6-
EL AIRE:
El
Bosque Sagrado de las Ninfas era, para Eurídice, la representación de aquella
Tracia profunda y matriarcal, en su aspecto más puramente femenino y
espiritual. A pesar de eso, había sido en su recinto externo que conociera a
Orfeo hacía cuatro años, cuando llegó la ocasión para que las doncellas Dríades
de su ciclo ofrendaran su virginidad a la Diosa, durante la Fiesta de la
Siembra. Como las Dríades pertenecían al clan de las mujeres-árbol, la
costumbre matriarcal dictaminaba que el clan de los centauros, es decir, los
hombres de la hermandad tribal que tenía al potro salvaje como tótem, fuesen
cada año admitidos a gozar ritualmente de las jóvenes aspirantes al grado de
Ninfas, sobre los surcos del arado abiertos por ellos en los campos de la
Diosa, para propiciar que todos los tracios tuviesen abundancia en cosechas de
cereales. Las mujeres de la Fraternidad escogían fecundadores entre otros
clanes diferentes cuando se trataba de festivales de fertilización de otro
tipo, tal como la de los frutales (hombres-cabra o sátiros) o la de la miel
(hombres-abeja). Únicamente el clan de los hombres-árbol les estaba
absolutamente vedado, ya que sus componentes eran considerados hermanos suyos.
En la Fiesta de la Siembra, como en las demás, las muchachas-árbol eran libres
de elegir a sus hombres-caballo preferidos, por medio de una ceremonia de
presentación, tras el arado de los campos, en la que cada uno de ellos mostraba
sus encantos y habilidades. Si a dos dríades les gustaba el mismo galán, se
desafiaban a una carrera o a cualquier otro tipo de prueba y la ganadora se lo
llevaba al surco o al huerto. La mayor parte de los candidatos se exhibieron
realizando competiciones atléticas, mas, cuando Orfeo, que no tenía una
musculatura demasiado sobresaliente, tocó su lira y cantó a las ninfas,
Eurídice quedó prendada del joven príncipe como si todo su canto fuese sólo
para ella y lo eligió, rodeando su cuello con una guirnalda de flores y
sonriéndole invitadora. Una hora después, sudorosa y excitada tras la
persecución ritual entre los bosques, dejó que tumbara y desnudara su cuerpo
núbil sobre un solitario campo labrado. Orfeo, aunque jadeante, la fue besando
y la cubrió de caricias sin demostrar ninguna prisa ni ansia, degustando cada
recoveco de su piel a medida que iba, poco a poco, despojándola de sus ropas.
Sólo cuando percibió que la muchacha se volvía néctar de pura excitación, se
asomó a su puerta íntima con tanta lentitud y consideración, que el dolor
inicial de ella acabó convirtiéndose en el placer convulsivo de lanzarse por sí
misma al encuentro de su masculinidad, cada vez con mayor fuerza y mayor gana.
Él iba conteniendo o soltando con firme delicadeza, encauzando la dirección y
el ritmo de su cintura con sus manos, tal como si estuviese manejando un
instrumento musical y, con la mayor suavidad, la fue colocando en tal posición
que ambos acabaron quedando frente a frente, mirada con mirada, lo cual era un
atrevimiento muy grande para un varón. En ese momento, redujo su ritmo, lo
convirtió en series armónicas y alternas de movimientos fuertes o suaves y se
dedicó a besarla y acariciarla, cantando su nombre en los más dulces o fogosos
tonos de una ondulante escala ascendiente. Entonces Eurídice le abrió también
su corazón, alcanzó el clímax y se dejó ir toda, como río que se precipita
desde la alta cascada, liberando un prolongado y bronco gemido mientras se
desvanecía en el deleitoso retorno al vacío primordial. Cuando despertó de su
éxtasis se dio cuenta de que el joven que yacía a su lado todavía no se había
derramado, ya que continuaba sintiéndolo entero dentro de ella. A pesar de eso,
él había tenido la extraordinaria gentileza de detener completamente sus
embates durante un buen rato, para dejarla gozar con total concentración de su
placer y de su posterior disolución y descanso. Cuando percibió que lo estaba
mirando, paseó su dedo húmedo por los labios turgentes de Eurídice y acarició
su cara y los lóbulos de sus orejas, sonriendo. Ese juego la hizo sonreír a su
vez, la sacó de la modorra y la llevó a excitarse de nuevo. Abrazándolo y
besándolo llena de agradecimiento, se dispuso a hacer lo posible para sumergir
a Orfeo en una catarata de gozo tan liberadora como la que ella acababa de
conocer. Trató de irse colocando a caballo sobre él para llevar la iniciativa,
como le habían explicado las Madres Sacerdotisas que era la posición y la
actitud más digna para una adulta del sexo dominante, y esta vez fue ella la
que recurrió a las caricias y a los ritmos alternos, deseando intensamente
dirigirlo a que alcanzaran un nuevo éxtasis al mismo tiempo. Sin embargo, aún
en aquella posición, Orfeo se las arregló, sujetando sus caderas o usando del
poderoso encanto de sus palabras, para contener o animar sus movimientos en el
momento adecuado, autoregulando su propia excitación por medio de la
respiración, para alargar el tiempo de placer y para disfrutarlo sin permitirse
llegar al clímax. Al cabo, Eurídice gimió y volvió a disolverse plenamente en
el vacío, sobre el pecho de Orfeo. Al volver en sí, el muchacho estaba a su
lado, mirándola con dulzura, mientras la acariciaba, rozándola apenas con las
yemas de los dedos, tal como tocaba las cuerdas de su lira. Pero su virilidad
seguía impávida y disponible. Eurídice se sintió mal.
-¿Por qué no te has dejado derramar en mí?
-demandó-. ¿Es que no te gustó que yo te escogiese?
-Ninguna mujer de todas las que haya visto
hasta ahora me gusta más que tú -respondió él-. Creo que te esperé toda mi
vida, o incluso antes.- Eurídice se inquietó aún más, también sentía que
conocía a aquel hombre desde antes de nacer. Pero recordó de pronto que era una
Dríade y que aquello no era un asunto personal, sino sagrado: estaba allí para
ser fecundada.
-¿Tienes algún problema sexual?
-No tengo ninguno –dijo él-. No me derramo
porque no quiero. Aprendí del Maestro de mi clan en Ptía, el centauro Quirón,
el arte de controlar con mi voluntad los impulsos instintivos, regulando el
aire que inspiro y expiro. Mi placer mayor es sentir tu placer todas las veces
que quieras y puedas sentirlo, mujer maravillosa.
-Pero no estamos aquí por el placer de los
sentidos -le reprochó ella-. No me interesa el placer por el placer, si no
derramas tu semilla, no podremos engendrar un hijo para la Diosa.
-¿... Para que, si sale varón, sea
sacrificado y despedazado y sirva de abono a estos mismos campos de labor? Yo
no quiero esa suerte para mi hijo.
-Tu hijo no, el mío –respondió ella muy
seria-. Tú no haces más que pasarlo bien durante un rato, yo lo gestaría y lo
daría a luz con dolor.
-No me importa como lo hagamos. Seguiría
siendo mi hijo, además de tuyo. Tú no creerás que las mujeres sean fecundadas
por el viento -dijo Orfeo con firmeza.
-Ya lo sé, pero tú tienes potencia de
sobra para engendrar varios hijos diariamente –arguyó ahora Eurídice con mucha
paciencia, entendiendo que se había encontrado con un machito rebelde-. Yo sólo
puedo crear uno al año, que es una parte entrañable de mí misma, que me
acompaña desde dentro durante nueve meses y al que le tomo un gran cariño. Y
aún así lo sacrifico con amor, si fuese un varón, tal como Dionisio fue
sacrificado y devorado, para que surgiera de él lo mejor que hay en la especie
humana ¿... Te parece mal ofrendar un solo hijo a la Diosa Madre de todas las
vidas, para que podamos gozar de una buena cosecha?
-Todos vamos a regresar, tarde o temprano,
al vientre de la Diosa para morir y renacer... ¿Qué interés puede tener ella en
privar tan temprano de sus vivencias a un pobre niño?
-La Diosa Madre aprecia siempre nuestro
sacrificio incondicional, ve lo que somos capaces de hacer por complacerla, y
nos lo paga con alimento abundante, para que la vida siga.
-¿Qué clase de madre sería esa si fuese
necesario complacerla con el sacrificio, el dolor y la muerte de sus hijos
varones? ¿Cómo se puede comprar la vida de un pueblo con la muerte de un
inocente?... Además, el sacrificio principal no es el del dolor de los
convencidos padres, sino el de la propia vida de un pequeño ser humano que no
puede decidir por sí mismo su destino.
-Tú no puedes entenderlo, solo eres un
simple hombre, perdona que te lo diga, ésto siempre se hizo así…no pretenderás
saber más que las Sacerdotisas.
-Cuando se dice que así se hizo siempre,
es que algo debe estar equivocado, todo lo que es sano cambia, se transforma.
-Por favor, cállate ya esa boca y no lo
estropees más –Eurídice estaba irritada- estás diciendo típicas bobadas
masculinas.
-Creo que las personas hacen a los dioses
a su imagen y semejanza –insistió él- y no al revés, y que las personas que
diseñaron y mantienen esa imagen devoradora para la Diosa de la Vida,
pertenecen a un tipo de mentalidad que se ha quedado tan fosilizada como las
armas y los instrumentos de piedra.- Eurídice ya no lo quiso escuchar más. Se
apartó de él y empezó a cubrir de nuevo su cuerpo, ofendida, avergonzada y temerosa
por haber provocado con sus corteses consideraciones a un miembro del sexo
inferior unas contestaciones tan irreverentes hacia la Gran Diosa... Pero
también sentía una incontenible frustración y rabia.
-¡Hombre impío! –gritó, con ganas de abofetearlo-
Si esa es la opinión que tienes de la religión de tu país, tú, un príncipe real
¿Por qué participas en un acto religioso y sagrado? ¿Sólo por el placer de
profanarlo?
-Participé porque participabas tú,
Eurídice –dijo él apasionadamente, sin perder la dulzura de su voz-. Hace un
año que te vi en una ceremonia externa del Templo de las Ninfas. Desde entonces
te he seguido, escondido, cada vez que podía. Te he espiado, he soñado contigo
cada noche, he compuesto música pensando en ti, deseándote... Eurídice, que ya
se iba, se detuvo sorprendida, escuchándolo. Él se arrodilló a sus pies y los
tocó.
-...Y me presenté a esta selección con la
loca esperanza de que reconocieses en mi música los sentimientos que tú misma
generaste en mí... y los has reconocido, sin duda, por eso me has elegido entre
tanto musculoso. Gracias, gracias, gracias a Nuestra Señora la Diosa por el
feliz, maravilloso día que he vivido hoy. Perdóname si al final te he ofendido
sin querer. Yo te amo, Eurídice.- Ella se encontró, sin saber cómo, otra vez
desnuda y abrazada a él, ganada por sus sentimientos, fundiendo íntimamente su
feminidad con su hombría sobre la tierra fértil que esperaba ser fecundada. Y
de nuevo alcanzó la cima y conoció un placer altísimo entre gemidos, un placer
que llenaba todos los huecos de su cuerpo, de su emocionalidad y de su mente,
un placer que todo lo disolvía y unificaba. Pero tampoco esta vez Orfeo quiso
derramar su semilla.
7-
LA TIERRA:
El
Bosque de las Ninfas era la más bella selva que había entre los escarpados
cañones de los ríos que cruzaban los Montes Rhodope. Las Ninfas Dríades y
Hamadríades eran figuras mitológicas de las más primitivas y animistas
creencias de los ancestros arios, que representaban a la Humanidad Intermedia
entre los Seres Autoconscientes de Superficie y los intraterrenos, esto es, a
los devas, genios, duendes o espíritus elementales de la naturaleza, encargados
del desarrollo evolutivo de los árboles. Dríade es una palabra que, como
Druida, viene de Dru, que significa Roble, el más sabio Espíritu-Grupal de los
árboles, para los primitivos europeos. Con el tiempo, acabó declarándose
sagrado aquel bosque, ya que era cuna de hasta siete nacientes que brotaban de
un río subterráneo. Como Tracia era todavía un matriarcado, pues los nuevos
dioses olímpicos apenas estarían comenzando a infiltrarse más tarde, por
influencia griega y por conveniencia política de la dinastía real imperante, se
levantó dentro de una de sus grutas un pequeño Templo a la Gran Madre con un
rústico tímpano de dos columnas, de cuyo interior brotaba la más sana y
curativa de las fuentes por tres chorros y se fundó en él una Fraternidad de
las Dríades, dirigida por un Consejo de Sacerdotisas, para que se ocupasen de
la preservación y cuidado de la selva sagrada y de la rica fauna y flora
autóctona del macizo del Rhodope, de los manantiales y cascadas, de su
fertilidad y de su belleza natural, base constructiva y centro equilibrador de
la malla etérica central del reino, para deleite del espíritu de las generaciones
presentes y futuras. Cuando Orfeo se enroló en la expedición de los Argonautas,
de la que no se sabía si iba a volver, Eurídice, hija de la Alta
Sacerdotisa-Ninfa y, por tanto, iniciada como miembro de la Fraternidad desde
su nacimiento, se integró cada vez más en ella, como una forma de mantenerse
ocupada y de consolarse de su nostalgia. Su compromiso personal suponía
responsabilizarse del cuidado, limpieza y mantenimiento de una extensa área del
bosque de hayas, donde había una bella cascada que se derramaba en cabellera
desde bastante altura y muchos árboles de los que se decía que tenían más de
mil años de edad y que eran verdaderos testigos vivientes de toda la historia
del país. Realizaba ese trabajo en compañía de siete de sus compañeras, que
vivían en comunidad en una casa campesina cercana al templo.
Durante
varias generaciones, la Fraternidad había convertido una amplia área natural en
un parque maravilloso, dividiendo artificialmente los arroyos en múltiples
canales, con los que se formaron muchas cascadas, estanques y lagunas donde se
criaban, se seleccionaban y se mejoraban truchas y salmones para los ríos de
Tracia. El espíritu de las Dríades consistía en hacerlo todo de tal manera que
siguiese pareciendo una obra espontánea de la naturaleza. Se trataba de lograr
que los seres humanos interactuasen con la Humanidad Intermedia del bosque en
la mayor armonía, dando atención reverente y colaborando con los Espíritus de
los Elementos y con la Jerarquía Dévica,
creadora y mantenedora de formas evolutivas para las Almas-Grupo del Mundo
Vegetal (evolución, segùn contaban las abuelas, paralela a la de los Humanos de
Superficie en una dimensión más sutil y en un ejemplo impecable de pureza,
donación y entrega, siendo que las Mentes-Grupo de algunas especies de árboles
habían alcanzado una evolución consciencial superior a la de la mayoría de las
Mentes-Grupo de las especies animales no domesticadas... y las de las Hayas,
concretamente, incluso superior a las de la mitad de los humanos, en cuyas almas,
apenas centradas en el físico, el emocional incontrolado y el mental egoico,
todavía no había desarrollo suficiente para que pudiese encarnarse un Espíritu
Inmortal). Dríades y Devas colaboraban en construir juntos pequeños paraísos
sobre la tierra a la medida de ambos reinos, lo que se consideraba la más
sagrada de las obras de arte.
-Se entra en el mundo de los Devas –había
explicado la madre de Eurídice- concentrándose en un estado de contemplación
amorosa y sentida de la Naturaleza, hasta sentir que el sentimiento emitido te
viene de vuelta y te llena, especialmente cada mañana que despiertas y ves que
una nueva y bella flor silvestre orna tu jardín. Los Devas no se preocupan por
lo que tú digas y casi ni por lo que hagas, pero ellos, igual que los animales,
captan muy bien lo que tú eres y, si eres amor, te responden de la misma
forma.-
Había
una parte del parque que era pública y otra, la más próxima a las fuentes, sólo
accesible para las fráteres, quienes vivían su trabajo como una perfecta
escuela de desarrollo evolutivo, a través del servicio abnegado, la fusión
espiritual con las energías más puras de la Naturaleza, (que era lo mismo que
fundirse con el aspecto externo o manifestado de la Gran Madre), el cultivo
consciente de la armonía comunitaria, el mejoramiento continuo de los nuevos
linajes de sacerdotisas desde la cuna, y la concentración en vivir la
identificación la propia Mónada (que era el reflejo interno, permanente y
cósmico de la Diosa), para llegar a convertirse en dignos canales Suyos y de la
Jerarquía de Espíritus Ayudadores, así como limpias y vacías transmisoras de
Sus dádivas y su poder de cura para el resto del mundo. Aquella dedicación a
los recursos naturales de la región incluía preservar la pureza de las aguas,
cuidar los árboles, mantener impecablemente limpios los senderos forestales que
conducían a espacios de gran belleza natural, embellecerlos aún más, sembrando
especies diversas de plantas floridas por toda parte, regar durante la estación
seca, mejorar los arquetipos de las semillas y mudas autóctonas, aclimatar
especies foráneas compatibles, pesquisar remedios contra las plagas y
enfermedades de los vegetales… así como realizar diversos tratamientos
curativos con cataplasmas vegetales, infusiones e hidroterapia en los ciclos
astrológicamente propícios. Todos aquellos trabajos se ofertaban con la misma
devoción que las oraciones y mantras y no eran mal compensados, ya que los
campesinos circundantes les colaboraban y las mantenían con sus diezmos y
ofrendas a los espíritus de la Flora y las Aguas.
Cada
año, además, en las épocas de siembra o de plantío, labores agrícolas duras que
requerían del esfuerzo físico de centenares de voluntarios varones, normalmente
dedicados a otras actividades, se celebraban festivales orgiásticos al final
del trabajo colectivo, en los que las Dríades en edad reproductora escogían
parejas entre las hermandades de hombres-cabra, hombres-centauros,
hombres-abeja, hombres-toro, lobo, león y otros tótems animales diferenciadores
de cada clan de la tribu, para copular sacralmente con ellos sobre los surcos
de los sembrados o los hoyos de los plantíos abiertos por los varones, a fin de
propiciar la fertilidad general del país. Ésto era una gozosa y conveniente práctica
cooperativa que venía funcionando bien en la cultura caucasiana pre-pelasga
desde hacía milenios, algo que había comenzado en eras más antiguas, entre los
Turanianos de las estepas, como una necesidad, y que se fue convirtiendo en
venerable rito religioso usufructuado y aceptado también por los invasores
Arios, cuando conquistaron el país, aunque actualmente los más puritanos
repudiaban aquellas costumbres, a las que reputaban de lúbricas y ultrapasadas.
Terminada
la siembra de campos y cuerpos, los colaboradores masculinos se retiraban sin
soñar, siquiera, en seguir manteniendo relaciones con las mujeres consagradas,
y el Bosque continuaba siendo un espacio exclusivamente femenino. Los bebés
nacidos de aquel ritual eran considerados hijos de la Gran Diosa, Las niñas
serían educadas como Sus futuras sacerdotisas y los niños, sacrificados a Ella
antes de cumplir un año, degollados y despedazados, como lo había sido el dios
Dionisio Zagreo, de manera que sus pedazos pudieran abonar los distintos campos
de labor, servir sus éteres de Tercera Densidad
como alimento a los Guías de la Cuarta Densidad y propiciar que Éstos
ayudasen a desarrollar unas buenas cosechas para el país entero, así como
protección contra plagas y catástrofes. De esta manera se había configurado el
necesario y heróico sacrificio del hombre por la comunidad, pues, a medida que
la población fue creciendo, la caza vino a menos y las horas de trabajo de los
varones se tuvieron que triplicar para guardar, atender y defender el ganado y el
territorio, o para realizar las labores agrícolas que mayor esfuerzo físico
requerían. Habiendo engendrado un máximo de tres descendientes féminas, cada
sacerdotisa renunciaba solemnemente, mediante sagrado voto de castidad, a
seguir teniendo relaciones sexuales (que se consideraban animales, aunque
todavía necesarias para prolongar la raza), y se concentraban exclusivamente en
el control, cultivo y elevación de la propia percepción y la de de sus hijas.
8-
EL GUARDIÁN DEL UMBRAL:
Tracia,
amplio país muy poblado, coronado de montañas peñascosas cubiertas de robles y
barridas por el viento del norte, se encontraba a caballo entre los dos mundos,
aparentemente antagónicos, de los descendientes de los cimerios caucasianos del
sur y del norte; lunares y matriarcales los primeros y solares y patriarcales
los segundos. Los tracios del este tenían como vecinos, al otro lado del
estrecho de Dárdano o Helesponto, a sus primos lunares, los habitantes de la
amurallada Troya, con los que compartían el Mar de Mármara, el Bósforo y el Mar
Negro occidental, mientras que al sur se asomaban al azul Egeo. Los tracios del
suroeste tenían frontera, también, con otros primos solares, los macedonios
eolios, vecinos y primos, a su vez, de los griegos minias de Tesalia, de quienes
se decía que habían domado a los primeros caballos. En la Tesalia meridional se
encontraba Ptía o Ftía, o la Pfiótide, tierra ya bien patriarcalizada, donde
Peleo de Egina reinaba sobre los famosos guerreros mirmidones.
En
la patria de Orfeo, donde había una aristocracia refinada y progresista en
fuerte contraste con una masa popular bastante retrasada, el conflicto entre
los géneros estaba todavía comenzando: A nivel de iniciados y gente culta,
triunfaban recientemente las elevadas doctrinas de Apolo Hiperbóreo, dios del
sol y de la iluminación. Su culto, propiciado por la realeza, (aunque el rey no
era un griego, sino un pelasgo helenizado), había ido sustituyendo al más
antiguo del héroe caucasiano Prometeo (quien, según las leyendas, al igual que
el sumerio Enki, había proporcionado mente pensante y uso de razón a la nueva
raza humana, cultivada y mejorada con magia reproductiva, a partir de cuerpos
animales, con el fin de que sirviesen como esclavos de los Hijos del Cielo
descendidos a la Tierra. Tanto Enki como Prometeo representaban al benefactor
que hizo pasar a los automáticos homínidos esclavos al actual estado humano, el
más sensible a las dimensiones periféricas del Ser Divino en eterna
expansión, gracias a que Prometeo osó
robar para ellos el fuego del intelecto a los dioses titánicos, por lo que fue
castigado)... Por su parte, el pueblo tracio -las gentes comunes de los
fértiles valles, nada intelectuales y sumamente apegadas a sus viejos hábitos y
tradiciones,- sólo deseaba seguir con sus típicas celebraciones emocionales y
extáticas de la Era Anterior a Prometeo, en sentido homenaje a la Antigua Gran
Diosa Lunar y a su hijo Dionisio, otro supuesto padre de la especie humana a
través de su sacrificio, aunque estos cultos, que trataban de recuperarm la
espontaneidad animalizada de los homínidos, se hacían cada vez más
desenfrenados, brutales y orgiásticos, lo cual producía una permanente fricción
de las hordas de adoradoras de Baco con los sacerdotes olímpicos, espíritus
severos de Primer Rayo, austeros, guerreros de Luz bien disciplinados, que
deseaban implantar una Nueva Era regida por una mente equilibrada y piadosa en
un cuerpo sano. Nada que ver con las orgías bacantes ni, mucho menos, con el
también popular dios tracio de la guerra, el impulsivo, irreflexivo y
sanguinario Ares o Marte, que era tan bárbaro e incivilizado como la fama de
feroces y brutales que los guerreros tracios tenían. La personalidad básica de
Orfeo, su alma tribal constitutiva, era un espejo de ese conflicto interno de su
país. Como tracio, sentía visceralmente y amaba la desbordada libertad del
subconsciente propia del culto dionisíaco, que se expresaba en la catarsis de
la orgía, la embriaguez y el éxtasis, en cuyos Misterios había sido iniciado
por su padre. Pero, como artista cultivado y educado por su madre, la Musa
Kalíope, que era una Alta Sacerdotisa de Apolo -el censor lógico que guarda
cuidadosamente los umbrales entre el inconsciente y el consciente-, abominaba
del pavoroso Marte y buscaba la manera de atemperar y armonizar aquellos
excesos de los adoradores de Baco, a veces salvajes, con la serenidad
civilizadora del dios solar de los griegos. El predominio del matriarcado en la
mentalidad conservadora del pueblo tracio, a pesar de que en toda la Pelasgia,
y hasta en Troya, estaba en franca desaparición, se basaba en cinco factores
fundamentales que las mujeres de clase, muchas de ellas miembros activos de los
Colegios de Sacerdotisas de cada clan, seguían controlando celosamente: la
amorosa dirección de la comunidad tal como se dirige una gran familia, la
propiedad de la tierra, la educación de sus hijos en su propia tradición, el
conocimiento de las plantas y rituales mágicos que propiciaban el favor de la
Diosa, señora de la vida y de la muerte, de quien todos dependían -lo que hacía
a los hombres temer y respetar la magia femenina-... y el mantenimiento de la
paz, por medio de un firme orden interno y unas excelentes relaciones con las
supremas sacerdotisas de los territorios vecinos. Ya que habían aprendido que
la guerra era nefasta para todas ellas: en la guerra los durísimos hombres
tracios, hijos de Marte, se volvían prepotentes e ingobernables. El poder de la
propia fuerza y el orgullo de la victoria eran drogas enloquecedoras y
verdaderamente adictivas para la sangre caliente de aquellos varones. Sus
instintos primarios de antiguos cazadores nómadas resucitaban y al llegar la
paz resultaba imposible que renunciaran a seguir buscando aventura y gloria en
nuevas conquistas y combates, y que se conformaran con sus tristes y aburridos
papeles de pastores del ganado y ayudantes en las labores agrícolas duras. La
guerra hacía héroes y la paz tenía que envenenarlos. Porque lo típico era que,
después de una guerra, los más destacados guerreros intentaran aunar a su poder
militar el político de dirección de la comunidad. Si no se conseguía
integrarlos como eventuales consortes respetuosos con el poder de la cúpula
femenina, ni eliminarlos discretamente, ni dividirlos por medio de intrigas, de
tal forma que se mataran entre sí, con frecuencia acababan desgajándose de las
tribus y convirtiéndose en partidas de bandoleros que marchaban lejos, en busca
de tribus extranjeras a las que dominar. Por causa de eso, habían surgido
esporádicamente varios reinos patriarcales de origen tracia que, al cabo de
algunos años, en cuanto la prosperidad y la comodidad que conlleva la paz,
ablandaban a aquellos brutos, acababan aceptando la sabia dirección de sus
nuevas esposas, ya que no es lo mismo dirigir un ataque destructivo durante una
temporada, que mantener una verdadera organización social volcada
permanentemente a construir. Les faltaba la magia, la conexión práctica con la
Diosa, con la Madre Tierra, con la realidad cotidiana. El patriarcado, en
partes de Tracia o sus colonias, todavía era una forma de gobierno de tribus
montaraces, incultas y precarias, que tan sólo usando las armas podían
sobrevivir a costa de otros y que estaban condenadas a una existencia insegura,
austera, nómada y efímera, al menos que volvieran al redil. La guerra sólo
conseguía que los hombres creciesen en fanfarrona autosuficiencia, esto es, que
se “desmadrasen”, hablando con propiedad, lo cual podía producir más daños y
cambios que una invasión enemiga. Por causa de eso, las Madres dirigentes
preferían resolver cualquier conflicto externo por medio de negociación o de
asimilación y sólo hacían uso de la fuerza bruta en casos de extrema necesidad,
aunándola siempre a la legitimación por la ley, cuando tenían que aplicarla
para imponer el orden entre sus propios súbditos.
VERSIÓN 2016. ENTREGA 4
9-
LA SOMBRA DE LA LUZ:
Al
poco, lo identifiqué, alma mía: era un olor como de carne podrida. Me asomé por
la borda y no vi el mar o la laguna del Hades, sino una viscosa niebla que
parecía rodear todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como
detenida en él, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándome más, me
pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. De
repente me estremecí de pavor, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y
nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida
a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores
de descomposición. Sentí un agujero en mi vientre, miedo, temor paralizante, y un
terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en mi interior me hizo
aguantar y contenerme. Busqué al barquero infernal, en busca de una
explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; me
encontraba angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y
del horror. Y la luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y
más mortecina. Transcurrió un tiempo interminable en el que yo me sentía como
clavado al banco en la creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en mí
seguía deseando vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso
interno me decía que no debía disolverme y perder mi energía, sino coagularla y
retenerla tal como tú ya sabes, amada, aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarme,
resistir, olvidar los terrores de mi personalidad centrándome en lo eterno de
nuestro Ser, como me habían recomendado el “Hombre del Roble” y Donnon. Al
final, recurrí a las fuerzas de mi arte, musa mía, me dije a mí mismo que todo
aquello eran ilusiones de mi mente dentro del sueño de la muerte que yo mismo
había escogido penetrar y que no podía dejar que me arrastraran al pánico; así
que decidí repoblar mi sombra interna con un mundo de música dedicada a ti, mi
amor, para crear luz, ánimo y disciplina. Sin mirar hacia el horror y haciendo
de tripas corazón, rasgueé mi lira de modo que brotasen de ella las más alegres
escalas de notas, canté para ti canciones infantiles, toqué las danzas de la
molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia,
imaginando el brillo de tu sonrisa, Eurídice, entre los bailarines, seguí por
himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos del orgullo de su
país y de su coraje; me alcé y canté alabanzas a los héroes, di golpes con el pie
sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fui dominando la náusea y el
pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas de mi vientre, por donde
la energía antes escapaba, elevándola al Ser, afirmándome en el poder de mi
amor por ti. Me pareció que mi tenaz entusiasmo hacía intensificarse la luz del
fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía, poco a poco ante mí,
disipando el olor de la putrefacción envolvente. Me pareció que el navío se
movía con suavidad hacia donde yo suponía que estaba el sur, y más se movía
cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba yo. Me vi a mí mismo
construyendo mi camino hacia ti a base de estrofas, tal como en los días
anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras y
estaciones del Laberinto del Fin del Mundo. Me fui sintiendo invadido de valor
y penetrando en la convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es
sino un impulso cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva
de la experiencia sobre un vacío infinito, y que la experiencia es moldeable,
por medio de la voluntad que el ánimo pilota. Mi gana, amada, hizo que la nave
avanzase y avanzase, que el farol brillase ahora como una estrella de esperanza
y que el mar de cuerpos muertos fuese sustituido ante mi vista por aguas
libres, relativamente calmas y amables, sobre las que me deslizaba cada vez más
veloz. La nave cortaba la niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus
costados algo así como un corredor de altos muros de bruma, que el fanal iluminaba
hasta cierta altura. Al compás de mis cantos, aquellos muros o pantallas
fantasmales comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero me vi a mí mismo
como en un gran espejo, navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio
de la noche, de la niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde… pero
después comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas:
Allí estaba yo recorriendo el laberinto conscienciador de Donnon, entrando en
el país de Gal con los guerreros Brigmil, navegando el Gran Verde con el griego
Arron o el fenicio Beleazar. Me fui dando cuenta, alma mía, de que el avance
del navío al compás de mi música me estaba llevando a contemplar mi pasado por
ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: Me vi junto a Hércules en Creta,
o con la pitonisa en Delfos, o enterrando tu cuerpo, ay dolor, en el glaciar,
reviví el momento de tu trágica muerte, tu apagamiento final, luz de mi vida…
Mi tristeza ante aquellas escenas pareció reducir la velocidad de la
navegación, pero volví a insuflar ánimo a la música que tocaba y pude disfrutar
de la visión de mi amada viva, de mí mismo abrazándote con pasión, Eurídice,
cuando nuestro triunfal regreso de la Cólquide, de la solemne entrada en el
templo del monte Lafistio junto a mis compañeros, portando el dorado trofeo
conquistado. Y seguía viendo reflejadas hacia atrás, cada vez más nítidas y
rápidas, escenas intensas y entrañables de mis aventuras con los argonautas,
hasta que llegó el último de nuestros encuentros íntimos, la última de nuestras
noches furtivas de delicias, la última vez que disfruté de tu expresión, oh
amada, en el momento del placer, pocas horas antes de partir a por el Vellocino
de Oro.
10-
VIAJE AL ORIENTE
-Lo
siento mucho, pero la tripulación del “Argo” ya está completa, habéis llegado
muy tarde. Sólo puedo admitir a uno de los dos -dijo Jasón, dirigiéndose a
Hércules y a Orfeo.
-Y es claro que ese uno tendrá que ser
Hércules, Orfeo –añadió Argo el ateniense, que era quien había construido el
barco que llevaba su nombre-. Tú no eres precisamente un guerrero ni un marino,
príncipe tracio, lo digo sin ningún deseo de ofender.
-“De eso nada” -pensó Orfeo-. “He
renunciado a la corona por venir a esta expedición, yo no voy a dejar de ir.”
-Ya sois treinta y dos buenos guerreros o
marinos, Argo, sois suficientes –respondió el tracio con firmeza-. Pero se
comenta que la Cólquide es el País de la Magia y no lleváis ningún mago.
-¿Y tú eres un mago? -preguntó Argo con
escepticismo.
-Yo soy un mago –afirmó Orfeo, llevando
una mano a su lira.
-Ya tenemos un mago, Periclímeno de Pylos,
y varios augures, y un sacerdote del Sol... otro de Atenea, y hasta una
sacerdotisa de Artemis, Atalanta de Calidón... Además, a ti se te conoce como
músico -dijo Argo, con paciencia, queriendo ser amable- y, aunque yo no
entiendo de música, todos dicen que eres bastante bueno, pero ¿qué tiene que
ver la música con la magia?
-¡Todo! –respondió el tracio con su mayor
elocuencia- La música es el dominio de las vibraciones y de sus cambios y todo
está vibrando y compuesto por vibraciones en este mundo: la materia, la mente y
los sentimientos humanos. Mi música es una música mágica con poder de
transformar.-
Argo
iba a seguir discutiendo, pero a Jasón no le gustaba enredarse en temas tan
subjetivos.
-Llega -dijo-. Tendréis que competir ambos
por el puesto delante de toda la tripulación, igual que los demás han tenido
que competir para ser seleccionados. En el “Argo” solo van los mejores de los
mejores. Ganará el que logre lanzar el disco más lejos. ¿Estás de acuerdo,
Hércules?
-Por supuesto -dijo el forzudo con amplia
sonrisa, entendiendo que Jasón había establecido ese tipo de prueba porque
prefería llevarle a él, que luchaba por seis hombres, y no a un músico que se
las daba de mago.
-¿Estás de acuerdo, Orfeo?
-Estoy de acuerdo -respondió él sin
vacilar.
La
bella galera, recién pintada y brillando al sol, se encontraba en el agua y
pronta para partir, pues ya se habían hecho los sacrificios propiciatorios.
Estaba perfectamente equipada y con media tripulación a bordo. La otra media,
Jasón y Argos, permanecían en la playa para ser testigos y jueces de la prueba
de selección entre Hércules y Orfeo. Hércules llegó junto a la orilla, donde la
arena mojada hacía límite con la seca y pidió, con un gesto imperioso, que
despejaran el terreno que tenía enfrente, paralelo a las rompientes. Luego tomó
el disco y se puso en posición.
-¡Hércules! ¡Hércules! -le vitorearon,
tanto desde el mar como desde la tierra, muchos de los Argonautas que admiraban
su planta y su prestigio. Él se concentró y en alta voz pidió con total
confianza el fuego del rayo de Zeus para su brazo. Luego dio una vuelta
impecable alrededor de sí mismo y su potente impulso hizo que el disco
recorriese una distancia que bien hubiera podido ganar cualquiera de las más
importantes competiciones. De nuevo fue vitoreado largamente. Jasón marcó el
lugar, clavando su espada en la arena. El tracio recogió entonces el disco y
fue caminando hasta el espacio de lanzamiento, señalado por una raya en el
suelo, mientras pedía inspiración al alado Hermes. Nadie le animó, salvo la
única mujer que iba en la expedición, Atalanta, la cazadora de las rubias
trenzas, que lo hizo por hacer una gracia, lo que arrancó varias risitas
irónicas.
-“No te podré vencer con la fuerza del
fuego, Hércules”- pensó rápidamente, al tiempo que recibía de su musa un
ramalazo de consciencia-, “tendré que hacer uso del aire”- Orfeo llegó atrás de
la raya, pero en lugar de tomar posición sobre la arena, como había hecho el
coloso, se metió en el mar hasta la rodilla, apuntó y lanzó el disco de tal
manera que cayera en plano sobre el agua, saltara a los pocos metros y volviera
a saltar velozmente varias veces sobre la larga cresta de la ola rompiente,
hasta que finalmente se hundió, habiendo sobrepasado ampliamente la distancia
lograda por Hércules, provocando una exclamación de admirada sorpresa en todos
los asistentes y arrancando a su rival una sincera carcajada de admiración por
su inteligencia. Atalanta aplaudió entonces y Calais y Zetes, hijos de Bóreas,
que eran tracios como él, y muchos más, se sintieron obligados, por justicia, a
sumarse al aplauso. Pero luego estalló la discusión. Unos no estaban de acuerdo
en que se lanzase el disco de una manera tan poco convencional, otros arguían
que no podían prescindir de una ayuda tan importante como la de Hércules en los
posibles combates... Jasón, a quien el centauro Quirón le había dicho que si llevaban
a Orfeo tendrían buena protección contra las sirenas, zanjó enseguida la
discusión:
-¡Embarcan los dos, el guerrero y el mago!
¡Vámonos! ¡Todo el mundo a bordo! Cuando toda la tripulación estuvo embarcada y
en sus puestos, sólo quedaba vacío un lugar para remar en la bancada. Jasón se
lo indicó a Hércules y él se sentó y tomó el remo.
-Ya veré luego lo que tú puedes hacer a
bordo –le dijo a Orfeo-. Por ahora, quédate por aquí y si ves que hace falta
cualquier cosa, ayuda- y se fue a la popa, ante Tifis, el timonel, a dar la
orden de salida:
-¡Remeros! -alzó su mano- ¡Atentos!
¡Preparados! ¡Partimos! -la bajó.
La
partida fue un desbarajuste: los remos entraron en el agua al mismo tiempo,
pero hacían su giro de una manera descompensada. Hércules le daba tanta fuerza
al suyo que la proa siempre vencía en dirección contraria. Jasón mandó una
parada y trató de compensar, poniendo a los remeros más forzudos en batería,
del otro lado del coloso; pero aún así la cosa no iba bien coordinada y el
avance de la nave se veía muy irregular y poco recto. Entonces Orfeo, sin que
nadie le dijera nada, subió al puente, se sentó delante del timonel, cara a la
bancada, y se puso a marcar los tiempos cantando y tocando una conocida canción
de remeros con su lira, con lo que consiguió que todo el mundo se fuera
afinando al ritmo de sus cortas estrofas, que se estableciese, poco a poco, un
orden y una cadencia, y hasta que cantasen alegremente el estribillo al
unísono. Jasón se volvió hacia él, confirmándolo en su puesto de utilidad con
una mirada aprobatoria. Y el “Argo” se deslizó por fin veloz y brillante, que
eso era lo que significaban su nombre y su destino.
11-
ARGONÁUTICA
La
épica expedición de los argonautas ha sido muy bien narrada por muchos grandes
vates y narradores, por lo que no contaremos de ella sino aquello que más tiene
que ver con nuestro protagonista. Algunos ya conocéis lo que escribieron sobre
ella Apolodoro de Rodas, Diodoro Sículo, Robert Graves… y quien no los conozca
puede informarse, si le interesa.
Orfeo,
efectivamente, convirtió su habilidad y su talento musical, además de su atenta
inteligencia, encanto personal, penetración psicológica, equilibrio y simpatía,
en armas mágicas que le permitieron mantener alto el ánimo, el ritmo remero y
el sentimiento de camaradería de sus compañeros, además de acalmar tempestades,
reconciliar enemistades o detener peleas entre los pendencieros argonautas,
conjurar peligros, distraer al enemigo, realizar labores diplomáticas,
conseguir prestigio para su grupo y captar muchos admiradores y aliados,
humanos y divinos. Algunos comentaron que la intervención de Orfeo hizo que
todos se libraran del fascinio de las mortales sirenas, pues el bardo consiguió
que su música fuese mejor atendida que la de ellas por sus compañeros... Pero,
con certeza, su actuación más importante se dio a la hora de superar el
obstáculo del terrible dragón que custodiaba el Vellocino de Oro, como luego
veremos. …En cuanto al gran Hércules, frustró bastante las grandes expectativas
que Jasón y sus compañeros sentían respecto a él. Bebedor y glotón empedernido,
precipitado y excesivo siempre, perdía los estribos o abusaba de su fuerza con
demasiada frecuencia, provocando verdaderos problemas de convivencia en el
“Argo” a causa de su peligrosa pesadez y prepotencia; a pesar de que, desde el
principio, había llegado, incluso, a ser propuesto, por un grupo numeroso de
guerreros, para sustituir al joven Jasón en el mando. Afortunadamente, tras sus
momentos de euforia y precipitación, el coloso recapacitaba y se arrepentía de
sus errores y hasta tenía nobleza sobrada para tratar de compensarlos. De
manera que prefirió aconsejar a sus partidarios que confirmasen a Jasón,
promotor de la empresa, ya que él no se sentía suficientemente señor de sí
mismo como para aceptar la responsabilidad de dirigirla personalmente. Por otra
parte, los muchos días de navegación hicieron que se estableciesen todo tipo de
relaciones entre los nautas y cuando un bello efebo que Hércules traía como
paje, escapó o fue raptado en un desembarque, el coloso, que tenía una visceral
relación de amor posesivo hacia él, abandonó la expedición para buscarlo por
todo el país de los Misios... y el Argos, al pasar el tiempo sin que regresara,
tuvo que seguir viaje, abandonándolo a su suerte. A pesar de todos esos
contratiempos, los treinta y tantos argonautas consiguieron llegar a la
Cólquide, enterrar a Frixo decentemente, arrebatar el Vellocino al poderoso rey
del país por medio de estratagemas y sobrevivir a la enconada persecución de
una docena de sus galeras de guerra. Tras dos años de vagar por el mar, de isla
en isla, lograron regresar triunfalmente y con pocas bajas a Ptía, donde Jasón
intentó recuperar con violencia el trono de su padre, aunque cedió sus derechos
a su primo Acasto en cuanto su esposa, Medea, fue confirmada como heredera de
un reino mucho más rico, el de Éfyra, que ahora se llama Corinto.
12-
TRIUNFO DE ORFEO
Tracia
recibió con toda pompa a su héroe argonauta y las familias nobles le hicieron
contar su aventura muchas veces, disputándose el honor de tenerle como invitado
por unos días en sus palacios. Orfeo declamaba su relato en prosa o verso,
acompañándose con su lira y, al final, como trofeo de guerra y prueba de su
hazaña, mostraba a sus conciudadanos una cesta con tapa de la que salía,
contorsionándose, una pequeña y delgada cobra, cuando tocaba la flauta sentado
frente a ella. Al dulcificar el ritmo, la serpiente crecía y se convertía en
una bella mujer de larga y ondulada cabellera rojiza, ojos cautivadores y busto
perfecto, que seguía teniendo cuerpo de reptil de la cintura para abajo y que
danzaba vibrando, sin casi moverse del lugar, con sensuales y muy elegantes
movimientos de sus bien torneados brazos, ornados con brazaletes de cascabeles
de oro, mientras mecía su cola al compás de la música. Entonces Orfeo le daba
una mayor intensidad a la música y la maga Llilith se volvía del color del
fuego y se convertía en el grande, repugnante y pavoroso dragón que había
guardado el Vellocino de Oro, comenzando a arrojar hacia el techo tremendas
llamaradas por la boca, para gran espanto y maravilla de los asistentes. Cuando
más aterrados se encontraban, el bardo dulcificaba de nuevo su sonido y la
bestia volvía a ser una atractiva mujer-reptil, que se inclinaba reverente y
besaba con amor los pies de su amo. Por fin, Orfeo regresaba al ritmo del
inicio y ella se transformaba en una pequeña cobra, entraba en la cesta con una
última inclinación hacia su encantador y se enroscaba en ella plácidamente,
hasta que le cerraban la tapa. Todos se quedaban después aplaudiendo
entusiasmados el extraordinario dominio de las vibraciones que había alcanzado
el músico. -No se trata tanto de dominar las vibraciones –explicaba él-, sino
de dominar la atención de los demás, de captarla de tal manera que se
sorprendan y se olviden por un momento de sus preocupaciones, planes e
intereses personales, de que bajen la guardia un instante y se abran, vamos...
Y ese era el arte de esta maga, Suma Sacerdotisa de Hécate en la capital de la
Cólquide, y fue por eso que le encomendaron la defensa del mayor tótem de su
patria, la piel del Carnero Sagrado, un antiguo símbolo de la raza Aria y un
recordatorio de cómo La Gran Diosa Triple de los descendientes de los
Caucasianos del Sur, había burlado a los griegos en Ptía. …Primero se aparecía
danzando sin música, en forma de mujer-serpiente, a quienes lograban entrar en
el bosque sagrado donde estaba colgado el Vellocino de Oro. Ellos se quedaban
fascinados por su belleza y abrían su atención. En ese momento se hacía ver
como dragón espantoso que arrojaba llamas por la boca y los invasores se veían
obligados a abandonar el bosque corriendo, para caer en manos de los guardias,
que no eran toros salvajes sino duros guerreros del Clan del Toro. Algunos
intrusos anteriores hasta murieron o se desvanecieron allí mismo de terror,
aunque sólo se trataba de una ilusión hipnótica.-
-¿Y
cómo lograste capturarla? -preguntaban sus admiradores. -Afortunadamente, la
maga Medea, también sacerdotisa de Hécate, hija del rey Aetes de la Cólquide y
hermana menor de Llilith, se enamoró de Jasón, el jefe de nuestra expedición, y
su ciega y baja pasión por él le llevó a traicionar a su padre y a todo su
linaje. Fue ella quien nos ayudó a penetrar en el bosque sagrado, quien engañó
a los guardianes para que pudiésemos eliminarlos por sorpresa y quien nos
enseñó cómo podríamos neutralizar a su hermana. Así, en cuanto apareció en su
forma más atrayente y comenzó a danzar para nosotros, yo me esforcé en no mirar
hacia sus ojos ni en ser captado por la sensualidad de su cuerpo, sino en
concentrar toda mi atención, exclusivamente, en los movimientos de su danza
silenciosa, hasta que pude descubrir sobre qué tipo de ritmo interno ella
danzaba. Inmediatamente, me acompasé a él con mi flauta durante un momento y lo
fui elevando de tono hasta que, de improviso, lo cambié. Ese fue el instante en
que ella se quedó sorprendida y perdió la concentración y el control de su
farsa. Dejó de intentar prender nuestra atención y se abrió a la mía. Justo en
ese momento de apertura, detrás de mí y mientras yo tocaba, su hermana Medea le
transmitió, por medio de un conjuro, la misma pasión por mí que ella había
desarrollado por Jasón; así que cuando, siguiendo sus indicaciones, la llamé
por su nombre, vino hasta mí totalmente fascinada. Y cuando le ordené que se
convirtiera en una cobra pequeña y que entrara en mi cesta, lo hizo y cerré la
tapa. …Desde entonces es mi rendida esclava, nada tengo que temer de ella,
porque me ama con locura, y sólo he de tocar la misma música que entonces, para
que realice todas las transformaciones que habéis visto, siempre bajo mi atento
control... Dominio de la atención, amigos míos. Esa fue la clave que nos
permitió apoderarnos del Vellocino de Oro –terminó el bardo.
Orfeo
se convirtió así, siendo tan joven todavía, en una gloria nacional, y bebió a
tragos largos de la embriagadora droga de la fama, del halago y de la alabanza
popular. Todas las comarcas de la gran Tracia y muchos reinos vecinos habían
enviado invitaciones y regalos para convidarlo a que actuara ante ellos,
contara la historia de los argonautas y mostrara la increíble mujer-dragón
soltando llamas. La boda con Eurídice, largamente ansiada por ambos, había sido
concertada por las familias y se preparaba mientras tanto con gran júbilo. Para
cumplir con el protocolo, Orfeo tuvo que renunciar a verla hasta el día en que le fuese
oficialmente entregada por su madre.
Pero
la maga-serpiente encantada, que estaba desesperadamente enamorada de su
carcelero y rabiosa a morir de celos por la novia de Orfeo, intentó impedir la
boda a toda costa. Para ello, fingió redoblar su sumisión al máximo, hasta que
él quedó tan convencido de que estaba totalmente dominada, que a veces le
permitía circular con libertad por su casa o tomar el sol en su jardín, tapiado
con muros, siempre en su forma de cobra. Cuando venía una visita o cuando caía
la noche, le bastaba con tocar la flauta y la cobra venía a inclinarse a sus
pies, desde donde fuera que estuviese, y se enroscaba en la cesta en cuanto se
lo mandaban. Así fue como una tarde, cuando tomaba el sol enroscada sobre el
muro, vio venir por el camino a un hombre tan apuesto que lo que quedaba en
ella de mujer se conmovió. Aunque no lo conocía de nada, luego de apreciar
positivamente su estampa, la maga-serpiente fraguó de inmediato el plan de
servirse del encanto de sus hermosas formas viriles para intentar seducir a la
novia de Orfeo, con la intención de apartarla de su amado. Hizo sonar su
siniestro silbo de cobra y él volvió inmediatamente su mirada hacia el muro,
donde se encontró con la concentración total de Llilith, que lo hipnotizó y que
cargó su imaginación telepáticamente, por unos minutos, con una serie de
imágenes elaboradas por ella, que lo dejaron muy condicionado. Luego bajó del
muro hacia el jardín. Cuando el hombre despertó del hechizo, su mente no
recordaba el trance, pero estaba dominada por una obsesión: encontrar en el
llamado Bosque de las Ninfas a Eurídice y enamorarla y hacerla suya para
siempre.
VERSIÓN 2016. ENTREGA 5
12-
EL ÁRBOL AMIGO
Durante
la larga ausencia de su amado, Eurídice continuaba sintiéndose con total
libertad para ayudar en la organización y asistir a las ceremonias de las
orgías sagradas de primavera, donde las Sacerdotisas-Ninfas invocaban la
potencia fertilizadora de la Gran Madre para las tierras del país, aunque, a la
hora en que las jóvenes Dríades elegían a sus fecundadores entre la fila de
varones expectantes, para unirse luego ritualmente con ellos sobre el surco del
arado o bajo la sombra de los frutales, ella ponía todos sus pensamientos en
Orfeo y se retiraba discretamente a su árbol preferido. Porque igual que hacían
las Ninfas Hamadríades de las leyendas, ella había escogido como amigo a uno de
los árboles. Era un haya colosal muy cercana a la cascada, que tenía una gruesa
rama baja y curva a la altura de su pecho, a la que era fácil subirse.
Dejándose acunar por el gran árbol en aquel regazo suyo que se parecía a los
brazos de un padre, contemplaba como caían, sonoras, las aguas, desde la
montaña a la laguna. Y hablaba mentalmente o en voz alta con el Deva que lo
animaba de todo lo divino y lo humano, especialmente durante aquel tiempo que
su corazón sintió como el más largo y lento de su vida, el año que pasó Orfeo
en su aventura junto a los griegos en la Cólquide, y los otro dos, sentidos
como siglos, de todas las vueltas que ellos tuvieron que dar para escapar a la
venganza de los colquídeos, que los persiguieron en naves de guerra por varios
mares. Eurídice hablaba con su árbol amigo como si el alma-grupo de las hayas
fuese un dios bondadoso que podía proteger a su amado, estuviese donde
estuviera, ya fuese navegando en las aguas del Mar Egeo o del Negro, o
enfrentándose al peligro en los confines orientales del mundo. Durante aquel
tiempo que parecía no pasar, el árbol fue confidente de sus sentimientos -eso
era lo que mejor captaban los devas- y su consuelo; cuando estaba triste o
melancólica se dejaba dormir en su rama, arrullada por el fragor de la cascada.
Se levantaba después sintiéndose recargada de la bien conocida energía dévica y
de esperanza y no dejaba nunca de darle un largo abrazo al grueso tronco, antes
de despedirse. Desde niñas, las Dríades habían sido instruidas por las
Sacerdotisas-Ninfas en el conocimiento, comprensión, colaboración, comunicación
y hasta identificación de sus propias almas con las almas-grupo o consciencias
dévicas que animaban al mundo vegetal, del cual las que animaban los grandes
árboles eran consideradas las más evolutivamente avanzadas, entre las
manifestaciones de la Humanidad Intermedia en el mundo de la forma vegetal.
Eran verdaderas antenas que captaban las mejores energías do Cosmos para
transmitirlas al planeta Tierra y a todos sus habitantes. Las Ninfas decían
que, de acuerdo con la Ley Cósmica del Amor en este universo hecho de Pura
Consciencia Activa, vehiculada en formas en transformación, las consciencias de
mayor desarrollo deben cuidar de las que tienen menos, si ellas quieren, a su
vez, ser ayudadas a ascender a escalones evolutivos superiores por los
espíritus sutiles que ya consiguieron acceder a ellos. “- El Cosmos se
manifiesta en dimensiones que se contienen unas en otras, como las capas de una
cebolla. Tal como los seres sutiles elementales cuidan de cada ngrupo de
plantas, así entidades de consciencia mayor dirigen y cuidan en grupo a cada
especie, incluída nuestra especie humana. –instruía la Alta Sacerdotisa a sus
discípulas- Jamáis estaréis solas si os comunicais entre vosotras queridas, si
os comunicais con vuestro universo humano, ya bien lo sabeis. Igualmente, tened
certeza de que si invocais al resto del Universo que sois, ya al Macro o al
Micro, el Universo responde”. “Al igual que sentís en vuestro interior un
espíritu puro (esto es, sin personalidad ni libre albedrío) que es el Yo
Superior o la Voz de la Consciencia que siempre aconseja a cada persona
encarnada, también, en vuestro Yo Superior nacional o racial, hay un Guardián
que vela por la preservación del arquetipo de cada nación, así como de
facilitar la realización de la misión que cada pueblo tiene en el Plan
Evolutivo para este mundo”.-
”-
No somos los individuos aislados, separados y débiles que aparentamos, cada una
de nosotras pertenece, al mismo tiempo, a una constelación invisible de
espíritus relacionados de todo nivel y al Gran y Único Ser que nos engloba a
todos y que nos anima”.- “-Hay niveles de Espíritos Puros en nuestro
Macrouniverso dotados de consciencias más próximas a la de la Fuente Original,
porque fueron Sus primeras Extensiones, los Seres Afines al Ser Total, -
aquellos que nosotros, tracios, y los griegos llamamos los Kabiri o Kabiros y
las antiguas leyendas caucasianas los Manús, los cuales conforman la más alta
jerarquia de nuestra constelación, acompañados fraternalmente, en Diez Niveles
más, por todas aquellas mónadas que
vivieron en el pasado en el Reino Humano de la Superficie da Terra y que ya lo
transcendieron. Nuestras antepasadas los llamaban los “Jardineros del Universo”,
“-Tal como nosotras cuidamos a plena consciencia del desarrollo armónico de los
árboles de nuestro parque, esos poderosos espíritus de los Manús se ocupan de
cultivar cada una de las razas y subrazas monádicas en las que se van
encarnando as almas humanas antes de manifestarse en cuerpos de mujeres y
hombres”. “Hemos sido amorosamente cuidadas por nuestros Hermanos Mayores desde
el principio de este Ciclo de la Creación, cuando nuestras monádicas unidades
de consciencia fueron emanadas de la Consciencia única Original, para que
pudiese expandirse, desarrollarse, vivirse y conocerse a Sí Misma en el espejo
se las vivencias múltiples de Sus Extensiones en todos Sus planos de
manifestación”. “Antes de que nuestras mónadas eternas animasen nuestras
actuales almas humanas, ellas ya habían pasado mucho antes por evoluciones en
almas-grupo, revestidas de cuerpos elementales, luego minerales, luego
vegetales, luego animales, luego
animales individualizados, luego almas humanas sin Espíritu y finalmente
almas con suficiente evolución para encarnar una Mónada. Hasta ese momento, los
Devas de la Naturaleza nos dirigían, cuidaban y ayudaban, preservando el modelo
arquetípico de nuestra semilla evolutiva y facilitando en grupo la misión de
cada especie o subespecie animal, vegetal o mineral.-”
Ayudada
por su sabia madre y por sus otras Maestras-Ninfas, Eurídice había conseguido
desenvolver desde niña un alto grado de comunicación intuitiva con varias de
aquellas entidades almas-grupo, muy especialmente con las que animaban a las
hayas, robles, pinos, cedros, chopos, cipreses y castaños. También se entendía
muy bien con los Devas de los laureles, olivos, higueras, almendros, manzanos,
perales e cerezos, y con los de todo tipo de cañas y bambús. Su grupo de
compañeras Dríades, las “Jardineras del Bosque Sagrado”, replantaban y regaban,
además, por toda parte, rosas e iris silvestres de todos los colores y formas,
a las cuales llamaban “las joyas de la Diosa”. “-Es claro que los Devas no
hablan usando palabras y frases de lengua alguna, porque no poseen un cuerpo
físico ni mental semejante al de los humanos desarrollados. Ellos son pura
sensibilidad y sus vibraciones resuenan en el interior de aquellas de nosotras
que tienen, también, una buena sensibilidad y, sobre todo, que se hacen una con
ellos, mostrando un verdadero amor activo, contemplativo, constructivo y
siempre reverente por la Naturaleza, que es el cuerpo físico de la Gran Diosa
dentro de la cual vivimos y tenemos nuestro ser”. “-Cuando tú no habías nacido
aún, pero estabas comenzando a ser gestada en mi vientre –contaba su madre- yo
ya tenía una enorme comunicación contigo, a través de mi amor por tí, o sea, a
través de la Diosa, que es la Luz Inmaterial Viva que dio forma y sostiene a
todas las aparentes unidades de existencia material, para que cada una de ellas
sirva con afecto al conjunto, tal como las innumerables olas sirven a la
conformación y movimiento de la superficie del Océano Único”. “Yo cantaba
bajito cuantas canciones conocía para tí, porque la vibración del verbo amoroso
es la que más penetra e influye positivamente en todas las dimensiones. Eso es
lo que se llama orar, amar comunicándose. Es de esta misma manera reverente,
devota, orante y concentrada que tú puedes comunicarte con cada emanación de la
Gran Madre que anima cualquier planta, cualquier ser, con la lluvia, con las
piedras, porque por atrás de cuanto existe hay siempre un aspecto de la Madre
Divina que te responde si tú La invocas… Te responde dentro de tí y no afuera,
es claro, porque también es Ella quien conforma tu Mónada y quien creó la forma
que la vehicula en este plano.”-
De
todos los vegetales del Bosque Sagrado fue con El Árbol Amigo con quien
Eurídice más había aplicado todas las enseñanzas de sus maestras. Sentía una
enorme compenetración con él, que incluía a todo el amplio ámbito natural en el
que le rodeaba. El árbol ganó su mayor abrazo cuando ella vino corriendo una
tarde, después de haber recibido a un mensajero de Ptía, que le contó que los
Argonautas habían conseguido retornar con el Vellocino de Oro y con Orfeo vivo,
entero y lleno de gloria. Él mandaba decir que la seguía amando más que nunca y
que solicitaría a sus padres, por medio del mismo heraldo, y también a la madre
de ella, si Eurídice concordaba, que les permitiesen casarse al modo griego, en
cuanto él regresase a Tracia.
13- EL SÁTIRO
Aquella
otra tarde era también de pura alegría. Eurídice estaba celebrando con sus
compañeras de grupo su despedida de soltera y su salida de la Fraternidad de
las Dríades, para casarse al modo griego. Aunque su madre, la Alta Sacerdotisa
de la Diosa, por mucho que la quisiese, no podía en absoluto mostrarse de
acuerdo con aquella concesión a los rituales patriarcales de los Olímpicos y
por eso había declinado su presencia, las compañeras de Eurídice hicieron fiesta
en el bosque, comieron juntas sobre la hierba y danzaron en coro como
chiquillas. Una de las chicas hizo la broma de qué pena que ya no hubiera más
sátiros en los bosques, hijos de Pan, el Dios de la Tierra, como en los tiempos
mitológicos, para ser perseguidas por ellos como lo eran las ninfas de las
leyendas. -¡Yo seré el sátiro!- gritó una de las mozas, la más traviesa,
agarrando un palo y poniéndoselo entre las piernas, como un falo enhiesto,
mientras fingía abalanzarse sobre otra de sus compañeras. -¡No, no, yo también
soy un sátiro! ¡Aparta! –gritó ella, y esquivándola, tomó otra rama, se la puso
por delante y corrió, amenazando a la primera por detrás. Las muchachas se
morían de risa asistiendo a la pugna de ambos falsos sátiros, pero al cabo, uno
de ellos le dijo al otro: -¡Compadre! ¡Mira ahí todas esas ninfas! Y el otro
respondió: -¡A por ellas! Y todo el grupo se dispersó por entre los árboles del
bosque riendo a carcajadas, gritando y jugando el divertido juego de “La Caza
de la Ninfa”. Eurídice, desde su escondite, vio venir corriendo a una de las
sátiras, que sujetaba su palo con la misma ferocidad marcial con que cargaría
un hóplita en la batalla. Se echó atrás y la dejó pasar. Oyó más adelante un
grito, otro de la sátira y los correteos de ambas, alejándose alegremente. De
repente, sintió una presencia a sus espaldas y se volvió. Pero no era la
segunda sátira, como creía, sino un bello galán muy bien vestido, al que
conocía casi desde la infancia, un amigo. Era el apicultor Aristeo, un joven
guapo, brillante, de excelente cuna y muy ingenioso, famoso por haber
desarrollado un método que permitía un eficaz cultivo doméstico de las abejas
en panales artificiales, a fin de extraerles su néctar a voluntad. También se
le conocía como “el rey de los cazadores”, no sólo por su maestría en la caza
de ciervos, gacelas y jabalíes por los montes vecinos, sino porque comentaban
las chicas que era hijo de Apolo y que, con su apostura y galantería había
conseguido los favores de varias mujeres de alta clase. Nadie sabía si los
chismorreos decían la verdad, pero tal fama hacía que algunas otras aspirasen a
concedérselos en cuanto se pusiera a tiro. Él la miraba a distancia, entre la
sombra del bosque, con una sonrisa encantadora, que realzaba aún más la belleza
de sus ojos color miel. -¡Aristeo! -dijo en un susurro devolviéndole la sonrisa
y sinceramente contenta de verle- ¿Qué haces aquí, loco? ¿Cómo entras en un
bosque sagrado sin pedir permiso? Te pueden despedazar las ninfas -y avanzó
confiadamente hacia él para recibir su saludo. -Necesitaba verte -respondió él,
inclinándose, sin dejar de sonreír, con aquella voz tan bella como su rostro-.
Vámonos un poco más adentro del bosque para hablar, Eurídice; si me ven tus
compañeras se va a armar un escándalo.- -¿Pero tiene que ser ahora? -respondió
Eurídice- ¿No puedes venir por la tarde al templo, con la gente que trae las
ofrendas? -Ésto no puede esperar, Eurídice, vamos ahora, vamos -la tomó con
osadía por la mano, como cuando eran niños, y fueron apartándose juntos de
donde se oían las voces de sus compañeras y acercándose al rincón de la
cascada, rodeado de hayas. Allí Aristeo se detuvo. -¡Que belleza de lugar,
Eurídice! Ven –dijo-, súbete a esta piedra un momento -y la hizo colocarse en
un lugar en el que la joven parecía una estatua sobre un pedestal, con la
cascada derramándose detrás de ella, quedando a un lado los riscos, y al otro
el bosque milenario. Aristeo retrocedió unos pasos y fingió que la pintaba
sobre el aire, con un pincel imaginario. -Si yo fuese un artista te pintaría
ahora mismo, Eurídice…pero como, infortunadamente, no lo soy, sólo puedo
decirte que mis ojos te están viendo tan linda como si fueses la Diosa de las
Cascadas.- Ella se quedó encantada y se inclinó hacia él en una divertida reverencia
cortesana. -Lindo eres tú, príncipe azul ¡Miel para tu boca! ¿...Pero para
decirme eso me has hecho venir hasta aquí?- Él le dio la mano para ayudarla a
bajar de la piedra con un pase gentil, que parecía de danza, pero no la soltó,
sino que la retuvo cerca y le dijo: -No, Eurídice, para lo que vine es para
decirte que no puedo dejar de pensar en ti.- Seguía con la misma sonrisa en su
agraciado rostro, él sí que parecía un dios, ella pensó que bromeaba. -No es
una broma -adivinó él-. Te quiero. Estoy loco por ti.- -¿Pero cómo? -ella
estaba muy halagada, se volvió alegre cascada, aunque no podía creérselo-...
Nos conocemos hace años y jamás me dijiste nada...- -No me atreví -respondió
él-. Me parecías demasiado buena para mí, Diosa de las Cascadas. Te miraba y te
miraba. Y no dejé de pensar en ti ni de día ni de noche durante todos esos
años, pero no me atrevía a decírtelo.- -¿Por qué no? -Porque se me rompería el
corazón si me rechazaras, Eurídice, porque me moriría o me mataría después.-
-“¿Quién te podría rechazar en una Fiesta de las Colmenas?”- pensó ella; y le
acarició el rostro, conmovida. Mas en su mente estaba Orfeo. -¡Pero yo estoy
comprometida ahora! -le dijo- ¡Estoy a punto de casarme con Orfeo! -No puedes
-dijo él suavemente, mirándola con segura dulzura. -¿Por qué no puedo?
–respondió ella, extrañada. -Porque tú también me amas, Eurídice, porque somos
los dos para los dos.- -Yo amo a Orfeo... -comenzó a decir, pero él la cortó.
-Mírame un instante bien adentro, en silencio, y luego pregúntate otra vez a
quien tú amas.- Ella lo hizo, y lo que encontró en los ojos de Aristeo fue
sincero amor, sincera amistad, sincera admiración y sincero y sano deseo
masculino por ella. Lo abrazó. -¡Amigo, amigo, amigo querido! -dijo con pena.
Lo besó tiernamente en la mejilla, mantuvo su cabeza pegada a su hombro un
rato, gozando de su viril vibración, de su nobleza. Luego se apartó un poco y
siguió tomada de su mano y mirándolo sin saber como consolarlo...¡Los hombres
eran tan frágiles! -Quisiera poder desdoblarme en dos para darte una parte de
mí y otra a Orfeo –dijo con su mayor bondad-. Pero ya no puedo -sonrió
tristemente, e hizo un gesto con los hombros como para animarlo a sonreír
también-. Dejo la Fraternidad y me caso al modo griego. Monogamia, Aristeo.
Nunca más seré la Diosa de las Cascadas.- -Date toda a mí solo, Eurídice
-insistió él con una confianza aplastante en sí mismo. Y avanzó, lento, pero
imparable, hacia su rostro, con los párpados semicerrados, con aquellos labios
maravillosos buscando su boca para el beso. Ella se sintió desfallecer, él la
estaba besando en la boca y luego en el cuello, y sus brazos la rodeaban y ella
también puso los brazos alrededor del cuello de él, sintiendo que todo su
cuerpo empezaba a abrírsele, tal como una flor a una abeja... aunque, en el
último momento, antes de dejarse ir, volvió a su mente la imagen más amada de
Orfeo. -¡Pero no! -intentó soltarse- ¡No! -dijo con más firmeza cuando él
pretendió seguir. Él no hizo caso de sus súplicas, continuaba besándola en el
cuello con pasión y sus manos intentaban excitarla. Se desprendió, dio un paso
atrás y dijo muy seria: -¡Ya no puede ser! ¡Tenías que haber dicho algo
bastante antes! ¡Ni siquiera te presentaste en la Fiesta de las Colmenas,
cuando podíamos elegir entre los hombres-abeja! ¡Ahora ya amo a otro y lo amo
totalmente!... Lo siento mucho, Aristeo.- Él la miraba con una intensidad que
quemaba, pero en su expresión no había la menor tristeza, había seguridad, una
seguridad indomable de que la iba a conseguir. Sonrió. Eurídice se sintió
vacilar ante tanta seguridad. Estaba muy hermoso y muy terrible sonriendo así.
Sintió su poder sobre ella, tuvo miedo. -Me voy -dijo-. Adiós, amigo...- Mas él
avanzó y la atrajo hacia sí con suavidad, como creyendo que ella bromeaba, la
abrazó sin besarla y se estuvo muy quieto, y a ella le entró la ternura y lo
abrazó también, pensando que había sido todo muy bonito. Ojalá que pudiesen
despedirse como buenos amigos que, en verdad, se querían. Pero él ya intentaba
de nuevo fascinarla con su mirada melosa, ya le buscaba la boca otra vez y ella
decidió que eso se tenía que terminar. -¡Para, Aristeo! -dijo con fuerza-. Me
voy, ahora sí que me voy.- No la dejó desprenderse, insistió, insistió, y esta
vez con determinación avasalladora. Se sintió forzada, violentada, quiso
desprenderse y retroceder, pero la mantenía presa. Notó la virilidad de él
apretando su vientre bajo la ropa y no era algo agradable ni excitante, sino
agresivo, duro, obsceno, indigno de ser soportado por una Dríade. Se cerró
tanto como antes se había abierto. Conminó, suplicó, intentó hablar con él, con
el amigo gentil, con el caballero, con el hombre. Pero él ya no escuchaba, no
servía de nada hablar, ni gritar, ni agitarse, ni intentar arañarle ni
morderle. Ya no había allí amigo, ni caballero, ni hombre, sólo una compulsión
ciega buscando su propia culminación, una voluntad inconsciente de penetrar y
poseer, un animal en celo lanzado adelante, a tumba abierta. Eurídice se vio de
pronto acorralada contra un árbol, apretada por el vientre de aquel hombre
convertido en una bestia, que la agarraba fuertemente con una mano, mientras
intentaba arrancarle las ropas con la otra... mas no era aquél un árbol
cualquiera, era Su Árbol, el haya milenaria con cuyo Deva tanto se había comunicado,
el gran árbol que tanta energía de amor había recibido de ella y que tanto amor
y fuerza podía devolver. Se sintió, primero, protegida, después, poderosa. De
un potente codazo en plena cara echó hacia atrás a Aristeo. Inmediatamente se
le arrojó encima, dándole un brutal rodillazo en la entrepierna que le hizo
caer cabeza abajo, revolviéndose de dolor. Cuando lo vio en el suelo le largó
otra patada con toda su fuerza en el mismo lugar, que le dolió tanto que se
cortó por completo su voluntad y con ella, el hechizo que la dominaba. En la
segunda caída Aristeo quedó inconsciente. Eurídice echó a correr, aunque, a
cierta distancia, se volvió y se lo quedó mirando en pie, dispuesta a seguir
corriendo. Pero el hombre estaba bien inmóvil. Se preguntó si no lo habría
matado. Agarró una piedra, la levantó, amenazante, se le fue aproximando con
total cautela, la acercó a su cabeza, dispuesta a golpearle si reaccionaba y se
inclinó sobre su pecho. Oyó su corazón, respiraba. Se quedó más tranquila. Bajó
la piedra sin descuidar la guardia; apartó de la cara de su agresor con la otra
mano los cabellos que la cubrían y se quedó mirando un momento el rostro de
Aristeo, que seguía siendo bello y sensual. Su labio inferior estaba amoratado
por su primer codazo y soltaba un hilillo de sangre. Lo limpió con saliva y lo
acarició con pena. Luego se puso en pie, siempre con la piedra a punto, fue
hacia su árbol y lo tocó un momento, agradecida. Cuando se alejó bastante soltó
por fin la piedra, compuso un poco sus ropas medio desgarradas y se dirigió a
buen paso hacia donde pensaba que estarían sus compañeras; aunque lo que más
estaba deseando, en realidad, era meterse desnuda bajo del agua de la cascada,
lavarse y purificarse totalmente de todas las fuerzas oscuras que habían
quedado prendidas en ella. Cuando regresó al poco, con todas las Dríades
armadas de instrumentos de labranza, hachas y cuerdas, para atarlo y darle su
merecido, Aristeo había desaparecido y por mucha búsqueda que hicieron, ya no
lo encontraron. -¡Iremos a por él a su casa!- gritó una. -¡Si se ha escapado,
la quemaremos, para que aprenda! -gritó otra. -¡Quemaremos también sus colmenas
de abejas, eso será lo que más le va a doler! -propuso una tercera, furibunda.
Pero Eurídice, que ya se había tranquilizado, contuvo y acalmó la furia de su
grupo y, con muchas razones, les pidió que no hiciesen nada antes de la boda ni
se lo contaran a nadie y mucho menos a Orfeo. Ya que contárselo, dijo, sólo iba
a provocar que se viera en la obligación de desafiar a Aristeo y que su
inmediata boda se tuviera que aplazar o se amargara por un lance de sangre en
el que su amado pudiese correr peligro. Después de mucha discusión, consiguió
que se avinieran a un pacto de silencio; pero las más exaltadas dijeron que a
secreto agravio, secreta venganza, y que, cuando hubieran pasado dos o tres
semanas después de la boda, no iba a quedar sino humo de la famosa granja
apícola del descarado violador que se había atrevido a profanar un bosque de
Sacedotisas-Ninfas.
VERSIÓN 2016. ENTREGA 6
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