PARTE
CUARTA:
EXPERIENCIAS
GALAICAS
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63-
EL RESCATE
Al
amanecer hubo un gran clamor y, de repente, sus captores fueron atacados por
otra docena de hombres armados que surgieron del bosque por las cuatro
direcciones, dando una violenta pero ordenadísima carga con lanzas, hachas
arrojadizas y espadas.
Desde
su incómoda posición Orfeo no podía ver lo que estaba sucediendo, pero se
sorprendió de que los atacantes parecían estar cantando, y bien afinados,
mientras sonaban duramente los hierros con que luchaban.
El
bardo consiguió arrastrarse trabajosamente sobre el suelo, a pesar de
encontrarse totalmente amarrado, hasta un punto de su encierro desde donde era
posible contemplar parte del campo de batalla.
Tras
el primer choque devastador y sangriento habíase trabado un ruidoso cuerpo a
cuerpo encarnizado en el que, más que una batalla general, parecía estarse
librando un corto número simultáneo de duelos singulares entre campeones, que
eran ayudados por sus hombres.
Ese
fue el momento en que, además de los cánticos, Orfeo comenzó a oír una gaita
que los acompañaba, realzando sus ritmos y su intensidad.
Finalmente,
con escasos bandidos huidos y la mitad destrozados por el suelo, sólo quedaron
en pie sus tres jefes, los tres vistiendo pieles de venado y adornados con
cuernos sus cascos. Rodeados por aquellos guerreros que cantaban al son de la
gaita, tuvieron que luchar, uno a uno, con el que parecía el líder de éstos, un
hombre bajo y ancho con el pecho desnudo, cubierto con un morrión negro simple
y un escudo redondo, que se movía, sin dejar de cantar, con una perfecta
combinación de ritmo, fuerza, técnica, engaño y flexibilidad felina.
Parecía
limitarse a defenderse durante breve tiempo, con la mayor calma y atención, de
los embates contrarios, desviándolos o esquivándolos, bien protegido por su
escudo, mientras giraba corriendo alrededor, como danzando al ritmo de la
música, y lanzando golpes bajos seguidos contra las piernas del enemigo,
acompañados de constantes subidas de tono de su canto, que desconcertaban y
ponían nervioso al oponente.
...Hasta
que de pronto, percibía su oportunidad, superponiéndose a su adversario con un
inesperado salto silencioso hacia arriba, para descargar desde el aire, como un
rayo, una extraña espada corta y ligeramente curva que casi parecía una hoz.
Despachó
así a los dos primeros con una sola rápida estocada a cada uno y al tercero con
dos: una en punta, que le penetró por el costado, y otra diagonal en tajo,
inmediata, que le segó la cabeza en cuanto se contrajo.
Sus
compañeros le aclamaron con otro cántico triunfal y luego se dedicaron a
escudriñar el campamento. Dos de ellos soltaron a Orfeo, lo ayudaron a ponerse
en pie y lo llevaron ante el guerrero del morrión negro, que ya estaba
recibiendo el agradecimiento de los otros prisioneros.
El
campeón entregó solemnemente al mayor de los niños liberados, delante de su
madre, el ensangrentado casco de cuernos de venado del jefe de los bandidos,
como constancia de que se había hecho justicia a su protector asesinado.
Cuando
terminó de consolarles, se volvió hacia el tracio, quien se fijó entonces que
llevaba en el cuello un collar hecho con una sola pieza de oro macizo abierta
por delante, con los extremos en forma de bellota, seguramente signo de su
jefatura.
-Estás
libre, viajero. Ayer escuchamos tu bella música en la cima de la montaña y
llegamos justo a tiempo para ver desde lejos como te capturaban aquellos
bestias, incapaces de apreciarla y de tratar a un bardo con el respeto sagrado
que se merece.
No
quisimos intervenir inmediatamente y os seguimos, porque necesitábamos saber
donde tenían a los prisioneros que buscábamos y al ganado. Luego nos mantuvimos
al acecho durante la noche y sólo aguardamos la hora más adecuada para
sorprenderles.-
Orfeo
se inclinó, extendiendo las manos.
-Mi
nombre es Orfeo de Tracia. Decidme, por favor, cual es el vuestro y vuestra
nación, ilustres señores, para que pueda honrarlos toda mi vida con mi
agradecimiento.
-Somos
los Brigmil, Orfeo de Tracia, una fraternidad andante de guerreros. A mí me
llaman Aito, “El que Dice la Palabra” y, aunque procedemos de distintas tribus
de oestrymnios y saefes que habitan el Extremo Occidente, no dependemos de
ninguna. Nuestra nación son los caminos sagrados y nuestros verdaderos
compatriotas, las gentes que, igual que nosotros, se aventuran a caminar por
ellos para encontrarse. Volvemos de una campaña en la que nos hemos dedicado a
limpiar el Camino de las Estrellas de bandidos que impiden la libre circulación
por él a los viajeros y peregrinos que quieren llegar a nuestra tierra.
Orfeo
se fijó también en que en el escudo del campeón se veían dos lobos negros al
acecho sobre un fondo azul de noche estrellada y recordó que ya había oído
antes la palabra Brig o Breogh, Bhergh o Brigante, referida a conceptos tales
como alto, elevado, fuerte, valiente o noble; y también Mil como guerrero. De
manera que, con el aire más digno y sus más corteses maneras, respondió:
-Estoy
en deuda de vida con vosotros, Aito, “El que Dice la Palabra” y compañía, y
sinceramente sorprendido por vuestra maestría inigualable en la lucha y
admirado de como todos lograron mantenerse cantando tan bien mientras
peleaban... Quisiera poder haceros un gran presente, pero sólo tengo mi música.
Si me permitiéseis conoceros un poco, sería un honor para mí componer un himno
de agradecimiento y dedicároslo.
Los
guerreros que podían entenderle explicaron a sus compañeros las palabras de
Orfeo y todos parecieron complacidos con la propuesta del himno. El líder
ofreció al bardo la protección del grupo durante el cruce de las montañas que
llevaban al País de los Gal, que era el trayecto más propicio a emboscadas, ya
que ellos iban en la misma dirección que él durante un buen trecho.
Orfeo
aceptó la escolta encantado y pasó el resto del día en aquel barranco, que
desde entonces se llama “Mata-Venados”, escuchando el triste relato de su
tragedia a la mujer y a los niños a quienes les habían asesinado al hombre que
intentó defenderles. Luego se sintió agotado, comió lo que le dieron y estuvo
varias horas descansando de la horrible noche anterior, junto a los tres
guerreros que se habían quedado a protegerles y a vigilar el ganado, uno
visible y los otros dos escondidos entre los arbustos, mientras el jefe y otros
dos jinetes llevaban a su pueblo a la segunda de las mujeres liberadas y el
resto buscaba a los bandidos huidos por los alrededores.
Por
la tarde, regresaron ambos grupos y, en lugar de arrojar a los buitres los
cadáveres de los vencidos, como parecía ser la costumbre ibérica, tanto fueran
enemigos como amigos... los colocaron dignamente sobre pilas de leña y los
quemaron, mientras todos cantaban cantos fúnebres alrededor, acompañados por
concentrados rezos con los que, seguramente, intentarían calmar o despistar a
los espíritus de los muertos que buscaran su venganza, como hacían los griegos.
Terminada la ceremonia, el jefe Aito dio órdenes de que todo el mundo se
trasladase hasta el borde del camino, para hacer nuevo campamento en una zona
más alta y despejada.
Así,
organizaron el rebaño y los caballos, recogieron sus pertrechos y ascendieron
trabajosamente toda la montaña entre los bosques, llegando de nuevo al camino y
a la cima donde Orfeo había hecho su cruz de lanzas sobre un poste antes de ser
aprisionado (la cual, desde entonces, a lo largo de los años, ya ha sido
renovada muchas veces por los peregrinos, que suelen dejar al pie del madero
una piedra en honor al Guía de los Caminantes...). Pero el líder no quiso hacer
campamento allí, por tener una zona muy boscosa alrededor, y prefirió que
siguieran el camino hacia el oeste mientras hubiera luz.
Poco
antes del atardecer, Aito escogió una posición despejada, elevada y defendible
como campamento, desde la cual se divisaba un imponente fondo de cumbres
nevadas, y dispuso guardias dobles con bocinas alrededor, no temiendo permitir
que encendieran fuegos, ya que hacía verdadero frío. Luego, todos los que no
estaban de servicio se relajaron y prepararon una cena frugal, Antes de
servirse, la agradecieron con uno de sus bien armonizados cánticos, en un claro
y sonoro lenguaje que parecía bien distinto de aquellos que Orfeo había
escuchado en Iberia hasta ese momento.
Hubo
un total silencio mientras comían. Al final, y tras recoger y limpiar todo sin
dejar el menor rastro, cantaron de nuevo. Aito se dirigió entonces a Orfeo,
ante todo el grupo, e inquirió, en lengua franca:
-Viajero,
dinos, por favor, para que todos lo escuchen, tu nombre, tu nación, a dónde te
diriges y por qué viajas.
-Mi
nombre es Orfeo- dijo él para todos-.Vengo de una tierra muy lejana llamada
Tracia. Voy hasta el Extremo del Mundo, con la esperanza de poder acceder al
País de los Muertos, y rescatar de allí al ser que más amo.
Volvió el silencio, Nadie hizo el menor
comentario a sus palabras, ni siquiera un gesto, como si hubiese dicho algo
comprensible, completamente natural y normal.
El
líder llamó entonces a uno de sus compañeros con el nombre de Turos, y ordenó,
simplemente: -“Señor del Gran Camino”.
Desde
el lugar donde se sentaba, aquel joven declamó, frase por frase, algo que
parecía una oración o un poema en lengua franca, que todos acompañaron con muy
buena afinación, haciendo de sus voces una. Enseguida repitieron lo mismo
cuatro veces, pero ya en estrofas cantadas, la tercera en tono más alto e
intenso. Orfeo las fue memorizando, uniéndose, en voz baja, al canto general.
“Señor
del Gran Camino,
Acepta
nuestra más profunda aspiración:
guíanos
al reencuentro con el Alma Amada.
Para
que El Amor resplandezca,
para
que Tu Voluntad sea hecha,
para
que el Nuevo Mundo amanezca”
El
grupo siguió coreando las estrofas, Orfeo sacó su lira de la mochila y dibujó
con ella la melodía bajo el canto. Otros instrumentos musicales, dominados
todos por la fuerza fluyente de una gaita, se le unieron. Cuando todos
terminaron, hubo un silencio lleno de presencias y se sintió como tocado en la
frente por el espíritu de Eurídice y muy a gusto, en compañía de aquella nueva
familia. La música era una vibración que unificaba a todos los pueblos.
Siguiendo
la misma tónica y luego de pedir y obtener licencia del jefe, el bardo tocó y
cantó dos de las más bellas canciones guerreras que conocía, dando oportunidad
a sus oyentes a que también aprendieran sus estribillos y los corearan, lo que
creó un alegre y cordial clima de fraternidad entre ellos y distrajo un poco de
su dolor a la mujer y a sus hijos.
Después,
otros cantores y músicos iniciaron himnos o poemas desde diversos puntos
alrededor de la hoguera, y Orfeo se limitó a acompañarlos como mejor pudo con
su lira, pues ya eran en la lengua de ellos, llamada, al parecer, algo así como
gaélico, galaico o goidélico.
Las
parrafadas de aquel idioma sonaban como si las cantaran, ya que había un cierto
movimiento ondulatorio en sus frases y unos pronunciados giros en las
interrogaciones... “Espiral, eso es una lengua espiral”, pensó. Y se propuso
repetir y tratar de entender su sentimiento. Con su excelente oído estaba muy
bien dotado para los idiomas y aquél era tan música,l que seguro podría servir
para componer canciones excelentes.
Ya
habiendo entrado en calor, algunos de ellos declamaron también en aquella
lengua unos poemas e himnos que parecían ser partes de una misma historia. El
joven Turos vino a sentarse junto a Orfeo, y le tradujo con simpatía algunas
partes especialmente expresivas.
Pudo
percibir entonces que se trataba de la historia heróica de un ascendiente,
llamado algo así como Mil, Nil o Niul, que viajó desde su Escitia natal hacia
el Cáucaso y la Frigia, embarcando para Creta y luego Egipto, donde luchó junto
al Faraón, contra los etíopes. De allí, en compañía de su esposa egipcia,
Scota, regresó al Asia Menor y, por fin, en compañía de sus veteranos y de
otros jóvenes guerreros que se le unieron en el Cáucaso, cruzaron Europa toda e
Iberia, hasta llegar al país de los Gal y al Océano.
Mil
buscaba una Isla Sagrada a la que los sacerdotes egipcios le habían contado que
se podía llegar desde el litoral Noroccidental de Iberia, pero murió sin llegar
a descubrirla.
A
Orfeo le pareció increíble que en aquella región tan remota del extremo
Occidente hubiese quien hablara de lugares situados al otro lado del mundo,
como la Escitia, el Cáucaso, Frigia, Creta, Egipto, los Etíopes..., pero esos
nombres, incluso recitados con otra pronunciación, así como el del Faraón, eran
inconfundibles.
A
una hora prudencial, el líder cerró los cantos con unas frases de reverencia a
sus dioses y todos, menos los centinelas, se dividieron en grupos y se
acostaron a dormir sobre el terreno, depositando las armas a ambos costados de
cada uno. Esa fue la noche más tranquila y confiada que Orfeo había disfrutado
desde su llegada a Iberia y su sueño fue tan profundo como reparador.
Con
el alba, los Brigmil recitaron en voz baja sus cánticos, como saludando el
nuevo día y, tras levantar el campamento, siguieron descendiendo aquella alta
montaña por una pendiente cada vez más pronunciada. Iban en silencio, divididos
en grupos y, aunque no demostraban ninguna prisa, fluían a buen paso. Cada
guerrero llevaba pintados en su escudo un lobo o varios, o cabezas o garras del
mismo animal totémico, el gran cazador de los montes galaicos.
Aquellos
hombres-lobo, sin embargo, llevaban muy bien protegido el rebaño de cabras y la
gente liberada en el centro de su compañía. Los grupos patrullaban alternativamente
la vanguardia, la retaguardia y los flancos, siempre prevenidos y alertas a
cuanto tuvieran alrededor y no dejando las patrullas de aprovechar la ocasión
de recolectar vegetales comestibles. En cierto momento, salió corriendo del
bosque ante ellos corriendo o un bello gamo, pero nadie hizo siquiera el ademán
de apuntar el arco contra él.
Los
Brigmil iban vestidos en su mayoría con telas gruesas de lino de color ceniza,
ceñidas bajo un ancho cinturón ventral de cuero del que pendían daga y hacha,
con los pechos desnudos o cruzados por bandas o capas del mismo lino gris, que
sujetaban la espada y el redondo escudo a la espalda, portando una lanza o dos
jabalinas en la mano. Algunos llevaban morriones pero la mayoría lucía la
cabeza descubierta, a pesar de que no se les veía ninguna de aquellas vistosas
cabelleras ibéricas, sino que tenían el pelo cortado al mínimo. Sólo al
atardecer o al dormir al raso se cubrían con las capas.
Mostraban
una impecable, aunque aparentemente informal, disciplina militar, enorme
espíritu de camaradería y, más que obediencia, verdadera devoción al líder, “El
Que Dice la Palabra”; ya que, aparte de esa especial atención y respeto al
mejor luchador y estratega, que, al mismo tiempo era moderador y elemento
decisorio en las asambleas del conjunto, las relaciones entre todos los demás
miembros del grupo eran de absoluta igualdad, pero sin familiaridad banal.
Orfeo
estaba sorprendido de que, a diferencia de los íberos que hasta ahora
conociera, gente muy bullanguera y ruidosa, y que, al contrario de la mayoría
de los guerreros, que en todos los países solían ser jactanciosos, fanfarrones,
irreverentes y mal hablados hasta la blasfemia, los Brigmil se mostraban muy
silenciosos la mayor parte del tiempo, fuera de sus cánticos, que se entonaban
en momentos puntuales con una cierta solemnidad y veneración. Si hablaban entre
ellos, lo hacían en voz bien baja, de forma mesurada, prestando todos la mayor
atención cuando su comandante o alguno de los lugartenientes daba cualquier
instrucción y sin jamás pronunciar palabras soeces o rudas, ni siquiera
vulgaridades.
Si
un superior tenía que dar una orden sectorial o llamar la atención a alguien,
jamás lo hacía delante de todos, sino que llamaba al responsable y hablaba con
él privadamente y en voz baja.
Por
la tarde llegaron al poblado de pastores donde se había producido el primer
asalto de los bandidos, que ahora tenía ya una pequeña guarnición de jóvenes
arqueros defendiéndolo.
Fueron
recibidos como héroes por los lugareños, que acogieron con gran afecto y
compasión a la mujer y a sus niños, quien subió a un ara de piedra desde la
cual se veían los picos nevados, prendió el fuego con madera olorosa, e hizo
una ofrenda de acción de gracias a sus dioses y de apaciguamiento del alma del
pastor asesinado, colocando entre las llamas el casco de cuernos de venado de
su matador, dejando que ardiera la pira mientras Orfeo cantaba una canción
fúnebre. Luego la mujer atravesó la cabeza del asesino con una vara puntiaguda
y la puso en exposición a las puertas del poblado.
Varias
bandejas de barro con comida cocinada , abundante sidra y jugo de manzana
fueron repartidos entre los Brigmil, la guarnición y los vecinos, que hicieron
sus libaciones a la memoria del muerto, deseándole una nueva vida mejor, ya que
había caído valientemente, en defensa de los suyos.
Allí mismo, dos hombres de la aldea se
ofrecieron a la mujer para sustituirle en cualquier cosa para la que se los
necesitase. El tracio se fijó en que, a diferencia de los vecinos y los jóvenes
arqueros, los Brigmil no tocaron ni las carnes ni la sidra. Aunque sí que
hicieron, por cortesía, el gesto de llevar ate sus labios las libaciones
rituales, no la bebieron, limitándose a servirse pan y alimentos vegetales y a
beber jugo no alcóhólico.
64-
GAL
Al
día siguiente reanudaron la marcha, habiéndole prestado a Orfeo uno de los
caballos ganados a los bandidos. Dejada atrás la aldea de media montaña donde
habían hecho noche, el sendero seguía bajando, en larga e inclinada pendiente,
hacia unos valles verdes y bien regados, atendidos por agricultores de aspecto
campechano, que ya se veían como una gente claramente diferente de la que el
bardo tratara en la árida llanura mesetaria. Atravesaron un poblado grande de
calles laberínticas y vadearon un río.
Aquel
guerrero joven, Turos, seguía siendo uno de los Brigmil que se mostraran
comunicativos con él, aunque siempre en voz bien baja. Pelirrojo, bien
parecido, simpático y despierto, le señaló unas altas montañas en el horizonte
occidental y le dijo en lengua franca, para su alegría, que después de
ascenderlas, habría llegado, por fin, al húmedo país de las tribus Gal, donde
el mundo terminaba.
Gal,
un nombre bárbaro que se parecía a Gala, leche, en griego, o a Galaxia... Orfeo
recordó que los antiguos Caucasianos del Sur habían dado el nombre de Galacia a
la región central de la Anatolia, cuando la poblaron, igual que anteriormente
habían llamado Iberia a la región que se extendía al oriente de la Cólquide.
También
se comentó una vez, en la corte de sus padres en Tracia, que los Caucasianos
del Norte habían colonizado en los Cárpatos, al norte de los Balcanes, otras
tierras con el nombre de Galitzia, y supuso que aquel Gal tendría algo que ver
con el nombre de la diosa Gea o Gaia, la Gran Madre planetaria, primigenia y
nutricia de los Mil Nombres, la misma que imperaba sobre Tracia y sobre la
antigua talasocracia cretense y pelasga de Minos, con el nombre de Pontia o Rea
y sobre todas las tierras e islas del Egeo, antes de la llegada de los
patriarcales dioses olímpicos con los firmes griegos conquistadores.
Recordaba
también, muy claramente, que el bardo Jacín había mencionado a una Gal que se
emparejó con uno de los atlantes supervivientes llegados a Iberia, abuelos de
Pyrene.
-¿Es
Gal el nombre de vuestra diosa? -preguntó el bardo a Turos cuando “El Que Dice
la Palabra” ordenó un alto en el camino.
Turos
lo miró extrañado, como quien hubiese escuchado una impertinencia.
-Bien
se ve que eres extranjero... Los nombres de nuestros dioses más íntimos, o los
familiares, o los de clan, son un secreto, hombre, así como ese nombre por el
que tú te designas a ti mismo cuando te comunicas con la divinidad dentro de
ti... Secreto. Tabú total. No se deben andar nombrando a extraños, ni hacer
representaciones de ellos, porque si alguien los conociera podría tener poder
mágico sobre nosotros.
Orfeo
se disculpó inmediatamente por su ignorancia. Turos rió y quiso ser amable:
-Te
puedo decir, sí, los nombres de nuestros dioses generales, esos que todo el
mundo conoce: se llaman Banda, Cosus, Navia, Reua, Luh... De todas maneras,
esto no quiere decir casi nada, son nombres que sirven para diferenciar lo que
hace cada uno, no para comunicarse con ellos.
-¿Y
Gal no es lo mismo? – osó Orfeo preguntar de nuevo.
-Gal, Kal... Kali, Cail, Gali, Gael, Gaedil,
Goia, Goidel... – cantó Turos, maliciosamente-... pues podría ser que sí o
podría ser que no...
A
Orfeo le pareció curioso: “Kal” o“Kali”, “Hermosa” en griego, era como su
padre, el rey Eagro, llamaba cariñosamente a su madre, la musa Kalíope, en la
intimidad del hogar. Él había contado una vez que, cuando el dios Dionisio
estaba recorriendo la India, conquistada tiempo atrás por los primeros Arianos que
salieron del Asia Central, se encontró con que los morenos nativos veneraban
allí a una diosa negra de la creatividad, del nacimiento y del crecimiento, de
la transformación y de la necesaria destrucción para crear de nuevo, es decir,
una especie de Perséfone, que se llamaba así mismo: Kali.
-¿Tal
vez sea el nombre general de una Diosa Madre de vuestros remotos antepasados?
¿O un nombre de linaje? -aventuró discretamente el bardo.
-...
Pues podría ser eso -respondió Turos sonriendo sin comprometerse demasiado-...
A lo mejor viene de alguna remota ascendencia cuya historia casi no se
recuerda.
-¿Una
ascendencia? ¿Entonces no será el nombre de un tatarabuelo?
-Imposible
-rió Turos otra vez-. En todo caso sería una tatarabuela... entre nosotros la
sucesión es matrilineal, llevamos el nombre de nuestra madre. Los hijos salen
del cuerpo de su madre, eso está claro, pero nunca está igual de claro quien es
el padre ¿No te parece? Los hijos son siempre de la madre y sus apellidos son
los de ella, igual que la tierra cultivada es siempre de las mujeres, que son
quienes la cultivan. Y la heredan sus hijas.
-¿Y
no hay hombres propietarios de tierras entre los Hijos de Gal? –Orfeo quería
asegurarse de si se hallaba de nuevo dentro de una cultura matriarcal.
-¡Por
supuesto que no! -dijo Aito, el líder, que se había acercado a la conversación
y que estaba extrañado por oír una pregunta como aquella - ¿Para qué las
querrían?
-Para
cultivarlas...
-¿Para
cultivarlas? ¿para eso se necesita propiedad? ¡Cultivar es algo que sólo
hacemos para ayudar a la estabilidad de las mujeres y sus niños en las tierras
de ellas, bardo! Fuera de algunas labores más duras, en las que se precisa la
ayuda de la fuerza masculina, el hombre caza o guerrea; el mundo exterior, en
su ancha extensión, es el mundo del hombre y siempre lo será, mientras tenga
valor para defender su derecho a circular libremente por él y disfrutarlo y
mientras respete los limitados espacios acotados por las mujeres para atender a
sus propias necesidades...
-Pero...
¿Y las necesidades de los hombres?
-El
hombre es águila, aire y fuego, siempre está volando... es sólo la mujer, que
es tortuga, tierra y agua, quien necesita las tierras para cultivar o para
criar a sus hijos en un hogar estable y cómodo. Y a ellas les encanta recibir
en sus dominios, de vez en cuando, a los varones que les traen caza, o despojos
de guerra; y gozan con ellos los placeres naturales del sexo y les hacen gozar
también de las comodidades del ambiente femenino, siempre que no tengan la indelicadeza
de interferir en los asuntos de ellas, o de apoltronarse en los placeres del
hogar femenino hasta perder su hombría.
-¿Y
cuando la pierde por causa de la vejez? -preguntó incisivamente el bardo.
-Si
no tuvo la dignidad, antes de quedar inútil, de regresar por sí mismo a la
fuente de todo renacimiento por el portal de la muerte -respondió Aito-,
siempre puede esperar la gratitud o la compasión de aquellas personas con las
que fue generoso mientras estaba en plenitud de fuerzas. Pero, para mí, escoger
seguir viviendo en esas tristes condiciones es tanto una estupidez, como una
inoportunidad, como una cobardía.
-¿Y
quién establece esas costumbres o leyes, quien manda, quien toma las decisiones
generales que afectan a toda la tribu?
-Lógicamente,
las más directamente interesadas, las propietarias de tierras cultivadas, las
madres de familia y de linaje... –respondió el guerrero- Las mujeres son
quienes gobiernan las tribus por medio de un Consejo de Ancianas, también es su
Consejo quien nombra o destituye a los jefes de guerra temporales... Y la única
forma que tiene un jefe de guerra de convertirse en jefe de una tribu (y no por
mucho tiempo), es ganándose el favor de la Madre jefa o reina de la tribu y del
Consejo, aunque puede ser reemplazado por otro en cuanto a ella o a ellas se
les antoje retirarle su favor.
-¿Y
qué piensan los hombres de vuestra nación de esa situación? -preguntó Orfeo,
pensado en su propio país, Tracia, donde el matriarcado aún imperaba.
-Pues
hay tres tipos de opinión, como siempre –respondió Turos esta vez-: la de los
que se adaptaron muy bien a ella, que son la mayoría de los hombres comunes, y
que también disfrutan de sus ventajas; la de los que no se adaptaron, que son
casi todos los hombres que ves a tu alrededor en esta Fraternidad, porque
tenemos objetivos diferentes que los de la gente común, y preferimos vivir a
nuestro aire, pero bien firmes en nuestra disciplina propia, célibes,
nomadeando como nuestros abuelos, haciendo de guardianes y vigilantes del Camino
de las Estrellas y de las fronteras, sin crearnos falsas necesidades, para que
ninguna mujer ni Consejo de Ancianas nos domine, aunque podamos servirles con
gusto ocasionalmente...
…Y
hay, también, la postura intermedia: existen otras hermandades de guerreros,
por ejemplo, que viven dentro de una tribu específica, acatando el mando de su
Consejo de Ancianas, pero que se las arreglan para pasar mucho tiempo
guerreando o cazando en la periferia de la tribu y en esos momentos se sienten
tan libres como nosotros.
-Claro
que los que se adaptaron y viven más tiempo con ellas y más cerca, pastoreando
el ganado, arando la tierra y dejándose mandar, pueden pedir sus favores a las
mujeres de su tribu cada vez que les apetece... -dijo con una sonrisa otro de
los hombres-lobo que estaba cerca.
-¡Bah!
-respondió Aito, “El Que Dice la Palabra”-, está claro que igual o mejor
intentan concedérnoslos a nosotros cuando vamos a visitar una comunidad... las
mujeres aman la novedad, les encantan los forasteros. Pero nosotros andamos de
tribu en tribu, sin detenernos demasiado tiempo en ninguna de ellas, y por
regla de nuestra Fraternidad nos mantenemos castos y austeros y no les damos
ocasión de que nos conviertan en sus criados a cambio de un poco de comida y
sexo, ni tampoco nos quedamos hasta que se aburren de nosotros... así siempre
somos bien recibidos cuando regresamos.
Orfeo
tomó nota de aquella curiosa y tan dura regla diferenciante de los Brigmil y
pensó que a Aito no le faltaba razón en lo que decía… cuando, durante el viaje
hacia la Cólquide, los argonautas pasaron por delante del país de las Amazonas
Turanias, alguien comentó que tenían trabajando como esclavos para ellas a una
buena cantidad de hombres que habían hecho prisioneros en las guerras, pero
que, pasada la novedad, ya no gozaban más de acostarse con ellos, los
despreciaban, los acababan castrando, para que sólo pensaran en el trabajo y no
en rebelarse; y preferían buscar sus amantes fuera de la tribu, cruzándose más,
precisamente, con los guerreros vecinos que más bravamente había resistido a
sus intentos de dominación. Si nacían niñas de aquellos cruces, se las quedaban
y las criaban como nuevas amazonas, pero si nacían niños se los devolvían a sus
vecinos.
-¿Y
qué les parecería a los compañeros habituales de las mujeres Gal, aquellos que
viven en su comunidad, si ellas se tomasen libertades con otros hombres ? –se
aventuró a querer profundizar el tracio.
-Bueno...
si a alguno le desagrada eso, siempre puede provocar a su rival y desafiarlo; y
cualquier íbero tiene por norma de honor no echarse atrás ante ningún desafío
razonable. La mayoría de las peleas entre hombres son por esa causa... y hay
muchas tribus galaicas en las que si un forastero desea cortejar a una mujer
joven, antes tiene que batirse con todos los campeones de su edad de la
tribu... pero de ningún modo los compañeros más cercanos pueden vengar sus
celos haciendo violencia contra la mujer.
-Entre
la gente común, la mujer es libre para elegir a sus amantes, Orfeo –remató la
explicación Turos con una sonrisa-, ya que es ella la que va a criar y mantener
con el mismo amor a los hijos que tenga con ellos, sin hacer discriminación por
causa de quien sea el padre. La libertad de elección de la mujer es algo que,
en realidad, conviene a todos los varones.
-Claro,
-dijo Aito sonriendo-. Hoy le tocó a éste la más linda y placentera, pero
mañana le puede tocar la misma al otro. Y como es ella la que escoge, no tienen
por qué pelearse.
-En
mi país, por influencia de los griegos, está empezando a ponerse de moda el
matrimonio... -apuntó Orfeo.
-¿Y
qué es eso de matrimonio? –preguntó Turos.
-Pues
es lo contrario de lo que acabáis de contar: si yo tuve la suerte de que hoy me
escogiera la chica más linda y placentera de una tribu, que además es propietaria
de una buena porción de tierras en una comunidad, en las cuales trabajan sus
hijas e hijos, y yo me canso de andar de nómada por el mundo y me apetece
quedarme a disfrutar de todo eso para siempre, sin que haya el peligro de que
pasado mañana aparezcas tú y la chica linda te llame a ti y me diga a mí que
siga mi camino... entonces lo que yo hago es un pacto formal con esa mujer para
que comparta su cuerpo y sus bienes tan sólo conmigo y no con otros varones...
Eso es lo que significa matrimonio y dura toda la vida de los que lo pactaron.-
Todos
los Brigmil que había cerca y que conocían la lengua franca soltaron una gran
carcajada al unísono, como si hubiesen escuchado la cosa más graciosa,
divertida y absurda.
-Eso
sería estúpido y antinatural -dijo Turos cuando se le pasó el ataque de
hilaridad-. ¿Qué mujer querría aceptar un pacto como ese?... y aunque aceptara
renunciar de tal manera a su poder, sólo le duraría la renuncia hasta que
tuviesen el primer desacuerdo.
-O
hasta que apareciese por las cercanías algún otro hombre más lindo o más joven
-dijo otro de los Brigmil.
-O
más simpático -rieron otros-. O más complaciente.
-Pues
los griegos aqueos, los que tenemos por vecinos al sur de mi patria, lo están
imponiendo a los pueblos que conquistan -insistió Orfeo-. Llegan, matan a los
hombres vencidos, se apoderan de las tierras, esclavizan a las mujeres y a los
niños capturados, imponen sus propios consejos de varones ancianos (aunque el
poder real es el del jefe de los conquistadores), imponen la sucesión
patrilineal, hacen que sólo los hijos que ellos mismos reconozcan lleven los
apellidos del padre y tengan derecho a heredar sus reinos, sus bienes y
tierras... y castigan con la muerte a sus esposas cuando se entregan a otro
hombre. Y al otro hombre también, si lo agarran.
-No
creo que las mujeres vayan a renunciar jamás a su libertad de elección
sentimental y sexual por mucho que las encierren, vigilen o castiguen; ni
siquiera con la muerte –dijo otro-... o no serían mujeres.
-Los
aqueos tienen una ventaja –siguió el tracio-, como sus sangrientas conquistas
producen un gran excedente de mujeres que se quedan sin hombres, se aprovechan
de tanta abundancia, aunque ya tengan una esposa oficial. El propio dios Zeus,
que es su divinidad más importante, está siempre engañando a su esposa Hera,
que es el papel que los griegos le han dado a la Gran Madre, la Diosa Antigua
de todas las naciones, en su reforma religiosa. La monogamia para toda la vida,
en realidad, sólo afecta a la mujer. Un propietario guerrero aqueo, aunque ya
sea viejo, puede estar siempre gozando de mujeres jóvenes entre las que su
espada de hierro esclaviza, o las que su encanto, su oro o su poder seducen...
siempre que no se entere su esposa oficial.
-¿Y
si se entera? –preguntó Turos.
-En
ese caso el Consejo de Ancianos le da permiso a la esposa que reclama y
presenta pruebas de la infidelidad para divorciarse, es decir, para romper su
pacto matrimonial y para volver a casa de su padre con los hijos menores de edad
y con una indemnización que el marido ha de pagarle.
-¿Y
ella no puede matar a su marido infiel, como él puede con ella?
-No,
eso es considerado un delito capital por el Consejo de Ancianos, que son todos
hombres, claro; y la mujer lo pagaría con la muerte.
-Es
una ignominia esa desigualdad– dijo uno con indignación-. Por lo que cuentas,
se ve como una sociedad degenerada, abusiva y perversa.
-¿Y
a tí te parece bien ese tipo de relación entre hombre y mujer, tracio?
-preguntó Aito mirándolo desde lo alto, como mira un halcón a la presa.
-
En mi país, la mayoría de la gente sigue las antiguas costumbres, que son
bastante parecidas a las de aquí … - dijo Orfeo prudentemente, sin querer decir
que era casado a aquel terrible matahombres, -...En Tracia sólo recientemente
está llegando la institución del matrimonio a las clases superiores, las que
son propietarias de muchas tierras... para los aqueos es un medio de aliarse
entre sí, de asegurar su vejez y la riqueza de sus hijos...
-¡Pero
qué bien que se lo montaron esos aqueos!- bromeó un Brigmil fortachón y
campechano, riendo espontáneamente.
-Ese
tipo de humor tan común, hermano, no es muy digno del guerrero libre que
sabemos que eres -afirmó Aito, tajante como un cuchillo, en voz muy baja, pero
mirándole fijamente a los ojos, con lo que le hizo perder la sonrisa.
Luego
se dirigió a todos-: Todo lo que contó aquí este viajero de esos bárbaros
aqueos es vicioso, perverso, degradante y antinatural. Jamás será aceptado ese
tal de matrimonio en el país de los Gal. Y menos entre los Brigmil, que no nos
atamos a ninguna de esas ilusiones esclavizantes o esclavizadoras, ya que no
nos dejarían alzar vuelo jamás. Quien esclaviza para gozar y poseer es
esclavizado por el ansia de defender y mantener sus deseos y sus supuestas
propiedades y ni siquiera puede contar con la ayuda de las divinidades en esa
egoísta e insostenible defensa.-
-Por
la Diosa Banda, compañeros- siguió-, yo pido que todos volvamos a nuestro
silencio atento, y que ni dejemos que contaminen nuestro pensamiento unas
costumbres tan groseras, injustas y bárbaras, que ofenden el honor del Femenino
Divino que nos inspira y nos sostiene. ¿Alguien no está de acuerdo?
Nadie
contestó al requerimiento de “El que Dice la Palabra”, la mayoría de los
hombres volvieron a sus puestos y no se volvió a abordar el asunto.
Sin
embargo, al cabo de un rato, cuando ya se había reanudado la marcha, Orfeo
siguió hablando con Turos sobre el linaje de los Gal en voz baja. Turos le hizo
entender que no es que estuviese prohibido conversar entre ellos, sino que
formaba parte del estilo de su Fraternidad –y tal vez de sus artes mágicas,
pensó el Tracio- reservar el poder creador del verbo sólo para sus cantos y
oraciones colectivas o… como ahora, para intercambiar instrucción de interés o
informaciones aclaratorias con un viajero. Pero se utilizaba la voz, en la vida
práctica cotidiana, apenas para lo estrictamente necesario y se consideraban
impropias de los Brigmil las conversas intrascendentes.
-Nos
hemos encontrado por el Camino de las Estrellas a otras personas procedentes de
países muy diferentes, pero que también se llamaban Gal a sí mismos, o algo
parecido... –contaba el guerrero- Y había algo de común, según nos contaron, en
todos estos pueblos: la mayor parte de ellos dejaron sus tierras originarias,
que estaban en las estepas del Asia profunda, muy, muy lejos, y emprendieron un
día un largo viaje, igual que hizo la generación de nuestros abuelos, con todas
sus familias y ganados, en busca de los extremos occidentales del mundo, para
poder estar cerca, a la hora de la muerte, de las Islas de los Bienaventurados,
que se encuentran en el Océano, más allá de donde muere el sol.
-Así
que vosotros también aspiráis a llegar al Fin del Mundo, igual que yo -ironizó
Orfeo-... Cuando andaba por la Pelasgia, me parecía que era el único que tenía
ese tipo de locura... ¿Y qué clase de islas son esas de los Bienaventurados?
-Las
Tierras de la Eterna Juventud, el paraíso donde crecen las manzanas de oro que
dan la inmortalidad –respondió Turos sin vacilar-. Precisamente, después de
detenernos un tiempo en nuestra comunidad de Milesia, algunos de nosotros nos
dirigiremos a la sede principal de la tribu de los Brigantes, que queda algo
más al norte del lugar donde acaban el Camino los peregrinos–explicó Turos-.
Los brigantes están preparando una expedición de búsqueda de una de esas islas,
en la que queremos participar.-
No
pudo decir más, porque Aito lo llamó para que relevara, junto con otro jinete,
a los exploradores de la vanguardia. Aquella noche acamparon en el fondo de un
valle estrecho, a la salida de otro poblado de agricultores. Orfeo se quedó
pensando bastante como cada pueblo inventa sus propios mitos con metáforas
comunes a toda la Humanidad, y luego se pasa toda su historia tratando de
encontrarlos, hechos realidad, sobre la piel del mundo.
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