59-
EN EL MUNDO INTRATERRENO
Llegaron
así con caballos los hombres de ambos bandos a por sus familias, se vació el
campo de refugiados y la montaña de nuevo recuperó su majestuosa soledad.
Lilinel
ascendió entonces, junto con Orfeo y sus tres lobos favoritos, que se llamaban,
en vasco, Instinto, Sentimiento y Pensamiento, a la elevada y fría cumbre que
hoy se conoce como Monte Perdido, y allí lo hizo entrar, a través de la Cueva
de Mari, a una especie de portal interdimensional, que le dio acceso a un
espectral ambiente que ella decía ser Mundo Intraterreno de Lur.
"-La
inmensa mayoría de los cuerpos físicos de los representantes de la Cuarta Raza
Monádica, la Atlante, se hundieron bajo el Océano con el cambio de Era, y sus
demás cuerpos inferiores, el etérico, el emocional y el mental concreto, se
fueron disolviendo lentamente en las dimensiones correspondientes- explicó la
sacerdotisa- pero los átomos permanentes de los Atlantes reencarnaron en
nuestra humanidad de la Quinta Raza Ariana, es decir, en todos los hombres y
mujeres que nos encontramos encarnados actualmente.
Toda esa exagerada pasión amorosa tuya,
hermano Orfeo, la produce el atlante que aún vive en tu cuerpo emocional, a
pesar de que en tu cuerpo mental brille lo mejor de la Cuarta Subraza Aria, la
que representa el desarrollo de la sensibilidad artística. Es ese talentoso
desarrollo lo que hace que no parezca tan patético tu titánico apego a un ser
mortal que no sólo murió hace más de una docena de años, sino que es muy
probable que, a estas alturas, ya haya reencarnado y crecido dentro de otro
cuerpo sobre la tierra.
Orfeo
no se esperaba aquello. Ni siquiera lo había pensado nunca. Se quedó mirándola
sin saber que decir.
-Sin
la brillantez de tus cantos y músicas, sin el encanto de tu educación
principesca, sin tu inteligencia y conocimientos de iniciado y, sobre todo, sin
la compasiva solidaridad activa que acabas de demostrar ante las necesidades de
aquellas pobres refugiadas- siguió ella, y al bardo le parecía desdoblada, como
si el esplendor de la Diosa Mari estuviese trasparentándose bajo la pureza de
sus ojos verdes y su sonrisa amorosa - … sin todas esas luces que salen de lo
mejor de ti, mi querido amigo, tu empecinamiento en ir hasta el Fin del Mundo y
del Hades, tu loca terquedad de no querer aceptar, como todos aceptamos, algo
tan normal y común como la muerte de un ser querido, sería tomado, por la
mayoría de la gente, como simple alienación y acabarían encerrándote para que
no te causes daño a ti mismo. No sé como no lo hicieron ya tus padres.
Orfeo
estaba muy callado y atento, las palabras de Lilinel le tocaban en lo más
hondo. Dolían. Pero su inmenso respeto por la sacerdotisa le obligaba a
escucharlas sin responder.
-…Pero
no todos los atlantes tenían instintos desenfrenados y emociones explosivas y
exageradas –siguió ella-, durante los miles de años de brillante historia de su
continente también se desarrolló allí una extraordinaria élite de iniciados
bien conectados con la Fuente Cósmica del Amor-Sabiduría, y de ella salieron
verdaderos Maestros que fueron capaces de fundirse con sus almas y hasta con
sus Mónadas, y transcender, ascender, pasar a habitar, en cuerpos sutiles, una
civilización de cuarta dimensión, cuando la suya, tridimensional, dejó de
existir tal como era, y se transformó completamente en otra cosa.
-No
sé donde pueda haber un mundo de cuatro dimensiones- arguyó Orfeo vacilante-,
el mundo en que vivimos sigue pareciéndome tridimensional, por lo menos el de
fuera de esta cueva, porque aquí me siento como si estuviese en un sueño, o
embriagado.
-
Cualquier macro o micromundo, planeta, galaxia, universo o átomo- respondió
Lilinel- existe simultáneamente en cada una de las múltiples dimensiones en que
se manifiesta el Único Ser que Es. Esta Cueva de Mari es un portal al Mundo
Intraterreno de Lur, el cual se encuentra vibrando en una onda de consciencia
de cuarta dimensión, por eso estás comenzando a sentir percepciones inusuales.
Igualmente,
una civilización suprafísica e intraoceánica, continúa existiendo en el mismo
espacio que ocupaba el continente Atlante, justo enfrente de las costas
occidentales de Iberia.solo que no coincidiendo con lo que era su cuerpo
físico, continental, que ya se sumergió, sino sobre lo que sigue siendo su
cuerpo mental.
La
Nueva Atlántida de Cuarta Dimensión se llama ahora Gal, porque los nombres de
los espacios sagrados y de sus servidores se van cambiando en cada nueva etapa
evolutiva para expresar con los poderes del Verbo sus nuevas características y
funciones, que es la manera de empezar a precipitarlas y manifestarlas.
Gal
es una clave verbal o mántrica que sirve para activar el vórtice arquetípico
que atrajo y seguirá atrayendo magnéticamente, en dirección a los litorales e
islas oceánicas, a los más intuitivos y valientes pioneros de los pueblos
arianos, primero a los de tipo lunar, como tú, aquellos que son capaces de
soñar el sueño y perseguirlo, aunque en el próximo futuro irán llegando cada
vez más los de tipo solar, los capaces de realizar materialmente el sueño, que,
por esa capacidad, impondrán su hegemonía a todos…. pero esas gentes prácticas
acabarán siendo mentalmente conquistadas y mejoradas por la mayor cultura
humanista de los lunares que les precedieron, como siempre ha ocurrido, ya que
la vida es flujo y reflujo.
Será
espléndida la civilización que saldrá de la mezcla de la Cuarta y la Quinta
Subrazas Arias, e influirá y transformará todas las partes del actual del mundo
tridimensional, incluso aquellas que aún ni sospechamos que existen.
Mas
todavía dentro de aquella élite se manifestará una élite de conciencia mayor,
la de los Curadores de Almas y la de los Espejos Cósmicos, y esa élite ya se
encuentra, vibrando en una onda consciencial de cuatro dimensiones, aquí, en el
interior sutil de este impresionante nudo de montañas, las más altas de la
Cordillera y las que ocupan su centro.
Se
encuentra exactamente en un ámbito llamado el Palacio de Túbal-Atland, a donde
sólo pueden penetrar aquellos que tuvieron grandes expansiones de consciencia
recientemente, aquellos que aman a La Diosa de la Vida como Ella les ama.
Aquellos como tú, Orfeo."
Con
estas palabras, Lilinel avanzó cueva adentro. Hacia su final había una pared de
roca de cuya base salía una naciente de agua que formaba una laguna verde
esmeralda, la pared se espejeaba en ella, La sacerdotisa se sumergió poco a
poco. Con medio cuerpo bajo la superficie, hizo un gesto al bardo para que la
siguiera y luego se hundió del todo.
Orfeo,
con cierta aprensión, la imitó. Dentro del agua transparente pudo ver como ella
atravesaba limpiamente la pared de roca como quien atraviesa un espejo. Siguió
entonces su impulso, comprobando con asombro que podía pasar entre las
moléculas de la roca como si fuesen moléculas de aire. Saliendo ambos del agua
desde el otro lado la cueva parecía duplicarse, pero una luz mucho más intensa
y dorada se proyectaba desde lo alto.
Lilinel
encontrábase ante él, vestida con la sencilla túnica rosada y con su velo verde
sobre la cabeza, pero se veía increíblemente más joven y bella, e irradiando de
sí una maravillosa luz áurea. Ella le hizo indicación de que se tocara en un
brazo, y Orfeo comprobó, primero, que el mismo tipo de luz estaba irradiando de
sí y, segundo, que su mano penetraba entre las moléculas de su brazo, igual que
había penetrado las de la roca.
Completamente
atónito, se tocó el torso, la cara y las piernas y tuvo así la clara evidencia
que la solidez maciza de su cuerpo físico había desaparecido, y que su
consciencia se encontraba ahora dando vida a un vehículo mucho más sutil, tal
vez de pura energía a juzgar por la luminosidad que irradiaba, aunque seguía
conservando la forma que sus ojos conocían.
-Mírame
a los ojos, Orfeo, mira bien dentro de mí –Dijo Lilinel.
Así
lo hizo él y, de repente, una inmensa paz, una alegría, un sentimiento amoroso
extraordinario le invadió por completo, y supo que se estaba sumergiendo en el
interior de la consciencia de Lilinel con la suya.
De
repente se encontró mirando hacia su propio cuerpo radiante, inmóvil como una
estatua, desde los ojos de la sacerdotisa y, a pesar de que se veía más apuesto
que en los momentos de mayor vigor de su juventud, como cuando recién llegado
de la Cólquide con aquella aura de héroe, tuvo una cierta compasión de sí
mismo, al sentir la inmensa carencia que había dejado en sí la muerte de
Eurídice… de la misma manera percibió claramente la dulce locura en la que
aquella carencia se estaba convirtiendo, la cual había ido aceptando por
completo, con el pasar del tiempo, adaptando su personalidad a las condiciones
de su quimérica búsqueda peregrina.
.
Pero
entonces Lilinel, que aún dirigía aquel cuerpo al que su consciencia estaba
asomada, cerró sus ojos y los abrió de nuevo enseguida, y la consciencia de
Orfeo pudo ver, desde dentro de ellos y frente a ellos, como aquella estatua
inmóvil que era su cuerpo sutil se desdoblaba en otra, con formas bien
diferentes, pero aún reconocibles, y después en otra y en otra hasta tres,
etérico, emocional e mental concreto… y surgieron otras dimensiones o
concepciones de sí mismo, otras tríadas superpuestas a su lado, docenas de
tríadas, unas de aspecto masculino y otras femenino y otras de fusión, al
tiempo que iban cambiando los escenarios de fondo, y en cientos de tríadas…
…y
en cada una sabía él que seguían tratándose de involucros de su propio
espíritu, percibiendo con la mayor claridad y serenidad que estaba contemplando
todas las personalidades que había asumido en sus vidas anteriores.
Finalmente,
el ambiente oscuro de la amplia caverna en torno se había convertido en el
cielo nocturno y, sobre él, había miles de orfeos transparentes y enlazados, de
distintas formas y sexos, desde el primer plano que podía captar hasta los más
lejanos, en el que los cuerpos se iban haciendo constelaciones y estrellas.
Dentro
de sí escuchó la voz de Lilinel pronunciando con firmeza una invocación: “Majú
–decía- “Majú Sugaar Majú”, luego ella comenzó a cantar aquel mantra en todos
los tonos de la escala.
Y
entonces, todas aquellas figuras parecieron convertirse en ondulantes
llamaradas, y las llamas tomaron la forma de un tornado ardiente sobre el fondo
estrellado, y éste se convirtió en la Vía Láctea, y finalmente aquella
serpiente de estrellas que cubría la bóveda celeste de Este a Oeste se volvió
un gigantesco dragón alado que soltaba fuego por la boca.
Cuando
más asustador parecía, vino a enroscarse dulcemente alrededor del cuerpo sutil
de Lilinel, desde dentro del cual se encontraba Orfeo percibiendo todo aquello,
y sintió como él mismo era acariciado, cuando la mano suave de aquella
sorprendente maga acarició la cabeza terrible del monstruo, que entonces dejó
de arrojar llamas por la boca, exhalando en su lugar un vapor que dejó en el ambiente
un refinado perfume.
“Majú
Sugaar Majú”, seguía cantando ella, cada vez más bajito y suave, mientras lo
acariñaba como si de un gatito se tratase, y Orfeo sintió un estremecimiento de
placer, mientras el dragón se transformaba en una enorme nube tormentosa ante
su vista, y la nube en lluvia torrencial.
Cuando
el agua e el vapor se fueron despejando, Orfeo volvió a ver en suspendidas en
él incontables imágenes de sí mismo, pero se iban transformando, como burbujas
de jabón, y acabaron quedando convertidas en los cuerpos astrales de personas
que intuía o conocía como sus antepasados y sus instructores, incluidos sus
iniciadores en las diversas Escuelas de Misterios por las que había pasado, por
quienes sintió un inmenso sentimiento de veneración y agradecimiento.
Dos
figuras se destacaron de entre ellos y vinieron a su encuentro: Se acabaron de
definir como Lino, su maestro de música, tan prematuramente muerto, y el
Centauro Quirón. Orfeo cayó de rodillas.
Pero
ellos lo alzaron y lo rodearon con un abrazo, abrazo que, extrañamente, no se
sentía en la piel, sino en el alma. Transcurrió un tiempo sin tiempo en aquella
fusión silenciosa, y, sin palabras, el bardo pudo obtener una enorme
comunicación y muchas comprensiones profundas de ella, sobre todo la de que un
hombre jamás está solo: el ser encarnado que vive la aventura del vivir sobre
el mundo no es más que la cabeza visible de una comunidad de espíritus
invisibles que le acompañan todo el tiempo desde distintas dimensiones
entrelazadas.
Orfeo
supo entonces que cada vez que tocaba y componía, Lino seguía tocando y
componiendo sus maravillosas músicas a través de él; cada vez que llegaba a una
nueva lección de la vida, era su maestro Quirón quien le conducía a ella o le
asistía en su comprensión. Todos sus antepasados seguían intentando completar y
extraer aprendizajes de experiencias que habían dejado inconclusas en este
plano, y era por medio de él que las completaban y las aprendían.
Y
también llegaba a Orfeo, bien en sueños o despierto, el resultado de muchas
experiencias esclarecedoras que su linaje de sangre o su linaje espiritual
seguían viviendo en otros planos. Como el Dragón Celeste, una Mónada humana
estaba compuesta por un enorme universo de constelaciones donde todas las
estrellas se iluminaban mutuamente.
-“Hay
tres cuestiones fundamentales a las que necesitas dar respuesta, Orfeo, para
poder coronar con éxito tu presente encarnación –le dijo Quirón desde dentro de
su propia consciencia expandida:
La
primera cuestión, la cuestión de las cuestiones, es escoger sin la menor duda
bajo que dirección unificada debes poner el resto de esta vida mortal y de la
vida eterna de tu espíritu. Y la elección es bien simple: o la sigues poniendo
al servicio de los deseos y compulsiones de tu personalidad, que ya ves que es
bien carente, ignorante, ilusória e insustancial, o te rindes completamente a
la Consciencia Esencial Infinita que te creó y que te anima, poniéndote a Su
total disposición y servicio.
Si
escogieses esto último, la segunda cuestión consiste en pedir ayuda en tu
interior para reconocer a la Jerarquía de Espíritus Servidores de la Voluntad
de la Consciencia Infinita que transmiten como espejos multidimensionales esa
Voluntad en forma de Plan Evolutivo, para tú, desde tu lugar de servicio,
transmitir Sus directrices e intentar cumplirlas sobre tus planos posibles de
proyección.
La
tercera cuestión consiste en pedir ayuda en tu interior sobre como organizar
tus recursos disponibles, a fin de compaginar las demandas de tu Consciencia y
las percibidas de la Jerarquía de tus guías, con todos tus talentos ya
adquiridos y todos los que te restan por adquirir, a fin de que puedas cumplir
tu función junto al grupo de humanos encarnados que reconocerás como tus
mónadas compañeras”.
Luego,
la imagen de Quirón se disolvió, y en su lugar tomó forma la de Lino, quien le
dijo:
-“Orfeo,
si decidieses entregarte totalmente al servicio de la Consciencia Infinita,
tendrías que entregarle también todas tus aptitudes, y eso se refiere muy
especialmente a la creatividad y virtuosismo artístico a los cuales te has
devotado hasta ahora.
A
partir de ahora estás informado que de nada sirve continuar desarrollando las
artes si en ellas no se está manifestando claramente el Supremo Creador, que
siempre las hace sutiles y geniales instrumentos de instrucción, elevación y
servicio.
Habiendo
sido hecha esta entrega, si verdaderamente te llegase la inspiración interna de
que algo debe ser expresado por medios artísticos, lo sabrás porque esa
inspiración se revelará como algo original, no premeditado y en armonía con el
ritmo superior de la evolución.”
.........................................................................................
Como
despertando de un sueño, Orfeo se encontró de repente al aire libre, sentado a
la entrada de la Cueva de Mari, y Lilinel le estaba indicando un sendero por
donde podría acceder a su siguiente etapa del Camino de las Estrellas.
La
sacerdotisa y sus tres lobos se detuvieron en la distancia, para despedirlo con
la mirada, cuando comenzó a descender el alto Valle de Ordesa hacia el Sur por
trillas de pastores, buscando el paso que va desde el actual Somport hasta Iaca
o Jaca.
60-
EL DIOS DEL VINO
El
lugar de arranque ibérico del Camino de las Estrellas, no para los que venían
desde el Mediterráneo como él, sino para la inmensa mayoría de los peregrinos
que venían a pie desde el interior del continente europeo, era una población
situada a la salida de uno de los desfiladeros que cruzaban el Pirineo desde la
Galia, llamada Iaca.
Orfeo,
que como buen tracio tenía a Dionisio como uno de sus dioses favoritos, se
asombró de que en el otro extremo del mundo, en un país llamado Iberia, como la
región interior de la Cólquide, que fue el hogar ancestral de los Caucasianos
del Sur, además de haber un gran río que también se llamaba Ebro, como el Hebro
tracio, hubiese, además, un Camino de Iaca, ya que Iaco también fué el nuevo
nombre de Dionisio-Baco después que le mataron los titanes, a quienes Hera
ordenó que le despedazasen, y que vivió, como el egipcio Osiris, un segundo
nacimiento, propiciado por Zeus y Hermes en el mismo País de los Muertos.
Aunque
aquello sonaba como una pura coincidencia, no le extrañaría que Iaco hubiese
andado también por Iberia, ya que Dionisio era un dios muy caminero y nómada,
en toda parte extranjero y al mismo tiempo muy griego, provisto de una máscara
que expresa tanto la presencia como la ausencia, que se fue hasta la India y la
conquistó, a base de encanto y de ruidosos enfrentamientos, trayéndose de allí
la creencia en la reencarnación y en la transmigración de las almas a cuerpos
superiores o inferiores, según los méritos de la vida anterior...
…que
inventó la elaboración del vino a partir de las uvas y el trance extático y que
impulsó siempre a hombres y a mujeres a no esclavizarse a reglamentos ni a
prejuicios morales, a vivir la vida a plena intensidad, a sustituir en su mente
las penas y preocupaciones por la generación consciente de la alegría individual
y colectiva y del optimismo. Y a gozar del amor sin frenos, ya que la vida es
eterna.
Pero,
al mismo tiempo, e igual que el vino tomado sin mesura, Dionisio tenía un
aspecto destructor, terrible, el del furor que enloquece, dirigido contra aquellos
que le desdeñaban o que obstaculizaban su libre circulación, o que no guardaban
el respeto debido a la Bebida Sagrada. Tracia fue el primer lugar donde el
nuevo dios se presentó con su séquito de ménades, sátiros y silenos. Tracia fue
también el primer lugar donde un rey, el impío Licurgo, se opuso violentamente
a su paso contagiante.
Dionisio
volvió contra él su propia intolerancia y violencia, lo enloqueció e hizo que
segara con un hacha las extremidades de su mismo hijo y heredero, tomándolas,
en su inducida embriaguez, por las de una parra de vid.
Tras
el asesinato de su hijo, Licurgo quedó tan impuro que volvía la tierra estéril
a su alrededor y todo su reino empezó a pasar una terrible hambruna durante un
año. Hasta que los tracios, por consejo del oráculo de Delfos, le encadenaron y
lo llevaron hasta el santuario oracular del propio dios del vino en lo alto del
nevado monte Pangeo, donde lo despedazaron los caballos salvajes. Su muerte
había proporcionado la corona a Eagro, padre de Orfeo, y a su linaje.
Los
mismos hechos se repitieron luego en otros lugares de Grecia: Argos, Tebas,
Orcómeno... y Dionisio hacía enloquecer a las mujeres de sus opositores, las
sumergía en un estado de manía fanática y desenfrenada en el que se convertían
en asesinas, a las que todo el mundo marginaba después.
Pero
en la cultivada Atenas fue otra cosa. Cuando, al principio, los atenienses le
quisieron impedir el paso, el dios de la espontaneidad hizo que todos los
hombres de la ciudad tuviesen que andar durante días por todas partes en un
ridículo estado de erección que además resultaba dolorosa, de tan tensa...
hasta que el rey Anfictión, hijo de Decaulión, se decidió a recibirle con los
honores que se merecía.
Cuando
le escuchó sin prejuicios, que era lo único que Baco demandaba, se quedó tan
interesado, que se dice que le rogó que se le iniciara en la manera correcta de
tomar vino en conexión con Apolo y las Musas, perfectos complementos de
Dionisio, a fin de alcanzar la alta consciencia a través del placer, en lugar
de entregarse pasivamente al estado de brutal exaltación y a la inconsciencia
vulgar en la que caían las bacantes.
Entonces,
ante Anfictión y un grupo de sabios atenienses escogidos, Dionisio mostró sus
Misterios para iniciados, bien diferentes de las rústicas orgías populares de
vino puro que habían escandalizado a Licurgo por su tosquedad. El iniciador
sutilizaba y transmutaba la energía del vino a través de las reglas que
convertían en una alquimia el Banquete Sagrado o Symposio:
Reunidos
en un local previamente purificado y embellecido, después de que se había
comido la carne y el pan (siempre después, porque no se presentarán las Musas
–decía- ante una mesa de la que no se hayan retirado los restos de comida), los
comensales se purificaban con una lustración.
Y
luego el maestro de ceremonias, el symposiarca, era elegido por todos a causa
de su talante cordial y moderador, tal como libremente se elige en la guerra,
por su autoridad natural y sentido de la estrategia, un jefe indiscutible. Éste
abría la sesión con una invocación al Ser Colectivo que todos conformaban,
haciendo circular solemnemente una primera copa de vino puro entre el grupo
entero, para que la compartieran en comunión, sin tomar más que un sorbo cada
uno.
El
symposiarca realizaba luego ritualmente la mezcla de vino y agua en una gran
crátera o grial, haciendo las ofrendas debidas a los dioses con un cántico de
consagración, mientras que los asistentes, cómodamente relajados, sin atención
a las jerarquías sociales, en ágape de amistad libre (thiasos), adornados con
coronas de hiedra en un ambiente sacralizado y ornamentado con gusto,
escuchaban con atención al aedo, el vate.
El
aedo invocaba poéticamente los poderes de la inspiración y la armonía sobre la
Bebida del Poder, ya que, igual que un buen herrero es capaz de modelar el
hierro con su fuego, sabiamente aplicado, el vino es capaz de modelar el alma
con el suyo, de tal forma que, libre de rutinas y preocupaciones y elevada la
calidad de su atención, cada uno pueda recibir la sabiduría oracular de
Dionisio y Apolo, así como la creatividad bella de las Musas.
El
discurso de apertura del aedo, que podía ser declamado o cantado y acompañado
por música, marcaba un nivel de invocación a la calidad intelectual en la que
debía desarrollarse el resto del “symposion”, en el cual no cabe el desorden ni
la trivialidad (para eso está la autoridad del moderador), aunque sí la rotura
de las jerarquías y convenciones imperantes en el exterior, a fin de que fluya
la sociabilidad inteligente.
Una
vez servidas a todos las copas de vino mezclado y consagrado (Pharmakon),
comenzaba una comunicación cordial, placentera, fraterna y distendida, aunque
propositadamente ordenada, armónica y creativa, en la que cada cual mantenía el
autodominio de la consciencia, aunque dejando sin timidez que su inspiración
filosófica se expresara en una refinada atmósfera comprensiva, intuitiva y
poética, a través de la cual los dioses que nos habitan pudieran hacer aflorar
su verdad y su amor a la mente de los hermanos reunidos en comunidad.
El
moderador daba o quitaba la palabra con amabilidad y firmeza a los que a él se
dirigían, poniendo atención en que no se rebajase para nada el nivel medio de
calidad intelectual que se pretendía conseguir, cuidando de que se estableciera
un grato equilibrio entre el placer y el orden, entre la confianza y el
respeto, al tiempo que se encargaba de seguir mezclando y distribuyendo las
copas según se viera que la vibración general demandaba más agua o más fuego.
Se trataba de llegar a las puertas de la
embriaguez sin caer en ella y, para eso, se distribuían ligeros postres o
frutas cuando el ambiente estaba demasiado cálido, o se limitaba la bebida, sin
posible discusión, a quien ya ha llegado más allá del punto conveniente.
La
sesión se amenizaba con juegos sociales y con danzas y cantos de artistas
contratados, pero lo fundamental era que el banquete no decayera en vulgar
festín, en el cual los placeres de los centros inferiores del cuerpo privaran
sobre los placeres de la sensibilidad y de la mente.
Como
todas las ceremonias sagradas, el symposion iniciático acabaría con una
recopilación y conclusión de las más altas inspiraciones y propuestas en él
expresadas, una profesión de amistad entre los asistentes, un agradecimiento a
las potencias sutiles inspiradoras y a los organizadores materiales del evento,
y un cierre sacramental.
Esto
era lo que ocurría con Dionisio entre las clases refinadas de Atenas y los
iniciados de Eleusis, quienes, usando rituales de control semejantes, se
atrevían a ingerir sacralmente, también, otras sustancias mucho más fuertes,
como el Kykeon, compuesto con cebada, menta y un extracto del ergot o
“cornezuelo del centeno”, un hongo que también se da en cereales silvestres y
que produce un estado extático visionario, el cual, bien conducido por una
sabia ordenación colectiva, permitía viajar por los Olimpos o los Infiernos de
la mente sin perder la consciencia ni la memoria de lo sentido.
Después
de experiencias como aquella, en las que había sentido claramente que era una
consciencia que podía separarse de su cuerpo, e incluso vivir sin él, Orfeo no
podía dudar de que tanto el ser de Eurídice como su propio ser eran algo que
iba mucho más allá de la carne mortal; algo cósmico, sabio e indestructible, lo
cual le reafirmaba en su búsqueda.
En
las montañas de Tracia, sin embargo, en Frigia, en Tebas, en Cadmea, los
festivales de Dionisio se regaban con vino puro, cerveza de hiedra y poderosas
sustancias vegetales procedentes del monte; Apolo brillaba por su ausencia y en
ellos se cometían toda clase de excesos.
Orfeo
conocía muy bien, como artista, el estilo dionisíaco elemental, el vivir al día
siguiendo los dictados espontáneos del corazón, sin pensar en el mañana, por
tantos artistas practicado en todas las culturas y épocas. Que también es la
filosofía de los que afirman que lo único que tenemos es el aquí y el ahora, la
filosofía del “bástele a cada día su afán” y del disfrutar la propia libertad
sin atarse a falsas necesidades creadas, ni a la vanidad del tener por tener,
ni al miedo a la inseguridad en un mundo sin seguridad posible, ni de hipotecar
el presente a un futuro que no se sabe si llegará.
El
artista arquetípico se asemeja a la cigarra que canta a la belleza del verano,
sin preocuparse de acumular para el invierno, como hace la sensata hormiga,
convencida la animosa cantora de que siempre acabará encontrando una solución o
que, en último caso, más vale vivir ciclos de poco tiempo y gozándolos a plena
libertad y creatividad, puesto que la vida es abundante, generosa y eterna...
que intentar alargar innecesariamente una encarnación, primando la cantidad y
no la intensidad del tiempo vivido, a base de centrarse en la preocupación por
la escasez y de esclavizarse a la prevención de las necesidades materiales de
hoy, de mañana y, por si acaso, de los próximos cuarenta años.
Durante
toda su juventud, Orfeo había vivido de una manera dionisíaca y entre gentes
dionisíacas, como sus compañeros argonautas, apurando al máximo la copa de la
intensidad vivencial.
Sin
embargo, al igual que Hércules, los errores cometidos, así como los
sufrimientos y cargos de conciencia causados por la muerte de las personas más
amadas, les hicieron plantearse una cierta necesidad de poner algo de cauces y
límites al desenfrenado torrente de la pasión de vivir, a fin de conseguir una
cierta estabilidad y paz interior, un poco de calma en el propio ritmo, que
permitiese tomar las riendas de la propia vida sin dejarse, simplemente,
arrastrar por el propio temperamento y circunstancias.
Sentía
esa necesidad de autodominio, de centrarse en la luz de las virtudes personales
y de las tendencias más positivas, para poder controlar mínimamente el propio
destino y realizarlo, tal como si fuera la búsqueda del equilibrio de Apolo en
nuestro interior, lo que también, para quien hubiese participado en un
symposion ateniense, podría llamarse el estilo dionisíaco superior.
El
bardo, sin embargo, como gran artista que era, sabía que la expresividad sólo
se logra a base de contrastar en toda su riqueza los más intensos opuestos
aparentes, y no escogiendo uno y castrando al otro. Además era consciente de
que Apolo y Dionisio, como todos los arquetipos, no son opuestos sino
complementarios, como lo solar y lo lunar, como lo masculino y lo femenino, lo
racional y lo intuitivo... En el santuario de Delfos, ombligo y centro del
mundo heleno, se adoraba como dios principal a Apolo durante los meses
luminosos del año y a Dionisio en los oscuros.
Su
maestro, el noble y sabio centauro Quirón, además de ser jefe del clan pelasgo
del Caballo dirigía la antigua fraternidad de los Hijos de Crono, una
fraternidad que intentaba preservar la sabiduría y los valores esenciales de la
antigua Pelasgia, al tiempo que los adaptaba a lo que tenía de mejor la nueva
cultura helénica, presidida por Zeus Olímpico.
Su
escuela en el monte Pelión de Tesalia, horadado de cuevas, trataba de cultivar
la inteligencia, el autodominio, la nobleza y la espiritualidad humana,
equilibrándolas todo lo posible con la fuerza, la habilidad y la agilidad del
cuerpo animal dentro del cual habita nuestra consciencia. “Mente sana en cuerpo
sano” era su lema, y su emblema, un arquero dirigiendo al cielo su flecha,
quien, de la cintura para abajo era un potro encabritado.
El
potro encabritado representaba el cuerpo emocional, agitado dentro del cuerpo
físico, ambos desarrollados por las dos razas anteriores, El arquero era la
representación del objetivo de desarrollar el mental de la Quinta raza, la
actual. La flecha apuntando al cielo significaba que el desarrollo del mental
no podía parar en el intelecto, tenía que apuntar hacia el cuerpo intuitivo del
Alma. El maestro del clan de los hombres-centauro dijo un día a Orfeo que el
hombre era un dios que podía experimentar su propia manifestación en la Tierra,
por él creada, sintiéndola a fondo, porque para ello se había preocupado
también de construirse un cuerpo sensible a los cuatro elementos que conformaban
este plano, ya que estaba hecho de tierra, de sangre, de aire y de pasiones.
-Tienes
un cuerpo, tienes deseos, tienes emociones, tienes pensamientos y recuerdos
–decía Quirón-, pero tú no eres ni tu cuerpo, ni tus deseos, ni tus emociones
ni tus recuerdos... Todo eso se disuelve algún día y regresa, como átomos, al
repositorio de la eterna materia cósmica, la arcilla con la que el Creador
modela las infinitas formas…lo que tú eres, de verdad y siempre has sido y
serás, es el puro centro de atención consciente que percibe todas esas formas y
no formas... o ayuda a modelarlas.
No
hay nada que puedas hacer para convertirte en esa consciencia divina que
siempre has sido, porque ya lo eres -le confió el centauro antes de marcharse
Orfeo del Monte Pelión-. Ninguna de las disciplinas de guerrero que aquí
estuviste aprendiendo sirve para acrecentar a lo que ya eres ni un ápice; luz
es luz, no existe media luz... tus disciplinas sólo sirven para que no te
olvides, por mucho tiempo, adormecido en el sueño del mundo, hecho de
sensaciones prejuicios , miedos y creencias, de que siempre serás exactamente
ese centro de consciencia atenta y despierta, por mucho que tu periferia, a
veces, se duerma y se tome demasiado en serio sus pesadillas...
61-
IBERIA INTERIOR
Para
cuando el bardo empezó a caminar por el Camino de las Estrellas propiamente
dicho, su Canción Occidental ya estaba muy desarrollada y el laberinto sonoro
estiraba y alargaba su forma de ocho para volverse una línea de intensidades
ondulantes, desde la pirenaica Iaca hasta el corazón del País de los Gal en
Oestrymnis, al borde de la costa oceánica.
Ciento
diez estrofas tenía el poema musical y cada una conformaba una estación del
Camino Evolutivo del Hombre en la Vida. El conjunto era una obra en la que se
unían su conocimiento iniciático, su intento de equilibrar a Dionisio con Apolo
en todo y su amor irreductible por Eurídice, un amor que le empujaba
incansablemente hacia delante, convencido de que todo lo que una mente humana
ansía conseguir, incluso la resurrección del ser amado, puede conseguirse si se
mantiene firme la propia fe en la posibilidad de la consecución.
Imaginaba
como Eurídice caminaba todo el tiempo, invisible pero presente, a su lado
izquierdo. Se conectaba a su inspiración cuando componía y le dedicaba sus
conclusiones tras los ensayos; hablaba con ella, le pedía consejos y él mismo
se respondía. Se acostaba de noche abrazando su mochila como si abrazara la
tierna calidez de su amada.
El
seguir el Camino del Sol cada día, viéndolo desaparecer por la tarde ante sí,
para de nuevo nacer cada mañana a sus espaldas, daba fuerza a su convicción de
que la vida es eterna y de que la extinción no es sino una fantasía de mentes
rendidas, ignorantes de la divinidad esencial que reside en cada ser humano.
Los
habitantes de las regiones interiores del norte de Iberia por donde iba pasando
Orfeo en su largo camino sacrificaban chivos, caballos y guerreros enemigos
prisioneros, cuando los tenían, sobre aras de piedra, a un tal Cosus (al tracio
le parecía idéntico a Marte, el dios de la guerra de su país, que los griegos
adoptaron también).
Hacían
hecatombes de cada especie, igual que los griegos, y mezclaban con vino o
cerveza la sangre de sus más valientes enemigos degollados ante el altar, para apoderarse
de su valor al bebérsela.
A
Orfeo le repugnaban los sacrificios humanos, e incluso todos en los que corría
la sangre, aunque fuese de animales. Pero no sólo aquellos bárbaros los
practicaban, por todas partes se hacían y también en su propia tierra. Tracia
criaba muy duros y fieros luchadores que eran contratados como mercenarios por
muchos reinos.
Aunque
los Íberos tenían una sociedad matrilocal bastante igualitaria y no existía el
matrimonio, se notaba un cierto predominio de los varones en aquellas tribus de
belicosos pastores que tal vez no hacía mucho tiempo que dejaron el nomadismo.
Realizaban muchas competiciones gimnásticas e hípicas, simulacros de combate
equipados con rústicas armaduras pesadas, pugilato, carrera, escaramuza y
combate en formación y tenían el orgullo de hacerlo mejor cuando había un
extranjero como él de espectador.
Estaban
muy acostumbrados a ir a robarle sus alimentos a las tribus próximas cuando se
les acababan y lo que era delincuencia entre los suyos se convertía en honra
cuando el perjudicado era el enemigo ancestral, es decir, el vecino más
cercano. Cuanto peores eran sus tierras, más se dedicaban a la guerra, bien por
su cuenta, bien a sueldo de otros. Y no era nada raro que sus mujeres tomaran
las armas y lucharan junto a los hombres.
Los
condenados a muerte por la asamblea tribal eran despeñados y a los parricidas
los lapidaban fuera de sus poblados, para no contaminarlos con sangre tan sucia
y perversa.
Cuando
dos guerreros se enemistaban y se peleaban con armas estando en campaña, el
caudillo elegido mandaba atarlos juntos por las piernas y enterrarlos hasta la
cintura, uno frente al otro, en un lugar desierto bajo el sol, abandonándolos
después de dejar un palo al alcance de cada uno. Al cabo de dos o tres días, o
uno había matado al otro, o se habían matado los dos, o se habían reconciliado
y ayudado mutuamente a desenterrarse y liberarse de las ataduras.
Los
enfermos, igual que como dicen que se hacía antiguamente entre los egipcios o
los babilonios, eran expuestos en el camino los días de mercado, a la entrada
de las poblaciones, para que quienes pasaran les aconsejaran remedios para su
enfermedad.
En
vez de moneda, se servían del trueque de mercancías, o cortaban una lasca de
plata y la entregaban. Orfeo había ido agotando sus reservas y con frecuencia
cantaba y tocaba en las plazas de los poblados, consiguiendo, cada vez que se
formaba un gran corro a su alrededor y que alguien le invitase a compartir su
casa y su comida.
Raramente
tenía que pagar por estos servicios y así fue acumulando en una bolsa de cuero
las propinas en lascas de plata que quienes más admiraban su música echaban en
la funda de su lira, colocada a sus pies.
62-
LA LLANURA SIN FIN
Después
de abandonar las últimas estribaciones de los Pirineos Vascones, Orfeo llegó a
una tierra llanísima, ardiente en el verano, fría en el invierno, poblada, aquí
y allá, por bosques de encinas (a veces habitados por manadas de jabalíes), que
se alternaban con largos páramos estériles.
Tuvo
que dedicar incontables días a atravesar aquellas áridas e inacabables llanuras
que conformaban el altiplano central de Iberia al sur de los Pirineos
Cántabros, donde la falta de estímulos externos obliga a los caminantes a
volverse hacia adentro, a interiorizar y a meditar.
Sólo
al caer la tarde, en las casas campesinas o en los pueblos, donde todo el mundo
estaba acostumbrado a acoger a los peregrinos, encontraba algo de distracción y
de calor humano. A veces los lugareños u otros peregrinos convidados, contaban
historias junto a la lumbre.
Una
noche se acogió a la cabaña de un cordial ermitaño que había hecho la ruta
sagrada entera desde el norte de la Galia cuando era más joven. Su experiencia
personal de autoencuentro había sido tan intensa que decidió abandonar cuanto
aún le ataba a su país y establecerse en el lugar más inclemente y solitario de
la llanura para dar servicio como hospitalero a los peregrinos, sin pedir nada,
por puro amor al Camino.
Después
de haberle convidado, junto con otros tres caminantes, a una sabrosa cena con
los productos de su huerta, sin que él mismo hubiese probado más que un poco de
agua, el hombre, contestando a sus preguntas, dijo que sólo cultivaba sus
hortalizas para quien llegara, que llevaba cuatro años alimentándose tan sólo
de líquidos, jugos o caldo, sol y aire, y que se sentía muy bien así. Luego
relató un cuento sobre la Muerte, que hablaba de un ser humano primordial
andrógino, como el de aquel Fanes del principio de la historia de los Atlantes
que contara el pirenaico Jacín, y que era más o menos así:
“Al
principio de los tiempos, el Ser Original (lo dijo usando una palabra que no
precisaba bien el género) había puesto sobre el mundo a un demiurgo, emanado de
sí a su imagen y semejanza, quien, aunque revestido de un pesado cuerpo de
tierra y agua, era inmortal, era sabio y poseía en sí mismo los dos sexos. Tras
milenios de vida sobre este plano, el demiurgo conoció todo cuanto se podía
conocer aquí y empezó a aburrirse y a tener nostalgia del mundo de absoluta
pureza del cual venía. Y cada día estaba más nostálgico, hasta que el Ser
Original le mandó un negro mirlo como mensajero para decirle que, al cabo de un
tiempo indeterminado, moriría, lo cual significaba que podría dejar en la
Tierra su cuerpo de tierra y de agua, enmohecido y lleno de cortezas y musgos
como el de un árbol, para regresar a su origen con su alma.
Efectivamente,
al cabo de unos años y de forma inesperada, una fiebre se apoderó de él, lo
separó de su cuerpo y lo hizo regresar a la dimensión de los Bienaventurados.
Al principio fue muy feliz en el Cielo contando sus experiencias, pero después
sufría, porque igualmente tenía nostalgia de la belleza y la aventura de la
Tierra …y allí no pasaba nunca nada. Así que el Ser Original lo volvió a enviar
aquí.
Cuando
de nuevo enfermó de nostalgia, el Ser Original mandó un rayo que lo partió en
dos mitades: una masculina y otra femenina; y un viento que las separó hacia
extremos distantes del mundo. Así, la nostalgia del Origen fue cambiada durante
años por la nostalgia de la Mitad Perdida.
Ahora
bien, esa nostalgia era tan acuciante y estimulante que, después de recorrer
caminando el mundo entero, ambas partes lograron reencontrarse y refundirse
cuanto posible, con lo cual se acabó el maravilloso y apasionante “Juego del
Amor”, que es como habían dado en llamar al juego de su mutua búsqueda.
Entonces
volvieron a aburrirse tanto que sólo se divertían peleándose y perdonándose
continuamente, hasta que El Ser Original envió de nuevo al mirlo para decirles
que, a partir de ahora, la Muerte vendría a por ellos cada cien años, para que
no les diera tiempo de sentir tedio.
Y
la siguiente vez que los mandó a la Tierra, el Ser Original no sólo los colocó
en lugares muy opuestos y escondidos (para que tardaran más en encontrarse),
sino que, además, les quitó gran parte de su inteligencia y los rodeó de muchas
limitaciones, para que tuviera más dificultad y emoción su corta experiencia
sobre la vida y encontrasen la armonía a través del conflicto, el apoyarse
mutuamente, el perdón y la reconciliación. Además hizo que de su unión, cuando
por fin se encontraron, salieran hijos, cuya crianza en aquellas nuevas
condiciones les obligase a tanto servicio abnegado, que ya no les dejaba tiempo
para aburrirse.
Como
la experiencia había dado tan buen resultado, El Ser Original dispuso que todos
los animales que naciesen sobre la tierra fuesen también macho y hembra,
estuviesen rodeados de muchas limitaciones que les hiciesen desarrollar la consciencia
rápidamente y muriesen.
En
algún momento indeterminado, la Muerte venía por los seres humanos y animales y
se los llevaba, mientras que sus hijos permanecían y seguían reproduciéndose.
Después de un tiempo en el Cielo, la Muerte también cortaba su vida allí y los
hacía renacer en la Tierra, animando alguno de los cuerpos que sus hijos
engendraban, de tal manera que, al cabo de un cierto tiempo, reconocieran a su
Otra Mitad.
Cuando
creció mucho el número de mujeres y de hombres sobre la Tierra, el Juego de La
Búsqueda del Amor, por un lado, y el trabajo para la consecución de lo que se
consideraba necesario para vivir bien, por otro, se hicieron tan absurdamente
competitivos, acumulativos, complicados e insaciables, y de tal manera se
perdió el recuerdo del verdadero sentido de la existencia, que, para satisfacer
las demandas insaciables de gula y lujos de la gente que amaban, los seres
humanos casi destruyeron el planeta, por medio de guerras y de explotación
desmedida de los reinos mineral, vegetal y animal, sin que eso sirviese para
hacerles más felices, pues la mayoría se moría muy tristes, decepcionados,
insatisfechos y aburridas, sin haber conseguido satisfacer sus ambiciones
artificiosas e ilimitadas, por mucho que buscasen y trabajasen.
Entonces,
El Ser Original, siempre compasivo, mandó de nuevo a su mirlo a la Tierra para
avisar a la Humanidad de que, a partir de ahora, no necesitarían pasar tantos
trabajos en buscar o producir comida de tierra y agua para vivir, ya que, si
unicamente se mantenían centrados en jugar el Juego de la Búsqueda del
Verdadero Amor, les bastaría respirar profundo y abrir sus ojos, con toda
atención, a los primeros rayos del amanecer y a la belleza del mundo para
alimentarse.
Con
alimentos tan ligeros y sutiles, sin tener que trabajar y pasando su tiempo en
convertir todo este mundo, incluyendo todos los reinos de la Naturaleza, en un
mundo de Armonía y Paz, lo que supondría pasar del Amor Humano al Amor
Incondicional Suprahumano, una octava superior de consciencia, no se
aburrirían, ni enfermarían, ni envejecerían y su estancia en la Tierra, hasta
que la Muerte fuese a por ellos para renovarles, podría alargarse a trescientos
años de cada vez.
El
mirlo iba muy contento a llevarle esas excelentes noticias a la Humanidad, pero
al llegar a la Tierra se encontró con que su alma, igual que la del hombre, se
había escindido en dos en aquel mundo e, inesperadamente, sintió y vió llegar a
su Otra Mitad volando por el aire convertida en una hermosa hembra de su
especie. Sus hábitos e instintos anteriores fueron más fuertes que su sentido
de responsabilidad por la misión que traía. El mirlo voló apasionado tras ella,
y después de muchas peripecias consiguió unirse con ella. Hicieron un nido,
tuvieron crías y el mirlo estuvo tan ocupado buscando alimento convencional, y
aquel alimento pesado enrijeció tanto sus percepciones, que se olvidó por
completo del mensaje que traía para la Humanidad.
Por
causa de ello, los hombres y las mujeres, y los animales, continúan trabajando
duro y destruyendo la naturaleza para conseguir pesada y nociva comida hecha de
tierra y agua, en lugar de alimentarse de aire y sol como correspondía a este
ciclo, y eso nos produce enfermedades, envejecimiento y muerte muy
prematuramente, sin que casi ninguno de nosotros se haya podido enterar de que
podríamos vivir perfectamente sanos, libres y vigorosos, en lugar de perder
nuestro tiempo de vida en tantos trabajos innecesarios e irresponsables, hasta
que tuviésemos los trescientos años que nos fueron concedidos por la Vida para
poder dedicarlos por completo al Gran Juego Evolutivo del Amor”.
Durante
aquellas caminatas por la llanura en las que parecía que jamás iba a llegar a
aquella encina que había entrevisto en el horizonte por la mañana, Orfeo pensó
y pensó como no había pensado en su vida, a pesar de lo mucho que cantaba para
no pensar.
Y
hubo en su remolino mental algunos momentos tan pesados y desanimadores, que se
sintió tentado de abandonar aquel loco empeño en el que se había metido y
regresar a su casa para vivir una vida común y normal, como la de todo el
mundo. Pero aguantó, a base de convertir sus pensamientos en canciones a toda
voz, y acabó por adaptarse a la meditación caminera y cantora por el desierto y
hasta a encontrarle gusto. Incluso se sorprendió de sentirse lleno de
entusiasmo.
Varios
días después, afortunadamente, comenzó a ver de nuevo como el terreno se
ondulaba, aumentando la variedad de la vegetación. Al otro lado de un río
próximo había un pueblo amurallado ante el cual discurría el camino. Desde
lejos, se oían los gritos de la chiquillería y se sentía el olor de la comida
que se estaba cocinando en las primeras casas. Orfeo se puso muy contento y
apretó el paso.
En
la entrada del pueblo, los guardianes le obligaron, tras tener que aceptar un
registro, a dejar su espada corta con ellos si quería acogerse a su
hospitalidad… y tomó la mala decisión de acceder, porque estaba hambriento.
Al
día siguiente, la reclamó a la salida, pero el jefe de la guardia, un hombre
barbado, ordenancista y duro como una piedra, le respondió que sólo se la
devolvería cuando saliera de su territorio por el mismo camino por donde había
venido.
-Pero
si yo voy hacia el Oeste, muy lejos... –dijo Orfeo- ¿Cómo voy a ir desarmado?
-Ningún
forastero puede cruzar nuestro territorio con armas ni cazar en él desde hace
dos días y hasta nueva orden del Consejo –respondió-. Pero no temas, nosotros
mismos protegemos a los caminantes y les damos de comer si lo piden.
Orfeo
insistió, intentó negociar, rogó, amenazó, pero aquel hombre se sentía más
importante cuanto más pesada e impositiva era la ley que interpretaba con su
propia rigidez, así que fue como hablarle a un muro. Finalmente, hizo un gesto
y cuatro hombretones armados rodearon al tracio sin aparente agresividad, pero
mirándolo de arriba hacia abajo en diagonal.
-Si
quieres tu espada te la daremos, pero no sigues adelante, te vuelves. Si pasas
sin ella no la necesitarás y a tu vuelta te estará esperando. Esas son tus
opciones. Escoge.
Dadas
las circunstancias, escogió pasar adelante sin su espada, pero durante todo el
día se sintió vejado y castrado. En un bosque recogió un palo largo para que le
sirviera de defensa contra los perros y los lobos, pero no se atrevió a sacarle
demasiada punta para no tener problemas con los siguientes guardias. Hizo bien,
porque debía ser un momento de guerra o de conflicto en aquellos parajes y cada
aldea estaba vigilada.
-Hay
un grupo de bandidos forasteros en la montaña –le dijo un vecino que le dio hospitalidad-.
Han secuestrado a una mujer de este pueblo que cultivaba su campo y han
asesinado a un pastor de otro pueblo del lado oeste y se han llevado sus
cabras, y a su compañera y sus hijos, para venderlos como esclavos. Por eso no
se deja pasar a más forasteros con armas. Pero ya se han enviado guerreros a
buscarles.
Orfeo
se quedó allí el día entero hasta que, al atardecer, los guerreros del pueblo
regresaron cansados y con las manos vacías. Su anfitrión le aconsejó que
esperara un día más. Por la tarde, los jinetes volvieron a presentarse diciendo
que no habían encontrado nada nuevo y que el camino estaba despejado. Orfeo
preguntó al jefe si podía seguir.
-Puedes...
bajo tu propia responsabilidad. Yo esperaría un par de días más, hasta que se
confirmara que ya no andan por aquí.
Orfeo
sólo tuvo paciencia para esperar uno. Cuando le volvieron a decir que el camino
se veía vacío de extraños, decidió seguir. A la mañana siguiente, luego que
salieron las patrullas, se despidió de la amable familia que le había acogido y
comenzó a caminar hacia unas montañas que había en el horizonte. A mediodía se
cruzó con los guardias, que regresaban al pueblo definitivamente.
Esa
noche durmió a un lado del camino, envuelto en su capa entre unas rocas. Al día
siguiente comenzó a ascender una montaña bastante alta.
Cuando
estaba a punto de coronar la cima, salieron de repente del neblinoso bosque
cuatro bandidos cubiertos de pieles de venado, que se desplegaron en
semicírculo armados de lanzas con puntas de hierro y las dirigieron hacia él,
haciéndole gestos de intimación, con unas caras aún más endurecidas que el
hierro, cruzadas por rayas pintadas con tizones de la hoguera, en las que se
podía leer una total carencia de piedad.
Orfeo
vio que poco podría hacer contra ellos con su palo sin punta, así que se
decidió rápidamente por intentar hacer el mago.
Recordando
que había logrado en su Tracia natal que hasta algunas fieras de los montes se
amansaran ante su música, echó mano de su lira, solicitó con fuerza la protección
de Hermes y se plantó bien erguido en medio del sendero, concentrado en tocar
con maestría un himno que había ido componiendo en honor del Dios de los
Caminos, mientras sonreía al mismo tiempo, para no mostrar temor. Los cuatro
facinerosos lo miraban sorprendidos de que no corriera, y, por lo mismo, no
llegaban a acercarse demasiado.
Uno de ellos, el que más brutal parecía, rugió
como un oso y le arrojó su lanza, que quedó clavada y vibrando en el suelo,
entre los pies abiertos del bardo, quien, convirtiendo en una estrofa cantada
su confianza en que nadie podía hacerle daño y que los dioses estaban con él si
él lo creía sin la menor duda, la fue repitiendo en distintas tonalidades,
manteniendo el ánimo en su voz y convirtiéndola en una melodía tan enérgica e
imperiosa que, viéndole tan seguro de sí mismo, casi amenazante, los cuatro
energúmenos lo tomaron por un hechicero poderoso, perdieron de pronto su valor
y se dispersaron, ocultándose de nuevo en el bosque y dejando abandonada una
lanza más en su supersticiosa fuga.
Orfeo respiró aliviado y recogió ambas lanzas,
separó las hojas de sus palos y con las mismas cuerdas que las unían, las anudó
en aspa formando una cruz. Luego clavó la hoja de abajo en la punta de un largo
y delgado tronco de árbol que alguna tormenta había desgajado y lo levantó
sobre la cima del monte, en agradecimiento a Hermes, asegurando su base contra
los vientos con una pirámide de piedras que, unas sobre otras, fue acumulando.
Tras
ello, repitió jubilosamente su himno al dios y siguió su camino, pensando que
no necesitaba armas y que la mejor arma era su propia seguridad de que nada
malo podría ocurrirle.
Pero
poco duró su contento y su convencimiento porque, en cuanto reemprendió la
marcha, se vio rodeado de pronto por otros ocho matones, traídos por los cuatro
de antes, los cuales, sin darle la posibilidad de ponerse a tocar su
instrumento, cayeron sobre él, lo inmovilizaron y se lo llevaron a golpes y
trompicones montaña abajo, bastante adentro de un bosque que descendía por un
barranco hacia un profundo cañón rocoso, donde dos guerreros más custodiaban un
redil improvisado entre la cañada y el río, en el que había un grupo de
caballos, una manada de cabras, dos mujeres y dos niños, atados y también
amordazados. El fragor del torrente ahogaba los balidos y los relinchos de los
animales.
Lo
pusieron con el resto de los prisioneros, amarrándole las manos a la espalda y
dejándolo con el pecho contra el suelo, de tal manera que su cuello estaba
atado al mismo palo que sus piernas dobladas hacia atrás. También le metieron
un trapo en la boca, de modo que ni parlamentar con ellos podía.
Agotada
la tarde, cayó sobre el barranco una sombra angustiosa, húmeda y fría, que
calaba los huesos. No le dieron de cenar, a pesar de que les sobraba comida y
de que sí alimentaron a sus compañeros con carne de cabra cruda, ya que no
querían encender fuegos. Intentó soltarse de muchas maneras, pero parecía que
sólo conseguía que los nudos le apretasen más dolorosamente. La angustia se
apoderó de él, pero si le prestaba atención, se volvería loco; así que para
colocar su mente en otra cosa, cantó y rezó mentalmente toda la noche.
Cada
vez que un pensamiento de desesperanza le atacaba, hacía una llamada interior a
la Diosa y luego rezaba a Hermes; en cuanto se tranquilizaba algo, seguía
cantando dentro de su cabeza todos los himnos religiosos que recordaba,
repitiéndolos y repitiéndolos.
Daría
cualquier cosa por poder aliviar su tensión tocando la lira, pero, como era lo
primero que le habían quitado, se contentó con imaginarse que la tocaba y,
cuando ya las oraciones formales no conseguían interrumpirle más los
pensamientos, se concentró en repasando toda la Canción Occidental
perfeccionándola a plena creatividad, hasta los más mínimos detalles.
Finalmente, logró quedarse dormido.
………………………………………
PARTE
CUARTA:
EXPERIENCIAS
GALAICAS
………………………………………………………..
63-
EL RESCATE
Al
amanecer hubo un gran clamor y, de repente, sus captores fueron atacados por
otra docena de hombres armados que surgieron del bosque por las cuatro
direcciones, dando una violenta pero ordenadísima carga con lanzas, hachas
arrojadizas y espadas.
Desde
su incómoda posición Orfeo no podía ver lo que estaba sucediendo, pero se
sorprendió de que los atacantes parecían estar cantando, y bien afinados,
mientras sonaban duramente los hierros con que luchaban.
El
bardo consiguió arrastrarse trabajosamente sobre el suelo, a pesar de
encontrarse totalmente amarrado, hasta un punto de su encierro desde donde era
posible contemplar parte del campo de batalla.
Tras
el primer choque devastador y sangriento habíase trabado un ruidoso cuerpo a
cuerpo encarnizado en el que, más que una batalla general, parecía estarse
librando un corto número simultáneo de duelos singulares entre campeones, que
eran ayudados por sus hombres.
Ese
fue el momento en que, además de los cánticos, Orfeo comenzó a oír una gaita
que los acompañaba, realzando sus ritmos y su intensidad.
Finalmente,
con escasos bandidos huidos y la mitad destrozados por el suelo, sólo quedaron
en pie sus tres jefes, los tres vistiendo pieles de venado y adornados con
cuernos sus cascos. Rodeados por aquellos guerreros que cantaban al son de la
gaita, tuvieron que luchar, uno a uno, con el que parecía el líder de éstos, un
hombre bajo y ancho con el pecho desnudo, cubierto con un morrión negro simple
y un escudo redondo, que se movía, sin dejar de cantar, con una perfecta
combinación de ritmo, fuerza, técnica, engaño y flexibilidad felina.
Parecía
limitarse a defenderse durante breve tiempo, con la mayor calma y atención, de
los embates contrarios, desviándolos o esquivándolos, bien protegido por su
escudo, mientras giraba corriendo alrededor, como danzando al ritmo de la
música, y lanzando golpes bajos seguidos contra las piernas del enemigo,
acompañados de constantes subidas de tono de su canto, que desconcertaban y
ponían nervioso al oponente.
...Hasta
que de pronto, percibía su oportunidad, superponiéndose a su adversario con un
inesperado salto silencioso hacia arriba, para descargar desde el aire, como un
rayo, una extraña espada corta y ligeramente curva que casi parecía una hoz.
Despachó
así a los dos primeros con una sola rápida estocada a cada uno y al tercero con
dos: una en punta, que le penetró por el costado, y otra diagonal en tajo,
inmediata, que le segó la cabeza en cuanto se contrajo.
Sus
compañeros le aclamaron con otro cántico triunfal y luego se dedicaron a
escudriñar el campamento. Dos de ellos soltaron a Orfeo, lo ayudaron a ponerse
en pie y lo llevaron ante el guerrero del morrión negro, que ya estaba
recibiendo el agradecimiento de los otros prisioneros.
El
campeón entregó solemnemente al mayor de los niños liberados, delante de su
madre, el ensangrentado casco de cuernos de venado del jefe de los bandidos,
como constancia de que se había hecho justicia a su protector asesinado.
Cuando
terminó de consolarles, se volvió hacia el tracio, quien se fijó entonces que
llevaba en el cuello un collar hecho con una sola pieza de oro macizo abierta
por delante, con los extremos en forma de bellota, seguramente signo de su
jefatura.
-Estás
libre, viajero. Ayer escuchamos tu bella música en la cima de la montaña y
llegamos justo a tiempo para ver desde lejos como te capturaban aquellos
bestias, incapaces de apreciarla y de tratar a un bardo con el respeto sagrado
que se merece.
No
quisimos intervenir inmediatamente y os seguimos, porque necesitábamos saber
donde tenían a los prisioneros que buscábamos y al ganado. Luego nos mantuvimos
al acecho durante la noche y sólo aguardamos la hora más adecuada para
sorprenderles.-
Orfeo
se inclinó, extendiendo las manos.
-Mi
nombre es Orfeo de Tracia. Decidme, por favor, cual es el vuestro y vuestra
nación, ilustres señores, para que pueda honrarlos toda mi vida con mi
agradecimiento.
-Somos
los Brigmil, Orfeo de Tracia, una fraternidad andante de guerreros. A mí me
llaman Aito, “El que Dice la Palabra” y, aunque procedemos de distintas tribus
de oestrymnios y saefes que habitan el Extremo Occidente, no dependemos de
ninguna. Nuestra nación son los caminos sagrados y nuestros verdaderos
compatriotas, las gentes que, igual que nosotros, se aventuran a caminar por
ellos para encontrarse. Volvemos de una campaña en la que nos hemos dedicado a
limpiar el Camino de las Estrellas de bandidos que impiden la libre circulación
por él a los viajeros y peregrinos que quieren llegar a nuestra tierra.
Orfeo
se fijó también en que en el escudo del campeón se veían dos lobos negros al
acecho sobre un fondo azul de noche estrellada y recordó que ya había oído
antes la palabra Brig o Breogh, Bhergh o Brigante, referida a conceptos tales
como alto, elevado, fuerte, valiente o noble; y también Mil como guerrero. De
manera que, con el aire más digno y sus más corteses maneras, respondió:
-Estoy
en deuda de vida con vosotros, Aito, “El que Dice la Palabra” y compañía, y
sinceramente sorprendido por vuestra maestría inigualable en la lucha y
admirado de como todos lograron mantenerse cantando tan bien mientras
peleaban... Quisiera poder haceros un gran presente, pero sólo tengo mi música.
Si me permitiéseis conoceros un poco, sería un honor para mí componer un himno
de agradecimiento y dedicároslo.
Los
guerreros que podían entenderle explicaron a sus compañeros las palabras de
Orfeo y todos parecieron complacidos con la propuesta del himno. El líder
ofreció al bardo la protección del grupo durante el cruce de las montañas que
llevaban al País de los Gal, que era el trayecto más propicio a emboscadas, ya
que ellos iban en la misma dirección que él durante un buen trecho.
Orfeo
aceptó la escolta encantado y pasó el resto del día en aquel barranco, que
desde entonces se llama “Mata-Venados”, escuchando el triste relato de su
tragedia a la mujer y a los niños a quienes les habían asesinado al hombre que
intentó defenderles. Luego se sintió agotado, comió lo que le dieron y estuvo
varias horas descansando de la horrible noche anterior, junto a los tres
guerreros que se habían quedado a protegerles y a vigilar el ganado, uno
visible y los otros dos escondidos entre los arbustos, mientras el jefe y otros
dos jinetes llevaban a su pueblo a la segunda de las mujeres liberadas y el
resto buscaba a los bandidos huidos por los alrededores.
Por
la tarde, regresaron ambos grupos y, en lugar de arrojar a los buitres los
cadáveres de los vencidos, como parecía ser la costumbre ibérica, tanto fueran
enemigos como amigos... los colocaron dignamente sobre pilas de leña y los
quemaron, mientras todos cantaban cantos fúnebres alrededor, acompañados por
concentrados rezos con los que, seguramente, intentarían calmar o despistar a
los espíritus de los muertos que buscaran su venganza, como hacían los griegos.
Terminada la ceremonia, el jefe Aito dio órdenes de que todo el mundo se
trasladase hasta el borde del camino, para hacer nuevo campamento en una zona
más alta y despejada.
Así,
organizaron el rebaño y los caballos, recogieron sus pertrechos y ascendieron
trabajosamente toda la montaña entre los bosques, llegando de nuevo al camino y
a la cima donde Orfeo había hecho su cruz de lanzas sobre un poste antes de ser
aprisionado (la cual, desde entonces, a lo largo de los años, ya ha sido
renovada muchas veces por los peregrinos, que suelen dejar al pie del madero
una piedra en honor al Guía de los Caminantes...). Pero el líder no quiso hacer
campamento allí, por tener una zona muy boscosa alrededor, y prefirió que
siguieran el camino hacia el oeste mientras hubiera luz.
Poco
antes del atardecer, Aito escogió una posición despejada, elevada y defendible
como campamento, desde la cual se divisaba un imponente fondo de cumbres
nevadas, y dispuso guardias dobles con bocinas alrededor, no temiendo permitir
que encendieran fuegos, ya que hacía verdadero frío. Luego, todos los que no
estaban de servicio se relajaron y prepararon una cena frugal, Antes de
servirse, la agradecieron con uno de sus bien armonizados cánticos, en un claro
y sonoro lenguaje que parecía bien distinto de aquellos que Orfeo había
escuchado en Iberia hasta ese momento.
Hubo
un total silencio mientras comían. Al final, y tras recoger y limpiar todo sin
dejar el menor rastro, cantaron de nuevo. Aito se dirigió entonces a Orfeo,
ante todo el grupo, e inquirió, en lengua franca:
-Viajero,
dinos, por favor, para que todos lo escuchen, tu nombre, tu nación, a dónde te
diriges y por qué viajas.
-Mi
nombre es Orfeo- dijo él para todos-.Vengo de una tierra muy lejana llamada
Tracia. Voy hasta el Extremo del Mundo, con la esperanza de poder acceder al
País de los Muertos, y rescatar de allí al ser que más amo.
Volvió el silencio, Nadie hizo el menor
comentario a sus palabras, ni siquiera un gesto, como si hubiese dicho algo
comprensible, completamente natural y normal.
El
líder llamó entonces a uno de sus compañeros con el nombre de Turos, y ordenó,
simplemente: -“Señor del Gran Camino”.
Desde
el lugar donde se sentaba, aquel joven declamó, frase por frase, algo que
parecía una oración o un poema en lengua franca, que todos acompañaron con muy
buena afinación, haciendo de sus voces una. Enseguida repitieron lo mismo
cuatro veces, pero ya en estrofas cantadas, la tercera en tono más alto e intenso.
Orfeo las fue memorizando, uniéndose, en voz baja, al canto general.
“Señor
del Gran Camino,
Acepta
nuestra más profunda aspiración:
guíanos
al reencuentro con el Alma Amada.
Para
que El Amor resplandezca,
para
que Tu Voluntad sea hecha,
para
que el Nuevo Mundo amanezca”
El
grupo siguió coreando las estrofas, Orfeo sacó su lira de la mochila y dibujó
con ella la melodía bajo el canto. Otros instrumentos musicales, dominados
todos por la fuerza fluyente de una gaita, se le unieron. Cuando todos terminaron,
hubo un silencio lleno de presencias y se sintió como tocado en la frente por
el espíritu de Eurídice y muy a gusto, en compañía de aquella nueva familia. La
música era una vibración que unificaba a todos los pueblos.
Siguiendo
la misma tónica y luego de pedir y obtener licencia del jefe, el bardo tocó y
cantó dos de las más bellas canciones guerreras que conocía, dando oportunidad
a sus oyentes a que también aprendieran sus estribillos y los corearan, lo que
creó un alegre y cordial clima de fraternidad entre ellos y distrajo un poco de
su dolor a la mujer y a sus hijos.
Después,
otros cantores y músicos iniciaron himnos o poemas desde diversos puntos
alrededor de la hoguera, y Orfeo se limitó a acompañarlos como mejor pudo con
su lira, pues ya eran en la lengua de ellos, llamada, al parecer, algo así como
gaélico, galaico o goidélico.
Las
parrafadas de aquel idioma sonaban como si las cantaran, ya que había un cierto
movimiento ondulatorio en sus frases y unos pronunciados giros en las
interrogaciones... “Espiral, eso es una lengua espiral”, pensó. Y se propuso
repetir y tratar de entender su sentimiento. Con su excelente oído estaba muy
bien dotado para los idiomas y aquél era tan música,l que seguro podría servir
para componer canciones excelentes.
Ya
habiendo entrado en calor, algunos de ellos declamaron también en aquella
lengua unos poemas e himnos que parecían ser partes de una misma historia. El
joven Turos vino a sentarse junto a Orfeo, y le tradujo con simpatía algunas
partes especialmente expresivas.
Pudo
percibir entonces que se trataba de la historia heróica de un ascendiente,
llamado algo así como Mil, Nil o Niul, que viajó desde su Escitia natal hacia
el Cáucaso y la Frigia, embarcando para Creta y luego Egipto, donde luchó junto
al Faraón, contra los etíopes. De allí, en compañía de su esposa egipcia,
Scota, regresó al Asia Menor y, por fin, en compañía de sus veteranos y de
otros jóvenes guerreros que se le unieron en el Cáucaso, cruzaron Europa toda e
Iberia, hasta llegar al país de los Gal y al Océano.
Mil
buscaba una Isla Sagrada a la que los sacerdotes egipcios le habían contado que
se podía llegar desde el litoral Noroccidental de Iberia, pero murió sin llegar
a descubrirla.
A
Orfeo le pareció increíble que en aquella región tan remota del extremo
Occidente hubiese quien hablara de lugares situados al otro lado del mundo,
como la Escitia, el Cáucaso, Frigia, Creta, Egipto, los Etíopes..., pero esos
nombres, incluso recitados con otra pronunciación, así como el del Faraón, eran
inconfundibles.
A
una hora prudencial, el líder cerró los cantos con unas frases de reverencia a
sus dioses y todos, menos los centinelas, se dividieron en grupos y se
acostaron a dormir sobre el terreno, depositando las armas a ambos costados de
cada uno. Esa fue la noche más tranquila y confiada que Orfeo había disfrutado
desde su llegada a Iberia y su sueño fue tan profundo como reparador.
Con
el alba, los Brigmil recitaron en voz baja sus cánticos, como saludando el
nuevo día y, tras levantar el campamento, siguieron descendiendo aquella alta
montaña por una pendiente cada vez más pronunciada. Iban en silencio, divididos
en grupos y, aunque no demostraban ninguna prisa, fluían a buen paso. Cada
guerrero llevaba pintados en su escudo un lobo o varios, o cabezas o garras del
mismo animal totémico, el gran cazador de los montes galaicos.
Aquellos
hombres-lobo, sin embargo, llevaban muy bien protegido el rebaño de cabras y la
gente liberada en el centro de su compañía. Los grupos patrullaban
alternativamente la vanguardia, la retaguardia y los flancos, siempre
prevenidos y alertas a cuanto tuvieran alrededor y no dejando las patrullas de
aprovechar la ocasión de recolectar vegetales comestibles. En cierto momento,
salió corriendo del bosque ante ellos corriendo o un bello gamo, pero nadie
hizo siquiera el ademán de apuntar el arco contra él.
Los
Brigmil iban vestidos en su mayoría con telas gruesas de lino de color ceniza,
ceñidas bajo un ancho cinturón ventral de cuero del que pendían daga y hacha,
con los pechos desnudos o cruzados por bandas o capas del mismo lino gris, que
sujetaban la espada y el redondo escudo a la espalda, portando una lanza o dos
jabalinas en la mano. Algunos llevaban morriones pero la mayoría lucía la
cabeza descubierta, a pesar de que no se les veía ninguna de aquellas vistosas
cabelleras ibéricas, sino que tenían el pelo cortado al mínimo. Sólo al
atardecer o al dormir al raso se cubrían con las capas.
Mostraban
una impecable, aunque aparentemente informal, disciplina militar, enorme
espíritu de camaradería y, más que obediencia, verdadera devoción al líder, “El
Que Dice la Palabra”; ya que, aparte de esa especial atención y respeto al
mejor luchador y estratega, que, al mismo tiempo era moderador y elemento
decisorio en las asambleas del conjunto, las relaciones entre todos los demás
miembros del grupo eran de absoluta igualdad, pero sin familiaridad banal.
Orfeo
estaba sorprendido de que, a diferencia de los íberos que hasta ahora
conociera, gente muy bullanguera y ruidosa, y que, al contrario de la mayoría
de los guerreros, que en todos los países solían ser jactanciosos, fanfarrones,
irreverentes y mal hablados hasta la blasfemia, los Brigmil se mostraban muy
silenciosos la mayor parte del tiempo, fuera de sus cánticos, que se entonaban
en momentos puntuales con una cierta solemnidad y veneración. Si hablaban entre
ellos, lo hacían en voz bien baja, de forma mesurada, prestando todos la mayor
atención cuando su comandante o alguno de los lugartenientes daba cualquier
instrucción y sin jamás pronunciar palabras soeces o rudas, ni siquiera
vulgaridades.
Si
un superior tenía que dar una orden sectorial o llamar la atención a alguien,
jamás lo hacía delante de todos, sino que llamaba al responsable y hablaba con
él privadamente y en voz baja.
Por
la tarde llegaron al poblado de pastores donde se había producido el primer
asalto de los bandidos, que ahora tenía ya una pequeña guarnición de jóvenes
arqueros defendiéndolo.
Fueron
recibidos como héroes por los lugareños, que acogieron con gran afecto y
compasión a la mujer y a sus niños, quien subió a un ara de piedra desde la
cual se veían los picos nevados, prendió el fuego con madera olorosa, e hizo
una ofrenda de acción de gracias a sus dioses y de apaciguamiento del alma del
pastor asesinado, colocando entre las llamas el casco de cuernos de venado de
su matador, dejando que ardiera la pira mientras Orfeo cantaba una canción
fúnebre. Luego la mujer atravesó la cabeza del asesino con una vara puntiaguda
y la puso en exposición a las puertas del poblado.
Varias
bandejas de barro con comida cocinada , abundante sidra y jugo de manzana
fueron repartidos entre los Brigmil, la guarnición y los vecinos, que hicieron
sus libaciones a la memoria del muerto, deseándole una nueva vida mejor, ya que
había caído valientemente, en defensa de los suyos.
Allí mismo, dos hombres de la aldea se
ofrecieron a la mujer para sustituirle en cualquier cosa para la que se los
necesitase. El tracio se fijó en que, a diferencia de los vecinos y los jóvenes
arqueros, los Brigmil no tocaron ni las carnes ni la sidra. Aunque sí que
hicieron, por cortesía, el gesto de llevar ate sus labios las libaciones
rituales, no la bebieron, limitándose a servirse pan y alimentos vegetales y a
beber jugo no alcóhólico.
Nenhum comentário:
Postar um comentário