PARTE
QUINTA:
EL
LABERINTO DEL FIN DEL MUNDO
75-
EL FIN DEL MUNDO
Caminó
y caminó por un terreno frondoso y ondulado, evitando los escasos caseríos que
divisaba, pues sólo le interesaba llegar de una vez al Fin del Mundo y
encontrar la playa de sus sueños, aquella del peñón rocoso en forma de uña. Se
detenía sólo para dormir, envuelto en su capa. Nada más alborear, seguía los
valles que enfilaban el oeste entre las viejas montañas plenas de verdor.
Continuaba
ayunando por pura disciplina, sintiendo que necesitaría reforzar al máximo su
voluntad y su autodominio antes de llegar a su meta, pero volvió a beber para
tener fuerzas para viajar; con todo, se sentía como un fantasma que recorriese
un mundo fantasmal en busca de un semejante.
Después
de largos valles húmedos de tierra fertilísima, el terreno iba ascendiendo a
lugares más altos que eran verdaderas selvas de robles y castaños milenarios y
de muchas otras especies arbóreas cuyos nombres no sabía. Afiló el bastón en
forma de lanza con su espada ibérica para precaverse del asalto de los lobos
que aullaban por las noches muy cerca de su hoguera.
Madrugaba
en un mundo de nieblas que sólo a media mañana se iban despejando. En una
ocasión, la densa bruma que desde la espesura de lo alto de la montaña
avanzaba, adueñándose del mundo visible en dos largas lenguas confluentes que
semejaban brazos con garras a él dirigidos, le recordó la doble hilera de
ánimas quejumbrosas provenientes de las crestas del acantilado que había visto
cruzarse en su sueño antes de enfilar las bocas del Infierno.
Justo
en ese momento, se oyeron unos ululares verdaderamente escalofriantes, que eran
respondidos por otros igual de asustadores no muy lejos.
Estremecido,
se ocultó tras un árbol y estuvo al acecho largo rato, espada en mano,
aguardando la horrible aparición de algún monstruo del más allá. Pero nada
ocurrió, ya que sólo se trataba de un pájaro al que en la región llaman cárabo,
que llamaba a su hembra. Durante todo el resto del día y de la noche, se vio
sumergido en un mundo de ensueño en el que avanzaba por el medio de un mar de
niebla espesa que no le dejaba ver nada a quince pasos.
En
otros momentos llovía torrencialmente durante un buen rato. Orfeo se veía
obligado a pasarse largo rato junto al tronco de uno de aquellos gruesos robles
barbados mientras caían gruesas gotas sobre su capa desde las ramas. Pero luego
volvía a lucir el sol con toda su gloria y la tierra se veía más hermosa, sus
colores más diáfanos y sus aromas más intensos tras el lavado.
Cruzó
por un puente primitivo un hermoso río de aguas transparentes, que bordeaba un
paisaje exuberante y encantador y aprovechó para tomar un baño en sus orillas,
ya que sentía la necesidad de purificarse antes de acceder a la última etapa de
su viaje.
El
ayuno prolongado le había dejado tal sensación de ligereza que casi no creía
que fuese a hundirse su cuerpo bajo el agua. Mientras se bañaba, vio dos
nutrias persiguiéndose y una bandada de negras cornejas cruzó ruidosamente
sobre su cabeza.
En
la tarde del tercer día, empezó a bajar desde el monte y, de repente, tuvo una
visión gloriosa: ¡El mar! Un horizonte gris plata ilimitado se extendía ante
él, más allá de montañas y cabos. El mundo de la Tierra Firme estaba llegando a
su término y él era uno de los pocos hombres de su generación que podía decir
que lo había recorrido en toda su extensión, desde el extremo Oriente donde el
sol nace, hasta el extremo Occidente donde muere.
Al
final de la cuesta se abría una playa de arena blanca ante una bahía cuya agua
sabía por fin a sal, lo que le animó muchísimo, aunque sólo al atardecer pudo
ver, por fin, como el Sol se ocultaba tras unas montañas que debían llegar
hasta el Océano. Se sentía muy ligero en medio de su ayuno integral. Colocó
unas cuantas piedras encima de otras sobre las dunas, formando un ara, y
encendió en ella una hoguera para realizar una ceremonia. Con la punta de la
espada se hizo un pequeño corte en el brazo izquierdo y ofrendó unas gotas de
su sangre a Poseidón, dueño de las olas que lamían la playa frente a él; otras
gotas para Hermes, que le había guiado hasta el mar, y otras para Hades y
Perséfone, a cuyos dominios se acercaba.
Era
un rito excepcional, ya que a Orfeo jamás le habían gustado las ofrendas con
sangre, pero también se encontraba en un estado excepcional. Esperaba que las
divinidades, especialmente las infernales -que deben vivir de chupar la energía
de vida de los hombres-, entendieran y apreciaran su sacrificio.
Ofreciendo
su sangre, se ofrecía a sí mismo. “Dioses, hágase en mí vuestra voluntad”
-pensó-. “Yo hice todo cuanto podía hacer para llegar hasta aquí, llevado por
mi anhelo. Puesto que sois vosotros quienes lo habéis provocado y mantenido tan
fuertemente en mí, espero que me sigáis usando como instrumento para llegar a
la conclusión de esta experiencia. Aceptaré todo cuanto me mandéis”.
Se
imaginó revestido con una coraza y un yelmo empenachado, como cuando acompañaba
a los argonautas a un combate, y danzó alrededor del ara, agitando un escudo y
una lanza imaginaria en sus manos, como si danzase alrededor de su propio
túmulo funerario, y arrancándose mechones de cabello.
En
su meditación posterior, se vio a sí mismo colgado por hilos del cielo, como
una marioneta que sus Guías podían manejar sin resistencia.
El
día siguiente se lo pasó atendiendo a sus intuiciones, que le fueron llevando a
contornear las largas y recortadas playas de la bahía interior en dirección
norte, siendo que hacia el sur se divisaba una sierra rocosa y desnuda de
extrañas formas, que tenía todo el aspecto de ser una morada de dioses, como el
Olimpo o el Parnaso, lo que también le atraía mucho.
Pero,
al doblar una de aquellas pequeñas ensenadas vio a lo lejos, entre brumas, la
silueta de un enorme cabo avanzado, semejante a un cetáceo de piedra que se
lanzase a surcar el interminable río Océano y supo, dentro de sí, que era allí
a donde debería dirigirse.
Bordeando
verdes elevaciones desgastadas y campos fértiles, alcanzó el arranque del cabo
a la mañana siguiente y, medio cubiertos por la arena en la playa interior que
la montaña resguardaba de la bravura del océano, descubrió los restos
desvencijados de un navío grande, de típico aspecto mediterráneo y negra proa
curvada en espiral, rodeado de las numerosas embarcaciones ligeras, de madera y
cuero, de los nativos, los pescadores galaicos de la zona.
Detrás
de ellas había un ancho mar de dunas al que se asomaban, entre los muros
derruidos y quemados de un pequeño almacén fortificado o de una factoría naval,
sus chozas circulares de piedra con tejado de paja de centeno, que despedían
apetitosas humaredas.
Se
dirigió a una de ellas inclinando la cabeza y levantando las manos con el
saludo suplicante del forastero y enseguida recibió el abrazo y el beso de la
hospitalidad de dos de los pescadores, un hombre maduro, barbudo y bien curtido
y su hijo.
Compartiendo
poco después el almuerzo con ellos, entendió que el poblado se llamaba Hermes
(seguido de otra palabra bárbara que prolongaba feamente el nombre) y que el
almacén lo habían construido, efectivamente, como una factoría comercial y
sobre un asentamiento fenicio anterior, unos helenos que aún diez años atrás
encontraban muy rentable traer mercancías desde el Sur de Iberia para
intercambiarlas por los minerales preciosos nativos, ya que parecía abundar el
oro en las arenas de los ríos galaicos.
-De
vez en cuando algún navío mercante mediterráneo vuelve a aparecer por la bahía
interior durante unos días preguntando por los Nerios, que es el nombre por el
que nos conocen los griegos- dijo el pescador-, tal vez porque tomaron a
nuestra protectora, la diosa del mar, Navia, por una de sus Nereidas... aunque,
en realidad, nosotros nos llamamos “Los Fuertes”, porque hay que ser muy fuerte
para vivir de la pesca en este litoral tan bravo, con unos vientos tan
desfavorables.
-En
mi tierra sopla el Bóreas que viene del norte y es duro y el Céfiro, que viene
del sur y es suave -dijo Orfeo, por confraternizar con ellos, antes de pasar a
preguntarles lo que le interesaba- ¿Cómo se llaman vuestros vientos?
El
padre y el hijo se miraron dubitativos. Luego habló el hijo, con el cantarín y
sinuoso acento de los Gal:
-Aquí
es mucho más sencillo: o no hay temporal y entonces salimos a pescar, o lo hay
y es imposible salir.
-Vive
algún griego por aquí?
-Vivieron
dos durante seis años -respondió el hijo-. Trabajaban bien y tenían muchos
ayudantes de aquí, recolectando mercancías del interior y distribuyéndolas
mientras llegaba la próxima nave a cargar o descargar, pero los mataron y ya no
hay nadie que se cuide de su almacén.
-¿Quién
los mató? -preguntó Orfeo horrorizado.
-Unos
piratas del norte –el hombre hizo el gesto de escupir al suelo- vestidos de pieles
y con las caras espantosamente pintadas. Llegaron en una flotilla de doce naves
ligeras, que llevaban cabezas de serpiente talladas en la proa. Salvajes,
sanguinarios, malnacidos. No sólo mataron a los griegos, sino a todos cuantos
intentaron oponerles toda la resistencia posible, mientras las mujeres y los
niños huían hacia el interior. Luego saquearon e incendiaron la villa. Al año
volvieron a aparecer otros comerciantes helenos en tres naves, pero al ver lo
que había ocurrido, se marcharon después de hacerles un rito funerario a sus
compatriotas, y ya no regresaron más.
-Lo
que cuentan los abuelos -añadió su padre-... es que la gran época del comercio
naval y del aflujo constante de peregrinos se dio, sobre todo, en tiempos más
antiguos, en los que este puerto era la capital de un orgulloso reino que,
infortunadamente, desapareció una noche bajo las aguas y las dunas, tragado por
una ola enorme con la que la Diosa del Mar quiso castigar la soberbia y la
impiedad de los pueblos que aquí vivían, antes de que esta tierra fuera
conquistada por nuestros antepasados.
Orfeo
preguntó abiertamente, entonces, por el Fin del Mundo de los Vivos y por la
entrada a la Mansión de Hades y sólo obtuvo un aprensivo encogimiento de
hombros del joven, como si no quisiera ni tratar del tema. Pero el padre lo
miró bien adentro de los ojos durante un rato y le dijo:
-...El
reino de Hades pudiera existir o pudiera ser tan sólo uno de tantos cuentos que
los viejos inventan junto al fuego para ayudar a pasar el invierno... pero, si
por ventura existiese, ilustre huésped ¿De qué le serviría a un hombre tan vivo
como tú que alguien supiera indicarte la supuesta entrada a sus portales?
-No
es una simple curiosidad -respondió el vate-. Hace años que no hago otra cosa
sino buscar esos portales. La mujer que amo me aguarda tras ellos y no me
detendré hasta poder estar de nuevo junto a ella, ya sea rescatándola para la
vida o compartiendo con ella la muerte.
Hubo
un largo silencio, en el que el dueño de la casa pareció escudriñar hasta el
fondo la sinceridad o la salud mental del viajero. Orfeo lo captó y quiso
decirle muchas cosas que estaban pujando por salirle del corazón, pero la
elemental lengua franca que usaban entre ellos apenas servía para entenderse
mínimamente, así que pidió licencia, sacó su lira y empezó a expresar con ella
cuanto era incapaz de decir con palabras.
Cuando
terminó, padre e hijo le miraban desde sus asientos, profundamente conmovidos y
con los ojos húmedos y había también lágrimas corriendo por las mejillas de las
mujeres de la familia, que no habían podido resistir el venir a escucharle. El
amor de Orfeo por Eurídice llenaba ahora cada rincón de la modesta casa de los
pescadores, un amor palpable, visible, indudable, un amor capaz de remover y
estimular la capacidad de amar y los sueños del más tosco y seco de los seres.
-Amigo
huésped –dijo el dueño de la casa sentidamente-, considérate en tu propio
hogar, aliméntate y descansa bien, mas por la tarde vete, si quieres, por el
sendero que hay a la derecha de la puerta de nuestra casa, hasta el extremo de
éste que los forasteros llaman el Cabo del Fin del Mundo o Promontorio Ártabro,
y nosotros el Cabo de las Altas Aras y luego, en lugar de regresar, como tantos
peregrinos hacen, asciende a su cima, como ascienden los pocos que saben. Allá
arriba, puede que tu corazón y los dioses que comandan tu destino te digan lo
que te conviene hacer.
Por
la tarde, efectivamente, el bardo pudo contemplar el horizonte ilimitado del
Gran Río Océano desde la punta de un acantilado, que no estaba dirigido hacia
Occidente, exactamente, sino más bien hacia el Sur o Suroeste, ante un faro muy
antiguo de piedra que contaba con un gran depósito de leña en su base, a
cubierto de la lluvia, para guiar a los navegantes en las aguas más agitadas y
peligrosas que jamás hubiera visto antes, bajo las que se adivinaban
corrientes, remolinos, peñascos ocultos, sirenas y monstruos.
En
la base del faro, incontables caminantes de todas las naciones habían dejado
sus huellas: exvotos, talismanes, basura, mucha basura y signos grabados,
algunos de ellos en forma de pata de oca o de concha marina; o escritos con
fecha, entre los que abundaban las alabanzas y las cruces de gratitud a Hermes,
Zeus, Poseidón y demás dioses, ya conocidos o bárbaros.
Entre
otras muchas, menos originales, pudo leer una inscripción toscamente grabada en
grandes letras griegas, firmada por un tal Diogenios de Calcis, que decía:
“Llegué hasta aquí y sigo sintiéndome el mismo imbécil”
No
se entretuvo mucho en un sitio tan prosaico ni se le ocurrió, siquiera, añadir
una vana marca más al bosque de ellas que lo afeaban y comenzó a ascender,
bordeando el litoral, hacia la cima del monte que dominaba el cabo, bordeado
por acantilados rocosos muy mordidos por las olas y el tiempo.
Ascendió
entre tupidos y punzantes matojos de espinos bajos, que los nativos llamaban
tojos, por lo que parecía ser un sendero de cabras o caballos salvajes. La
cuesta era empinada y la cumbre del cabo estaba bien alta, así que llegó arriba
bastante fatigado, pero le compensó la potencia estética del paisaje, con una
vista panorámica casi circular.
Hacia
el oeste, el inmenso Océano acababa fundiéndose con las nieblas bajas de un
cielo donde se apelotonaban los ejércitos de nubes, amenazando su oscuridad con
futuras batallas de tormentas que deberían provocar horribles naufragios entre
los navegantes que no supieran encontrar rápidamente un refugio entre las altas
paredes de roca.
Justo
enfrente del cabo, un islote de aspecto asesino le recordó la destrucción del
barco de Arron nada más llegar a Iberia y la angustia que precedió a su
milagrosa salvación; pero este mar parecía mil veces más frío y amenazador que
el Gran Verde de los egipcios, pelasgos, fenicios y helenos. Este mar tenebroso
era, más bien, el Gran Gris. Sintió claramente que se hallaba ante el Abismo
que precedía al Hades.
Hacia
el sur y el este se extendían largas playas de arena blanca, orladas de más
islotes, y también las viejas montañas verdes y desgastadas por las que había
venido, destacando muy bien, justo frente al cabo, al otro lado de la bahía
interior, aquel inmenso conglomerado de bulbosas moles de granito rosa que le
había parecido un lugar sagrado nada más verlo y del que los indígenas le
habían dicho, con evidente respeto, que cuando la Diosa hizo el mundo arrojó
allí, sin orden ni concierto, todas las piedras que le sobraron y que en ellas
se contenía toda la memoria de la Madre Tierra y sus poderes sanadores y
fecundantes.
Algunos
nerios lo llamaban, simplemente, “El Pedregal” pero otros lo habían nombrado
ante Orfeo como “El Pindo”. Supuso que lo bautizaron así los desgraciados
comerciantes helenos que vivieron y murieron en el Fin del Mundo, en memoria de
la sierra que cruza Grecia desde la Iliria hasta el Golfo de Corinto... (¿O le
habrían dado el nombre del de aquí al de Grecia los helenos galaicos de la
tribu de Turos...? “Vete a saber”, como decía él)... Se dio cuenta de que no
tardaría el sol en acostarse sobre la mar por el oeste y de que, desde allí, la
aparente morada de los dioses se hallaba justo al este.
Entonces
miró hacia el norte y vio que la cima del cabo todavía se coronaba, por aquel
lado, con varias acumulaciones de redondeados peñascos graníticos, pulidos por
siglos de vientos y lluvias, así que se dirigió al primero de ellos, siguiendo
el sendero.
76-
EL TEMPLO DEL AMOR
Al
contornear la roca encontró una construcción muy antigua, hecha de piedras
ciclópeas en forma de galería dolménica, una especie de vagina o útero de
piedra inserto en las entrañas de la madre tierra, muy semejante a aquél donde
agradeció su salvación a los genios de los Pirineos en el cabo de su llegada a
Iberia.
Estaban
en su puerta tres jóvenes y bellas sacerdotisas: por su atractivo aspecto y por
el del jardín que ornaba el exterior del santuario, regado por un arroyuelo que
brotaba de una peña y protegido por cuidados setos contra los vientos, las
supuso sin duda consagradas a alguna diosa de la belleza o de la fecundidad.
Las
sacerdotisas atendían a una pareja y a un hombre con aspecto de marino que
habían llegado antes que él y le recibieron con sonrisas dulces y con miradas
seductoras.
Entonces,
una de las jóvenes les introdujo en la antesala del templo, iluminada por dos
antorchas, y otra les ofreció agua, en tanto que esperaban que la suma
sacerdotisa estuviese pronta para atenderles.
La
pared estaba tan sólo adornada por un bajorrelieve en el que se apreciaba la
medialuna, con el sol encima, navegando como un barco sobre las ondas, trazado
de una forma simple y estilizada. Entre las dos antorchas había un altar de
piedra sin imágenes, como era usual entre los habitantes del país de Gal,
aunque esta construcción contradecía lo que Turos le había dicho acerca de que
no edificaban templos porque, para ellos, la naturaleza toda era su templo.
Al
cabo de un rato, la persona que esperaban se presentó ante ellos: era una mujer
aún bastante joven, pero con la experiencia de una vieja sabia en sus ojos
grandes y oscurísimos.
Vestía
una túnica blanca muy plisada con sobrevelos transparentes y nacarados que la
favorecían mucho y su tocado, con el cabello larguísimo de las íberas, estaba
enrollado en dos gruesas trenzas a ambos lados de su cabeza, de tal manera que
parecían los cuernos de un macho cabrío; lo que contrastaba con la serenidad,
feminidad y dulzura de su rostro y le daba un cierto porte elegante y regio, a
lo que contribuía lo misterioso de sus joyas rituales, entre las que destacaba
un collar jerárquico hecho con siete pequeñas ánforas de oro engarzadas, que
debía indicar conocimiento y maestría sobre los poderes de las aguas de la
vida.
Su
atractivo residía, sobre todo, en la esbeltez de su figura y en la expresividad
de su rostro, en el que se veía una enorme comprensión que enseguida daba
confianza. Todos se levantaron en cuanto llegó y ella recibió sus saludos con
la serena autoridad de quien está acostumbrada a la veneración ajena.
-Sed
bienvenidos al templo de la Diosa, hermanos, donde haremos cuanto se pueda, con
su auxilio, por devolver la paz y la armonía a vuestros corazones. Le
dedicareis vuestros sacrificios en su ara y, mientras tanto, podréis exponerle
vuestras peticiones.
Al
iniciarse la ceremonia, Orfeo se dio cuenta de que, a pesar de su apariencia
arcaica, se trataba de un templo del amor de influencia fenicia, como los que
había en tantos puertos y cabos del Mediterráneo, bien servidos por prostitutas
sagradas, que realizaban una labor social completamente práctica y terapéutica,
eficaz, efectiva, higiénica y muy necesaria.
Realmente,
le habría gustado más llegar en un momento en que no hubiese otra gente, pedir
a la Sacerdotisa Mayor las informaciones que necesitaba y marcharse, puesto que
no tenía interés por sus servicios, pero ya estaba allí y no iba a tener más
remedio que participar en todo, para no parecer descortés o impío.
Como
era usual en la mayoría de las ceremonias, hubo salutaciones, cánticos de
apertura, encendido ritual del fuego, preces y sacrificios sangrientos en el
ara. La pareja había llevado un cabrito blanco, flores, frutos, ungüentos y
perfumes; y el marino, un cerdo, aceite y vino.
La
sacerdotisa degolló a los animales con maestría, los troceó rápidamente,
apartando una porción para el templo, otra para los ofrendantes y una tercera
para la Diosa, los preciados muslos derechos, envueltos en grasa y en las
tripas, que quemó allí mismo completamente, entre libaciones y brindis
rituales, mientras la pareja pedía una hija que continuase su linaje y el
marino rogaba que su lejana amada le siguiera queriendo, que la Diosa calmara
la intensa nostalgia que sentía por ella, que no lo dejaba vivir tranquilo, que
sus negocios fueran prósperos y que su nave volviese a su casa sin daño.
Llegó
entonces el turno de Orfeo y éste sacó su lira y anunció que iba a hacer una
ofrenda de música a la Diosa. Tocó y cantó en griego el himno a Démeter tal
como se hacía en el santuario de Eleusis, con lo que la Sacerdotisa Mayor
percibió inmediatamente que se trataba de un iniciado, además de un gran
talento musical. Cuando terminó, ella misma le alargó una taza de oro, para que
hiciese sus libaciones y peticiones.
Orfeo
ofreció la copa a la Diosa, quien, como ocurría entre los Gal, no tenía una
representación en efigie, por lo que había que imaginársela, invisible y
omnipresente, dentro y fuera de uno mismo. Después derramó algo de vino sobre
el ara y dijo en voz alta:
-Santísima
Madre, concédeme que alguien me indique como llegar a las puertas del Hades en
el Fin del Mundo, como hacer para que me las abran y cómo conseguir que me sea
devuelta mi amada esposa, arrebatada por la muerte demasiado joven.
Bebió
un sorbo de agradable vino puro, arrojó algo más sobre el ara y brindó la copa
a la sacerdotisa, que bebió también y la pasó a los demás presentes.
Después,
ella se echó sobre los hombros un manto azul marino muy lujoso, ornado con
sinuosas ondas y se sentó sobre un trípode ante el ara, volviendo a beber.
Entonces cerró los ojos y empezó a agitarse y a temblar como si estuviese
siendo poseída por un espíritu que la invadía desde arriba. Finalmente inclinó
la cabeza sobre el pecho, igual que si durmiese.
Sus
acólitas acudieron a ayudarla y mientras una parecía que la sujetaba, otra le
colocó ante la cara una máscara negra rematada por los blancos cuernos de vaca
de la luna creciente.
En
ese momento, su cuerpo se irguió con porte majestuoso y habló para todos con
una voz diferente, más profunda y más solemne que la que le habían escuchado
antes. Las tres jóvenes sacerdotisas quemaban incienso a cada lado de ella con
sus cabezas inclinadas, de manera que, por unos momentos, pareció estar
suspendida entre vapores perfumados, como si se encontrase en otra dimensión.
-Es
la Diosa quien os habla ahora -dijo. Y todos hicieron ante ella un respetuoso
saludo ritual-. Gracias por vuestra veneración y por vuestras ofrendas, estad
seguros de que atenderé con todo mi amor y justicia vuestras peticiones
conforme a vuestros méritos. Mis sacerdotisas os dirán lo que les inspiro para
cada uno de vosotros. Recibid mi bendición y que seáis muy felices.
Todos
se inclinaron para recibir el abrazo simbólico que la Diosa les mandaba en pie,
con sus brazos abiertos, mientras las sacerdotisas los incensaban. Después ella
se sentó de nuevo sobre el trípode y se quedó inmóvil como una estatua. Una de
las sacerdotisas se colocó delante, con un paño negro haciendo de cortina,
mientras otra le quitaba la máscara lunar y atendía su reanimación. Finalmente,
fue retirado el paño y se volvió a ver el rostro de la médium, tal como si
estuviese despertando de un pesado sueño.
Cuando
por fin terminó la ceremonia, la Suma Sacerdotisa ordenó a una de sus ayudantas
que se llevase a una habitación interior a la pareja, a fin de que esa noche
cohabitasen en el templo, sobre un lecho vaciado en una piedra sagrada, con
toda la asistencia ritual necesaria para que el acto resultase fecundo.
Ella
se quedó atendiendo a los dos hombres como dueña y señora de la casa, junto a
una cordial chimenea encendida en una esquina del templo y tocó su cítara
mientras su segunda novicia tomaba un pandero con cintas de colores y bailaba
en el centro de la sala una danza tan grácil como sensual con pasos leves, que
hacía patente la vibración de la Diosa del Amor en toda la estancia.
La
dueña habló primero, privadamente, con el marino y llegó a un acuerdo con él,
tras el cual esperaron a que la joven terminase su danza. Al concluir, obtenida
una señal de asentimiento de su superiora, la joven tomó al marino de la mano y
se lo llevó a otro aposento, para tratar de curarle, sin duda, la terrible
nostalgia que tenía por el amor de su pareja lejana.
La
Sacerdotisa Mayor se dirigió entonces a Orfeo, llenó una copa, la ofreció a la
Diosa, bebió un sorbo y se lo pasó al bardo; éste brindó también a lo Invisible
antes de llevarla a los labios. Luego se quedó observándola, preguntándole con
la mirada si podría informarle.
-No
eres un cualquiera, visitante, sino un hermano iniciado y un maestro en música
sagrada, así que creo que puedo evitar todo rodeo y toda preparación y ayudarte
a reflexionar directa y serenamente sobre el tema que te preocupa, el que has
expuesto en tu petición a la Diosa ¿Te parece bien?
-Te
estaré muy agradecido por tu completa franqueza- dijo Orfeo, complacidísimo, al
intuir el nivel de aquella dama.
-Viene
mucha gente muy evolucionada por este santuario tan famoso, podrás suponer, y
es para mí un placer muy grande poder quitarme la aureola de Sacerdotisa Mayor
y hablar con ellos de espíritu maduro a espíritu maduro. Así que me la quito
ante ti. Puedes llamarme, simplemente, Thais, como hacen mis amigos griegos, ya
que mi nombre galaico les suena demasiado raro.
-Muchas
gracias por la confianza que me das, Thais, yo me llamo Orfeo y soy de Tracia.
-Creo
que entendí, hermano Orfeo, que vienes buscando las puertas del Hades en el Fin
del Mundo, con la esperanza de rescatar a tu mujer muerta y volver a abrazarla
completa, en carne, hueso, emoción, intelecto y espíritu, como te gustaba
amarla.
-Eso
es, exactamente -confirmó Orfeo.
-Bien,
pues vamos a ir aclarando cuestiones, empezando por lo menos importante: ¿Has
llegado en verdad al Fin del Mundo?
-¿He
llegado? -repitió él.
-Pues
depende de como lo mires. Sólo si conoces claramente donde es el principio del
mundo y todos sus límites, podrás saber donde está su final. ¿Tú los conoces?
-No
creo que nadie sepa responder a eso.
-Entonces
no puedes saber donde es el final... como mucho puedes decir que has llegado a
las tierras del Extremo Occidente del mundo conocido por las gentes de tu país,
en el cual tu país se ve, un tanto presuntuosamente, como el centro de todo:
del mundo y del conocimiento ¿no crees?
-Sí,
así lo creo.
-Bueno,
pues por las noticias que a mí me traen los muchos navegantes que aquí llegan,
éste no es el único Extremo Occidente que han situado en sus mapas... hay por
lo menos tres Extremos Occidentes que miran el morir del sol en el océano al
sur de donde estamos ahora y otros tres o más, si navegas hacia el norte. Y todos
esos puntos son cabos que se adentran en el mar y todos son lugares sagrados,
con templos y peregrinos.
Orfeo
se quedó sin saber que decir.
-...Y
aunque yo nunca he salido del país de los Gal –siguió diciendo ella sentándose
más cerca del bardo-, aunque yo no conozca el mundo, el mundo viene hasta mi
puerta, porque tengo el privilegio de dirigir este templo y, por las
informaciones que tengo, tan sólo en esta misma región hay unos doce cabos de
poderoso y misterioso aspecto, que miran al Occidente y cada uno de ellos
podría ser, a su vez, el Cabo del Fin del Mundo.
Si
los recorrieras de sur a norte, tienes el primero, separando las dos últimas
rías bajas y las tierras de los helenos y los celenos... Y es muy sugerente,
con vistas a dos grupos de bellas islas, que tienen fama de muy sagradas... hay
quien les llama “las Islas de los Dioses”. A ese cabo van innúmeros devotos a
ofrecer sacrificios para pedir salud, protección y buena guía, en las
singladuras de la vida y de la muerte, a los espíritus bienaventurados.
En
una de esas islas hay también un alto acantilado desde el que se puede ver,
bien abajo, una entrada peligrosa, muy alta y muy profunda, en cuyo interior el
mar resuena como voces cavernosas e infrahumanas. Por esa causa le llaman el
Agujero del Infierno.
Más
al norte llegarías a otro cabo que es puente, a través de un istmo, hacia una
bahía donde hay varias islas interiores encantadoras. Una de las más pequeñas
contiene un barro milagroso que regenera la piel y la mantiene joven. En la
larga playa del istmo se acostumbra tomar un baño de nueve olas cada solsticio,
como representando la gestación de un nuevo nacimiento en el vientre de la
Madre Mar... y se dice que eso es un ritual que fue instaurado por la misma
Diosa de la Luna hace muchísimos años.
...Y
le sigue otro gran promontorio, el más ancho, cubierto de antiquísimos
monumentos de piedra, al que se dice que llegó uno de los supervivientes de una
gran isla que había en el Océano, que se hundió; y cuyos hijos y nietos
fundaron una ciudad donde iniciaron a nuestros antepasados en los rudimentos de
la vida civilizada. Hasta hoy continúan llegando personas allí, en busca de más
altos grados de Conocimiento...
Hay
otro cabo arenoso impresionante, que se puede ver desde aquí, al otro lado de
la bahía interior y que enlaza con la Sierra del Pindo, palacio de la Aurora,
donde dicen que tiene sus cuadras el carro solar.
Está
éste donde nos encontramos y está también el Cabo de la Nave, el siguiente al norte,
que parece rematado por la nave de Hermes, el dios que guía a las almas de los
muertos al Otro Mundo.
El
próximo promontorio semeja un toro nadando mar adentro, como si Zeus quisiese
llevar de nuevo sobre sus lomos a Europa en dirección a una tierra sagrada que
hubiese al otro lado del mar, hacia Occidente.
Y
tras él está un puerto rocoso donde algunos marinos fenicios y griegos decían
que se pueden ver las enormes valvas petrificadas, cóncava y convexa, en las
que Afrodita nació de la simiente de Urano y de la espuma, aunque los galaicos
prefieren decir que son la barca y la vela de piedra con las que la Diosa Navia
vino de la Sagrada Isla de los Bienaventurados para traer sus dones a los
hombres.
Existen
unos cuatro o cinco más al norte, antes y después del puerto de Brigantia, pero
el último, a donde me llevaron una vez, porque “había que ir”, me pareció bien
especial: se encuentra en el vértice nornoroeste de Iberia, donde hay un
antiquísimo santuario de Hades cerca de los acantilados más altos de toda la
costa galaica, “a donde va de muerto quien no fue de vivo”... Así que todos los
cabos que te he dicho podrían ser las puertas al Más Allá, tanto o mejor que
éste donde estás ahora, el cual, lo único que tiene de destacable, es que
sobresale unos pocos metros más hacia el oeste que los otros ¿Te parece ese
detalle muy importante?
-No...
¿pero no es aquí donde termina el Camino de las Estrellas...? -respondió Orfeo,
abrumado por tantos nuevos datos que volvían más complicada su búsqueda.
-¿Termina
aquí? ¿Por qué? ¿Por qué así lo determinaron los vendedores de recuerdos?
-respondió ella sonriendo- Dime: ¿dónde está este templo? ¿En su puerta, donde
termina el sendero que a él conduce... o en el ara de la Diosa, o en el lecho
de la fecundación sagrada, o en la pileta de la purificación... o en el lugar
de las reliquias, o en los aposentos íntimos de cuál de las sacerdotisas... o
en las caricias de sus manos, o en las palabras que salen de sus bocas?
¿...Dónde es tu centro sagrado, músico? En tu cabeza, en tu boca, en tu
garganta, en tu corazón, en tu sexo o en tus manos?
...Pues
igualmente toda la larga costa del País de los Gal puede contener en sí el Fin
del Mundo, la Entrada al País de los Muertos, la Nave de Hermes, las Islas de
los Bienaventurados o los Campos Elíseos, los vestigios de la Atlántida, la
morada nocturna del sol o el Palacio de la Aurora, la Montaña de los Dioses, el
Laberinto del Destino, el Palacio Submarino del Dios del Mar o el lugar de
nacimiento de la Diosa del Amor y de la Vida, y toda la mítica y el simbolismo
del Fin del Camino... ¿Sabes que es lo que se llevan de aquí los peregrinos
como recuerdo de su peregrinación hasta el océano?
-Una
concha de estas playas, ¿no es cierto? -respondió Orfeo.
-Eso
es, una vieira o venera, una concha que tiene que ver con la palabra vía, o
camino y con el sexo de Afrodita, diosa del amor, de la fecundación, del flujo
de la vida y de la espuma del mar y de las aguas vaginales y placentarias que
conducen al otro mundo, Señora del Mar y de la noche, Magna Mater, Luna Llena
grávida del Sol que tragó al atardecer, Perséfone, que lo transmutará, Aurora
que lo parirá al amanecer, Isis Pelágica de los Mil Nombres, muerte y
renacimiento, Estrella Matutina que anuncia el nuevo sol, señora de los cabos,
que son penes que penetran en la mar, origen de la vida, Puerta de la Muerte,
Invierno y Primavera... Astarté para los fenicios, Afrodita para los griegos.
-¿Todo
eso significa esa concha? -se asombró el bardo.
-Todo
eso y más aún, porque la concha simboliza el contenedor original de las aguas
de la vida, la Diosa, y decir la Diosa es decir El Todo. Para nosotros los Gal,
la concha es Navia, a quien está dedicado ahora mismo este templo, que, sin
embargo, fue construido por un pueblo antiquísimo, vencido por quienes fueron
vencidos por los muchos vencedores que conquistaron este país antes que lo
conquistaran los Gal, pueblos y constructores de quienes no sabemos ni su
nombre, ni siquiera el nombre de la diosa o el dios a quien dedicaron este
santuario... -paró, porque vio que Orfeo se encontraba completamente
desconcertado - Pero tú eres un iniciado, ¿te vas a quedar con el símbolo o con
lo que el símbolo significa?
-Con
lo que significa, naturalmente.
-¿Has
visto alguna de esas conchas que llevan colgadas de su pecho los peregrinos
cuando vuelven a sus casas? ¿Te fijaste la forma que les dio la naturaleza?
¿Qué dibujo o que relieves contiene?
-Pues...
creo que lleva un cierto número de estrías que se abren a partir de un punto
–recordó el bardo-. O, visto al contrario... una serie de canales que, viniendo
de distintos puntos de su periferia semicircular confluyen en un centro liso y
cóncavo.
-Muy
bien explicado... doce estrías o canales o caminos, exactamente, que se abren o
que confluyen a partir de un punto, como las numerosas vías que confluyen en el
camino sagrado que lleva al centro, como las posibilidades que se le abren en
abanico al Caminante cuando llega al País del Fin del Mundo, aunque la mayoría
de ellos, simplemente, se conforman con ir a ver ese feo faro y regresar rápido
a casa, e incluso algunos ni llegan al mar, les basta con tocar la puerta del
país de los Gal y volver, como desde la meta de una carrera, sin haber entrado
en su magia...
...
Tú eres un iniciado en los Antiguos Misterios, ¿sabes lo que significa el
número 12, la carta egipcia del Colgado, entrega total, aceptación, hágase en
mí tu voluntad, antesala de la muerte... o el 1+2=3, la carta de la Emperatriz,
Afrodita, fecundación, gestación?
-...Es
un tema para mucho meditar... respondió el vate, sintiéndose verdaderamente
cansado. Ya era muy tarde y había caminado durante buena parte del día.
-Muy
bien, pues ya lo meditarás, si te acuerdas, cuando estés solo, amigo mío –ella
percibió inmediatamente su cansancio y decidió cambiar de tema-. Pero ahora,
creo que conviene que pasemos de símbolos y vayamos a lo tangible.
Thais
se levantó y apagó con un capuchón de metal una de las dos antorchas y la sala
cobró un aspecto más acogedor, íntimo y profundo. Luego retiró de su cuello su
pesado collar jerárquico y lo guardó, con lo cual pareció encontrarse más
cómoda y familiar. Después de colocar sobre una mesilla una fuente de frutas y
dulces y de llenar la taza de vino, bebió y se la tendió al bardo con una
sonrisa.
Orfeo
lo probó, encontrándolo excelente y, tras de un nuevo sorbo, dejó que su
paladar se deleitase también con uno de los pasteles de miel que había
ofrendado la pareja que deseaba tener descendencia. ¡Qué bueno estaba! Lo
acompañó con un poco más de aquel vino y sintió que sus energías empezaban a
reconstituirse... la sacerdotisa puso dos troncos de leña en el fuego y la
estancia se caldeó de repente.
-Para
mí, las puertas del Hades que dan paso de un tipo de vida a otra diferente a
través de una muerte aparente -comenzó a decir, otra vez muy cerca de Orfeo, en
voz más baja y con dulzura, mirándole bien a los ojos para recapturar su
atención-, son la cópula que expulsa al semen desde el lugar donde vivía hasta
dentro de la concha de una vagina y un útero, donde morirá tragado por un
óvulo, el cual morirá para convertirse en un feto... Y también el nacimiento,
que es la muerte del feto y su nueva vida en un niño. Seguramente cuando ese
niño crece y muere, también lo hace para renacer revestido de otra forma.
Durante
toda tu infancia eras inconsciente de la muerte –la voz de la sacerdotisa casi
parecía venir de dentro del propio Orfeo ahora-. Mataste tu infancia y entraste
en el plano del yo adulto y en la formación de la personalidad individual al
percibir que era inevitable. Pero la muerte dejará de importarte cuando pases
del yo individual al Subsconsciente Colectivo como identificación.
Para
mí, también, la única inmortalidad real es la del linaje, la descendencia...
–siguió diciendo- Dentro de ti, hábil músico, siguen viviendo tu padre, tu
madre, tus abuelos y toda tu ascendencia, desde hace muchas generaciones.
Dentro de ti –y tocó un momento su vientre- se acumula todo tu linaje y su
memoria y su pasado, siempre dispuesto, por las leyes de la vida, a proyectarse
al futuro desde el presente y a perpetuarse.-
-Todo
eso ya lo sé –dijo Orfeo devolviendo a la bandeja un segundo pastel, que sólo
por gula había tomado-. Yo lo que quiero es recuperar a mi esposa, poder verla,
hablarle, tocarla, abrazarla...
-Tu
esposa es una ilusión, querido hermano –dijo ella con una sonrisa comprensiva-.
Apenas algunos recuerdos agradables a los que está apegada tu memoria, cada vez
más falseados por la nostalgia. También tú eres una ilusión y lo que tú ves en
mí y toda nuestra apariencia individual, son ilusiones. El individuo no es sino
una apariencia efímera, circunstancial: en tu país, las nuevas costumbres hacen
que dos individuos se conozcan, se enamoren y se casen. Viven juntos durante
diez años y un día uno de ellos se levanta y ya no reconoce al otro como la
persona de la que se había enamorado. El individuo es fruto del momento, y
rápidamente cambia de forma. Pero algo hay en ti más auténtico y permanente que
el individuo.
-¿A
qué te refieres?
-Me
refiero al linaje, al ser colectivo contenido en tu semilla –dijo ella-. La
fuerza de las leyes del amor hace que el efímero vehículo de un individuo
busque su complemento adecuado en otro ser que supone una cadena de linaje de
diferentes cualidades, para seguir perpetuándose durante siglos. Y esas leyes
del amor, son, en su esencia, las de la supervivencia de la especie, que es lo
que cuenta.
Para
realizar una función tan importante, el Ser Especie no puede confiar en el
libre albedrío humano, y entonces se sirve del estímulo ciego del instinto, que
juega con las apariencias y las ilusiones de dos formas que apenas dependen de
las circunstancias, de engañosas percepciones del puro momento, de un manojo de
cambiantes recuerdos o anhelos idealizados... pues eso es lo que son, y no otra
cosa, los individuos que portan las semillas de la vida.
-Sin
embargo, aunque yo lo respete, lo cuide y lo haga perpetuarse -respondió
Orfeo-... no puedo amar demasiado al linaje o a la especie en sí mismos, sino
en sus individuos concretos, las personas.
Yo
amé a mis padres y a mis abuelos, a las gentes de mi clan y de mi tribu, a mi
país. Yo amo a mi esposa, yo amaría a los hijos y nietos que hubiésemos
tenido... yo amo a las personas con las que me siento emocionalmente
identificado, especialmente a las que han compartido conmigo, aunque no sean de
mi linaje, amo a mis amigos, que son gentes de distintos linajes y naciones...
Eurídice era de un linaje distinto que el mío, pero si hubiésemos tenido hijos quedaría
fundado un nuevo linaje... -Orfeo paró de repente, acababa de darse cuenta de
algo.
-Lo
que un hijo es, demuestra que lo que le importa a la vida no es la continuación
de un individuo, ni siquiera de un linaje determinado, por grande que sea el
orgullo de cada tribu o nación y el de sus dioses raciales, sino la eterna
mezcla de los múltiples linajes del único Ser... – dijo ella con dulzura,
mirándolo muy adentro de los ojos, en los que había percibido lo que Orfeo
descubriera-. Lo que le importa a la vida no son las formas efímeras de los
individuos o de los pueblos, sino que la vida, que ella misma, siga
eternamente...
La
sacerdotisa se levantó y fue moviéndose vaporosa, como flotando, hasta una
hornacina que había en la pared, de donde trajo una máscara con cuernos de
toro, en forma de sol; se la puso delante del rostro, para que Orfeo la viese
bien y luego se inclinó y se la colocó al bardo, cubriendo su cara.
Volvió
a cruzar la estancia en pasos lentos que parecían de baile, se puso su propia máscara
de luna y su mantón azul marino con ondas bordadas y regresó felinamente a la
vera de Orfeo.
-A
la Vida no le importan los individuos –repitió-, para ella todos los hombres de
la Especie Humana son sólo el dios Sol y todas las mujeres de la Humanidad son
sólo la diosa Luna. Mientras el dios Sol y la diosa Luna continúen amándose,
ella estará satisfecha, porque la Vida seguirá, aunque los individuos sean olas
imprecisas del mar de la vida que viene y va, en el que toman forma en un
momento, para desaparecer en el momento siguiente.
Luego
encendió una lámpara de aceite antes de apagar la antorcha. Con ella en la
mano, hizo levantarse a Orfeo, tirando de él con cortés suavidad:
-Venid,
Señor del Sol, sed tan gentil de permitir que la Señora de la Luna os alivie de
las fatigas de vuestro larguísimo día de viaje con un baño reparador... pero no
dejéis de traer con vos ese magnífico instrumento.
Ella
estaba verdaderamente hermosa y sugerente, Orfeo tomó su lira y se dejó
conducir de la mano; detrás de su máscara se sentía otro y su vena de artista,
ayudada por el vino que había bebido, se animó ante la perspectiva de la
comedia.
Tras
una cortina, había un pasillo con varias puertas; por una de ellas pasaron a la
sala de la pileta purificadora, una pequeña piscina a la que llegaba, encañada,
el agua del arroyo, justo hasta el borde. Tenía un horno de leña debajo cuyas
brasas la mantenían algo caliente. Algunos capullos de rosas silvestres
flotaban sobre las perfumadas aguas. El agua que rebosaba se derramaba en una
segunda pileta, más pequeña, donde iba enfriando.
Antes
de que tuviese tiempo de pensarlo, la sacerdotisa, con naturalidad, ya le había
ayudado a desprenderse de todas sus ropas, aunque conservándole la máscara
sobre la cara, y lo había hecho meterse en el agua y recostarse contra la pared
interior de la piscina, cuyo suave calor lo relajó y le supo a gloria.
-¿Cómo
se siente el Señor del Sol entrando en las aguas de la mar al atardecer?
-preguntó ella desde detrás de su máscara, con el tono divertido de una niña
traviesa, mientras echaba sales al baño, que formaron delicadas espumas sobre
la piel de Orfeo. Ella tomó agua tibia en una vasija, le mezcló un perfume
líquido y la fue arrojando con gracia sobre la cabeza y hombros del encantado
tracio.
-...Divinamente,
Señora de la Luna... -dijo él con verdadero placer-... pero no sé si podré
pagaros tantas y tan buenas atenciones.
-No
os preocupéis por eso, pagaréis con vuestra lira, genial Apolo, padre de las
Musas -ella se quitó su manto azul, quedando vestida con los sobrevelos y la
túnica y tomó su propia cítara-... Pero antes escuchad un poco la mía.
Sin
alzar mucho la voz, la sacerdotisa cantó una vieja canción griega que narraba
los amores del sol y del mar, su mutua atracción; el intercambio de sus
energías contrapuestas y complementarias, que enrojecía de pasión el poniente.
Sugirió el hervor del disco solar al penetrar el amplio seno de la mar y luego,
el abrazo y el apagamiento.
Convertida
la mar en noche, se fue alzando entonces la negra sombra sobre la suave
elevación, nota a nota, de la cítara, e imperó sobre el mundo oscurecido. Pero
estaba grávida del sol y su vientre fecundado se convirtió en una luna
brillante, a través de la piel y los velos de nubes de la noche, que crecía y
crecía, se hacía llena y menguaba...
Al
llegar a ese punto, Thais pasó su propia lira a Orfeo, le pidió que siguiera
improvisando sobre su canción y le acompañó con la cítara hasta que él pudo
repetir afinadamente sus últimos acordes y convertirlos en melodía.
-Ahora
es mi turno de relajar -dijo con voz sonriente. Y se fue quitando los velos
nacarados y luego la túnica con estudiada gracia y calma, como si fuese la luna
asomando entre las nubes nocturnas y, cuando todos sus encantos de mujer
quedaron a la vista del bardo, esplendorosos, retiró la máscara, deshizo las
dos trenzas que se enrollaban a ambos lados de su cabeza y se quedó de nuevo
parcialmente vestida por su larga cabellera íbera, que la cubría hasta justo
encima del pubis sabiamente depilado.
Orfeo sintió que aquel velo natural saliendo
de debajo de la máscara (que ella enseguida se había ajustado de nuevo sobre el
rostro), le excitaba mucho más que el poder mirarla completamente al
descubierto. Pero luego la mujer elevó al mismo tiempo ambos brazos, echó el
cabello hacia atrás, como si fuera una capa, en un gesto tan delicioso que
resultaba imposible saber si era espontáneo o muy ensayado y, sin bajarlos, fue
metiendo su bello cuerpo desnudo bajo el agua de la piscina, frente a él, y se quedó
gozando de la tibieza del agua, recostada, mientras el bardo, tras una
inclinación de cabeza en su homenaje, retomaba la canción para ella.
Cantó
la belleza de la luna menguante, la belleza luminosa del cuerpo lunar grávido
de sol que se va despojando del manto negro de la noche a medida que se reclina
sobre las montañas, cantó el temor y los dolores de la mar-luna-tierra, hasta
que se abre completamente en el alba, como una rosa madura, y deja que salga de
sí el sol renacido, el eterno viajero invicto, que un día más empieza a
recorrer el firmamento en su carro de ígneos caballos.
-¡Murió
la luna! –dijo ella, sonriendo quejumbrosamente desde el agua cuando él remató
su canto- ¡Viva el sol!
La
cima boscosa de su monte de venus, a diferencia de las matas púbicas naturales
y salvajes de las cazadoras que había visto bañarse en el río grande, estaba
artísticamente recortada en forma de un triángulo estrecho que apuntaba como
una flecha hacia aquella rosada cueva de delicias, puerta de la vida, a la que la
naturaleza empuja a todo hombre en un instintivo impulso de matar el ansia
continua en su interior, como si también fuese la puerta de la muerte.
Más
abajo de la máscara negra con corona de creciente lunar que ocultaba su rostro,
a redondez invitadora de sus pechos sobresalía sensualmente sobre la superficie
espumosa y perfumada de la piscina; fuertemente contrastados por la luz de la
vela, se veían apetitosos, coronados por dos moras maduras. En ese momento sus
pies rozaron los muslos de Orfeo y él sintió un estremecimiento de placer y
unas ganas casi incontenibles de responder.
Una
parte muy grande de Orfeo, excitada por el juego y por la magia de la noche,
clamaba por avanzar hacia ella, la Mujer Genérica, tocar sus cálidas curvas,
besarla y estrecharla entre sus brazos, agarrar sus caderas, atraerla, penetrar
con delicada fuerza en ella, tomar sus placeres de hembra y dejarse tomar hasta
apagar su terrible carencia de Hombre Genérico, honrar al instinto y a la Vida,
dejar aquella loca búsqueda, derramar la tensión acumulada y relajar, relajar,
relajar, desaparecer...
Pero
detrás de la máscara y de la excitación natural de su sexo, otra parte de sí
seguía llena de Eurídice y se negaba a desterrar la pura belleza de su
presencia, aunque fuese intangible, por causa de un vaciamiento momentáneo que
iba a llevarse, con el ansia, el doloroso empeño de ser fiel a su recuerdo...
Se
quitó la máscara de Sol y metió su cara y su cabeza bajo el agua dos veces.
Luego se recostó de nuevo y dijo, sonriendo, pero con firmeza:
-No
ha muerto la Luna, sigue viviendo dentro del Sol todo el día, igual que él
sigue vivo dentro de ella toda la noche.
Thais
miró desde su sabiduría, muy adentro de sus ojos, comprendiendo: Orfeo hablaba
de su Eurídice.
Y
se alegró. Era bueno que hubiera en el mundo hombres capaces de amar de aquella
manera. Tal vez llegaría un hombre así a su vida antes de que el tiempo le
hiciera perder su belleza.
Se
quitó la máscara y se quedó mirándolo intensamente. Él la miraba de la misma
manera, comunicándose ambos a nivel de alma, llenando la piscina toda con su
simpatía.
La
sacerdotisa irguió su felina esbeltez y dejó que chorrearan cascadas espumosas
de sus formas, como si se despidieran del espectro del deseo. El bardo pensó
que al agua desgarrada de ella, como a su propio cuerpo, le iba a doler la
ausencia de su belleza.
Salió
de la piscina y se envolvió sencillamente en una toalla. Así cubierta y con los
cabellos mojados, como una muchacha cualquiera, se inclinó por el borde y
abrazó a Orfeo, apoyando la cabeza sobre su hombro, con casta dulzura, muy
cerca de su oído.
-Veo
a tu esposa en ti, hermano del alma, ella es hermosa y está muy viva. Y lo
seguirá estando mientras tú no renuncies a ella.
-
Él devolvió su abrazo tiernamente -Sí, lo sé, hermana querida... ¡Gracias por
decírmelo!
-Es
mi obligación decírtelo, soy una Sacerdotisa del Amor... Tu amor está probado y
bien probado.
Fue
separándose de él, muy lentamente, hasta de nuevo erguirse. Luego se puso su
manto azul sobre la toalla, se colocó la máscara de luna, llenó una vasija con
el agua tibia de la piscina y volvió a acercársele.
-La
Diosa del Mar del Fin del Mundo bendice tu determinación y tu firmeza, y hace
que pasen nueve olas sobre ti, para que sepas que has sido limpio y renovado...
Inclina tu cabeza a ras del agua.
-Una...
-dijo mientras lo duchaba desde el recipiente y lo volvía a llenar- ...Dos...
Y así hasta nueve veces. Después dejó la
vasija, le tendió su mano y lo ayudó a salir de la piscina, dándole una toalla
para que se envolviera. Luego se echó hacia atrás y tomó la antorcha en su
mano.
-El
hombre viejo ha muerto en ti, se ha quedado en esas aguas –dijo solemnemente-.
Recicla a fondo la experiencia de tu vida anterior, para que puedas ser
admitido a la siguiente. Que tu renacimiento genere sobrado fuego de amor, para
que siga sustentando tu nueva vida y la de tu mujer amada en tí.
Tomó
una lamparilla de aceite de un estante y la encendió en la antorcha. Entregó la
lámpara a Orfeo y, todavía con la máscara puesta, se dirigió a la puerta.
-Yo
me retiro ya –dijo desde allí-. No tardará mucho en comenzar el alba. Te
recomiendo que después de vestirte y tomar tus cosas te vayas a descansar un
poco junto a la sala de la chimenea donde estuvimos antes, que está al final
del pasillo, detrás de la cortina.
Pero,
en cuanto comience a clarear, sal, cierra la puerta del templo a tu espalda y
baja por el sendero que da al oriente. Cuando llegues abajo, encontrarás que
desde esta cima, el sendero asciende a otra, siempre hacia el nordeste, donde
se alza un gran roble solitario ante una roca. Allí estará el “Hombre Del
Roble”, recibiendo al amanecer. Siéntate en silencio a su lado, que ese hombre
sabe mucho sobre lo que te interesa.
Salió
al pasillo, desde allí se volvió hacia él por última vez. No dijo nada. Sólo se
quitó la máscara, lo miró con ojos húmedos de cariño, ya no el de la Diosa,
sino el de la mujer, puso una mano sobre su pecho y luego la abrió hacia él,
mientras Orfeo cruzaba las dos sobre el suyo y se inclinaba, lleno de
agradecido amor.
77-
EL HOMBRE DEL ROBLE
Como
había dicho la sacerdotisa, en cuanto el tracio rebasó el roble solitario y la
enorme roca que protegía del viento una sencilla cabaña de piedras y paja, se
encontró al “Hombre Del Roble”, sentado sobre un parapeto y envuelto en una
manta, contemplando la belleza de la alborada.
Permaneció
a una cierta distancia en silencio, para no interrumpirle, aunque sintiendo que
ya se había dado cuenta de su presencia. Estaba seguro de que aquel hombre
percibía perfectamente cuanto pudiera suceder en un gran radio alrededor de sí,
con sólo atender a la vida la mitad de concentradamente que la estaba
atendiendo ahora.
En
el país de los Gal, la sombra era pesada, húmeda, ventosa y gélida, por lo que
el alba entre nubes y nieblas deslizantes se sentía, mucho más que en el
Mediterráneo, como un verdadero renacimiento de la naturaleza, brillando cada
hoja a la nueva luz, toda perlada de rocío en su entorno, que la vivificaba y
le daba calor de forma tenue, generando vapores de fragancias húmedas que se
elevaban en el frescor de la mañana, tal como asciende el humo del incienso en
un santuario.
Al
otro lado de la bahía, entre ligeras brumas evanescentes, se distinguían varios
islotes alargados a poca distancia de la costa, luego las blancas y longícuas
playas y, tras ellas, alzándose de pronto en una enorme mole que llenaba el
horizonte, las cumbres redondeadas de aquella sierra del Pindo que, desde el
principio, le había parecido una morada de dioses y que ahora semejaba una
colmena rosada y gigante a punto de reventar, a causa de la ingente luz que se
acumulaba detrás de ella, mientras la Tierra se abría para parir al nuevo sol
sobre un mundo detenido en expectante silencio.
El
“Hombre Del Roble” se levantó despacio, se volvió ligeramente hacia él y lo
convidó, con un leve gesto, a que viniera a ponerse a su lado, unos pasos a su
derecha. Orfeo dejó sus cosas en tierra y lo hizo, saludándolo al tiempo con
una inclinación de cabeza. El respondió sonriéndole con la mirada, e
inmediatamente volvió a concentrarse en el sol, que estaba a punto de asomar
sobre la mola central del Pindo.
Relajó
todo su cuerpo y abrió sus piernas y las palmas de sus manos, separándolas un
poco de los muslos y el bardo lo imitó. Se relajó todavía más, flexionando un
poco las rodillas y alzando la cabeza con una inspiración profunda, completa y
pausada y con los ojos abiertos, fijos sin pestañear en el disco ígneo, que
iniciaba su desprendimiento del mundo subterráneo.
Orfeo
se centró en su propia receptividad sensible como si fuese la primera vez que
contemplaba un amanecer. Lo primero que llegó a él fue el limpio frescor del
nuevo día, lo segundo la majestuosa belleza y luminosidad del motor de la vida,
que, a medida que ascendía lentamente, hacía mudar de color a todo el paisaje,
al tiempo que bullían dentro de sí todos sus líquidos biológicos, como si los
hiciera burbujear el tenue calor que daba deleite a su piel. El primer rayo del
sol llegó hasta ellos como una bendición, extendiéndose de un solo impulso
hasta el último rincón del interior de la cueva que había tras la choza del
ermitaño.
Lo
tercero fue el sonido: el silencio se abrió en tenues piares de pájaros, rumor
de arroyos, las olas lejanas, la brisa. Hasta el lento desplazarse de las nubes
tornasoladas al pie del Pindo parecían tener sonido, un sonido que se fue
elevando y elevando, como si todas las voces de la naturaleza se hubiesen
puesto de acuerdo en celebrar la continuidad de la vida a su manera. En poco
tiempo, el sensible oído del bardo percibió perfectamente la afinación de
ritmos que se había producido por sincronicidad natural y como cada momento que
pasaba era una estrofa de una inmensa melodía, que tanto su respiración como
los latidos de su corazón acompasaban.
Miró
de soslayo hacia el “Hombre Del Roble” y le pareció una imagen humanizada del
viejo árbol de la entrada que, igual que él, sostenía relajadamente todas sus
ramas y hojas hacia la Fuente de Vida sin aparente esfuerzo, cargándose con el
más precioso y sutil alimento del día, con sus vibraciones más puras y
poderosas, absorbiendo la luz con gozo en cada poro.
Sólo
en ese momento Orfeo comprendió que la retina, además de ser un complejísimo
instrumento para recibir imágenes en forma de ondas luminosas, también lo es
para recibir energías de vitalidad, que ya le hacían sentir sus efectos.
Se
acordó de aquella historia del Mirlo y la Muerte que había contado aquel otro
ermitaño una noche, en un albergue de la llanura, mucho antes de llegar al país
de los Gal: el mirlo tenía que comunicar a la Humanidad que, a partir de
entonces, podría vivir trescientos años y le bastaría con alimentarse de aire y
de la luz del amanecer.
Así
transcurrió un buen rato, sin que el hombre dejase su posición, tan sólo su
cuerpo se mecía de forma casi imperceptible sobre los pies inmóviles, como las
ramas y el tronco de un árbol bajo una suave brisa.
Cuando
los rayos de Apolo renacido comenzaron a brillar demasiado fuerte, cerró los
ojos y permaneció con ellos cerrados algún tiempo más. El tracio también lo
hizo y percibió que la oscuridad de su campo visual interno estaba invadida por
la imagen persistente de la memoria del sol, que ahora se había adueñado de su
interior.
Luego
el ermitaño estuvo practicando algunos estiramientos a ritmo muy lento. Orfeo
se preguntó que edad tendría y no supo contestarse. Parecía muy viejo, pero la
flexibilidad de su cuerpo al doblar la cintura y llevar sus palmas hasta el
suelo, era claramente mayor que la suya. Sintió que caminar no basta para
permanecer en forma y que tendría que preocuparse de ejercitar más la movilidad
de todos sus músculos.
Su
anfitrión terminó con algo que parecía un saludo ritual a los dioses o al nuevo
día, pero pronunciado en una lengua bárbara y completamente desconocida para
él, con una vibración enlazada de una serie de vocales en su vientre, plexo,
pecho, garganta y paladar que pudo secundar bastante bien, afinándose con su
sonido.
Eso
último fue un claro puente de comunicación inicial entre ambos y, cuando él
vino a darle el abrazo y el beso de acogida, fue como si ya otras veces
hubiesen conversado juntos. Con una cordialidad muy espontánea, le hizo
sentarse y sentirse en su casa... sin embargo, emanaba de él una autoridad
interna tan grande, que parecía que sus atenciones llegaran como de un centro
situado muy, muy arriba y muy distante, donde tal vez residiera una buena parte
de su ser.
Hablando
casi nada de sí (el nombre que dio le sonó algo así como Candam o Candeán),
hizo que Orfeo se expresara y escuchó su historia a plena atención y sin
pestañear, como había atendido al sol en la mañana.
Breves
monosílabos o cortas preguntas, acompañadas por lo incisivo de sus ojos, le
bastaron para penetrar todavía más en las motivaciones del tracio e, incluso,
para que éste exteriorizase sentimientos y razones que ni sospechaba que tenía
dentro. Sólo cuando, tras un buen rato de comunicación tuvo una visión
realmente clara y extensa de lo que había traído hasta él a aquel extranjero,
comenzó a hablar también y a conversar.
-¿El
Fin del Mundo y el Hades? -dijo- No te preocupes por su localización, cada
hombre los va a encontrar en su camino en el momento en que esté destinado a
encontrarlos. Nadie deja de hacerlo.
-...Es
que yo no quiero esperar al momento de mi muerte, yo quiero encontrarlos ya.
-Tú
llevas bastante tiempo deseando y pidiendo eso con fuerza ¿no es cierto?
-respondió el anciano- Pues para ya de desear y de pedir, hombre... Lo primero
que hay que hacer cuando uno le pide algo a la Vida, es confiar en que nos
atenderá y, mientras tanto, agradecérselo como si ya nos hubiese atendido.
-¿Como
si ya me hubiese atendido? -dijo Orfeo- Entonces tendría que estar agradeciendo
que mi mujer está viva y a mi lado, aunque no esté.
-Eso
es, aunque todavía no esté: imagínate que ya está y agradece por ello con
entusiasmo a la Vida. Esa es la mejor manera de conseguirlo.
-¿Pero
cómo voy a conseguirlo? ¿Y de qué diosa estás hablando cuando hablas de la
Vida?
-No
hablo de ninguna diosa, yo nunca he visto ninguna diosa ni dios como te veo a
ti ahora y apuesto a que tú tampoco, sin embargo los dos sabemos muy bien que
estamos vivos y que este universo que nos rodea también lo está. La Vida, con
mayúscula, es esa energía vital universal e indudable que está en ti y que te
anima y que anima todo. Es la Vida Universal quien animó a tu mujer cuando
nació y quien puede volver a animarla.
-Yo
daría la mitad del tiempo de vida que me queda a cambio de vivir la otra mitad
junto a Eurídice -dijo Orfeo con pasión recordando lo que se decía en Sicilia
de que Quirón había cambiado su inmortalidad por la de Prometeo- ¿Cómo puedo
proponerle ese canje a la Vida Universal?
-La
Vida Universal no es un mercader griego, ni fenicio –rió “El Hombre del
Roble”-. No se puede regatear ni negociar para obtener sus favores. Sólo podrás
obtenerlos haciéndote uno con ella. Lo cual no es tan complicado, tú sabes que
eres una parte de ella.
-¿Cómo
yo, una pequeña vida individual, absolutamente insignificante, podría llegar a
hacerme uno con la Vida Universal?
-Del
mismo modo que la más pequeña de tus células nerviosas puede recorrer tu
cerebro dando una orden que haga que la totalidad de tu cuerpo se mueva para
obedecerla -respondió el viejo- Tu mente, por pequeña que parezca, es una parte
consciente de la Mente Cósmica.
Un
deseo de tu mente, si es un deseo convincente, por convencido, puede poner en
movimiento a todos los poderes creadores y transformadores de la Mente
Universal, que es la fuerza que creó todo sobre este planeta ¿Consigues
entenderlo?
-Lo
entiendo, pero no puedo confiar en que mi pequeña voluntad sea capaz de influir
sobre la Voluntad del Todo.
-Entonces
no ocurrirá, porque tu desconfianza sí que es una convicción firme de tu mente
que estará influenciando a la Mente Cósmica para convencerla de que lo que
pides es imposible de concederse.
-Pero,
por muy convencido que esté de mi creencia, ya en optimista o en pesimista
–arguyó el bardo- ¿Cómo una simple creencia mía va a influir sobre algo que es
muchísimo mayor que yo?
-Porque,
en realidad, mayor o menor, individuo o totalidad, no son más que
apreciaciones, calificaciones y divisiones artificiales y parciales, a la
medida de nuestro mundo y de nuestro tamaño, que es lo mismo que decir a la
medida de las percepciones humanas, y no podemos aplicarlas a la grandeza
cósmica de lo Único que existe, que no acepta medición alguna, que es y que
está vivo, porque es el Ser mismo, La Vida... aunque ella se manifieste a sí
misma a través de infinitas unidades de manifestación, tan pequeñas como tu
vida personal o la mía.
-Está
bien –dijo Orfeo, impaciente y algo abrumado por una visión tan amplia-.
Supongamos que sea así. ¿Cómo yo tendría que hacer para mover a La Vida a que
me devolviera a Eurídice?
-No
puedes hacer nada desde tu personalidad –respondió el ermitaño-. Sólo puedes
tratar de no prestarle demasiada atención a su parloteo diferenciador incesante
y centrarte en fluir, con naturalidad y sin esfuerzo, a esa parte de tu Ser, en
la que no existen las diferencias. Y desde tu Ser contemplar como la muerte y
la vida son la misma cosa. Así tu voluntad de ver a tu esposa viva se hará una
con la voluntad del Ser que eres y que siempre has sido, pues nunca serás más o
menos de lo que ya eres, por mucho que hagas o no hagas.
-¿Cómo
me centro en eso? -insistió el tracio, confundido por aquel lenguaje tan
nebuloso.
-Ya
te lo dije al principio: sólo hay que permanecer, sin más, firme y calmo en lo
que uno quiere desde el centro de su Ser, visualizándolo como ya conseguido,
agradeciendo por ya tenerlo y atento y seguro de que la Vida, que somos
nosotros mismos, nos responderá a lo que le pedimos con alguna señal o con
alguna pista, o con algún encuentro, o sueño... ¡Y no dudar de ello ni andar
todo el tiempo deseándolo de una manera en la que se hace patente la carencia
de lo que se desea! La duda y el deseo cargado de carencia nos desligan de
nuestra convicción de poder. Y sin convicción de poder, nuestro Ser,
simplemente, carece de fuerza de realización.
Orfeo,
entonces, le contó acerca del sueño que tuvo en el corazón del país de los Gal,
de la playa donde había visto a Eurídice y de las bocas del Hades por donde
había entrado.
-Bueno
-dijo él con naturalidad-, pues ya está, ya lo tienes... en cualquier momento
vas a encontrar esa playa con la que soñaste, ya estás en el litoral. Sólo usar
la memoria y los ojos y no llenar tu cabeza de vanas preocupaciones que, a lo
peor, te hacen pasar por delante de tu oportunidad sin verla. ¿Te apetece un
desayuno?
Orfeo
se sorprendió de lo fácil que lo veía el hombre y él mismo se sintió
reconfortado, con su esperanza renovada... y con apetito. Al cabo de un rato
estaban cocinando juntos sobre un fogón.
El
viejo tenía un acento muy extraño, incluso para ser un galaico; parecía que
cada vez que se arrancaba a decir algo lo comenzaba en una lengua bárbara,
rarísima, muy grave; pero lo decía de una manera tan clara y expresiva que, a
pesar de haber algo en él muy distante, Orfeo lo entendía como si estuviese
hablando en buen griego.
Después
de desayunar, Orfeo preguntó si él veía posible que un cuerpo muerto pudiese
resucitar.
-Resucitar?
-preguntó él- ¿Y qué significa esa palabra tan extraña?
-Quiero
decir, si ves posible que un alma y un cuerpo puedan volver a interactuar
juntos, como antes, después de que la muerte los ha separado.
-¿Y
qué es lo que te hace pensar que existan un alma y un cuerpo y que se puedan
unir o separar?
-Hombre,
pues yo le llamo cuerpo a este instrumento de carne y huesos que me permite
comer y hablarte y le llamo alma a la parte de mí que lo decide a comer o a
hablarte y que razona, a través del cerebro del cuerpo, sobre lo que está
hablando contigo... Si ese cerebro se daña porque no puedo respirar más,
entonces tampoco puedo razonar más ni hablarte, es decir que no funciona más mi
cuerpo, porque está separado de sus conexiones con mi alma, que es quien lo
anima.
-¿Y
que es lo que te hace pensar que eso que llamas alma es lo que mantiene con
vida al cuerpo?
-Pues
que en poco tiempo, ese cuerpo, si está separado del alma, comienza a
disgregarse y descomponerse... a no ser que lo encierres en un bloque de hielo.
Pero, de todas maneras me pregunto -dijo quejumbrosamente- si no se producirán
daños irreversibles en un cerebro congelado que deja de funcionar.
-¿Por
qué supones que eso que llamas alma no se va también a disgregar y descomponer
a su manera, cuando se separa del cuerpo?
-Mi
alma no es algo material, sino mi pura consciencia que percibe, que incluso
cuando mi cuerpo duerme, piensa y sueña...
-Tu
consciencia piensa y sueña a través de tu cuerpo –corrigió el “Hombre del
Roble” sonriendo.
-...
Mi alma no puede descomponerse, porque no está formada por millones de
partículas de agua, tierra, fuego y aire, igual que el cuerpo. -añadió el
bardo.
-¿No
puede? Olvídate un momento de que tienes un cuerpo y dime a qué sabe la mejor
comida que tomabas en tu patria.
A
Orfeo se le hizo la boca agua cuando recordó el plato rey de su maravillosa
madre, la musa Kalíope, una artista genial en cualquier cosa que hiciera...
cada vez que lo servían en su casa, los chiquillos gritaban de contento.
-Pues
sabía a... –comenzó a decir.
-¡Alto!
-cortó el “Hombre Del Roble”-. No puedes decírmelo.
-¿...
Por qué? -se extrañó Orfeo.
-Porque
si ya no tienes un cuerpo, ya no tienes unas papilas gustativas que manden al
cerebro el recuerdo de ese plato que tenían almacenado en su memoria celular,
ni tienes un cerebro que conexione tus células nerviosas lo suficiente como
para recordar su aspecto y el gusto que te daba comértelo; es decir, que ya no
tienes memoria ni recuerdos y mucho menos capacidad cerebral para construir una
explicación sonora de como sabía, la cual sea capaz de llegar a mi oído.
Orfeo
se quedó confundido: -¿Quieres decir que mi consciencia no puede funcionar sin
mi cerebro?
-Parece
que tu memoria no podría, amigo mío; ni tampoco tu capacidad de razonar, que se
basa en interrelacionar células nerviosas que portan recuerdos almacenados
ordenadamente en el cerebro... y sin memoria ni capacidad de razonar, me temo
que tu consciencia, aún si siguiera viva, sería una consciencia vacía, o llena,
en todo caso, de vagos conceptos sutiles sin raíz en la sensación y
desordenados, por tanto, que no se pueden relacionar entre sí ¿No crees?
-¿A
dónde quieres llegar?- preguntó Orfeo sintiéndose muy mal.
-Pues
a que te preguntes si lo que tú crees que eres, Orfeo de Tracia, puede seguir
siendo Orfeo de Tracia si se rompe tu actual unidad cuerpo-mente, tanto da si
por falta de cuerpo como por falta de mente... o de alma.
-...Yo
estoy vivo, Eurídice está viva en mí... Porque somos una misma alma, tan sólo
separada en dos partes y en dos mundos distintos para mejor poder amarse -dijo
Orfeo, más bien para sí mismo. Para reforzarse, ya que no se le ocurría otra
cosa que decir.
-Eso
estuvo muy bonito, poeta -dijo el “Hombre Del Roble” sonriendo más
ampliamente-. No sé si se puede refutar con la lógica, pero no se debe. La vida
necesita más del amor y de la poesía que de la lógica.
-¿Te
estás riendo de mí?- Orfeo estaba extrañado de que el viejo sofista no
aprovechase su desconcierto para demoler definitivamente sus ilusiones.
-En
absoluto –sonrió de nuevo el ermitaño-. Me río de la lógica, que apenas es un
instrumento de la mente para andar por casa, para operar sobre los niveles más
materiales del ser... Si queremos hablar de cosas importantes y trascedentes,
la lógica no nos sirve, hay que recurrir a la poesía, que es el lenguaje de los
dioses. Felicidades por haber echado mano de ella de esa manera.
Se
levantó: –Ahora yo tengo que ir a recoger leña para mi hoguera y agua... Te
comento que soy uno de los encargados de oficiar las ceremonias que se realizan
en el Ara Solar, que es el Espacio Sagrado más importante que hay en esta
montaña y dicen que el más antiguo; si te quedas a comer conmigo, te puedo
llevar a verlo al atardecer...
-Me
quedaré por conversar algo más contigo, venerable, pero permíteme que te ayude
en tus quehaceres -respondió Orfeo cortésmente, ya que había pasado toda la
noche anterior sin dormir y necesitaba una buena siesta antes de ponerse a
buscar la playa de sus sueños.
El
“Hombre Del Roble” vivía de una manera tan austera y tan sencilla que sus
quehaceres eran mínimos y después de despacharlos entre los dos, Orfeo pudo
dormir a la sombra del árbol todo lo que quiso.
Cuando
despertó, un apetitoso y abundante almuerzo le estaba aguardando. Los galaicos
tenían productos del mar y de la tierra de primera calidad y no necesitaban
demasiadas complicaciones culinarias para que supieran muy bien. Agradeció a la
Vida el poder disponer todavía de unas sensibles papilas gustativas.
-Parece
que, a pesar de toda lógica, sigues buscando el milagro -comentó el ermitaño
después.
-Sí,
¿que otra cosa puedo hacer?- respondió Orfeo-. En mi país no faltan los lógicos
y ya he escuchado todo tipo de argumentaciones inteligentes. Pero ninguna de
ellas es capaz de hacer desistir a mi corazón de su búsqueda. Y yo siento, en
verdad, que si tan fuerte es mi demanda interna, no podría vivir tranquilo si
renunciase a escucharla... me volvería loco. En la búsqueda, por lo menos, me
queda la esperanza.
-La
esperanza es el recuerdo del poder de su divinidad que guardan los hombres en
el subconsciente- respondió el anciano.
-¿De
su divinidad?- Orfeo se sorprendió de que el ermitaño pasara de una postura
argumental basada en la razón a la contraria, con la misma naturalidad con que,
en su país, el tiempo pasaba de lluvia a sol y de sol a niebla.
-Si
llevásemos una divinidad dentro –dijo el “Hombre Del Roble” en aquella nueva
línea de pensamiento- sería posible todo cuanto fuésemos capaces de imaginar
con fuerza y sentimiento, porque el pensamiento de una divinidad crea aquello
en lo que piensa, con sólo pensarlo.
-En
Grecia muchos creen que la llevamos dentro -respondió el bardo- hay muchos
mitos sobre ello... pero que está encerrada en el infierno de nuestra
materialidad... parece que la inmortalidad residiría en conseguir, no sólo
rescatarla de allí, sino lograr también que imperase sobre nuestra materia
corporal hasta sutilizarla, hasta librar a nuestra esencia física de sus partes
efímeras y corruptibles.
-Pues
eso es lo que ciertas personas de conocimiento llaman ”revelar el cuerpo de
luz”, o el “cuerpo glorioso”, bajo el cuerpo débil y efímero que hemos recibido
de nuestras madres, a base de limpiar nuestra mentalidad de complejos
limitadores, es decir, realizar la Transfiguración. Pero para eso, uno tiene
que parirse a sí mismo en un segundo nacimiento.
-¿Y
cómo se consigue eso? -preguntó Orfeo.
-A
base de imaginarlo como si llevásemos dentro un dios que lo imaginase, a base
de no dudar ¡Pero no dudar ni por un momento! que llevamos ese dios dentro, el
Ser, y que lo que él desea con fuerza, se consigue.
-Imaginar
y creer en que lo que imaginamos se realizará... eso me suena a lo que llaman
tener una fe -dijo el bardo.
-Llámale,
simplemente, tener fe. Decir “tener una fe” suena, más bien como tener una
creencia. Y no va por ahí la cosa, no. Sobran creencias inefectivas en este
mundo. Sin embargo “tener fe” significa creer en el propio poder y sabiduría,
en nuestro dios interior personal, que es el núcleo de nuestro yo. Y creer
también en la Vida, que es el Dios Cósmico, el núcleo invisible y permanente de
todo el universo que puedes ver y al que llamas la realidad, a pesar de que
sabes que todo lo que ves es impermanente.
-Muy
bien... lo entiendo. Pero no creo que baste con tener fe en el propio poder,
necesito tener una prueba de que esos, mis poderes en los que confío, existen y
son reales.
-Existen
en la esencia de todo ser humano y son reales, omnipotentes y no hace falta
cultivarlos ni aumentarlos... claro que hay que cultivar y desarrollar tu fe en
ellos para que se manifiesten y puedas estar seguro de ellos, porque has visto
que tu fe los hizo manifestarse.
-Pero...
¿Cómo se cultiva y desarrolla la fe que precipita los poderes de los que
hablas?
-Sólo
hay una manera -respondió el “Hombre Del Roble”-: viviendo conforme a la
dignidad que queremos darle a nuestro dios interior y proyectando su fuerza y
su luz benefactora y creadora todo a nuestro alrededor, en desinteresadas obras
de amor, con toda potencia e intensidad. Lo que siembras, vuelve a ti
quintuplicado.
Cuando
ves que vuelve en tal proporción, puedes estar seguro de que habías sembrado
bien y seguir sembrando. Pero hay mucha gente que sólo se acuerda de su
divinidad interior cuando la necesita, para pedirle. Y hay que acordarse de
ella también cuando estás sobrado de bendiciones, para dar. Cuanto más das en
el momento de abundancia, más recibes cuando la ley de la balanza hace que
llegue la vez de la carencia.
-¿Y
cómo dar si uno tan sólo es un bardo, como yo...? –dijo Orfeo.
-Pues
proyectando la fuerza de tu talento y de tu habilidad todo a tu alrededor, en
desinteresadas obras de amor, de gracia, de belleza, de sabiduría, de utilidad,
de simpatía, de fuerza, de profundidad... con toda potencia e intensidad... y
es lo mismo si uno es un curandero, o un jefe de nación, o un agricultor, o una
madre de familia, o un guerrero, o una prostituta...
-¿También
un hombre que vive para la guerra? -se extrañó Orfeo- ¿Qué tiene que ver la
guerra con el amor?
-No
hay oficio en el mundo que no pueda convertir a quien lo practica en un santo,
un genio o un héroe, si lo vive con la intensidad y con la autenticidad con que
podría vivirlo el dios que lleva dentro, amigo Orfeo. Este mundo es el teatro
donde juega sus mil papeles el Único Ser Eterno y lo único que le pide a los
actores que vivifica es que interpreten sus papeles lo más intensa y
brillantemente posible, aunque el papel que uno haya escogido, o que le haya
tocado, sea el del villano...
-¿Estás
dando un valor al papel de villano?
-Sí,
si se consigue vivificar un buen villano y no un villano mediocre. Son
necesarios los héroes villanos, para que los héroes nobles brillen. Quien
dirige la función sabe que sólo es una función, pero le gusta que sea una buena
función, en la que cada miembro del reparto se coloque entero a sí mismo en su
personaje...
-Ahora
entiendo mejor a unos paisanos tuyos que conocí por el Camino, los Brigmil...
¿Será que existen esas Islas de los Bienaventurados a las que esperan ir los
héroes que no temen la muerte en el combate?
-Ya
he oído hablar de los Brigmil... –dijo el “Hombre Del Roble”-... seguro que
esas Islas con las que sueñan se convertirán en una realidad para ellos y que
acabarán llegando a sus costas y gozándolas, si el dios interno de todos y cada
uno de esos héroes las mantiene con fuerza en su imaginación y si ellos le dan
poder para ello, viviendo a plena intensidad y sin la menor duda el papel que
escogieron vivir.
-¿Y
yo lograré llegar al Hades y a los Campos Elíseos? ¿...O será mejor buscar una
playa en donde embarcarme en busca de las Islas de los Bienaventurados?
-Deja
las Islas de la Eterna Juventud para el pueblo de los Gal -rió el viejo- y tú
sigue buscando las bocas del Hades y tus Elíseos. El Más Allá se encuentra en
otra dimensión, dentro del Subconsciente Colectivo de la Humanidad, pero cada
pueblo tiene que buscarlo tal como lo imaginó y como le dio fuerza y realidad
su propia cultura y creencia. Ese es el mejor camino para llegar allí con bien,
hombre...
...De
lo contrario –siguió el ermitaño-, tendrías que ponerte a estudiar a fondo toda
la cultura y la manera de ser de los Gal y hasta vivir unos años con ellos,
para poder apreciar el tipo de paraíso que diseñaron colectivamente en su
imaginario, según sus gustos... A lo mejor te parecía demasiado bullanguera
nuestra versión de los Elíseos.-
-...Pero
eso significaría -dijo Orfeo confundido- que no hay una realidad verdadera y
única, sino tantas como las que cada pueblo del mundo es capaz de imaginar.
-Lo
que cada pueblo es capaz de imaginar es su interpretación de lo que antes
imaginó el Ser que nos sostiene a todos en su imaginación, dándonos existencia
con ello. Nuestras mentes individuales son gotitas del río de la Mente
Colectiva de nuestra cultura, que es una gotita del océano de la Mente Cósmica.
Todo
cuanto podemos imaginar es algo que ya fue imaginado antes por los dioses, y
que tiene tantas posibilidades de convertirse en lo que nosotros llamamos
realidad, si nos concentramos en ello con fuerza y sin establecer diferencias
ni dudar, como las que tuvo el pensamiento divino que originó nuestra Especie
Humana, que no se paró a diferenciar ni a dudar, mientras pensaba, si estaba
elaborando una idea razonable o una fantasía.
-¿Será
así de sencillo? -arguyó Orfeo irónicamente- Si lo fuera, yo no tendría sino
que imaginar con fuerza y sin ninguna duda que, a partir de ahora, todo aquel
que muere y va al Hades puede, si lo desea, pedirle al Rey de los Infiernos que
le deje salir de vez en cuando a pasar unos meses felices con las gentes vivas
y mortales que ama, igual que deja a su esposa Perséfone salir cada año a
llevar la primavera a los campos de su madre Démeter.
-Pues
a lo mejor es que nadie se atrevió a pedírselo todavía con tanta seguridad de
que lo va a conseguir como se lo pidieron en su día su mujer y su señora suegra
-rió el “Hombre Del Roble”, muy a gusto.
Orfeo
no rió y hasta se quedó un poco espantado de que aquel chamán bárbaro estuviese
siendo irreverente, delante de él, con un dios poderoso como ninguno y
terrible, que tenía en sus manos el destino de su esposa y de él mismo y de
todos los seres... o por lo menos, de todos los egeos.
-Creo
que es un acto de soberbia que un simple ser humano como cualquier otro –dijo
en voz alta y muy seriamente, para desagraviar a Hades-, se atreva a dirigirse
a un dios para que haga con él una excepción a una ley general y natural, sólo
porque ama apasionadamente a su esposa.
-Si
yo fuese ese dios y estuviese dentro de ti, como deben estar los dioses -dijo
el viejo-, me daría mucha pena que me temieran tanto o me considerasen tan
inflexible que hasta pensaran que me iba a enojar y a vengarme porque un
corazón enamorado me hiciese una petición tan natural... Y si yo fuese Orfeo,
me daría cuenta de que no voy a conseguir lo que quiero mientras tenga la menor
duda sobre si lo que quiero conseguir es correcto o no. La contradicción
interna anula el poder del dios interno.
-Llega
–respondió Orfeo con cortés firmeza, pero sintiéndose muy mal, tal como si le
hubiesen arrojado un caldero de agua fría por encima-. Ya está bien de hablar
así de mí y de mis dioses. Tú eres un bár...un extranjero, con otra religión, y
con otra mentalidad y no puedes entenderlos como yo los entiendo.
-Tienes
toda la razón, perdona si herí tu susceptibilidad, ilustre huésped...
–respondió el “Hombre Del Roble” sinceramente, abriendo las manos e inclinando
la cabeza-... no lo tomes a mal, los galaicos somos demasiado habladores... -y
luego, sonriendo con confianza- ¿Sabes? Dentro de poco caerá la tarde y haremos
en el Altar Solar un sacrificio a Hades para desagraviarle y para pedirle que
te muestre las puertas de su reino ¿Te parece bien?
-Te
lo agradezco mucho -respondió Orfeo, todavía con una cierta frialdad-. Y yo
puedo acompañar tu ceremonia con mi lira, si lo deseas, para darte también algo
de mí que compense mínimamente tus atenciones.
Vistas
desde el sendero que venía de la morada del “Hombre Del Roble”, algo más al
norte del Templo del Amor, había tres acumulaciones de rocas naturales en la
cresta del cabo y, en medio de la central, destacábase claramente una que
servía de bandeja al sol, tanto cuando se levantaba por Oriente, tras la Morada
de Dioses del otro lado de la bahía, como cuando se ponía por Occidente en el
abismo.
Con
su perfecta disposición cardinal a dos mares, era la más completa Ara Solar que
Orfeo hubiera visto antes y tan bien integrada con el medio que pareciera que
los mismos dioses la hubiesen puesto allí al principio del mundo, para cumplir
sus funciones, sin apenas huellas de la intervención humana.
El
recinto sagrado se disponía sobre una amplia plaza circular de piedra basta y
maciza que, por la vejez de su color, tal vez habría sido, hace muchos siglos,
la cubierta de un gran dolmen, ya soterrado. Circunscrito en relieve en la
plaza circular se hallaba un hexágono, cuyos seis vértices estaban adornados
por seis cruces de brazos iguales, inscritas, a su vez, en círculos de granito.
Seguramente las habrían añadido allí los últimos invasores, pues se veían mucho
más modernas que el Ara.
El
Ara Solar propiamente dicha, colocada en el centro de la plaza, consistía en
una mesa en forma de copa pétrea, cuyos bordes llegaban hasta la altura del
pecho de un hombre en pié, colocada sobre un pedestal conformado por una base
cúbica. Cada uno de los lados de su base estaba perfectamente orientado hacia
uno de los puntos cardinales. Todo estaba rústicamente tallado en dos piezas superpuestas.
La
tabla redonda del altar era suficientemente ancha como para que pudieran
ofrecer sus sacrificios personales hasta seis oficiantes al mismo tiempo.
El
majestuoso conjunto, simple y austero como el paisaje litoral circundante, era
de piedra granítica, a la que siglos de exposición a los vientos del océano
habían desgastado y pulido sus bordes, además de patinarla y policromarla con
esos musgos y líquenes blancos, verdes, amarillos y dorados que hacen parecer
antigua y noble a la más modesta de las casas de los Gal.
-¿Quieres
ver una cosa curiosa?- dijo el “Hombre Del Roble”-. Empujó el Ara Solar en
dirección a oriente y aquel macizo altar de piedra pareció moverse por un
instante. Orfeo mismo empujó el ara entonces y percibió como se desplazaba
ligeramente a pesar de que era una mole. Los antiguos lo habían dispuesto sobre
lo que suele llamarse una “roca caballera” que no se sostiene sobre toda su
base, sino apenas sobre un punto o dos de ella. Era un tremendo acumulador de energía
colocado en tensión, como los dólmenes de los ancestros.
Orfeo
sintió de repente la inmensa sacralidad de aquel lugar y se descalzó sus
sandalias de caminante, igual que había hecho el anciano, para no contaminarlo
con el polvo de los muchos lugares profanos recorridos. Luego sacó de su
mochila la túnica corta blanca y limpia que reservaba para presentarse
dignamente donde fuese necesario.
Usaron
el agua que venía canalizada de una fuente próxima para purificar sus manos, su
cabeza, pecho y sobacos, sus pies... y las últimas gotas las asperjó el
oficiante sobre el altar de piedra, en sus cuatro direcciones, agradeciendo su
guía y protección a todos los dioses y potencias del Universo.
Cuando
estuvo vestido de limpio junto al altar pudo ver que su centro estaba ocupado
por una cazoleta tiznada superficialmente, excavada en la piedra para quemar
ofrendas, en la que dispusieron la leña que portaban. Doce canalillos se
inclinaban para que la sangre de los sacrificios llegara hasta ella desde los
bordes. En el centro de la cazoleta había otro hueco por donde la sangre y la
lluvia deberían llegar hasta la madre tierra, a través de otro canal cilíndrico
que atravesaba el centro del cubo sustentador del gran grial de piedra.
Según
empezó a declinar la tarde, una docena de vecinos y unos pocos peregrinos se
acercaron al espacio sagrado, portando, algunos de ellos, animales vivos y
otras ofrendas para los sacrificios. El “Hombre Del Roble” los fue recibiendo
uno a uno, degollando con maestría y sin dolor a los animales, troceándolos,
haciendo augurios según la manera como morían o la disposición de las venas y
quemando las partes correspondientes al Dios del Sol, a la Diosa Triple
Mar-Luna-Tierra o a cualesquiera otros dioses o aspectos de la divinidad a
quienes hacía su petición u homenaje el ofrendante.
Como
Orfeo no tenía gran cosa que ofrecer en sacrificio, dio para quemar sobre el
altar algunos frutos secos que llevaba en su mochila y luego, como quien se
desprende de su pasado, entregó también, junto con hierbas aromáticas y flores
amarillas del cabo, su vieja túnica de viaje, marcada por todas las huellas de
las experiencias vividas en busca de su anhelo, para el cumplimiento del cual
pidió una vez más, al hacer el rito de las libaciones, la misericordia de los
Dioses Infernales.
El
anciano completó su sacrificio quemando una buena parte de lo que le había
correspondido a él de las ofrendas, para pedir para Orfeo la colaboración de
las vibraciones de lo divino que en sí mismo hubieran sido desarrolladas por
sus más sinceras conexiones con Lo Elevado.
A
una señal de su anfitrión, el bardo tomó su lira y estuvo un buen rato tocando
los himnos de Hermes, Afrodita y Febo Apolo a pleno sentimiento y devoción,
mientras el Carro Solar iniciaba su declive.
El
momento más mágico fue cuando el sol rojizo descendió lo suficiente para que,
desde donde él estaba, pareciera como si fuese a meterse en la copa de piedra
del Ara Solar, rodeada de cruces y teniendo como fondo el azul horizonte
marino, ardiente de nubes grises, violetas y naranjas.
Orfeo
imaginó que si un día llegaran a civilizarse y a unificarse en una nación de
verdad las revoltosas tribus de Oestrymnis y si él llegara a ser amigo del rey
de los Gal, sin duda le hubiese sugerido aquellas imágenes para que las
compusiese en el escudo del País del Fin del Mundo, tal como ahora mismo las
estaba viendo. Y colocó todos esos sentimientos en un remate musical de la
ceremonia, mientras el sol desaparecía en el mar y el anciano bendecía a los
asistentes, tocando con solemnidad el himno que había compuesto para los
Brigmil, aunque sin atreverse a cantar la letra.
Luego
se despidió rápidamente del “Hombre Del Roble”, pues estaba demasiado ocupado
atendiendo a sus feligreses. Además, el bardo ya no sentía mucha gana de seguir
conversando con aquel sofista abrumador. Caminó hasta la tercera acumulación de
rocas situada en la cima norte del cabo, dispuesto a descender por allí hacia
el pueblo, mas, cuando llegó arriba, lo que vió le hizo dar un vuelco al
corazón.
Ante
la roca a la que subiera, el cabo iba descendiendo, en una larga falda de
tojales orlados de caminos ondulantes, hasta una amplia playa semicircular
donde las olas se lanzaban con verdadera furia sobre la brillante arena, dorada
por el atardecer.
En
el horizonte norte, al otro extremo de ella, un cabo alargado de alto lomo
pulido avanzaba con determinación justo hacia occidente y su espolón iba
rematado por una roca triangular, en forma de vela mediterránea, que enfilaba
las olas y las tinieblas del abismo, tal como contaban los mitos que la Nave de
Hermes enfilaba las aguas interdimensionales que separaban el Mundo de los
Vivos del de los Muertos.
Abrazaba
al arranque del cabo por delante otro monte sobre cuya falda y cumbre se
destacaba, a la luz del atardecer, un gran laberinto en forma de ocho vertical,
compuesto de senderos espirales y bordeado a su izquierda por abruptos
acantilados que caían sobre el mar sobre una gran Uña de Piedra que parecía
salir del abismo para rascarlos. Ante la uña, rocas más bajas, como arrancadas
por ella, que llegaban hasta la playa de olas furiosas.
Era
la misma playa y las mismas rocas en las que Orfeo, pocos días antes, había
visto en su sueño a Eurídice sentada. Cayó postrado de agradecimiento.
Luego
voló, más que corrió, sendero abajo, para llegar allí antes de que se
extendiera la noche.
Cuando
por fin se encontró recorriendo apresurado aquella playa directamente
enfrentada al Mar de Afuera, apenas quedaban en el horizonte las huellas de la
agonía del sol tiñendo de sangre el cielo tempestuoso. Las olas batían sonoras,
como largas y pavorosas baterías de martillazos de titanes encadenados, o como
manadas salvajes de espumeantes caballos que quisieran invadir y devastar la
tierra.
Aquel
cabo oscuro y misterioso que daba fondo a la playa, cuya punta, que llegaba en
su contraste hasta el borde mismo de las incandescentes tinieblas, parecía
estar rematado por la Nave de Hermes era, sin duda, el verdadero Cabo
Occidental del Fin del Mundo y no aquel otro que miraba al suroeste, por la
parte del faro en el que la mayoría de la gente remataba vulgarmente su
peregrinación, a pesar de la sacralidad indudable de sus Altas Aras, a donde
pocos subían.
El
sendero en forma de laberinto se destacaba claramente de abajo arriba del monte,
a la derecha del acantilado y de la Uña del Titán.
Al
final de la playa reconoció perfectamente las rocas que había visto en su
sueño, pero Eurídice no se encontraba allí esa vez.
78-
LAS BOCAS DEL HADES
Orfeo
encontró también el estrecho camino que subía al acantilado por detrás de la
Uña de Piedra, junto a los senderos de aquel laberinto, cada vez más claro y
definido, en el que no se había fijado en su sueño.
Subió
a las crestas rocosas que caían sobre los portales del Infierno antes soñados,
entre los chillidos asustados y los revuelos de cientos de gaviotas de patas
amarillas, negros cormoranes, o cuervos marinos, que no se querían apartar de
sus nidos de algas, y erguidos araos, que agitaban sus gargantas con un
movimiento palpital, de donde salían graves y broncos graznidos.
Encontró
una manera de ir, poco a poco, descolgándose por el borde sin despeñarse hasta
el nivel del mar, donde se encontraba la cueva por donde había penetrado su
amada. Después de lo que parecieron horas de esfuerzo, cuando casi no quedaba
nada de luz, acabó por conseguirlo.
Pero
cuando llegó por fin ante el gran hueco, se encontró con que la supuesta
entrada no existía. Aquello no parecía ser sino una gran urna de piedra maciza,
excavada en el acantilado por el mar a distintas alturas en sus subidas y
bajadas incesantes durante milenios.
Gritó
y gritó el nombre de Eurídice en vana competencia con el rugir de las olas,
invocó la piedad de los dioses del Infierno, Hades y Perséfone, hasta que le
cercaron las sombras de la noche, pero las rocas continuaron inmóviles,
inconmovibles e impenetrables. Finalmente sacó su lira, se abrigó con su capa,
se sentó sobre una peña y empezó a tocar y cantar.
Su
música nacía directamente del impulso de amor desmesurado que lo mantenía con
vida y en la búsqueda, su canto reunió en sí mismo el de todos los animales
clamando dulce y melancólicamente por su pareja, ya como reclamo, apremio o
súplica.
Su
melodía se acompasó con el rítmico y continuo fragor de las olas que abrazaban
la playa, se separaban y volvían a precipitarse en ella... deseó con todas sus
fuerzas que aquel canto ablandase a la mole oscura y derritiera a las rocas que
le vedaban el paso, pero el acantilado se mantuvo inconmovible, mientras la
sombra se apoderaba del mundo por completo.
Ni
una estrella se veía en la fría humedad de la negrura, pero no por ello dejó
Orfeo de cantar. Fue su voz luz invisible y faro por muchas horas en aquella
Costa de la Muerte y, tras un descanso cuando ya no podía más, la lira siguió
sonando y luego su voz de nuevo, un lamento interminable convertido en un
monumento de variadas y ricas sonoridades armónicas, por gracia de su esperanza
y maestría.
Pero
Hades no parecía ser un dios mínimamente dotado de compasión, como suponía el
rústico ermitaño que debía ser un dios, sino un demonio cruel que devoraba
vidas a millares todos los días y al que el lamento de un viudo enamorado le
resultaba tan indiferente como los aullidos agónicos de las pobres gentes en
tantas guerras acuchilladas, asaetadas, quemadas o violadas hasta la muerte,
lastimeras víctimas que ensangrentaban los países y que dejaban por doquier
docenas y docenas de viudas desesperadas y de huérfanos desvalidos y llorosos a
los que tampoco escuchaba para nada.
Gran
parte de la noche transcurrió así, hasta que el bardo ya no pudo más y se quedó
dormido sobre las rocas.
Cuando
despertó al amanecer, aterido de frío, había, como clara inspiración, una
imagen y una frase de su sueño anterior en su memoria: Aito y los Brigmil
pasando de nuevo ante él y repitiéndole:
“¡Fuerza!
¡Recorre hasta el final tu laberinto!”.
Como
el mar estaba en calma y se sentía sin fuerzas para ascender el acantilado de
nuevo, aseguró con sus correas la funda de la lira a la espalda y se metió en
las frías aguas, contorneando a nado con toda precaución el borde de los
farallones y logrando llegar al pie de unas rocas desde donde pudo volver
caminando a la playa.
Anduvo
hasta su centro y luego se volvió, para apreciar el laberinto de senderos
espirales en forma de ocho que ascendía entre tojales por todo el monte,
extremado por los acantilados de las bocas del Averno y por el bosque.
Entendió
que aquel laberinto era una prueba que tendría que superar antes de ser
admitido en el reino de Hades, pero estaba demasiado agotado para comenzar ya.
Al otro lado de la playa se veían las primeras casas del poblado de los nerios
y, a pesar de que apenas estaba amaneciendo, de una de ellas salía el humo de
la cocina y el aroma de comida caliente.
Se
dirigió, empapado, hacia allí y llamó a la puerta para suplicar por algo de
alimento que le permitiese reponer sus fuerzas. El modesto pescador que allí
vivía, a pesar de no entender ninguna lengua civilizada, le recibió con
amabilidad, le dio algo para secarse y para cubrirse, puso sus ropas ante el
fuego y compartió con él el grato desayuno que estaba preparando.
A
falta de palabras, intercambiaron gestos y expresiones. Al terminar, el
pescador dio a entender que salía hacia su barca, para un día de trabajo. Orfeo
señaló hacia el sendero laberíntico del monte, luego hacia sí mismo y con dos
dedos sobre su palma hizo el ademán de que deseaba recorrerlo.
El
hombre entendió –“Donnon, Donnon”- dijo. Y luego lo repitió varias veces,
mientras señalaba un camino que arrancaba de la playa y se dirigía,
contorneando el monte, al bosque que había a la derecha del laberinto, por el
lado opuesto al del acantilado.
Se
despidieron. Orfeo se quedó un rato casi desnudo en la parte alta de la playa,
contemplando como se levantaba el sol al otro lado de la bahía interior, tras
la poderosa montaña de granito rosa que lo coronaba, y aguardó a que sus ropas
acabaran de secarse mínimamente con sus rayos.
Luego,
sintiéndose mejor y más caliente, se vistió y empezó a ascender el camino señalado,
que discurría entre una espesa floresta de robles.
Laberintos
de esta novela en Cap Norfeu, Cabo de Creus. Cataluña, y de Monte Pión, Cabo de
la Nave, Finisterre, Galicia.
79-
DONNON
Poco
después, el camino desembocó ante un claro y una vivienda totalmente integrada
en la naturaleza, que consistía en un largo hueco practicado en el costado de
la montaña, el cual se había cerrado por el frente con un muro de piedras, sin
otras aberturas que una puerta y un hueco alto por donde pasaba la luz.
Orfeo
gritó: -¡Donnon!-, pero nadie apareció. Asomándose, vio que la amplia estancia
estaba vacía. Entonces se dio cuenta de que había un cencerro de cobre junto a
la puerta y lo hizo sonar tres veces.
Alguien
dio un par de voces a lo lejos y al cabo de poco rato, un hombre de unos
sesenta y tantos años vestido con toscas pieles de cabra apareció entre los
árboles portando un balde de agua en cada brazo.
Los
dejó en el suelo y vino a saludar a Orfeo. En cuanto intercambiaron sus
nombres, el bardo se quedó sorprendido al comprobar que el tal Donnon hablaba
bastante griego como para mantener un cierto nivel de conversación.
-¿Dónde
lo aprendiste?
-En
la escuela del camino, viajando... -respondió Donnon con una sonrisa mientras
servía a su visitante un cuenco de agua fresca-. Hablo mal media docena de
idiomas y muchos dialectos.
-Tengo
que recorrer el Laberinto - fue Orfeo directamente a lo que le interesaba-. Un
pescador me mandó a ti. ¿Podrías ayudarme?
-¿Ayudarte
a qué? -dijo él con un gesto ambiguo- Cualquiera puede recorrer ese laberinto,
es sólo caminar por sus senderos, muchos de los viajeros que llegan aquí lo
hacen, se asoman a los acantilados, disfrutan del paisaje y luego se van...
¿para qué quieres recorrerlo?
-Es
una larga y extraña historia... -respondió Orfeo.
-Me
encantan las historias largas y extrañas, ilustre huésped, ponte cómodo,
siéntete en tu casa, descansa, permíteme que yo haga un par de trabajos que
tengo que hacer y luego quédate a desayunar conmigo y me la cuentas.
Después
de un sencillo pero sabroso segundo desayuno, Orfeo contó a lo que venía al Fin
del Mundo, su viaje, su sueño y en él, la contestación que habían dado los
espíritus que entraban o salían por las bocas del Hades a su petición de que lo
llevaran con ellos:
“Recorre
hasta el final tu laberinto”
Cuando
terminó, Donnon, que había escuchado a plena atención, no parecía demasiado
extrañado, como si escuchara historias semejantes cada día. Orfeo,
interrogante, lo miró y esperó.
-A
mí me parece que ese, “tu laberinto” -comenzó a decir-, se refiere al laberinto
de los caminos que caminaste en tu vida. Y pienso que es claro que no serás
admitido, ni tú ni nadie, en el Mundo de los Muertos, hasta que lo hayas
recorrido hasta el final, por lo menos con tu consciencia.
-…Y
¿por qué piensas eso?-, preguntó el bardo.
-Porque
cada uno de nosotros tiene marcado su tiempo de vida y de aprendizaje en este
plano de la Consciencia Cósmica, antes de que pueda cambiar de dimensión.
Cuando hayas aprendido todo cuanto has venido a aprender a esta escuela que es
tu vida en esta encarnación y en tu propio espacio-tiempo y circunstancias…
…es
decir, cuando hayas hecho aquello que viniste a hacer y cuando hayas
comprendido su sentido, aunque sea en los últimos instantes de tu caminada…
sólo entonces se podrá cortar el hilo de tu manifestación y estarás pronto para
reunirte con tu amada donde ella se encuentra ahora. Eso es lo natural.
-Pero
yo no quiero esperar tanto... -respondió Orfeo con pasión- Yo quiero reunirme
con Eurídice ya.
-Aquí
hay unos magníficos acantilados para tirarse por ellos, como ya percibiste en
tu sueño -dijo Donnon con esa ironía incisiva con la que los galaicos, de vez
en cuando, parecían quebrar las nieblas de su afable suavidad-. Pero es muy
posible que, igual que en él, tus dioses no te permitan acceder, a causa del
suicidio, al nivel en el que se encuentra tu mujer... sino tal vez a otro, muy
inferior, donde se te haga considerar durante bastante tiempo y a través de un
cierto sufrimiento, que eso de tratar de adelantarse al propio destino por la
vía de la autodestrucción, sólo porque echas de menos a tu esposa, es una falta
de respeto al destino, a la vida, a tu esposa y a tí mismo.
-Comprendido
-reconoció el bardo, impaciente- ¿Para qué es, entonces, ese laberinto que hay
trazado en el monte?
-Eso
es un sendero de reflexión y de meditación sobre las etapas del Camino de la
Vida... -contestó Donnon- Está dividido en estaciones a lo largo de un camino
que va desde la Potencialidad hasta la Maestría... cada estación marca la
recordación de un intenso aprendizaje… Si se profundiza suficiente y se
sintetiza en una unidad el conjunto de lo comprendido, se volverá un
aprendizaje evolutivo sobre el significado y sentido de lo ya vivido y se acarará
el caminante sobre aquello que aún le falta por vivir.
-¿Y
quién lo trazó?
-Unos
dicen que ha estado ahí desde que se formó el mundo, acompañando a ese paisaje
que a tí te parecen las bocas del Infierno y que quizás lo sean (aunque yo creo
que el cielo y el infierno sólo residen en el interior de cada hombre, y que
toman la forma, ante él, que les da su propia cultura simbólica y su
imaginación)...
…Hay
una viejísima historia que dice que una noche de tempestad se abrieron las
nubes del cielo y los dioses del espacio lo dibujaron en un segundo con un
potente rayo de luz que aplastó contra el suelo las matas de tojos sin
dañarlos, a fin de dejar ahí grabado en el sendero una instrucción cifrada para
que el hombre, sólo contemplándolo y recorriéndolo, pudiese aumentar su
consciencia y regresar junto a ellos…
…Otros
cuentan que lo trazó un gigante que venía de una gran isla que se hundió en
medio del Océano, para resumir en ese monumento la sabiduría de su raza y que no
se perdiera... -siguió el viejo levantándose-... En cualquier caso, es muy
antiguo y, varias veces a lo largo de muchos siglos, los tojos del monte lo han
cubierto hasta hacerlo invisible... lo que seguro que volverá a suceder algún
día.
Pero
siempre acaba llegando por aquí un peregrino visionario que lo sueña, lo
redescubre, limpia de nuevo de maleza los senderos, las inscripciones y las
esculturas y lo pone a disposición de aquellos a quienes les da por recorrerlo.
El último que lo redescubrió fue mi instructor.
-¿Tu
instructor?
-Sí,
se llamaba Jaun y había nacido en algún lugar de los Pirineos. Entró desde muy
joven como aprendiz en una Fraternidad de Constructores Sagrados que operaba
sobre todo el Camino de las Estrellas.
-Constructores
Sagrados?... Pero yo había entendido que los íberos no construían templos -dijo
Orfeo.
-Hombre,
templos, lo que los griegos llaman templos... no se suelen construir en
Oestrymnis, aunque aquí en las Altas Aras hay uno, que en realidad se levantó
por causa del tráfico marítimo con fenicios y griegos, aprovechando lo que
quedaba de una gran galería dolménica de épocas muy antiguas. Pero sí se
construyen en otras partes de Iberia, sobre todo en Levante y el Sur, donde hay
más influencia mediterránea. Sin embargo, lo que más le interesaba a mi
instructor no era levantar templos cerrados con estatuas, al estilo oriental,
sino algo que en Oestrymnis llamamos “németon”.
-¿Németon?
¿Y qué es eso?
-Para
la mentalidad de los Gal y de muchos otros pueblos de este país, toda la tierra
es sagrada y los seres humanos somos parte de ella y de su sacralidad. Sin
embargo, hay espacios naturales a cielo abierto y muy amplios, montañas,
bosques, fuentes, cascadas, lagos, islas, promontorios, playas, que, por su
evidente grandeza o su belleza, se convierten en espejos de la grandeza o
belleza que los hombres adivinan en su propio interior. Conmueven nuestra
sensibilidad y por eso son ideales para meditar, contemplar y encontrarse.
Esos
espacios de belleza pura, fuerte o trascendente, se reconocen y se consagran en
el sentir de todos como lugares de poder, y las comunidades vecinas tratan de
mantenerlos en su pureza original para disfrute de todos.
-También
hay montes, ríos y bosques sagrados en Tracia y en Grecia –dijo el bardo,
acordándose de Eurídice-. Se suele encomendar su preservación a fraternidades
de sacerdotisas-ninfas. Pero ¿para qué una fraternidad de constructores en un
país donde no se construyen edificios templarios?
-Porque,
a veces –explicó el galaico-, esos espacios se delimitan o se embellecen con el
tipo de geometría que tú podrías llamar hermética; aunque no con estatuas de
dioses semejantes a hombres lo cual, para nuestro gusto, nos resulta demasiado
artificial, sino con muy rústicas obras de piedra cargadas de significación
simbólica y profunda, siempre evocadora y cercana a lo que parece creado por la
propia naturaleza... y eso es lo que se llama un némed o un németon, un parque
sagrado, si quieres llamarlo así.
Para
nuestros antepasados, que vinieron de países muy lejanos, todo el País del Fin
del Mundo que hoy llamamos País de los Gal, especialmente su recortado litoral
oeste, era un inmenso németon natural.
-¿Construía,
entonces, parques sagrados tu instructor? -preguntó Orfeo.
-Sí,
y también muchas otras cosas: a lo largo de su vida Jaun colaboró en edificar
muchos parques e instalaciones sagradas, o en reformar u ornar oratorios, aras,
dólmenes, menhires y antiguos lugares de poder... y fue ascendiendo por los
distintos grados de su oficio. Pero, para llegar a Arquitecto (y estamos
hablando de Arquitectura Sagrada)... tenía que pasar por un precepto de su
fraternidad, que consistía en peregrinar hasta el Fin del Mundo, enterrar allí
al hombre viejo y regresar como un hombre nuevo.
-¿Por
qué ese precepto para ser arquitecto?
-Por
un lado –siguió explicando Donnon-, el país de los Gal, abundante en granitos
de la mejor calidad, es el paraíso soñado por cualquier constructor que utilice
la piedra. Por otro, la ruta que viene hacia aquí es una ruta tradicional y
milenaria para adquirir conocimiento.
Además,
los dirigentes de aquella fraternidad decían que nadie puede edificar o
reformar un auténtico templo exterior como es debido, si antes no aprendió a
reformar o reedificar su propio templo interior, la morada habitual de su
espíritu... así que Jaun emprendió su peregrinación por el camino por donde tú
has venido, que es poderoso porque está cargado con los anhelos y con las
experiencias de miles y miles de peregrinos durante muchos siglos... y el
camino fue agudizando su sensibilidad y su conexión consigo mismo.
Cuando
por fin llegó al mar –continuó- en la villa de Noela o Noia, que está un poco
más al sur de aquí, tuvo que cumplir con otro rito de su fraternidad, que
consistía en una muerte simbólica. Es decir, tenía que pasar una noche en la
necrópolis del pueblo, dentro de un sepulcro de piedra que cada aspirante a
arquitecto labraba antes por sí mismo.
Jaun
meditó muchas cosas durante los días en que lo estuvo labrando y más todavía la
noche que se acostó en él y cerró la tapa. Y también tuvo, como tú, un sueño:
un sueño en el que se le aparecía un laberinto en forma de ocho, sobre una
montaña que miraba al mar.
Al
día siguiente salió del sepulcro y grabó su marca de cantero en la lápida, que
era una espiral perfecta terminada en una pata de oca. Luego se fue a entregar
su memoria del pasado a la Diosa del Mar, entrando desnudo en ella y dejando
que le pasaran por encima nueve olas, como los nueve meses en los que se gesta
un cuerpo humano, sintiéndose un hombre nuevo cuando regresó a la playa.
Con
aquello quedaban cumplidos los preceptos rituales de su hermandad y Jaun ya
podía regresar, pero todavía no lo hizo. Se dedicó a explorar los cabos que
miraban al mar, buscando el laberinto que había visto en sueños. No lo encontró
en los promontorios y montes que encerraban la bahía de Noela, a pesar de que
estaban llenos de monumentos de piedra realizados en épocas antiquísimas;
incluso se contaba allí la leyenda de un superviviente del hundimiento de la Isla
del Edén que había desembarcado en el monte y cuya nieta fundara la villa.
Siguió
entonces buscando por todos los cabos que había más al sur y, por fin, en uno
de ellos que miraba a unas islas que cerraban la ría, descubrió un pequeño
laberinto grabado en la roca, casi oculto por las malezas. Jaun limpió bien la
zona y lo dejó al descubierto. Pero no era un laberinto de doble voluta, como
el de su sueño, sino simple, a base de círculos concéntricos, con un camino que
llegaba hasta el centro... Lo dibujó y aún estuvo buscando más por la zona,
pero nada halló salvo repeticiones o antiguas cazoletas cuya función no supo
explicarse. Finalmente regresó junto a su Fraternidad, recibió el grado de
Arquitecto y durante varios años estuvo dirigiendo la construcción de varios
nemetones a lo largo de las zonas orientales de la Ruta Sagrada.
Nunca
pudo olvidar su iniciación y se pasaba el tiempo libre dibujando y dibujando
ambos laberintos, el descubierto y el que había visto en sueños. Sus dibujos
acabaron dándole una serie de inspiraciones e informaciones preciosas, con las
cuales enriqueció sus conocimientos de arquitecto y sentó un nuevo estilo que,
sin embargo, no desentonaba de los estilos templarios anteriores.
El
día en que cumplió cincuenta y tres años, habiendo justo rematado las obras de
su última instalación sagrada en la cumbre de un monte, Jaun se despidió de sus
compañeros y peregrinó de nuevo a pie hasta Noela.
Esta
vez buscó a fondo por cabos y montañas, pero no encontró nada nuevo. Siguió
después más al norte y acabó llegando a esta playa. En cuanto la vio, la
reconoció, a pesar de que la montaña estaba cubierta de matojos espinosos y
nadie le prestaba la menor atención. Ni siquiera subían a por forraje o leña,
que abundaba más abajo.
Yo
había nacido aquí -siguió Donnon- y me contrató, junto a otros dos muchachos,
para que le ayudásemos a limpiar de espinos el monte. Cuando lo hicimos, el
Sendero Laberinto, las treinta y cuatro esculturas que marcaban sus estaciones
principales y las setenta y seis rocas con petroglifos inscritos, que señalaban
las estaciones secundarias del Camino Evolutivo, aparecieron claramente ante
nosotros... y también se hicieron visibles para todo el pueblo.
Ahí
estalló la polémica: todo el mundo hablaba del laberinto, unos a favor, otros
en contra, por motivos de todo tipo o por puro capricho; algunos ancianos
recordaban haber oído contar a sus abuelos que había un tesoro enterrado en
aquel monte, aunque nunca pensaron que sería un tesoro de sabiduría. Otros
decían que les daba mal agüero ver desde sus casas aquel gran signo, que podía
tener que ver con cosas de paganos, supersticiones y brujerías de los antiguos
habitantes bárbaros y atrasados del Cabo, vestigios suyos que no era
conveniente que volvieran a la luz, ya que para eso los habían conquistado,
civilizado y dirigido hacia la verdadera fe nuestros antepasados.
Unos
cuantos decían que el tal Jaun, un extranjero, había construido aquello por
vanidad, por afán de notoriedad, sin pedirle su permiso a los nativos. Cuando
los otros muchachos y yo asegurábamos que no, que todo eso estaba de verdad
debajo de los tojos, pocos nos creían y muchos preferían suponer que éramos
cómplices a sueldo del arquitecto.
Finalmente
el Consejo del pueblo nos hizo comparecer a todos ante él y juzgó el caso,
preguntándole a Jaun las razones que le habían movido a construir, reconstruir
o poner al descubierto aquella forma tan aparente, que hacía perder al paisaje
del pueblo su aspecto de “toda la vida”.
Cuando
el forastero habló de que lo había visto en sueños y que no pudo dejar de
pensar en ello hasta descubrirlo y exponerlo, nadie quedó convencido con esa
sencilla explicación de la verdad; sospechaban que bajo ella se ocultaban
propósitos inconfesables... Jaun fue expulsado de la comarca y se le ordenó que
no regresara más. A nosotros nos ordenaron que volviésemos a cubrir el sendero
con los tojos que habíamos cortado y que ya estaban secos.
Así
lo hicimos y nadie nos pagó por nuestro trabajo de hacer regresar al monte a su
imagen acostumbrada. Pero cuando la primera tempestad, que aquí son frecuentes,
se llevó los tojos secos y dejó al descubierto el sendero, ninguno de los que
antes habían protestado quiso tomarse la molestia de subir a cubrirlo, ya que
confiaban en que el rápido crecimiento natural de los tojos en esta tierra tan
húmeda lo ocultaría muy pronto.
Sin
embargo, algunos de los peregrinos que acababan su peregrinación en el faro,
subieron a las Aras Altas y descubrieron el laberinto desde allí. A partir de
eso, hubo comentarios y muchos otros peregrinos empezaron a patrullar sus
senderos, lo que impedía que fuesen nuevamente cubiertos por los tojos. Al cabo
de un año, llegaban los peregrinos al poblado de los nerios y, antes de
preguntar por el faro, ya estaban queriendo saber donde podían encontrar “el
Laberinto del Fin del Mundo”.
Uno de los muchachos que había trabajado para
Jaun y yo mismo empezamos a guiar a los peregrinos al laberinto, con lo cual
nos ganábamos algo y, cuando nos preguntaban lo que significaban aquellas
esculturas y signos, hablábamos de serpientes y dragones e inventábamos
historias fantásticas que, repetidas por muchas otras bocas, se convertían en
más fantásticas y absurdas todavía.
Por
fin, un día, yo me decidí a salir de mi pueblo y a conocer el mundo,
aprovechando la amistosa compañía de algunos peregrinos que regresaban a su
tierra. Cuando andaba con ellos por la parte de los Pirineos, me quedé
impresionado por un circuito de menhires en forma de laberinto que ornaba el
centro de un németon en el claro de un tupido y antiguo robledal al borde del
camino. Pregunté quien había hecho aquello, y me dijeron que el maestro Jaun y
que representaba las estaciones del aprendizaje profundo del hombre en su
caminar por la vida. Sólo tres años después pude encontrar de nuevo al
arquitecto.
Estaba
construyendo otra instalación sagrada, compuesta por galerías cubiertas,
senderos y parques, en un punto donde confluyen los senderos que vienen de toda
parte al Camino de las Estrellas y donde casi comienzan las llanuras del norte.
Llegué en una época en la que estaban contratando obreros, me presenté, le
recordé quien era y me aceptó con cariño. Trabajé con él más de tres años y fue
mi maestro y quien me recomendó a la Fraternidad de Constructores, en la que conseguí
alcanzar los dos primeros grados del oficio.
Jaun
introdujo el laberinto en su instalación cuando diseñó los jardines del
claustro, que es un lugar de meditación al aire libre. En aquella parte de la
obra yo fui su principal ayudante y así fue como se convirtió en mi instructor,
mostrándome el sentido profundo de las estaciones, que no tenía nada que ver
con las bobadas que nosotros les habíamos estado relatando a los peregrinos.
Jaun tuvo un especial cuidado en instruirme debidamente, pues decía que algún
día volvería al Extremo Occidente y serviría de guía a los peregrinos.
Pero
cuando acabó aquella obra yo seguí recorriendo el mundo en un continuo vagar
que mi alma me pedía, llegando incluso hasta Grecia y Egipto; aprendí un poco
de griego y muchas otras lenguas, me las ingenié de mil maneras diferentes para
ganarme la vida sin perder mi libertad, me junté a mujeres, me separé... y me
interesé en toda parte por las creencias y leyendas de los muchos pueblos que
conocía, dándome cuenta de que siempre se contenían las mismas fuerzas
esenciales detrás de las diversas formas con que cada tribu adornaba a sus
divinidades.
Un día llegué a una ciudad jonia de Asia
Menor, Éfeso, y me sorprendí cuando me dijeron que el monte que la coronaba se
llamaba Pión, como aquel otro de mi tierra donde se redescubriera el laberinto.
Para entonces ya me había enterado que en griego "Pión" significa,
como sabes, "rico". Efectivamente, el de Éfeso era un monte rico
porque allí había estado, desde épocas remotas, el templo de Hécate, la Antigua
Diosa matriarcal que reinaba en los Infiernos antes de que la sustituyera en el
trono el patriarcal Hades. Tratábase de un templo importantísimo y recibía
innumerables ofrendas de peregrinos... aunque ya estaban disfrazando a la vieja
Hécate de Artemisa, la Luna, que es una diosa olímpica más conveniente para
adaptarse a los nuevos tempos, tú ya sabes.
Nueve
años después volví a pasar por el németon donde había trabajado. Me enteré, con
tristeza, que el maestro Jaun había muerto y, con más tristeza aún, vi que un
nuevo arquitecto, que no pertenecía a la Fraternidad, había destruido el
laberinto del claustro, sustituyéndolo por una fuente de piedra adocenada y
puramente decorativa, de las que empezaban a ponerse de moda en los claustros y
jardines por influencias del país vecino.
Ante
aquello, sentí de repente que tenía una misión importante y regresé a mi
tierra. Medio laberinto estaba ya tomado por los tojos de nuevo, así como
muchas de las rocas en las que estaban inscritas petroglifos, pero aún algunos
peregrinos se interesaban por él de vez en cuando y recibían aquellas estúpidas
explicaciones sobre su significado, que ahora eran, ya, completamente
ininteligibles.
Sin
pedirle permiso a nadie, me dediqué a limpiar de nuevo todo el recinto por mí
mismo. Como yo era un nativo de esta tribu y como los antiguos miembros del
Consejo habían muerto y fueron sustituidos por una nueva generación que siempre
tuvo a la vista el sendero de espirales, por lo cual ya les resultaba algo
familiar y hasta emblemático de su pueblo, mi iniciativa no sólo no chocó con
las fuerzas vivas, sino que hasta fue bien acogida.
Eso
me permitió construir esta humilde vivienda en el bosque y cerca del laberinto
sin que nadie se opusiera... y empecé a guiar de nuevo a quien se interesaba,
esta vez iniciándolos en la verdadera ciencia del laberinto que Jaun me había
transmitido y que yo cada vez comprendía más, aplicándola incluso, al
seguimiento de mi propia evolución como persona.
Ahora
ya no tengo que salir al encuentro de los peregrinos, como antes, sino que
vosotros mismos, como tú lo has hecho, me venís a buscar a mi propia casa para
que os oriente. Y hasta puedo darme el lujo de escoger, instruyendo con
profundidad a las personas en quienes veo un verdadero interés, mientras que
despido a los simples curiosos con una explicación más superficial, aunque
también es verdadera...
-Si,
por lo que te he entendido -dijo Orfeo cuando Donnon terminó de contar su
historia-, ese sendero de espirales sirve para ordenar las experiencias vividas
y para descubrir cuanto antes el sentido del aprendizaje que cada uno vino a
asimilar en su vida y si eso sirve para que los dioses me consideren preparado
para cambiar de dimensión y llegar a donde está Eurídice, te ruego que me
instruyas con profundidad en el conocimiento del laberinto.
-El
laberinto no sólo supone un conocimiento –respondió el galaico-, supone además
un largo entrenamiento para ejecutar una acción efectiva. Porque el
conocimiento es éstéril si no se aplica a conseguir un objetivo. Tu objetivo,
me parece a mí, debería consistir en reunir suficiente poder de convicción y
méritos como para que Hades, dentro de ti, escuche tu petición clara de que te
sean abiertas las puertas de Lo Profundo, a fin de reencontrarte con tu alma
amada.
-Así
es también como yo lo veo –dijo el bardo.
-Entonces
el laberinto debería servirte para visualizar las etapas anteriores de tu
camino vital en las cuales reuniste poder y merecimiento para conseguir un
objetivo... y para meditar sobre por qué lo conseguiste o no lo conseguiste, a
fin de que puedas ver con claridad cuáles son las maneras de proceder, dentro
de tu propia forma de actuar, que te conducen al éxito o al fracaso... o,
siendo más concreto, por donde es que se vacía tu fuerza cuando más la
necesitas usar.
Orfeo
sintió un malestar interior, algo así como un vacío más arriba del estómago.
-Siempre
me ha dado miedo analizar las causas de mis fracasos -confesó con cierto
esfuerzo-. Creo que me duele remover heridas, eso echa bastante por tierra mi
autoestima.
-Si
te duele, es porque nunca fueron bien curadas –respondió suavemente Donnon-. Y
no se debe ir a librar el Combate Decisivo mientras haya puntos débiles en la
propia estructura. Si no refuerzas ahora la torre de tu propia fortaleza
interna, la verás dentro de muy poco derrumbarse.
Orfeo
se dio cuenta entonces de que, efectivamente, se hallaba ante el Combate
Decisivo. El Camino hasta el Fin del Mundo se había acabado, ya estaba ante las
Puertas del Infierno y sólo restaba conseguir que se las abrieran o marcharse
derrotado.
Bien...
Estoy dispuesto a analizar las causas de mis fracasos anteriores –dijo-, a
averiguar por dónde se vacía mi energía, a tratar de curar completamente esas
heridas, aunque tenga que arrancarles la costra que las protege... y a
entrenarme y fortificarme para conseguir lo que quiero... cueste lo que cueste
y durante el tiempo que haga falta, ya que tampoco tengo nada más importante
que hacer y siento que mi vida está pasando a toda velocidad... ¿querrás
ayudarme?
-Lo
has expresado muy bien, Orfeo -respondió Donnon -, claro que te ayudaré un
poco... si tú te ayudas a ti mismo un mucho. Descansa y prepárate, porque
mañana mismo, después del alba, comenzaremos a recorrer juntos el Laberinto.
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