18-
EL DESCONSUELO
Se
quedó atónito un rato, mientras su amada iba perdiendo calor y color. Mas
enseguida reaccionó. Salió corriendo y envió a los guardias de la portería a
caballo para que trajeran los médicos de palacio. Éstos llegaron
inmediatamente, junto con sus padres y hermanos, pero tan sólo pudieron
certificar la muerte de Eurídice. Orfeo no quiso de ninguna manera aceptarla,
él era un iniciado en la Escuela de Quirón y en los antiquísimos Misterios de
Samotracia, donde le habían revelado, provocando una separación temporal de su
consciencia fuera de su cuerpo, la inmortalidad evidente del Ser y su eterna
capacidad de regeneración. Se negó a dejar que su mente se empantanase, como
las de las gentes vulgares, en la ilusión materialista de la muerte
irreversible. Así, asentó lo mejor posible sobre su caballo el cadáver de
Eurídice, envuelto en mantas, lo ató a su propio costado para que se mantuviese
erguido y cabalgó veloz hacia la montaña más alta y nevada de los Rhodopes.
Cuando el caballo ya no podía seguir, la cargó en sus brazos y ascendió a pie,
trabajosamente, hasta el borde del glaciar, donde depositó el cuerpo amado en
una urna de hielo natural, cavada con su propia espada, para que se conservase
durante todo el tiempo posible, y lo cubrió bien con todos los trozos cortados
y con piedras, para que ningún animal pudiese llegar hasta él. Después, regresó
a la corte, recurrió a sus padres, e hizo que convocasen a los sabios más
famosos para que le dijeran como volver a Eurídice a la vida. Pero todos le
explicaron que eso era imposible, pues el cuerpo y la mente se disgregan tras
la muerte, y más tarde se separa también el Espíritu consciente del vehículo
alma, contenedor del emocional y del mental, y los recuerdos de la memoria
individual se van olvidando, quedando sólo la esencia fundamental de lo
aprendido en la vivencia. Todo el mundo trató de consolarlo y de recomendarle
resignación. Él no quería ni lo uno ni lo otro, sino una solución efectiva.
Buscó a más personas de conocimiento, fue a visitar a los sacerdotes kabíricos
y olímpicos, a las sacerdotisas de la Diosa, a los chamanes de las aldeas
remotas, a los santos ermitaños de los montes, a los brujos y a las hechiceras,
y sólo le dijeron que tenía que rezar para desprenderse de su enorme apego, que
sólo prolongaría su sufrimiento y dificultaría el desprendimiento del espíritu
de Eurídice de la dimensión material en cuanto no se disolviesen los vehículos
etéricos que lo ligaban a ella. Nada de lo que intentó le dio el resultado que
su corazón quería. -Yo hubiese podido tratar de recuperar a tu mujer para la
vida mientras ella hacía el largo recorrido entre el portal de su muerte y su
llegada al Fin del Mundo –le dijo un famoso hechicero al que conoció dos meses
después–. Pero ahora ya no, ha pasado mucho tiempo, ya estará en el Hades, o
llegando, y del Hades no se sale. Tendrías que haberme visitado antes.- Las
compañeras de Eurídice en la Fraternidad de las Dríades cumplieron su amenaza y
quemaron completamente la granja apícola de Aristeo, quien tuvo que huir de la
región durante algún tiempo. Sin embargo, Orfeo nunca llegó a enterarse de
aquel lance, pues nadie quiso aumentar, relatándoselo, el lacerante dolor que
ya sentía. La Alta Sacerdotisa Ninfa, madre de Eurídice, arrasada, llena de
sentimiento de culpa por su tolerancia, consideró aquella desgracia un justo
castigo de la Diosa por la incastidad de su hija, al ceder al primitivismo de
la pasión y renunciar a ser una Dríade por causa de un común amor humano.
Reclamó y reclamó el cuerpo de su hija, para hacerle un funeral decente, pero
Orfeo se negó a devolverlo. Recurrió al rey y a la reina, pero ni las presiones
más violentas de éstos consiguieron que su hijo revelase donde había escondido
los restos, por lo que no tuvieron más remedio que dar largas y más largas a un
proceso legal inconveniente e inaceptable. Cuando la Ninfa vio pasar el tiempo
sin que se le hiciese justicia, intentó provocar una indignada revuelta de su
Colegio Sacerdotal contra la Corona, pero las otras Sacerdotisas Mayores no la
secundaron porque su situación política era delicada y una acción así podría
dar pretexto para ser barridas definitivamente de la esfera del poder, en favor
de los sacerdotes olímpicos. De modo que ella, aislada y amargada, se encerró
en el universo de la oración y no quiso, ni recibir a Orfeo ni volver a tener
ningún trato más con la familia real. De vez en cuando el amante inconsolable,
igualmente aislado de su familia por su inadmisible desobediencia a sus padres
y monarcas, subía solo hasta el glaciar, asegurándose de no ser seguido -no
quería que nadie supiese donde estaba el cuerpo, para que no lo enterraran sin
su permiso-. Le llevaba rosas silvestres del valle, hablaba con ella, retiraba
un poco las piedras para sentirla más cerca y le daba una cierta esperanza ver
que el hielo impedía su corrupción. La última vez que estuvo allí, había nevado
tanto que le costó mucho encontrar aquel sitio, que no quería, en modo alguno, llamar
tumba. Bajó hasta el bosque, cortó un árbol joven a golpes de espada y lo subió
hasta el glaciar, hincándolo junto a la urna de hielo para marcar el lugar.
-Eurídice, mi amor, te juro que iré a buscarte al País de los Muertos -prometió
ese día con pasión. Volvió a recurrir a quienes le habían merecido más crédito
entre sabios, chamanes, sacerdotes, sacerdotisas, místicos, hechiceras y
brujos, preguntándoles como llegar al País de los Muertos, pero no obtuvo
ninguna respuesta práctica o fiable. Y todos le aconsejaron que no se
empecinase en su vano empeño, unos recomendándole resignación y otros
tachándole abiertamente de loco. Con todo ésto, fueron pasando los años como si
fuesen días y él casi no se daba cuenta. Sus padres estaban preocupados por su salud
mental y esperaban que el tiempo le curase, pero, al ver que persistía en su
obsesión, le buscaron tratamientos médicos, que él rechazó. Por fin, el rey
Eagro le mandó llamar para que hablaran muy en serio, dejando, sabiamente, que
antes lo hiciese su madre, la dulce Kalíope. Cuando ella le hubo preparado con
sus comprensivas palabras de mujer, entró él y le dio el toque masculino,
diciéndole que ya era hora de que asumiese su desgracia como un hombre, que se
dejara de pedir imposibles y que aceptase un trabajo en la corte, la cual
estaba muy necesitada de servidores de confianza para resolver importantes
asuntos. En ellos podría canalizar su energía positivamente. -Eres muy joven,
aún puedes casarte, tener hijos, enviudar y volver a casarte más veces. Si
fueras un rey, además, tendrías la obligación ante tus súbditos de hacerlo. Así
es la vida, hijo mío, puro cambio, transformación, fluidez. Nadie puede
apegarse demasiado a nada ni nadie en este mundo efímero y cambiante ni, mucho
menos, quedarse prendido del pasado. --Dejadme, antes, ir a consultar al
Oráculo de Delfos -respondió su hijo finalmente-. Si allí me dicen que lo que
pretendo es imposible, volveré y aceptaré ese cargo.- Sus padres intercambiaron
una mirada y accedieron a su petición. Estaban seguros de que si el Dios Apolo
no lograba curar aquella alma atormentada, nadie más lo conseguiría. Orfeo
viajó, pues, hasta el Santuario de Apolo en Delfos, situado en la Fócide, al
pie del alto y peñascoso monte Parnaso, donde consultó a la pitonisa, que hacía
de medium canalizadora de los mensajes del Dios de la Luz y de la Curación. De
camino meditó muy bien sobre la manera en la cual podría enunciar con precisión
su pregunta, para evitar una respuesta llena de ambiguedades, como las que
solían dar los sacerdotes. Cuando llegó al templo, oró al hijo del gran Zeus,
incomparable en la pulsación de la lira y en adivinar el destino de los hombres
y las naciones. Luego le ofrendó un sacrificio, sin olvidar a ninguna de sus
Musas. Sus deseos se habían, finalmente, cristalizado en esta petición:
-“¿Podré conseguir que los soberanos del País de los Muertos me devuelvan a
Eurídice para que continuemos en vida nuestro interrumpido amor hasta que
muramos juntos?”- Después de haber mascado hojas de laurel en ayunas, sentada
sobre un trípode de hierro, al borde de un abismo de donde llegaba una
corriente de aire helado inspiradora, la pitonisa, una sacerdotisa de más de
cincuenta años vestida como una doncella, se convulsionó y pronunció algo
ininteligible. El sacerdote-profeta había puesto el oído junto a sus labios y
vino a dar a Orfeo la respuesta del Oráculo, que era así de sorprendente:
"Aquello que la limpia, constante y desinteresada voluntad de un alma
humana llena de amor se propone conseguir, si en verdad está liberado del
egoísmo de la personalidad, del desánimo o de la duda, logra que el universo
entero, en todas las dimensiones de la realidad, conspire para su efectiva
consecución"
19-
EL LOCO POR EL HADES
Animado
y esperanzado por lo que le parecían muy buenos augurios y armado de una
determinación a toda prueba, Orfeo ya no regresó a Tracia, donde temía que sus
padres insistieran en que aceptase un cargo público, sino que se dedicó a
viajar, preguntando y preguntando sin parar, del norte al sur de Grecia, a
ambos lados del Mar Egeo, durante otros tres años, sobre cómo debería hacer
para encontrar las puertas del Hades sin morir. Las respuestas de todo tipo que
cosechó darían para escribir otro libro como éste. Ninguna de ellas le resultó
mínimamente fiable. Por donde iba le llamaban “El Loco por el Hades”.
Finalmente, cuando ya habían pasado casi doce años desde la muerte de Eurídice,
en la orgullosa Tirinto de los Aqueos le dijeron que se rumoreaba que su
antiguo compañero argonauta, Hércules, había hecho, por orden del rey, tres
largos viajes al País de los Muertos, allá en el Remoto Occidente. Hasta se
había presentado un día ante la corte con un monstruo encadenado, que hizo
pasar por el mismísimo guardián del Hades. No hubo manera de que el rey Euristeo
de Tirinto accediese a verle para hablar de Hércules; su insistencia fue,
incluso, contestada con una abrupta amenaza de expulsión de la ciudad, si
continuaba molestando. Pero cuando ya le iba a enviar un mensajero al mismo rey
Eagro de Tracia para rogarle que pidiese a Euristeo una audiencia en su nombre
para él, un comerciante recién llegado de Creta contó, en el foro de la ciudad,
que, aunque Euristeo no hubiese dado noticia alguna a la población, Hércules,
después de liberarse de su servidumbre a él, había atacado Troya con una
expedición de aqueos, acabando con su monarca, Laomedonte y sus hijos mayores,
y que, después de conseguir un enorme botín, permitió generosamente que
siguiese ocupando el trono troyano el úinico heredero superviviente, el jovencísimo
príncipe Príamo. Añadió el comerciante, cuando el bardo le preguntó con
ansiedad, que ahora mismo el coloso se encontraba en Knossos, haciendo no se
sabía qué, entre las ruinas del Laberinto de Minos.
VERSIÓN 2016. ENTREGA 7
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