quarta-feira, 27 de novembro de 2019

38- NOSTALGIAS DE EURÍDICE


38- NOSTALGIAS DE EURÍDICE


Cuando todos los remeros ya estaban descansando, Orfeo se deleitó en el espectáculo de la salida de la luna llena, acompañada por la algarabía de ranas, sapos, cigarras y aves limícolas de la marisma, entre los que destacaban los piídos lastimeros de los ostreros y el po-po de las garzas, mezclados con el chap-chap de las olas sobre la ensenada, más el hu-hú de algún búho real más cercano. Y se quedó evocando otra luna como aquella, la de la última noche pasada con Eurídice antes de su partida al encuentro con los Argonautas.

Bastante antes del amanecer, Orfeo se había levantado del lecho que esa noche secretamente compartían y salió al exterior de la cabaña próxima al bosque de las Ninfas, alquilada con la mayor discreción a un pastor para su encuentro con Eurídice, quien tuvo que deslizarse por una cuerda desde la ventana de su cuarto en el Monasterio de las Dríades, para poder estar con él.

La luna llena presidía el cielo majestuosamente, pareciendo marcarle el rumbo hacia aquel país de magia, la caucasiana Cólquide, a donde en breve iría, en busca de la aventura y por la aventura misma, sin que le importasen, en realidad, ninguna de las razones que le había dado a su padre para incorporarse a ella.

 Él era un joven apasionado que precisaba salir del poderoso influjo femenino de su madre, la Alta Musa de Apolo y que, por otra parte, se aburría a morir en el mundo formal y oficial de la corte de su padre. Lo que necesitaba era una empresa guerrera o pirata en la que forjar su propio temple y para eso prefería la compañía de los agresivos e individualistas jóvenes griegos a la de los mercantilistas troyanos o a la de su propia gente tracia, que siempre lo trataría como trataban a la familia real y jamás como a un igual.

Le vino mucha gana de convertir en un himno épico toda la voluntariamente contenida y sublimada excitación viril que sentía dentro, en la que todavía vibraba, exaltado, el calor y el placer del cuerpo de su amante, pero no tenía su lira a mano y se contentó con pulsarla imaginariamente.

Deseaba, con toda intensidad, verse a sí mismo desplegando sus potencialidades en un ambiente diferente a lo conocido, siendo uno más, sin otras jerarquías que las que establecen el valor o la inteligencia de cada hombre dentro de un grupo; deseaba conocerse a sí mismo en libertad, sin las corazas protectoras de su rango y su linaje, sin el amor protector y al mismo tiempo posesivo de los suyos en torno; sin el amor, siquiera, de Eurídice, la única mujer que realmente le había impresionado en su vida después de su madre.

Al cabo de un rato regresó a la cabaña. Cuando abrió la puerta, la luz de la luna iluminó vagamente partes del cuarto y modeló el cuerpo desnudo de Eurídice dormida, tal como si fuese una estatua de mármol. Estaba tan bella, su espalda y sus caderas sobre las sábanas, sus largos cabellos derramándose alrededor, ondulados y brillantes; se veían tan espléndidos los volúmenes de su cuerpo, que Orfeo dejó la puerta abierta y la estuvo contemplando, primero de frente y después por cada uno de ambos lados de la cama, a fin de gozar de varios cambios de perpectiva visual.

Disfrutó calladamente de la contemplación de sus estilizadas curvas, de los bien torneados miembros, de sus femeninas concavidades y convexidades, de los incitantes pliegues de su piel, entrecerradas puertas hacia su interior, que hacían palpitar de nuevo su sexo con su mera visión y con sus sugerencias de delicias y de fusión.

Se inclinó hacia ella llenándose de su perfume, buscó en vano, como un ciego animal instintivo, las zonas sombrías de la hembra en busca de acres aromas lunares, de humedades invitadoras; la besó, la acarició, pero sólo obtuvo un lejano sobresalto molesto de su durmiente amante.

Se enfrió entonces un tanto y se separó de ella, porque le daba la impresión de que Eurídice no estaba en aquel cuerpo yacente, que, aunque atractivo, dejaba de ser deleitoso al tacto sin su atención despierta dentro. Volvió a tocarlo y confirmó el alejamiento de su amada,

“Sí, es una atención lo que somos” -pensó-, “sin la atención, sin la consciencia atenta, estas formas no son sino una bella estatua vacía esperando a su dueña... Eurídice... ¿dónde está ahora tu alma, que aquí no está?”.

Se sentó a contemplar la aletargada estatua de carne cálida, pensando lo qué era realmente Eurídice, lo qué era Eurídice para él y lo que seguía siendo cuando no se encontraba en su cuerpo como en aquel momento, cuando aquella atrayente arquitectura sensual se convertía en algo inerte, vacía de su presencia consciente.

Cerró los ojos y pensó en ella primero como Eurídice individuo, como aquel sabio, espiritual, dulce, alegre, amoroso y buen individuo que era su amigo del alma, una persona totalmente leal y afín a él, alguien en quien podía confiar a vida o a muerte. Una persona sincera, alguien que seguiría siendo un amigo valiosísimo aunque no existiese ni sexualidad compartida ni ningún otro tipo de interés material entre ellos. Y dio gracias a la Vida por aquella perfecta amistad.

Pensó después en ella como mujer, abriendo de nuevo los ojos a la belleza de su cuerpo; como Eurídice mujer, la hermosa mujer, tan mujer y tan señora, una independiente Dríade de la Diosa, casi una Amazona inalcanzable, que le había escogido a él, entre tantos machos completos, guerreros viriles, diestros campeones, proveedores seguros de placer, de alimento, de bienes conquistados y de seguridad.

A él, que ni necesitaba afeitarse, a él cuyo vigor muscular poco se diferenciaba del de ella, a él, de quien hacían chistes los guerreros a sus espaldas, en el campamento, después de cada ejercicio. A él, ante quien su padre se desesperaba pensando que “eso” era el heredero legítimo al que la corona de Tracia estaba destinada, hasta que renunció a favor de su hermano... a él, cuya única habilidad era dominar las vibraciones de la voz y de la lira con una sensibilidad tan femenina, que tenía que modularla cuidadosamente para hacerla sonar viril.

¿Qué había visto Eurídice en él, aparte de eso? ¿Se había sentido tan atraída por su rango de príncipe heredero que había considerado poco importante todo lo demás?

...No podía creer aquello, estaba acostumbrado, desde adolescente, a percibir con claridad cuando las muchachas se dejaban atraer por la ilusión o por el calculado interés por la corona y no por su persona, y Eurídice veía la persona, además de la corona; sin duda la veía y la apreciaba; y la prueba era que no se había enfriado lo más mínimo su amor y su entrega después de haberle comunicado su irrevocable renuncia al trono.

Deseaba estar ya lejos de todos aquellos condicionantes natales, hacerse hombre ante la dificultad, realizar hazañas, lograr que su amada pudiese sentirse orgullosa de él a partir de cero por su valor, por su resistencia, por su sagacidad, por su arte, por la singularidad especial de ser quien era, y no por ser hijo de su padre... o de su madre, ya que rechazaba aquel ciego y desmedido orgullo que Kalíope sentía por él, lo justificase o no algún mérito personal, tan sólo porque lo consideraba egolátricamente parte de sí misma, como hacían todas las madres con sus hijos.

Aquella misma noche Eurídice le había dicho que estaba dispuesta a abandonar oficialmente la Fraternidad de las Dríades si dejaba en su vientre la semilla de un niño antes de partir; casándose antes con él al modo griego, ya que así no habría el menor peligro de que su madre y sus compañeras pudiesen sacrificar a la Diosa, como la Ley Matriarcal exigía, el posible hijo varón de una futura Sacerdotisa-Ninfa.

Pero él no quiso aceptar. Y lo explicó así:

-Mi amor, un hijo nuestro no es sólo un producto y obra de tu capacidad natural de creación y gestación y una síntesis tuya, por mucho que las sacerdotisas de la Diosa y siglos de matriarcado lo aseguren. Yo sé que es también producto y obra de la mía y una síntesis de todo lo que yo soy en el momento de concebirlo (y de todo lo que hubo antes de mí y me formó), como cualquiera de mis composiciones musicales, o de las que compongo conjuntamente con otros músicos.

-Del mismo modo –siguió- que yo sólo canto en público una composición cuando estoy completamente seguro de que ese hijo artístico mío está bien concebido y gestado porque no le falta nada de lo que puede darle gracia, potencia y equilibrio, así quiero también que sean los hijos vivos que coloco en el mundo, para que encuentren en su propio fluir natural su felicidad y sean capaces de expandirla.

No puedo poner hijos en el mundo en este momento, Eurídice, porque todavía no he desarrollado en mí las potencias que quiero transmitirles. Trataré de desarrollarlas en esta expedición guerrera a la Cólquide. Volveré a tí con ellas desarrolladas, y entonces te juro que nos casaremos y tendremos hijos, si tú aún estás libre y lo deseas... o no volveré nunca.-

-¿En qué potencias estás pensando?- preguntó Eurídice, muy preocupada por aquel exceso de rigor.

-La primera –contestó él-, ahora que he renunciado a la corona de mi padre, es la de lograr hacerme rey de mí mismo, libre, independiente y autosuficiente, no por causa del nombre o de los bienes de mi linaje... Esa soberanía natural y esa libertad para adaptarme y arreglármelas en cualquier lugar del mundo y bajo cualquier circunstancia, quiero que sea algo que mis hijos lleven en su sangre, además de la que viene de tu propia soberanía, Eurídice. Y la pretendo conseguir siendo un extranjero sin títulos oficiales que forma parte, como uno más, de un grupo bien competente de campeones griegos.

La segunda, es que deseo conocer en la práctica dónde están mis límites como hombre de acción, cuan fuerte es el poder de mi voluntad, cómo de real es mi autodominio, mi prudencia y mi valor, es decir, mi virilidad. Sé que es mayor de lo que muestra mi apariencia, pero necesito afrontar retos para medirme con un realismo que yo mismo pueda comprobar.

Y como lo que mejor puedo desear, para el resto de mi vida, sería entregarme al cultivo y al desarrollo armónico de mis hijos junto a tí, tanto los de la carne como los de la música, necesito vivir mi aventura, ahora que soy joven y libre, a fin de que inspire mi vida y mi obra, y fortalezca también mi autoestima, para poder tener -además de mitos e historias de otros-, vivencias verdaderamente propias que cantar y una buena opinión de mí mismo sobre mí mismo, la única que me interesa, antes de que llegue el tiempo en el que las responsabilidades me inhiban de toda posibilidad de aventura.

…Además, compañera del alma, espero que esta ausencia mía sea la última prueba de la realidad indudable y de la solidez de nuestro amor. Si sobrevive a ella, se convertirá en un amor tan fuerte que será eterno, que irá más allá de la vida y de la muerte.

Ese es el único tipo de amor que me interesa, es el que deseo ser capaz de generar para ti, Eurídice... y es el que quiero para quienes vayan a ser los padres de nuestros hijos, unos hijos que serán los primeros de una nueva era en la que no habrá otras diferencias entre la mujer y el hombre, o entre Dionisio y Apolo, que esas diferencias que le dan su alegría, su placer y su gracia a la variedad asombrosa de la existencia.

Nada más dijo Orfeo, calló y se quedó mirándola, y en sus ojos se veía cuan claramente había estado meditando lo que había dicho, antes de decirlo.

-Yo adiviné que todas esas potencias existían en ti, mi poeta, desde el día en que te conocí... creo en ellas y no necesito comprobarlas –le respondió Eurídice amorosamente-. Además creo en tu gran nobleza interior, que es mucho más patente y brillante aún que la externa de tu linaje.

Todo eso, junto a tu maravillosa creatividad musical y a la belleza de tu expresividad, me decidieron, sin la menor duda, a ceder a mi primer impulso intuitivo y a escogerte para eventual padre de mis hijos.

Ahora que te conozco, quiero más que tu semilla, quiero pasar la vida a tu lado, quiero que lo compartamos todo juntos... Hasta quisiera que cuando se acabe esta vida, pasásemos juntos a la siguiente.-

Se abrazaron. Tras un rato de fusión en la emoción, puro instante presente, pleno, placentero y doloroso, sentido hasta el último de sus átomos, remató Eurídice, mirándole a los ojos:

-…Pero si crees que necesitas desarrollar más esas potencias hasta comprobarlas, y plantearte retos y vivir tu aventura, vete como guerrero, acéptalos y vívela, amor mío, que yo comprendo lo que te pides a tí mismo y seré la animadora de tus sueños y quien más celebre cada uno de tus logros o de tus intentos, cuando sepa de ellos. Y te esperaré siempre, mi amigo, mi cómplice. Lo celebraré contigo cuando vuelvas, coronando tus triunfos o aliviando tus heridas y fracasos con mis besos, que de todo habrá en este mundo para nosotros...

Él la abrazó de nuevo y descansó la cabeza entre sus senos, queriendo tocar con su frente el corazón que moraba en aquel valle de ternura. Ella lo acogió como se acoge a un niño y lo acarició dulcemente.

-Ve guerrero mío, guerrero-artista, poeta querido, realízate, construye tu propia leyenda para que podamos contársela a nuestros hijos y eso les anime a hacerse grandes en todo, a fin de que quieran también construir la suya y evolucionar en ella.

Todo eso recordaba Orfeo que había ocurrido en el cuarto de aquella humilde cabaña de pastor, justo antes de que se entregasen a la unión apasionada de su despedida, que había terminado con un salto de Eurídice a un placentero estado de fusión en el vacío, una especie de dulce pequeña muerte, de la que todavía no había regresado a su cuerpo, aquel cuerpo hermoso y bienamado que yacía sobre el lecho bajo la luz de la luna.

-“¿Dónde estás si ahí no estás, Eurídice?” –había preguntado por última vez Orfeo. Y desde su propio corazón le llegó clara la respuesta:

-“Estoy en tí, Orfeo mío, siempre estaré en tí mientras en mí pienses, porque yo soy tu femenino interno, tu Alma, tu sentir de la Diosa, de la Mónada Espiritual que te guía, quien se proyectó a ese cuerpo que ahí ves durante un tiempo de tu vida, para mejor corresponder a tu amor”.





39- LLEGADA A IBERIA



Una mañana nublada y ventosa, los vigías de la nave avistaron, por fin, en el horizonte occidental, al final del Golfo de León, la cordillera de los Pirineos, que en aquel tiempo estaban cubiertos por una frondosísima selva templada y salvaje que se derramaba sobre el mar.

El comandante Arron llamó a Orfeo y le dijo que el último cabo antes de los montes se llamaba cabo Cerbero, como el perro guardián de los Infiernos, “porque al otro lado comienza la Iberia, el País de los Muertos, donde está el Reino cavernoso de Hades”. Ante aquella agreste belleza, el corazón del bardo se aceleró, sintiéndose cada vez más cerca de Eurídice y de su rescate.

Pero el viento tramontano empezó a arreciar desde el norte inesperadamente, picando el mar y formándose una violenta tempestad que los fue llevando, en andanadas cada vez más violentas, contra las altas y picudas rocas de la costa, que no mostraba refugio alguno.

Arron ordenó retirar la vela y que todos remaran con todas sus fuerzas en dirección contraria al litoral. El bramido imponente del vendaval hacía restallar las cuerdas de la nave e insuflaba pavor en los corazones. Para animarse a sí mismo y a los tripulantes, Orfeo se arrancó a cantar.

Y se cuenta que, a pesar de la siniestra ventolera, la vibración de su canto era tan expresiva, tan intensa y tan bella, que, sin él saberlo, también comenzaron a prestarle atención los más antiguos habitantes de la región litoral, los gigantes intraterrenos, titánicos hijos de la Tierra, de quienes se decía que habían alzado antiguamente los vetustos dólmenes de la cordillera mas que, tras ser derrotados por los dioses que ahora imperaban sobre la nueva era, se sutilizaron, mudaron de dimensión y son los invisibles genios de las montañas.

Aunque se asegura que viven en un mundo paralelo al nuestro, inmersos completamente en el interior estructural de la naturaleza como parte de su vitalidad, los antiguos gigantes tectónicos, al igual que toda la jerarqúia dévica, no dejan de ser muy sensibles a las refinadas vibraciones emitidas por el verbo de aquellos humanos que están bien evolucionados, pues el sonido es una onda primigenia e interdimensional que penetra e inflluye en todos los planos y niveles.

Así que, cautivados por el canto del bardo, se fueron inclinando e inclinando cada vez más en dirección a él para escucharle, además de desearle a aquella maravillosa voz que sobreviviera al duro trance en el que se encontraba.

Pero no sirvieron de nada ni la habilidad del comandante tirseno ni los desesperados esfuerzos de los remeros: la nave, arrastrada por el vendaval y por las olas, acabó por chocar contra un islote del Golfo de Rosas que hoy se conoce como El Gato, abriéndose una gran brecha a su costado.

Todo el mundo entró en pánico y nadie se preocupaba sino de su propia salvación. Orfeo se había colocado en la frente la cinta púrpura de los Kabiros de Samotracia e invocaba con su canto la protección de los poderes ígneos de la tierra y del mar, salvadores de náufragos.

-¡Grandes y antiguos Dioses auxiliadnos, salvadnos de la muerte, y yo dedicaré el resto de mi vida a serviros con todos mis talentos y potencias!

Mas el barco estaba comenzando a hundirse irremisiblemente y seguía chocando y chocando, lanzando a hombres y remos de un lado a otro.

-¡Diosa de la Misericordia, Madre Nuestra, apiádate de nosotros, sálvanos, sálvanos!

Agarrado al mástil, aguantando como podía los continuos zarandeos y los embates de las olas que invadían la cubierta, sintiendo que iba a juntarse con Eurídice en la dimensión de la muerte, el bardo no paraba de cantar y su tono se iba haciendo más y más impresionante.

-¡Misericordia, Señora! ¡Sálvanos para que podamos terminar lo que vinimos a hacer a esta vida!

-¡Sálvanos, Madre, para que yo te sirva siempre con todo mi ser!

Los genios intraterrenos y los devas constructores de formas naturales, profundamente conmovidos, impulsados además por el poder de los Kabiros, no pudieron evitar un estremecimiento vibratorio, que produjo un derrumbe general de toda la estructura geológica que su energía mental sostenía, en dirección al cantor. Los extremos de la cordillera se derramaron sobre el mar en un tremendo cataclismo, formando de golpe el pétreo cabo de Creus, de barrancos y puntas erizado.

Cuando Orfeo, Arron y su tripulación ya estaban braceando angustiosamente en el agua, en medio de unas olas agitadísimas que los podían despedazar en cualquier momento contra el islote, millones de elementales minerales de los Pirineos se extendieron juntos bajo ellos creando una red de energía-forma entre ellos, la que devas y genios les sugerían con sus verbos creadores, una red de geometrías moleculares que parecía la garra extendida de un enorme dragón, formando en instantes una sólida plataforma de roca que los recogió y los elevó muchas decenas de metros sobre el mar.

Una vez sintiéndose a salvo y en pie sobre la tierra, el vate volvió a entonar su más alegre canto, esta vez mejorado por el júbilo de la supervivencia, en agradecimiento a la Diosa y a los Señores del Subsuelo. Bajo su magistral dominio de las vibraciones, los ciclos sonoros de su música hicieron que la danza de los elementales a su compás conformase toda una estructura de espirales en un laberinto con planta en ocho, que cohexionó y dio forma tridimensional al colosal cabo recién creado, elevándose sus curvas de nivel al mismo ritmo que las intensidades de la sinfonía.

Además, la tempestad se fue calmando rápidamente y el sol brilló de nuevo. En adelante, ese alargado y alto saliente sería llamado Cabo de Orfeo, o Cap Norfeu.


El comandante Arron estaba gratamente sorprendido de que, en un desastre tal, no hubiese que lamentar la pérdida de ni uno sólo de sus hombres, ni heridas graves, salvo contusiones, y que se preservara la mayor parte de la mercancía, ya que, aunque el “Tursha” estuviese bastante destrozado, no se había hundido, sino que había quedado retenido en un pliegue de la montaña en la mitad del cabo. Casi todo lo que había salido de él flotando, se encontraba esparcido por su plano lomo, lo mismo que ellos.

En cuanto su tripulación reunió lo más necesario, prepararon un ara para hacer devotamente pingües sacrificios a la Diosa, sin olvidar a ninguno de los dioses protectores de cada uno, para agradecer el milagro que acababa de salvarles.

Estaba claro que una nueva fase de la relación de Orfeo con lo Divino había comenzado, más íntima, más confiante, más entregadamente agradecida, ante tales evidencias de aquella extraordinaria intervención a su favor. No paraba de recordar la oferta de sí que había hecho en el momento crítico.

Los marinos tirsenos y focenses interpretaron su salvación milagrosa como señal divina de que habían llegado al lugar de asentamiento que buscaban y decidieron quedarse a levantar un almacén fortificado y un mercado donde intercambiar con los naturales los bienes que consiguieron recuperar del naufragio y aquellos que pudieran traer en adelante, en cuanto se lograse construir un nuevo barco.

Escogieron para aquel fin la primera playa amplia que encontraron al sur del cabo recién formado, cercana a montes donde había abundante madera, que es el arranque de un amplísimo golfo semicircular al que se asoma una fértil y bien regada llanura.

Los naturales ibéricos que vivían en ella, los Indiketas, una mezcla de pelasgos ligures de la Quinta Raza con acadianos de la Cuarta, acogieron a los náufragos con compasiva generosidad (al principio parecía que se negaban a todo cuanto se les solicitaba, pero luego resultó que su gesto para decir “sí” era el mismo que los griegos usaban para decir “no”, mover rápidamente la cabeza arriba y abajo).

Aunque bastante rústicos, la proximidad al mar los había hecho abiertos y cordiales, ya que hacía mucho tiempo que estaban acostumbrados al intercambio con navegantes extranjeros. Muchos de ellos entendían la lengua franca pelasgo-ligur que los marinos usaban normalmente en sus intercambios, una lengua inflexiva con muchísimos términos cretenses, fenicios, sardos y etruscos, seguramente acadiana en su origen, que Orfeo entendía cada vez mejor cuanto más la oía, como si la estuviese recuperando de su memoria de otras vidas.

Estaba claro que los nativos se asombraron muchísimo del espantoso derrumbe que había salvado a los náufragos, prolongando, al mismo tiempo, su territorio sin causarles el menor daño; así que también lo consideraron un buen augurio y no les pareció mal la idea de que aquellos protegidos de los dioses establecieran en su costa un mercado franco permanente.


Orfeo pasó algunas semanas ayudando a obtener el consentimiento oficial del Consejo de los nativos al asentamiento griego, así como la cesión de terrenos y la colaboración personal de futuros socios del emporio, para lo que usó del encanto de sus músicas, que eran un lenguaje de entendimiento universal. Pero después decidió continuar su camino hacia el Fin del Mundo.

Antes de dejar a sus compañeros, quiso trasplantar un rosal silvestre local para ornar la base de piedra sobre la que se asentaba el mascarón de proa del navío “Tursha” naufragado, que representaba a Pegaso, el mítico caballo alado, personificación de la gloria ascendente en la que se transmuta el vencimiento de las mayores dificultades, caballo que nació de la sangre de la terrible Gorgona Medusa cuando el héroe Perseo le cortó la cabeza. Los griegos lo habían colocado como tótem y recuerdo de su cultura patria en el centro del terreno que los íberos les concedieron.

Cuentan los focenses y tirsenos de Occidente a quienes les quieren oír, que el vate tracio tocó tan dulcemente su flauta en agradecimiento a la Diosa de la Vida y de la Misericordia, que los elementales del joven rosal, fascinados por su maestría y conducidos por la Madre del Mundo, Reina de los Devas, lo hicieron desarrollarse plenamente en pocos minutos, como una respuesta de Su Gracia Plena a la ofrenda. Hasta brotaron de él tres espléndidas rosas rojas. Así justificaban aquellos jonios el nombre y emblema de su nuevo emporio en Iberia.

-Entonces, Arron -dijo después Orfeo- ¿Te quedarás aquí?

-Ni hablar, compañero, yo soy hombre de mar, fijarme en tierra firme como un buque varado me envejecería diez años en sólo dos... Construiremos un nuevo barco y volveré a Tirsenes con los que lo deseen y luego seguiré navegando de aquí para allá. Este asentamiento, para mí, no es sino un puerto más de mi ruta y de mi obra, ya que haré todo lo posible para que crezca, igual que hice en Italia o en Tartessós...

-Pues que los dioses te acompañen, que seas feliz en tus navegaciones y que te recuerden siempre las ciudades que ayudaste a crear –y el bardo le dio un gran abrazo.

-¡Que encuentres lo que intentas encontrar... o la satisfacción de haberlo intentado, amigo Orfeo! ¡Y mientras tanto, no te olvides de que la vida es el camino y no la meta! –respondió el comandante con afecto.






Laberintos de esta novela, a la izquierda el de Cap Norfeu, Cabo de Creus, Cataluña, España. A la derecha, el de Monte Pión, Cabo de la Nave, Finisterre, Galicia, España.



Luego de despedirse de todos, Orfeo comenzó a caminar hacia el norte, explorando la hermosura primigenia y telúrica del nuevo cabo que el derrumbe había creado, hasta llegar al punto más oriental de Iberia en aquella zona, que era un largo y alto promontorio bordeado de acantilados rocosos. Sobre su proa y cara al mar azul que le mantenía a una enorme distancia de su tierra natal, el bardo construyó una cruz con un par de troncos en homenaje a Hermes, señor de las encrucijadas, patrón de los caminantes y sabio guía de las almas que viajan al Ultramundo, elevándola sobre un montículo cónico de piedras, como se acostumbraba, y luego le pidió con intensidad al dios que le guiase en el largo viaje a pie hacia el Fin del Mundo que iba a emprender.

Justo después de la petición, una bandada de cientos de ánsares salvajes de pico rosado, pecho blanco y alas apardadas que se encontraban descansando en las marismas que bordean el golfo, en mitad de su emigración otoñal desde el Norte de Europa hasta la cálida África, cambiaron de pronto su itinerario instintivo de siempre, pasaron rápidos y ruidosos, dando continuos aletazos, muchos metros por encima de la cabeza de Orfeo, describieron una gran curva y avanzaron por el espacio de Este a Oeste, señalándole el camino.

Casi simultáneamente, otra bandada de grullas coloridas con penacho en la cabeza se alzó y se fue detrás de los ánsares. El bardo agradeció la clarísima señal de su apoyo dada por el Dios de los Caminos y emprendió la marcha en aquella dirección tan bien indicada. Desde entonces, la oca o ánsar es uno de los animales totémicos de los caminantes del Fin del Mundo, que darían su nombre a muchos de los puntos del Sendero Sagrado donde la ayuda del Gran Guía se fue haciendo más patente.

En adelante, aquel lugar sería venerado por otros peregrinos, se levantarían en él nuevas cruces propiciatorias y se acabaría llamando Cabo de Cruces o Cap de Creus, espacio mágico que acogió e inspiró siempre a los más grandes artistas y músicos, los cuales dieron prestigio cultural en todo el mundo a Cadaqués, la hermosa villa costera que hoy existe próxima al cabo.

Orfeo incorporó a su Canción Occidental todas estas imágenes y sensaciones, tocando junto a una hermosa cascada (hoy apenas un hilillo de agua), que refrescaba el corazón de la antigua floresta de Selva del Mar, donde el bardo se había bañado y purificado por respeto, antes de subir a la montaña sagrada de los Indiketas.

 Luego la cantó una vez más en honor de sus salvadores, los Kabiros de oculto nombre. Lo hizo desde su cima, que dominaba la panorámica del Cabo. Era el último punto, muy boscoso y poblado de construcciones megalíticas antiquísimas, desde donde podría divisar el mar Mediterráneo antes de adentrarse en el amplio interior de Iberia, así que se despidió del Gran Verde como quien se despide de una madre.

Al bajar de la cumbre entró en el mayor de aquellos dólmenes, que tenía forma de galería. Tras meditar un rato en su interior, pulsó su lira para probar sus condiciones acústicas. Las halló muy buenas, tanto como las de una caverna. Se preguntó por qué y se dio cuenta de que la inmensa piedra plana que hacía de techo se encontraba apenas suspendida de las puntas de las losas laterales que hacían de soporte. En varios lugares, incluso, se había introducido una diminuta piedra redonda entre soporte y mesa para reducir al mínimo la superficie de apoyo.

Percibió que en toda la construcción se había procurado conseguir el máximo de tensión y el mínimo de apoyo para evitar la dispersión de energía y su vaciamiento hacia tierra, por lo que la losa superior era un enorme acumulador de tensas vibraciones y constituía un excelente contenedor de resonancias, algo así como un instrumento musical de piedra.

Pasó un buen rato haciendo mil conjeturas sobre los tipos de energía que los antiguos titanes debieron utilizar allí para intensificarla, elevarla a octavas superiores y tal vez hasta acumularla y almacenarla; de tal modo que, en cada ocasión que se sirvieran del dolmen, ya hubiera una energía creada y conectada con el subconsciente colectivo sobre la que continuar trabajando, una egrégora, en lugar de tener que crearla al principio de cada sesión. Supuso que, cada vez que se usaba, la energía-pensamiento o la energía-sentimiento acumulada, inspiraba a los participantes, quienes, al mismo tiempo, recargaban y aumentaban la información del acumulador.

Apostó que deberían tratarse de sinergías colectivas, a base de cantos repetitivos y músicas rituales como las de Quirón, las cuales seguramente se emplearían para curar o para hacer decretos mágicos, crear mantos protectores, invocar aliados astrales, meditar sobre decisiones importantes, exorcizar negatividad y hasta enterrar bajo ella a las personas más sabias, a los héroes de la comunidad o a los objetos totémicos que representasen sus poderes y virtudes, de manera que esa vibración permaneciese entre ellos.

Dedujo que otros recintos sagrados, más amplios y al aire libre, tales como un gran círculo de enormes piedras enhiestas que había visto en medio de un bosque al subir, servirían para reunirse en ceremonias mayores y danzas colectivas.

Seguramente los bardos como él se ocuparían, en aquellos tiempos lejanos, de aplicar la tabla de armonía a aquel enorme instrumento musical de roca, a fin de mantenerlo en la afinación deseada. También contarían allí dentro las historias y tradiciones de la tribu, para iniciar de una manera solemne a los jóvenes en los valores que darían continuidad a la comunidad, durante el período de paso de la infancia a la juventud, tal como hacían los hombres-centauros del monte Pelión.

En tal lugar, imponente y sagrado, los muchachos se pondrían en un estado de receptividad más concentrado de lo habitual, tal vez ayudado por la ingestión de sustancias visionarias... Lamentó Orfeo que aquel conocimiento de la Cuarta Raza se hubiese perdido con el cambio de era.

Antes de salir, se afinó todo lo que pudo con la energía del ambiente y pidió a los espíritus guardianes del país de los íberos y a sus egrégoras que le inspiraran y le guiaran en la búsqueda y realización de su objetivo. Luego cantó y tocó sus más sagrados y universales himnos, como ofrenda hacia la misteriosa esencia divina del Único que reside como Múltiple en todas las entidades conscientes de todas las dimensiones y variados grados de consciencia, fuera cual fuera la forma particular en la que se les rindiese culto en aquella tierra.

-Dios Único, Padre-Madre Creador de la Vida, Divina Energía Femenina de la Compasión, la Gracia y la Misericordia, Alta Jerarquía de Espíritus Puros, Maestros y Guías de la Humanidad, renuevo mi oferta de todo mi ser a vosotros. Agradezco con todo mi corazón esta continuación de mi existencia sobre la tierra que me brindasteis, la dedicaré a alabaros, cantaros y honraros. Guiadme, por favor, al encuentro de mi alma amada y perdida.

-Dioses y Diosas Regentes de este País del Fin del Mundo, Altos Espíritus, Maestros y Devas- dijo, abriendo sus manos ante el paisaje-, yo, Orfeo de Tracia, un humilde bardo al servicio de la exhaltación de la Suprema Divinidad, de Su Armonía y de Su Amor, os saludo con todo respeto y os pido licencia para recorrer vuestro Reino, vuestra protección y vuestra generosa guía para llegar hasta el Océano Occidental. Que yo intuya siempre la Inspiración y la Voluntad Divinas y que mi pequeña inspiración y voluntad sean dignas de Ellas, Las expresen, Las cumplan, Las honren, y honren con eso a todos vosotros.

Cuando bajó del monte, el día declinaba. En el llano, como una última estribación desgajada de la sierra de los dólmenes, se alzaba en solitario un alto peñón, sobre el que los nativos indiketas habían construido un poblado fortificado.

Se acercó despacio a sus muros haciendo el gesto de los suplicantes, pidió hospitalidad en pelasgo-ligur y, tras identificarse, se la concedieron en los propios alojamientos de la guardia, una especie de cueva tapiada entre paredes de rocas ciclópeas.

El lugar se llamaba algo así como Karmanzó. Orfeo estuvo tocando algunas canciones para los guerreros indiketas en lo alto de la muralla, mientras el sol se despedía por occidente. Sus anfitriones, muy complacidos, se mostraron muy amables y le invitaron a compartir un asado de cabra que estaban dorando sobre las brasas y un aromático vino de frutas. Se fue a acostar pronto porque les echó de allí un fuerte viento que venía de detrás de la sierra, el mismo que había estrellado el barco de Arron.

Durante toda la noche, aquel viento obsesionante no dejó de azotar los techos de su alojamiento ni un momento, como si los fuera a arrancar. El viento se coló en los sueños del bardo y se convirtió en un caótico concierto de graves trompetas que le llevaron a revivir los momentos terribles del naufragio, mientras tocaba, aferrado al mástil, con la cinta púrpura de los Kabiros en su frente.

Las trompetas se convertían en serpientes gigantes que bajaban de las montañas al mar, que rodeaban a su nave y a todos los tripulantes y se los llevaban sobre sus lomos, volando tierra adentro. Las serpientes, danzando la música del viento, se seguían unas a otras trazando un laberinto de espirales concatenadas en el aire sobre toda la región del cabo de su salvación y de la sierra de los dólmenes.

Finalmente, confluían encima de la fortaleza roquera de Karmanzó, penetraban bajo la techumbre levantada por el viento y eran atraídas por la boca de un titán de largos bigotes curvos, en pie con los brazos abiertos en el centro de la estancia, que se las tragaba a todas. Orfeo saltó por el aire en el último momento, quedando agarrado de una viga del techo, mientras veía como su serpiente era engullida también.

El rostro bigotudo del titán experimentó una enorme transformación, como si los reptiles siguiesen agitándose en su interior. Sus ojos giraron y se abrieron como platos, alucinados, y su cabeza reventó de repente en mil pedazos, saliendo de ella la diosa Atenea, hermosa y altiva, envuelta en una capa corta de piel de carnero y armada de una larga lanza. Atenea se volvió hacia Occidente: “Cada quien se merece lo que sueña, esa es la Ley” -dijo. Y a un gesto de su mano toda la pared se derrumbó.

Entonces levantó la lanza sobre su hombro, se concentró en posición y la arrojó con gran fuerza hacia el horizonte. Después se desprendió de su chal de piel y lo arrojó también, pero hacia arriba, en dirección a Orfeo.

En el aire, la piel se convirtió en el Vellocino de Oro y éste, de inmediato, en un gran carnero vivo de lana dorada que recogió a Orfeo sobre su lomo y salió volando hacia el exterior, pasando por el hueco de la pared derrumbada ante los ojos verdes penetrantes de la diosa.

A increíble velocidad, el carnero atravesó como en un gran salto la noche, adelantándose al tiempo, rebasando a la lanza de Atenea, que aún corría cortando el aire, rebasando a las bandadas de ánsares y grullas coloridas de Hermes y llegando al otro extremo de Iberia cuando apenas estaba el sol a punto de tocar el horizonte encendido en llamas del Océano del Fin del Mundo.

Entonces, se formó un gran remolino en la superficie del mar, que se convirtió en una gran copa ascendente y se alzó para recibir y engullir al Señor de la Luz en su seno. Un instante después, también el Carnero de Oro, con Orfeo en su grupa, se precipitaron adentro.

Cuando el tracio despertó, en un rincón del cuerpo de guardia del poblado de Karmanzó, el viento había dejado de sonar, permanecían intactos el techo y la pared, y la luz del alba se filtraba a través de un ventanuco, anunciando el día en que comenzaría su largo camino a pie a través de Iberia.

Con el tiempo, nuevos colonos focenses de Rosas, que, llegando en sucesivas ondas desde la creciente Massilia, acabarían sustituyendo por completo a los tirsenos, dedicaron un templo a Afrodita de piel rosada, diosa de la belleza y el amor sobre la montaña en la que había cantado Orfeo... Aunque siglos más tarde los cristianos lo derribarían y sus ruinas acabaron sirviendo de refugio a algunos ermitaños. También levantaron otro eremitorio en el pico del monte, el de San Salvador de Verdera o Montsalvat, que hoy es un castillo en ruinas, dominando un paisaje al que muchas guerras e incendios seguidos y una explotación antiecológica, brutal y sin amor, despoblaron casi totalmente de su primitivo verdor exuberante y sagrado.

Claro que todo es recuperable, si no se pierde la consciencia de que el mayor tesoro y la mayor calidad de vida que existe es la que se puede desarrollar en el marco de la naturaleza pura y preservada, mimada por el arte y por el saber vivir cultivando la armonía.

La canción de Orfeo, sin embargo, persistió en el alma del lugar, formando, como continuación del laberinto de Cap Norfeu, un segundo laberinto sonoro en forma de ocho, con su centro situado en lo que los íberos indiketas de la zona llamaban "la Sierra Sagrada de los Antepasados". Sobre la galería dolménica donde había meditado el bardo se construiría más tarde, en la alta Edad Media, la cripta del impresionante Monasterio de Rodas, donde se guardaron reliquias de gran fama, tal vez el Santo Grial entre ellas, que harían desviarse hacia allí a muchos peregrinos de Santiago.

Este Segundo Laberinto sonoro sigue la dirección de la sierra y uno de sus ejes principales une el Cap Norfeu con el lugar de poder donde se construyó, siglos después, el monasterio de San Quirc de Colera, siguiendo la línea del Montsalvat de Verdera y teniendo como centro a San Pere de Rodas. Su extremo oriental está en la punta del cabo de Creus, y el occidental, siguiendo la línea del paralelo 42, en la zona que hoy es Peralada, más allá del roquero castillo de Quermançó, caja de resonancia del viento tramontano, donde (según cantó un bardo muy posterior a Orfeo, llamado Wagner), pudo ocultarse la Lanza de la Pasión, en una región en la que también se habla de un tesoro en dracmas griegos enterrado por los judíos de Vilajüiga en una tal "cabra de oro", que apareció en el lugar llamado "El Argunista", lo que quizás tiene algo que ver con el Vellocino de Oro y con los Argonautas, ya que el tiempo acaba deformando todos los topónimos originales.

Despidiéndose de los guardianes indiketas del poblado fortificado de Karmanzó, Orfeo emprendió camino tierra adentro, por los bajos de la cordillera de los Pirineos, siguiendo la dirección natural de la cadena de montes, recorriendo, en los días siguientes, los valles que hoy se llaman, en las lenguas locales en las que se corrompieron los grandes idiomas universales del pasado, Ceret y Vallespir y llegando hasta Prades, donde quedó impresionado por la potencia piramidal del Pico Canigó.

Los naturales del país, gentes muy simpáticas y acogedoras, estaban celebrando su principal fiesta anual, la que honraba sus orígenes, le dieron hospitalidad en una de las mejores casas y le convidaron a su banquete comunitario, Sus compañeros de mesa le explicaron que la leyenda decía que el pico de la montaña había sido levantado por el mismo Hércules durante su primer viaje a Occidente ,

Tras la mejor comida que el curtido viajero tomaba en mucho tiempo, rematada con deliciosos postres, el bardo nativo que presidía la ceremonia cantó, ante toda la asamblea, la historia de los amores de Hércules y Pyrene.



FIN DEL LIBRO 1

CONTINUARÁ ESTA NOVELA INICIÁTICA COLECTIVA EN EL

LIBRO 2, “INICIACIONES CAMINANTES”

 Contará como Orfeo vive intensas aventuras en la Cordillera de los Pirineos, y atraviesa a pié todo el norte del país, por el llamado Camino de las Estrellas, hasta llegar a su última etapa, el Fin del Mundo y la antesala del acceso al País de los Muertos del Hades.

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