quarta-feira, 27 de novembro de 2019

PARTE QUINTA: EL LABERINTO DEL FIN DEL MUNDO



PARTE QUINTA:
EL LABERINTO DEL FIN DEL MUNDO
75- EL FIN DEL MUNDO


Caminó y caminó por un terreno frondoso y ondulado, evitando los escasos caseríos que divisaba, pues sólo le interesaba llegar de una vez al Fin del Mundo y encontrar la playa de sus sueños, aquella del peñón rocoso en forma de uña. Se detenía sólo para dormir, envuelto en su capa. Nada más alborear, seguía los valles que enfilaban el oeste entre las viejas montañas plenas de verdor.

Continuaba ayunando por pura disciplina, sintiendo que necesitaría reforzar al máximo su voluntad y su autodominio antes de llegar a su meta, pero volvió a beber para tener fuerzas para viajar; con todo, se sentía como un fantasma que recorriese un mundo fantasmal en busca de un semejante.

Después de largos valles húmedos de tierra fertilísima, el terreno iba ascendiendo a lugares más altos que eran verdaderas selvas de robles y castaños milenarios y de muchas otras especies arbóreas cuyos nombres no sabía. Afiló el bastón en forma de lanza con su espada ibérica para precaverse del asalto de los lobos que aullaban por las noches muy cerca de su hoguera.

Madrugaba en un mundo de nieblas que sólo a media mañana se iban despejando. En una ocasión, la densa bruma que desde la espesura de lo alto de la montaña avanzaba, adueñándose del mundo visible en dos largas lenguas confluentes que semejaban brazos con garras a él dirigidos, le recordó la doble hilera de ánimas quejumbrosas provenientes de las crestas del acantilado que había visto cruzarse en su sueño antes de enfilar las bocas del Infierno.

Justo en ese momento, se oyeron unos ululares verdaderamente escalofriantes, que eran respondidos por otros igual de asustadores no muy lejos.

Estremecido, se ocultó tras un árbol y estuvo al acecho largo rato, espada en mano, aguardando la horrible aparición de algún monstruo del más allá. Pero nada ocurrió, ya que sólo se trataba de un pájaro al que en la región llaman cárabo, que llamaba a su hembra. Durante todo el resto del día y de la noche, se vio sumergido en un mundo de ensueño en el que avanzaba por el medio de un mar de niebla espesa que no le dejaba ver nada a quince pasos.

En otros momentos llovía torrencialmente durante un buen rato. Orfeo se veía obligado a pasarse largo rato junto al tronco de uno de aquellos gruesos robles barbados mientras caían gruesas gotas sobre su capa desde las ramas. Pero luego volvía a lucir el sol con toda su gloria y la tierra se veía más hermosa, sus colores más diáfanos y sus aromas más intensos tras el lavado.

Cruzó por un puente primitivo un hermoso río de aguas transparentes, que bordeaba un paisaje exuberante y encantador y aprovechó para tomar un baño en sus orillas, ya que sentía la necesidad de purificarse antes de acceder a la última etapa de su viaje.

El ayuno prolongado le había dejado tal sensación de ligereza que casi no creía que fuese a hundirse su cuerpo bajo el agua. Mientras se bañaba, vio dos nutrias persiguiéndose y una bandada de negras cornejas cruzó ruidosamente sobre su cabeza.

En la tarde del tercer día, empezó a bajar desde el monte y, de repente, tuvo una visión gloriosa: ¡El mar! Un horizonte gris plata ilimitado se extendía ante él, más allá de montañas y cabos. El mundo de la Tierra Firme estaba llegando a su término y él era uno de los pocos hombres de su generación que podía decir que lo había recorrido en toda su extensión, desde el extremo Oriente donde el sol nace, hasta el extremo Occidente donde muere.


Al final de la cuesta se abría una playa de arena blanca ante una bahía cuya agua sabía por fin a sal, lo que le animó muchísimo, aunque sólo al atardecer pudo ver, por fin, como el Sol se ocultaba tras unas montañas que debían llegar hasta el Océano. Se sentía muy ligero en medio de su ayuno integral. Colocó unas cuantas piedras encima de otras sobre las dunas, formando un ara, y encendió en ella una hoguera para realizar una ceremonia. Con la punta de la espada se hizo un pequeño corte en el brazo izquierdo y ofrendó unas gotas de su sangre a Poseidón, dueño de las olas que lamían la playa frente a él; otras gotas para Hermes, que le había guiado hasta el mar, y otras para Hades y Perséfone, a cuyos dominios se acercaba.

Era un rito excepcional, ya que a Orfeo jamás le habían gustado las ofrendas con sangre, pero también se encontraba en un estado excepcional. Esperaba que las divinidades, especialmente las infernales -que deben vivir de chupar la energía de vida de los hombres-, entendieran y apreciaran su sacrificio.

Ofreciendo su sangre, se ofrecía a sí mismo. “Dioses, hágase en mí vuestra voluntad” -pensó-. “Yo hice todo cuanto podía hacer para llegar hasta aquí, llevado por mi anhelo. Puesto que sois vosotros quienes lo habéis provocado y mantenido tan fuertemente en mí, espero que me sigáis usando como instrumento para llegar a la conclusión de esta experiencia. Aceptaré todo cuanto me mandéis”.

Se imaginó revestido con una coraza y un yelmo empenachado, como cuando acompañaba a los argonautas a un combate, y danzó alrededor del ara, agitando un escudo y una lanza imaginaria en sus manos, como si danzase alrededor de su propio túmulo funerario, y arrancándose mechones de cabello.

En su meditación posterior, se vio a sí mismo colgado por hilos del cielo, como una marioneta que sus Guías podían manejar sin resistencia.


El día siguiente se lo pasó atendiendo a sus intuiciones, que le fueron llevando a contornear las largas y recortadas playas de la bahía interior en dirección norte, siendo que hacia el sur se divisaba una sierra rocosa y desnuda de extrañas formas, que tenía todo el aspecto de ser una morada de dioses, como el Olimpo o el Parnaso, lo que también le atraía mucho.

Pero, al doblar una de aquellas pequeñas ensenadas vio a lo lejos, entre brumas, la silueta de un enorme cabo avanzado, semejante a un cetáceo de piedra que se lanzase a surcar el interminable río Océano y supo, dentro de sí, que era allí a donde debería dirigirse.

Bordeando verdes elevaciones desgastadas y campos fértiles, alcanzó el arranque del cabo a la mañana siguiente y, medio cubiertos por la arena en la playa interior que la montaña resguardaba de la bravura del océano, descubrió los restos desvencijados de un navío grande, de típico aspecto mediterráneo y negra proa curvada en espiral, rodeado de las numerosas embarcaciones ligeras, de madera y cuero, de los nativos, los pescadores galaicos de la zona.

Detrás de ellas había un ancho mar de dunas al que se asomaban, entre los muros derruidos y quemados de un pequeño almacén fortificado o de una factoría naval, sus chozas circulares de piedra con tejado de paja de centeno, que despedían apetitosas humaredas.

Se dirigió a una de ellas inclinando la cabeza y levantando las manos con el saludo suplicante del forastero y enseguida recibió el abrazo y el beso de la hospitalidad de dos de los pescadores, un hombre maduro, barbudo y bien curtido y su hijo.

Compartiendo poco después el almuerzo con ellos, entendió que el poblado se llamaba Hermes (seguido de otra palabra bárbara que prolongaba feamente el nombre) y que el almacén lo habían construido, efectivamente, como una factoría comercial y sobre un asentamiento fenicio anterior, unos helenos que aún diez años atrás encontraban muy rentable traer mercancías desde el Sur de Iberia para intercambiarlas por los minerales preciosos nativos, ya que parecía abundar el oro en las arenas de los ríos galaicos.

-De vez en cuando algún navío mercante mediterráneo vuelve a aparecer por la bahía interior durante unos días preguntando por los Nerios, que es el nombre por el que nos conocen los griegos- dijo el pescador-, tal vez porque tomaron a nuestra protectora, la diosa del mar, Navia, por una de sus Nereidas... aunque, en realidad, nosotros nos llamamos “Los Fuertes”, porque hay que ser muy fuerte para vivir de la pesca en este litoral tan bravo, con unos vientos tan desfavorables.

-En mi tierra sopla el Bóreas que viene del norte y es duro y el Céfiro, que viene del sur y es suave -dijo Orfeo, por confraternizar con ellos, antes de pasar a preguntarles lo que le interesaba- ¿Cómo se llaman vuestros vientos?

El padre y el hijo se miraron dubitativos. Luego habló el hijo, con el cantarín y sinuoso acento de los Gal:

-Aquí es mucho más sencillo: o no hay temporal y entonces salimos a pescar, o lo hay y es imposible salir.

-Vive algún griego por aquí?

-Vivieron dos durante seis años -respondió el hijo-. Trabajaban bien y tenían muchos ayudantes de aquí, recolectando mercancías del interior y distribuyéndolas mientras llegaba la próxima nave a cargar o descargar, pero los mataron y ya no hay nadie que se cuide de su almacén.

-¿Quién los mató? -preguntó Orfeo horrorizado.

-Unos piratas del norte –el hombre hizo el gesto de escupir al suelo- vestidos de pieles y con las caras espantosamente pintadas. Llegaron en una flotilla de doce naves ligeras, que llevaban cabezas de serpiente talladas en la proa. Salvajes, sanguinarios, malnacidos. No sólo mataron a los griegos, sino a todos cuantos intentaron oponerles toda la resistencia posible, mientras las mujeres y los niños huían hacia el interior. Luego saquearon e incendiaron la villa. Al año volvieron a aparecer otros comerciantes helenos en tres naves, pero al ver lo que había ocurrido, se marcharon después de hacerles un rito funerario a sus compatriotas, y ya no regresaron más.

-Lo que cuentan los abuelos -añadió su padre-... es que la gran época del comercio naval y del aflujo constante de peregrinos se dio, sobre todo, en tiempos más antiguos, en los que este puerto era la capital de un orgulloso reino que, infortunadamente, desapareció una noche bajo las aguas y las dunas, tragado por una ola enorme con la que la Diosa del Mar quiso castigar la soberbia y la impiedad de los pueblos que aquí vivían, antes de que esta tierra fuera conquistada por nuestros antepasados.

Orfeo preguntó abiertamente, entonces, por el Fin del Mundo de los Vivos y por la entrada a la Mansión de Hades y sólo obtuvo un aprensivo encogimiento de hombros del joven, como si no quisiera ni tratar del tema. Pero el padre lo miró bien adentro de los ojos durante un rato y le dijo:

-...El reino de Hades pudiera existir o pudiera ser tan sólo uno de tantos cuentos que los viejos inventan junto al fuego para ayudar a pasar el invierno... pero, si por ventura existiese, ilustre huésped ¿De qué le serviría a un hombre tan vivo como tú que alguien supiera indicarte la supuesta entrada a sus portales?

-No es una simple curiosidad -respondió el vate-. Hace años que no hago otra cosa sino buscar esos portales. La mujer que amo me aguarda tras ellos y no me detendré hasta poder estar de nuevo junto a ella, ya sea rescatándola para la vida o compartiendo con ella la muerte.

Hubo un largo silencio, en el que el dueño de la casa pareció escudriñar hasta el fondo la sinceridad o la salud mental del viajero. Orfeo lo captó y quiso decirle muchas cosas que estaban pujando por salirle del corazón, pero la elemental lengua franca que usaban entre ellos apenas servía para entenderse mínimamente, así que pidió licencia, sacó su lira y empezó a expresar con ella cuanto era incapaz de decir con palabras.

Cuando terminó, padre e hijo le miraban desde sus asientos, profundamente conmovidos y con los ojos húmedos y había también lágrimas corriendo por las mejillas de las mujeres de la familia, que no habían podido resistir el venir a escucharle. El amor de Orfeo por Eurídice llenaba ahora cada rincón de la modesta casa de los pescadores, un amor palpable, visible, indudable, un amor capaz de remover y estimular la capacidad de amar y los sueños del más tosco y seco de los seres.

-Amigo huésped –dijo el dueño de la casa sentidamente-, considérate en tu propio hogar, aliméntate y descansa bien, mas por la tarde vete, si quieres, por el sendero que hay a la derecha de la puerta de nuestra casa, hasta el extremo de éste que los forasteros llaman el Cabo del Fin del Mundo o Promontorio Ártabro, y nosotros el Cabo de las Altas Aras y luego, en lugar de regresar, como tantos peregrinos hacen, asciende a su cima, como ascienden los pocos que saben. Allá arriba, puede que tu corazón y los dioses que comandan tu destino te digan lo que te conviene hacer.

Por la tarde, efectivamente, el bardo pudo contemplar el horizonte ilimitado del Gran Río Océano desde la punta de un acantilado, que no estaba dirigido hacia Occidente, exactamente, sino más bien hacia el Sur o Suroeste, ante un faro muy antiguo de piedra que contaba con un gran depósito de leña en su base, a cubierto de la lluvia, para guiar a los navegantes en las aguas más agitadas y peligrosas que jamás hubiera visto antes, bajo las que se adivinaban corrientes, remolinos, peñascos ocultos, sirenas y monstruos.

En la base del faro, incontables caminantes de todas las naciones habían dejado sus huellas: exvotos, talismanes, basura, mucha basura y signos grabados, algunos de ellos en forma de pata de oca o de concha marina; o escritos con fecha, entre los que abundaban las alabanzas y las cruces de gratitud a Hermes, Zeus, Poseidón y demás dioses, ya conocidos o bárbaros.

Entre otras muchas, menos originales, pudo leer una inscripción toscamente grabada en grandes letras griegas, firmada por un tal Diogenios de Calcis, que decía: “Llegué hasta aquí y sigo sintiéndome el mismo imbécil”


No se entretuvo mucho en un sitio tan prosaico ni se le ocurrió, siquiera, añadir una vana marca más al bosque de ellas que lo afeaban y comenzó a ascender, bordeando el litoral, hacia la cima del monte que dominaba el cabo, bordeado por acantilados rocosos muy mordidos por las olas y el tiempo.

Ascendió entre tupidos y punzantes matojos de espinos bajos, que los nativos llamaban tojos, por lo que parecía ser un sendero de cabras o caballos salvajes. La cuesta era empinada y la cumbre del cabo estaba bien alta, así que llegó arriba bastante fatigado, pero le compensó la potencia estética del paisaje, con una vista panorámica casi circular.

Hacia el oeste, el inmenso Océano acababa fundiéndose con las nieblas bajas de un cielo donde se apelotonaban los ejércitos de nubes, amenazando su oscuridad con futuras batallas de tormentas que deberían provocar horribles naufragios entre los navegantes que no supieran encontrar rápidamente un refugio entre las altas paredes de roca.

Justo enfrente del cabo, un islote de aspecto asesino le recordó la destrucción del barco de Arron nada más llegar a Iberia y la angustia que precedió a su milagrosa salvación; pero este mar parecía mil veces más frío y amenazador que el Gran Verde de los egipcios, pelasgos, fenicios y helenos. Este mar tenebroso era, más bien, el Gran Gris. Sintió claramente que se hallaba ante el Abismo que precedía al Hades.

Hacia el sur y el este se extendían largas playas de arena blanca, orladas de más islotes, y también las viejas montañas verdes y desgastadas por las que había venido, destacando muy bien, justo frente al cabo, al otro lado de la bahía interior, aquel inmenso conglomerado de bulbosas moles de granito rosa que le había parecido un lugar sagrado nada más verlo y del que los indígenas le habían dicho, con evidente respeto, que cuando la Diosa hizo el mundo arrojó allí, sin orden ni concierto, todas las piedras que le sobraron y que en ellas se contenía toda la memoria de la Madre Tierra y sus poderes sanadores y fecundantes.

Algunos nerios lo llamaban, simplemente, “El Pedregal” pero otros lo habían nombrado ante Orfeo como “El Pindo”. Supuso que lo bautizaron así los desgraciados comerciantes helenos que vivieron y murieron en el Fin del Mundo, en memoria de la sierra que cruza Grecia desde la Iliria hasta el Golfo de Corinto... (¿O le habrían dado el nombre del de aquí al de Grecia los helenos galaicos de la tribu de Turos...? “Vete a saber”, como decía él)... Se dio cuenta de que no tardaría el sol en acostarse sobre la mar por el oeste y de que, desde allí, la aparente morada de los dioses se hallaba justo al este.

Entonces miró hacia el norte y vio que la cima del cabo todavía se coronaba, por aquel lado, con varias acumulaciones de redondeados peñascos graníticos, pulidos por siglos de vientos y lluvias, así que se dirigió al primero de ellos, siguiendo el sendero.





76- EL TEMPLO DEL AMOR


Al contornear la roca encontró una construcción muy antigua, hecha de piedras ciclópeas en forma de galería dolménica, una especie de vagina o útero de piedra inserto en las entrañas de la madre tierra, muy semejante a aquél donde agradeció su salvación a los genios de los Pirineos en el cabo de su llegada a Iberia.

Estaban en su puerta tres jóvenes y bellas sacerdotisas: por su atractivo aspecto y por el del jardín que ornaba el exterior del santuario, regado por un arroyuelo que brotaba de una peña y protegido por cuidados setos contra los vientos, las supuso sin duda consagradas a alguna diosa de la belleza o de la fecundidad.

Las sacerdotisas atendían a una pareja y a un hombre con aspecto de marino que habían llegado antes que él y le recibieron con sonrisas dulces y con miradas seductoras.

Entonces, una de las jóvenes les introdujo en la antesala del templo, iluminada por dos antorchas, y otra les ofreció agua, en tanto que esperaban que la suma sacerdotisa estuviese pronta para atenderles.

La pared estaba tan sólo adornada por un bajorrelieve en el que se apreciaba la medialuna, con el sol encima, navegando como un barco sobre las ondas, trazado de una forma simple y estilizada. Entre las dos antorchas había un altar de piedra sin imágenes, como era usual entre los habitantes del país de Gal, aunque esta construcción contradecía lo que Turos le había dicho acerca de que no edificaban templos porque, para ellos, la naturaleza toda era su templo.

Al cabo de un rato, la persona que esperaban se presentó ante ellos: era una mujer aún bastante joven, pero con la experiencia de una vieja sabia en sus ojos grandes y oscurísimos.

Vestía una túnica blanca muy plisada con sobrevelos transparentes y nacarados que la favorecían mucho y su tocado, con el cabello larguísimo de las íberas, estaba enrollado en dos gruesas trenzas a ambos lados de su cabeza, de tal manera que parecían los cuernos de un macho cabrío; lo que contrastaba con la serenidad, feminidad y dulzura de su rostro y le daba un cierto porte elegante y regio, a lo que contribuía lo misterioso de sus joyas rituales, entre las que destacaba un collar jerárquico hecho con siete pequeñas ánforas de oro engarzadas, que debía indicar conocimiento y maestría sobre los poderes de las aguas de la vida.

Su atractivo residía, sobre todo, en la esbeltez de su figura y en la expresividad de su rostro, en el que se veía una enorme comprensión que enseguida daba confianza. Todos se levantaron en cuanto llegó y ella recibió sus saludos con la serena autoridad de quien está acostumbrada a la veneración ajena.

-Sed bienvenidos al templo de la Diosa, hermanos, donde haremos cuanto se pueda, con su auxilio, por devolver la paz y la armonía a vuestros corazones. Le dedicareis vuestros sacrificios en su ara y, mientras tanto, podréis exponerle vuestras peticiones.

Al iniciarse la ceremonia, Orfeo se dio cuenta de que, a pesar de su apariencia arcaica, se trataba de un templo del amor de influencia fenicia, como los que había en tantos puertos y cabos del Mediterráneo, bien servidos por prostitutas sagradas, que realizaban una labor social completamente práctica y terapéutica, eficaz, efectiva, higiénica y muy necesaria.

Realmente, le habría gustado más llegar en un momento en que no hubiese otra gente, pedir a la Sacerdotisa Mayor las informaciones que necesitaba y marcharse, puesto que no tenía interés por sus servicios, pero ya estaba allí y no iba a tener más remedio que participar en todo, para no parecer descortés o impío.

Como era usual en la mayoría de las ceremonias, hubo salutaciones, cánticos de apertura, encendido ritual del fuego, preces y sacrificios sangrientos en el ara. La pareja había llevado un cabrito blanco, flores, frutos, ungüentos y perfumes; y el marino, un cerdo, aceite y vino.

La sacerdotisa degolló a los animales con maestría, los troceó rápidamente, apartando una porción para el templo, otra para los ofrendantes y una tercera para la Diosa, los preciados muslos derechos, envueltos en grasa y en las tripas, que quemó allí mismo completamente, entre libaciones y brindis rituales, mientras la pareja pedía una hija que continuase su linaje y el marino rogaba que su lejana amada le siguiera queriendo, que la Diosa calmara la intensa nostalgia que sentía por ella, que no lo dejaba vivir tranquilo, que sus negocios fueran prósperos y que su nave volviese a su casa sin daño.

Llegó entonces el turno de Orfeo y éste sacó su lira y anunció que iba a hacer una ofrenda de música a la Diosa. Tocó y cantó en griego el himno a Démeter tal como se hacía en el santuario de Eleusis, con lo que la Sacerdotisa Mayor percibió inmediatamente que se trataba de un iniciado, además de un gran talento musical. Cuando terminó, ella misma le alargó una taza de oro, para que hiciese sus libaciones y peticiones.

Orfeo ofreció la copa a la Diosa, quien, como ocurría entre los Gal, no tenía una representación en efigie, por lo que había que imaginársela, invisible y omnipresente, dentro y fuera de uno mismo. Después derramó algo de vino sobre el ara y dijo en voz alta:

-Santísima Madre, concédeme que alguien me indique como llegar a las puertas del Hades en el Fin del Mundo, como hacer para que me las abran y cómo conseguir que me sea devuelta mi amada esposa, arrebatada por la muerte demasiado joven.

Bebió un sorbo de agradable vino puro, arrojó algo más sobre el ara y brindó la copa a la sacerdotisa, que bebió también y la pasó a los demás presentes.

Después, ella se echó sobre los hombros un manto azul marino muy lujoso, ornado con sinuosas ondas y se sentó sobre un trípode ante el ara, volviendo a beber. Entonces cerró los ojos y empezó a agitarse y a temblar como si estuviese siendo poseída por un espíritu que la invadía desde arriba. Finalmente inclinó la cabeza sobre el pecho, igual que si durmiese.

Sus acólitas acudieron a ayudarla y mientras una parecía que la sujetaba, otra le colocó ante la cara una máscara negra rematada por los blancos cuernos de vaca de la luna creciente.

En ese momento, su cuerpo se irguió con porte majestuoso y habló para todos con una voz diferente, más profunda y más solemne que la que le habían escuchado antes. Las tres jóvenes sacerdotisas quemaban incienso a cada lado de ella con sus cabezas inclinadas, de manera que, por unos momentos, pareció estar suspendida entre vapores perfumados, como si se encontrase en otra dimensión.

-Es la Diosa quien os habla ahora -dijo. Y todos hicieron ante ella un respetuoso saludo ritual-. Gracias por vuestra veneración y por vuestras ofrendas, estad seguros de que atenderé con todo mi amor y justicia vuestras peticiones conforme a vuestros méritos. Mis sacerdotisas os dirán lo que les inspiro para cada uno de vosotros. Recibid mi bendición y que seáis muy felices.

Todos se inclinaron para recibir el abrazo simbólico que la Diosa les mandaba en pie, con sus brazos abiertos, mientras las sacerdotisas los incensaban. Después ella se sentó de nuevo sobre el trípode y se quedó inmóvil como una estatua. Una de las sacerdotisas se colocó delante, con un paño negro haciendo de cortina, mientras otra le quitaba la máscara lunar y atendía su reanimación. Finalmente, fue retirado el paño y se volvió a ver el rostro de la médium, tal como si estuviese despertando de un pesado sueño.


Cuando por fin terminó la ceremonia, la Suma Sacerdotisa ordenó a una de sus ayudantas que se llevase a una habitación interior a la pareja, a fin de que esa noche cohabitasen en el templo, sobre un lecho vaciado en una piedra sagrada, con toda la asistencia ritual necesaria para que el acto resultase fecundo.

Ella se quedó atendiendo a los dos hombres como dueña y señora de la casa, junto a una cordial chimenea encendida en una esquina del templo y tocó su cítara mientras su segunda novicia tomaba un pandero con cintas de colores y bailaba en el centro de la sala una danza tan grácil como sensual con pasos leves, que hacía patente la vibración de la Diosa del Amor en toda la estancia.

La dueña habló primero, privadamente, con el marino y llegó a un acuerdo con él, tras el cual esperaron a que la joven terminase su danza. Al concluir, obtenida una señal de asentimiento de su superiora, la joven tomó al marino de la mano y se lo llevó a otro aposento, para tratar de curarle, sin duda, la terrible nostalgia que tenía por el amor de su pareja lejana.


La Sacerdotisa Mayor se dirigió entonces a Orfeo, llenó una copa, la ofreció a la Diosa, bebió un sorbo y se lo pasó al bardo; éste brindó también a lo Invisible antes de llevarla a los labios. Luego se quedó observándola, preguntándole con la mirada si podría informarle.

-No eres un cualquiera, visitante, sino un hermano iniciado y un maestro en música sagrada, así que creo que puedo evitar todo rodeo y toda preparación y ayudarte a reflexionar directa y serenamente sobre el tema que te preocupa, el que has expuesto en tu petición a la Diosa ¿Te parece bien?

-Te estaré muy agradecido por tu completa franqueza- dijo Orfeo, complacidísimo, al intuir el nivel de aquella dama.

-Viene mucha gente muy evolucionada por este santuario tan famoso, podrás suponer, y es para mí un placer muy grande poder quitarme la aureola de Sacerdotisa Mayor y hablar con ellos de espíritu maduro a espíritu maduro. Así que me la quito ante ti. Puedes llamarme, simplemente, Thais, como hacen mis amigos griegos, ya que mi nombre galaico les suena demasiado raro.

-Muchas gracias por la confianza que me das, Thais, yo me llamo Orfeo y soy de Tracia.

-Creo que entendí, hermano Orfeo, que vienes buscando las puertas del Hades en el Fin del Mundo, con la esperanza de rescatar a tu mujer muerta y volver a abrazarla completa, en carne, hueso, emoción, intelecto y espíritu, como te gustaba amarla.

-Eso es, exactamente -confirmó Orfeo.

-Bien, pues vamos a ir aclarando cuestiones, empezando por lo menos importante: ¿Has llegado en verdad al Fin del Mundo?

-¿He llegado? -repitió él.

-Pues depende de como lo mires. Sólo si conoces claramente donde es el principio del mundo y todos sus límites, podrás saber donde está su final. ¿Tú los conoces?

-No creo que nadie sepa responder a eso.

-Entonces no puedes saber donde es el final... como mucho puedes decir que has llegado a las tierras del Extremo Occidente del mundo conocido por las gentes de tu país, en el cual tu país se ve, un tanto presuntuosamente, como el centro de todo: del mundo y del conocimiento ¿no crees?

-Sí, así lo creo.

-Bueno, pues por las noticias que a mí me traen los muchos navegantes que aquí llegan, éste no es el único Extremo Occidente que han situado en sus mapas... hay por lo menos tres Extremos Occidentes que miran el morir del sol en el océano al sur de donde estamos ahora y otros tres o más, si navegas hacia el norte. Y todos esos puntos son cabos que se adentran en el mar y todos son lugares sagrados, con templos y peregrinos.

Orfeo se quedó sin saber que decir.

-...Y aunque yo nunca he salido del país de los Gal –siguió diciendo ella sentándose más cerca del bardo-, aunque yo no conozca el mundo, el mundo viene hasta mi puerta, porque tengo el privilegio de dirigir este templo y, por las informaciones que tengo, tan sólo en esta misma región hay unos doce cabos de poderoso y misterioso aspecto, que miran al Occidente y cada uno de ellos podría ser, a su vez, el Cabo del Fin del Mundo.

Si los recorrieras de sur a norte, tienes el primero, separando las dos últimas rías bajas y las tierras de los helenos y los celenos... Y es muy sugerente, con vistas a dos grupos de bellas islas, que tienen fama de muy sagradas... hay quien les llama “las Islas de los Dioses”. A ese cabo van innúmeros devotos a ofrecer sacrificios para pedir salud, protección y buena guía, en las singladuras de la vida y de la muerte, a los espíritus bienaventurados.

En una de esas islas hay también un alto acantilado desde el que se puede ver, bien abajo, una entrada peligrosa, muy alta y muy profunda, en cuyo interior el mar resuena como voces cavernosas e infrahumanas. Por esa causa le llaman el Agujero del Infierno.

Más al norte llegarías a otro cabo que es puente, a través de un istmo, hacia una bahía donde hay varias islas interiores encantadoras. Una de las más pequeñas contiene un barro milagroso que regenera la piel y la mantiene joven. En la larga playa del istmo se acostumbra tomar un baño de nueve olas cada solsticio, como representando la gestación de un nuevo nacimiento en el vientre de la Madre Mar... y se dice que eso es un ritual que fue instaurado por la misma Diosa de la Luna hace muchísimos años.





...Y le sigue otro gran promontorio, el más ancho, cubierto de antiquísimos monumentos de piedra, al que se dice que llegó uno de los supervivientes de una gran isla que había en el Océano, que se hundió; y cuyos hijos y nietos fundaron una ciudad donde iniciaron a nuestros antepasados en los rudimentos de la vida civilizada. Hasta hoy continúan llegando personas allí, en busca de más altos grados de Conocimiento...

Hay otro cabo arenoso impresionante, que se puede ver desde aquí, al otro lado de la bahía interior y que enlaza con la Sierra del Pindo, palacio de la Aurora, donde dicen que tiene sus cuadras el carro solar.

Está éste donde nos encontramos y está también el Cabo de la Nave, el siguiente al norte, que parece rematado por la nave de Hermes, el dios que guía a las almas de los muertos al Otro Mundo.

El próximo promontorio semeja un toro nadando mar adentro, como si Zeus quisiese llevar de nuevo sobre sus lomos a Europa en dirección a una tierra sagrada que hubiese al otro lado del mar, hacia Occidente.

Y tras él está un puerto rocoso donde algunos marinos fenicios y griegos decían que se pueden ver las enormes valvas petrificadas, cóncava y convexa, en las que Afrodita nació de la simiente de Urano y de la espuma, aunque los galaicos prefieren decir que son la barca y la vela de piedra con las que la Diosa Navia vino de la Sagrada Isla de los Bienaventurados para traer sus dones a los hombres.

Existen unos cuatro o cinco más al norte, antes y después del puerto de Brigantia, pero el último, a donde me llevaron una vez, porque “había que ir”, me pareció bien especial: se encuentra en el vértice nornoroeste de Iberia, donde hay un antiquísimo santuario de Hades cerca de los acantilados más altos de toda la costa galaica, “a donde va de muerto quien no fue de vivo”... Así que todos los cabos que te he dicho podrían ser las puertas al Más Allá, tanto o mejor que éste donde estás ahora, el cual, lo único que tiene de destacable, es que sobresale unos pocos metros más hacia el oeste que los otros ¿Te parece ese detalle muy importante?

-No... ¿pero no es aquí donde termina el Camino de las Estrellas...? -respondió Orfeo, abrumado por tantos nuevos datos que volvían más complicada su búsqueda.

-¿Termina aquí? ¿Por qué? ¿Por qué así lo determinaron los vendedores de recuerdos? -respondió ella sonriendo- Dime: ¿dónde está este templo? ¿En su puerta, donde termina el sendero que a él conduce... o en el ara de la Diosa, o en el lecho de la fecundación sagrada, o en la pileta de la purificación... o en el lugar de las reliquias, o en los aposentos íntimos de cuál de las sacerdotisas... o en las caricias de sus manos, o en las palabras que salen de sus bocas? ¿...Dónde es tu centro sagrado, músico? En tu cabeza, en tu boca, en tu garganta, en tu corazón, en tu sexo o en tus manos?

...Pues igualmente toda la larga costa del País de los Gal puede contener en sí el Fin del Mundo, la Entrada al País de los Muertos, la Nave de Hermes, las Islas de los Bienaventurados o los Campos Elíseos, los vestigios de la Atlántida, la morada nocturna del sol o el Palacio de la Aurora, la Montaña de los Dioses, el Laberinto del Destino, el Palacio Submarino del Dios del Mar o el lugar de nacimiento de la Diosa del Amor y de la Vida, y toda la mítica y el simbolismo del Fin del Camino... ¿Sabes que es lo que se llevan de aquí los peregrinos como recuerdo de su peregrinación hasta el océano?

-Una concha de estas playas, ¿no es cierto? -respondió Orfeo.

-Eso es, una vieira o venera, una concha que tiene que ver con la palabra vía, o camino y con el sexo de Afrodita, diosa del amor, de la fecundación, del flujo de la vida y de la espuma del mar y de las aguas vaginales y placentarias que conducen al otro mundo, Señora del Mar y de la noche, Magna Mater, Luna Llena grávida del Sol que tragó al atardecer, Perséfone, que lo transmutará, Aurora que lo parirá al amanecer, Isis Pelágica de los Mil Nombres, muerte y renacimiento, Estrella Matutina que anuncia el nuevo sol, señora de los cabos, que son penes que penetran en la mar, origen de la vida, Puerta de la Muerte, Invierno y Primavera... Astarté para los fenicios, Afrodita para los griegos.

-¿Todo eso significa esa concha? -se asombró el bardo.

-Todo eso y más aún, porque la concha simboliza el contenedor original de las aguas de la vida, la Diosa, y decir la Diosa es decir El Todo. Para nosotros los Gal, la concha es Navia, a quien está dedicado ahora mismo este templo, que, sin embargo, fue construido por un pueblo antiquísimo, vencido por quienes fueron vencidos por los muchos vencedores que conquistaron este país antes que lo conquistaran los Gal, pueblos y constructores de quienes no sabemos ni su nombre, ni siquiera el nombre de la diosa o el dios a quien dedicaron este santuario... -paró, porque vio que Orfeo se encontraba completamente desconcertado - Pero tú eres un iniciado, ¿te vas a quedar con el símbolo o con lo que el símbolo significa?

-Con lo que significa, naturalmente.

-¿Has visto alguna de esas conchas que llevan colgadas de su pecho los peregrinos cuando vuelven a sus casas? ¿Te fijaste la forma que les dio la naturaleza? ¿Qué dibujo o que relieves contiene?

-Pues... creo que lleva un cierto número de estrías que se abren a partir de un punto –recordó el bardo-. O, visto al contrario... una serie de canales que, viniendo de distintos puntos de su periferia semicircular confluyen en un centro liso y cóncavo.

-Muy bien explicado... doce estrías o canales o caminos, exactamente, que se abren o que confluyen a partir de un punto, como las numerosas vías que confluyen en el camino sagrado que lleva al centro, como las posibilidades que se le abren en abanico al Caminante cuando llega al País del Fin del Mundo, aunque la mayoría de ellos, simplemente, se conforman con ir a ver ese feo faro y regresar rápido a casa, e incluso algunos ni llegan al mar, les basta con tocar la puerta del país de los Gal y volver, como desde la meta de una carrera, sin haber entrado en su magia...

... Tú eres un iniciado en los Antiguos Misterios, ¿sabes lo que significa el número 12, la carta egipcia del Colgado, entrega total, aceptación, hágase en mí tu voluntad, antesala de la muerte... o el 1+2=3, la carta de la Emperatriz, Afrodita, fecundación, gestación?

-...Es un tema para mucho meditar... respondió el vate, sintiéndose verdaderamente cansado. Ya era muy tarde y había caminado durante buena parte del día.

-Muy bien, pues ya lo meditarás, si te acuerdas, cuando estés solo, amigo mío –ella percibió inmediatamente su cansancio y decidió cambiar de tema-. Pero ahora, creo que conviene que pasemos de símbolos y vayamos a lo tangible.


Thais se levantó y apagó con un capuchón de metal una de las dos antorchas y la sala cobró un aspecto más acogedor, íntimo y profundo. Luego retiró de su cuello su pesado collar jerárquico y lo guardó, con lo cual pareció encontrarse más cómoda y familiar. Después de colocar sobre una mesilla una fuente de frutas y dulces y de llenar la taza de vino, bebió y se la tendió al bardo con una sonrisa.

Orfeo lo probó, encontrándolo excelente y, tras de un nuevo sorbo, dejó que su paladar se deleitase también con uno de los pasteles de miel que había ofrendado la pareja que deseaba tener descendencia. ¡Qué bueno estaba! Lo acompañó con un poco más de aquel vino y sintió que sus energías empezaban a reconstituirse... la sacerdotisa puso dos troncos de leña en el fuego y la estancia se caldeó de repente.

-Para mí, las puertas del Hades que dan paso de un tipo de vida a otra diferente a través de una muerte aparente -comenzó a decir, otra vez muy cerca de Orfeo, en voz más baja y con dulzura, mirándole bien a los ojos para recapturar su atención-, son la cópula que expulsa al semen desde el lugar donde vivía hasta dentro de la concha de una vagina y un útero, donde morirá tragado por un óvulo, el cual morirá para convertirse en un feto... Y también el nacimiento, que es la muerte del feto y su nueva vida en un niño. Seguramente cuando ese niño crece y muere, también lo hace para renacer revestido de otra forma.

Durante toda tu infancia eras inconsciente de la muerte –la voz de la sacerdotisa casi parecía venir de dentro del propio Orfeo ahora-. Mataste tu infancia y entraste en el plano del yo adulto y en la formación de la personalidad individual al percibir que era inevitable. Pero la muerte dejará de importarte cuando pases del yo individual al Subsconsciente Colectivo como identificación.

Para mí, también, la única inmortalidad real es la del linaje, la descendencia... –siguió diciendo- Dentro de ti, hábil músico, siguen viviendo tu padre, tu madre, tus abuelos y toda tu ascendencia, desde hace muchas generaciones. Dentro de ti –y tocó un momento su vientre- se acumula todo tu linaje y su memoria y su pasado, siempre dispuesto, por las leyes de la vida, a proyectarse al futuro desde el presente y a perpetuarse.-

-Todo eso ya lo sé –dijo Orfeo devolviendo a la bandeja un segundo pastel, que sólo por gula había tomado-. Yo lo que quiero es recuperar a mi esposa, poder verla, hablarle, tocarla, abrazarla...

-Tu esposa es una ilusión, querido hermano –dijo ella con una sonrisa comprensiva-. Apenas algunos recuerdos agradables a los que está apegada tu memoria, cada vez más falseados por la nostalgia. También tú eres una ilusión y lo que tú ves en mí y toda nuestra apariencia individual, son ilusiones. El individuo no es sino una apariencia efímera, circunstancial: en tu país, las nuevas costumbres hacen que dos individuos se conozcan, se enamoren y se casen. Viven juntos durante diez años y un día uno de ellos se levanta y ya no reconoce al otro como la persona de la que se había enamorado. El individuo es fruto del momento, y rápidamente cambia de forma. Pero algo hay en ti más auténtico y permanente que el individuo.

-¿A qué te refieres?

-Me refiero al linaje, al ser colectivo contenido en tu semilla –dijo ella-. La fuerza de las leyes del amor hace que el efímero vehículo de un individuo busque su complemento adecuado en otro ser que supone una cadena de linaje de diferentes cualidades, para seguir perpetuándose durante siglos. Y esas leyes del amor, son, en su esencia, las de la supervivencia de la especie, que es lo que cuenta.

Para realizar una función tan importante, el Ser Especie no puede confiar en el libre albedrío humano, y entonces se sirve del estímulo ciego del instinto, que juega con las apariencias y las ilusiones de dos formas que apenas dependen de las circunstancias, de engañosas percepciones del puro momento, de un manojo de cambiantes recuerdos o anhelos idealizados... pues eso es lo que son, y no otra cosa, los individuos que portan las semillas de la vida.

-Sin embargo, aunque yo lo respete, lo cuide y lo haga perpetuarse -respondió Orfeo-... no puedo amar demasiado al linaje o a la especie en sí mismos, sino en sus individuos concretos, las personas.

Yo amé a mis padres y a mis abuelos, a las gentes de mi clan y de mi tribu, a mi país. Yo amo a mi esposa, yo amaría a los hijos y nietos que hubiésemos tenido... yo amo a las personas con las que me siento emocionalmente identificado, especialmente a las que han compartido conmigo, aunque no sean de mi linaje, amo a mis amigos, que son gentes de distintos linajes y naciones... Eurídice era de un linaje distinto que el mío, pero si hubiésemos tenido hijos quedaría fundado un nuevo linaje... -Orfeo paró de repente, acababa de darse cuenta de algo.

-Lo que un hijo es, demuestra que lo que le importa a la vida no es la continuación de un individuo, ni siquiera de un linaje determinado, por grande que sea el orgullo de cada tribu o nación y el de sus dioses raciales, sino la eterna mezcla de los múltiples linajes del único Ser... – dijo ella con dulzura, mirándolo muy adentro de los ojos, en los que había percibido lo que Orfeo descubriera-. Lo que le importa a la vida no son las formas efímeras de los individuos o de los pueblos, sino que la vida, que ella misma, siga eternamente...

La sacerdotisa se levantó y fue moviéndose vaporosa, como flotando, hasta una hornacina que había en la pared, de donde trajo una máscara con cuernos de toro, en forma de sol; se la puso delante del rostro, para que Orfeo la viese bien y luego se inclinó y se la colocó al bardo, cubriendo su cara.


Volvió a cruzar la estancia en pasos lentos que parecían de baile, se puso su propia máscara de luna y su mantón azul marino con ondas bordadas y regresó felinamente a la vera de Orfeo.

-A la Vida no le importan los individuos –repitió-, para ella todos los hombres de la Especie Humana son sólo el dios Sol y todas las mujeres de la Humanidad son sólo la diosa Luna. Mientras el dios Sol y la diosa Luna continúen amándose, ella estará satisfecha, porque la Vida seguirá, aunque los individuos sean olas imprecisas del mar de la vida que viene y va, en el que toman forma en un momento, para desaparecer en el momento siguiente.

Luego encendió una lámpara de aceite antes de apagar la antorcha. Con ella en la mano, hizo levantarse a Orfeo, tirando de él con cortés suavidad:

-Venid, Señor del Sol, sed tan gentil de permitir que la Señora de la Luna os alivie de las fatigas de vuestro larguísimo día de viaje con un baño reparador... pero no dejéis de traer con vos ese magnífico instrumento.

Ella estaba verdaderamente hermosa y sugerente, Orfeo tomó su lira y se dejó conducir de la mano; detrás de su máscara se sentía otro y su vena de artista, ayudada por el vino que había bebido, se animó ante la perspectiva de la comedia.

Tras una cortina, había un pasillo con varias puertas; por una de ellas pasaron a la sala de la pileta purificadora, una pequeña piscina a la que llegaba, encañada, el agua del arroyo, justo hasta el borde. Tenía un horno de leña debajo cuyas brasas la mantenían algo caliente. Algunos capullos de rosas silvestres flotaban sobre las perfumadas aguas. El agua que rebosaba se derramaba en una segunda pileta, más pequeña, donde iba enfriando.

Antes de que tuviese tiempo de pensarlo, la sacerdotisa, con naturalidad, ya le había ayudado a desprenderse de todas sus ropas, aunque conservándole la máscara sobre la cara, y lo había hecho meterse en el agua y recostarse contra la pared interior de la piscina, cuyo suave calor lo relajó y le supo a gloria.

-¿Cómo se siente el Señor del Sol entrando en las aguas de la mar al atardecer? -preguntó ella desde detrás de su máscara, con el tono divertido de una niña traviesa, mientras echaba sales al baño, que formaron delicadas espumas sobre la piel de Orfeo. Ella tomó agua tibia en una vasija, le mezcló un perfume líquido y la fue arrojando con gracia sobre la cabeza y hombros del encantado tracio.

-...Divinamente, Señora de la Luna... -dijo él con verdadero placer-... pero no sé si podré pagaros tantas y tan buenas atenciones.

-No os preocupéis por eso, pagaréis con vuestra lira, genial Apolo, padre de las Musas -ella se quitó su manto azul, quedando vestida con los sobrevelos y la túnica y tomó su propia cítara-... Pero antes escuchad un poco la mía.

Sin alzar mucho la voz, la sacerdotisa cantó una vieja canción griega que narraba los amores del sol y del mar, su mutua atracción; el intercambio de sus energías contrapuestas y complementarias, que enrojecía de pasión el poniente. Sugirió el hervor del disco solar al penetrar el amplio seno de la mar y luego, el abrazo y el apagamiento.

Convertida la mar en noche, se fue alzando entonces la negra sombra sobre la suave elevación, nota a nota, de la cítara, e imperó sobre el mundo oscurecido. Pero estaba grávida del sol y su vientre fecundado se convirtió en una luna brillante, a través de la piel y los velos de nubes de la noche, que crecía y crecía, se hacía llena y menguaba...

Al llegar a ese punto, Thais pasó su propia lira a Orfeo, le pidió que siguiera improvisando sobre su canción y le acompañó con la cítara hasta que él pudo repetir afinadamente sus últimos acordes y convertirlos en melodía.

-Ahora es mi turno de relajar -dijo con voz sonriente. Y se fue quitando los velos nacarados y luego la túnica con estudiada gracia y calma, como si fuese la luna asomando entre las nubes nocturnas y, cuando todos sus encantos de mujer quedaron a la vista del bardo, esplendorosos, retiró la máscara, deshizo las dos trenzas que se enrollaban a ambos lados de su cabeza y se quedó de nuevo parcialmente vestida por su larga cabellera íbera, que la cubría hasta justo encima del pubis sabiamente depilado.

 Orfeo sintió que aquel velo natural saliendo de debajo de la máscara (que ella enseguida se había ajustado de nuevo sobre el rostro), le excitaba mucho más que el poder mirarla completamente al descubierto. Pero luego la mujer elevó al mismo tiempo ambos brazos, echó el cabello hacia atrás, como si fuera una capa, en un gesto tan delicioso que resultaba imposible saber si era espontáneo o muy ensayado y, sin bajarlos, fue metiendo su bello cuerpo desnudo bajo el agua de la piscina, frente a él, y se quedó gozando de la tibieza del agua, recostada, mientras el bardo, tras una inclinación de cabeza en su homenaje, retomaba la canción para ella.

Cantó la belleza de la luna menguante, la belleza luminosa del cuerpo lunar grávido de sol que se va despojando del manto negro de la noche a medida que se reclina sobre las montañas, cantó el temor y los dolores de la mar-luna-tierra, hasta que se abre completamente en el alba, como una rosa madura, y deja que salga de sí el sol renacido, el eterno viajero invicto, que un día más empieza a recorrer el firmamento en su carro de ígneos caballos.

-¡Murió la luna! –dijo ella, sonriendo quejumbrosamente desde el agua cuando él remató su canto- ¡Viva el sol!

La cima boscosa de su monte de venus, a diferencia de las matas púbicas naturales y salvajes de las cazadoras que había visto bañarse en el río grande, estaba artísticamente recortada en forma de un triángulo estrecho que apuntaba como una flecha hacia aquella rosada cueva de delicias, puerta de la vida, a la que la naturaleza empuja a todo hombre en un instintivo impulso de matar el ansia continua en su interior, como si también fuese la puerta de la muerte.

Más abajo de la máscara negra con corona de creciente lunar que ocultaba su rostro, a redondez invitadora de sus pechos sobresalía sensualmente sobre la superficie espumosa y perfumada de la piscina; fuertemente contrastados por la luz de la vela, se veían apetitosos, coronados por dos moras maduras. En ese momento sus pies rozaron los muslos de Orfeo y él sintió un estremecimiento de placer y unas ganas casi incontenibles de responder.

Una parte muy grande de Orfeo, excitada por el juego y por la magia de la noche, clamaba por avanzar hacia ella, la Mujer Genérica, tocar sus cálidas curvas, besarla y estrecharla entre sus brazos, agarrar sus caderas, atraerla, penetrar con delicada fuerza en ella, tomar sus placeres de hembra y dejarse tomar hasta apagar su terrible carencia de Hombre Genérico, honrar al instinto y a la Vida, dejar aquella loca búsqueda, derramar la tensión acumulada y relajar, relajar, relajar, desaparecer...

Pero detrás de la máscara y de la excitación natural de su sexo, otra parte de sí seguía llena de Eurídice y se negaba a desterrar la pura belleza de su presencia, aunque fuese intangible, por causa de un vaciamiento momentáneo que iba a llevarse, con el ansia, el doloroso empeño de ser fiel a su recuerdo...

Se quitó la máscara de Sol y metió su cara y su cabeza bajo el agua dos veces. Luego se recostó de nuevo y dijo, sonriendo, pero con firmeza:

-No ha muerto la Luna, sigue viviendo dentro del Sol todo el día, igual que él sigue vivo dentro de ella toda la noche.

Thais miró desde su sabiduría, muy adentro de sus ojos, comprendiendo: Orfeo hablaba de su Eurídice.

Y se alegró. Era bueno que hubiera en el mundo hombres capaces de amar de aquella manera. Tal vez llegaría un hombre así a su vida antes de que el tiempo le hiciera perder su belleza.

Se quitó la máscara y se quedó mirándolo intensamente. Él la miraba de la misma manera, comunicándose ambos a nivel de alma, llenando la piscina toda con su simpatía.

La sacerdotisa irguió su felina esbeltez y dejó que chorrearan cascadas espumosas de sus formas, como si se despidieran del espectro del deseo. El bardo pensó que al agua desgarrada de ella, como a su propio cuerpo, le iba a doler la ausencia de su belleza.

Salió de la piscina y se envolvió sencillamente en una toalla. Así cubierta y con los cabellos mojados, como una muchacha cualquiera, se inclinó por el borde y abrazó a Orfeo, apoyando la cabeza sobre su hombro, con casta dulzura, muy cerca de su oído.

-Veo a tu esposa en ti, hermano del alma, ella es hermosa y está muy viva. Y lo seguirá estando mientras tú no renuncies a ella.

- Él devolvió su abrazo tiernamente -Sí, lo sé, hermana querida... ¡Gracias por decírmelo!

-Es mi obligación decírtelo, soy una Sacerdotisa del Amor... Tu amor está probado y bien probado.

Fue separándose de él, muy lentamente, hasta de nuevo erguirse. Luego se puso su manto azul sobre la toalla, se colocó la máscara de luna, llenó una vasija con el agua tibia de la piscina y volvió a acercársele.

-La Diosa del Mar del Fin del Mundo bendice tu determinación y tu firmeza, y hace que pasen nueve olas sobre ti, para que sepas que has sido limpio y renovado... Inclina tu cabeza a ras del agua.

-Una... -dijo mientras lo duchaba desde el recipiente y lo volvía a llenar- ...Dos...

 Y así hasta nueve veces. Después dejó la vasija, le tendió su mano y lo ayudó a salir de la piscina, dándole una toalla para que se envolviera. Luego se echó hacia atrás y tomó la antorcha en su mano.

-El hombre viejo ha muerto en ti, se ha quedado en esas aguas –dijo solemnemente-. Recicla a fondo la experiencia de tu vida anterior, para que puedas ser admitido a la siguiente. Que tu renacimiento genere sobrado fuego de amor, para que siga sustentando tu nueva vida y la de tu mujer amada en tí.

Tomó una lamparilla de aceite de un estante y la encendió en la antorcha. Entregó la lámpara a Orfeo y, todavía con la máscara puesta, se dirigió a la puerta.

-Yo me retiro ya –dijo desde allí-. No tardará mucho en comenzar el alba. Te recomiendo que después de vestirte y tomar tus cosas te vayas a descansar un poco junto a la sala de la chimenea donde estuvimos antes, que está al final del pasillo, detrás de la cortina.

Pero, en cuanto comience a clarear, sal, cierra la puerta del templo a tu espalda y baja por el sendero que da al oriente. Cuando llegues abajo, encontrarás que desde esta cima, el sendero asciende a otra, siempre hacia el nordeste, donde se alza un gran roble solitario ante una roca. Allí estará el “Hombre Del Roble”, recibiendo al amanecer. Siéntate en silencio a su lado, que ese hombre sabe mucho sobre lo que te interesa.

Salió al pasillo, desde allí se volvió hacia él por última vez. No dijo nada. Sólo se quitó la máscara, lo miró con ojos húmedos de cariño, ya no el de la Diosa, sino el de la mujer, puso una mano sobre su pecho y luego la abrió hacia él, mientras Orfeo cruzaba las dos sobre el suyo y se inclinaba, lleno de agradecido amor.






77- EL HOMBRE DEL ROBLE


Como había dicho la sacerdotisa, en cuanto el tracio rebasó el roble solitario y la enorme roca que protegía del viento una sencilla cabaña de piedras y paja, se encontró al “Hombre Del Roble”, sentado sobre un parapeto y envuelto en una manta, contemplando la belleza de la alborada.

Permaneció a una cierta distancia en silencio, para no interrumpirle, aunque sintiendo que ya se había dado cuenta de su presencia. Estaba seguro de que aquel hombre percibía perfectamente cuanto pudiera suceder en un gran radio alrededor de sí, con sólo atender a la vida la mitad de concentradamente que la estaba atendiendo ahora.

En el país de los Gal, la sombra era pesada, húmeda, ventosa y gélida, por lo que el alba entre nubes y nieblas deslizantes se sentía, mucho más que en el Mediterráneo, como un verdadero renacimiento de la naturaleza, brillando cada hoja a la nueva luz, toda perlada de rocío en su entorno, que la vivificaba y le daba calor de forma tenue, generando vapores de fragancias húmedas que se elevaban en el frescor de la mañana, tal como asciende el humo del incienso en un santuario.

Al otro lado de la bahía, entre ligeras brumas evanescentes, se distinguían varios islotes alargados a poca distancia de la costa, luego las blancas y longícuas playas y, tras ellas, alzándose de pronto en una enorme mole que llenaba el horizonte, las cumbres redondeadas de aquella sierra del Pindo que, desde el principio, le había parecido una morada de dioses y que ahora semejaba una colmena rosada y gigante a punto de reventar, a causa de la ingente luz que se acumulaba detrás de ella, mientras la Tierra se abría para parir al nuevo sol sobre un mundo detenido en expectante silencio.

El “Hombre Del Roble” se levantó despacio, se volvió ligeramente hacia él y lo convidó, con un leve gesto, a que viniera a ponerse a su lado, unos pasos a su derecha. Orfeo dejó sus cosas en tierra y lo hizo, saludándolo al tiempo con una inclinación de cabeza. El respondió sonriéndole con la mirada, e inmediatamente volvió a concentrarse en el sol, que estaba a punto de asomar sobre la mola central del Pindo.

Relajó todo su cuerpo y abrió sus piernas y las palmas de sus manos, separándolas un poco de los muslos y el bardo lo imitó. Se relajó todavía más, flexionando un poco las rodillas y alzando la cabeza con una inspiración profunda, completa y pausada y con los ojos abiertos, fijos sin pestañear en el disco ígneo, que iniciaba su desprendimiento del mundo subterráneo.

Orfeo se centró en su propia receptividad sensible como si fuese la primera vez que contemplaba un amanecer. Lo primero que llegó a él fue el limpio frescor del nuevo día, lo segundo la majestuosa belleza y luminosidad del motor de la vida, que, a medida que ascendía lentamente, hacía mudar de color a todo el paisaje, al tiempo que bullían dentro de sí todos sus líquidos biológicos, como si los hiciera burbujear el tenue calor que daba deleite a su piel. El primer rayo del sol llegó hasta ellos como una bendición, extendiéndose de un solo impulso hasta el último rincón del interior de la cueva que había tras la choza del ermitaño.

Lo tercero fue el sonido: el silencio se abrió en tenues piares de pájaros, rumor de arroyos, las olas lejanas, la brisa. Hasta el lento desplazarse de las nubes tornasoladas al pie del Pindo parecían tener sonido, un sonido que se fue elevando y elevando, como si todas las voces de la naturaleza se hubiesen puesto de acuerdo en celebrar la continuidad de la vida a su manera. En poco tiempo, el sensible oído del bardo percibió perfectamente la afinación de ritmos que se había producido por sincronicidad natural y como cada momento que pasaba era una estrofa de una inmensa melodía, que tanto su respiración como los latidos de su corazón acompasaban.

Miró de soslayo hacia el “Hombre Del Roble” y le pareció una imagen humanizada del viejo árbol de la entrada que, igual que él, sostenía relajadamente todas sus ramas y hojas hacia la Fuente de Vida sin aparente esfuerzo, cargándose con el más precioso y sutil alimento del día, con sus vibraciones más puras y poderosas, absorbiendo la luz con gozo en cada poro.

Sólo en ese momento Orfeo comprendió que la retina, además de ser un complejísimo instrumento para recibir imágenes en forma de ondas luminosas, también lo es para recibir energías de vitalidad, que ya le hacían sentir sus efectos.

Se acordó de aquella historia del Mirlo y la Muerte que había contado aquel otro ermitaño una noche, en un albergue de la llanura, mucho antes de llegar al país de los Gal: el mirlo tenía que comunicar a la Humanidad que, a partir de entonces, podría vivir trescientos años y le bastaría con alimentarse de aire y de la luz del amanecer.

Así transcurrió un buen rato, sin que el hombre dejase su posición, tan sólo su cuerpo se mecía de forma casi imperceptible sobre los pies inmóviles, como las ramas y el tronco de un árbol bajo una suave brisa.

Cuando los rayos de Apolo renacido comenzaron a brillar demasiado fuerte, cerró los ojos y permaneció con ellos cerrados algún tiempo más. El tracio también lo hizo y percibió que la oscuridad de su campo visual interno estaba invadida por la imagen persistente de la memoria del sol, que ahora se había adueñado de su interior.

Luego el ermitaño estuvo practicando algunos estiramientos a ritmo muy lento. Orfeo se preguntó que edad tendría y no supo contestarse. Parecía muy viejo, pero la flexibilidad de su cuerpo al doblar la cintura y llevar sus palmas hasta el suelo, era claramente mayor que la suya. Sintió que caminar no basta para permanecer en forma y que tendría que preocuparse de ejercitar más la movilidad de todos sus músculos.

Su anfitrión terminó con algo que parecía un saludo ritual a los dioses o al nuevo día, pero pronunciado en una lengua bárbara y completamente desconocida para él, con una vibración enlazada de una serie de vocales en su vientre, plexo, pecho, garganta y paladar que pudo secundar bastante bien, afinándose con su sonido.

Eso último fue un claro puente de comunicación inicial entre ambos y, cuando él vino a darle el abrazo y el beso de acogida, fue como si ya otras veces hubiesen conversado juntos. Con una cordialidad muy espontánea, le hizo sentarse y sentirse en su casa... sin embargo, emanaba de él una autoridad interna tan grande, que parecía que sus atenciones llegaran como de un centro situado muy, muy arriba y muy distante, donde tal vez residiera una buena parte de su ser.

Hablando casi nada de sí (el nombre que dio le sonó algo así como Candam o Candeán), hizo que Orfeo se expresara y escuchó su historia a plena atención y sin pestañear, como había atendido al sol en la mañana.

Breves monosílabos o cortas preguntas, acompañadas por lo incisivo de sus ojos, le bastaron para penetrar todavía más en las motivaciones del tracio e, incluso, para que éste exteriorizase sentimientos y razones que ni sospechaba que tenía dentro. Sólo cuando, tras un buen rato de comunicación tuvo una visión realmente clara y extensa de lo que había traído hasta él a aquel extranjero, comenzó a hablar también y a conversar.

-¿El Fin del Mundo y el Hades? -dijo- No te preocupes por su localización, cada hombre los va a encontrar en su camino en el momento en que esté destinado a encontrarlos. Nadie deja de hacerlo.

-...Es que yo no quiero esperar al momento de mi muerte, yo quiero encontrarlos ya.

-Tú llevas bastante tiempo deseando y pidiendo eso con fuerza ¿no es cierto? -respondió el anciano- Pues para ya de desear y de pedir, hombre... Lo primero que hay que hacer cuando uno le pide algo a la Vida, es confiar en que nos atenderá y, mientras tanto, agradecérselo como si ya nos hubiese atendido.

-¿Como si ya me hubiese atendido? -dijo Orfeo- Entonces tendría que estar agradeciendo que mi mujer está viva y a mi lado, aunque no esté.

-Eso es, aunque todavía no esté: imagínate que ya está y agradece por ello con entusiasmo a la Vida. Esa es la mejor manera de conseguirlo.

-¿Pero cómo voy a conseguirlo? ¿Y de qué diosa estás hablando cuando hablas de la Vida?

-No hablo de ninguna diosa, yo nunca he visto ninguna diosa ni dios como te veo a ti ahora y apuesto a que tú tampoco, sin embargo los dos sabemos muy bien que estamos vivos y que este universo que nos rodea también lo está. La Vida, con mayúscula, es esa energía vital universal e indudable que está en ti y que te anima y que anima todo. Es la Vida Universal quien animó a tu mujer cuando nació y quien puede volver a animarla.

-Yo daría la mitad del tiempo de vida que me queda a cambio de vivir la otra mitad junto a Eurídice -dijo Orfeo con pasión recordando lo que se decía en Sicilia de que Quirón había cambiado su inmortalidad por la de Prometeo- ¿Cómo puedo proponerle ese canje a la Vida Universal?

-La Vida Universal no es un mercader griego, ni fenicio –rió “El Hombre del Roble”-. No se puede regatear ni negociar para obtener sus favores. Sólo podrás obtenerlos haciéndote uno con ella. Lo cual no es tan complicado, tú sabes que eres una parte de ella.

-¿Cómo yo, una pequeña vida individual, absolutamente insignificante, podría llegar a hacerme uno con la Vida Universal?

-Del mismo modo que la más pequeña de tus células nerviosas puede recorrer tu cerebro dando una orden que haga que la totalidad de tu cuerpo se mueva para obedecerla -respondió el viejo- Tu mente, por pequeña que parezca, es una parte consciente de la Mente Cósmica.

Un deseo de tu mente, si es un deseo convincente, por convencido, puede poner en movimiento a todos los poderes creadores y transformadores de la Mente Universal, que es la fuerza que creó todo sobre este planeta ¿Consigues entenderlo?

-Lo entiendo, pero no puedo confiar en que mi pequeña voluntad sea capaz de influir sobre la Voluntad del Todo.

-Entonces no ocurrirá, porque tu desconfianza sí que es una convicción firme de tu mente que estará influenciando a la Mente Cósmica para convencerla de que lo que pides es imposible de concederse.

-Pero, por muy convencido que esté de mi creencia, ya en optimista o en pesimista –arguyó el bardo- ¿Cómo una simple creencia mía va a influir sobre algo que es muchísimo mayor que yo?

-Porque, en realidad, mayor o menor, individuo o totalidad, no son más que apreciaciones, calificaciones y divisiones artificiales y parciales, a la medida de nuestro mundo y de nuestro tamaño, que es lo mismo que decir a la medida de las percepciones humanas, y no podemos aplicarlas a la grandeza cósmica de lo Único que existe, que no acepta medición alguna, que es y que está vivo, porque es el Ser mismo, La Vida... aunque ella se manifieste a sí misma a través de infinitas unidades de manifestación, tan pequeñas como tu vida personal o la mía.

-Está bien –dijo Orfeo, impaciente y algo abrumado por una visión tan amplia-. Supongamos que sea así. ¿Cómo yo tendría que hacer para mover a La Vida a que me devolviera a Eurídice?

-No puedes hacer nada desde tu personalidad –respondió el ermitaño-. Sólo puedes tratar de no prestarle demasiada atención a su parloteo diferenciador incesante y centrarte en fluir, con naturalidad y sin esfuerzo, a esa parte de tu Ser, en la que no existen las diferencias. Y desde tu Ser contemplar como la muerte y la vida son la misma cosa. Así tu voluntad de ver a tu esposa viva se hará una con la voluntad del Ser que eres y que siempre has sido, pues nunca serás más o menos de lo que ya eres, por mucho que hagas o no hagas.

-¿Cómo me centro en eso? -insistió el tracio, confundido por aquel lenguaje tan nebuloso.

-Ya te lo dije al principio: sólo hay que permanecer, sin más, firme y calmo en lo que uno quiere desde el centro de su Ser, visualizándolo como ya conseguido, agradeciendo por ya tenerlo y atento y seguro de que la Vida, que somos nosotros mismos, nos responderá a lo que le pedimos con alguna señal o con alguna pista, o con algún encuentro, o sueño... ¡Y no dudar de ello ni andar todo el tiempo deseándolo de una manera en la que se hace patente la carencia de lo que se desea! La duda y el deseo cargado de carencia nos desligan de nuestra convicción de poder. Y sin convicción de poder, nuestro Ser, simplemente, carece de fuerza de realización.

Orfeo, entonces, le contó acerca del sueño que tuvo en el corazón del país de los Gal, de la playa donde había visto a Eurídice y de las bocas del Hades por donde había entrado.

-Bueno -dijo él con naturalidad-, pues ya está, ya lo tienes... en cualquier momento vas a encontrar esa playa con la que soñaste, ya estás en el litoral. Sólo usar la memoria y los ojos y no llenar tu cabeza de vanas preocupaciones que, a lo peor, te hacen pasar por delante de tu oportunidad sin verla. ¿Te apetece un desayuno?

Orfeo se sorprendió de lo fácil que lo veía el hombre y él mismo se sintió reconfortado, con su esperanza renovada... y con apetito. Al cabo de un rato estaban cocinando juntos sobre un fogón.

El viejo tenía un acento muy extraño, incluso para ser un galaico; parecía que cada vez que se arrancaba a decir algo lo comenzaba en una lengua bárbara, rarísima, muy grave; pero lo decía de una manera tan clara y expresiva que, a pesar de haber algo en él muy distante, Orfeo lo entendía como si estuviese hablando en buen griego.

Después de desayunar, Orfeo preguntó si él veía posible que un cuerpo muerto pudiese resucitar.

-Resucitar? -preguntó él- ¿Y qué significa esa palabra tan extraña?

-Quiero decir, si ves posible que un alma y un cuerpo puedan volver a interactuar juntos, como antes, después de que la muerte los ha separado.

-¿Y qué es lo que te hace pensar que existan un alma y un cuerpo y que se puedan unir o separar?

-Hombre, pues yo le llamo cuerpo a este instrumento de carne y huesos que me permite comer y hablarte y le llamo alma a la parte de mí que lo decide a comer o a hablarte y que razona, a través del cerebro del cuerpo, sobre lo que está hablando contigo... Si ese cerebro se daña porque no puedo respirar más, entonces tampoco puedo razonar más ni hablarte, es decir que no funciona más mi cuerpo, porque está separado de sus conexiones con mi alma, que es quien lo anima.

-¿Y que es lo que te hace pensar que eso que llamas alma es lo que mantiene con vida al cuerpo?

-Pues que en poco tiempo, ese cuerpo, si está separado del alma, comienza a disgregarse y descomponerse... a no ser que lo encierres en un bloque de hielo. Pero, de todas maneras me pregunto -dijo quejumbrosamente- si no se producirán daños irreversibles en un cerebro congelado que deja de funcionar.

-¿Por qué supones que eso que llamas alma no se va también a disgregar y descomponer a su manera, cuando se separa del cuerpo?

-Mi alma no es algo material, sino mi pura consciencia que percibe, que incluso cuando mi cuerpo duerme, piensa y sueña...

-Tu consciencia piensa y sueña a través de tu cuerpo –corrigió el “Hombre del Roble” sonriendo.

-... Mi alma no puede descomponerse, porque no está formada por millones de partículas de agua, tierra, fuego y aire, igual que el cuerpo. -añadió el bardo.

-¿No puede? Olvídate un momento de que tienes un cuerpo y dime a qué sabe la mejor comida que tomabas en tu patria.

A Orfeo se le hizo la boca agua cuando recordó el plato rey de su maravillosa madre, la musa Kalíope, una artista genial en cualquier cosa que hiciera... cada vez que lo servían en su casa, los chiquillos gritaban de contento.

-Pues sabía a... –comenzó a decir.

-¡Alto! -cortó el “Hombre Del Roble”-. No puedes decírmelo.

-¿... Por qué? -se extrañó Orfeo.

-Porque si ya no tienes un cuerpo, ya no tienes unas papilas gustativas que manden al cerebro el recuerdo de ese plato que tenían almacenado en su memoria celular, ni tienes un cerebro que conexione tus células nerviosas lo suficiente como para recordar su aspecto y el gusto que te daba comértelo; es decir, que ya no tienes memoria ni recuerdos y mucho menos capacidad cerebral para construir una explicación sonora de como sabía, la cual sea capaz de llegar a mi oído.

Orfeo se quedó confundido: -¿Quieres decir que mi consciencia no puede funcionar sin mi cerebro?

-Parece que tu memoria no podría, amigo mío; ni tampoco tu capacidad de razonar, que se basa en interrelacionar células nerviosas que portan recuerdos almacenados ordenadamente en el cerebro... y sin memoria ni capacidad de razonar, me temo que tu consciencia, aún si siguiera viva, sería una consciencia vacía, o llena, en todo caso, de vagos conceptos sutiles sin raíz en la sensación y desordenados, por tanto, que no se pueden relacionar entre sí ¿No crees?

-¿A dónde quieres llegar?- preguntó Orfeo sintiéndose muy mal.

-Pues a que te preguntes si lo que tú crees que eres, Orfeo de Tracia, puede seguir siendo Orfeo de Tracia si se rompe tu actual unidad cuerpo-mente, tanto da si por falta de cuerpo como por falta de mente... o de alma.

-...Yo estoy vivo, Eurídice está viva en mí... Porque somos una misma alma, tan sólo separada en dos partes y en dos mundos distintos para mejor poder amarse -dijo Orfeo, más bien para sí mismo. Para reforzarse, ya que no se le ocurría otra cosa que decir.

-Eso estuvo muy bonito, poeta -dijo el “Hombre Del Roble” sonriendo más ampliamente-. No sé si se puede refutar con la lógica, pero no se debe. La vida necesita más del amor y de la poesía que de la lógica.

-¿Te estás riendo de mí?- Orfeo estaba extrañado de que el viejo sofista no aprovechase su desconcierto para demoler definitivamente sus ilusiones.

-En absoluto –sonrió de nuevo el ermitaño-. Me río de la lógica, que apenas es un instrumento de la mente para andar por casa, para operar sobre los niveles más materiales del ser... Si queremos hablar de cosas importantes y trascedentes, la lógica no nos sirve, hay que recurrir a la poesía, que es el lenguaje de los dioses. Felicidades por haber echado mano de ella de esa manera.

Se levantó: –Ahora yo tengo que ir a recoger leña para mi hoguera y agua... Te comento que soy uno de los encargados de oficiar las ceremonias que se realizan en el Ara Solar, que es el Espacio Sagrado más importante que hay en esta montaña y dicen que el más antiguo; si te quedas a comer conmigo, te puedo llevar a verlo al atardecer...

-Me quedaré por conversar algo más contigo, venerable, pero permíteme que te ayude en tus quehaceres -respondió Orfeo cortésmente, ya que había pasado toda la noche anterior sin dormir y necesitaba una buena siesta antes de ponerse a buscar la playa de sus sueños.


El “Hombre Del Roble” vivía de una manera tan austera y tan sencilla que sus quehaceres eran mínimos y después de despacharlos entre los dos, Orfeo pudo dormir a la sombra del árbol todo lo que quiso.

Cuando despertó, un apetitoso y abundante almuerzo le estaba aguardando. Los galaicos tenían productos del mar y de la tierra de primera calidad y no necesitaban demasiadas complicaciones culinarias para que supieran muy bien. Agradeció a la Vida el poder disponer todavía de unas sensibles papilas gustativas.

-Parece que, a pesar de toda lógica, sigues buscando el milagro -comentó el ermitaño después.

-Sí, ¿que otra cosa puedo hacer?- respondió Orfeo-. En mi país no faltan los lógicos y ya he escuchado todo tipo de argumentaciones inteligentes. Pero ninguna de ellas es capaz de hacer desistir a mi corazón de su búsqueda. Y yo siento, en verdad, que si tan fuerte es mi demanda interna, no podría vivir tranquilo si renunciase a escucharla... me volvería loco. En la búsqueda, por lo menos, me queda la esperanza.

-La esperanza es el recuerdo del poder de su divinidad que guardan los hombres en el subconsciente- respondió el anciano.

-¿De su divinidad?- Orfeo se sorprendió de que el ermitaño pasara de una postura argumental basada en la razón a la contraria, con la misma naturalidad con que, en su país, el tiempo pasaba de lluvia a sol y de sol a niebla.

-Si llevásemos una divinidad dentro –dijo el “Hombre Del Roble” en aquella nueva línea de pensamiento- sería posible todo cuanto fuésemos capaces de imaginar con fuerza y sentimiento, porque el pensamiento de una divinidad crea aquello en lo que piensa, con sólo pensarlo.

-En Grecia muchos creen que la llevamos dentro -respondió el bardo- hay muchos mitos sobre ello... pero que está encerrada en el infierno de nuestra materialidad... parece que la inmortalidad residiría en conseguir, no sólo rescatarla de allí, sino lograr también que imperase sobre nuestra materia corporal hasta sutilizarla, hasta librar a nuestra esencia física de sus partes efímeras y corruptibles.

-Pues eso es lo que ciertas personas de conocimiento llaman ”revelar el cuerpo de luz”, o el “cuerpo glorioso”, bajo el cuerpo débil y efímero que hemos recibido de nuestras madres, a base de limpiar nuestra mentalidad de complejos limitadores, es decir, realizar la Transfiguración. Pero para eso, uno tiene que parirse a sí mismo en un segundo nacimiento.

-¿Y cómo se consigue eso? -preguntó Orfeo.

-A base de imaginarlo como si llevásemos dentro un dios que lo imaginase, a base de no dudar ¡Pero no dudar ni por un momento! que llevamos ese dios dentro, el Ser, y que lo que él desea con fuerza, se consigue.

-Imaginar y creer en que lo que imaginamos se realizará... eso me suena a lo que llaman tener una fe -dijo el bardo.

-Llámale, simplemente, tener fe. Decir “tener una fe” suena, más bien como tener una creencia. Y no va por ahí la cosa, no. Sobran creencias inefectivas en este mundo. Sin embargo “tener fe” significa creer en el propio poder y sabiduría, en nuestro dios interior personal, que es el núcleo de nuestro yo. Y creer también en la Vida, que es el Dios Cósmico, el núcleo invisible y permanente de todo el universo que puedes ver y al que llamas la realidad, a pesar de que sabes que todo lo que ves es impermanente.

-Muy bien... lo entiendo. Pero no creo que baste con tener fe en el propio poder, necesito tener una prueba de que esos, mis poderes en los que confío, existen y son reales.

-Existen en la esencia de todo ser humano y son reales, omnipotentes y no hace falta cultivarlos ni aumentarlos... claro que hay que cultivar y desarrollar tu fe en ellos para que se manifiesten y puedas estar seguro de ellos, porque has visto que tu fe los hizo manifestarse.

-Pero... ¿Cómo se cultiva y desarrolla la fe que precipita los poderes de los que hablas?

-Sólo hay una manera -respondió el “Hombre Del Roble”-: viviendo conforme a la dignidad que queremos darle a nuestro dios interior y proyectando su fuerza y su luz benefactora y creadora todo a nuestro alrededor, en desinteresadas obras de amor, con toda potencia e intensidad. Lo que siembras, vuelve a ti quintuplicado.

Cuando ves que vuelve en tal proporción, puedes estar seguro de que habías sembrado bien y seguir sembrando. Pero hay mucha gente que sólo se acuerda de su divinidad interior cuando la necesita, para pedirle. Y hay que acordarse de ella también cuando estás sobrado de bendiciones, para dar. Cuanto más das en el momento de abundancia, más recibes cuando la ley de la balanza hace que llegue la vez de la carencia.

-¿Y cómo dar si uno tan sólo es un bardo, como yo...? –dijo Orfeo.

-Pues proyectando la fuerza de tu talento y de tu habilidad todo a tu alrededor, en desinteresadas obras de amor, de gracia, de belleza, de sabiduría, de utilidad, de simpatía, de fuerza, de profundidad... con toda potencia e intensidad... y es lo mismo si uno es un curandero, o un jefe de nación, o un agricultor, o una madre de familia, o un guerrero, o una prostituta...

-¿También un hombre que vive para la guerra? -se extrañó Orfeo- ¿Qué tiene que ver la guerra con el amor?

-No hay oficio en el mundo que no pueda convertir a quien lo practica en un santo, un genio o un héroe, si lo vive con la intensidad y con la autenticidad con que podría vivirlo el dios que lleva dentro, amigo Orfeo. Este mundo es el teatro donde juega sus mil papeles el Único Ser Eterno y lo único que le pide a los actores que vivifica es que interpreten sus papeles lo más intensa y brillantemente posible, aunque el papel que uno haya escogido, o que le haya tocado, sea el del villano...

-¿Estás dando un valor al papel de villano?

-Sí, si se consigue vivificar un buen villano y no un villano mediocre. Son necesarios los héroes villanos, para que los héroes nobles brillen. Quien dirige la función sabe que sólo es una función, pero le gusta que sea una buena función, en la que cada miembro del reparto se coloque entero a sí mismo en su personaje...

-Ahora entiendo mejor a unos paisanos tuyos que conocí por el Camino, los Brigmil... ¿Será que existen esas Islas de los Bienaventurados a las que esperan ir los héroes que no temen la muerte en el combate?

-Ya he oído hablar de los Brigmil... –dijo el “Hombre Del Roble”-... seguro que esas Islas con las que sueñan se convertirán en una realidad para ellos y que acabarán llegando a sus costas y gozándolas, si el dios interno de todos y cada uno de esos héroes las mantiene con fuerza en su imaginación y si ellos le dan poder para ello, viviendo a plena intensidad y sin la menor duda el papel que escogieron vivir.

-¿Y yo lograré llegar al Hades y a los Campos Elíseos? ¿...O será mejor buscar una playa en donde embarcarme en busca de las Islas de los Bienaventurados?

-Deja las Islas de la Eterna Juventud para el pueblo de los Gal -rió el viejo- y tú sigue buscando las bocas del Hades y tus Elíseos. El Más Allá se encuentra en otra dimensión, dentro del Subconsciente Colectivo de la Humanidad, pero cada pueblo tiene que buscarlo tal como lo imaginó y como le dio fuerza y realidad su propia cultura y creencia. Ese es el mejor camino para llegar allí con bien, hombre...

...De lo contrario –siguió el ermitaño-, tendrías que ponerte a estudiar a fondo toda la cultura y la manera de ser de los Gal y hasta vivir unos años con ellos, para poder apreciar el tipo de paraíso que diseñaron colectivamente en su imaginario, según sus gustos... A lo mejor te parecía demasiado bullanguera nuestra versión de los Elíseos.-

-...Pero eso significaría -dijo Orfeo confundido- que no hay una realidad verdadera y única, sino tantas como las que cada pueblo del mundo es capaz de imaginar.

-Lo que cada pueblo es capaz de imaginar es su interpretación de lo que antes imaginó el Ser que nos sostiene a todos en su imaginación, dándonos existencia con ello. Nuestras mentes individuales son gotitas del río de la Mente Colectiva de nuestra cultura, que es una gotita del océano de la Mente Cósmica.

Todo cuanto podemos imaginar es algo que ya fue imaginado antes por los dioses, y que tiene tantas posibilidades de convertirse en lo que nosotros llamamos realidad, si nos concentramos en ello con fuerza y sin establecer diferencias ni dudar, como las que tuvo el pensamiento divino que originó nuestra Especie Humana, que no se paró a diferenciar ni a dudar, mientras pensaba, si estaba elaborando una idea razonable o una fantasía.

-¿Será así de sencillo? -arguyó Orfeo irónicamente- Si lo fuera, yo no tendría sino que imaginar con fuerza y sin ninguna duda que, a partir de ahora, todo aquel que muere y va al Hades puede, si lo desea, pedirle al Rey de los Infiernos que le deje salir de vez en cuando a pasar unos meses felices con las gentes vivas y mortales que ama, igual que deja a su esposa Perséfone salir cada año a llevar la primavera a los campos de su madre Démeter.

-Pues a lo mejor es que nadie se atrevió a pedírselo todavía con tanta seguridad de que lo va a conseguir como se lo pidieron en su día su mujer y su señora suegra -rió el “Hombre Del Roble”, muy a gusto.

Orfeo no rió y hasta se quedó un poco espantado de que aquel chamán bárbaro estuviese siendo irreverente, delante de él, con un dios poderoso como ninguno y terrible, que tenía en sus manos el destino de su esposa y de él mismo y de todos los seres... o por lo menos, de todos los egeos.

-Creo que es un acto de soberbia que un simple ser humano como cualquier otro –dijo en voz alta y muy seriamente, para desagraviar a Hades-, se atreva a dirigirse a un dios para que haga con él una excepción a una ley general y natural, sólo porque ama apasionadamente a su esposa.

-Si yo fuese ese dios y estuviese dentro de ti, como deben estar los dioses -dijo el viejo-, me daría mucha pena que me temieran tanto o me considerasen tan inflexible que hasta pensaran que me iba a enojar y a vengarme porque un corazón enamorado me hiciese una petición tan natural... Y si yo fuese Orfeo, me daría cuenta de que no voy a conseguir lo que quiero mientras tenga la menor duda sobre si lo que quiero conseguir es correcto o no. La contradicción interna anula el poder del dios interno.

-Llega –respondió Orfeo con cortés firmeza, pero sintiéndose muy mal, tal como si le hubiesen arrojado un caldero de agua fría por encima-. Ya está bien de hablar así de mí y de mis dioses. Tú eres un bár...un extranjero, con otra religión, y con otra mentalidad y no puedes entenderlos como yo los entiendo.

-Tienes toda la razón, perdona si herí tu susceptibilidad, ilustre huésped... –respondió el “Hombre Del Roble” sinceramente, abriendo las manos e inclinando la cabeza-... no lo tomes a mal, los galaicos somos demasiado habladores... -y luego, sonriendo con confianza- ¿Sabes? Dentro de poco caerá la tarde y haremos en el Altar Solar un sacrificio a Hades para desagraviarle y para pedirle que te muestre las puertas de su reino ¿Te parece bien?

-Te lo agradezco mucho -respondió Orfeo, todavía con una cierta frialdad-. Y yo puedo acompañar tu ceremonia con mi lira, si lo deseas, para darte también algo de mí que compense mínimamente tus atenciones.


Vistas desde el sendero que venía de la morada del “Hombre Del Roble”, algo más al norte del Templo del Amor, había tres acumulaciones de rocas naturales en la cresta del cabo y, en medio de la central, destacábase claramente una que servía de bandeja al sol, tanto cuando se levantaba por Oriente, tras la Morada de Dioses del otro lado de la bahía, como cuando se ponía por Occidente en el abismo.

Con su perfecta disposición cardinal a dos mares, era la más completa Ara Solar que Orfeo hubiera visto antes y tan bien integrada con el medio que pareciera que los mismos dioses la hubiesen puesto allí al principio del mundo, para cumplir sus funciones, sin apenas huellas de la intervención humana.

El recinto sagrado se disponía sobre una amplia plaza circular de piedra basta y maciza que, por la vejez de su color, tal vez habría sido, hace muchos siglos, la cubierta de un gran dolmen, ya soterrado. Circunscrito en relieve en la plaza circular se hallaba un hexágono, cuyos seis vértices estaban adornados por seis cruces de brazos iguales, inscritas, a su vez, en círculos de granito. Seguramente las habrían añadido allí los últimos invasores, pues se veían mucho más modernas que el Ara.

El Ara Solar propiamente dicha, colocada en el centro de la plaza, consistía en una mesa en forma de copa pétrea, cuyos bordes llegaban hasta la altura del pecho de un hombre en pié, colocada sobre un pedestal conformado por una base cúbica. Cada uno de los lados de su base estaba perfectamente orientado hacia uno de los puntos cardinales. Todo estaba rústicamente tallado en dos piezas superpuestas.

La tabla redonda del altar era suficientemente ancha como para que pudieran ofrecer sus sacrificios personales hasta seis oficiantes al mismo tiempo.

El majestuoso conjunto, simple y austero como el paisaje litoral circundante, era de piedra granítica, a la que siglos de exposición a los vientos del océano habían desgastado y pulido sus bordes, además de patinarla y policromarla con esos musgos y líquenes blancos, verdes, amarillos y dorados que hacen parecer antigua y noble a la más modesta de las casas de los Gal.

-¿Quieres ver una cosa curiosa?- dijo el “Hombre Del Roble”-. Empujó el Ara Solar en dirección a oriente y aquel macizo altar de piedra pareció moverse por un instante. Orfeo mismo empujó el ara entonces y percibió como se desplazaba ligeramente a pesar de que era una mole. Los antiguos lo habían dispuesto sobre lo que suele llamarse una “roca caballera” que no se sostiene sobre toda su base, sino apenas sobre un punto o dos de ella. Era un tremendo acumulador de energía colocado en tensión, como los dólmenes de los ancestros.

Orfeo sintió de repente la inmensa sacralidad de aquel lugar y se descalzó sus sandalias de caminante, igual que había hecho el anciano, para no contaminarlo con el polvo de los muchos lugares profanos recorridos. Luego sacó de su mochila la túnica corta blanca y limpia que reservaba para presentarse dignamente donde fuese necesario.

Usaron el agua que venía canalizada de una fuente próxima para purificar sus manos, su cabeza, pecho y sobacos, sus pies... y las últimas gotas las asperjó el oficiante sobre el altar de piedra, en sus cuatro direcciones, agradeciendo su guía y protección a todos los dioses y potencias del Universo.

Cuando estuvo vestido de limpio junto al altar pudo ver que su centro estaba ocupado por una cazoleta tiznada superficialmente, excavada en la piedra para quemar ofrendas, en la que dispusieron la leña que portaban. Doce canalillos se inclinaban para que la sangre de los sacrificios llegara hasta ella desde los bordes. En el centro de la cazoleta había otro hueco por donde la sangre y la lluvia deberían llegar hasta la madre tierra, a través de otro canal cilíndrico que atravesaba el centro del cubo sustentador del gran grial de piedra.

Según empezó a declinar la tarde, una docena de vecinos y unos pocos peregrinos se acercaron al espacio sagrado, portando, algunos de ellos, animales vivos y otras ofrendas para los sacrificios. El “Hombre Del Roble” los fue recibiendo uno a uno, degollando con maestría y sin dolor a los animales, troceándolos, haciendo augurios según la manera como morían o la disposición de las venas y quemando las partes correspondientes al Dios del Sol, a la Diosa Triple Mar-Luna-Tierra o a cualesquiera otros dioses o aspectos de la divinidad a quienes hacía su petición u homenaje el ofrendante.

Como Orfeo no tenía gran cosa que ofrecer en sacrificio, dio para quemar sobre el altar algunos frutos secos que llevaba en su mochila y luego, como quien se desprende de su pasado, entregó también, junto con hierbas aromáticas y flores amarillas del cabo, su vieja túnica de viaje, marcada por todas las huellas de las experiencias vividas en busca de su anhelo, para el cumplimiento del cual pidió una vez más, al hacer el rito de las libaciones, la misericordia de los Dioses Infernales.

El anciano completó su sacrificio quemando una buena parte de lo que le había correspondido a él de las ofrendas, para pedir para Orfeo la colaboración de las vibraciones de lo divino que en sí mismo hubieran sido desarrolladas por sus más sinceras conexiones con Lo Elevado.

A una señal de su anfitrión, el bardo tomó su lira y estuvo un buen rato tocando los himnos de Hermes, Afrodita y Febo Apolo a pleno sentimiento y devoción, mientras el Carro Solar iniciaba su declive.

El momento más mágico fue cuando el sol rojizo descendió lo suficiente para que, desde donde él estaba, pareciera como si fuese a meterse en la copa de piedra del Ara Solar, rodeada de cruces y teniendo como fondo el azul horizonte marino, ardiente de nubes grises, violetas y naranjas.

Orfeo imaginó que si un día llegaran a civilizarse y a unificarse en una nación de verdad las revoltosas tribus de Oestrymnis y si él llegara a ser amigo del rey de los Gal, sin duda le hubiese sugerido aquellas imágenes para que las compusiese en el escudo del País del Fin del Mundo, tal como ahora mismo las estaba viendo. Y colocó todos esos sentimientos en un remate musical de la ceremonia, mientras el sol desaparecía en el mar y el anciano bendecía a los asistentes, tocando con solemnidad el himno que había compuesto para los Brigmil, aunque sin atreverse a cantar la letra.

Luego se despidió rápidamente del “Hombre Del Roble”, pues estaba demasiado ocupado atendiendo a sus feligreses. Además, el bardo ya no sentía mucha gana de seguir conversando con aquel sofista abrumador. Caminó hasta la tercera acumulación de rocas situada en la cima norte del cabo, dispuesto a descender por allí hacia el pueblo, mas, cuando llegó arriba, lo que vió le hizo dar un vuelco al corazón.

Ante la roca a la que subiera, el cabo iba descendiendo, en una larga falda de tojales orlados de caminos ondulantes, hasta una amplia playa semicircular donde las olas se lanzaban con verdadera furia sobre la brillante arena, dorada por el atardecer.

En el horizonte norte, al otro extremo de ella, un cabo alargado de alto lomo pulido avanzaba con determinación justo hacia occidente y su espolón iba rematado por una roca triangular, en forma de vela mediterránea, que enfilaba las olas y las tinieblas del abismo, tal como contaban los mitos que la Nave de Hermes enfilaba las aguas interdimensionales que separaban el Mundo de los Vivos del de los Muertos.

Abrazaba al arranque del cabo por delante otro monte sobre cuya falda y cumbre se destacaba, a la luz del atardecer, un gran laberinto en forma de ocho vertical, compuesto de senderos espirales y bordeado a su izquierda por abruptos acantilados que caían sobre el mar sobre una gran Uña de Piedra que parecía salir del abismo para rascarlos. Ante la uña, rocas más bajas, como arrancadas por ella, que llegaban hasta la playa de olas furiosas.

Era la misma playa y las mismas rocas en las que Orfeo, pocos días antes, había visto en su sueño a Eurídice sentada. Cayó postrado de agradecimiento.

Luego voló, más que corrió, sendero abajo, para llegar allí antes de que se extendiera la noche.


Cuando por fin se encontró recorriendo apresurado aquella playa directamente enfrentada al Mar de Afuera, apenas quedaban en el horizonte las huellas de la agonía del sol tiñendo de sangre el cielo tempestuoso. Las olas batían sonoras, como largas y pavorosas baterías de martillazos de titanes encadenados, o como manadas salvajes de espumeantes caballos que quisieran invadir y devastar la tierra.

Aquel cabo oscuro y misterioso que daba fondo a la playa, cuya punta, que llegaba en su contraste hasta el borde mismo de las incandescentes tinieblas, parecía estar rematado por la Nave de Hermes era, sin duda, el verdadero Cabo Occidental del Fin del Mundo y no aquel otro que miraba al suroeste, por la parte del faro en el que la mayoría de la gente remataba vulgarmente su peregrinación, a pesar de la sacralidad indudable de sus Altas Aras, a donde pocos subían.

El sendero en forma de laberinto se destacaba claramente de abajo arriba del monte, a la derecha del acantilado y de la Uña del Titán.

Al final de la playa reconoció perfectamente las rocas que había visto en su sueño, pero Eurídice no se encontraba allí esa vez.




78- LAS BOCAS DEL HADES


Orfeo encontró también el estrecho camino que subía al acantilado por detrás de la Uña de Piedra, junto a los senderos de aquel laberinto, cada vez más claro y definido, en el que no se había fijado en su sueño.

Subió a las crestas rocosas que caían sobre los portales del Infierno antes soñados, entre los chillidos asustados y los revuelos de cientos de gaviotas de patas amarillas, negros cormoranes, o cuervos marinos, que no se querían apartar de sus nidos de algas, y erguidos araos, que agitaban sus gargantas con un movimiento palpital, de donde salían graves y broncos graznidos.

Encontró una manera de ir, poco a poco, descolgándose por el borde sin despeñarse hasta el nivel del mar, donde se encontraba la cueva por donde había penetrado su amada. Después de lo que parecieron horas de esfuerzo, cuando casi no quedaba nada de luz, acabó por conseguirlo.

Pero cuando llegó por fin ante el gran hueco, se encontró con que la supuesta entrada no existía. Aquello no parecía ser sino una gran urna de piedra maciza, excavada en el acantilado por el mar a distintas alturas en sus subidas y bajadas incesantes durante milenios.

Gritó y gritó el nombre de Eurídice en vana competencia con el rugir de las olas, invocó la piedad de los dioses del Infierno, Hades y Perséfone, hasta que le cercaron las sombras de la noche, pero las rocas continuaron inmóviles, inconmovibles e impenetrables. Finalmente sacó su lira, se abrigó con su capa, se sentó sobre una peña y empezó a tocar y cantar.

Su música nacía directamente del impulso de amor desmesurado que lo mantenía con vida y en la búsqueda, su canto reunió en sí mismo el de todos los animales clamando dulce y melancólicamente por su pareja, ya como reclamo, apremio o súplica.

Su melodía se acompasó con el rítmico y continuo fragor de las olas que abrazaban la playa, se separaban y volvían a precipitarse en ella... deseó con todas sus fuerzas que aquel canto ablandase a la mole oscura y derritiera a las rocas que le vedaban el paso, pero el acantilado se mantuvo inconmovible, mientras la sombra se apoderaba del mundo por completo.

Ni una estrella se veía en la fría humedad de la negrura, pero no por ello dejó Orfeo de cantar. Fue su voz luz invisible y faro por muchas horas en aquella Costa de la Muerte y, tras un descanso cuando ya no podía más, la lira siguió sonando y luego su voz de nuevo, un lamento interminable convertido en un monumento de variadas y ricas sonoridades armónicas, por gracia de su esperanza y maestría.

Pero Hades no parecía ser un dios mínimamente dotado de compasión, como suponía el rústico ermitaño que debía ser un dios, sino un demonio cruel que devoraba vidas a millares todos los días y al que el lamento de un viudo enamorado le resultaba tan indiferente como los aullidos agónicos de las pobres gentes en tantas guerras acuchilladas, asaetadas, quemadas o violadas hasta la muerte, lastimeras víctimas que ensangrentaban los países y que dejaban por doquier docenas y docenas de viudas desesperadas y de huérfanos desvalidos y llorosos a los que tampoco escuchaba para nada.

Gran parte de la noche transcurrió así, hasta que el bardo ya no pudo más y se quedó dormido sobre las rocas.

Cuando despertó al amanecer, aterido de frío, había, como clara inspiración, una imagen y una frase de su sueño anterior en su memoria: Aito y los Brigmil pasando de nuevo ante él y repitiéndole:

“¡Fuerza! ¡Recorre hasta el final tu laberinto!”.

Como el mar estaba en calma y se sentía sin fuerzas para ascender el acantilado de nuevo, aseguró con sus correas la funda de la lira a la espalda y se metió en las frías aguas, contorneando a nado con toda precaución el borde de los farallones y logrando llegar al pie de unas rocas desde donde pudo volver caminando a la playa.

Anduvo hasta su centro y luego se volvió, para apreciar el laberinto de senderos espirales en forma de ocho que ascendía entre tojales por todo el monte, extremado por los acantilados de las bocas del Averno y por el bosque.

Entendió que aquel laberinto era una prueba que tendría que superar antes de ser admitido en el reino de Hades, pero estaba demasiado agotado para comenzar ya. Al otro lado de la playa se veían las primeras casas del poblado de los nerios y, a pesar de que apenas estaba amaneciendo, de una de ellas salía el humo de la cocina y el aroma de comida caliente.

Se dirigió, empapado, hacia allí y llamó a la puerta para suplicar por algo de alimento que le permitiese reponer sus fuerzas. El modesto pescador que allí vivía, a pesar de no entender ninguna lengua civilizada, le recibió con amabilidad, le dio algo para secarse y para cubrirse, puso sus ropas ante el fuego y compartió con él el grato desayuno que estaba preparando.

A falta de palabras, intercambiaron gestos y expresiones. Al terminar, el pescador dio a entender que salía hacia su barca, para un día de trabajo. Orfeo señaló hacia el sendero laberíntico del monte, luego hacia sí mismo y con dos dedos sobre su palma hizo el ademán de que deseaba recorrerlo.

El hombre entendió –“Donnon, Donnon”- dijo. Y luego lo repitió varias veces, mientras señalaba un camino que arrancaba de la playa y se dirigía, contorneando el monte, al bosque que había a la derecha del laberinto, por el lado opuesto al del acantilado.

Se despidieron. Orfeo se quedó un rato casi desnudo en la parte alta de la playa, contemplando como se levantaba el sol al otro lado de la bahía interior, tras la poderosa montaña de granito rosa que lo coronaba, y aguardó a que sus ropas acabaran de secarse mínimamente con sus rayos.

Luego, sintiéndose mejor y más caliente, se vistió y empezó a ascender el camino señalado, que discurría entre una espesa floresta de robles.





Laberintos de esta novela en Cap Norfeu, Cabo de Creus. Cataluña, y de Monte Pión, Cabo de la Nave, Finisterre, Galicia.



79- DONNON


Poco después, el camino desembocó ante un claro y una vivienda totalmente integrada en la naturaleza, que consistía en un largo hueco practicado en el costado de la montaña, el cual se había cerrado por el frente con un muro de piedras, sin otras aberturas que una puerta y un hueco alto por donde pasaba la luz.

Orfeo gritó: -¡Donnon!-, pero nadie apareció. Asomándose, vio que la amplia estancia estaba vacía. Entonces se dio cuenta de que había un cencerro de cobre junto a la puerta y lo hizo sonar tres veces.

Alguien dio un par de voces a lo lejos y al cabo de poco rato, un hombre de unos sesenta y tantos años vestido con toscas pieles de cabra apareció entre los árboles portando un balde de agua en cada brazo.

Los dejó en el suelo y vino a saludar a Orfeo. En cuanto intercambiaron sus nombres, el bardo se quedó sorprendido al comprobar que el tal Donnon hablaba bastante griego como para mantener un cierto nivel de conversación.

-¿Dónde lo aprendiste?

-En la escuela del camino, viajando... -respondió Donnon con una sonrisa mientras servía a su visitante un cuenco de agua fresca-. Hablo mal media docena de idiomas y muchos dialectos.

-Tengo que recorrer el Laberinto - fue Orfeo directamente a lo que le interesaba-. Un pescador me mandó a ti. ¿Podrías ayudarme?

-¿Ayudarte a qué? -dijo él con un gesto ambiguo- Cualquiera puede recorrer ese laberinto, es sólo caminar por sus senderos, muchos de los viajeros que llegan aquí lo hacen, se asoman a los acantilados, disfrutan del paisaje y luego se van... ¿para qué quieres recorrerlo?

-Es una larga y extraña historia... -respondió Orfeo.

-Me encantan las historias largas y extrañas, ilustre huésped, ponte cómodo, siéntete en tu casa, descansa, permíteme que yo haga un par de trabajos que tengo que hacer y luego quédate a desayunar conmigo y me la cuentas.

Después de un sencillo pero sabroso segundo desayuno, Orfeo contó a lo que venía al Fin del Mundo, su viaje, su sueño y en él, la contestación que habían dado los espíritus que entraban o salían por las bocas del Hades a su petición de que lo llevaran con ellos:

“Recorre hasta el final tu laberinto”

Cuando terminó, Donnon, que había escuchado a plena atención, no parecía demasiado extrañado, como si escuchara historias semejantes cada día. Orfeo, interrogante, lo miró y esperó.

-A mí me parece que ese, “tu laberinto” -comenzó a decir-, se refiere al laberinto de los caminos que caminaste en tu vida. Y pienso que es claro que no serás admitido, ni tú ni nadie, en el Mundo de los Muertos, hasta que lo hayas recorrido hasta el final, por lo menos con tu consciencia.

-…Y ¿por qué piensas eso?-, preguntó el bardo.

-Porque cada uno de nosotros tiene marcado su tiempo de vida y de aprendizaje en este plano de la Consciencia Cósmica, antes de que pueda cambiar de dimensión. Cuando hayas aprendido todo cuanto has venido a aprender a esta escuela que es tu vida en esta encarnación y en tu propio espacio-tiempo y circunstancias…

…es decir, cuando hayas hecho aquello que viniste a hacer y cuando hayas comprendido su sentido, aunque sea en los últimos instantes de tu caminada… sólo entonces se podrá cortar el hilo de tu manifestación y estarás pronto para reunirte con tu amada donde ella se encuentra ahora. Eso es lo natural.

-Pero yo no quiero esperar tanto... -respondió Orfeo con pasión- Yo quiero reunirme con Eurídice ya.

-Aquí hay unos magníficos acantilados para tirarse por ellos, como ya percibiste en tu sueño -dijo Donnon con esa ironía incisiva con la que los galaicos, de vez en cuando, parecían quebrar las nieblas de su afable suavidad-. Pero es muy posible que, igual que en él, tus dioses no te permitan acceder, a causa del suicidio, al nivel en el que se encuentra tu mujer... sino tal vez a otro, muy inferior, donde se te haga considerar durante bastante tiempo y a través de un cierto sufrimiento, que eso de tratar de adelantarse al propio destino por la vía de la autodestrucción, sólo porque echas de menos a tu esposa, es una falta de respeto al destino, a la vida, a tu esposa y a tí mismo.

-Comprendido -reconoció el bardo, impaciente- ¿Para qué es, entonces, ese laberinto que hay trazado en el monte?

-Eso es un sendero de reflexión y de meditación sobre las etapas del Camino de la Vida... -contestó Donnon- Está dividido en estaciones a lo largo de un camino que va desde la Potencialidad hasta la Maestría... cada estación marca la recordación de un intenso aprendizaje… Si se profundiza suficiente y se sintetiza en una unidad el conjunto de lo comprendido, se volverá un aprendizaje evolutivo sobre el significado y sentido de lo ya vivido y se acarará el caminante sobre aquello que aún le falta por vivir.

-¿Y quién lo trazó?

-Unos dicen que ha estado ahí desde que se formó el mundo, acompañando a ese paisaje que a tí te parecen las bocas del Infierno y que quizás lo sean (aunque yo creo que el cielo y el infierno sólo residen en el interior de cada hombre, y que toman la forma, ante él, que les da su propia cultura simbólica y su imaginación)...

…Hay una viejísima historia que dice que una noche de tempestad se abrieron las nubes del cielo y los dioses del espacio lo dibujaron en un segundo con un potente rayo de luz que aplastó contra el suelo las matas de tojos sin dañarlos, a fin de dejar ahí grabado en el sendero una instrucción cifrada para que el hombre, sólo contemplándolo y recorriéndolo, pudiese aumentar su consciencia y regresar junto a ellos…

…Otros cuentan que lo trazó un gigante que venía de una gran isla que se hundió en medio del Océano, para resumir en ese monumento la sabiduría de su raza y que no se perdiera... -siguió el viejo levantándose-... En cualquier caso, es muy antiguo y, varias veces a lo largo de muchos siglos, los tojos del monte lo han cubierto hasta hacerlo invisible... lo que seguro que volverá a suceder algún día.

Pero siempre acaba llegando por aquí un peregrino visionario que lo sueña, lo redescubre, limpia de nuevo de maleza los senderos, las inscripciones y las esculturas y lo pone a disposición de aquellos a quienes les da por recorrerlo. El último que lo redescubrió fue mi instructor.

-¿Tu instructor?

-Sí, se llamaba Jaun y había nacido en algún lugar de los Pirineos. Entró desde muy joven como aprendiz en una Fraternidad de Constructores Sagrados que operaba sobre todo el Camino de las Estrellas.

-Constructores Sagrados?... Pero yo había entendido que los íberos no construían templos -dijo Orfeo.

-Hombre, templos, lo que los griegos llaman templos... no se suelen construir en Oestrymnis, aunque aquí en las Altas Aras hay uno, que en realidad se levantó por causa del tráfico marítimo con fenicios y griegos, aprovechando lo que quedaba de una gran galería dolménica de épocas muy antiguas. Pero sí se construyen en otras partes de Iberia, sobre todo en Levante y el Sur, donde hay más influencia mediterránea. Sin embargo, lo que más le interesaba a mi instructor no era levantar templos cerrados con estatuas, al estilo oriental, sino algo que en Oestrymnis llamamos “németon”.

-¿Németon? ¿Y qué es eso?

-Para la mentalidad de los Gal y de muchos otros pueblos de este país, toda la tierra es sagrada y los seres humanos somos parte de ella y de su sacralidad. Sin embargo, hay espacios naturales a cielo abierto y muy amplios, montañas, bosques, fuentes, cascadas, lagos, islas, promontorios, playas, que, por su evidente grandeza o su belleza, se convierten en espejos de la grandeza o belleza que los hombres adivinan en su propio interior. Conmueven nuestra sensibilidad y por eso son ideales para meditar, contemplar y encontrarse.

Esos espacios de belleza pura, fuerte o trascendente, se reconocen y se consagran en el sentir de todos como lugares de poder, y las comunidades vecinas tratan de mantenerlos en su pureza original para disfrute de todos.

-También hay montes, ríos y bosques sagrados en Tracia y en Grecia –dijo el bardo, acordándose de Eurídice-. Se suele encomendar su preservación a fraternidades de sacerdotisas-ninfas. Pero ¿para qué una fraternidad de constructores en un país donde no se construyen edificios templarios?

-Porque, a veces –explicó el galaico-, esos espacios se delimitan o se embellecen con el tipo de geometría que tú podrías llamar hermética; aunque no con estatuas de dioses semejantes a hombres lo cual, para nuestro gusto, nos resulta demasiado artificial, sino con muy rústicas obras de piedra cargadas de significación simbólica y profunda, siempre evocadora y cercana a lo que parece creado por la propia naturaleza... y eso es lo que se llama un némed o un németon, un parque sagrado, si quieres llamarlo así.

Para nuestros antepasados, que vinieron de países muy lejanos, todo el País del Fin del Mundo que hoy llamamos País de los Gal, especialmente su recortado litoral oeste, era un inmenso németon natural.

-¿Construía, entonces, parques sagrados tu instructor? -preguntó Orfeo.

-Sí, y también muchas otras cosas: a lo largo de su vida Jaun colaboró en edificar muchos parques e instalaciones sagradas, o en reformar u ornar oratorios, aras, dólmenes, menhires y antiguos lugares de poder... y fue ascendiendo por los distintos grados de su oficio. Pero, para llegar a Arquitecto (y estamos hablando de Arquitectura Sagrada)... tenía que pasar por un precepto de su fraternidad, que consistía en peregrinar hasta el Fin del Mundo, enterrar allí al hombre viejo y regresar como un hombre nuevo.

-¿Por qué ese precepto para ser arquitecto?

-Por un lado –siguió explicando Donnon-, el país de los Gal, abundante en granitos de la mejor calidad, es el paraíso soñado por cualquier constructor que utilice la piedra. Por otro, la ruta que viene hacia aquí es una ruta tradicional y milenaria para adquirir conocimiento.

Además, los dirigentes de aquella fraternidad decían que nadie puede edificar o reformar un auténtico templo exterior como es debido, si antes no aprendió a reformar o reedificar su propio templo interior, la morada habitual de su espíritu... así que Jaun emprendió su peregrinación por el camino por donde tú has venido, que es poderoso porque está cargado con los anhelos y con las experiencias de miles y miles de peregrinos durante muchos siglos... y el camino fue agudizando su sensibilidad y su conexión consigo mismo.

Cuando por fin llegó al mar –continuó- en la villa de Noela o Noia, que está un poco más al sur de aquí, tuvo que cumplir con otro rito de su fraternidad, que consistía en una muerte simbólica. Es decir, tenía que pasar una noche en la necrópolis del pueblo, dentro de un sepulcro de piedra que cada aspirante a arquitecto labraba antes por sí mismo.

Jaun meditó muchas cosas durante los días en que lo estuvo labrando y más todavía la noche que se acostó en él y cerró la tapa. Y también tuvo, como tú, un sueño: un sueño en el que se le aparecía un laberinto en forma de ocho, sobre una montaña que miraba al mar.

Al día siguiente salió del sepulcro y grabó su marca de cantero en la lápida, que era una espiral perfecta terminada en una pata de oca. Luego se fue a entregar su memoria del pasado a la Diosa del Mar, entrando desnudo en ella y dejando que le pasaran por encima nueve olas, como los nueve meses en los que se gesta un cuerpo humano, sintiéndose un hombre nuevo cuando regresó a la playa.

Con aquello quedaban cumplidos los preceptos rituales de su hermandad y Jaun ya podía regresar, pero todavía no lo hizo. Se dedicó a explorar los cabos que miraban al mar, buscando el laberinto que había visto en sueños. No lo encontró en los promontorios y montes que encerraban la bahía de Noela, a pesar de que estaban llenos de monumentos de piedra realizados en épocas antiquísimas; incluso se contaba allí la leyenda de un superviviente del hundimiento de la Isla del Edén que había desembarcado en el monte y cuya nieta fundara la villa.

Siguió entonces buscando por todos los cabos que había más al sur y, por fin, en uno de ellos que miraba a unas islas que cerraban la ría, descubrió un pequeño laberinto grabado en la roca, casi oculto por las malezas. Jaun limpió bien la zona y lo dejó al descubierto. Pero no era un laberinto de doble voluta, como el de su sueño, sino simple, a base de círculos concéntricos, con un camino que llegaba hasta el centro... Lo dibujó y aún estuvo buscando más por la zona, pero nada halló salvo repeticiones o antiguas cazoletas cuya función no supo explicarse. Finalmente regresó junto a su Fraternidad, recibió el grado de Arquitecto y durante varios años estuvo dirigiendo la construcción de varios nemetones a lo largo de las zonas orientales de la Ruta Sagrada.

Nunca pudo olvidar su iniciación y se pasaba el tiempo libre dibujando y dibujando ambos laberintos, el descubierto y el que había visto en sueños. Sus dibujos acabaron dándole una serie de inspiraciones e informaciones preciosas, con las cuales enriqueció sus conocimientos de arquitecto y sentó un nuevo estilo que, sin embargo, no desentonaba de los estilos templarios anteriores.

El día en que cumplió cincuenta y tres años, habiendo justo rematado las obras de su última instalación sagrada en la cumbre de un monte, Jaun se despidió de sus compañeros y peregrinó de nuevo a pie hasta Noela.

Esta vez buscó a fondo por cabos y montañas, pero no encontró nada nuevo. Siguió después más al norte y acabó llegando a esta playa. En cuanto la vio, la reconoció, a pesar de que la montaña estaba cubierta de matojos espinosos y nadie le prestaba la menor atención. Ni siquiera subían a por forraje o leña, que abundaba más abajo.




Yo había nacido aquí -siguió Donnon- y me contrató, junto a otros dos muchachos, para que le ayudásemos a limpiar de espinos el monte. Cuando lo hicimos, el Sendero Laberinto, las treinta y cuatro esculturas que marcaban sus estaciones principales y las setenta y seis rocas con petroglifos inscritos, que señalaban las estaciones secundarias del Camino Evolutivo, aparecieron claramente ante nosotros... y también se hicieron visibles para todo el pueblo.

Ahí estalló la polémica: todo el mundo hablaba del laberinto, unos a favor, otros en contra, por motivos de todo tipo o por puro capricho; algunos ancianos recordaban haber oído contar a sus abuelos que había un tesoro enterrado en aquel monte, aunque nunca pensaron que sería un tesoro de sabiduría. Otros decían que les daba mal agüero ver desde sus casas aquel gran signo, que podía tener que ver con cosas de paganos, supersticiones y brujerías de los antiguos habitantes bárbaros y atrasados del Cabo, vestigios suyos que no era conveniente que volvieran a la luz, ya que para eso los habían conquistado, civilizado y dirigido hacia la verdadera fe nuestros antepasados.

Unos cuantos decían que el tal Jaun, un extranjero, había construido aquello por vanidad, por afán de notoriedad, sin pedirle su permiso a los nativos. Cuando los otros muchachos y yo asegurábamos que no, que todo eso estaba de verdad debajo de los tojos, pocos nos creían y muchos preferían suponer que éramos cómplices a sueldo del arquitecto.

Finalmente el Consejo del pueblo nos hizo comparecer a todos ante él y juzgó el caso, preguntándole a Jaun las razones que le habían movido a construir, reconstruir o poner al descubierto aquella forma tan aparente, que hacía perder al paisaje del pueblo su aspecto de “toda la vida”.

Cuando el forastero habló de que lo había visto en sueños y que no pudo dejar de pensar en ello hasta descubrirlo y exponerlo, nadie quedó convencido con esa sencilla explicación de la verdad; sospechaban que bajo ella se ocultaban propósitos inconfesables... Jaun fue expulsado de la comarca y se le ordenó que no regresara más. A nosotros nos ordenaron que volviésemos a cubrir el sendero con los tojos que habíamos cortado y que ya estaban secos.

Así lo hicimos y nadie nos pagó por nuestro trabajo de hacer regresar al monte a su imagen acostumbrada. Pero cuando la primera tempestad, que aquí son frecuentes, se llevó los tojos secos y dejó al descubierto el sendero, ninguno de los que antes habían protestado quiso tomarse la molestia de subir a cubrirlo, ya que confiaban en que el rápido crecimiento natural de los tojos en esta tierra tan húmeda lo ocultaría muy pronto.

Sin embargo, algunos de los peregrinos que acababan su peregrinación en el faro, subieron a las Aras Altas y descubrieron el laberinto desde allí. A partir de eso, hubo comentarios y muchos otros peregrinos empezaron a patrullar sus senderos, lo que impedía que fuesen nuevamente cubiertos por los tojos. Al cabo de un año, llegaban los peregrinos al poblado de los nerios y, antes de preguntar por el faro, ya estaban queriendo saber donde podían encontrar “el Laberinto del Fin del Mundo”.

 Uno de los muchachos que había trabajado para Jaun y yo mismo empezamos a guiar a los peregrinos al laberinto, con lo cual nos ganábamos algo y, cuando nos preguntaban lo que significaban aquellas esculturas y signos, hablábamos de serpientes y dragones e inventábamos historias fantásticas que, repetidas por muchas otras bocas, se convertían en más fantásticas y absurdas todavía.

Por fin, un día, yo me decidí a salir de mi pueblo y a conocer el mundo, aprovechando la amistosa compañía de algunos peregrinos que regresaban a su tierra. Cuando andaba con ellos por la parte de los Pirineos, me quedé impresionado por un circuito de menhires en forma de laberinto que ornaba el centro de un németon en el claro de un tupido y antiguo robledal al borde del camino. Pregunté quien había hecho aquello, y me dijeron que el maestro Jaun y que representaba las estaciones del aprendizaje profundo del hombre en su caminar por la vida. Sólo tres años después pude encontrar de nuevo al arquitecto.

Estaba construyendo otra instalación sagrada, compuesta por galerías cubiertas, senderos y parques, en un punto donde confluyen los senderos que vienen de toda parte al Camino de las Estrellas y donde casi comienzan las llanuras del norte. Llegué en una época en la que estaban contratando obreros, me presenté, le recordé quien era y me aceptó con cariño. Trabajé con él más de tres años y fue mi maestro y quien me recomendó a la Fraternidad de Constructores, en la que conseguí alcanzar los dos primeros grados del oficio.

Jaun introdujo el laberinto en su instalación cuando diseñó los jardines del claustro, que es un lugar de meditación al aire libre. En aquella parte de la obra yo fui su principal ayudante y así fue como se convirtió en mi instructor, mostrándome el sentido profundo de las estaciones, que no tenía nada que ver con las bobadas que nosotros les habíamos estado relatando a los peregrinos. Jaun tuvo un especial cuidado en instruirme debidamente, pues decía que algún día volvería al Extremo Occidente y serviría de guía a los peregrinos.

Pero cuando acabó aquella obra yo seguí recorriendo el mundo en un continuo vagar que mi alma me pedía, llegando incluso hasta Grecia y Egipto; aprendí un poco de griego y muchas otras lenguas, me las ingenié de mil maneras diferentes para ganarme la vida sin perder mi libertad, me junté a mujeres, me separé... y me interesé en toda parte por las creencias y leyendas de los muchos pueblos que conocía, dándome cuenta de que siempre se contenían las mismas fuerzas esenciales detrás de las diversas formas con que cada tribu adornaba a sus divinidades.

 Un día llegué a una ciudad jonia de Asia Menor, Éfeso, y me sorprendí cuando me dijeron que el monte que la coronaba se llamaba Pión, como aquel otro de mi tierra donde se redescubriera el laberinto. Para entonces ya me había enterado que en griego "Pión" significa, como sabes, "rico". Efectivamente, el de Éfeso era un monte rico porque allí había estado, desde épocas remotas, el templo de Hécate, la Antigua Diosa matriarcal que reinaba en los Infiernos antes de que la sustituyera en el trono el patriarcal Hades. Tratábase de un templo importantísimo y recibía innumerables ofrendas de peregrinos... aunque ya estaban disfrazando a la vieja Hécate de Artemisa, la Luna, que es una diosa olímpica más conveniente para adaptarse a los nuevos tempos, tú ya sabes.

Nueve años después volví a pasar por el németon donde había trabajado. Me enteré, con tristeza, que el maestro Jaun había muerto y, con más tristeza aún, vi que un nuevo arquitecto, que no pertenecía a la Fraternidad, había destruido el laberinto del claustro, sustituyéndolo por una fuente de piedra adocenada y puramente decorativa, de las que empezaban a ponerse de moda en los claustros y jardines por influencias del país vecino.

Ante aquello, sentí de repente que tenía una misión importante y regresé a mi tierra. Medio laberinto estaba ya tomado por los tojos de nuevo, así como muchas de las rocas en las que estaban inscritas petroglifos, pero aún algunos peregrinos se interesaban por él de vez en cuando y recibían aquellas estúpidas explicaciones sobre su significado, que ahora eran, ya, completamente ininteligibles.

Sin pedirle permiso a nadie, me dediqué a limpiar de nuevo todo el recinto por mí mismo. Como yo era un nativo de esta tribu y como los antiguos miembros del Consejo habían muerto y fueron sustituidos por una nueva generación que siempre tuvo a la vista el sendero de espirales, por lo cual ya les resultaba algo familiar y hasta emblemático de su pueblo, mi iniciativa no sólo no chocó con las fuerzas vivas, sino que hasta fue bien acogida.

Eso me permitió construir esta humilde vivienda en el bosque y cerca del laberinto sin que nadie se opusiera... y empecé a guiar de nuevo a quien se interesaba, esta vez iniciándolos en la verdadera ciencia del laberinto que Jaun me había transmitido y que yo cada vez comprendía más, aplicándola incluso, al seguimiento de mi propia evolución como persona.

Ahora ya no tengo que salir al encuentro de los peregrinos, como antes, sino que vosotros mismos, como tú lo has hecho, me venís a buscar a mi propia casa para que os oriente. Y hasta puedo darme el lujo de escoger, instruyendo con profundidad a las personas en quienes veo un verdadero interés, mientras que despido a los simples curiosos con una explicación más superficial, aunque también es verdadera...


-Si, por lo que te he entendido -dijo Orfeo cuando Donnon terminó de contar su historia-, ese sendero de espirales sirve para ordenar las experiencias vividas y para descubrir cuanto antes el sentido del aprendizaje que cada uno vino a asimilar en su vida y si eso sirve para que los dioses me consideren preparado para cambiar de dimensión y llegar a donde está Eurídice, te ruego que me instruyas con profundidad en el conocimiento del laberinto.

-El laberinto no sólo supone un conocimiento –respondió el galaico-, supone además un largo entrenamiento para ejecutar una acción efectiva. Porque el conocimiento es éstéril si no se aplica a conseguir un objetivo. Tu objetivo, me parece a mí, debería consistir en reunir suficiente poder de convicción y méritos como para que Hades, dentro de ti, escuche tu petición clara de que te sean abiertas las puertas de Lo Profundo, a fin de reencontrarte con tu alma amada.

-Así es también como yo lo veo –dijo el bardo.

-Entonces el laberinto debería servirte para visualizar las etapas anteriores de tu camino vital en las cuales reuniste poder y merecimiento para conseguir un objetivo... y para meditar sobre por qué lo conseguiste o no lo conseguiste, a fin de que puedas ver con claridad cuáles son las maneras de proceder, dentro de tu propia forma de actuar, que te conducen al éxito o al fracaso... o, siendo más concreto, por donde es que se vacía tu fuerza cuando más la necesitas usar.

Orfeo sintió un malestar interior, algo así como un vacío más arriba del estómago.

-Siempre me ha dado miedo analizar las causas de mis fracasos -confesó con cierto esfuerzo-. Creo que me duele remover heridas, eso echa bastante por tierra mi autoestima.

-Si te duele, es porque nunca fueron bien curadas –respondió suavemente Donnon-. Y no se debe ir a librar el Combate Decisivo mientras haya puntos débiles en la propia estructura. Si no refuerzas ahora la torre de tu propia fortaleza interna, la verás dentro de muy poco derrumbarse.

Orfeo se dio cuenta entonces de que, efectivamente, se hallaba ante el Combate Decisivo. El Camino hasta el Fin del Mundo se había acabado, ya estaba ante las Puertas del Infierno y sólo restaba conseguir que se las abrieran o marcharse derrotado.

Bien... Estoy dispuesto a analizar las causas de mis fracasos anteriores –dijo-, a averiguar por dónde se vacía mi energía, a tratar de curar completamente esas heridas, aunque tenga que arrancarles la costra que las protege... y a entrenarme y fortificarme para conseguir lo que quiero... cueste lo que cueste y durante el tiempo que haga falta, ya que tampoco tengo nada más importante que hacer y siento que mi vida está pasando a toda velocidad... ¿querrás ayudarme?

-Lo has expresado muy bien, Orfeo -respondió Donnon -, claro que te ayudaré un poco... si tú te ayudas a ti mismo un mucho. Descansa y prepárate, porque mañana mismo, después del alba, comenzaremos a recorrer juntos el Laberinto.

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