60-
EL DIOS DEL VINO
El
lugar de arranque ibérico del Camino de las Estrellas, no para los que venían
desde el Mediterráneo como él, sino para la inmensa mayoría de los peregrinos
que venían a pie desde el interior del continente europeo, era una población
situada a la salida de uno de los desfiladeros que cruzaban el Pirineo desde la
Galia, llamada Iaca.
Orfeo,
que como buen tracio tenía a Dionisio como uno de sus dioses favoritos, se
asombró de que en el otro extremo del mundo, en un país llamado Iberia, como la
región interior de la Cólquide, que fue el hogar ancestral de los Caucasianos
del Sur, además de haber un gran río que también se llamaba Ebro, como el Hebro
tracio, hubiese, además, un Camino de Iaca, ya que Iaco también fué el nuevo
nombre de Dionisio-Baco después que le mataron los titanes, a quienes Hera
ordenó que le despedazasen, y que vivió, como el egipcio Osiris, un segundo
nacimiento, propiciado por Zeus y Hermes en el mismo País de los Muertos.
Aunque
aquello sonaba como una pura coincidencia, no le extrañaría que Iaco hubiese
andado también por Iberia, ya que Dionisio era un dios muy caminero y nómada,
en toda parte extranjero y al mismo tiempo muy griego, provisto de una máscara
que expresa tanto la presencia como la ausencia, que se fue hasta la India y la
conquistó, a base de encanto y de ruidosos enfrentamientos, trayéndose de allí
la creencia en la reencarnación y en la transmigración de las almas a cuerpos
superiores o inferiores, según los méritos de la vida anterior...
…que
inventó la elaboración del vino a partir de las uvas y el trance extático y que
impulsó siempre a hombres y a mujeres a no esclavizarse a reglamentos ni a
prejuicios morales, a vivir la vida a plena intensidad, a sustituir en su mente
las penas y preocupaciones por la generación consciente de la alegría individual
y colectiva y del optimismo. Y a gozar del amor sin frenos, ya que la vida es
eterna.
Pero,
al mismo tiempo, e igual que el vino tomado sin mesura, Dionisio tenía un
aspecto destructor, terrible, el del furor que enloquece, dirigido contra aquellos
que le desdeñaban o que obstaculizaban su libre circulación, o que no guardaban
el respeto debido a la Bebida Sagrada. Tracia fue el primer lugar donde el
nuevo dios se presentó con su séquito de ménades, sátiros y silenos. Tracia fue
también el primer lugar donde un rey, el impío Licurgo, se opuso violentamente
a su paso contagiante.
Dionisio
volvió contra él su propia intolerancia y violencia, lo enloqueció e hizo que
segara con un hacha las extremidades de su mismo hijo y heredero, tomándolas,
en su inducida embriaguez, por las de una parra de vid.
Tras
el asesinato de su hijo, Licurgo quedó tan impuro que volvía la tierra estéril
a su alrededor y todo su reino empezó a pasar una terrible hambruna durante un
año. Hasta que los tracios, por consejo del oráculo de Delfos, le encadenaron y
lo llevaron hasta el santuario oracular del propio dios del vino en lo alto del
nevado monte Pangeo, donde lo despedazaron los caballos salvajes. Su muerte
había proporcionado la corona a Eagro, padre de Orfeo, y a su linaje.
Los
mismos hechos se repitieron luego en otros lugares de Grecia: Argos, Tebas,
Orcómeno... y Dionisio hacía enloquecer a las mujeres de sus opositores, las
sumergía en un estado de manía fanática y desenfrenada en el que se convertían
en asesinas, a las que todo el mundo marginaba después.
Pero
en la cultivada Atenas fue otra cosa. Cuando, al principio, los atenienses le
quisieron impedir el paso, el dios de la espontaneidad hizo que todos los
hombres de la ciudad tuviesen que andar durante días por todas partes en un
ridículo estado de erección que además resultaba dolorosa, de tan tensa...
hasta que el rey Anfictión, hijo de Decaulión, se decidió a recibirle con los
honores que se merecía.
Cuando
le escuchó sin prejuicios, que era lo único que Baco demandaba, se quedó tan
interesado, que se dice que le rogó que se le iniciara en la manera correcta de
tomar vino en conexión con Apolo y las Musas, perfectos complementos de
Dionisio, a fin de alcanzar la alta consciencia a través del placer, en lugar
de entregarse pasivamente al estado de brutal exaltación y a la inconsciencia
vulgar en la que caían las bacantes.
Entonces,
ante Anfictión y un grupo de sabios atenienses escogidos, Dionisio mostró sus
Misterios para iniciados, bien diferentes de las rústicas orgías populares de
vino puro que habían escandalizado a Licurgo por su tosquedad. El iniciador
sutilizaba y transmutaba la energía del vino a través de las reglas que
convertían en una alquimia el Banquete Sagrado o Symposio:
Reunidos
en un local previamente purificado y embellecido, después de que se había
comido la carne y el pan (siempre después, porque no se presentarán las Musas
–decía- ante una mesa de la que no se hayan retirado los restos de comida), los
comensales se purificaban con una lustración.
Y
luego el maestro de ceremonias, el symposiarca, era elegido por todos a causa
de su talante cordial y moderador, tal como libremente se elige en la guerra,
por su autoridad natural y sentido de la estrategia, un jefe indiscutible. Éste
abría la sesión con una invocación al Ser Colectivo que todos conformaban,
haciendo circular solemnemente una primera copa de vino puro entre el grupo
entero, para que la compartieran en comunión, sin tomar más que un sorbo cada
uno.
El
symposiarca realizaba luego ritualmente la mezcla de vino y agua en una gran
crátera o grial, haciendo las ofrendas debidas a los dioses con un cántico de
consagración, mientras que los asistentes, cómodamente relajados, sin atención
a las jerarquías sociales, en ágape de amistad libre (thiasos), adornados con
coronas de hiedra en un ambiente sacralizado y ornamentado con gusto,
escuchaban con atención al aedo, el vate.
El
aedo invocaba poéticamente los poderes de la inspiración y la armonía sobre la
Bebida del Poder, ya que, igual que un buen herrero es capaz de modelar el
hierro con su fuego, sabiamente aplicado, el vino es capaz de modelar el alma
con el suyo, de tal forma que, libre de rutinas y preocupaciones y elevada la
calidad de su atención, cada uno pueda recibir la sabiduría oracular de
Dionisio y Apolo, así como la creatividad bella de las Musas.
El
discurso de apertura del aedo, que podía ser declamado o cantado y acompañado
por música, marcaba un nivel de invocación a la calidad intelectual en la que
debía desarrollarse el resto del “symposion”, en el cual no cabe el desorden ni
la trivialidad (para eso está la autoridad del moderador), aunque sí la rotura
de las jerarquías y convenciones imperantes en el exterior, a fin de que fluya
la sociabilidad inteligente.
Una
vez servidas a todos las copas de vino mezclado y consagrado (Pharmakon),
comenzaba una comunicación cordial, placentera, fraterna y distendida, aunque
propositadamente ordenada, armónica y creativa, en la que cada cual mantenía el
autodominio de la consciencia, aunque dejando sin timidez que su inspiración
filosófica se expresara en una refinada atmósfera comprensiva, intuitiva y
poética, a través de la cual los dioses que nos habitan pudieran hacer aflorar
su verdad y su amor a la mente de los hermanos reunidos en comunidad.
El
moderador daba o quitaba la palabra con amabilidad y firmeza a los que a él se
dirigían, poniendo atención en que no se rebajase para nada el nivel medio de
calidad intelectual que se pretendía conseguir, cuidando de que se estableciera
un grato equilibrio entre el placer y el orden, entre la confianza y el
respeto, al tiempo que se encargaba de seguir mezclando y distribuyendo las
copas según se viera que la vibración general demandaba más agua o más fuego.
Se trataba de llegar a las puertas de la
embriaguez sin caer en ella y, para eso, se distribuían ligeros postres o
frutas cuando el ambiente estaba demasiado cálido, o se limitaba la bebida, sin
posible discusión, a quien ya ha llegado más allá del punto conveniente.
La
sesión se amenizaba con juegos sociales y con danzas y cantos de artistas
contratados, pero lo fundamental era que el banquete no decayera en vulgar
festín, en el cual los placeres de los centros inferiores del cuerpo privaran
sobre los placeres de la sensibilidad y de la mente.
Como
todas las ceremonias sagradas, el symposion iniciático acabaría con una
recopilación y conclusión de las más altas inspiraciones y propuestas en él
expresadas, una profesión de amistad entre los asistentes, un agradecimiento a
las potencias sutiles inspiradoras y a los organizadores materiales del evento,
y un cierre sacramental.
Esto
era lo que ocurría con Dionisio entre las clases refinadas de Atenas y los
iniciados de Eleusis, quienes, usando rituales de control semejantes, se
atrevían a ingerir sacralmente, también, otras sustancias mucho más fuertes,
como el Kykeon, compuesto con cebada, menta y un extracto del ergot o
“cornezuelo del centeno”, un hongo que también se da en cereales silvestres y
que produce un estado extático visionario, el cual, bien conducido por una
sabia ordenación colectiva, permitía viajar por los Olimpos o los Infiernos de
la mente sin perder la consciencia ni la memoria de lo sentido.
Después
de experiencias como aquella, en las que había sentido claramente que era una
consciencia que podía separarse de su cuerpo, e incluso vivir sin él, Orfeo no
podía dudar de que tanto el ser de Eurídice como su propio ser eran algo que
iba mucho más allá de la carne mortal; algo cósmico, sabio e indestructible, lo
cual le reafirmaba en su búsqueda.
En
las montañas de Tracia, sin embargo, en Frigia, en Tebas, en Cadmea, los
festivales de Dionisio se regaban con vino puro, cerveza de hiedra y poderosas
sustancias vegetales procedentes del monte; Apolo brillaba por su ausencia y en
ellos se cometían toda clase de excesos.
Orfeo
conocía muy bien, como artista, el estilo dionisíaco elemental, el vivir al día
siguiendo los dictados espontáneos del corazón, sin pensar en el mañana, por
tantos artistas practicado en todas las culturas y épocas. Que también es la
filosofía de los que afirman que lo único que tenemos es el aquí y el ahora, la
filosofía del “bástele a cada día su afán” y del disfrutar la propia libertad
sin atarse a falsas necesidades creadas, ni a la vanidad del tener por tener,
ni al miedo a la inseguridad en un mundo sin seguridad posible, ni de hipotecar
el presente a un futuro que no se sabe si llegará.
El
artista arquetípico se asemeja a la cigarra que canta a la belleza del verano,
sin preocuparse de acumular para el invierno, como hace la sensata hormiga,
convencida la animosa cantora de que siempre acabará encontrando una solución o
que, en último caso, más vale vivir ciclos de poco tiempo y gozándolos a plena
libertad y creatividad, puesto que la vida es abundante, generosa y eterna...
que intentar alargar innecesariamente una encarnación, primando la cantidad y
no la intensidad del tiempo vivido, a base de centrarse en la preocupación por
la escasez y de esclavizarse a la prevención de las necesidades materiales de
hoy, de mañana y, por si acaso, de los próximos cuarenta años.
Durante
toda su juventud, Orfeo había vivido de una manera dionisíaca y entre gentes
dionisíacas, como sus compañeros argonautas, apurando al máximo la copa de la
intensidad vivencial.
Sin
embargo, al igual que Hércules, los errores cometidos, así como los
sufrimientos y cargos de conciencia causados por la muerte de las personas más
amadas, les hicieron plantearse una cierta necesidad de poner algo de cauces y
límites al desenfrenado torrente de la pasión de vivir, a fin de conseguir una
cierta estabilidad y paz interior, un poco de calma en el propio ritmo, que
permitiese tomar las riendas de la propia vida sin dejarse, simplemente,
arrastrar por el propio temperamento y circunstancias.
Sentía
esa necesidad de autodominio, de centrarse en la luz de las virtudes personales
y de las tendencias más positivas, para poder controlar mínimamente el propio
destino y realizarlo, tal como si fuera la búsqueda del equilibrio de Apolo en
nuestro interior, lo que también, para quien hubiese participado en un
symposion ateniense, podría llamarse el estilo dionisíaco superior.
El
bardo, sin embargo, como gran artista que era, sabía que la expresividad sólo
se logra a base de contrastar en toda su riqueza los más intensos opuestos
aparentes, y no escogiendo uno y castrando al otro. Además era consciente de
que Apolo y Dionisio, como todos los arquetipos, no son opuestos sino complementarios,
como lo solar y lo lunar, como lo masculino y lo femenino, lo racional y lo
intuitivo... En el santuario de Delfos, ombligo y centro del mundo heleno, se
adoraba como dios principal a Apolo durante los meses luminosos del año y a
Dionisio en los oscuros.
Su
maestro, el noble y sabio centauro Quirón, además de ser jefe del clan pelasgo
del Caballo dirigía la antigua fraternidad de los Hijos de Crono, una
fraternidad que intentaba preservar la sabiduría y los valores esenciales de la
antigua Pelasgia, al tiempo que los adaptaba a lo que tenía de mejor la nueva
cultura helénica, presidida por Zeus Olímpico.
Su
escuela en el monte Pelión de Tesalia, horadado de cuevas, trataba de cultivar
la inteligencia, el autodominio, la nobleza y la espiritualidad humana,
equilibrándolas todo lo posible con la fuerza, la habilidad y la agilidad del
cuerpo animal dentro del cual habita nuestra consciencia. “Mente sana en cuerpo
sano” era su lema, y su emblema, un arquero dirigiendo al cielo su flecha,
quien, de la cintura para abajo era un potro encabritado.
El
potro encabritado representaba el cuerpo emocional, agitado dentro del cuerpo
físico, ambos desarrollados por las dos razas anteriores, El arquero era la
representación del objetivo de desarrollar el mental de la Quinta raza, la
actual. La flecha apuntando al cielo significaba que el desarrollo del mental
no podía parar en el intelecto, tenía que apuntar hacia el cuerpo intuitivo del
Alma. El maestro del clan de los hombres-centauro dijo un día a Orfeo que el
hombre era un dios que podía experimentar su propia manifestación en la Tierra,
por él creada, sintiéndola a fondo, porque para ello se había preocupado
también de construirse un cuerpo sensible a los cuatro elementos que
conformaban este plano, ya que estaba hecho de tierra, de sangre, de aire y de
pasiones.
-Tienes
un cuerpo, tienes deseos, tienes emociones, tienes pensamientos y recuerdos
–decía Quirón-, pero tú no eres ni tu cuerpo, ni tus deseos, ni tus emociones
ni tus recuerdos... Todo eso se disuelve algún día y regresa, como átomos, al
repositorio de la eterna materia cósmica, la arcilla con la que el Creador
modela las infinitas formas…lo que tú eres, de verdad y siempre has sido y
serás, es el puro centro de atención consciente que percibe todas esas formas y
no formas... o ayuda a modelarlas.
No
hay nada que puedas hacer para convertirte en esa consciencia divina que
siempre has sido, porque ya lo eres -le confió el centauro antes de marcharse
Orfeo del Monte Pelión-. Ninguna de las disciplinas de guerrero que aquí
estuviste aprendiendo sirve para acrecentar a lo que ya eres ni un ápice; luz
es luz, no existe media luz... tus disciplinas sólo sirven para que no te
olvides, por mucho tiempo, adormecido en el sueño del mundo, hecho de sensaciones
prejuicios , miedos y creencias, de que siempre serás exactamente ese centro de
consciencia atenta y despierta, por mucho que tu periferia, a veces, se duerma
y se tome demasiado en serio sus pesadillas...
61-
IBERIA INTERIOR
Para
cuando el bardo empezó a caminar por el Camino de las Estrellas propiamente
dicho, su Canción Occidental ya estaba muy desarrollada y el laberinto sonoro
estiraba y alargaba su forma de ocho para volverse una línea de intensidades
ondulantes, desde la pirenaica Iaca hasta el corazón del País de los Gal en
Oestrymnis, al borde de la costa oceánica.
Ciento
diez estrofas tenía el poema musical y cada una conformaba una estación del
Camino Evolutivo del Hombre en la Vida. El conjunto era una obra en la que se
unían su conocimiento iniciático, su intento de equilibrar a Dionisio con Apolo
en todo y su amor irreductible por Eurídice, un amor que le empujaba
incansablemente hacia delante, convencido de que todo lo que una mente humana
ansía conseguir, incluso la resurrección del ser amado, puede conseguirse si se
mantiene firme la propia fe en la posibilidad de la consecución.
Imaginaba
como Eurídice caminaba todo el tiempo, invisible pero presente, a su lado
izquierdo. Se conectaba a su inspiración cuando componía y le dedicaba sus
conclusiones tras los ensayos; hablaba con ella, le pedía consejos y él mismo
se respondía. Se acostaba de noche abrazando su mochila como si abrazara la
tierna calidez de su amada.
El
seguir el Camino del Sol cada día, viéndolo desaparecer por la tarde ante sí,
para de nuevo nacer cada mañana a sus espaldas, daba fuerza a su convicción de
que la vida es eterna y de que la extinción no es sino una fantasía de mentes
rendidas, ignorantes de la divinidad esencial que reside en cada ser humano.
Los
habitantes de las regiones interiores del norte de Iberia por donde iba pasando
Orfeo en su largo camino sacrificaban chivos, caballos y guerreros enemigos
prisioneros, cuando los tenían, sobre aras de piedra, a un tal Cosus (al tracio
le parecía idéntico a Marte, el dios de la guerra de su país, que los griegos
adoptaron también).
Hacían
hecatombes de cada especie, igual que los griegos, y mezclaban con vino o
cerveza la sangre de sus más valientes enemigos degollados ante el altar, para apoderarse
de su valor al bebérsela.
A
Orfeo le repugnaban los sacrificios humanos, e incluso todos en los que corría
la sangre, aunque fuese de animales. Pero no sólo aquellos bárbaros los
practicaban, por todas partes se hacían y también en su propia tierra. Tracia
criaba muy duros y fieros luchadores que eran contratados como mercenarios por
muchos reinos.
Aunque
los Íberos tenían una sociedad matrilocal bastante igualitaria y no existía el
matrimonio, se notaba un cierto predominio de los varones en aquellas tribus de
belicosos pastores que tal vez no hacía mucho tiempo que dejaron el nomadismo.
Realizaban muchas competiciones gimnásticas e hípicas, simulacros de combate
equipados con rústicas armaduras pesadas, pugilato, carrera, escaramuza y
combate en formación y tenían el orgullo de hacerlo mejor cuando había un
extranjero como él de espectador.
Estaban
muy acostumbrados a ir a robarle sus alimentos a las tribus próximas cuando se
les acababan y lo que era delincuencia entre los suyos se convertía en honra
cuando el perjudicado era el enemigo ancestral, es decir, el vecino más
cercano. Cuanto peores eran sus tierras, más se dedicaban a la guerra, bien por
su cuenta, bien a sueldo de otros. Y no era nada raro que sus mujeres tomaran
las armas y lucharan junto a los hombres.
Los
condenados a muerte por la asamblea tribal eran despeñados y a los parricidas
los lapidaban fuera de sus poblados, para no contaminarlos con sangre tan sucia
y perversa.
Cuando
dos guerreros se enemistaban y se peleaban con armas estando en campaña, el
caudillo elegido mandaba atarlos juntos por las piernas y enterrarlos hasta la
cintura, uno frente al otro, en un lugar desierto bajo el sol, abandonándolos
después de dejar un palo al alcance de cada uno. Al cabo de dos o tres días, o
uno había matado al otro, o se habían matado los dos, o se habían reconciliado
y ayudado mutuamente a desenterrarse y liberarse de las ataduras.
Los
enfermos, igual que como dicen que se hacía antiguamente entre los egipcios o
los babilonios, eran expuestos en el camino los días de mercado, a la entrada
de las poblaciones, para que quienes pasaran les aconsejaran remedios para su
enfermedad.
En
vez de moneda, se servían del trueque de mercancías, o cortaban una lasca de
plata y la entregaban. Orfeo había ido agotando sus reservas y con frecuencia
cantaba y tocaba en las plazas de los poblados, consiguiendo, cada vez que se
formaba un gran corro a su alrededor y que alguien le invitase a compartir su
casa y su comida.
Raramente
tenía que pagar por estos servicios y así fue acumulando en una bolsa de cuero
las propinas en lascas de plata que quienes más admiraban su música echaban en
la funda de su lira, colocada a sus pies.
62-
LA LLANURA SIN FIN
Después
de abandonar las últimas estribaciones de los Pirineos Vascones, Orfeo llegó a
una tierra llanísima, ardiente en el verano, fría en el invierno, poblada, aquí
y allá, por bosques de encinas (a veces habitados por manadas de jabalíes), que
se alternaban con largos páramos estériles.
Tuvo
que dedicar incontables días a atravesar aquellas áridas e inacabables llanuras
que conformaban el altiplano central de Iberia al sur de los Pirineos
Cántabros, donde la falta de estímulos externos obliga a los caminantes a
volverse hacia adentro, a interiorizar y a meditar.
Sólo
al caer la tarde, en las casas campesinas o en los pueblos, donde todo el mundo
estaba acostumbrado a acoger a los peregrinos, encontraba algo de distracción y
de calor humano. A veces los lugareños u otros peregrinos convidados, contaban
historias junto a la lumbre.
Una
noche se acogió a la cabaña de un cordial ermitaño que había hecho la ruta
sagrada entera desde el norte de la Galia cuando era más joven. Su experiencia
personal de autoencuentro había sido tan intensa que decidió abandonar cuanto
aún le ataba a su país y establecerse en el lugar más inclemente y solitario de
la llanura para dar servicio como hospitalero a los peregrinos, sin pedir nada,
por puro amor al Camino.
Después
de haberle convidado, junto con otros tres caminantes, a una sabrosa cena con
los productos de su huerta, sin que él mismo hubiese probado más que un poco de
agua, el hombre, contestando a sus preguntas, dijo que sólo cultivaba sus
hortalizas para quien llegara, que llevaba cuatro años alimentándose tan sólo
de líquidos, jugos o caldo, sol y aire, y que se sentía muy bien así. Luego
relató un cuento sobre la Muerte, que hablaba de un ser humano primordial
andrógino, como el de aquel Fanes del principio de la historia de los Atlantes
que contara el pirenaico Jacín, y que era más o menos así:
“Al
principio de los tiempos, el Ser Original (lo dijo usando una palabra que no
precisaba bien el género) había puesto sobre el mundo a un demiurgo, emanado de
sí a su imagen y semejanza, quien, aunque revestido de un pesado cuerpo de
tierra y agua, era inmortal, era sabio y poseía en sí mismo los dos sexos. Tras
milenios de vida sobre este plano, el demiurgo conoció todo cuanto se podía
conocer aquí y empezó a aburrirse y a tener nostalgia del mundo de absoluta
pureza del cual venía. Y cada día estaba más nostálgico, hasta que el Ser
Original le mandó un negro mirlo como mensajero para decirle que, al cabo de un
tiempo indeterminado, moriría, lo cual significaba que podría dejar en la
Tierra su cuerpo de tierra y de agua, enmohecido y lleno de cortezas y musgos
como el de un árbol, para regresar a su origen con su alma.
Efectivamente,
al cabo de unos años y de forma inesperada, una fiebre se apoderó de él, lo separó
de su cuerpo y lo hizo regresar a la dimensión de los Bienaventurados. Al
principio fue muy feliz en el Cielo contando sus experiencias, pero después
sufría, porque igualmente tenía nostalgia de la belleza y la aventura de la
Tierra …y allí no pasaba nunca nada. Así que el Ser Original lo volvió a enviar
aquí.
Cuando
de nuevo enfermó de nostalgia, el Ser Original mandó un rayo que lo partió en
dos mitades: una masculina y otra femenina; y un viento que las separó hacia
extremos distantes del mundo. Así, la nostalgia del Origen fue cambiada durante
años por la nostalgia de la Mitad Perdida.
Ahora
bien, esa nostalgia era tan acuciante y estimulante que, después de recorrer
caminando el mundo entero, ambas partes lograron reencontrarse y refundirse
cuanto posible, con lo cual se acabó el maravilloso y apasionante “Juego del
Amor”, que es como habían dado en llamar al juego de su mutua búsqueda.
Entonces
volvieron a aburrirse tanto que sólo se divertían peleándose y perdonándose
continuamente, hasta que El Ser Original envió de nuevo al mirlo para decirles
que, a partir de ahora, la Muerte vendría a por ellos cada cien años, para que
no les diera tiempo de sentir tedio.
Y
la siguiente vez que los mandó a la Tierra, el Ser Original no sólo los colocó
en lugares muy opuestos y escondidos (para que tardaran más en encontrarse),
sino que, además, les quitó gran parte de su inteligencia y los rodeó de muchas
limitaciones, para que tuviera más dificultad y emoción su corta experiencia
sobre la vida y encontrasen la armonía a través del conflicto, el apoyarse
mutuamente, el perdón y la reconciliación. Además hizo que de su unión, cuando
por fin se encontraron, salieran hijos, cuya crianza en aquellas nuevas
condiciones les obligase a tanto servicio abnegado, que ya no les dejaba tiempo
para aburrirse.
Como
la experiencia había dado tan buen resultado, El Ser Original dispuso que todos
los animales que naciesen sobre la tierra fuesen también macho y hembra,
estuviesen rodeados de muchas limitaciones que les hiciesen desarrollar la
consciencia rápidamente y muriesen.
En
algún momento indeterminado, la Muerte venía por los seres humanos y animales y
se los llevaba, mientras que sus hijos permanecían y seguían reproduciéndose.
Después de un tiempo en el Cielo, la Muerte también cortaba su vida allí y los
hacía renacer en la Tierra, animando alguno de los cuerpos que sus hijos
engendraban, de tal manera que, al cabo de un cierto tiempo, reconocieran a su
Otra Mitad.
Cuando
creció mucho el número de mujeres y de hombres sobre la Tierra, el Juego de La
Búsqueda del Amor, por un lado, y el trabajo para la consecución de lo que se
consideraba necesario para vivir bien, por otro, se hicieron tan absurdamente
competitivos, acumulativos, complicados e insaciables, y de tal manera se
perdió el recuerdo del verdadero sentido de la existencia, que, para satisfacer
las demandas insaciables de gula y lujos de la gente que amaban, los seres
humanos casi destruyeron el planeta, por medio de guerras y de explotación
desmedida de los reinos mineral, vegetal y animal, sin que eso sirviese para
hacerles más felices, pues la mayoría se moría muy tristes, decepcionados,
insatisfechos y aburridas, sin haber conseguido satisfacer sus ambiciones
artificiosas e ilimitadas, por mucho que buscasen y trabajasen.
Entonces,
El Ser Original, siempre compasivo, mandó de nuevo a su mirlo a la Tierra para
avisar a la Humanidad de que, a partir de ahora, no necesitarían pasar tantos
trabajos en buscar o producir comida de tierra y agua para vivir, ya que, si
unicamente se mantenían centrados en jugar el Juego de la Búsqueda del
Verdadero Amor, les bastaría respirar profundo y abrir sus ojos, con toda
atención, a los primeros rayos del amanecer y a la belleza del mundo para
alimentarse.
Con
alimentos tan ligeros y sutiles, sin tener que trabajar y pasando su tiempo en
convertir todo este mundo, incluyendo todos los reinos de la Naturaleza, en un
mundo de Armonía y Paz, lo que supondría pasar del Amor Humano al Amor
Incondicional Suprahumano, una octava superior de consciencia, no se
aburrirían, ni enfermarían, ni envejecerían y su estancia en la Tierra, hasta
que la Muerte fuese a por ellos para renovarles, podría alargarse a trescientos
años de cada vez.
El
mirlo iba muy contento a llevarle esas excelentes noticias a la Humanidad, pero
al llegar a la Tierra se encontró con que su alma, igual que la del hombre, se
había escindido en dos en aquel mundo e, inesperadamente, sintió y vió llegar a
su Otra Mitad volando por el aire convertida en una hermosa hembra de su
especie. Sus hábitos e instintos anteriores fueron más fuertes que su sentido
de responsabilidad por la misión que traía. El mirlo voló apasionado tras ella,
y después de muchas peripecias consiguió unirse con ella. Hicieron un nido,
tuvieron crías y el mirlo estuvo tan ocupado buscando alimento convencional, y
aquel alimento pesado enrijeció tanto sus percepciones, que se olvidó por
completo del mensaje que traía para la Humanidad.
Por
causa de ello, los hombres y las mujeres, y los animales, continúan trabajando
duro y destruyendo la naturaleza para conseguir pesada y nociva comida hecha de
tierra y agua, en lugar de alimentarse de aire y sol como correspondía a este
ciclo, y eso nos produce enfermedades, envejecimiento y muerte muy
prematuramente, sin que casi ninguno de nosotros se haya podido enterar de que
podríamos vivir perfectamente sanos, libres y vigorosos, en lugar de perder
nuestro tiempo de vida en tantos trabajos innecesarios e irresponsables, hasta
que tuviésemos los trescientos años que nos fueron concedidos por la Vida para
poder dedicarlos por completo al Gran Juego Evolutivo del Amor”.
Durante
aquellas caminatas por la llanura en las que parecía que jamás iba a llegar a
aquella encina que había entrevisto en el horizonte por la mañana, Orfeo pensó
y pensó como no había pensado en su vida, a pesar de lo mucho que cantaba para
no pensar.
Y
hubo en su remolino mental algunos momentos tan pesados y desanimadores, que se
sintió tentado de abandonar aquel loco empeño en el que se había metido y
regresar a su casa para vivir una vida común y normal, como la de todo el
mundo. Pero aguantó, a base de convertir sus pensamientos en canciones a toda voz,
y acabó por adaptarse a la meditación caminera y cantora por el desierto y
hasta a encontrarle gusto. Incluso se sorprendió de sentirse lleno de
entusiasmo.
Varios
días después, afortunadamente, comenzó a ver de nuevo como el terreno se
ondulaba, aumentando la variedad de la vegetación. Al otro lado de un río
próximo había un pueblo amurallado ante el cual discurría el camino. Desde
lejos, se oían los gritos de la chiquillería y se sentía el olor de la comida
que se estaba cocinando en las primeras casas. Orfeo se puso muy contento y
apretó el paso.
En
la entrada del pueblo, los guardianes le obligaron, tras tener que aceptar un
registro, a dejar su espada corta con ellos si quería acogerse a su
hospitalidad… y tomó la mala decisión de acceder, porque estaba hambriento.
Al
día siguiente, la reclamó a la salida, pero el jefe de la guardia, un hombre
barbado, ordenancista y duro como una piedra, le respondió que sólo se la
devolvería cuando saliera de su territorio por el mismo camino por donde había
venido.
-Pero
si yo voy hacia el Oeste, muy lejos... –dijo Orfeo- ¿Cómo voy a ir desarmado?
-Ningún
forastero puede cruzar nuestro territorio con armas ni cazar en él desde hace
dos días y hasta nueva orden del Consejo –respondió-. Pero no temas, nosotros
mismos protegemos a los caminantes y les damos de comer si lo piden.
Orfeo
insistió, intentó negociar, rogó, amenazó, pero aquel hombre se sentía más
importante cuanto más pesada e impositiva era la ley que interpretaba con su
propia rigidez, así que fue como hablarle a un muro. Finalmente, hizo un gesto
y cuatro hombretones armados rodearon al tracio sin aparente agresividad, pero
mirándolo de arriba hacia abajo en diagonal.
-Si
quieres tu espada te la daremos, pero no sigues adelante, te vuelves. Si pasas
sin ella no la necesitarás y a tu vuelta te estará esperando. Esas son tus
opciones. Escoge.
Dadas
las circunstancias, escogió pasar adelante sin su espada, pero durante todo el
día se sintió vejado y castrado. En un bosque recogió un palo largo para que le
sirviera de defensa contra los perros y los lobos, pero no se atrevió a sacarle
demasiada punta para no tener problemas con los siguientes guardias. Hizo bien,
porque debía ser un momento de guerra o de conflicto en aquellos parajes y cada
aldea estaba vigilada.
-Hay
un grupo de bandidos forasteros en la montaña –le dijo un vecino que le dio
hospitalidad-. Han secuestrado a una mujer de este pueblo que cultivaba su
campo y han asesinado a un pastor de otro pueblo del lado oeste y se han
llevado sus cabras, y a su compañera y sus hijos, para venderlos como esclavos.
Por eso no se deja pasar a más forasteros con armas. Pero ya se han enviado
guerreros a buscarles.
Orfeo
se quedó allí el día entero hasta que, al atardecer, los guerreros del pueblo regresaron
cansados y con las manos vacías. Su anfitrión le aconsejó que esperara un día
más. Por la tarde, los jinetes volvieron a presentarse diciendo que no habían
encontrado nada nuevo y que el camino estaba despejado. Orfeo preguntó al jefe
si podía seguir.
-Puedes...
bajo tu propia responsabilidad. Yo esperaría un par de días más, hasta que se
confirmara que ya no andan por aquí.
Orfeo
sólo tuvo paciencia para esperar uno. Cuando le volvieron a decir que el camino
se veía vacío de extraños, decidió seguir. A la mañana siguiente, luego que
salieron las patrullas, se despidió de la amable familia que le había acogido y
comenzó a caminar hacia unas montañas que había en el horizonte. A mediodía se
cruzó con los guardias, que regresaban al pueblo definitivamente.
Esa
noche durmió a un lado del camino, envuelto en su capa entre unas rocas. Al día
siguiente comenzó a ascender una montaña bastante alta.
Cuando
estaba a punto de coronar la cima, salieron de repente del neblinoso bosque
cuatro bandidos cubiertos de pieles de venado, que se desplegaron en
semicírculo armados de lanzas con puntas de hierro y las dirigieron hacia él,
haciéndole gestos de intimación, con unas caras aún más endurecidas que el
hierro, cruzadas por rayas pintadas con tizones de la hoguera, en las que se
podía leer una total carencia de piedad.
Orfeo
vio que poco podría hacer contra ellos con su palo sin punta, así que se
decidió rápidamente por intentar hacer el mago.
Recordando
que había logrado en su Tracia natal que hasta algunas fieras de los montes se
amansaran ante su música, echó mano de su lira, solicitó con fuerza la
protección de Hermes y se plantó bien erguido en medio del sendero, concentrado
en tocar con maestría un himno que había ido componiendo en honor del Dios de los
Caminos, mientras sonreía al mismo tiempo, para no mostrar temor. Los cuatro
facinerosos lo miraban sorprendidos de que no corriera, y, por lo mismo, no
llegaban a acercarse demasiado.
Uno de ellos, el que más brutal parecía, rugió
como un oso y le arrojó su lanza, que quedó clavada y vibrando en el suelo,
entre los pies abiertos del bardo, quien, convirtiendo en una estrofa cantada
su confianza en que nadie podía hacerle daño y que los dioses estaban con él si
él lo creía sin la menor duda, la fue repitiendo en distintas tonalidades,
manteniendo el ánimo en su voz y convirtiéndola en una melodía tan enérgica e
imperiosa que, viéndole tan seguro de sí mismo, casi amenazante, los cuatro
energúmenos lo tomaron por un hechicero poderoso, perdieron de pronto su valor
y se dispersaron, ocultándose de nuevo en el bosque y dejando abandonada una
lanza más en su supersticiosa fuga.
Orfeo respiró aliviado y recogió ambas lanzas,
separó las hojas de sus palos y con las mismas cuerdas que las unían, las anudó
en aspa formando una cruz. Luego clavó la hoja de abajo en la punta de un largo
y delgado tronco de árbol que alguna tormenta había desgajado y lo levantó
sobre la cima del monte, en agradecimiento a Hermes, asegurando su base contra
los vientos con una pirámide de piedras que, unas sobre otras, fue acumulando.
Tras
ello, repitió jubilosamente su himno al dios y siguió su camino, pensando que
no necesitaba armas y que la mejor arma era su propia seguridad de que nada
malo podría ocurrirle.
Pero
poco duró su contento y su convencimiento porque, en cuanto reemprendió la
marcha, se vio rodeado de pronto por otros ocho matones, traídos por los cuatro
de antes, los cuales, sin darle la posibilidad de ponerse a tocar su
instrumento, cayeron sobre él, lo inmovilizaron y se lo llevaron a golpes y
trompicones montaña abajo, bastante adentro de un bosque que descendía por un
barranco hacia un profundo cañón rocoso, donde dos guerreros más custodiaban un
redil improvisado entre la cañada y el río, en el que había un grupo de
caballos, una manada de cabras, dos mujeres y dos niños, atados y también
amordazados. El fragor del torrente ahogaba los balidos y los relinchos de los
animales.
Lo
pusieron con el resto de los prisioneros, amarrándole las manos a la espalda y
dejándolo con el pecho contra el suelo, de tal manera que su cuello estaba
atado al mismo palo que sus piernas dobladas hacia atrás. También le metieron
un trapo en la boca, de modo que ni parlamentar con ellos podía.
Agotada
la tarde, cayó sobre el barranco una sombra angustiosa, húmeda y fría, que
calaba los huesos. No le dieron de cenar, a pesar de que les sobraba comida y
de que sí alimentaron a sus compañeros con carne de cabra cruda, ya que no
querían encender fuegos. Intentó soltarse de muchas maneras, pero parecía que
sólo conseguía que los nudos le apretasen más dolorosamente. La angustia se
apoderó de él, pero si le prestaba atención, se volvería loco; así que para
colocar su mente en otra cosa, cantó y rezó mentalmente toda la noche.
Cada
vez que un pensamiento de desesperanza le atacaba, hacía una llamada interior a
la Diosa y luego rezaba a Hermes; en cuanto se tranquilizaba algo, seguía
cantando dentro de su cabeza todos los himnos religiosos que recordaba,
repitiéndolos y repitiéndolos.
Daría
cualquier cosa por poder aliviar su tensión tocando la lira, pero, como era lo
primero que le habían quitado, se contentó con imaginarse que la tocaba y,
cuando ya las oraciones formales no conseguían interrumpirle más los
pensamientos, se concentró en repasando toda la Canción Occidental
perfeccionándola a plena creatividad, hasta los más mínimos detalles.
Finalmente, logró quedarse dormido.
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