quarta-feira, 27 de novembro de 2019

6- EL AIRE:


6- EL AIRE:

El Bosque Sagrado de las Ninfas era, para Eurídice, la representación de aquella Tracia profunda y matriarcal, en su aspecto más puramente femenino y espiritual. A pesar de eso, había sido en su recinto externo que conociera a Orfeo hacía cuatro años, cuando llegó la ocasión para que las doncellas Dríades de su ciclo ofrendaran su virginidad a la Diosa, durante la Fiesta de la Siembra. Como las Dríades pertenecían al clan de las mujeres-árbol, la costumbre matriarcal dictaminaba que el clan de los centauros, es decir, los hombres de la hermandad tribal que tenía al potro salvaje como tótem, fuesen cada año admitidos a gozar ritualmente de las jóvenes aspirantes al grado de Ninfas, sobre los surcos del arado abiertos por ellos en los campos de la Diosa, para propiciar que todos los tracios tuviesen abundancia en cosechas de cereales. Las mujeres de la Fraternidad escogían fecundadores entre otros clanes diferentes cuando se trataba de festivales de fertilización de otro tipo, tal como la de los frutales (hombres-cabra o sátiros) o la de la miel (hombres-abeja). Únicamente el clan de los hombres-árbol les estaba absolutamente vedado, ya que sus componentes eran considerados hermanos suyos. En la Fiesta de la Siembra, como en las demás, las muchachas-árbol eran libres de elegir a sus hombres-caballo preferidos, por medio de una ceremonia de presentación, tras el arado de los campos, en la que cada uno de ellos mostraba sus encantos y habilidades. Si a dos dríades les gustaba el mismo galán, se desafiaban a una carrera o a cualquier otro tipo de prueba y la ganadora se lo llevaba al surco o al huerto. La mayor parte de los candidatos se exhibieron realizando competiciones atléticas, mas, cuando Orfeo, que no tenía una musculatura demasiado sobresaliente, tocó su lira y cantó a las ninfas, Eurídice quedó prendada del joven príncipe como si todo su canto fuese sólo para ella y lo eligió, rodeando su cuello con una guirnalda de flores y sonriéndole invitadora. Una hora después, sudorosa y excitada tras la persecución ritual entre los bosques, dejó que tumbara y desnudara su cuerpo núbil sobre un solitario campo labrado. Orfeo, aunque jadeante, la fue besando y la cubrió de caricias sin demostrar ninguna prisa ni ansia, degustando cada recoveco de su piel a medida que iba, poco a poco, despojándola de sus ropas. Sólo cuando percibió que la muchacha se volvía néctar de pura excitación, se asomó a su puerta íntima con tanta lentitud y consideración, que el dolor inicial de ella acabó convirtiéndose en el placer convulsivo de lanzarse por sí misma al encuentro de su masculinidad, cada vez con mayor fuerza y mayor gana. Él iba conteniendo o soltando con firme delicadeza, encauzando la dirección y el ritmo de su cintura con sus manos, tal como si estuviese manejando un instrumento musical y, con la mayor suavidad, la fue colocando en tal posición que ambos acabaron quedando frente a frente, mirada con mirada, lo cual era un atrevimiento muy grande para un varón. En ese momento, redujo su ritmo, lo convirtió en series armónicas y alternas de movimientos fuertes o suaves y se dedicó a besarla y acariciarla, cantando su nombre en los más dulces o fogosos tonos de una ondulante escala ascendiente. Entonces Eurídice le abrió también su corazón, alcanzó el clímax y se dejó ir toda, como río que se precipita desde la alta cascada, liberando un prolongado y bronco gemido mientras se desvanecía en el deleitoso retorno al vacío primordial. Cuando despertó de su éxtasis se dio cuenta de que el joven que yacía a su lado todavía no se había derramado, ya que continuaba sintiéndolo entero dentro de ella. A pesar de eso, él había tenido la extraordinaria gentileza de detener completamente sus embates durante un buen rato, para dejarla gozar con total concentración de su placer y de su posterior disolución y descanso. Cuando percibió que lo estaba mirando, paseó su dedo húmedo por los labios turgentes de Eurídice y acarició su cara y los lóbulos de sus orejas, sonriendo. Ese juego la hizo sonreír a su vez, la sacó de la modorra y la llevó a excitarse de nuevo. Abrazándolo y besándolo llena de agradecimiento, se dispuso a hacer lo posible para sumergir a Orfeo en una catarata de gozo tan liberadora como la que ella acababa de conocer. Trató de irse colocando a caballo sobre él para llevar la iniciativa, como le habían explicado las Madres Sacerdotisas que era la posición y la actitud más digna para una adulta del sexo dominante, y esta vez fue ella la que recurrió a las caricias y a los ritmos alternos, deseando intensamente dirigirlo a que alcanzaran un nuevo éxtasis al mismo tiempo. Sin embargo, aún en aquella posición, Orfeo se las arregló, sujetando sus caderas o usando del poderoso encanto de sus palabras, para contener o animar sus movimientos en el momento adecuado, autoregulando su propia excitación por medio de la respiración, para alargar el tiempo de placer y para disfrutarlo sin permitirse llegar al clímax. Al cabo, Eurídice gimió y volvió a disolverse plenamente en el vacío, sobre el pecho de Orfeo. Al volver en sí, el muchacho estaba a su lado, mirándola con dulzura, mientras la acariciaba, rozándola apenas con las yemas de los dedos, tal como tocaba las cuerdas de su lira. Pero su virilidad seguía impávida y disponible. Eurídice se sintió mal.
     -¿Por qué no te has dejado derramar en mí? -demandó-. ¿Es que no te gustó que yo te escogiese?
     -Ninguna mujer de todas las que haya visto hasta ahora me gusta más que tú -respondió él-. Creo que te esperé toda mi vida, o incluso antes.- Eurídice se inquietó aún más, también sentía que conocía a aquel hombre desde antes de nacer. Pero recordó de pronto que era una Dríade y que aquello no era un asunto personal, sino sagrado: estaba allí para ser fecundada.
     -¿Tienes algún problema sexual?
     -No tengo ninguno –dijo él-. No me derramo porque no quiero. Aprendí del Maestro de mi clan en Ptía, el centauro Quirón, el arte de controlar con mi voluntad los impulsos instintivos, regulando el aire que inspiro y expiro. Mi placer mayor es sentir tu placer todas las veces que quieras y puedas sentirlo, mujer maravillosa.
     -Pero no estamos aquí por el placer de los sentidos -le reprochó ella-. No me interesa el placer por el placer, si no derramas tu semilla, no podremos engendrar un hijo para la Diosa.
     -¿... Para que, si sale varón, sea sacrificado y despedazado y sirva de abono a estos mismos campos de labor? Yo no quiero esa suerte para mi hijo.
     -Tu hijo no, el mío –respondió ella muy seria-. Tú no haces más que pasarlo bien durante un rato, yo lo gestaría y lo daría a luz con dolor.
     -No me importa como lo hagamos. Seguiría siendo mi hijo, además de tuyo. Tú no creerás que las mujeres sean fecundadas por el viento -dijo Orfeo con firmeza.
     -Ya lo sé, pero tú tienes potencia de sobra para engendrar varios hijos diariamente –arguyó ahora Eurídice con mucha paciencia, entendiendo que se había encontrado con un machito rebelde-. Yo sólo puedo crear uno al año, que es una parte entrañable de mí misma, que me acompaña desde dentro durante nueve meses y al que le tomo un gran cariño. Y aún así lo sacrifico con amor, si fuese un varón, tal como Dionisio fue sacrificado y devorado, para que surgiera de él lo mejor que hay en la especie humana ¿... Te parece mal ofrendar un solo hijo a la Diosa Madre de todas las vidas, para que podamos gozar de una buena cosecha?
     -Todos vamos a regresar, tarde o temprano, al vientre de la Diosa para morir y renacer... ¿Qué interés puede tener ella en privar tan temprano de sus vivencias a un pobre niño?
     -La Diosa Madre aprecia siempre nuestro sacrificio incondicional, ve lo que somos capaces de hacer por complacerla, y nos lo paga con alimento abundante, para que la vida siga.
     -¿Qué clase de madre sería esa si fuese necesario complacerla con el sacrificio, el dolor y la muerte de sus hijos varones? ¿Cómo se puede comprar la vida de un pueblo con la muerte de un inocente?... Además, el sacrificio principal no es el del dolor de los convencidos padres, sino el de la propia vida de un pequeño ser humano que no puede decidir por sí mismo su destino.
     -Tú no puedes entenderlo, solo eres un simple hombre, perdona que te lo diga, ésto siempre se hizo así…no pretenderás saber más que las Sacerdotisas.
     -Cuando se dice que así se hizo siempre, es que algo debe estar equivocado, todo lo que es sano cambia, se transforma.
     -Por favor, cállate ya esa boca y no lo estropees más –Eurídice estaba irritada- estás diciendo típicas bobadas masculinas.
     -Creo que las personas hacen a los dioses a su imagen y semejanza –insistió él- y no al revés, y que las personas que diseñaron y mantienen esa imagen devoradora para la Diosa de la Vida, pertenecen a un tipo de mentalidad que se ha quedado tan fosilizada como las armas y los instrumentos de piedra.- Eurídice ya no lo quiso escuchar más. Se apartó de él y empezó a cubrir de nuevo su cuerpo, ofendida, avergonzada y temerosa por haber provocado con sus corteses consideraciones a un miembro del sexo inferior unas contestaciones tan irreverentes hacia la Gran Diosa... Pero también sentía una incontenible frustración y rabia.
     -¡Hombre impío! –gritó, con ganas de abofetearlo- Si esa es la opinión que tienes de la religión de tu país, tú, un príncipe real ¿Por qué participas en un acto religioso y sagrado? ¿Sólo por el placer de profanarlo?
     -Participé porque participabas tú, Eurídice –dijo él apasionadamente, sin perder la dulzura de su voz-. Hace un año que te vi en una ceremonia externa del Templo de las Ninfas. Desde entonces te he seguido, escondido, cada vez que podía. Te he espiado, he soñado contigo cada noche, he compuesto música pensando en ti, deseándote... Eurídice, que ya se iba, se detuvo sorprendida, escuchándolo. Él se arrodilló a sus pies y los tocó.
     -...Y me presenté a esta selección con la loca esperanza de que reconocieses en mi música los sentimientos que tú misma generaste en mí... y los has reconocido, sin duda, por eso me has elegido entre tanto musculoso. Gracias, gracias, gracias a Nuestra Señora la Diosa por el feliz, maravilloso día que he vivido hoy. Perdóname si al final te he ofendido sin querer. Yo te amo, Eurídice.- Ella se encontró, sin saber cómo, otra vez desnuda y abrazada a él, ganada por sus sentimientos, fundiendo íntimamente su feminidad con su hombría sobre la tierra fértil que esperaba ser fecundada. Y de nuevo alcanzó la cima y conoció un placer altísimo entre gemidos, un placer que llenaba todos los huecos de su cuerpo, de su emocionalidad y de su mente, un placer que todo lo disolvía y unificaba. Pero tampoco esta vez Orfeo quiso derramar su semilla.


7- LA TIERRA:

El Bosque de las Ninfas era la más bella selva que había entre los escarpados cañones de los ríos que cruzaban los Montes Rhodope. Las Ninfas Dríades y Hamadríades eran figuras mitológicas de las más primitivas y animistas creencias de los ancestros arios, que representaban a la Humanidad Intermedia entre los Seres Autoconscientes de Superficie y los intraterrenos, esto es, a los devas, genios, duendes o espíritus elementales de la naturaleza, encargados del desarrollo evolutivo de los árboles. Dríade es una palabra que, como Druida, viene de Dru, que significa Roble, el más sabio Espíritu-Grupal de los árboles, para los primitivos europeos. Con el tiempo, acabó declarándose sagrado aquel bosque, ya que era cuna de hasta siete nacientes que brotaban de un río subterráneo. Como Tracia era todavía un matriarcado, pues los nuevos dioses olímpicos apenas estarían comenzando a infiltrarse más tarde, por influencia griega y por conveniencia política de la dinastía real imperante, se levantó dentro de una de sus grutas un pequeño Templo a la Gran Madre con un rústico tímpano de dos columnas, de cuyo interior brotaba la más sana y curativa de las fuentes por tres chorros y se fundó en él una Fraternidad de las Dríades, dirigida por un Consejo de Sacerdotisas, para que se ocupasen de la preservación y cuidado de la selva sagrada y de la rica fauna y flora autóctona del macizo del Rhodope, de los manantiales y cascadas, de su fertilidad y de su belleza natural, base constructiva y centro equilibrador de la malla etérica central del reino, para deleite del espíritu de las generaciones presentes y futuras. Cuando Orfeo se enroló en la expedición de los Argonautas, de la que no se sabía si iba a volver, Eurídice, hija de la Alta Sacerdotisa-Ninfa y, por tanto, iniciada como miembro de la Fraternidad desde su nacimiento, se integró cada vez más en ella, como una forma de mantenerse ocupada y de consolarse de su nostalgia. Su compromiso personal suponía responsabilizarse del cuidado, limpieza y mantenimiento de una extensa área del bosque de hayas, donde había una bella cascada que se derramaba en cabellera desde bastante altura y muchos árboles de los que se decía que tenían más de mil años de edad y que eran verdaderos testigos vivientes de toda la historia del país. Realizaba ese trabajo en compañía de siete de sus compañeras, que vivían en comunidad en una casa campesina cercana al templo.

Durante varias generaciones, la Fraternidad había convertido una amplia área natural en un parque maravilloso, dividiendo artificialmente los arroyos en múltiples canales, con los que se formaron muchas cascadas, estanques y lagunas donde se criaban, se seleccionaban y se mejoraban truchas y salmones para los ríos de Tracia. El espíritu de las Dríades consistía en hacerlo todo de tal manera que siguiese pareciendo una obra espontánea de la naturaleza. Se trataba de lograr que los seres humanos interactuasen con la Humanidad Intermedia del bosque en la mayor armonía, dando atención reverente y colaborando con los Espíritus de los Elementos  y con la Jerarquía Dévica, creadora y mantenedora de formas evolutivas para las Almas-Grupo del Mundo Vegetal (evolución, segùn contaban las abuelas, paralela a la de los Humanos de Superficie en una dimensión más sutil y en un ejemplo impecable de pureza, donación y entrega, siendo que las Mentes-Grupo de algunas especies de árboles habían alcanzado una evolución consciencial superior a la de la mayoría de las Mentes-Grupo de las especies animales no domesticadas... y las de las Hayas, concretamente, incluso superior a las de la mitad de los humanos, en cuyas almas, apenas centradas en el físico, el emocional incontrolado y el mental egoico, todavía no había desarrollo suficiente para que pudiese encarnarse un Espíritu Inmortal). Dríades y Devas colaboraban en construir juntos pequeños paraísos sobre la tierra a la medida de ambos reinos, lo que se consideraba la más sagrada de las obras de arte.
     -Se entra en el mundo de los Devas –había explicado la madre de Eurídice- concentrándose en un estado de contemplación amorosa y sentida de la Naturaleza, hasta sentir que el sentimiento emitido te viene de vuelta y te llena, especialmente cada mañana que despiertas y ves que una nueva y bella flor silvestre orna tu jardín. Los Devas no se preocupan por lo que tú digas y casi ni por lo que hagas, pero ellos, igual que los animales, captan muy bien lo que tú eres y, si eres amor, te responden de la misma forma.-
Había una parte del parque que era pública y otra, la más próxima a las fuentes, sólo accesible para las fráteres, quienes vivían su trabajo como una perfecta escuela de desarrollo evolutivo, a través del servicio abnegado, la fusión espiritual con las energías más puras de la Naturaleza, (que era lo mismo que fundirse con el aspecto externo o manifestado de la Gran Madre), el cultivo consciente de la armonía comunitaria, el mejoramiento continuo de los nuevos linajes de sacerdotisas desde la cuna, y la concentración en vivir la identificación la propia Mónada (que era el reflejo interno, permanente y cósmico de la Diosa), para llegar a convertirse en dignos canales Suyos y de la Jerarquía de Espíritus Ayudadores, así como limpias y vacías transmisoras de Sus dádivas y su poder de cura para el resto del mundo. Aquella dedicación a los recursos naturales de la región incluía preservar la pureza de las aguas, cuidar los árboles, mantener impecablemente limpios los senderos forestales que conducían a espacios de gran belleza natural, embellecerlos aún más, sembrando especies diversas de plantas floridas por toda parte, regar durante la estación seca, mejorar los arquetipos de las semillas y mudas autóctonas, aclimatar especies foráneas compatibles, pesquisar remedios contra las plagas y enfermedades de los vegetales… así como realizar diversos tratamientos curativos con cataplasmas vegetales, infusiones e hidroterapia en los ciclos astrológicamente propícios. Todos aquellos trabajos se ofertaban con la misma devoción que las oraciones y mantras y no eran mal compensados, ya que los campesinos circundantes les colaboraban y las mantenían con sus diezmos y ofrendas a los espíritus de la Flora y las Aguas.
Cada año, además, en las épocas de siembra o de plantío, labores agrícolas duras que requerían del esfuerzo físico de centenares de voluntarios varones, normalmente dedicados a otras actividades, se celebraban festivales orgiásticos al final del trabajo colectivo, en los que las Dríades en edad reproductora escogían parejas entre las hermandades de hombres-cabra, hombres-centauros, hombres-abeja, hombres-toro, lobo, león y otros tótems animales diferenciadores de cada clan de la tribu, para copular sacralmente con ellos sobre los surcos de los sembrados o los hoyos de los plantíos abiertos por los varones, a fin de propiciar la fertilidad general del país. Ésto era una gozosa y conveniente práctica cooperativa que venía funcionando bien en la cultura caucasiana pre-pelasga desde hacía milenios, algo que había comenzado en eras más antiguas, entre los Turanianos de las estepas, como una necesidad, y que se fue convirtiendo en venerable rito religioso usufructuado y aceptado también por los invasores Arios, cuando conquistaron el país, aunque actualmente los más puritanos repudiaban aquellas costumbres, a las que reputaban de lúbricas y ultrapasadas.
Terminada la siembra de campos y cuerpos, los colaboradores masculinos se retiraban sin soñar, siquiera, en seguir manteniendo relaciones con las mujeres consagradas, y el Bosque continuaba siendo un espacio exclusivamente femenino. Los bebés nacidos de aquel ritual eran considerados hijos de la Gran Diosa, Las niñas serían educadas como Sus futuras sacerdotisas y los niños, sacrificados a Ella antes de cumplir un año, degollados y despedazados, como lo había sido el dios Dionisio Zagreo, de manera que sus pedazos pudieran abonar los distintos campos de labor, servir sus éteres de Tercera Densidad  como alimento a los Guías de la Cuarta Densidad y propiciar que Éstos ayudasen a desarrollar unas buenas cosechas para el país entero, así como protección contra plagas y catástrofes. De esta manera se había configurado el necesario y heróico sacrificio del hombre por la comunidad, pues, a medida que la población fue creciendo, la caza vino a menos y las horas de trabajo de los varones se tuvieron que triplicar para guardar, atender y defender el ganado y el territorio, o para realizar las labores agrícolas que mayor esfuerzo físico requerían. Habiendo engendrado un máximo de tres descendientes féminas, cada sacerdotisa renunciaba solemnemente, mediante sagrado voto de castidad, a seguir teniendo relaciones sexuales (que se consideraban animales, aunque todavía necesarias para prolongar la raza), y se concentraban exclusivamente en el control, cultivo y elevación de la propia percepción y la de de sus hijas.


8- EL GUARDIÁN DEL UMBRAL:

Tracia, amplio país muy poblado, coronado de montañas peñascosas cubiertas de robles y barridas por el viento del norte, se encontraba a caballo entre los dos mundos, aparentemente antagónicos, de los descendientes de los cimerios caucasianos del sur y del norte; lunares y matriarcales los primeros y solares y patriarcales los segundos. Los tracios del este tenían como vecinos, al otro lado del estrecho de Dárdano o Helesponto, a sus primos lunares, los habitantes de la amurallada Troya, con los que compartían el Mar de Mármara, el Bósforo y el Mar Negro occidental, mientras que al sur se asomaban al azul Egeo. Los tracios del suroeste tenían frontera, también, con otros primos solares, los macedonios eolios, vecinos y primos, a su vez, de los griegos minias de Tesalia, de quienes se decía que habían domado a los primeros caballos. En la Tesalia meridional se encontraba Ptía o Ftía, o la Pfiótide, tierra ya bien patriarcalizada, donde Peleo de Egina reinaba sobre los famosos guerreros mirmidones.
En la patria de Orfeo, donde había una aristocracia refinada y progresista en fuerte contraste con una masa popular bastante retrasada, el conflicto entre los géneros estaba todavía comenzando: A nivel de iniciados y gente culta, triunfaban recientemente las elevadas doctrinas de Apolo Hiperbóreo, dios del sol y de la iluminación. Su culto, propiciado por la realeza, (aunque el rey no era un griego, sino un pelasgo helenizado), había ido sustituyendo al más antiguo del héroe caucasiano Prometeo (quien, según las leyendas, al igual que el sumerio Enki, había proporcionado mente pensante y uso de razón a la nueva raza humana, cultivada y mejorada con magia reproductiva, a partir de cuerpos animales, con el fin de que sirviesen como esclavos de los Hijos del Cielo descendidos a la Tierra. Tanto Enki como Prometeo representaban al benefactor que hizo pasar a los automáticos homínidos esclavos al actual estado humano, el más sensible a las dimensiones periféricas del Ser Divino en eterna expansión,  gracias a que Prometeo osó robar para ellos el fuego del intelecto a los dioses titánicos, por lo que fue castigado)... Por su parte, el pueblo tracio -las gentes comunes de los fértiles valles, nada intelectuales y sumamente apegadas a sus viejos hábitos y tradiciones,- sólo deseaba seguir con sus típicas celebraciones emocionales y extáticas de la Era Anterior a Prometeo, en sentido homenaje a la Antigua Gran Diosa Lunar y a su hijo Dionisio, otro supuesto padre de la especie humana a través de su sacrificio, aunque estos cultos, que trataban de recuperarm la espontaneidad animalizada de los homínidos, se hacían cada vez más desenfrenados, brutales y orgiásticos, lo cual producía una permanente fricción de las hordas de adoradoras de Baco con los sacerdotes olímpicos, espíritus severos de Primer Rayo, austeros, guerreros de Luz bien disciplinados, que deseaban implantar una Nueva Era regida por una mente equilibrada y piadosa en un cuerpo sano. Nada que ver con las orgías bacantes ni, mucho menos, con el también popular dios tracio de la guerra, el impulsivo, irreflexivo y sanguinario Ares o Marte, que era tan bárbaro e incivilizado como la fama de feroces y brutales que los guerreros tracios tenían. La personalidad básica de Orfeo, su alma tribal constitutiva, era un espejo de ese conflicto interno de su país. Como tracio, sentía visceralmente y amaba la desbordada libertad del subconsciente propia del culto dionisíaco, que se expresaba en la catarsis de la orgía, la embriaguez y el éxtasis, en cuyos Misterios había sido iniciado por su padre. Pero, como artista cultivado y educado por su madre, la Musa Kalíope, que era una Alta Sacerdotisa de Apolo -el censor lógico que guarda cuidadosamente los umbrales entre el inconsciente y el consciente-, abominaba del pavoroso Marte y buscaba la manera de atemperar y armonizar aquellos excesos de los adoradores de Baco, a veces salvajes, con la serenidad civilizadora del dios solar de los griegos. El predominio del matriarcado en la mentalidad conservadora del pueblo tracio, a pesar de que en toda la Pelasgia, y hasta en Troya, estaba en franca desaparición, se basaba en cinco factores fundamentales que las mujeres de clase, muchas de ellas miembros activos de los Colegios de Sacerdotisas de cada clan, seguían controlando celosamente: la amorosa dirección de la comunidad tal como se dirige una gran familia, la propiedad de la tierra, la educación de sus hijos en su propia tradición, el conocimiento de las plantas y rituales mágicos que propiciaban el favor de la Diosa, señora de la vida y de la muerte, de quien todos dependían -lo que hacía a los hombres temer y respetar la magia femenina-... y el mantenimiento de la paz, por medio de un firme orden interno y unas excelentes relaciones con las supremas sacerdotisas de los territorios vecinos. Ya que habían aprendido que la guerra era nefasta para todas ellas: en la guerra los durísimos hombres tracios, hijos de Marte, se volvían prepotentes e ingobernables. El poder de la propia fuerza y el orgullo de la victoria eran drogas enloquecedoras y verdaderamente adictivas para la sangre caliente de aquellos varones. Sus instintos primarios de antiguos cazadores nómadas resucitaban y al llegar la paz resultaba imposible que renunciaran a seguir buscando aventura y gloria en nuevas conquistas y combates, y que se conformaran con sus tristes y aburridos papeles de pastores del ganado y ayudantes en las labores agrícolas duras. La guerra hacía héroes y la paz tenía que envenenarlos. Porque lo típico era que, después de una guerra, los más destacados guerreros intentaran aunar a su poder militar el político de dirección de la comunidad. Si no se conseguía integrarlos como eventuales consortes respetuosos con el poder de la cúpula femenina, ni eliminarlos discretamente, ni dividirlos por medio de intrigas, de tal forma que se mataran entre sí, con frecuencia acababan desgajándose de las tribus y convirtiéndose en partidas de bandoleros que marchaban lejos, en busca de tribus extranjeras a las que dominar. Por causa de eso, habían surgido esporádicamente varios reinos patriarcales de origen tracia que, al cabo de algunos años, en cuanto la prosperidad y la comodidad que conlleva la paz, ablandaban a aquellos brutos, acababan aceptando la sabia dirección de sus nuevas esposas, ya que no es lo mismo dirigir un ataque destructivo durante una temporada, que mantener una verdadera organización social volcada permanentemente a construir. Les faltaba la magia, la conexión práctica con la Diosa, con la Madre Tierra, con la realidad cotidiana. El patriarcado, en partes de Tracia o sus colonias, todavía era una forma de gobierno de tribus montaraces, incultas y precarias, que tan sólo usando las armas podían sobrevivir a costa de otros y que estaban condenadas a una existencia insegura, austera, nómada y efímera, al menos que volvieran al redil. La guerra sólo conseguía que los hombres creciesen en fanfarrona autosuficiencia, esto es, que se “desmadrasen”, hablando con propiedad, lo cual podía producir más daños y cambios que una invasión enemiga. Por causa de eso, las Madres dirigentes preferían resolver cualquier conflicto externo por medio de negociación o de asimilación y sólo hacían uso de la fuerza bruta en casos de extrema necesidad, aunándola siempre a la legitimación por la ley, cuando tenían que aplicarla para imponer el orden entre sus propios súbditos.


VERSIÓN 2016. ENTREGA 4


9- LA SOMBRA DE LA LUZ:

Al poco, lo identifiqué, alma mía: era un olor como de carne podrida. Me asomé por la borda y no vi el mar o la laguna del Hades, sino una viscosa niebla que parecía rodear todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en él, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándome más, me pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. De repente me estremecí de pavor, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores de descomposición. Sentí un agujero en mi vientre, miedo, temor paralizante, y un terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en mi interior me hizo aguantar y contenerme. Busqué al barquero infernal, en busca de una explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; me encontraba angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror. Y la luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más mortecina. Transcurrió un tiempo interminable en el que yo me sentía como clavado al banco en la creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en mí seguía deseando vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso interno me decía que no debía disolverme y perder mi energía, sino coagularla y retenerla tal como tú ya sabes, amada, aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarme, resistir, olvidar los terrores de mi personalidad centrándome en lo eterno de nuestro Ser, como me habían recomendado el “Hombre del Roble” y Donnon. Al final, recurrí a las fuerzas de mi arte, musa mía, me dije a mí mismo que todo aquello eran ilusiones de mi mente dentro del sueño de la muerte que yo mismo había escogido penetrar y que no podía dejar que me arrastraran al pánico; así que decidí repoblar mi sombra interna con un mundo de música dedicada a ti, mi amor, para crear luz, ánimo y disciplina. Sin mirar hacia el horror y haciendo de tripas corazón, rasgueé mi lira de modo que brotasen de ella las más alegres escalas de notas, canté para ti canciones infantiles, toqué las danzas de la molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia, imaginando el brillo de tu sonrisa, Eurídice, entre los bailarines, seguí por himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos del orgullo de su país y de su coraje; me alcé y canté alabanzas a los héroes, di golpes con el pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fui dominando la náusea y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas de mi vientre, por donde la energía antes escapaba, elevándola al Ser, afirmándome en el poder de mi amor por ti. Me pareció que mi tenaz entusiasmo hacía intensificarse la luz del fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía, poco a poco ante mí, disipando el olor de la putrefacción envolvente. Me pareció que el navío se movía con suavidad hacia donde yo suponía que estaba el sur, y más se movía cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba yo. Me vi a mí mismo construyendo mi camino hacia ti a base de estrofas, tal como en los días anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras y estaciones del Laberinto del Fin del Mundo. Me fui sintiendo invadido de valor y penetrando en la convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es sino un impulso cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva de la experiencia sobre un vacío infinito, y que la experiencia es moldeable, por medio de la voluntad que el ánimo pilota. Mi gana, amada, hizo que la nave avanzase y avanzase, que el farol brillase ahora como una estrella de esperanza y que el mar de cuerpos muertos fuese sustituido ante mi vista por aguas libres, relativamente calmas y amables, sobre las que me deslizaba cada vez más veloz. La nave cortaba la niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus costados algo así como un corredor de altos muros de bruma, que el fanal iluminaba hasta cierta altura. Al compás de mis cantos, aquellos muros o pantallas fantasmales comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero me vi a mí mismo como en un gran espejo, navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio de la noche, de la niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde… pero después comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas: Allí estaba yo recorriendo el laberinto conscienciador de Donnon, entrando en el país de Gal con los guerreros Brigmil, navegando el Gran Verde con el griego Arron o el fenicio Beleazar. Me fui dando cuenta, alma mía, de que el avance del navío al compás de mi música me estaba llevando a contemplar mi pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: Me vi junto a Hércules en Creta, o con la pitonisa en Delfos, o enterrando tu cuerpo, ay dolor, en el glaciar, reviví el momento de tu trágica muerte, tu apagamiento final, luz de mi vida… Mi tristeza ante aquellas escenas pareció reducir la velocidad de la navegación, pero volví a insuflar ánimo a la música que tocaba y pude disfrutar de la visión de mi amada viva, de mí mismo abrazándote con pasión, Eurídice, cuando nuestro triunfal regreso de la Cólquide, de la solemne entrada en el templo del monte Lafistio junto a mis compañeros, portando el dorado trofeo conquistado. Y seguía viendo reflejadas hacia atrás, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de mis aventuras con los argonautas, hasta que llegó el último de nuestros encuentros íntimos, la última de nuestras noches furtivas de delicias, la última vez que disfruté de tu expresión, oh amada, en el momento del placer, pocas horas antes de partir a por el Vellocino de Oro.


10- VIAJE AL ORIENTE

-Lo siento mucho, pero la tripulación del “Argo” ya está completa, habéis llegado muy tarde. Sólo puedo admitir a uno de los dos -dijo Jasón, dirigiéndose a Hércules y a Orfeo.
     -Y es claro que ese uno tendrá que ser Hércules, Orfeo –añadió Argo el ateniense, que era quien había construido el barco que llevaba su nombre-. Tú no eres precisamente un guerrero ni un marino, príncipe tracio, lo digo sin ningún deseo de ofender.
     -“De eso nada” -pensó Orfeo-. “He renunciado a la corona por venir a esta expedición, yo no voy a dejar de ir.”
     -Ya sois treinta y dos buenos guerreros o marinos, Argo, sois suficientes –respondió el tracio con firmeza-. Pero se comenta que la Cólquide es el País de la Magia y no lleváis ningún mago.
     -¿Y tú eres un mago? -preguntó Argo con escepticismo.
     -Yo soy un mago –afirmó Orfeo, llevando una mano a su lira.
     -Ya tenemos un mago, Periclímeno de Pylos, y varios augures, y un sacerdote del Sol... otro de Atenea, y hasta una sacerdotisa de Artemis, Atalanta de Calidón... Además, a ti se te conoce como músico -dijo Argo, con paciencia, queriendo ser amable- y, aunque yo no entiendo de música, todos dicen que eres bastante bueno, pero ¿qué tiene que ver la música con la magia?
     -¡Todo! –respondió el tracio con su mayor elocuencia- La música es el dominio de las vibraciones y de sus cambios y todo está vibrando y compuesto por vibraciones en este mundo: la materia, la mente y los sentimientos humanos. Mi música es una música mágica con poder de transformar.-
Argo iba a seguir discutiendo, pero a Jasón no le gustaba enredarse en temas tan subjetivos.
     -Llega -dijo-. Tendréis que competir ambos por el puesto delante de toda la tripulación, igual que los demás han tenido que competir para ser seleccionados. En el “Argo” solo van los mejores de los mejores. Ganará el que logre lanzar el disco más lejos. ¿Estás de acuerdo, Hércules?
     -Por supuesto -dijo el forzudo con amplia sonrisa, entendiendo que Jasón había establecido ese tipo de prueba porque prefería llevarle a él, que luchaba por seis hombres, y no a un músico que se las daba de mago.
     -¿Estás de acuerdo, Orfeo?
     -Estoy de acuerdo -respondió él sin vacilar.

La bella galera, recién pintada y brillando al sol, se encontraba en el agua y pronta para partir, pues ya se habían hecho los sacrificios propiciatorios. Estaba perfectamente equipada y con media tripulación a bordo. La otra media, Jasón y Argos, permanecían en la playa para ser testigos y jueces de la prueba de selección entre Hércules y Orfeo. Hércules llegó junto a la orilla, donde la arena mojada hacía límite con la seca y pidió, con un gesto imperioso, que despejaran el terreno que tenía enfrente, paralelo a las rompientes. Luego tomó el disco y se puso en posición.
     -¡Hércules! ¡Hércules! -le vitorearon, tanto desde el mar como desde la tierra, muchos de los Argonautas que admiraban su planta y su prestigio. Él se concentró y en alta voz pidió con total confianza el fuego del rayo de Zeus para su brazo. Luego dio una vuelta impecable alrededor de sí mismo y su potente impulso hizo que el disco recorriese una distancia que bien hubiera podido ganar cualquiera de las más importantes competiciones. De nuevo fue vitoreado largamente. Jasón marcó el lugar, clavando su espada en la arena. El tracio recogió entonces el disco y fue caminando hasta el espacio de lanzamiento, señalado por una raya en el suelo, mientras pedía inspiración al alado Hermes. Nadie le animó, salvo la única mujer que iba en la expedición, Atalanta, la cazadora de las rubias trenzas, que lo hizo por hacer una gracia, lo que arrancó varias risitas irónicas.
     -“No te podré vencer con la fuerza del fuego, Hércules”- pensó rápidamente, al tiempo que recibía de su musa un ramalazo de consciencia-, “tendré que hacer uso del aire”- Orfeo llegó atrás de la raya, pero en lugar de tomar posición sobre la arena, como había hecho el coloso, se metió en el mar hasta la rodilla, apuntó y lanzó el disco de tal manera que cayera en plano sobre el agua, saltara a los pocos metros y volviera a saltar velozmente varias veces sobre la larga cresta de la ola rompiente, hasta que finalmente se hundió, habiendo sobrepasado ampliamente la distancia lograda por Hércules, provocando una exclamación de admirada sorpresa en todos los asistentes y arrancando a su rival una sincera carcajada de admiración por su inteligencia. Atalanta aplaudió entonces y Calais y Zetes, hijos de Bóreas, que eran tracios como él, y muchos más, se sintieron obligados, por justicia, a sumarse al aplauso. Pero luego estalló la discusión. Unos no estaban de acuerdo en que se lanzase el disco de una manera tan poco convencional, otros arguían que no podían prescindir de una ayuda tan importante como la de Hércules en los posibles combates... Jasón, a quien el centauro Quirón le había dicho que si llevaban a Orfeo tendrían buena protección contra las sirenas, zanjó enseguida la discusión:
     -¡Embarcan los dos, el guerrero y el mago! ¡Vámonos! ¡Todo el mundo a bordo! Cuando toda la tripulación estuvo embarcada y en sus puestos, sólo quedaba vacío un lugar para remar en la bancada. Jasón se lo indicó a Hércules y él se sentó y tomó el remo.
     -Ya veré luego lo que tú puedes hacer a bordo –le dijo a Orfeo-. Por ahora, quédate por aquí y si ves que hace falta cualquier cosa, ayuda- y se fue a la popa, ante Tifis, el timonel, a dar la orden de salida:
     -¡Remeros! -alzó su mano- ¡Atentos! ¡Preparados! ¡Partimos! -la bajó.

La partida fue un desbarajuste: los remos entraron en el agua al mismo tiempo, pero hacían su giro de una manera descompensada. Hércules le daba tanta fuerza al suyo que la proa siempre vencía en dirección contraria. Jasón mandó una parada y trató de compensar, poniendo a los remeros más forzudos en batería, del otro lado del coloso; pero aún así la cosa no iba bien coordinada y el avance de la nave se veía muy irregular y poco recto. Entonces Orfeo, sin que nadie le dijera nada, subió al puente, se sentó delante del timonel, cara a la bancada, y se puso a marcar los tiempos cantando y tocando una conocida canción de remeros con su lira, con lo que consiguió que todo el mundo se fuera afinando al ritmo de sus cortas estrofas, que se estableciese, poco a poco, un orden y una cadencia, y hasta que cantasen alegremente el estribillo al unísono. Jasón se volvió hacia él, confirmándolo en su puesto de utilidad con una mirada aprobatoria. Y el “Argo” se deslizó por fin veloz y brillante, que eso era lo que significaban su nombre y su destino.



11- ARGONÁUTICA

La épica expedición de los argonautas ha sido muy bien narrada por muchos grandes vates y narradores, por lo que no contaremos de ella sino aquello que más tiene que ver con nuestro protagonista. Algunos ya conocéis lo que escribieron sobre ella Apolodoro de Rodas, Diodoro Sículo, Robert Graves… y quien no los conozca puede informarse, si le interesa.


Orfeo, efectivamente, convirtió su habilidad y su talento musical, además de su atenta inteligencia, encanto personal, penetración psicológica, equilibrio y simpatía, en armas mágicas que le permitieron mantener alto el ánimo, el ritmo remero y el sentimiento de camaradería de sus compañeros, además de acalmar tempestades, reconciliar enemistades o detener peleas entre los pendencieros argonautas, conjurar peligros, distraer al enemigo, realizar labores diplomáticas, conseguir prestigio para su grupo y captar muchos admiradores y aliados, humanos y divinos. Algunos comentaron que la intervención de Orfeo hizo que todos se libraran del fascinio de las mortales sirenas, pues el bardo consiguió que su música fuese mejor atendida que la de ellas por sus compañeros... Pero, con certeza, su actuación más importante se dio a la hora de superar el obstáculo del terrible dragón que custodiaba el Vellocino de Oro, como luego veremos. …En cuanto al gran Hércules, frustró bastante las grandes expectativas que Jasón y sus compañeros sentían respecto a él. Bebedor y glotón empedernido, precipitado y excesivo siempre, perdía los estribos o abusaba de su fuerza con demasiada frecuencia, provocando verdaderos problemas de convivencia en el “Argo” a causa de su peligrosa pesadez y prepotencia; a pesar de que, desde el principio, había llegado, incluso, a ser propuesto, por un grupo numeroso de guerreros, para sustituir al joven Jasón en el mando. Afortunadamente, tras sus momentos de euforia y precipitación, el coloso recapacitaba y se arrepentía de sus errores y hasta tenía nobleza sobrada para tratar de compensarlos. De manera que prefirió aconsejar a sus partidarios que confirmasen a Jasón, promotor de la empresa, ya que él no se sentía suficientemente señor de sí mismo como para aceptar la responsabilidad de dirigirla personalmente. Por otra parte, los muchos días de navegación hicieron que se estableciesen todo tipo de relaciones entre los nautas y cuando un bello efebo que Hércules traía como paje, escapó o fue raptado en un desembarque, el coloso, que tenía una visceral relación de amor posesivo hacia él, abandonó la expedición para buscarlo por todo el país de los Misios... y el Argos, al pasar el tiempo sin que regresara, tuvo que seguir viaje, abandonándolo a su suerte. A pesar de todos esos contratiempos, los treinta y tantos argonautas consiguieron llegar a la Cólquide, enterrar a Frixo decentemente, arrebatar el Vellocino al poderoso rey del país por medio de estratagemas y sobrevivir a la enconada persecución de una docena de sus galeras de guerra. Tras dos años de vagar por el mar, de isla en isla, lograron regresar triunfalmente y con pocas bajas a Ptía, donde Jasón intentó recuperar con violencia el trono de su padre, aunque cedió sus derechos a su primo Acasto en cuanto su esposa, Medea, fue confirmada como heredera de un reino mucho más rico, el de Éfyra, que ahora se llama Corinto.





12- TRIUNFO DE ORFEO

Tracia recibió con toda pompa a su héroe argonauta y las familias nobles le hicieron contar su aventura muchas veces, disputándose el honor de tenerle como invitado por unos días en sus palacios. Orfeo declamaba su relato en prosa o verso, acompañándose con su lira y, al final, como trofeo de guerra y prueba de su hazaña, mostraba a sus conciudadanos una cesta con tapa de la que salía, contorsionándose, una pequeña y delgada cobra, cuando tocaba la flauta sentado frente a ella. Al dulcificar el ritmo, la serpiente crecía y se convertía en una bella mujer de larga y ondulada cabellera rojiza, ojos cautivadores y busto perfecto, que seguía teniendo cuerpo de reptil de la cintura para abajo y que danzaba vibrando, sin casi moverse del lugar, con sensuales y muy elegantes movimientos de sus bien torneados brazos, ornados con brazaletes de cascabeles de oro, mientras mecía su cola al compás de la música. Entonces Orfeo le daba una mayor intensidad a la música y la maga Llilith se volvía del color del fuego y se convertía en el grande, repugnante y pavoroso dragón que había guardado el Vellocino de Oro, comenzando a arrojar hacia el techo tremendas llamaradas por la boca, para gran espanto y maravilla de los asistentes. Cuando más aterrados se encontraban, el bardo dulcificaba de nuevo su sonido y la bestia volvía a ser una atractiva mujer-reptil, que se inclinaba reverente y besaba con amor los pies de su amo. Por fin, Orfeo regresaba al ritmo del inicio y ella se transformaba en una pequeña cobra, entraba en la cesta con una última inclinación hacia su encantador y se enroscaba en ella plácidamente, hasta que le cerraban la tapa. Todos se quedaban después aplaudiendo entusiasmados el extraordinario dominio de las vibraciones que había alcanzado el músico. -No se trata tanto de dominar las vibraciones –explicaba él-, sino de dominar la atención de los demás, de captarla de tal manera que se sorprendan y se olviden por un momento de sus preocupaciones, planes e intereses personales, de que bajen la guardia un instante y se abran, vamos... Y ese era el arte de esta maga, Suma Sacerdotisa de Hécate en la capital de la Cólquide, y fue por eso que le encomendaron la defensa del mayor tótem de su patria, la piel del Carnero Sagrado, un antiguo símbolo de la raza Aria y un recordatorio de cómo La Gran Diosa Triple de los descendientes de los Caucasianos del Sur, había burlado a los griegos en Ptía. …Primero se aparecía danzando sin música, en forma de mujer-serpiente, a quienes lograban entrar en el bosque sagrado donde estaba colgado el Vellocino de Oro. Ellos se quedaban fascinados por su belleza y abrían su atención. En ese momento se hacía ver como dragón espantoso que arrojaba llamas por la boca y los invasores se veían obligados a abandonar el bosque corriendo, para caer en manos de los guardias, que no eran toros salvajes sino duros guerreros del Clan del Toro. Algunos intrusos anteriores hasta murieron o se desvanecieron allí mismo de terror, aunque sólo se trataba de una ilusión hipnótica.-
-¿Y cómo lograste capturarla? -preguntaban sus admiradores. -Afortunadamente, la maga Medea, también sacerdotisa de Hécate, hija del rey Aetes de la Cólquide y hermana menor de Llilith, se enamoró de Jasón, el jefe de nuestra expedición, y su ciega y baja pasión por él le llevó a traicionar a su padre y a todo su linaje. Fue ella quien nos ayudó a penetrar en el bosque sagrado, quien engañó a los guardianes para que pudiésemos eliminarlos por sorpresa y quien nos enseñó cómo podríamos neutralizar a su hermana. Así, en cuanto apareció en su forma más atrayente y comenzó a danzar para nosotros, yo me esforcé en no mirar hacia sus ojos ni en ser captado por la sensualidad de su cuerpo, sino en concentrar toda mi atención, exclusivamente, en los movimientos de su danza silenciosa, hasta que pude descubrir sobre qué tipo de ritmo interno ella danzaba. Inmediatamente, me acompasé a él con mi flauta durante un momento y lo fui elevando de tono hasta que, de improviso, lo cambié. Ese fue el instante en que ella se quedó sorprendida y perdió la concentración y el control de su farsa. Dejó de intentar prender nuestra atención y se abrió a la mía. Justo en ese momento de apertura, detrás de mí y mientras yo tocaba, su hermana Medea le transmitió, por medio de un conjuro, la misma pasión por mí que ella había desarrollado por Jasón; así que cuando, siguiendo sus indicaciones, la llamé por su nombre, vino hasta mí totalmente fascinada. Y cuando le ordené que se convirtiera en una cobra pequeña y que entrara en mi cesta, lo hizo y cerré la tapa. …Desde entonces es mi rendida esclava, nada tengo que temer de ella, porque me ama con locura, y sólo he de tocar la misma música que entonces, para que realice todas las transformaciones que habéis visto, siempre bajo mi atento control... Dominio de la atención, amigos míos. Esa fue la clave que nos permitió apoderarnos del Vellocino de Oro –terminó el bardo.

Orfeo se convirtió así, siendo tan joven todavía, en una gloria nacional, y bebió a tragos largos de la embriagadora droga de la fama, del halago y de la alabanza popular. Todas las comarcas de la gran Tracia y muchos reinos vecinos habían enviado invitaciones y regalos para convidarlo a que actuara ante ellos, contara la historia de los argonautas y mostrara la increíble mujer-dragón soltando llamas. La boda con Eurídice, largamente ansiada por ambos, había sido concertada por las familias y se preparaba mientras tanto con gran júbilo. Para cumplir con el protocolo, Orfeo tuvo que renunciar a  verla hasta el día en que le fuese oficialmente entregada por su madre.

Pero la maga-serpiente encantada, que estaba desesperadamente enamorada de su carcelero y rabiosa a morir de celos por la novia de Orfeo, intentó impedir la boda a toda costa. Para ello, fingió redoblar su sumisión al máximo, hasta que él quedó tan convencido de que estaba totalmente dominada, que a veces le permitía circular con libertad por su casa o tomar el sol en su jardín, tapiado con muros, siempre en su forma de cobra. Cuando venía una visita o cuando caía la noche, le bastaba con tocar la flauta y la cobra venía a inclinarse a sus pies, desde donde fuera que estuviese, y se enroscaba en la cesta en cuanto se lo mandaban. Así fue como una tarde, cuando tomaba el sol enroscada sobre el muro, vio venir por el camino a un hombre tan apuesto que lo que quedaba en ella de mujer se conmovió. Aunque no lo conocía de nada, luego de apreciar positivamente su estampa, la maga-serpiente fraguó de inmediato el plan de servirse del encanto de sus hermosas formas viriles para intentar seducir a la novia de Orfeo, con la intención de apartarla de su amado. Hizo sonar su siniestro silbo de cobra y él volvió inmediatamente su mirada hacia el muro, donde se encontró con la concentración total de Llilith, que lo hipnotizó y que cargó su imaginación telepáticamente, por unos minutos, con una serie de imágenes elaboradas por ella, que lo dejaron muy condicionado. Luego bajó del muro hacia el jardín. Cuando el hombre despertó del hechizo, su mente no recordaba el trance, pero estaba dominada por una obsesión: encontrar en el llamado Bosque de las Ninfas a Eurídice y enamorarla y hacerla suya para siempre.


VERSIÓN 2016. ENTREGA 5


12- EL ÁRBOL AMIGO

Durante la larga ausencia de su amado, Eurídice continuaba sintiéndose con total libertad para ayudar en la organización y asistir a las ceremonias de las orgías sagradas de primavera, donde las Sacerdotisas-Ninfas invocaban la potencia fertilizadora de la Gran Madre para las tierras del país, aunque, a la hora en que las jóvenes Dríades elegían a sus fecundadores entre la fila de varones expectantes, para unirse luego ritualmente con ellos sobre el surco del arado o bajo la sombra de los frutales, ella ponía todos sus pensamientos en Orfeo y se retiraba discretamente a su árbol preferido. Porque igual que hacían las Ninfas Hamadríades de las leyendas, ella había escogido como amigo a uno de los árboles. Era un haya colosal muy cercana a la cascada, que tenía una gruesa rama baja y curva a la altura de su pecho, a la que era fácil subirse. Dejándose acunar por el gran árbol en aquel regazo suyo que se parecía a los brazos de un padre, contemplaba como caían, sonoras, las aguas, desde la montaña a la laguna. Y hablaba mentalmente o en voz alta con el Deva que lo animaba de todo lo divino y lo humano, especialmente durante aquel tiempo que su corazón sintió como el más largo y lento de su vida, el año que pasó Orfeo en su aventura junto a los griegos en la Cólquide, y los otro dos, sentidos como siglos, de todas las vueltas que ellos tuvieron que dar para escapar a la venganza de los colquídeos, que los persiguieron en naves de guerra por varios mares. Eurídice hablaba con su árbol amigo como si el alma-grupo de las hayas fuese un dios bondadoso que podía proteger a su amado, estuviese donde estuviera, ya fuese navegando en las aguas del Mar Egeo o del Negro, o enfrentándose al peligro en los confines orientales del mundo. Durante aquel tiempo que parecía no pasar, el árbol fue confidente de sus sentimientos -eso era lo que mejor captaban los devas- y su consuelo; cuando estaba triste o melancólica se dejaba dormir en su rama, arrullada por el fragor de la cascada. Se levantaba después sintiéndose recargada de la bien conocida energía dévica y de esperanza y no dejaba nunca de darle un largo abrazo al grueso tronco, antes de despedirse. Desde niñas, las Dríades habían sido instruidas por las Sacerdotisas-Ninfas en el conocimiento, comprensión, colaboración, comunicación y hasta identificación de sus propias almas con las almas-grupo o consciencias dévicas que animaban al mundo vegetal, del cual las que animaban los grandes árboles eran consideradas las más evolutivamente avanzadas, entre las manifestaciones de la Humanidad Intermedia en el mundo de la forma vegetal. Eran verdaderas antenas que captaban las mejores energías do Cosmos para transmitirlas al planeta Tierra y a todos sus habitantes. Las Ninfas decían que, de acuerdo con la Ley Cósmica del Amor en este universo hecho de Pura Consciencia Activa, vehiculada en formas en transformación, las consciencias de mayor desarrollo deben cuidar de las que tienen menos, si ellas quieren, a su vez, ser ayudadas a ascender a escalones evolutivos superiores por los espíritus sutiles que ya consiguieron acceder a ellos. “- El Cosmos se manifiesta en dimensiones que se contienen unas en otras, como las capas de una cebolla. Tal como los seres sutiles elementales cuidan de cada ngrupo de plantas, así entidades de consciencia mayor dirigen y cuidan en grupo a cada especie, incluída nuestra especie humana. –instruía la Alta Sacerdotisa a sus discípulas- Jamáis estaréis solas si os comunicais entre vosotras queridas, si os comunicais con vuestro universo humano, ya bien lo sabeis. Igualmente, tened certeza de que si invocais al resto del Universo que sois, ya al Macro o al Micro, el Universo responde”. “Al igual que sentís en vuestro interior un espíritu puro (esto es, sin personalidad ni libre albedrío) que es el Yo Superior o la Voz de la Consciencia que siempre aconseja a cada persona encarnada, también, en vuestro Yo Superior nacional o racial, hay un Guardián que vela por la preservación del arquetipo de cada nación, así como de facilitar la realización de la misión que cada pueblo tiene en el Plan Evolutivo para este mundo”.-
”- No somos los individuos aislados, separados y débiles que aparentamos, cada una de nosotras pertenece, al mismo tiempo, a una constelación invisible de espíritus relacionados de todo nivel y al Gran y Único Ser que nos engloba a todos y que nos anima”.- “-Hay niveles de Espíritos Puros en nuestro Macrouniverso dotados de consciencias más próximas a la de la Fuente Original, porque fueron Sus primeras Extensiones, los Seres Afines al Ser Total, - aquellos que nosotros, tracios, y los griegos llamamos los Kabiri o Kabiros y las antiguas leyendas caucasianas los Manús, los cuales conforman la más alta jerarquia de nuestra constelación, acompañados fraternalmente, en Diez Niveles más,  por todas aquellas mónadas que vivieron en el pasado en el Reino Humano de la Superficie da Terra y que ya lo transcendieron. Nuestras antepasadas los llamaban los “Jardineros del Universo”, “-Tal como nosotras cuidamos a plena consciencia del desarrollo armónico de los árboles de nuestro parque, esos poderosos espíritus de los Manús se ocupan de cultivar cada una de las razas y subrazas monádicas en las que se van encarnando as almas humanas antes de manifestarse en cuerpos de mujeres y hombres”. “Hemos sido amorosamente cuidadas por nuestros Hermanos Mayores desde el principio de este Ciclo de la Creación, cuando nuestras monádicas unidades de consciencia fueron emanadas de la Consciencia única Original, para que pudiese expandirse, desarrollarse, vivirse y conocerse a Sí Misma en el espejo se las vivencias múltiples de Sus Extensiones en todos Sus planos de manifestación”. “Antes de que nuestras mónadas eternas animasen nuestras actuales almas humanas, ellas ya habían pasado mucho antes por evoluciones en almas-grupo, revestidas de cuerpos elementales, luego minerales, luego vegetales, luego animales, luego  animales individualizados, luego almas humanas sin Espíritu y finalmente almas con suficiente evolución para encarnar una Mónada. Hasta ese momento, los Devas de la Naturaleza nos dirigían, cuidaban y ayudaban, preservando el modelo arquetípico de nuestra semilla evolutiva y facilitando en grupo la misión de cada especie o subespecie animal, vegetal o mineral.-”
Ayudada por su sabia madre y por sus otras Maestras-Ninfas, Eurídice había conseguido desenvolver desde niña un alto grado de comunicación intuitiva con varias de aquellas entidades almas-grupo, muy especialmente con las que animaban a las hayas, robles, pinos, cedros, chopos, cipreses y castaños. También se entendía muy bien con los Devas de los laureles, olivos, higueras, almendros, manzanos, perales e cerezos, y con los de todo tipo de cañas y bambús. Su grupo de compañeras Dríades, las “Jardineras del Bosque Sagrado”, replantaban y regaban, además, por toda parte, rosas e iris silvestres de todos los colores y formas, a las cuales llamaban “las joyas de la Diosa”. “-Es claro que los Devas no hablan usando palabras y frases de lengua alguna, porque no poseen un cuerpo físico ni mental semejante al de los humanos desarrollados. Ellos son pura sensibilidad y sus vibraciones resuenan en el interior de aquellas de nosotras que tienen, también, una buena sensibilidad y, sobre todo, que se hacen una con ellos, mostrando un verdadero amor activo, contemplativo, constructivo y siempre reverente por la Naturaleza, que es el cuerpo físico de la Gran Diosa dentro de la cual vivimos y tenemos nuestro ser”. “-Cuando tú no habías nacido aún, pero estabas comenzando a ser gestada en mi vientre –contaba su madre- yo ya tenía una enorme comunicación contigo, a través de mi amor por tí, o sea, a través de la Diosa, que es la Luz Inmaterial Viva que dio forma y sostiene a todas las aparentes unidades de existencia material, para que cada una de ellas sirva con afecto al conjunto, tal como las innumerables olas sirven a la conformación y movimiento de la superficie del Océano Único”. “Yo cantaba bajito cuantas canciones conocía para tí, porque la vibración del verbo amoroso es la que más penetra e influye positivamente en todas las dimensiones. Eso es lo que se llama orar, amar comunicándose. Es de esta misma manera reverente, devota, orante y concentrada que tú puedes comunicarte con cada emanación de la Gran Madre que anima cualquier planta, cualquier ser, con la lluvia, con las piedras, porque por atrás de cuanto existe hay siempre un aspecto de la Madre Divina que te responde si tú La invocas… Te responde dentro de tí y no afuera, es claro, porque también es Ella quien conforma tu Mónada y quien creó la forma que la vehicula en este plano.”-
De todos los vegetales del Bosque Sagrado fue con El Árbol Amigo con quien Eurídice más había aplicado todas las enseñanzas de sus maestras. Sentía una enorme compenetración con él, que incluía a todo el amplio ámbito natural en el que le rodeaba. El árbol ganó su mayor abrazo cuando ella vino corriendo una tarde, después de haber recibido a un mensajero de Ptía, que le contó que los Argonautas habían conseguido retornar con el Vellocino de Oro y con Orfeo vivo, entero y lleno de gloria. Él mandaba decir que la seguía amando más que nunca y que solicitaría a sus padres, por medio del mismo heraldo, y también a la madre de ella, si Eurídice concordaba, que les permitiesen casarse al modo griego, en cuanto él regresase a Tracia.


 13- EL SÁTIRO

Aquella otra tarde era también de pura alegría. Eurídice estaba celebrando con sus compañeras de grupo su despedida de soltera y su salida de la Fraternidad de las Dríades, para casarse al modo griego. Aunque su madre, la Alta Sacerdotisa de la Diosa, por mucho que la quisiese, no podía en absoluto mostrarse de acuerdo con aquella concesión a los rituales patriarcales de los Olímpicos y por eso había declinado su presencia, las compañeras de Eurídice hicieron fiesta en el bosque, comieron juntas sobre la hierba y danzaron en coro como chiquillas. Una de las chicas hizo la broma de qué pena que ya no hubiera más sátiros en los bosques, hijos de Pan, el Dios de la Tierra, como en los tiempos mitológicos, para ser perseguidas por ellos como lo eran las ninfas de las leyendas. -¡Yo seré el sátiro!- gritó una de las mozas, la más traviesa, agarrando un palo y poniéndoselo entre las piernas, como un falo enhiesto, mientras fingía abalanzarse sobre otra de sus compañeras. -¡No, no, yo también soy un sátiro! ¡Aparta! –gritó ella, y esquivándola, tomó otra rama, se la puso por delante y corrió, amenazando a la primera por detrás. Las muchachas se morían de risa asistiendo a la pugna de ambos falsos sátiros, pero al cabo, uno de ellos le dijo al otro: -¡Compadre! ¡Mira ahí todas esas ninfas! Y el otro respondió: -¡A por ellas! Y todo el grupo se dispersó por entre los árboles del bosque riendo a carcajadas, gritando y jugando el divertido juego de “La Caza de la Ninfa”. Eurídice, desde su escondite, vio venir corriendo a una de las sátiras, que sujetaba su palo con la misma ferocidad marcial con que cargaría un hóplita en la batalla. Se echó atrás y la dejó pasar. Oyó más adelante un grito, otro de la sátira y los correteos de ambas, alejándose alegremente. De repente, sintió una presencia a sus espaldas y se volvió. Pero no era la segunda sátira, como creía, sino un bello galán muy bien vestido, al que conocía casi desde la infancia, un amigo. Era el apicultor Aristeo, un joven guapo, brillante, de excelente cuna y muy ingenioso, famoso por haber desarrollado un método que permitía un eficaz cultivo doméstico de las abejas en panales artificiales, a fin de extraerles su néctar a voluntad. También se le conocía como “el rey de los cazadores”, no sólo por su maestría en la caza de ciervos, gacelas y jabalíes por los montes vecinos, sino porque comentaban las chicas que era hijo de Apolo y que, con su apostura y galantería había conseguido los favores de varias mujeres de alta clase. Nadie sabía si los chismorreos decían la verdad, pero tal fama hacía que algunas otras aspirasen a concedérselos en cuanto se pusiera a tiro. Él la miraba a distancia, entre la sombra del bosque, con una sonrisa encantadora, que realzaba aún más la belleza de sus ojos color miel. -¡Aristeo! -dijo en un susurro devolviéndole la sonrisa y sinceramente contenta de verle- ¿Qué haces aquí, loco? ¿Cómo entras en un bosque sagrado sin pedir permiso? Te pueden despedazar las ninfas -y avanzó confiadamente hacia él para recibir su saludo. -Necesitaba verte -respondió él, inclinándose, sin dejar de sonreír, con aquella voz tan bella como su rostro-. Vámonos un poco más adentro del bosque para hablar, Eurídice; si me ven tus compañeras se va a armar un escándalo.- -¿Pero tiene que ser ahora? -respondió Eurídice- ¿No puedes venir por la tarde al templo, con la gente que trae las ofrendas? -Ésto no puede esperar, Eurídice, vamos ahora, vamos -la tomó con osadía por la mano, como cuando eran niños, y fueron apartándose juntos de donde se oían las voces de sus compañeras y acercándose al rincón de la cascada, rodeado de hayas. Allí Aristeo se detuvo. -¡Que belleza de lugar, Eurídice! Ven –dijo-, súbete a esta piedra un momento -y la hizo colocarse en un lugar en el que la joven parecía una estatua sobre un pedestal, con la cascada derramándose detrás de ella, quedando a un lado los riscos, y al otro el bosque milenario. Aristeo retrocedió unos pasos y fingió que la pintaba sobre el aire, con un pincel imaginario. -Si yo fuese un artista te pintaría ahora mismo, Eurídice…pero como, infortunadamente, no lo soy, sólo puedo decirte que mis ojos te están viendo tan linda como si fueses la Diosa de las Cascadas.- Ella se quedó encantada y se inclinó hacia él en una divertida reverencia cortesana. -Lindo eres tú, príncipe azul ¡Miel para tu boca! ¿...Pero para decirme eso me has hecho venir hasta aquí?- Él le dio la mano para ayudarla a bajar de la piedra con un pase gentil, que parecía de danza, pero no la soltó, sino que la retuvo cerca y le dijo: -No, Eurídice, para lo que vine es para decirte que no puedo dejar de pensar en ti.- Seguía con la misma sonrisa en su agraciado rostro, él sí que parecía un dios, ella pensó que bromeaba. -No es una broma -adivinó él-. Te quiero. Estoy loco por ti.- -¿Pero cómo? -ella estaba muy halagada, se volvió alegre cascada, aunque no podía creérselo-... Nos conocemos hace años y jamás me dijiste nada...- -No me atreví -respondió él-. Me parecías demasiado buena para mí, Diosa de las Cascadas. Te miraba y te miraba. Y no dejé de pensar en ti ni de día ni de noche durante todos esos años, pero no me atrevía a decírtelo.- -¿Por qué no? -Porque se me rompería el corazón si me rechazaras, Eurídice, porque me moriría o me mataría después.- -“¿Quién te podría rechazar en una Fiesta de las Colmenas?”- pensó ella; y le acarició el rostro, conmovida. Mas en su mente estaba Orfeo. -¡Pero yo estoy comprometida ahora! -le dijo- ¡Estoy a punto de casarme con Orfeo! -No puedes -dijo él suavemente, mirándola con segura dulzura. -¿Por qué no puedo? –respondió ella, extrañada. -Porque tú también me amas, Eurídice, porque somos los dos para los dos.- -Yo amo a Orfeo... -comenzó a decir, pero él la cortó. -Mírame un instante bien adentro, en silencio, y luego pregúntate otra vez a quien tú amas.- Ella lo hizo, y lo que encontró en los ojos de Aristeo fue sincero amor, sincera amistad, sincera admiración y sincero y sano deseo masculino por ella. Lo abrazó. -¡Amigo, amigo, amigo querido! -dijo con pena. Lo besó tiernamente en la mejilla, mantuvo su cabeza pegada a su hombro un rato, gozando de su viril vibración, de su nobleza. Luego se apartó un poco y siguió tomada de su mano y mirándolo sin saber como consolarlo...¡Los hombres eran tan frágiles! -Quisiera poder desdoblarme en dos para darte una parte de mí y otra a Orfeo –dijo con su mayor bondad-. Pero ya no puedo -sonrió tristemente, e hizo un gesto con los hombros como para animarlo a sonreír también-. Dejo la Fraternidad y me caso al modo griego. Monogamia, Aristeo. Nunca más seré la Diosa de las Cascadas.- -Date toda a mí solo, Eurídice -insistió él con una confianza aplastante en sí mismo. Y avanzó, lento, pero imparable, hacia su rostro, con los párpados semicerrados, con aquellos labios maravillosos buscando su boca para el beso. Ella se sintió desfallecer, él la estaba besando en la boca y luego en el cuello, y sus brazos la rodeaban y ella también puso los brazos alrededor del cuello de él, sintiendo que todo su cuerpo empezaba a abrírsele, tal como una flor a una abeja... aunque, en el último momento, antes de dejarse ir, volvió a su mente la imagen más amada de Orfeo. -¡Pero no! -intentó soltarse- ¡No! -dijo con más firmeza cuando él pretendió seguir. Él no hizo caso de sus súplicas, continuaba besándola en el cuello con pasión y sus manos intentaban excitarla. Se desprendió, dio un paso atrás y dijo muy seria: -¡Ya no puede ser! ¡Tenías que haber dicho algo bastante antes! ¡Ni siquiera te presentaste en la Fiesta de las Colmenas, cuando podíamos elegir entre los hombres-abeja! ¡Ahora ya amo a otro y lo amo totalmente!... Lo siento mucho, Aristeo.- Él la miraba con una intensidad que quemaba, pero en su expresión no había la menor tristeza, había seguridad, una seguridad indomable de que la iba a conseguir. Sonrió. Eurídice se sintió vacilar ante tanta seguridad. Estaba muy hermoso y muy terrible sonriendo así. Sintió su poder sobre ella, tuvo miedo. -Me voy -dijo-. Adiós, amigo...- Mas él avanzó y la atrajo hacia sí con suavidad, como creyendo que ella bromeaba, la abrazó sin besarla y se estuvo muy quieto, y a ella le entró la ternura y lo abrazó también, pensando que había sido todo muy bonito. Ojalá que pudiesen despedirse como buenos amigos que, en verdad, se querían. Pero él ya intentaba de nuevo fascinarla con su mirada melosa, ya le buscaba la boca otra vez y ella decidió que eso se tenía que terminar. -¡Para, Aristeo! -dijo con fuerza-. Me voy, ahora sí que me voy.- No la dejó desprenderse, insistió, insistió, y esta vez con determinación avasalladora. Se sintió forzada, violentada, quiso desprenderse y retroceder, pero la mantenía presa. Notó la virilidad de él apretando su vientre bajo la ropa y no era algo agradable ni excitante, sino agresivo, duro, obsceno, indigno de ser soportado por una Dríade. Se cerró tanto como antes se había abierto. Conminó, suplicó, intentó hablar con él, con el amigo gentil, con el caballero, con el hombre. Pero él ya no escuchaba, no servía de nada hablar, ni gritar, ni agitarse, ni intentar arañarle ni morderle. Ya no había allí amigo, ni caballero, ni hombre, sólo una compulsión ciega buscando su propia culminación, una voluntad inconsciente de penetrar y poseer, un animal en celo lanzado adelante, a tumba abierta. Eurídice se vio de pronto acorralada contra un árbol, apretada por el vientre de aquel hombre convertido en una bestia, que la agarraba fuertemente con una mano, mientras intentaba arrancarle las ropas con la otra... mas no era aquél un árbol cualquiera, era Su Árbol, el haya milenaria con cuyo Deva tanto se había comunicado, el gran árbol que tanta energía de amor había recibido de ella y que tanto amor y fuerza podía devolver. Se sintió, primero, protegida, después, poderosa. De un potente codazo en plena cara echó hacia atrás a Aristeo. Inmediatamente se le arrojó encima, dándole un brutal rodillazo en la entrepierna que le hizo caer cabeza abajo, revolviéndose de dolor. Cuando lo vio en el suelo le largó otra patada con toda su fuerza en el mismo lugar, que le dolió tanto que se cortó por completo su voluntad y con ella, el hechizo que la dominaba. En la segunda caída Aristeo quedó inconsciente. Eurídice echó a correr, aunque, a cierta distancia, se volvió y se lo quedó mirando en pie, dispuesta a seguir corriendo. Pero el hombre estaba bien inmóvil. Se preguntó si no lo habría matado. Agarró una piedra, la levantó, amenazante, se le fue aproximando con total cautela, la acercó a su cabeza, dispuesta a golpearle si reaccionaba y se inclinó sobre su pecho. Oyó su corazón, respiraba. Se quedó más tranquila. Bajó la piedra sin descuidar la guardia; apartó de la cara de su agresor con la otra mano los cabellos que la cubrían y se quedó mirando un momento el rostro de Aristeo, que seguía siendo bello y sensual. Su labio inferior estaba amoratado por su primer codazo y soltaba un hilillo de sangre. Lo limpió con saliva y lo acarició con pena. Luego se puso en pie, siempre con la piedra a punto, fue hacia su árbol y lo tocó un momento, agradecida. Cuando se alejó bastante soltó por fin la piedra, compuso un poco sus ropas medio desgarradas y se dirigió a buen paso hacia donde pensaba que estarían sus compañeras; aunque lo que más estaba deseando, en realidad, era meterse desnuda bajo del agua de la cascada, lavarse y purificarse totalmente de todas las fuerzas oscuras que habían quedado prendidas en ella. Cuando regresó al poco, con todas las Dríades armadas de instrumentos de labranza, hachas y cuerdas, para atarlo y darle su merecido, Aristeo había desaparecido y por mucha búsqueda que hicieron, ya no lo encontraron. -¡Iremos a por él a su casa!- gritó una. -¡Si se ha escapado, la quemaremos, para que aprenda! -gritó otra. -¡Quemaremos también sus colmenas de abejas, eso será lo que más le va a doler! -propuso una tercera, furibunda. Pero Eurídice, que ya se había tranquilizado, contuvo y acalmó la furia de su grupo y, con muchas razones, les pidió que no hiciesen nada antes de la boda ni se lo contaran a nadie y mucho menos a Orfeo. Ya que contárselo, dijo, sólo iba a provocar que se viera en la obligación de desafiar a Aristeo y que su inmediata boda se tuviera que aplazar o se amargara por un lance de sangre en el que su amado pudiese correr peligro. Después de mucha discusión, consiguió que se avinieran a un pacto de silencio; pero las más exaltadas dijeron que a secreto agravio, secreta venganza, y que, cuando hubieran pasado dos o tres semanas después de la boda, no iba a quedar sino humo de la famosa granja apícola del descarado violador que se había atrevido a profanar un bosque de Sacedotisas-Ninfas.

VERSIÓN 2016. ENTREGA 6

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