir los pastos de la famosa gran manada de rojos bueyes y vacas atlantes, guardada por el terrible perro de dos cabezas Ortro, nacido del monstruo Tifón y de Equidna, que había sido antes propiedad del emperador Atlas, y por el jefe de los pastores de Gerión, Euritión, hijo del dios de la guerra, Ares (o sea, un jefe de mercenarios).

Hércules luchó contra ambos en el monte Abante, los derrotó con su terrible maza recubierta de bronce e hizo que sus hombres condujesen, de nuevo en las naves de Helios a la preciosa manada capturada, hacia Mainake, que aún hoy se llama la Costa del Sol, y después hacia los territorios de su amada, mientras él buscaba a Gerión en la capital de Atlantesos.

Pero otro pastor, Menetes, que andaba por la región apacentando las vacas de Hades, avisó rapidamente a Gerión del robo, y éste salió tras los ladrones con su caballería de élite, mientras Hércules aún andaba buscando la manera de introducirse en su palacio de Erytia. A marchas forzadas, llegó el atlante al gran río Íber que está al pié de las montañas del Norte y rodeó a los cuatreros cuando se disponían a cruzarlo, matando a la mitad de ellos y recuperando su ganado. Los supervivientes intentaron salvarse ocultándose en las altas montañas donde se encontraba su princesa; pero Gerión, antes de poner a sus tropas en peligro en un terreno tan difícil, prefirió mandar prenderle fuego a la cordillera por sus cuatro costados.

Hércules comprendió demasiado tarde que Gerión no estaba en Erytia, y salió corriendo tras las huellas del ganado, con el corazón estrangulado de malos augurios. Ya desde el llano pudo divisar la inmensa humareda, toda la parte oriental de la cordillera estaba ardiendo. De noche, su luz iluminaba la carrera desesperada del guerrero peñas arriba, entre las brasas de los troncos calcinados.

Al amanecer, consiguió llegar hasta el refugio de Pyrene, pero ya no había nada que hacer, salvo gritar y llorar desconsoladamente y enterrar a su amada en la tierra quemada, enterrando con ella al último príncipe de Hesperia que ella llevaba en su vientre, a sus fieles seguidores y a sus sueños ibéricos.

Hércules se propuso levantar en honor a aquel gran amor un mausoleo sin igual, y así, con las fuerzas de su rabia, de su dolor y de su vergüenza por haber tomado una decisión tan desgraciada, acumuló grandes peñascos sobre el monte hasta crear una imponente pirámide de rocas, que hoy parece la cumbre más grande de la sierra, aunque realmente hay otras de más altura.

-Ahora le llamamos el Pico Canigó -dijo el vate ibérico que había contado la leyenda-, es para nosotros un lugar sagrado y en el solsticio de verano encendemos una hoguera en su cumbre, la velamos toda la noche y, al alba, bajamos con antorchas de ella para prender los fuegos colectivos de toda la región, a fin de recordar a los protagonistas de esta historia... En honor a Pyrene, también le llamamos Montes Pirineos a toda la ancha cordillera.

Así él terminó su narración, siendo muy aplaudido por los asistentes. Pero Orfeo quería saber más y le preguntó qué había sucedido después con Hércules y con Gerión.

-Gerión -siguió el bardo después de refrescarse un poco-, luego de recuperar su ganado y de prenderle fuego a los montes, no quiso, por precaución, regresar enseguida a Atlantesos, y se retiró, en una marcha de muchos días, hacia el extremo occidental de Iberia, para la Tierra de los Gal, donde había inmejorables pastos, algo más al norte de la sierra en la que había desembarcado el tatarabuelo de Pyrene cuando logró sobrevivir al hundimiento de la Atlántida.

Hércules se filtró entre los bloqueos del enemigo y fue a pedir ayuda a los vascos, pero la princesa Andía lo consideró culpable de la ruina de su hermana Pyrene en el Este y no quiso ni recibirle, de manera que tuvo que marcharse sin hombres. Subió también a las montañas de los resistentes astures sin conseguir que siquiera le escucharan.

Pero aún así no se desanimó. Solo, fue rastreando durante semanas las huellas del ganado hasta la tierra de los Gal y acabó localizándolo mientras los bueyes rojos pastaban en un verde valle cerca del mar. Entonces dispersó a sus guardianes con una lluvia de flechas y esperó escondido.

 Cuando avisaron a Gerión de que le estaban robando de nuevo, él se presentó con sus mejores guardias montados en el lugar. Hercules salió de un salto del bosque, se le plantó delante y gritó su nombre con furia. Gerión tensó su arco hacia él, pero una única flecha certera del griego, directa al centro de su pecho, lo hizo caer del caballo lanzando un bramido de dolor.

Aquello satisfizo sus ansias de venganza, aunque no pudo llevar la paz a su propio corazón, vacío y atormentado como un desierto de lava seca.

El forzudo asaetó también, o puso en fuga, a los desmoralizados hombres de Gerión y luego recogió y enterró al atlante en lo alto de un monte que miraba al tempestuoso Océano del que había llegado su raza.

Como ofrenda póstuma a la infortunada Pyrene y a su hijo no nacido, levantó sobre la tumba una torre de piedras y encendió sobre lo alto una hoguera, en la que quemó las armas y la enseña de su enemigo. La torre sirve hoy de faro a los navegantes en aquellas aguas tan peligrosas y todo el mundo la llama la Torre de Hércules.

Los vascos descendientes de Andía, junto con los astures, resistieron y acabaron expulsando de su montañoso territorio a los descendientes de Gerión, de la misma manera que, más tarde, resistirían durante siglos y siglos a cualquier extraño que tratara de dominarlos y de hacerles perder sus orgullosas identidades a la fuerza, aunque nunca dejaron de aportar sus potencias y su tenacidad a las empresas de quienes supieron tratarles como verdaderos iguales y amigos. Los vascos son los más antiguos habitantes de Iberia y todavía hablan una lengua propia, que es un vástago directo del antiguo idioma de los Atlantes Acadianos.

La hija de Gerión, Erytia, tuvo un hijo con Hermes, Nórax, pero sus súbditos ibéricos, azuzados por los colonos griegos, estaban tan hartos de la prepotencia tirana de los Oceánidas, que le hicieron huir a Menorca y de allí a Cerdeña, siendo sustituido por la actual dinastía de “Reyes de la Plata” que cambiaron el nombre del reino de Atlantesos a Tartessos.

En Menorca y Cerdeña Nórax hizo construir grandes monumentos en piedra, al modo atlante, y por fin murió y con él su linaje, en la ciudad que fundó en la segunda isla: Nora.

Hércules volvió a cruzar toda Iberia y media Europa, teniendo que sufrir grandes trabajos para llevarle parte del ganado a Euristeo, quien, en lugar de aprovechar las excelentes vacas atlantes para mejorar la cabaña griega, despechado por el nuevo triunfo del envidiado siervo, prefirió sacrificárselas a la diosa Hera, celosa y eterna enemiga del coloso.

-Así terminó el décimo trabajo del famoso héroe –dijo el vate pirenaico, echando mano a una taza de vino-. Euristeo aún le encomendó un undécimo, poco después, en el que tuvo que volver a Iberia para enfrentarse al otro rey atlante de África, compinche de Gerión”.-


Orfeo no quiso abusar del bardo Jacín, que ya había realizado cumplidamente su trabajo, y le dejó que se relajara y se integrara en el disfrute general de la fiesta, pero al día siguiente lo fue a visitar a su cabaña, llevándole como ofrenda de amistad una artística fíbula para capa, en forma de cabeza de caballo tallada en la concha de un molusco, que le habían regalado a él los recientes colonos de Rosas. Jacín agradeció mucho el detalle, lo convidó a almorzar con él y después le contó la segunda aventura de Hércules en Iberia.





44- LAS MANZANAS DE ORO


-“Una de las leyendas que se desarrollaron en Iberia después del paso de Hércules por aquí –comenzó el bardo Jacín su segundo relato- comenzaba contando que, al casarse Hera con Zeus, había recibido, como presente de Gea, un jardín de manzanas de oro, símbolo de inmortalidad. Esas manzanas, que primero habían estado en ciertas montañas del archipiélago atlante custodiadas por las tres Hespérides y por la serpiente Ladón, se decía que podrían encontrarse ahora en lo que quedaba de él, unas islas imprecisamente situadas en el extremo occidental de la Libia que da al Océano, donde el norte de África se llama el Magreb o el país de los Moros.

El hijo del tirano de Tirinto, Euristeo, que era vil y envidioso como él, le sugirió a su padre que, si ordenaba a Hércules que se apoderase de ellas, no sólo lo estaría enviando a un remoto fin del mundo de donde era muy probable que no volviera, pues no se sabía si las tales Hespérides existirían, si eran un colegio de sacerdotisas oceánicas de la Antigua Diosa, o seres míticos de otra dimensión, o unas islas de verdad y, en caso de que lo fuesen, ni siquiera había certeza de si esas islas eran actuales o si formaban parte de las tierras hundidas en la Era Anterior...

Además estaba claro que, si iba a por ellas, tendría, forzosamente, que ofender a unas diosas tan poderosas como Hera, que ya lo odiaba, y Gea, y no tendría más remedio que vérselas con los terribles gigantes Anteo y Atlas, por cuyos dominios no podría evitar el paso.

Así que Euristeo, por medio de su heraldo, dio la orden para el undécimo trabajo y Hércules hubo de obedecer y partir, ya que por consejo del Oráculo de Delfos se había sometido a ser el siervo de aquel miserable durante doce años, para expiar la muerte que había dado a sus propios hijos, los que tuviera con Megara, tras caer en un estado de locura furiosa, cuya oculta causa estaba en una hechicería de Hera, que no le perdonaba ser el más brillante de los hijos ilegítimos, (o sea, opuestos al viejo Sistema Matriarcal), con los que la había ofendido su infiel esposo, aquel libertino de Zeus.

Por mucho que preguntó, nadie supo informarle donde se encontraba el Jardín de las Hespérides; muchos le dijeron que seguramente no en esta dimensión, sino en la de los dioses olímpicos o, tal vez, en alguna de las islas que hubiesen sobrevivido en el océano al hundimiento de Poseidonis.

Marchando a través de Iliria e Italia, llegó al río Po y allí forzó al dios marino Nereo, del que se decía que era tan viejo que había criado a Afrodita, a que le informase sobre la localización del huerto de las manzanas de oro. Él le dijo que si alguien lo sabía, ese alguien era el gigante Atlas, antiguo emperador del Atlán, ya que las tres Hespérides eran hijas suyas y de una de sus mujeres, Hesperia.

Nereo añadió que, desde la derrota de los Titanes por los Olímpicos, Atlas estaba desaparecido, pero que tal vez Prometeo debía saber de su paradero, ya que era un hermanastro suyo. Prometeo estaba encadenado a una roca en el Cáucaso, donde un águila enviada por Zeus le roía las entrañas cada tarde.

El Coloso recorrió la enorme distancia hasta el Mar Negro y, eludiendo la Cólquide, subió la cordillera, ahuyentó al ave con sus flechas y liberó a Prometeo. El Titán, muy agradecido, le explicó que actualmente su hermanastro, el antiguo Emperador Oceánico, vivía en una alta montaña del extremo occidental de África, condenado también por Zeus a sostener la bóveda celeste.


Desde el extremo Oriente, Hércules cruzó todo el Mediterráneo nuevamente, en navíos griegos, hasta alcanzar el litoral ibérico. Subió a los Pirineos y lloró e hizo sacrificios ante el monumental túmulo que le había levantado a su añorada Pyrene.

Luego descendió al extremo sur de Iberia, donde se encontró que el atlante Anteo, rey acadiano de Tinguis, en el Magreb, estaba tratando de invadir los dominios del desaparecido Gerión, que ahora eran llamados el Reino de Tartessos, para lo cual tenía recién terminado un enorme puente de balsas flotantes bien amarradas, hechas de vigas de grandes árboles y recubiertas de planas losas de piedra, tan grandes y gruesas que podrían soportar el paso rápido de cientos de carros de combate y elefantes (reconectando África con Europa como en el tiempo del imperio atlante). Anteo se preparaba para atravesarlo con sus tropas, a fin de conquistar Tartessos y luego la Iberia toda.

Los griegos del emporio Tursha, que sentían tan poca simpatía por los descendientes de atlantes que habían dominado en el pasado Tartessos (favoreciendo más a los fenicios del emporio Gádir) como por los del Magreb, le contaron que Anteo presumía de ser un hijo directo de Poseidón y Gea y que le venía tal flexibilidad de su padre y tanta fuerza de su madre, que retaba a cualquier extranjero que llegaba a su tierra a una lucha singular con las manos desnudas. De esa manera, había logrado matar a tantos hombres, que con sus huesos levantó un templo a Poseidón en Tinguis.

Hércules tenía que atravesar las tierras de Tinguis para llegar a la cordillera donde estaba Atlas, y como no se olvidaba de que el titán que reinaba en ellas se había compinchado con Gerión para tenderle a Bébrix, padre de Pyrene, la vil trampa en la que fue asesinado, mandó un heraldo tartesio a pedir permiso para cruzar el puente, a fin de combatir limpiamente con Anteo a la vista de su pueblo. El heraldo regresó diciendo que Anteo aceptaba el desafío y que le esperaría dentro de diez días al otro lado del puente colosal, cuyos guardias tenían la orden de dejarlo pasar.

Efectivamente, al amanecer del décimo día, ambos forzudos se encontraron frente a frente sobre la primera playa africana, rodeados de una multitud que había madrugado para presenciar el combate y que daba vivas a su rey, convencida de que lo ganaría, como todos los anteriores.

La lucha libre con las manos desnudas era una especialidad de Hércules, aprendida hacía muchos años en la escuela del centauro Quirón y largamente entrenada en sus combates amistosos con sus compañeros argonautas, algunos de los cuales eran verdaderos campeones, como Pólux, quien nunca pudo con Hércules. En muchos otros combates, no tan amistosos, el poderoso hijo de Zeus había acabado con muy fuertes enemigos, así que confiaba en su saber y su potencia.

Se inició la lucha y nunca se ha visto otra igual: ambos contendientes practicaron toda clase de fitas, mañas y trucos. Dieron a sus espectadores las mejores lecciones de cuanto se puede hacer con las manos desnudas, la atención concentrada, las piernas ágiles y el pensamiento rápido.

Sin embargo, a pesar de la habilidad del atlante, el griego resultó ser más versátil y más fuerte. Por tres veces consiguió arrojarlo a tierra, pero las tres, cuando ya sólo faltaba aplicarle la llave de la derrota, Anteo parecía recuperar toda su frescura inicial, apartaba a Hércules de un empujón, se alzaba y volvía al combate. La tercera vez que lo hizo, Hércules ya se encontraba fatigado, mientras que él parecía recién levantado de la cama. Lo siguiente fue un violento acoso del que apenas acertaba a defenderse. Un derechazo demoledor le acertó en la sien y lo lanzó a tierra. La multitud rugió, aclamando a Anteo, a quien ya veían ganador.

En el suelo, el griego sintió que se le nublaba la vista. Sintió un deseo inmenso de cerrar los ojos, de abandonarse. Todo le llamaba a acabar, descansar y apagar de una vez. Oyó al gigante viniendo a rematarle. Se sorprendió, de pronto, de encontrarse así de pasivo y de desesperado, a punto de rendirse. Sintió verguenza. En el último instante rodó sobre sí mismo y el golpe más mortal de su enemigo machacó la tierra en su lugar, como un mazazo.

Hércules respiró hondo y se encomendó a Atenea, su ánima invisible: “Diosa, confío, confío, confío, vamos a vencer” abrió los ojos y se puso en pie tambaleándose. Anteo ya venía de nuevo a por él como un toro.

Justo entonces, la luminosa inteligencia de Zeus en sí mismo le hizo una revelación interna: “Cada vez que Anteo cae en tierra, se recarga de nuevas energías, ya que la Tierra, Gea, es su madre. Para derrotarlo tengo que impedir esa conexión”.

Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, Hércules se lanzó de cabeza contra la cintura del titán flexionando las rodillas, luego se alzó, distendiéndolas, y levantó a Anteo en el aire, al tiempo que atenazaba y apretaba su caja torácica entre sus poderosos brazos y la cabeza, colocada como un ariete contra el esternón del adversario.

Apretó y apretó hasta casi sus últimos alientos, resistiendo los intentos del atlante por zafarse o por poner un pie en tierra. De repente un ¡Crack! y un alarido agónico. Las costillas de Anteo habían reventado. Hércules siguió apretando sus órganos internos hasta que lo asfixió en el aire. Luego se lo echó al hombro mientras se apoyaba en el tronco de un árbol para recuperar fuerzas. Sólo cuando lo sintió bien muerto lo depositó sobre las ramas. No se fiaba de la dolida Tierra, que mugía y se agitaba bajo sus pies tal como si fuese a desatar un terremoto.

Sin hacer caso, cayó de rodillas sobre la playa, agradeció sentidamente a Atenea, Helios, Hermes y Zeus su continua protección y apeló ante ellos al sentido de justicia de Gea, diciéndole que no había asesinado a su hijo, sino vencido en buena lid a un terrible campeón, con lo que el temblor fue cesando poco a poco. Luego dirigió su vista al Norte, por donde debía estar la tumba de Pyrene.

-¡Bébrix ha sido vengado, mi amor! -clamó dentro de sí- ¡Al menos he podido cumplir la mitad de las promesas que te hice!

La multitud estaba revuelta ante la muerte de su rey y el indigno espectáculo que daba su cadáver colgado de las ramas de un árbol, pero nadie se atrevió a detenerle.

Hércules cruzó las tierras de Tinguis y fue bajando hasta el centro sur del país, donde se alzaba la poderosa cordillera en cuya cima vivía penosamente el viejo gigante Atlas, antiguo señor del Horizonte Oceánico, caudillo de la guerra de los titanes contra los olímpicos, en su fallido intento de mantener el legítimo imperio de Crono.

 Zeus le había derrotado en el cielo y en la tierra, incluso mató a uno de sus hermanos de madre con sus rayos; pero a él le había perdonado la vida a condición de que usase su descomunal fuerza para aguantar la bóveda celeste sobre sus hombros eternamente, avisándole de que sería aplastado por ella el primero si osaba apartarse.

Atenea dentro de sí sugirió a Hércules que ahora ya no se iba a tratar de una hazaña de fuerza y valor, sino de astucia y negociación; así que el griego ascendió a lo alto de la montaña, saludó al poderoso gigante con mucho respeto y le expuso el encargo que se veía obligado a cumplir por orden del rey Euristeo de Tirinto, suplicándole su ayuda y asegurándole que su intención no era ofender a nadie ni robar ni desafiar, sino sólo poder regresar con la misión cumplida.

Atlas pareció quedar complacido con su correcta actitud y le respondió:

-Con mucho gusto te ayudaré, Hércules, yo mismo iría a buscar las manzanas de oro para tí, pero ya ves que no puedo soltar la bóveda celeste, o todos seríamos destruidos... ¿Te atreverías a sujetármela mientras te las traigo?

El griego probó, juntó su hombro con el de Atlas, que le fue cediendo, poco a poco, el peso de los siete cielos. Cuando vio que aguantaba, el titán se inclinó y lo dejó solo, prometiéndole regresar cuanto antes con los frutos sagrados. Luego se alejó en dirección a occidente.

Casi todo el día transcurrió y Hércules entendía perfectamente el suplicio reservado a aquellos que tratan de conquistar más poder que aquél del que se pueden hacer cargo con responsabilidad y libertad; el peso inaguantable de lo conseguido sin justicia es el castigo de los soberbios. Al caer la tarde sentía que se iba a quedar petrificado, como la montaña sobre la que se apoyaba; pero entonces oyó como Atlas regresaba por el sendero.

-¡Atlas es hombre de palabra, Hércules! –dijo, abriendo sus manos ante él- Aquí te traigo las manzanas de oro que te prometí. Pero ¿sabes lo que he estado pensando todo el día? ¡Pues pienso que es maravilloso andar por donde uno quiera, como un simple vagabundo, sin tener que llevar encima el peso del universo! ¡Así que quédate con las manzanas, pero también con mi tarea, que yo me voy a tomar unas buenas vacaciones a tu salud! – y el gigante se partía de la risa-. Si quieres, yo mismo se las llevaré al rey de Tirinto en tu nombre, para que sepa que has cumplido con él.

El griego vio que se la habían jugado bien y pensó rápidamente un ardid que le permitiese salir de aquella penosa situación. Se le ocurrió hacerse el tonto.

-Si me prometes que se las llevarás a Euristeo en mi nombre, mi honor quedará a salvo y daré por bien empleado este nuevo trabajo, Atlas. Pero, por favor, acércame esas manzanas para que yo las vea, antes de irte.

Manteniéndose a distancia y aún sonriendo, el titán tendió las palmas de las manos, con los frutos encima, hacia el estúpido héroe.

-¡Estas manzanas no son de oro! -gritó Hércules súbitamente con la mayor furia- ¡Estás queriendo engañarme!

-¿Cómo que no son? -y Atlas dio un paso al frente para examinarlas. Justo en ese momento, Hércules hizo un regate y se dejó caer a tierra, junto a sus pies, soltando el cielo. La bóveda celeste se les vino encima y el gigante, que estaba más alto, por puro instinto de supervivencia y por costumbre, soltó las manzanas y sostuvo el cielo con todas sus fuerzas para que no les aplastara. Hércules agarró los frutos y, rodando sobre sí mismo, se dejó caer del monte, falda abajo.

Rió, desde lejos, al ver que Atlas estaba teniendo que soportar el peso en una posición mucho más incómoda que antes, pero no se apiadó de aquel truhán que había querido esclavizarlo.

-¡Mejor le llevaré yo mismo las manzanas a Euristeo, noble Atlas! ¡Ese tirano podría tratar de convertirte en su esclavo y yo, al fin y al cabo, ya estoy acostumbrado! ¡Te agradezco que me las trajeras! ¡También me tomaré esas vacaciones en tu honor! ¡Cúidate esa espalda, amigo y que te sea leve! -Y el astuto griego se alejó carcajeándose.

Cuando volvió a pasar por Tinguis con su preciosa carga, ya un hijo suyo había sustituido a Anteo y ordenó a sus guardias que aprisionaran al matador de su padre. Pero Hércules se deshizo de ellos a puñetazos y corrió hasta el arranque del puente de balsas de madera y piedra que cruzaba el estrecho.

Arrancó las pesadas losas y se las fue lanzando junto con las vigas, como proyectiles, contra las tropas cada vez más numerosas que le perseguían; luego pasó a la segunda balsa y también arrancó sus losas y sus vigas y las arrojó hacia atrás, y así hizo con todas, hasta la mitad del estrecho, lanzando seguido hacia la costa de Iberia todos los demás materiales de las balsas que seguía destruyendo.

Cuando llegó a la orilla, no quedaba ni rastro del puente ciclópeo de Anteo, con lo que quedó definitivamente separada África de Europa.

En adelante, las acumulaciones de losas de piedra y vigas que el forzudo arrojó, formando dos grandes montones, a un lado y otro del estrecho, fueron llamadas “Las Columnas de Hércules”. En los inviernos siguientes, serían cubiertas de arena y tierra por los fuertes vientos de la zona y acabarían transformándose en los cabos de Abila en África y de Calpe en Europa.

Los tartesios, que le pasearon por su capital en el carro del triunfo, nombrándolo héroe local mientras aclamaban a plena voz su victoria sobre Anteo, mjentras cantaban coplas humorísticas en su honor, pintaron dos columnas en el escudo de su reino, con la inscripción ”No más allá”. Aunque dijo por entonces su oráculo de la Diosa, en el bosque de Doñana, que aquella región y toda la Iberia llevan inscrito en su linaje el destino de seguir al Sol sobre las aguas, hasta un “más allá” que hoy por hoy, ni podemos adivinar.

Hércules regresó a Tirinto con las manzanas de oro y se las entregó a Euristeo, quien, para no meterse en problemas con los dioses, se las ofreció a Atenea. Dicen los sacerdotes que Atenea decidió devolverlas a las Hespérides, para que Hera no tuviese un motivo más por el cual aumentar su encono contra Hércules... y con su trabajo número once terminado -sonrió el bardo Jacín dando una última pulsación a su lira-, también este cuento se ha acabado, amigo Orfeo”.-

Orfeo agradeció por la narración y alabó la manera tan simple y ágil, y realista dentro de lo posible, como la había sabido contar el pirenaico.

–...Yo ya había oído declamar partes de esa historia a otros aedos –explicó- y decían que Hércules separó, con su fuerza descomunal, Europa de África, empujando las montañas. En Grecia están muy orgullosos del famoso equilibrio apolíneo y del justo medio donde se asegura que reside la virtud... pero, en realidad, el pueblo es dionisíaco y le encantan las exageraciones y los excesos, cuanto más desmadrados mejor.

-Eso gusta en todas partes, colega, es la servidumbre de nuestro oficio -respondió Jacín con un guiño-... la gente nos exige historias sobrenaturales e increíbles, con dioses, demonios y dragones. Sin embargo, tú y yo sabemos que las mejores historias no son las vividas por los héroes capaces de derruir una montaña con sus manos, sino las de la gente corriente, que supera su propia sencillez a base de amor y lealtad... a mí me gustaría escuchar una buena historia de gente corriente, en la que no aparecieran magos, ni guerreros, ni dioses ni dragones.






45- LA MADRE DE TODOS LOS CUENTOS


Orfeo apuró su taza y respondió con una sonrisa:

-Si me permites, Jacín, te cantaré una historia así, que no se sabe quien la compuso ni dónde y cuyos protagonistas no tienen ni nombres. En mi tierra, Tracia, la llamamos “la Madre de Todos los Cuentos”.

-Pues venga esa historia -dijo Jacín, brindando hacia el tracio.

-“Un hombre joven decidió casarse al modo griego con la mujer que amaba, para poder disfrutar de su dulce compañía siempre que lo desease -empezó a contar Orfeo- y aunque poco antes tenía hermosos sueños sobre las empresas y hazañas que aspiraba a realizar con sus talentos, no tuvo ánimo, disciplina o firmeza para mantenerlos, dejó de confiar en sí mismo y en la vida y se sometió, para poder sostener las obligaciones materiales que conlleva mantener una casa, un hogar y una esposa, a aceptar un trabajo mal pagado al servicio de los sueños de otros, como tantas personas hacen, en el cual le explotaban tan duramente y tantas horas que, cuando salía de allí, estaba demasiado cansado para desarrollar su propia creatividad, estaba demasiado ofendido para pensar en otra cosa que en lo que permitía que le hicieran, y sólo le apetecía tratar de ahogar sus frustraciones en vino.

Recordaba con nostalgia lo libre que había sido cuando no tenía compromiso con nadie y recorría el mundo como un nómada, disfrutando de sus bellezas sin necesidad de poseerlas ni defenderlas, y se las arreglaba para conseguir alimento cada día recolectando o cazando, sin tener que dedicar más de una interesante hora o dos a resolverlo. Recordaba como dormía de un tirón en cualquier lugar cuando estaba cansado y como a menudo conseguía los favores de alguna mujer que se quedaba prendada de su juventud y de su libertad y que pasaba con él una o dos intensas noches de placer, aunque luego lo ponía en la puerta con un beso, antes de que llegara el hombre vulgar que aseguraba su día a día con su esfuerzo.

...Y ahora se veía obligado a mantener un tipo de vida en la que su esposa parecía necesitar una inacabable lista de objetos de consumo para sentirse mínimamente satisfecha y segura, inmersos ambos en un aburrido sedentarismo en el que cada día era igual al anterior y al siguiente, engranados en un sistema social que vendía la ilusión de ser dueño de algo pero que, en realidad, hacía pagar continuamente impuestos, tributos e hipotecas por la ilusoria posesión y disfrute de bienes que la naturaleza había creado para el libre disfrute de todos.

Al principio, había aceptado encantado todo aquello a cambio de la belleza de poder regresar de noche a su propia casa, cenar junto a su mujer en un ambiente íntimo, bello y confortable, acostarse después con ella y gozar juntos las delicias de su amor antes de quedarse plácidamente dormidos. Pero después, a medida que su trabajo se iba haciendo cada vez más opresivo, regresaba a casa tan cansado que sólo le apetecía cenar, gozar y apagar pronto.

 A la mañana siguiente, sus momentos de satisfacción se le aparecían como totalmente descompensados frente al duro y continuado esfuerzo que había que desplegar para conseguirlos y su mujer, además, no parecía corresponder a su pasión por ella con el mismo entusiasmo alegre y sensual que antes.

Se sentía preso en una gran trampa, engañado por una conspiración de toda la comunidad, que había escogido una inepta manera de vivir y que establecía que “aquello” era la normalidad y la realidad; una conspiración que afirmaba que lo que él viviera antes, fundamentalmente la búsqueda del Amor en Libertad, sólo formaba parte de un período de inmadurez adolescente por el que habían pasado tanto la humanidad como el individuo, en etapas muy primitivas que era ilusión tratar de repetir.

Y cada vez era más infeliz y cada día bebía más y se sentía más distante de su seca mujer y cada vez la trataba con menor simpatía cuando volvía a casa.

Entonces empezó a considerarla la causa de su esclavitud, a verla como la sirena que le había atraído a la trampa con la ilusión de unos encantos que ya rara vez le complacían de verdad. Empezó a encontrar estúpido y convencional todo lo que ella hablaba, o a entrever, tras cada una de sus palabras, los reproches que él se lanzaba a sí mismo por dentro... y eso le obligaba a estar continuamente enfadado consigo mismo, por rebajarse a hacer todo cuanto estaba haciendo sólo para tratar de mantener aquella situación inaguantable...

Una noche en la que ella lo despreció como amante y lo llamó borracho, se encolerizó, la insultó y se le escapó una bofetada. Ella se encerró en un cuarto, lloró y después pasó varios días ignorándolo como si no existiese.

Él, muy arrepentido, sintió reavivar su ternura y su compasión por ella; cortó con la bebida por una temporada, la cortejó otra vez sinceramente y le hizo mil regalos y promesas para que le perdonara.

Al final, se emocionaron juntos y de nuevo hicieron el amor como si fuese la primera vez.

Pero al cabo de un tiempo volvió a ser dominado por la rutina y a beber. A partir de ahí, se fue haciendo una costumbre que, cuando regresaba bebido, intentara acostarse con ella en aquel estado y disfrutarla (que para eso se pasaba el día trabajando), antes de derramar toda su energía, apagar y quedarse dormido.

Y ella, que todavía lo quería, aguantaba aquella manera torpe, posesiva, instintiva y ciega de ser amada, comprendía su frustración y se concentraba en la seguridad de que, al final, todas las circunstancias que la provocaban cambiarían y él volvería a convertirse en el joven generoso, noble y valiente de quien se había enamorado.

Sin embargo, era una manera de vivir que no tenía calidad, así que volvió a llenarle de reproches, lo que provocó que él montara en cólera y le pegara de nuevo, esta vez más duro.

No hizo caso de las amigas que, al descubrir la marca del golpe en su cara, la aconsejaban denunciarle a los poderes comunitarios o, simplemente, regresar a la casa de su madre. A pesar de todo amaba a aquel hombre y tenía la firme convicción de que un amor como el suyo acabaría por vencer cualquier obstáculo.

Tampoco les prestó oídos cuando le dijeron que lo suyo no era amor, sino estupidez que perjudicaba a todo el colectivo, porque la regeneración de un macho alcohólico que se había acostumbrado a maltratar era imposible y en otros tiempos, menos ignominiosos que los actuales, cuando aún imperaba el matriarcado con todo su poder, las guardianas de la Diosa lo hubiesen castrado antes de desterrarlo del territorio de la tribu, del mismo modo que se hacía con los violadores antes de descuartizarlos.

Estaba segura de que todo tenía una forma de solucionarse y que ella la encontraría. Una forma mental negativa se había adueñado de su alma amada. No se trataba de renunciar a su alma amada, separándose y abandonándola al monstruo que la poseía, sino de transmutar, de volver positiva la forma mental que estaba aprisionándola. Si él fuera su hijo, ella jamás lo abandonaría, por muy enfermo o perdido que pareciera hallarse. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo por su marido?

Pero la cosa iba a peor y un día se dio cuenta de que estaba embarazada y que su hijo corría un peligro mortal si su marido volvía a encolerizarse y se le escapaba un golpe en su vientre. Sin embargo, pensó que su venenosa frustración sólo iba a aumentar si se escudaba tras el hecho de la maternidad para exigirle detener sus malos hábitos. Necesitaba otro tipo de táctica.

“¿Cómo se creó ese amasijo de autoconmiseración que se ha apoderado de la cabeza de mi hombre?” –caviló- “...A base de repetirse muchas veces, en su manera de mirarse y considerarse, los mismos argumentos por los que se obliga a renunciar a cumplir sus propios objetivos, dejando de ser él mismo, para adaptarse a las conveniencias desconsideradas de quienes le cubren sus necesidades básicas.

…Eso, entonces, debe ser un edificio de palabras, de sentimientos y pensamientos, que él ha estado construyendo en su mente, una creación artificial, una obra de arte mezquina y maligna que le ha desviado de sus verdaderos objetivos en esta vida. Tendré que atacar a ese demonio que está dominando su atención.”

“¿Y cómo lo haré?” se preguntó. Y pasó el día todo imaginando tácticas pero, por muy sólidas y justas que le parecían a su razón, la intuición las rechazaba por inseguras, duras o extremas. Finalmente, y antes de aceptar sentirse débil, ignorante e impotente, decidió apagar su agitada mente por un rato, se encomendó a la Diosa, pidiendo luz al Universo, y se echó a dormir una siesta. Cuando despertó, la Sabiduría de su género, dentro de sí, ya había colocado un buen consejo en la parte más visible de su mente:

“Atacaré a ese demonio que está dominando su atención con sus mismas armas, tendré que construir yo también un edificio mental, una obra de arte llena de luz y muy atractiva para todas sus percepciones, que tenga fuerza bastante como para poder rescatar su atención de todas esas sombras creadas por su reconcomerse, de las que se ha vuelto un adicto”.

Así que, esa noche, cuando él entró en la casa con verdadera gana de descargar su rabia acumulada ante la “porquería de vida que tenía que vivir por causa de ella”, en lugar de ampararse en una distante y fría reserva, como solía, acercó sus ojos a los de él sin miedo, le sonrió y le dijo:

-Escúchame, mi amor, porque tengo algo muy interesante que contarte-. Y empezó a relatarle un cuento de una manera atrayente, narrándolo con su más bella voz y expresándose con todas las gracias de su cuerpo y lo fue, luego, uniendo de forma hábil con otro y estuvo captando su atención, llenando la mente embriagada de su marido con aquellas historias sin dejar que se acabaran del todo, hasta que se convirtió en la heroína del cuento y él en héroe.

Finalmente, colocados ambos en esos nuevos personajes, pasó del cuento a la caricia y alimentó su imaginación, su sensualidad y su ternura hasta que él se quedó dormido sobre su pecho.

Al día siguiente, la mujer anduvo recogiendo otras historias de entre la gente que conocía y, cuando regresó por la noche, siguió contando el cuento donde lo había dejado y enlazándolo con otro, o improvisando... o convidándole a que él improvisase posibles salidas para los nudos a los que llegaba en su narración. Así, cada día, llenaba de interés creativo el tiempo que estaban juntos, haciéndolo crecer tanto en intensidad que compensaba todas las horas en las que estaban separados.

Por otra parte, ella fue escogiendo o adaptando, cada vez con mayor cuidado, los cuentos que más lo estimulaban a reflexionar y organizarse, a fin de poder ir en busca de sus objetivos personales. “Cuentos para animar”, los llamaba ella.

Y aquello mantenía su atención ocupada también durante el día y hacía que, en lugar de quejarse y autocompadecerse, volviese a creer en sus posibilidades de realización y estuviese atento a las oportunidades para conseguirlo.

Hasta que transcurrieron meses y él había ido dejando de beber y no la volvió a pegar durante todo ese tiempo. El hecho de que le pusiera a interpretar el papel de los héroes legendarios había elevado su autoestima, y las moralejas de los cuentos hicieron que fuese sustituyendo su amargada y obsesiva frustración por otros valores e intereses.

Ella jamás le preguntaba de forma directa si él se había preocupado de sembrar adecuadamente para, a la larga, recoger; pero no paraba de contarle historias de personajes que lo hacían, que perseveraban y que acababan obteniendo buenos frutos. Aplaudía todos los pasos que su hombre daba en esa dirección, sin pretender dirigirlo ni meterse en su terreno, de manera que pudiera sentir, tanto sus búsquedas o sus logros, como maniobras totalmente personales.

Una noche, el hombre acabó por darse cuenta de que su mujer estaba claramente grávida y cuando echó cuentas para calcular cuando había empezado la gestación, percibió de repente el verdadero heroísmo y la prueba de amor y de lealtad que su mujer le había dado, así como su habilidad, representando discretamente el papel de musa inspiradora, el más maravilloso papel que una mujer puede representar para su hombre, a fin de detener sus malos hábitos y transmutarlos, sin tener que poner al niño por delante, como una inocente víctima con la que echarle en cara su cobardía.

Esa noche dejó la bebida por completo.

Y cuando el hijo por fin nació, él se volvió el mejor de los padres y luego el mejor y el más enamorado de los esposos, concentrándose tanto en mejorar su situación que acabaron, incluso, sobrándole algunos ahorros y realizando un excedente de producción propia en el tiempo que antes malgastaba en la taberna, así como elaborando cuidadosamente buenas estrategias para ir alcanzando, por fases, sus objetivos.

 Con todo aquello pudo, finalmente, independizarse, hacerse su propio jefe, conseguir aliados y encontrar la manera de realizar sus sueños de juventud, convirtiéndolos, al mismo tiempo, en su fuente de ingresos y de progreso...

-Y aquí se acaba “la Madre de Todos los Cuentos”, sin que apareciera, casi, ningún dragón, colega Jacín”.–remató Orfeo su relato.


El bardo del Pirineo se quedó un rato en silencio, degustando lo que acababa de escuchar. Luego lo felicitó con la mirada y dijo sonriendo:

-Es la historia de muchos de nosotros, gente común, cuando naufragamos por escuchar las sirenas de la autoconmiseración y de la desesperanza... Cada uno acaba obteniendo aquello en lo que pone toda su atención, amigo, nos convenga o no, pero hace falta echarle valor, amor, imaginación y constancia para merecer resultados positivos y conseguirlos.

-Valor y amor constante es lo mismo que fe. “Quien se mantiene en la fe de que puede conseguirlo, lo consigue”, decía mi maestro Quirón. Eso es la justicia de la vida para los animosos.






46- SOBRE LOS MITOS


Jacín llenó las copas de madera y brindó:

-Estimular la fe en el propio valor y amor de nuestros oyentes es la esencia y la ética de nuestro oficio, Orfeo... y ya que tú eres un pelasgo de Tracia con cultura griega, me gustaría saber lo que piensas de vuestros propios mitos, tan variados y fantasiosos... Yo los oigo cuando voy por los puertos o a los festivales. Aquellos que me agradan, los canto para otros, a mi manera y desde mi propia mentalidad, naturalmente, pero no puedo creer en ellos. Ni espero que se los crea mi público.

-Tampoco los griegos se los creen ¡Buenos son ellos para creer, amigo Jacín! -ironizó el tracio-… A menos que sean niños o personas muy simplonas. La gente mínimamente aguda percibe que son formas metafóricas para aproximarse a realidades bien difíciles de definir, pero que se sienten si uno es sensible. Nuestra cultura es una barquilla sobre un océano de misterio. Los mitos son una manera en que los pueblos, a lo largo de muchas generaciones, dan nombre a las distintas caras de lo desconocido, a fin de poder jugar con ello. Las historias de Afrodita, por ejemplo, sirven paran hacernos reflexionar sobre cómo se comportan nuestros deseos y sentimientos... la de Crono describe como el tiempo va devorando a sus hijos y como él mismo es destronado por una nueva era, cuando ya ha pasado su época...

-¿Y la devoción a los dioses, a quienes los mitos dan personalidad? -preguntó Jacín.

-Eso no viene mal –respondió Orfeo-. Para mi sentir está claro, aunque no lo puedo explicar con la razón, que existe una Inteligencia Cósmica que sostiene armónicamente la complejidad de la Vida Universal y, dentro de ella, mi insignificante vida personal. Entonces le llamo a esa inteligencia vital “La Gran Diosa”, o el “Padre-Madre Universal” y le agradezco cuando puedo comer, o cuando disfruto de un buen vino y de una compañía amable e interesante, como ahora. Y me siento menos solo cuando subo a lo alto de una montaña y puedo felicitar a la Diosa, en mi interior, por la belleza y la grandeza del mundo que esa inteligencia creó y sostiene.

-Bien -dijo el pirenaico-. Eso es fácil de entender, la consciencia humana capta la divinidad indefinible de la vida y le da un nombre de Diosa o Dios para comunicarse en su interior con el Todo del que forma parte.

-...Con lo cual se siente conectada y comunicada con todo –siguió Orfeo-. La devoción, con minúscula, es una atención amorosa a algo, el estado necesario de apertura para gozar de los beneficios del amor, ya sea para proyectarlo o para permitir que nos llegue.

Ahora bien, la Devoción, con mayúscula, me parece que es la demanda continua de nuestras almas para que nuestra personalidad humana se ligue y se rinda a algo superior a ella, por ejemplo a la propia Alma, al Maestro externo o Interno, al Yo Superior, a Dios, que es el Real Origen de esa demanda, para poder evolucionar más allá de los tres cuerpos inferiores, el físico, el emocional y el mental-concreto, o sea, ese intelecto curioso que sólo quiere saber por saber, pero que no se aplica a poner en práctica las muchas teorías que ya conoce sobre autoperfeccionamiento.

-Muy bien –respondió Jacín-. Pero ¿cómo es que unos llegan a hacerse tan devotos de Hermes o Atenea o Apolo o Hécate, que hasta pueden olvidarse de la Divinidad Madre en sí, que es el origen de todas esas fuerzas?

-A mí me parece que decir “Madre” es una forma más entrañable de decirlo, o incluso “Padre”, ya que la Divinidad no tiene sexo y tiene, al mismo tiempo, todos los sexos y caras que ella misma imagina (supongo que a través de nosotros) y que convierte en realidades vivas sobre el plano de su propia manifestación al imaginarlas... No creo que nadie un poco sensible llegue a olvidarse completamente de esa Totalidad Divina a la que llamamos La Madre o El Padre...

En cuanto a los aspectos específicos de la divinidad, aunque yo sepa siempre que sólo son las caras parciales del Conjunto, es fácil de entender que cuando estoy en medio de una tempestad sobre un navío, o ante un seísmo, me da más fuerza el rezarle al aspecto de la divinidad llamada Poseidón, rey específico del mar o de los terremotos, que a la Diosa o a Zeus.

-...¿Lo mismo que invocar a las Musas cuando vamos a cantar? –apuntó Jacín.

-Eso es, o a Hermes en medio de un negocio o de un viaje... en realidad estamos dirigiéndonos a las potencias específicas de nuestro interior o del cosmos, para que nos ayuden en un lance específico. Y no cabe duda que alguno de nosotros, a la hora de confiarse a sus potencias, sabe que puede confiar más en su Ares, el ímpetu, que en su Hermes, la diplomacia, porque lo maneja mejor, dado su carácter natal... o lo inverso.

-Orfeo, yo no quisiera para nada ofenderte –se atrevió a decir el íbero con circunspección- pero me da la impresión de que los dioses griegos están tan llenos de pulsiones emocionales como los hombres. Incluso espejean bien claramente pulsiones negativas, como la falsedad, la lujuria, la envidia, la cólera, la crueldad, la prepotencia... y hasta pueden ser muy inmisericordes y destructivos, según los mitos que todos cantamos.

-No me ofendes, amigo, es verdad lo que dices –contestó el tracio-. Nuestros dioses del Egeo, tal como normalmente los concebimos, no son sino nosotros mismos en un plano de mayor libertad, conocimiento y poder, pero todavía en un plano de dualidad y competencia, que se acentúa cuando se relacionan dioses y diosas, o cuando se agrupan en bandos contrapuestos, sirviéndose de los mortales, además, como peones de sus juegos de ego.

-A mí me gusta tener como modelo y centrar mi confianza en un dios que está por encima de todos esos juegos de ego y de dualidad –dijo Jacín.

-Ya lo he visto, colega... cuando relataste la historia de Pyrene la introducías con la cosmogonía de los atlantes contada por su abuelo, a partir de un Ser Eterno que se manifiesta en este plano como un dios andrógino del cual salen todos los dioses duales que normalmente se conocen... –observó Orfeo-... Jacín, eso no es nuevo para mí, en todas las culturas importantes que he conocido, por encima del nivel medio o general de comprensión, los iniciados consideran una Divinidad única, cósmica e impersonal, la energía fundamental de la Vida en el Universo, que se manifiesta en cada plano o dimensión como tres fuerzas primordiales: dos polaridades complementarias y una neutra.

La combinación de esas tres fuerzas movimentándose y geometrizando sobre el campo de la Eterna Matriz Universal, produce siete fuerzas secundarias que se identifican con las cualidades de los siete Planetas Sagrados. Estas fuerzas continúan combinándose y surgen doce emanaciones más, que se corresponden con las características de los signos zodiacales. Por último, las combinaciones de esas doce energías universales crean y desarrollan toda la variedad de las formas que existen en el universo.

…Pero dentro de esas culturas importantes, ese conocimiento profundo sobre el carácter impersonal de la Divinidad se reserva para los iniciados que lo buscan con el máximo interés y que tienen cabeza para entender abstracciones. Dárselo gratuitamente, sin que te lo pidan, a quienes son incapaces de comprenderlo, es como arrojar perlas a los cerdos. La inmensa mayoría de la gente no puede relacionarse con un Dios origen de todo, único y perfecto... pero tan elevado, distante y abstracto que, ante él, somos apenas como una gota de agua más para un pez que va por el mar.

…Tu relato estuvo muy bien, hábil aedo –siguió Orfeo-, pero tus oyentes sólo te empezaron a atender con comprensión e identificación cuando empezaste a hablar de los conflictos de poder y sentimientos entre la Diosa y sus parejas sucesivas o entre padres titánicos e hijos olímpicos. Eso les suena conocido y real, tiene imagen y materia, tiene analogía, esto es, es comparable o análogo a lo que encuentran en su casa y en su comunidad. Lo anterior les deja fríos, o les da pereza entrar en ello, por ser demasiado mental.

-Pero el mundo seguirá como está mientras no nos preocupemos de elevar la mentalidad de la mayoría... Nosotros somos comunicadores, Orfeo –dijo Jacín con pasión-, tenemos un deber, un compromiso con nosotros mismos ante nuestra propia capacidad, debemos dar lo mejor de la verdad que hemos recibido y comprendido. A veces pienso que seguir intentando explicar el mundo a través del lenguaje de las analogías y las metáforas sobre lo que ya es bien conocido, impide a nuestros oyentes ser creativos y abrirse a la comprensión de conceptos más abstractos, que definen lo definible de una manera más exacta y veraz.

-Mi padre decía que el vino del conocimiento puede ampliar la mente –recordó el tracio- pero que igualmente puede encerrarla y fanatizarla. No se puede dar vino a los niños. No es prudente entregar conocimiento a quien no está preparado para aprovecharlo como es debido. Hasta puede ser muy peligroso el conocimiento cuando usado por inteligencias soberbias y egoístas, sin consideración ni misericordia. Además, tampoco debes preocuparte tanto por tu compromiso ante el mundo, creo yo: cuando una persona está preparada para comprender lo que necesita, el conocimiento, simplemente, aparece. Así ha sido siempre conmigo.

-Perdona, pero creo que eso es una manera aristocrática de verlo –se empeñó el íbero-. Se ve enseguida que tú has sido finamente educado desde tu nacimiento, que eres un privilegiado. ¿Sabes lo que me ha costado a mí comprender lo que ahora canto? El conocimiento debería estar a disposición de todos. Claro que los reyes y sacerdotes saben que el conocimiento es libertad y es poder. Y se lo reservan para ellos y prefieren que sus pueblos sigan sin pensar, porque así son más manejables.

-También hay cierta verdad en eso que dices, Jacín. Pero, en lo que a mí se refiere, yo sólo he podido aprender lo más importante con dolor, esfuerzo de búsqueda y sacrificio, igual que tú. No me lo enseñaron mis padres ni mis profesores, sino la vida. Por eso estoy seguro de que no sirve de nada contarle a la gente cosas que no tienen interés en buscar, porque nunca las han vivido. Eso no es misión nuestra. El conocimiento no está oculto, está en todas partes –y recorrió el entorno con un gesto circular-. Es personal e intransferible y a cada individuo se lo pondrá la vida en su camino y en su propio sentir cuando llegue el momento.

-Entonces, según tú –suspiró Jacín-, aparte de entretener, divertir y estimular las emociones de la gente como hacen los bufones ¿Qué es lo que hacemos los vates cuando contamos un mito ante una hoguera?

-Pues lo que hacemos es exponer modestamente, por medio de metáforas, algo que tiene una enseñanza práctica frente a la vida, como los cuentos que las madres cuentan a sus niños, mostrando como en tal situación, usar nuestro Hermes en lugar de nuestro Ares puede conducir a éste o aquél desenlace, sobre todo si anda Afrodita por el medio, por ejemplo. O, por lo contrario, si es Hades el que anda. Esa enseñanza, esa lección, es lo que cuenta y lo que se graba en la memoria... esa lección que sale del cuento nos educa y nos entrena mentalmente para barajar posibilidades y tomar decisiones, cada vez que llega el momento en que hay que hacerlo... la verosimilitud o inverosimilitud del mito, incluso si es demasiado increíble, no me parece tan importante como esa enseñanza que contiene.

-¿Incluso cuando el mito se refiere a las historias tribales o nacionales?

-Incluso entonces- contestó Orfeo –. Al fin y al cabo, lo que llamamos Historia no es sino un cuento más que se puede contar de muchas maneras, como bien lo saben esos cuentistas oportunistas que son los políticos... yo soy un artista y no un historiador o un político, y cuando alabo a los íberos en casa de los íberos, que me trataron como un amigo, contando una historia en la que los íberos pueden sonreir orgullosos y quedarse muy contentos, nadie me puede llamar traidor o mentiroso porque luego haya a contar una historia parecida a los aqueos en su propia casa, en la que quienes quedan como héroes enfrente de los íberos son ellos...

-Claro, los mitos, mitos son –concordó Jacín-. Y quien quiera convertirlos en dogma de fe o usarlos para despreciar a los demás, no es culpa del mito ni del bardo, sino de su propia cerrazón mental.

-Yo soy un constructor de mundos mentales y sensibles y puedo crear y tomarme todas las licencias creativas que me parezcan adecuadas para edificar una historia más brillante. Ahora bien, a mí me gusta, si es posible, documentarme y componer historias lo más verosímiles, imparciales y convincentes que pueda, aunque a veces tenga que hablar de dos héroes que vivieron en dos épocas diferentes, por ejemplo... pero no me importa, si no están disparatadamente alejadas en el tiempo.

-Estoy de acuerdo –dijo Jacín sonriendo-. Quien quiera datos históricos “veraces”, que le pregunte a los ancianos de la tribu... cuando yo lo hago, cada uno me cuenta la misma batalla de una manera diferente...

-Lo que para mí importa, realmente, como aedo, o bardo, o artista –remató el tracio-, es el gusto de la historia misma y la reflexión, el mensaje sentimental o interno que el mito produce en los oyentes. Y le concedo mayor valor si la reflexión es dignificadora, liberadora o un estímulo al crecimiento evolutivo. Pero siempre calibrando el nivel de interés y comprensión de quien me escucha y ajustándome a ese nivel, nunca pretendiendo que ellos accedan al mío.

-Yo pienso que eso es lo positivamente esencial del arte y de la vida, -dijo Jacín- y lo único que, en verdad, nos vamos a llevar en la memoria del alma, cuando salgamos por fin de ella.





47- PROMETEO


-“A propósito de eso, Jacín, te contaré algo que tu primera narración removió dentro de mi memoria y que la segunda confirmó. En la primera, hablaste de la Gran Logia de Iniciados de la Atlántida, y como ellos tuvieron que huir cuando el Emperador Negro se puso a perseguirlos y eliminarlos. En la segunda mencionaste que las manzanas de oro de las Hespérides estaban custodiadas por la serpiente Landón …”

-Así es -respondió Jacín, muy contento de que Orfeo recordase todos aquellos detalles.

-“Muy bien- siguió su colega-, pues según las más antiguas tradiciones de mi país, Tracia, que se conservaron en una Escuela de Misterios que hay en la Isla de Samotracia, un hermanastro del último Atlas, o Emperador de los Titanes, llamado Prometeo, tuvo que huir con los suyos de aquel lugar paradisíaco donde viviera, situado a Occidente. llamado Adama o Adán o Edén. La tradición dice que era hijo de Jáfet o Jápeto y de la Diosa Temis, la transmisora del Buen Consejo o Plan Divino, aquella pitonisa matriarcal que, más tarde construiría el templo del Oráculo en Delfos, hasta que se lo apropió el olímpico Apolo.

Prometeo huyó del despotismo de la Logia Negra en la corte imperial de Atlantis, atravesando el Mediterráneo con su amada -una sacerdotisa oceánide llamada Asia-, acompañados por la gente que les siguió, sobre un barco que consiguió arribar a la isla de Samotracia. Desde allí, marcharon para la Anatolia, cruzando el Helesponto.

En Tracia y Frigia, Prometeo transmitió a quienes eran dignos de recibirlas, las valiosísimas iniciaciones de las Serpientes o Dragones de Sabiduría, Supongo que eso es una manera de decir de los Sacerdotes que habían cuidado del Árbol del Conocimiento del Parque Sagrado de la Logia de Iniciados Blancos, en la capital Atlante, ahora perseguidos por las Fuerzas Negras.

Supongo eso –explicó Orfeo ante el asombro del pirenaico- porque en la Cólquide, el Vellocino de Oro que fuimos a buscar hace años, se encontraba colgado en el Árbol del Conocimiento de un Parque Sagrado semejante, dedicado a Prometeo, donde había una pitón oracular, custodiada por una Alta Sacerdotisa Iniciada, esto es, por un Dragón de Sabiduría. Lo supongo ahora, porque no había pensado en esas relaciones por entonces.

No lo había pensado, a pesar de que nos contaron en el Templo de los Antiguos Dioses de Samotracia, al principio de nuestra expedición, que los agentes del Emperador de la Raza Anterior, la de los Titanes, o sea, lo que ahora llamamos los Atlantes, habían acusado a Prometeo del sacrilegio de haber robado las Manzanas de Oro del Jardín Sagrado de las Hespérides y fueron mandados tras él los más tenaces guerreros y hechiceros de la Logia Negra a perseguirlo y a silenciar el antiguo conocimiento espiritual que portaba, así que Prometeo de nuevo tuvo que escapar, refugiándose en el Cáucaso.

Pero finalmente los hechiceros lograron capturarle y encerrar su espíritu en una prisión astral situada sobre una roca inexpugnable, donde un encantamiento terrible lo atormentaba, un buitre venía todas las tardes a roerle el hígado y al día siguiente se le desarrollaba otro nuevo, para de nuevo roerlo el buitre… está claro que se trata de una buena metáfora para describir los remordimientos de alguien que rompe su voto de silencio sobre los Misterios Iniciáticos.

Prometeo está considerado como un Santo Redentor, un Kristos, como se dice en griego, para los Tracios y Caucasianos. Tras su aprisionamiento, su fiel compañera, la oceánide Asia, siguió transmitiendo el Fuego Divino, o sea, sus conocimientos de Alta Iniciada Blanca en Anatolia, y por eso aquella región, madre de tantas culturas de la Nueva Era, acabó llamándose como ella, la gran iniciadora procedente del Paraíso Atlán, paraíso cuyo recuerdo quedó bien registrado en los archivos de los imperios mesopotámicos con el nombre de su lejana patria deformado en Adán o Edén.

En Creta, Hércules, que había sido mi rival, y luego mi camarada en el inicio de la mayor aventura que viví en mi juventud…y que ahora es para mí uno de mis amigos más amados, – terminó el tracio, suspirando- me dijo que no iba a descansar tranquilo hasta que lograra liberar al espíritu de Prometeo de su roca del Cáucaso y hasta conseguir para él la inmortalidad que se merecía por haber transmitido a nuestra Quinta Raza Raiz Ariana, el Fuego Sagrado del Cultivo del Mental Superior, cultivo que la Raza Anterior no fue capaz de desarrollar, como era su misión, porque se quedaron enredados en el sensacionalista y egoísta psiquismo inferior, productor de fenómenos materiales de gran impacto emocional, típico de la magia astral.-“



48- LO MÁS IMPORTANTE APRENDIDO


Orfeo miró hacia fuera, caía la tarde y las cumbres de las espléndidas montañas del Pirineo, exuberantes de encinas milenarias, se volvían doradas. Los pájaros cantaban en la enramada, alrededor de la casa. Había un rumor de aguas vivas corriendo por toda parte, vivificando el cuerpo de la Madre Tierra sobre el que todos los seres se sustentan. Se sacudió de encima los recuerdos y propuso a Jacín salir a dar un paseo.

Caminaron hasta un lugar más alto, desde donde la vista abarcaba una gran perspectiva de la cordillera. Largo tiempo quedaron ambos bardos en silencio, contemplando el paisaje. El silencio es el manantial de todas las inspiraciones, el alma necesita hacer vacíos para llenarse, el vacío mejor que el ser humano hace es cuando se abre a la contemplación de la belleza y la grandiosidad de la naturaleza, ante las cuales se quedan pequeñas las palabras.

Sin embargo, el vacío momentáneo de nuestra mente vuelve a colmarse enseguida de nuevos pensamientos, que gozan en convertirse en expresión, sobre todo cuando hay cerca un espíritu afín con el cual comunicarse. Y surgen de nuevo las palabras, porque el hombre es consciencia, la consciencia es luz y las palabras son las llamas que la luz de la consciencia enciende en nuestras mentes.

-Tú que tanto has viajado, que eres tan gran músico y poeta y que, además de tener una alta cuna y educación, has adquirido por ti mismo muchas experiencias... ¿Qué es lo más importante que has aprendido en esta vida, Orfeo?- preguntó Jacín con toda sencillez, como si preguntase algo fácil de contestar.

El tracio guardó silencio largo rato. Su maestro Quirón le decía que para saber qué cosa era importante en cada momento, había que preguntárselo a la Muerte, que vive a nuestra espalda, ya que es la otra cara de nuestra Vida.

Con el ojo de la imaginación, Orfeo miró por encima de su hombro izquierdo y le preguntó a su muerte:

-“Si yo me fuera a morir inmediatamente ¿Qué es lo que hay dentro de mí que haya justificado mi vida?”

Entonces la Muerte le envió una serie de recuerdos envueltos en auténtico calor humano. Eso era lo importante. Y el resto, apenas las circunstancias secundarias que lo sustentaban.

Luego respondió a Jacín:
-Lo más importante que he aprendido en esta vida es a amar a plena intensidad.

-…Y amar con plena intensidad no es algo pasivo o inconsciente, algo que nos envuelve sin remedio, como piensan muchos – añadió Orfeo-. Sino una activa, consciente y firme voluntad de permanecer fiel a aquello o aquellos a quienes más se quiere y considera… y no importa si existe o no retorno o reciprocidad.-

Se quedó callado, pero enseguida miró para él y adivinó que estaba esperando una nueva historia. Era un íbero amable y sensible y un poeta. Hablaba correctamente la lengua franca pelasga. Orfeo se sentía muy bien en su compañía y con ganas de sacar hacia fuera sus vivencias más íntimas. De liberarse.


-¿Quieres que te cuente cómo descubrí la intensidad? Es una historia larga. Es mi historia.

-Soy todo oídos -dijo Jacín sentándose sobre una piedra-. Aún demorará mucho en anochecer.

-Pero no es nada que esté preparado, irá saliendo a borbotones, podemos dialogar.

-Dialogaremos pues.


Orfeo también se sentó de frente al paisaje. Miró hacia el Oriente, como si buscase a lo lejos su país, y comenzó:

-Si yo imagino que me voy a morir en un minuto y miro hacia adentro y busco lo que me puedo llevar como recuerdos principales de esta vida, lo que más destaca en mi memoria sensible son unos cuantos momentos de gran intensidad que ya pasaron, pero que continúan dentro, al rojo vivo, como los rescoldos de una hoguera.

Hace muchos, muchos años, siendo un niño pequeño, yo amaba todo, porque creía que cuanto existía a mi alrededor no se diferenciaba de mí mismo. Cuando contemplo un paisaje como éste, regresa a mí aquel sentimiento.

Después, me seguí amando en aquellas personas que me parecía que también eran parte de mí, mis padres...

Pero un día empezó a parecerme que ya no éramos más la misma cosa.

A partir de ahí, empecé a contemplar el mundo como una gran llanura en la que había millones de pequeñas llamitas separadas, unas más altas, luminosas y firmes, otras débiles, ondulantes, mortecinas, todas ellas en continua transformación.

-Yo cuidaba de la mía buscando mi propia satisfacción, apreciándome, autocomplaciéndome, dándome atención, afecto y placeres físicos, emocionales y mentales a mí mismo. Es decir, amándome.

Y me parecía que cada persona hacía lo mismo para cuidar de su propia llama.

Según fui creciendo y desarrollándome, surgió en mí la necesidad de acrecentar mi fuego personal; su pequeño fulgor no me bastaba, me dejaba hambriento, necesitaba más.

Yo había nacido hijo de la familia dirigente de mi país; pronto descubrí que podía apoderarme de parte de las llamas de las otras personas para intensificar el brillo de la mía. Conseguir que otros cediesen su llama, de buen grado o por la fuerza. Eso era lo que todo el mundo hacía en el ámbito del poder.

Fui aprendiendo muchas maneras diferentes de conseguirlo, cada persona tenía la suya, pero la manera habitual de mi familia era arreglárselas para captar la atención de los demás impresionando para dominar. Porque estamos completamente con la mayor parte de nuestra energía donde nuestra atención está.

Atender a otro es tender hacia él un puente de comunicación en el que se produce un intercambio energético. En ese intercambio unos dan de su propia llama vital y otros toman de la llama de los demás.

La clase social en la que yo había nacido llamaba la atención por sí misma: donde yo iba, las personas abrían su puente y su puerta ante mí, se inclinaban, se ponían a mi disposición, daban de su fuego. Yo me dejaba venerar, mis deseos eran órdenes, todo el mundo se sentía honrado de complacerme.

Raramente daba de mi propia llama, a menos que me lo pidieran y aún así, lo que yo daba, no era mío, eran los recursos que el estado destinaba a cada tipo de petición razonable. Yo sólo era un funcionario que tenía un cierto poder para distribuirlos con justicia, de acuerdo a la ley.

Mi amabilidad era puramente convencional, una pose aprendida y ensayada mil veces. Sin embargo, ellos se sentían bien, en realidad recogían su satisfacción de la ilusión de estar relacionándose con Lo Importante, con El Poder; que no era yo, sino la corona de mi padre, que estaba detrás de mí.

Durante dieciocho años de mi vida, las personas adoraron en mí algo que no era yo. Yo representaba mi papel, era mi trabajo, me habían educado para eso desde niño, y mis padres, además, exigían que lo hiciese bien. Pero cada día odiaba más el estar dando vida a aquel personaje que no era yo, mientras mi yo carecía de manifestación, porque nadie lo veía. El brillo del personaje que representaba apagaba completamente el mío propio.

Yo me aburría, sentía que el mundo era algo horriblemente tedioso y estaba convencido de que la mayor parte de las personas eran estúpidas. En esos momentos me percataba de que mi llama personal estaba a mínimos, mortecina, asfixiada por la rutina y por la falta de intensidad.

Un día, recibimos una embajada de los aqueos que habían dominado Ptía, un reino pelasgo cercano al nuestro, al sur de Tesalia. El embajador traía un majestuoso caballo blanco tesalio como presente para mi padre. Para mi madre, ricas joyas de oro que seguramente habrían saqueado de algún templo de la Antigua Diosa. Y no se olvidó de los hijos: a mí me tocó un halcón de caza.

El embajador se ofreció a ir conmigo a la sierra donde cazábamos y enseñarme a usarlo. Acepté. Tres días después cabalgamos con nuestros escoltas hasta una montaña cercana, bajo la cual corría un río torrencial por una garganta boscosa.

 El embajador aqueo era un hombre de unos cuarenta y ocho años y rostro curtido, con un brillante pasado de jefe guerrero. Era padre de muchos hijos, y me vio a mí como un hijo más, bastante flojo. No se contentó con enseñarme como cazaba el halcón, quiso darme una lección de hombría, inculcarme su propio espíritu de cazador.

-Este halcón está adiestrado, desde hace tres años, para cazar por sí mismo para su amo -dijo-. Lo sueltas, busca su presa, la ejecuta y te la trae. Eso es interesante la primera o la segunda vez, pero después se hace aburrido, porque es él quien lo hace todo y tú tan sólo estás ahí, recibiendo su ofrenda y haciéndole una caricia.

-Lo entiendo –dije. Podía entenderlo muy bien, porque durante toda mi vida eso era lo que habían estado haciendo los funcionarios de mi padre para mí. Yo sólo tenía que estar ahí, recibiendo sus ofrendas y dándoles a cambio unas palabras que hiciesen brillar aún más la llama de su autoestima... La cual era mucho más potente que la mía, porque estaba sustentada sobre la realidad del buen trabajo que habían realizado.

-Para que puedas disfrutar del noble arte de la cetrería -siguió el embajador-, tienes que convertirte en el propio halcón con tu imaginación, tienes que ponerte en él y captar desde dentro de él toda la intensidad de su forma de cazar.

Me instruyó para que cubriera con un grueso guante mi puño, sobre el que posó luego a la rapaz. Tenía la cabeza cubierta por una caperuza de cuero empenachada, que no la dejaba ver.

-Siente al halcón -dijo-; acarícialo, es tuyo. Siéntelo como si fuese tu propia mano derecha.

Hice lo que me decía, lo acaricié con la izquierda, tenía un bello plumaje de agradable tacto, sentí los latidos del corazón bajo su pecho cálido.

-Ese corazón es el tuyo, porque su voluntad está ciega. No tiene visión, sólo instinto. Tú escoges por él y lo utilizas. Haz de tu voluntad su voluntad. Mira hacia el valle y escoge una presa.

Miré hacia la garganta boscosa, allá abajo. Sobre el verdor oscuro de las frondosas encinas se destacó la blancura de una paloma torcaz que sobrevolaba el río. La señalé al embajador.

-Siente que tu propia mano derecha es capaz, desde ahora, de descargar, igual que Zeus, un rayo mortífero a gran distancia. Un rayo en forma de ave rapaz. Quítale la caperuza y ordénale al rayo que vaya a por la paloma ¡Ya!

Así lo hice, le quité la caperuza y de inmediato lo impulsé, con un movimiento enérgico de mi brazo y con una orden, en dirección a la presa. Mi halcón se alzó, la descubrió enseguida y fue a por ella como un rayo.

-Eres el halcón -dijo el embajador rápidamente muy cerca de mí-. Has descubierto a la paloma sobre el río, has concentrado toda tu atención en ella, olvidando el resto de tus intereses; tu atención centralizada y prioritaria sobre ese objetivo hace que todas tus potencialidades de todo tipo se pongan a tu servicio para alcanzar el cumplimiento de tu voluntad; tu estado mental ha cambiado a una onda de alerta total, torrentes de energías de reserva fluyen a tí químicamente para acrecentar tu poder de realización; se ajusta de inmediato al objetivo tu manera de volar y tu cerebro de ave realiza instintivamente cien mil cálculos instantáneos para determinar previamente la arriesgada maniobra que a continuación ejecutas: te lanzas en picado a toda velocidad para llegar allá abajo, sobre el río, con el ángulo adecuado, a fin de poder atrapar con tus garras a la paloma por el lugar preciso, justo después del momento en que sus propias percepciones le avisen del peligro y te descubra; agarrándola, no en el sitio en donde estaba, sino en el sitio donde calculaste que estará cuando te descubre y trata de escapar. ¡Tocada!

Inmediatamente de atrapada la presa, sigues la curva ascendente del picado previsto para remontarte hacia arriba, a pesar del peso; rebasas los arbustos de la orilla y los árboles sin chocar contra ellos y acabas esa acción impecablemente, de nuevo en la altura, para poder pasar a la que la seguirá... ¿Qué has sentido?

-¡Uau! –dije, poseído por la excitación, viendo regresar a mi halcón con la presa en sus garras- ¡He sentido que todo yo era pura atención concentrada en mi objetivo, a vida o muerte!

-Bien -dijo él-. Así es como se tiene que sentir un hombre de poder cuando se expresa a sí mismo.


Orfeo se volvió hacia Jacín. Realmente el paisaje circundante se parecía algo al que acababa de describir. Le señaló con el dedo, allá abajo, a una bandada de palomas torcaces que sobrevolaba el río.

-Aquel día –siguió- descubrí que, cuando realmente estamos viviendo la vida a tope y no simplemente vegetando, somos, en esencia, una atención absolutamente concentrada en algo concreto.

El momento en el que la llama de nuestra energía vital brilla con mayor intensidad es ese en el que uno salió de la rutina de la percepción pasiva y dispersa, para convertirse en plena atención a vida o muerte.

Igual que el halcón, en un nivel muy básico, nuestro sentimiento de intensidad puede acrecentarse cuando vagamos por el bosque verdaderamente hambrientos y surge una presa, corremos tras ella, apuntamos con plena atención y conseguimos atravesarla con nuestra flecha.

Pero eso, para nosotros, ya se ha convertido en una intensificación muy excepcional. La obtención de comida para el hombre, por causa de los muchos recursos que tenemos hoy en día, rara vez deja de ser una rutina más, de agradable, pero baja intensidad de atención.-






49- INTENSIDAD ELEVADA


-Ya veo por dónde vas -dijo Jacín-. Pienso que si queremos elevar la intensidad de nuestra existencia por encima de los niveles comunes podemos recurrir al sexo, o el atletismo, o los negocios, o la política... o incluso a la guerra, para conseguir intensidad a tope.

-Eso es, pero hay niveles mayores, ya lo verás. Por ser hijo de quien era, desde muy joven conocí la elevación de la llama de la atención que produce el sexo por el sexo y el poder de vida o muerte sobre las personas… que es una intensidad que no se diferencia mucho de la puramente animal de cazar a otro ser más débil o menos hábil o atento, o más ingenuo que tú, y comértelo. Las facilidades que me daba mi privilegiada posición social para aquellos juegos, hicieron que, con el tiempo, se volviesen tan rutinarios, elementales y poco intensos como el de conseguir alimento cada día.

Así que tuve que buscar otras motivaciones para mi atención. Mi padre me aconsejó el gimnasio y la caza, pero nunca pude pasar de un desarrollo físico mediocre y lo mismo como cazador. Mi halcón y mis monteros hacían la mayor parte del trabajo y, aún así, con los mismos recursos, la mayoría de los que me rodeaban eran siempre en aquello mejores que yo….Y yo no me conformaba con marcas mediocres. Siempre quería llegar al máximo; no por las alabanzas de los demás, pues adulación era lo que sobraba a mi alrededor, sino por mi propio sentimiento de estar alcanzando mi mejor altura.

       Yo tenía um primo, hijo de una Sacerdotisa-Musa de Apolo, Urania, muiy versada en Astrología que, desde niño, ya era un músico genial, único con el ritmo y la melodía. Mi madre , su madrina, ló adoraba como a un hijo, de manera que lo tomó bajo su protección y le enseñó cuanto sabia. Llamábase mi primo Lino y apenas siendo um muchachito ya componía himnos a Dionisio y a los antiguos héroes. Hasta hizo toda una Epopeya de la Creación.

Él fue mi ídolo y mi maestro de música desde que ambos éramos unos críos. Aunque sólo me daba clases una vez por semana, ya que estaba claro que yo no estaba destinado a ser músico, sino a suceder a mi padre en las tareas del gobierno.

Pero por desgracia, Lino fue también llamado para ser profesor de Hércules, quien, no pudiendo sufrir ser corregido, hizo un movimiento brusco con la lira que desequilibró a su maestro de su asiento, cayendo hacia atrás y rompiéndose el cráneo contra la pared.

Evidentemente no hubo mala intención por parte del coloso, él era todavía un adolescente, sólo fue un accidente, pero aquello le causó tantos remordimientos, que decidió dejar la música para siempre.

Mi madre, desconsolada por la muerte prematura de su mejor discípulo, volcó en mí toda la afectividad y las enseñanzas que antes le dedicaba a él, además de las que me correspondían, y pasaba muchísimo tiempo conmigo, liberando sus sentimientos por medio del canto y de la música. Y aquello que ella cantaba y tocaba era tan auténtico y tan sentido, que su vibración prendió en mi propia alma como en tierra fértil.

Así descubrí que no era en la Política, sino en el Arte, donde yo me encontraba ante posibilidades sin fin de ascensión en la intensidad ¡Y eran posibilidades para las que yo estaba bien dotado!

Tú sabes como es, Jacín, cada vez que nos ponemos a componer una obra, nuestra atención concentrada alcanza altas luminosidades, y eso ya es fantástico. Pero cuando pasamos a dar expresividad a lo compuesto, el brillo sube y sube y cuando, por fin, puedes ejecutar ante un público, si consigues llegarles al corazón, tu llama personal se convierte en una gran hoguera que tiene una enorme ventaja sobre la que te da la caza de la comida, el sexo por el sexo y el poder sobre los demás, que es la siguiente: no sólo tú te has llenado de luz... sino que no le quitas a nadie la suya, por lo contrario, la acrecientas.-

-Es algo maravilloso –concordó el músico pirenaico-, si la cosa estuvo bien, todo el mundo sale encendido en su emoción o su comprensión. Ver esa luz que se desprende de ellos eleva mi luz al infinito.

-El arte, si es arte de verdad –dijo Orfeo-, te descubre el mundo de lo sublime dentro de tí, a causa del estímulo que ejerce sobre la sensibilidad, que siempre está exigiendo algo más perfecto, más grandioso, más sabio y más sutil. Eso te hace ensayar, ensayar y estudiar, hacerte preguntas y hacérselas a otros, buscar e investigar. En mi caso, busqué maestros: primero de música, después de vida.

Y tuve la suerte, también por mi posición social, de ser admitido en las mejores escuelas de conocimiento. La más intensa, la primera, en el monte Pelión de Tesalia, en la Hermandad de los Hijos de Crono, dirigida por el hombre-centauro Quirón, todo un maestro del Arte de la Vida que creaba obras inmortales, no pintándolas sobre un lienzo, o con sonidos, ni modelándolas sobre mármol, sino puliendo la piedra bruta del ánimo de los jóvenes de diversas tribus a quienes instruía, para convertirlos en hombres realizados y en modelos dignos de ser imitados por las generaciones siguientes.

Del mismo modo que en la música descubrí una motivación para el desarrollo de la intensidad que sólo dependía de mí mismo y de mi esfuerzo y no de ser hijo de mis padres, así fue también en la Escuela de Quirón, que había educado a lo más selecto de la juventud pelasga y luego griega, ya que el centauro vivió una larguísima vida, siglos, decían (a menos que los maestros anteriores de su fraternidad se llamasen igual que él)... Allí yo era uno más, entre príncipes de países mucho más cultos, fuertes e importantes que mi país, campeones que me superaban en casi todo.-

-¿Y qué os enseñaba Quirón? -preguntó Jacín.

-Nos enseñaba Caza, Hípica, Lucha, Medicina, Cirugía, Hierbas, Astrología, Música... pero esas materias eran apenas lo de fuera, el ropaje. Por dentro, toda su enseñanza, realmente, iba encaminada a convertirnos en héroes.

-¿Héroes? Pero eso no es para cualquiera, Orfeo, eso es cosa del destino.

-Cosa del destino puede ser, apenas, que un héroe llegue a ser un héroe famoso, Jacín. Pero Quirón no se preocupaba por la fama ni por las cosas que sólo son producidas por el destino o por la suerte, Quirón se ocupaba del heroísmo en sí, de la voluntad y la dignidad de serlo y de los asuntos que tienen que ver con el esfuerzo personal...

-¿Con el esfuerzo personal?

-Eso es. Él decía, exactamente, que la suerte de un hombre además de su disposición para enfrentar con éxito su destino, sólo dependen de su atenta auto-observación personal para conocerse a sí mismo, de su esfuerzo personal para controlar y desarrollar al máximo aquello que ya conoce de sí mismo, y de su fe en su propio poder y en el poder de la vida en sí.

-Si un héroe no depende de ser hijo de una divinidad y un mortal, ni de llegar a tener fama por causa de grandes hazañas realizadas–preguntó Jacín-... ¿Qué es un héroe?

-Yo vivía preguntándome eso mismo –respondió Orfeo- ¿Qué podría aspirar a lograr en una escuela donde cualquiera era más diestro, más fuerte, más resistente, más osado, más apuesto y más valeroso que yo? Pero lo que decía mi maestro era lo siguiente: “Un héroe es cualquier persona que se propone conocer y alcanzar lo más elevado de sí mismo y que se concentra con toda intensidad en la tarea de intentarlo”.

Y cuando Quirón descubrió cuales eran mis personales talentos, me dijo que podía faltar a las lecciones de caza, de hípica y de lucha, si en ese tiempo ensayaba música como si tuviese que ganar una batalla utilizándola como arma. Y al ver que realmente lo intentaba, me inició en aspectos de su conocimiento, además de los puramente musicales, en los que él no iniciaba a aquellos que iban para guerreros o para reyes…

... Cuando salí de allí aún estuve en Samotracia, en Eleusis y en Sais de Egipto, en otras Altas Escuelas, pero sólo para confirmar que lo que Quirón me había enseñado podía expresarse también de otras maneras, con otros estilos y en otras lenguas.

Lo que me enseñó Quirón, por ejemplo, me dio la confianza necesaria en mí mismo para ir en busca de aquello que en ese momento más me interesaba: yo estaba loco por una joven que pertenecía a la Hermandad de las Dríades. Un colegio de sacerdotisas que preparaba futuras Ninfas para que tuviesen hijos para la Gran Diosa, a fin de formar cuadros jerárquicos de total confianza para la casta dominante matriarcal.

-Sucedió –siguió contando Orfeo- una mañana en la que yo acompañaba a mis padres, junto con un gran séquito, en una ceremonia oficial de la antigua religión en el Templo de las Ninfas, enclavado en un Bosque Sagrado. Estábamos allí porque teníamos que estar, por política, sin ninguna gana. Ni a las Sacerdotisas del Templo les caía bien mi familia, ni a mi familia le caían bien ellas. Era un acto oficial, uno de tantos que teníamos la obligación de presidir.

Entonces la vi, bella, radiante, portando una guirnalda de flores para mi madre, entre otras jóvenes Dríades. Y eso fue todo; no le dije nada, ella no pareció reparar demasiado en mí, pero me quedé mirándola durante toda la ceremonia.

Me marché de allí y seguía recordando su rostro que había quedado grabado en mi mente... y así durante días. Al final me colé en el Bosque Sagrado, donde estaba prohibida la entrada sin permiso a los varones, fuesen de la clase que fuesen, bajo durísimas penas. La espié muchas veces, escondido entre los árboles.

Me enamoré perdidamente y la retraté en mil canciones llenas de suspiros. Yo, que era un cínico hastiado de sexo vacío, yo que hablaba del amor como si fuera un simple instinto de la parte más animal del hombre al que hay que satisfacer de vez en cuando, igual que cuando se le echa comida a los perros, entendía ahora que lo más importante del amor no es recibirlo, sino proyectarlo sin expectativas, y que se pueda proyectar a todo. Aprendí que esa proyección, si fuese consciente, intensifica y expande al máximo la llama de nuestra vida... Pasaron meses en que yo sólo pensaba en ella, sin ella saber nada de mí, todavía.

Porque aquello era como enamorarse de un imposible, por muy alto que fuese mi linaje. Las Dríades se convertían en Ninfas en cuanto llegaba la Fiesta de la Siembra, a la cual asistían los mejores campeones de cada clan de Tracia, siempre que ellos pertenecieran al clan que correspondía a cada tipo de fertilización, para evitar la cosanguinidad: ellas elegían libremente uno, yacían con él y si resultaba una niña, esa niña era educada para Dríade; si era un niño, lo sacrificaban a la Diosa.

En cuanto una Dríade dejaba de ser virgen, llegaba a la categoría de Ninfa y cada primavera había una Fiesta de la Fertilidad en la que, de nuevo, podía escoger un campeón que sembrase niños para la Diosa en ella. Al cabo de un número de partos y de sacrificios de niños varones, cuando conseguían llegar a tener un máximo de tres hijas, las Ninfas se consagraban enteramente a la Divinidad haciendo varios votos, entre ellos el de celibato y castidad integral, y era así que podían ascender a Altas Sacerdotisas. Las Altas Sacerdotisas de los varios clanes formaban el Consejo de Ancianas de Tracia, la Suma Sacerdotisa que ellas elegían era la legítima Madre y Reina del país.

Durante muchos milenios, para las castas de Altas Sacerdotisas que habían acaparado el poder político de las tribus tracias y las de toda la Pelasgia, los hombres eran apenas un lujo biológico que se podían permitir para su placer (como los zánganos en una colmena) aquellos verdaderos seres humanos completos, que eran únicamente las mujeres, imprescindibles para dar nacimiento, cría, mantenimiento y continuidad a la especie.

...Sobre todo después de las terribles carestías, producidas al agotarse la caza, lo que dejaba en paro forzoso a la tradicional utilidad masculina, y tras el salvador descubrimiento y extensión de la agricultura por parte de las recolectoras, sumado al especial talento femenino para la relación y organización comunitaria... además de otros factores prácticos de supervivencia, civilización, e incluso sabiduría que desarrollaron, a través de la ingestión secreta de plantas de poder, descubiertas por ellas y vedadas por precepto iniciático a los varones.

Las mujeres habían inventado la religión y las leyes, y con ellas mantenían controlados y sometidos a los machos por medio de los sacrificios humanos, de la administración a su libre albedrío del sexo, de la comida y... de los venenos. Y, sobre todo, de la educación de los niños en el temor de la Diosa y en el terror a la Magia de las matriarcas.

Cada año, la Suma Sacerdotisa, cargo no obligado a ser célibe, elegía un Jefe de Guerra como Rey Consorte al cual manejaba a su capricho mientras no surgiese la oportunidad de sustituirlo por otro más conveniente para la nación. Hasta hace unas pocas generaciones, era sacrificado ritualmente al terminar el año, en el mes número trece, el fatídico, o desafiado a muerte por otro aspirante a su cargo.

Luego de la llegada de los primeros griegos a Pelasgia (que sacaron a los hombres de su condición de “sexo inferior o prescindible”), se fueron haciendo componendas a la ley: se cambió el año lunar de mandato por el Gran Año, de cien lunaciones, y más tarde por el Año Mayor, de trescientas veinticinco lunaciones, o sea, diecinueve años, que se equiparaba con el año solar, y durante el día del sacrificio se sustituía al rey por un niño coronado.

Mi padre ya era el cuarto rey que había logrado mantener su corona en contra de la tradición matriarcal. A base de un férreo control del interior y de una buena relación con vecinos tan poderosos como los aqueos, que se propusieron acabar con el viejo orden de una vez en sus territorios conquistados y que estaban dispuestos a invadir los matriarcados circundantes.

Por eso, él fue el primer rey que se atrevió a cambiar el sacrificio periódico de un niño por el de un toro en su lugar. Pero lo verdaderamente revolucionario fue decidirse a tomar como nueva esposa (cuando murió la vieja reina de quien era consorte), no a una Suma Sacerdotisa de la Diosa, sino de Apolo, que era un dios olímpico, griego, patriarcal, opuesto al matriarcado.

El Consejo de Ancianas se conmovió: eso significaba perder la dirección del país, pues desde siempre, la reina había salido de entre ellas. Pleitearon en vano ante las más altas instituciones nacionales de justicia, porque mi abuelo Cárope, sabiamente, al conceder libertad religiosa para acoger a Dionisio, ya había conseguido equiparar de forma legal el Colegio de las Musas de Apolo con el Colegio de las Ninfas de la Diosa; por tanto, cualquiera de los dos podía representar la propiedad de las mujeres de Tracia sobre las tierras del país.

Las Sacerdotisas de la Diosa intrigaron para fomentar una revuelta, pero no pudieron poner al pueblo contra mi padre, porque él se lo ganó favoreciendo aún más los cultos y celebraciones del dios del vino, Dionisio, a quien, al tiempo que era el más moderno de los Olímpicos, el pueblo tracio consideraba, extrañamente, como un dios antiguo y popular, ya que traía de vuelta consigo lo más gozoso del pasado: las fiestas orgiásticas y la alegría de la Diosa. Por oponerse a él perdió el trono el antecesor de mi abuelo.

Además, la casta sacerdotal de las Dríádes Ninfas se había ido haciendo tan soberbia y excluyente, por hereditaria, que la mayoría de las mujeres que no pertenecían a ella habían perdido la combatividad y el interés por la política que caracterizaba a las generaciones anteriores.-

-Entonces, si te he entendido, enamorarte de la Dríade fue como enamorarte del enemigo- dijo Jacín.

-Así fue, pero yo venía tan fortalecido en mi autoestima por la Escuela de Quirón, que me atreví a presentarme a la elección de campeones de mi clan de los centauros en la Fiesta de las Vírgenes dedicada a la Siembra de Cereales, confiando en que las sacerdotisas, por política, no me lo iban a impedir y en que la fuerza de mi amor por aquella mujer, que era tan grande, la haría fijarse en mí.

Yo no podía competir con los guerreros ni con los atletas, así que lo hice con música y poesía, declamando un canto a las Dríades que era un retrato inconfundible de la mujer-árbol que amaba y dirigiéndoselo exclusivamente a ella durante el concierto, con mis más sinceras miradas y con todo el calor de mi corazón, tal como si estuviese apuntando al suyo con el arco de Eros.

-¿Y acertaron las flechas? –preguntó Jacín, con una gran sonrisa.

-Acertaron. Y ella me eligió, con gran enojo inicial por parte de algunos miembros del Consejo de Ancianas. Pero, después de reunirse, seguramente decidieron que podría ser la oportunidad para volver a tener influencia sobre un futuro rey o su hija y dieron su visto bueno a nuestra relación. Aunque no permití a mi cuerpo que resultaran hijos de ella para la Diosa.

-¿Cómo lo conseguiste?- se extrañó el íbero.

-No es algo demasiado difícil, si te entrenas en ello como te entrenas con el canto o con la lira. Se trata de alternar actividad, cuando tu pareja está pasiva, con pasividad, cuando está activa; y de controlar tus movimientos y tu excitación a base de respiración serena, de manera que te puedas relajar cada vez que llegas al borde de la catarata, sin dejarte precipitar por ella.

-¿Dónde queda tu placer, entonces, si no te derramas?

-En prolongar y modular a voluntad el contacto sensual todo el tiempo que tu compañera aún lo desee, en considerar el camino más importante que la meta, en gozar con el gozo de tu pareja, pero sin llegar nunca al derramamiento de la semilla, que también es el final del placer. Es como deleitarte tranquilamente con tres copas de vino a pequeños sorbos durante toda la noche, mientras conversas de una forma suelta, inspirada, alegre y siempre inteligente, en lugar de vaciarlas de tres tragos seguidos y quedarte luego completamente inconsciente, tras un momento explosivo de brutal exaltación descontrolada.

-¿Controlar los instintos y las emociones no significará desnaturalizarlas y desvirtuarlas? –arguyó críticamente el pirenaico.

-Para mí –respondió Orfeo-, no hay cosas más innaturales y desvirtuadas que la ilusión y la inconsciencia; controlar la excitación y la emoción sanamente es controlar la ilusión y la inconsciencia. Y no es tan complicado... se consigue respirando lenta y profundamente y manteniendo en calma tu consciencia mientras observas, sin dejar de participar ni de estar completamente concentrado en el momento y en la experiencia que vives.

-Muy sofisticado me parece eso –dijo Jacín- ¿No te quedas inflamado y muerto de ganas durante todo el resto del día, después de haber generado tanta energía a la que no le das su salida natural?

-Me quedaría, si mi maestro Quirón no me hubiera enseñado a elevar esa energía desde mi sexo hasta mi cabeza.

-¿Cómo se hace eso?

 -Por medio de rápidas y profundas inspiraciones por la nariz, manteniendo recta la columna, y mediante visualizaciones en las que vas impulsándola (y al tiempo refinándola y sublimándola), del centro energético del vientre al del plexo solar, de éste al del corazón, de éste al de la garganta y de éste al del centro de la frente... es como ir subiendo la escala de las notas musicales de octava en octava...

-Y cuando llega esa energía hirviente a la cabeza...

-...Se convierte en el más elevado combustible para la inspiración de un artista, Jacín: la potencia generatriz que iba destinada a engendrar a un hijo de tu espíritu y del de tu compañera dentro de un efímero cuerpo de carne y hueso, engendra, si te pones a componer con ella y a moldearla, el mismo hijo de ambos en el cuerpo sutil de una obra de arte inmortal... tú sabes que nuestras mejores canciones son pura energía sexual sublimada.

-Ya entiendo... tal vez me decida a experimentar con ese original método de creación alguna vez... –dijo sonriendo- ¿Pero qué le pareció a la Dríade que no derramaras tu semilla material en ella?

-No le gustó nada. Durante un tiempo estuvo avergonzada. Sentía que estaba traicionando a su Fraternidad, a sus principios y a la Diosa, incluso temía un castigo divino. Yo trataba de compensarla demostrándole tanto amor que, en la siguiente primavera, cuando fue la Fiesta de la Siembra de las Ninfas, me volví a presentar entre los campeones centauros, con nuevas flechas musicales en el arco de mi lira... y me volvió a elegir.

-¿Y lo de los hijos para la Diosa?- preguntó el pirenaico.

-Continué sin dárselos, pero, al mismo tiempo, le daba razones. Razones y amores, todo el amor. Le decía que también yo tenía que enfrentar la oposición de mi padre a un amor con un miembro de la principal institución iniciática de sus enemigos políticos interiores. Lo cual era verdad, mi padre me consideraba un indigno sucesor suyo, sin interés por las armas ni por la administración, sin ambiciones políticas, un príncipe decadente que sólo se interesaba por música, filosofía, viajes, que sólo sentía atracción por la cultura griega (mientras que él era totalmente pro-troyano) y por mujeres totalmente inconvenientes.

-Puedo imaginarlo –dijo Jacín– ¡Vaya lío!

-Le decía que, por supuesto, yo deseaba tener hijos con ella, pero que no quería que nuestros hijos fuesen manipulados y usados por el matriarcado. Le hablaba de una Nueva Era de hombres y mujeres libres (que nosotros dos podríamos iniciar), en la que ambos sexos vivirían en armonía, en un pacto de igualdad real y de equilibrio que se saliera, tanto del extremo de la caduca sociedad matriarcal de la Edad de Piedra, como del otro extremo traído por la Edad del Hierro y por el intransigente patriarcalismo a ultranza de los aqueos.

 Le hablaba de conseguir un equilibrio entre La Gran Madre y Zeus, entre Apolo y Dionisio, entre griegos y asiáticos, entre la vieja Tracia y la nueva Hélade y entre el lado occidental y el oriental del Egeo y le decía que sólo había una manera de llegar a conseguir ese equilibrio entre tantos aparentes opuestos.

-¿Y cuál era?

-El amor, un amor de verdad, como el nuestro, que hiciera complementarios de los opuestos, igual que cuando un músico juega con los graves y con los agudos hasta ponerlos en armonía. Y a mayor tensión, a mayor contraste, a mayor compromiso, fuerza, dulzura e intensidad, mayor expresividad y belleza resultante, si la armonía que los equilibrase fuese real.

-¿Cómo respondió tu amada a lo que le decías?

-Me creyó, Jacín, confió en mí, entendió mis razones porque su corazón le daba razones que su mente no era capaz de darle. Vivimos un año de amor a tal intensidad que, al año siguiente, yo me atreví a ponerlo a prueba.

-¿Una prueba? ¿Qué hiciste?

-Simplemente, cuando llegó la siguiente primavera, le dije que me iba a Samotracia y Eleusis y que no me volvería a presentar a la elección de campeones para la Fiesta de las Ninfas. Le dije que la amaba con locura y que ella era libre para hacer lo que quisiese, pero que no me iba a prestar más al juego de las sacerdotisas.

-¿Y qué ocurrió?

-Pues que me fui a Samotracia y a Eleusis y llegó el día de la fiesta de las Ninfas y desfilaron los mejores campeones de Tracia desplegando sus encantos viriles. Y cada una de sus compañeras eligió a uno.

-¿Y ella?

-Ella participó en la elección, pero no eligió a nadie.

-¿No la forzaron a elegir?

-No podían. La sociedad matriarcal también tenía sus cosas buenas: quien ya había pasado dos veces por la elección, podía abstenerse de elegir, si no le agradaba ningún nuevo candidato o si ya tenía un favorito de su corazón.

-Regresaste enseguida, supongo –dijo Jacín.

-No, estuve muchos meses fuera, en Samotracia y en el Ática, le quise dar tiempo a que se lo pensase con calma; y también me lo quise dar a mí. Yo quería un gran amor, un amor que fuese más allá de las muchas circunstancias externas que parecían envolver nuestra relación.

-¿Cómo cuáles?

-Yo necesitaba estar totalmente seguro de que si mi amor me quería, me quisiera por mí mismo, no por ser un príncipe heredero, ni por influencia de los cálculos y previsiones políticas de las sacerdotisas. También anhelaba que alguien me eligiera para siempre y no tener que competir por la mujer amada cada año, como había sido el tormento de las generaciones de enamorados precedentes.

 Y deseaba mucho tener hijos con mi amor, pero para que fuesen también mis hijos, no sólo los hijos de su madre. Y me repugnaba que se los quedaran las sacerdotisas, bien convirtiendo en Dríade a una niña o en cadáver glorioso a un niño... Ahora bien, para conseguirlo, mi amada tenía que abandonar su Fraternidad, a fin de escapar a su ley. Y casarse conmigo al modo griego.

-Se lo pusiste bien difícil a la chica -dijo el vate pirenaico admirado.

-Era muy difícil para ella -reconoció Orfeo-. Lo más difícil, casi una indignidad entre las Dríades, la decisión de abandonar su Fraternidad para entregarse al matrimonio, una institución extranjera y advenediza, creada por el patriarcado invasor para convertir a las orgullosas mujeres tracias en seres dependientes, en la cual renunciaban a su libertad de elección de amantes y a ser las únicas legítimas propietarias de sus tierras y de sus hijos.

Claro que yo estaba dispuesto a pactar unas condiciones matrimoniales más igualitarias que las que contenía el compromiso aqueo y a potenciar su ratificación como ley y su aplicación, para que se pudiesen acoger a ella todas las parejas que lo desearan, en todo el reino de Tracia.

-¿Qué ocurrió cuando regresaste?

-Me acogió con el mismo contento y con el mismo cariño que si nos hubiésemos separado la noche anterior y vivimos otro tiempo de intensísimo amor y pasión, aunque no quiso ni abandonar su Fraternidad ni visitar mi casa. Seguía viviendo en el Bosque de las Ninfas y nos veíamos y pasábamos con frecuencia las noches juntos, pero siempre en lugares neutrales y discretos.

Al año siguiente le dije que me marchaba a Egipto. Me fui, de nuevo hubo Fiesta de las Ninfas y de nuevo se abstuvo de elegir. Y regresé de Egipto y todo volvió a ser pasión y armonía, pero de matrimonio, nada. Mientras tanto, tenía cada vez más problemas con mi padre.

-¿Por qué?

-Por todo: porque me iba a recibir instrucción iniciática a países extranjeros durante largo tiempo, porque, por el camino, hacía buenas relaciones con los griegos y muy pocas con los troyanos, porque no prestaba la atención que él demandaba a mis clases de administración o a mis deberes militares, porque no le gustaba como me vestía o peinaba o en lo que gastaba mi presupuesto; porque no le gustaban mis opiniones sobre nada, porque contestaba a las suyas, porque organicé varios conciertos de lira ante público, porque escapaba de palacio cada vez que podía y, sobre todo... porque ya estaba en edad de casarme con alguna princesa troyana cuya alianza le convenía y yo no quería ni saber de ello.

-¡Vaya con la vida principesca!

-Yo me veía metido en una rueda que giraba vertiginosamente en todas direcciones y no sabía como hacerla detenerse, Jacín, no sabía como hacer para apearme y marcharme a hacer mi propia vida, la que yo quería. O, por lo menos, no tener que hacer la que no quería.

Entonces aparecieron un día los heraldos de Tesalia, proclamando que quedaba abierta la selección de candidatos para la expedición de los Argonautas a la Cólquide. Me sentí llamado, ahí estaba mi oportunidad de hacerme respetar por mi propio nombre y no por el de mi padre; y también la aventura libre, con toda la intensidad vivencial que suponía; y la compañía de muchos de los valientes aprendices de héroes que había conocido junto a Quirón. Así que en un impulso, sin saber lo difícil que iba a ser que me admitieran, me consideré admitido y fui a decirle, tanto a mi padre como a mi amada, que me iba.

-¿Y qué pasó?

-Pues que mi padre me dio a elegir entre renunciar a la expedición o abdicar de mis derechos a la corona en mi hermano. Y decidí abdicar.

-¿…Abdicar? –el pirenaico estaba alucinado.

-… Y pasó también que mi amada me dijo que no le importaba que hubiese abdicado, que me quería por mí mismo, que siempre me esperaría y que si lograba regresar de la Cólquide, aunque fuese lisiado, abandonaría su Fraternidad, se casaría conmigo al modo griego y tendríamos hijos... Además dijo que si me mataban, iría a buscarme al mismo País de los Muertos.

-¡¡Voto a todos los Dioses!!- exclamó Jacín con la boca abierta.

-Así mismo juré yo, por dentro, cuando ella me lo dijo ¡Pero sintiendo que me volvía loco de alegría y de amor! Y esa alegría y amor me dio ánimos durante la larga y peligrosa aventura, mantuvo alta mi llama vivencial en ella y conseguí vencer muchas difíciles pruebas, colaborar muy bien con mis compañeros aunque era el más enclenque del grupo y, por fin, regresar vivo, entero y triunfante a mi país.

-¡Un héroe! -dijo Jacín- ¡Estoy hablando con un héroe!

-Pues la verdad es que así me sentía yo en aquel momento maravilloso de mi vida... Ella me había estado esperando todo el tiempo y seguía igual de enamorada... ¡Y hasta mi padre estaba orgullosísimo de mí! Aceptó la boda con mi amada después de que ella anunció oficialmente que abandonaba la Fraternidad de las Dríades y se encargó de redactar y de hacer sancionar un nuevo pacto matrimonial mucho más igualitario que el de los aqueos, así como de organizar una ceremonia nupcial por todo lo alto...

-¡Y os casásteis, claro! ¡Final feliz!- Jacín estaba entusiasmado.

-Nos casamos, pero el mismo día de la boda la picó una cobra en un pie y la mató. –dijo Orfeo sombriamente.

Fue como un baño de agua fría para el vate pirenaico después de haberse exaltado de alegría en el calor de la narración. Quedaron los dos hombres en silencio un largo rato, contemplando como el sol final de la tarde ensangrentaba el contraluz tras los nevados de las cumbres, cumbres que se iban haciendo más solemnes y grandiosas según avanzaban hacia el misterio del Extremo Occidente.

Comenzó a anochecer y todavía se encontraban allí, sentados sin decir nada. Finalmente, Jacín se puso en pié, apretó con su mano el hombro de Orfeo y dijo:

-Repito mi primera pregunta, si quieres contestarla de nuevo brevemente, camarada: ¿Qué es lo más importante que has aprendido con todas esas experiencias?

-Aprendí que el Amor más intenso es un dios que todo lo consigue, Jacín -respondió Orfeo con determinación-. Por eso estoy yendo al Fin del Mundo para pedirle a Hades que me devuelva a mi alma amada.




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