38-
NOSTALGIAS DE EURÍDICE
Cuando
todos los remeros ya estaban descansando, Orfeo se deleitó en el espectáculo de
la salida de la luna llena, acompañada por la algarabía de ranas, sapos,
cigarras y aves limícolas de la marisma, entre los que destacaban los piídos
lastimeros de los ostreros y el po-po de las garzas, mezclados con el chap-chap
de las olas sobre la ensenada, más el hu-hú de algún búho real más cercano. Y
se quedó evocando otra luna como aquella, la de la última noche pasada con Eurídice
antes de su partida al encuentro con los Argonautas.
Bastante
antes del amanecer, Orfeo se había levantado del lecho que esa noche
secretamente compartían y salió al exterior de la cabaña próxima al bosque de
las Ninfas, alquilada con la mayor discreción a un pastor para su encuentro con
Eurídice, quien tuvo que deslizarse por una cuerda desde la ventana de su
cuarto en el Monasterio de las Dríades, para poder estar con él.
La
luna llena presidía el cielo majestuosamente, pareciendo marcarle el rumbo
hacia aquel país de magia, la caucasiana Cólquide, a donde en breve iría, en
busca de la aventura y por la aventura misma, sin que le importasen, en
realidad, ninguna de las razones que le había dado a su padre para incorporarse
a ella.
Él era un joven apasionado que precisaba salir
del poderoso influjo femenino de su madre, la Alta Musa de Apolo y que, por
otra parte, se aburría a morir en el mundo formal y oficial de la corte de su
padre. Lo que necesitaba era una empresa guerrera o pirata en la que forjar su
propio temple y para eso prefería la compañía de los agresivos e
individualistas jóvenes griegos a la de los mercantilistas troyanos o a la de
su propia gente tracia, que siempre lo trataría como trataban a la familia real
y jamás como a un igual.
Le
vino mucha gana de convertir en un himno épico toda la voluntariamente
contenida y sublimada excitación viril que sentía dentro, en la que todavía
vibraba, exaltado, el calor y el placer del cuerpo de su amante, pero no tenía
su lira a mano y se contentó con pulsarla imaginariamente.
Deseaba,
con toda intensidad, verse a sí mismo desplegando sus potencialidades en un
ambiente diferente a lo conocido, siendo uno más, sin otras jerarquías que las
que establecen el valor o la inteligencia de cada hombre dentro de un grupo;
deseaba conocerse a sí mismo en libertad, sin las corazas protectoras de su
rango y su linaje, sin el amor protector y al mismo tiempo posesivo de los
suyos en torno; sin el amor, siquiera, de Eurídice, la única mujer que realmente
le había impresionado en su vida después de su madre.
Al
cabo de un rato regresó a la cabaña. Cuando abrió la puerta, la luz de la luna
iluminó vagamente partes del cuarto y modeló el cuerpo desnudo de Eurídice
dormida, tal como si fuese una estatua de mármol. Estaba tan bella, su espalda
y sus caderas sobre las sábanas, sus largos cabellos derramándose alrededor,
ondulados y brillantes; se veían tan espléndidos los volúmenes de su cuerpo,
que Orfeo dejó la puerta abierta y la estuvo contemplando, primero de frente y
después por cada uno de ambos lados de la cama, a fin de gozar de varios
cambios de perpectiva visual.
Disfrutó
calladamente de la contemplación de sus estilizadas curvas, de los bien
torneados miembros, de sus femeninas concavidades y convexidades, de los
incitantes pliegues de su piel, entrecerradas puertas hacia su interior, que
hacían palpitar de nuevo su sexo con su mera visión y con sus sugerencias de
delicias y de fusión.
Se
inclinó hacia ella llenándose de su perfume, buscó en vano, como un ciego
animal instintivo, las zonas sombrías de la hembra en busca de acres aromas
lunares, de humedades invitadoras; la besó, la acarició, pero sólo obtuvo un
lejano sobresalto molesto de su durmiente amante.
Se
enfrió entonces un tanto y se separó de ella, porque le daba la impresión de
que Eurídice no estaba en aquel cuerpo yacente, que, aunque atractivo, dejaba
de ser deleitoso al tacto sin su atención despierta dentro. Volvió a tocarlo y
confirmó el alejamiento de su amada,
“Sí,
es una atención lo que somos” -pensó-, “sin la atención, sin la consciencia
atenta, estas formas no son sino una bella estatua vacía esperando a su
dueña... Eurídice... ¿dónde está ahora tu alma, que aquí no está?”.
Se
sentó a contemplar la aletargada estatua de carne cálida, pensando lo qué era
realmente Eurídice, lo qué era Eurídice para él y lo que seguía siendo cuando
no se encontraba en su cuerpo como en aquel momento, cuando aquella atrayente
arquitectura sensual se convertía en algo inerte, vacía de su presencia
consciente.
Cerró
los ojos y pensó en ella primero como Eurídice individuo, como aquel sabio,
espiritual, dulce, alegre, amoroso y buen individuo que era su amigo del alma,
una persona totalmente leal y afín a él, alguien en quien podía confiar a vida
o a muerte. Una persona sincera, alguien que seguiría siendo un amigo
valiosísimo aunque no existiese ni sexualidad compartida ni ningún otro tipo de
interés material entre ellos. Y dio gracias a la Vida por aquella perfecta
amistad.
Pensó
después en ella como mujer, abriendo de nuevo los ojos a la belleza de su
cuerpo; como Eurídice mujer, la hermosa mujer, tan mujer y tan señora, una
independiente Dríade de la Diosa, casi una Amazona inalcanzable, que le había
escogido a él, entre tantos machos completos, guerreros viriles, diestros
campeones, proveedores seguros de placer, de alimento, de bienes conquistados y
de seguridad.
A
él, que ni necesitaba afeitarse, a él cuyo vigor muscular poco se diferenciaba
del de ella, a él, de quien hacían chistes los guerreros a sus espaldas, en el
campamento, después de cada ejercicio. A él, ante quien su padre se desesperaba
pensando que “eso” era el heredero legítimo al que la corona de Tracia estaba
destinada, hasta que renunció a favor de su hermano... a él, cuya única
habilidad era dominar las vibraciones de la voz y de la lira con una
sensibilidad tan femenina, que tenía que modularla cuidadosamente para hacerla
sonar viril.
¿Qué
había visto Eurídice en él, aparte de eso? ¿Se había sentido tan atraída por su
rango de príncipe heredero que había considerado poco importante todo lo demás?
...No
podía creer aquello, estaba acostumbrado, desde adolescente, a percibir con
claridad cuando las muchachas se dejaban atraer por la ilusión o por el
calculado interés por la corona y no por su persona, y Eurídice veía la
persona, además de la corona; sin duda la veía y la apreciaba; y la prueba era
que no se había enfriado lo más mínimo su amor y su entrega después de haberle
comunicado su irrevocable renuncia al trono.
Deseaba
estar ya lejos de todos aquellos condicionantes natales, hacerse hombre ante la
dificultad, realizar hazañas, lograr que su amada pudiese sentirse orgullosa de
él a partir de cero por su valor, por su resistencia, por su sagacidad, por su
arte, por la singularidad especial de ser quien era, y no por ser hijo de su
padre... o de su madre, ya que rechazaba aquel ciego y desmedido orgullo que
Kalíope sentía por él, lo justificase o no algún mérito personal, tan sólo
porque lo consideraba egolátricamente parte de sí misma, como hacían todas las
madres con sus hijos.
Aquella
misma noche Eurídice le había dicho que estaba dispuesta a abandonar
oficialmente la Fraternidad de las Dríades si dejaba en su vientre la semilla
de un niño antes de partir; casándose antes con él al modo griego, ya que así
no habría el menor peligro de que su madre y sus compañeras pudiesen sacrificar
a la Diosa, como la Ley Matriarcal exigía, el posible hijo varón de una futura
Sacerdotisa-Ninfa.
Pero
él no quiso aceptar. Y lo explicó así:
-Mi
amor, un hijo nuestro no es sólo un producto y obra de tu capacidad natural de
creación y gestación y una síntesis tuya, por mucho que las sacerdotisas de la
Diosa y siglos de matriarcado lo aseguren. Yo sé que es también producto y obra
de la mía y una síntesis de todo lo que yo soy en el momento de concebirlo (y
de todo lo que hubo antes de mí y me formó), como cualquiera de mis
composiciones musicales, o de las que compongo conjuntamente con otros músicos.
-Del
mismo modo –siguió- que yo sólo canto en público una composición cuando estoy
completamente seguro de que ese hijo artístico mío está bien concebido y
gestado porque no le falta nada de lo que puede darle gracia, potencia y
equilibrio, así quiero también que sean los hijos vivos que coloco en el mundo,
para que encuentren en su propio fluir natural su felicidad y sean capaces de
expandirla.
No
puedo poner hijos en el mundo en este momento, Eurídice, porque todavía no he
desarrollado en mí las potencias que quiero transmitirles. Trataré de
desarrollarlas en esta expedición guerrera a la Cólquide. Volveré a tí con
ellas desarrolladas, y entonces te juro que nos casaremos y tendremos hijos, si
tú aún estás libre y lo deseas... o no volveré nunca.-
-¿En
qué potencias estás pensando?- preguntó Eurídice, muy preocupada por aquel
exceso de rigor.
-La
primera –contestó él-, ahora que he renunciado a la corona de mi padre, es la
de lograr hacerme rey de mí mismo, libre, independiente y autosuficiente, no
por causa del nombre o de los bienes de mi linaje... Esa soberanía natural y
esa libertad para adaptarme y arreglármelas en cualquier lugar del mundo y bajo
cualquier circunstancia, quiero que sea algo que mis hijos lleven en su sangre,
además de la que viene de tu propia soberanía, Eurídice. Y la pretendo
conseguir siendo un extranjero sin títulos oficiales que forma parte, como uno
más, de un grupo bien competente de campeones griegos.
La
segunda, es que deseo conocer en la práctica dónde están mis límites como
hombre de acción, cuan fuerte es el poder de mi voluntad, cómo de real es mi
autodominio, mi prudencia y mi valor, es decir, mi virilidad. Sé que es mayor
de lo que muestra mi apariencia, pero necesito afrontar retos para medirme con
un realismo que yo mismo pueda comprobar.
Y
como lo que mejor puedo desear, para el resto de mi vida, sería entregarme al
cultivo y al desarrollo armónico de mis hijos junto a tí, tanto los de la carne
como los de la música, necesito vivir mi aventura, ahora que soy joven y libre,
a fin de que inspire mi vida y mi obra, y fortalezca también mi autoestima,
para poder tener -además de mitos e historias de otros-, vivencias
verdaderamente propias que cantar y una buena opinión de mí mismo sobre mí
mismo, la única que me interesa, antes de que llegue el tiempo en el que las
responsabilidades me inhiban de toda posibilidad de aventura.
…Además,
compañera del alma, espero que esta ausencia mía sea la última prueba de la
realidad indudable y de la solidez de nuestro amor. Si sobrevive a ella, se
convertirá en un amor tan fuerte que será eterno, que irá más allá de la vida y
de la muerte.
Ese
es el único tipo de amor que me interesa, es el que deseo ser capaz de generar
para ti, Eurídice... y es el que quiero para quienes vayan a ser los padres de
nuestros hijos, unos hijos que serán los primeros de una nueva era en la que no
habrá otras diferencias entre la mujer y el hombre, o entre Dionisio y Apolo,
que esas diferencias que le dan su alegría, su placer y su gracia a la variedad
asombrosa de la existencia.
Nada
más dijo Orfeo, calló y se quedó mirándola, y en sus ojos se veía cuan
claramente había estado meditando lo que había dicho, antes de decirlo.
-Yo
adiviné que todas esas potencias existían en ti, mi poeta, desde el día en que
te conocí... creo en ellas y no necesito comprobarlas –le respondió Eurídice
amorosamente-. Además creo en tu gran nobleza interior, que es mucho más
patente y brillante aún que la externa de tu linaje.
Todo
eso, junto a tu maravillosa creatividad musical y a la belleza de tu
expresividad, me decidieron, sin la menor duda, a ceder a mi primer impulso
intuitivo y a escogerte para eventual padre de mis hijos.
Ahora
que te conozco, quiero más que tu semilla, quiero pasar la vida a tu lado,
quiero que lo compartamos todo juntos... Hasta quisiera que cuando se acabe
esta vida, pasásemos juntos a la siguiente.-
Se
abrazaron. Tras un rato de fusión en la emoción, puro instante presente, pleno,
placentero y doloroso, sentido hasta el último de sus átomos, remató Eurídice,
mirándole a los ojos:
-…Pero
si crees que necesitas desarrollar más esas potencias hasta comprobarlas, y
plantearte retos y vivir tu aventura, vete como guerrero, acéptalos y vívela,
amor mío, que yo comprendo lo que te pides a tí mismo y seré la animadora de
tus sueños y quien más celebre cada uno de tus logros o de tus intentos, cuando
sepa de ellos. Y te esperaré siempre, mi amigo, mi cómplice. Lo celebraré
contigo cuando vuelvas, coronando tus triunfos o aliviando tus heridas y
fracasos con mis besos, que de todo habrá en este mundo para nosotros...
Él
la abrazó de nuevo y descansó la cabeza entre sus senos, queriendo tocar con su
frente el corazón que moraba en aquel valle de ternura. Ella lo acogió como se
acoge a un niño y lo acarició dulcemente.
-Ve
guerrero mío, guerrero-artista, poeta querido, realízate, construye tu propia
leyenda para que podamos contársela a nuestros hijos y eso les anime a hacerse
grandes en todo, a fin de que quieran también construir la suya y evolucionar
en ella.
Todo
eso recordaba Orfeo que había ocurrido en el cuarto de aquella humilde cabaña
de pastor, justo antes de que se entregasen a la unión apasionada de su
despedida, que había terminado con un salto de Eurídice a un placentero estado
de fusión en el vacío, una especie de dulce pequeña muerte, de la que todavía
no había regresado a su cuerpo, aquel cuerpo hermoso y bienamado que yacía
sobre el lecho bajo la luz de la luna.
-“¿Dónde
estás si ahí no estás, Eurídice?” –había preguntado por última vez Orfeo. Y
desde su propio corazón le llegó clara la respuesta:
-“Estoy
en tí, Orfeo mío, siempre estaré en tí mientras en mí pienses, porque yo soy tu
femenino interno, tu Alma, tu sentir de la Diosa, de la Mónada Espiritual que
te guía, quien se proyectó a ese cuerpo que ahí ves durante un tiempo de tu
vida, para mejor corresponder a tu amor”.
39-
LLEGADA A IBERIA
Una
mañana nublada y ventosa, los vigías de la nave avistaron, por fin, en el
horizonte occidental, al final del Golfo de León, la cordillera de los
Pirineos, que en aquel tiempo estaban cubiertos por una frondosísima selva
templada y salvaje que se derramaba sobre el mar.
El
comandante Arron llamó a Orfeo y le dijo que el último cabo antes de los montes
se llamaba cabo Cerbero, como el perro guardián de los Infiernos, “porque al
otro lado comienza la Iberia, el País de los Muertos, donde está el Reino
cavernoso de Hades”. Ante aquella agreste belleza, el corazón del bardo se
aceleró, sintiéndose cada vez más cerca de Eurídice y de su rescate.
Pero
el viento tramontano empezó a arreciar desde el norte inesperadamente, picando
el mar y formándose una violenta tempestad que los fue llevando, en andanadas
cada vez más violentas, contra las altas y picudas rocas de la costa, que no
mostraba refugio alguno.
Arron
ordenó retirar la vela y que todos remaran con todas sus fuerzas en dirección
contraria al litoral. El bramido imponente del vendaval hacía restallar las
cuerdas de la nave e insuflaba pavor en los corazones. Para animarse a sí mismo
y a los tripulantes, Orfeo se arrancó a cantar.
Y
se cuenta que, a pesar de la siniestra ventolera, la vibración de su canto era
tan expresiva, tan intensa y tan bella, que, sin él saberlo, también comenzaron
a prestarle atención los más antiguos habitantes de la región litoral, los
gigantes intraterrenos, titánicos hijos de la Tierra, de quienes se decía que
habían alzado antiguamente los vetustos dólmenes de la cordillera mas que, tras
ser derrotados por los dioses que ahora imperaban sobre la nueva era, se
sutilizaron, mudaron de dimensión y son los invisibles genios de las montañas.
Aunque
se asegura que viven en un mundo paralelo al nuestro, inmersos completamente en
el interior estructural de la naturaleza como parte de su vitalidad, los
antiguos gigantes tectónicos, al igual que toda la jerarqúia dévica, no dejan
de ser muy sensibles a las refinadas vibraciones emitidas por el verbo de
aquellos humanos que están bien evolucionados, pues el sonido es una onda
primigenia e interdimensional que penetra e inflluye en todos los planos y
niveles.
Así
que, cautivados por el canto del bardo, se fueron inclinando e inclinando cada
vez más en dirección a él para escucharle, además de desearle a aquella
maravillosa voz que sobreviviera al duro trance en el que se encontraba.
Pero
no sirvieron de nada ni la habilidad del comandante tirseno ni los desesperados
esfuerzos de los remeros: la nave, arrastrada por el vendaval y por las olas,
acabó por chocar contra un islote del Golfo de Rosas que hoy se conoce como El
Gato, abriéndose una gran brecha a su costado.
Todo
el mundo entró en pánico y nadie se preocupaba sino de su propia salvación.
Orfeo se había colocado en la frente la cinta púrpura de los Kabiros de
Samotracia e invocaba con su canto la protección de los poderes ígneos de la
tierra y del mar, salvadores de náufragos.
-¡Grandes
y antiguos Dioses auxiliadnos, salvadnos de la muerte, y yo dedicaré el resto
de mi vida a serviros con todos mis talentos y potencias!
Mas
el barco estaba comenzando a hundirse irremisiblemente y seguía chocando y
chocando, lanzando a hombres y remos de un lado a otro.
-¡Diosa
de la Misericordia, Madre Nuestra, apiádate de nosotros, sálvanos, sálvanos!
Agarrado
al mástil, aguantando como podía los continuos zarandeos y los embates de las
olas que invadían la cubierta, sintiendo que iba a juntarse con Eurídice en la
dimensión de la muerte, el bardo no paraba de cantar y su tono se iba haciendo
más y más impresionante.
-¡Misericordia,
Señora! ¡Sálvanos para que podamos terminar lo que vinimos a hacer a esta vida!
-¡Sálvanos,
Madre, para que yo te sirva siempre con todo mi ser!
Los
genios intraterrenos y los devas constructores de formas naturales,
profundamente conmovidos, impulsados además por el poder de los Kabiros, no
pudieron evitar un estremecimiento vibratorio, que produjo un derrumbe general
de toda la estructura geológica que su energía mental sostenía, en dirección al
cantor. Los extremos de la cordillera se derramaron sobre el mar en un tremendo
cataclismo, formando de golpe el pétreo cabo de Creus, de barrancos y puntas
erizado.
Cuando
Orfeo, Arron y su tripulación ya estaban braceando angustiosamente en el agua,
en medio de unas olas agitadísimas que los podían despedazar en cualquier
momento contra el islote, millones de elementales minerales de los Pirineos se
extendieron juntos bajo ellos creando una red de energía-forma entre ellos, la
que devas y genios les sugerían con sus verbos creadores, una red de geometrías
moleculares que parecía la garra extendida de un enorme dragón, formando en
instantes una sólida plataforma de roca que los recogió y los elevó muchas decenas
de metros sobre el mar.
Una
vez sintiéndose a salvo y en pie sobre la tierra, el vate volvió a entonar su
más alegre canto, esta vez mejorado por el júbilo de la supervivencia, en
agradecimiento a la Diosa y a los Señores del Subsuelo. Bajo su magistral
dominio de las vibraciones, los ciclos sonoros de su música hicieron que la
danza de los elementales a su compás conformase toda una estructura de
espirales en un laberinto con planta en ocho, que cohexionó y dio forma
tridimensional al colosal cabo recién creado, elevándose sus curvas de nivel al
mismo ritmo que las intensidades de la sinfonía.
Además,
la tempestad se fue calmando rápidamente y el sol brilló de nuevo. En adelante,
ese alargado y alto saliente sería llamado Cabo de Orfeo, o Cap Norfeu.
El
comandante Arron estaba gratamente sorprendido de que, en un desastre tal, no
hubiese que lamentar la pérdida de ni uno sólo de sus hombres, ni heridas
graves, salvo contusiones, y que se preservara la mayor parte de la mercancía,
ya que, aunque el “Tursha” estuviese bastante destrozado, no se había hundido,
sino que había quedado retenido en un pliegue de la montaña en la mitad del
cabo. Casi todo lo que había salido de él flotando, se encontraba esparcido por
su plano lomo, lo mismo que ellos.
En
cuanto su tripulación reunió lo más necesario, prepararon un ara para hacer
devotamente pingües sacrificios a la Diosa, sin olvidar a ninguno de los dioses
protectores de cada uno, para agradecer el milagro que acababa de salvarles.
Estaba
claro que una nueva fase de la relación de Orfeo con lo Divino había comenzado,
más íntima, más confiante, más entregadamente agradecida, ante tales evidencias
de aquella extraordinaria intervención a su favor. No paraba de recordar la
oferta de sí que había hecho en el momento crítico.
Los
marinos tirsenos y focenses interpretaron su salvación milagrosa como señal
divina de que habían llegado al lugar de asentamiento que buscaban y decidieron
quedarse a levantar un almacén fortificado y un mercado donde intercambiar con
los naturales los bienes que consiguieron recuperar del naufragio y aquellos
que pudieran traer en adelante, en cuanto se lograse construir un nuevo barco.
Escogieron
para aquel fin la primera playa amplia que encontraron al sur del cabo recién
formado, cercana a montes donde había abundante madera, que es el arranque de
un amplísimo golfo semicircular al que se asoma una fértil y bien regada
llanura.
Los
naturales ibéricos que vivían en ella, los Indiketas, una mezcla de pelasgos
ligures de la Quinta Raza con acadianos de la Cuarta, acogieron a los náufragos
con compasiva generosidad (al principio parecía que se negaban a todo cuanto se
les solicitaba, pero luego resultó que su gesto para decir “sí” era el mismo
que los griegos usaban para decir “no”, mover rápidamente la cabeza arriba y
abajo).
Aunque
bastante rústicos, la proximidad al mar los había hecho abiertos y cordiales,
ya que hacía mucho tiempo que estaban acostumbrados al intercambio con
navegantes extranjeros. Muchos de ellos entendían la lengua franca
pelasgo-ligur que los marinos usaban normalmente en sus intercambios, una
lengua inflexiva con muchísimos términos cretenses, fenicios, sardos y
etruscos, seguramente acadiana en su origen, que Orfeo entendía cada vez mejor
cuanto más la oía, como si la estuviese recuperando de su memoria de otras
vidas.
Estaba
claro que los nativos se asombraron muchísimo del espantoso derrumbe que había
salvado a los náufragos, prolongando, al mismo tiempo, su territorio sin
causarles el menor daño; así que también lo consideraron un buen augurio y no
les pareció mal la idea de que aquellos protegidos de los dioses establecieran
en su costa un mercado franco permanente.
Orfeo
pasó algunas semanas ayudando a obtener el consentimiento oficial del Consejo
de los nativos al asentamiento griego, así como la cesión de terrenos y la
colaboración personal de futuros socios del emporio, para lo que usó del
encanto de sus músicas, que eran un lenguaje de entendimiento universal. Pero
después decidió continuar su camino hacia el Fin del Mundo.
Antes
de dejar a sus compañeros, quiso trasplantar un rosal silvestre local para
ornar la base de piedra sobre la que se asentaba el mascarón de proa del navío
“Tursha” naufragado, que representaba a Pegaso, el mítico caballo alado,
personificación de la gloria ascendente en la que se transmuta el vencimiento
de las mayores dificultades, caballo que nació de la sangre de la terrible
Gorgona Medusa cuando el héroe Perseo le cortó la cabeza. Los griegos lo habían
colocado como tótem y recuerdo de su cultura patria en el centro del terreno
que los íberos les concedieron.
Cuentan
los focenses y tirsenos de Occidente a quienes les quieren oír, que el vate
tracio tocó tan dulcemente su flauta en agradecimiento a la Diosa de la Vida y
de la Misericordia, que los elementales del joven rosal, fascinados por su
maestría y conducidos por la Madre del Mundo, Reina de los Devas, lo hicieron
desarrollarse plenamente en pocos minutos, como una respuesta de Su Gracia
Plena a la ofrenda. Hasta brotaron de él tres espléndidas rosas rojas. Así
justificaban aquellos jonios el nombre y emblema de su nuevo emporio en Iberia.
-Entonces,
Arron -dijo después Orfeo- ¿Te quedarás aquí?
-Ni
hablar, compañero, yo soy hombre de mar, fijarme en tierra firme como un buque
varado me envejecería diez años en sólo dos... Construiremos un nuevo barco y
volveré a Tirsenes con los que lo deseen y luego seguiré navegando de aquí para
allá. Este asentamiento, para mí, no es sino un puerto más de mi ruta y de mi
obra, ya que haré todo lo posible para que crezca, igual que hice en Italia o
en Tartessós...
-Pues
que los dioses te acompañen, que seas feliz en tus navegaciones y que te
recuerden siempre las ciudades que ayudaste a crear –y el bardo le dio un gran
abrazo.
-¡Que
encuentres lo que intentas encontrar... o la satisfacción de haberlo intentado,
amigo Orfeo! ¡Y mientras tanto, no te olvides de que la vida es el camino y no
la meta! –respondió el comandante con afecto.
Laberintos
de esta novela, a la izquierda el de Cap Norfeu, Cabo de Creus, Cataluña,
España. A la derecha, el de Monte Pión, Cabo de la Nave, Finisterre, Galicia,
España.
Luego
de despedirse de todos, Orfeo comenzó a caminar hacia el norte, explorando la
hermosura primigenia y telúrica del nuevo cabo que el derrumbe había creado,
hasta llegar al punto más oriental de Iberia en aquella zona, que era un largo
y alto promontorio bordeado de acantilados rocosos. Sobre su proa y cara al mar
azul que le mantenía a una enorme distancia de su tierra natal, el bardo
construyó una cruz con un par de troncos en homenaje a Hermes, señor de las
encrucijadas, patrón de los caminantes y sabio guía de las almas que viajan al
Ultramundo, elevándola sobre un montículo cónico de piedras, como se acostumbraba,
y luego le pidió con intensidad al dios que le guiase en el largo viaje a pie
hacia el Fin del Mundo que iba a emprender.
Justo
después de la petición, una bandada de cientos de ánsares salvajes de pico
rosado, pecho blanco y alas apardadas que se encontraban descansando en las
marismas que bordean el golfo, en mitad de su emigración otoñal desde el Norte
de Europa hasta la cálida África, cambiaron de pronto su itinerario instintivo
de siempre, pasaron rápidos y ruidosos, dando continuos aletazos, muchos metros
por encima de la cabeza de Orfeo, describieron una gran curva y avanzaron por
el espacio de Este a Oeste, señalándole el camino.
Casi
simultáneamente, otra bandada de grullas coloridas con penacho en la cabeza se
alzó y se fue detrás de los ánsares. El bardo agradeció la clarísima señal de
su apoyo dada por el Dios de los Caminos y emprendió la marcha en aquella
dirección tan bien indicada. Desde entonces, la oca o ánsar es uno de los
animales totémicos de los caminantes del Fin del Mundo, que darían su nombre a
muchos de los puntos del Sendero Sagrado donde la ayuda del Gran Guía se fue
haciendo más patente.
En
adelante, aquel lugar sería venerado por otros peregrinos, se levantarían en él
nuevas cruces propiciatorias y se acabaría llamando Cabo de Cruces o Cap de
Creus, espacio mágico que acogió e inspiró siempre a los más grandes artistas y
músicos, los cuales dieron prestigio cultural en todo el mundo a Cadaqués, la
hermosa villa costera que hoy existe próxima al cabo.
Orfeo
incorporó a su Canción Occidental todas estas imágenes y sensaciones, tocando
junto a una hermosa cascada (hoy apenas un hilillo de agua), que refrescaba el
corazón de la antigua floresta de Selva del Mar, donde el bardo se había bañado
y purificado por respeto, antes de subir a la montaña sagrada de los Indiketas.
Luego la cantó una vez más en honor de sus
salvadores, los Kabiros de oculto nombre. Lo hizo desde su cima, que dominaba
la panorámica del Cabo. Era el último punto, muy boscoso y poblado de
construcciones megalíticas antiquísimas, desde donde podría divisar el mar
Mediterráneo antes de adentrarse en el amplio interior de Iberia, así que se
despidió del Gran Verde como quien se despide de una madre.
Al
bajar de la cumbre entró en el mayor de aquellos dólmenes, que tenía forma de
galería. Tras meditar un rato en su interior, pulsó su lira para probar sus
condiciones acústicas. Las halló muy buenas, tanto como las de una caverna. Se
preguntó por qué y se dio cuenta de que la inmensa piedra plana que hacía de
techo se encontraba apenas suspendida de las puntas de las losas laterales que
hacían de soporte. En varios lugares, incluso, se había introducido una
diminuta piedra redonda entre soporte y mesa para reducir al mínimo la
superficie de apoyo.
Percibió
que en toda la construcción se había procurado conseguir el máximo de tensión y
el mínimo de apoyo para evitar la dispersión de energía y su vaciamiento hacia
tierra, por lo que la losa superior era un enorme acumulador de tensas
vibraciones y constituía un excelente contenedor de resonancias, algo así como
un instrumento musical de piedra.
Pasó
un buen rato haciendo mil conjeturas sobre los tipos de energía que los
antiguos titanes debieron utilizar allí para intensificarla, elevarla a octavas
superiores y tal vez hasta acumularla y almacenarla; de tal modo que, en cada
ocasión que se sirvieran del dolmen, ya hubiera una energía creada y conectada
con el subconsciente colectivo sobre la que continuar trabajando, una egrégora,
en lugar de tener que crearla al principio de cada sesión. Supuso que, cada vez
que se usaba, la energía-pensamiento o la energía-sentimiento acumulada,
inspiraba a los participantes, quienes, al mismo tiempo, recargaban y
aumentaban la información del acumulador.
Apostó
que deberían tratarse de sinergías colectivas, a base de cantos repetitivos y
músicas rituales como las de Quirón, las cuales seguramente se emplearían para
curar o para hacer decretos mágicos, crear mantos protectores, invocar aliados
astrales, meditar sobre decisiones importantes, exorcizar negatividad y hasta
enterrar bajo ella a las personas más sabias, a los héroes de la comunidad o a
los objetos totémicos que representasen sus poderes y virtudes, de manera que
esa vibración permaneciese entre ellos.
Dedujo
que otros recintos sagrados, más amplios y al aire libre, tales como un gran
círculo de enormes piedras enhiestas que había visto en medio de un bosque al
subir, servirían para reunirse en ceremonias mayores y danzas colectivas.
Seguramente
los bardos como él se ocuparían, en aquellos tiempos lejanos, de aplicar la
tabla de armonía a aquel enorme instrumento musical de roca, a fin de
mantenerlo en la afinación deseada. También contarían allí dentro las historias
y tradiciones de la tribu, para iniciar de una manera solemne a los jóvenes en
los valores que darían continuidad a la comunidad, durante el período de paso
de la infancia a la juventud, tal como hacían los hombres-centauros del monte
Pelión.
En
tal lugar, imponente y sagrado, los muchachos se pondrían en un estado de
receptividad más concentrado de lo habitual, tal vez ayudado por la ingestión
de sustancias visionarias... Lamentó Orfeo que aquel conocimiento de la Cuarta
Raza se hubiese perdido con el cambio de era.
Antes
de salir, se afinó todo lo que pudo con la energía del ambiente y pidió a los
espíritus guardianes del país de los íberos y a sus egrégoras que le inspiraran
y le guiaran en la búsqueda y realización de su objetivo. Luego cantó y tocó
sus más sagrados y universales himnos, como ofrenda hacia la misteriosa esencia
divina del Único que reside como Múltiple en todas las entidades conscientes de
todas las dimensiones y variados grados de consciencia, fuera cual fuera la
forma particular en la que se les rindiese culto en aquella tierra.
-Dios
Único, Padre-Madre Creador de la Vida, Divina Energía Femenina de la Compasión,
la Gracia y la Misericordia, Alta Jerarquía de Espíritus Puros, Maestros y
Guías de la Humanidad, renuevo mi oferta de todo mi ser a vosotros. Agradezco
con todo mi corazón esta continuación de mi existencia sobre la tierra que me
brindasteis, la dedicaré a alabaros, cantaros y honraros. Guiadme, por favor,
al encuentro de mi alma amada y perdida.
-Dioses
y Diosas Regentes de este País del Fin del Mundo, Altos Espíritus, Maestros y
Devas- dijo, abriendo sus manos ante el paisaje-, yo, Orfeo de Tracia, un
humilde bardo al servicio de la exhaltación de la Suprema Divinidad, de Su
Armonía y de Su Amor, os saludo con todo respeto y os pido licencia para
recorrer vuestro Reino, vuestra protección y vuestra generosa guía para llegar
hasta el Océano Occidental. Que yo intuya siempre la Inspiración y la Voluntad
Divinas y que mi pequeña inspiración y voluntad sean dignas de Ellas, Las
expresen, Las cumplan, Las honren, y honren con eso a todos vosotros.
Cuando
bajó del monte, el día declinaba. En el llano, como una última estribación
desgajada de la sierra de los dólmenes, se alzaba en solitario un alto peñón,
sobre el que los nativos indiketas habían construido un poblado fortificado.
Se
acercó despacio a sus muros haciendo el gesto de los suplicantes, pidió
hospitalidad en pelasgo-ligur y, tras identificarse, se la concedieron en los
propios alojamientos de la guardia, una especie de cueva tapiada entre paredes
de rocas ciclópeas.
El
lugar se llamaba algo así como Karmanzó. Orfeo estuvo tocando algunas canciones
para los guerreros indiketas en lo alto de la muralla, mientras el sol se
despedía por occidente. Sus anfitriones, muy complacidos, se mostraron muy
amables y le invitaron a compartir un asado de cabra que estaban dorando sobre
las brasas y un aromático vino de frutas. Se fue a acostar pronto porque les
echó de allí un fuerte viento que venía de detrás de la sierra, el mismo que
había estrellado el barco de Arron.
Durante
toda la noche, aquel viento obsesionante no dejó de azotar los techos de su
alojamiento ni un momento, como si los fuera a arrancar. El viento se coló en
los sueños del bardo y se convirtió en un caótico concierto de graves trompetas
que le llevaron a revivir los momentos terribles del naufragio, mientras
tocaba, aferrado al mástil, con la cinta púrpura de los Kabiros en su frente.
Las
trompetas se convertían en serpientes gigantes que bajaban de las montañas al
mar, que rodeaban a su nave y a todos los tripulantes y se los llevaban sobre
sus lomos, volando tierra adentro. Las serpientes, danzando la música del
viento, se seguían unas a otras trazando un laberinto de espirales concatenadas
en el aire sobre toda la región del cabo de su salvación y de la sierra de los
dólmenes.
Finalmente,
confluían encima de la fortaleza roquera de Karmanzó, penetraban bajo la
techumbre levantada por el viento y eran atraídas por la boca de un titán de
largos bigotes curvos, en pie con los brazos abiertos en el centro de la estancia,
que se las tragaba a todas. Orfeo saltó por el aire en el último momento,
quedando agarrado de una viga del techo, mientras veía como su serpiente era
engullida también.
El
rostro bigotudo del titán experimentó una enorme transformación, como si los
reptiles siguiesen agitándose en su interior. Sus ojos giraron y se abrieron
como platos, alucinados, y su cabeza reventó de repente en mil pedazos,
saliendo de ella la diosa Atenea, hermosa y altiva, envuelta en una capa corta
de piel de carnero y armada de una larga lanza. Atenea se volvió hacia
Occidente: “Cada quien se merece lo que sueña, esa es la Ley” -dijo. Y a un
gesto de su mano toda la pared se derrumbó.
Entonces
levantó la lanza sobre su hombro, se concentró en posición y la arrojó con gran
fuerza hacia el horizonte. Después se desprendió de su chal de piel y lo arrojó
también, pero hacia arriba, en dirección a Orfeo.
En
el aire, la piel se convirtió en el Vellocino de Oro y éste, de inmediato, en
un gran carnero vivo de lana dorada que recogió a Orfeo sobre su lomo y salió
volando hacia el exterior, pasando por el hueco de la pared derrumbada ante los
ojos verdes penetrantes de la diosa.
A
increíble velocidad, el carnero atravesó como en un gran salto la noche,
adelantándose al tiempo, rebasando a la lanza de Atenea, que aún corría
cortando el aire, rebasando a las bandadas de ánsares y grullas coloridas de
Hermes y llegando al otro extremo de Iberia cuando apenas estaba el sol a punto
de tocar el horizonte encendido en llamas del Océano del Fin del Mundo.
Entonces,
se formó un gran remolino en la superficie del mar, que se convirtió en una
gran copa ascendente y se alzó para recibir y engullir al Señor de la Luz en su
seno. Un instante después, también el Carnero de Oro, con Orfeo en su grupa, se
precipitaron adentro.
Cuando
el tracio despertó, en un rincón del cuerpo de guardia del poblado de Karmanzó,
el viento había dejado de sonar, permanecían intactos el techo y la pared, y la
luz del alba se filtraba a través de un ventanuco, anunciando el día en que
comenzaría su largo camino a pie a través de Iberia.
Con
el tiempo, nuevos colonos focenses de Rosas, que, llegando en sucesivas ondas
desde la creciente Massilia, acabarían sustituyendo por completo a los
tirsenos, dedicaron un templo a Afrodita de piel rosada, diosa de la belleza y
el amor sobre la montaña en la que había cantado Orfeo... Aunque siglos más
tarde los cristianos lo derribarían y sus ruinas acabaron sirviendo de refugio
a algunos ermitaños. También levantaron otro eremitorio en el pico del monte,
el de San Salvador de Verdera o Montsalvat, que hoy es un castillo en ruinas,
dominando un paisaje al que muchas guerras e incendios seguidos y una
explotación antiecológica, brutal y sin amor, despoblaron casi totalmente de su
primitivo verdor exuberante y sagrado.
Claro
que todo es recuperable, si no se pierde la consciencia de que el mayor tesoro
y la mayor calidad de vida que existe es la que se puede desarrollar en el
marco de la naturaleza pura y preservada, mimada por el arte y por el saber
vivir cultivando la armonía.
La
canción de Orfeo, sin embargo, persistió en el alma del lugar, formando, como
continuación del laberinto de Cap Norfeu, un segundo laberinto sonoro en forma
de ocho, con su centro situado en lo que los íberos indiketas de la zona
llamaban "la Sierra Sagrada de los Antepasados". Sobre la galería
dolménica donde había meditado el bardo se construiría más tarde, en la alta
Edad Media, la cripta del impresionante Monasterio de Rodas, donde se guardaron
reliquias de gran fama, tal vez el Santo Grial entre ellas, que harían
desviarse hacia allí a muchos peregrinos de Santiago.
Este
Segundo Laberinto sonoro sigue la dirección de la sierra y uno de sus ejes
principales une el Cap Norfeu con el lugar de poder donde se construyó, siglos
después, el monasterio de San Quirc de Colera, siguiendo la línea del
Montsalvat de Verdera y teniendo como centro a San Pere de Rodas. Su extremo
oriental está en la punta del cabo de Creus, y el occidental, siguiendo la
línea del paralelo 42, en la zona que hoy es Peralada, más allá del roquero
castillo de Quermançó, caja de resonancia del viento tramontano, donde (según
cantó un bardo muy posterior a Orfeo, llamado Wagner), pudo ocultarse la Lanza
de la Pasión, en una región en la que también se habla de un tesoro en dracmas
griegos enterrado por los judíos de Vilajüiga en una tal "cabra de
oro", que apareció en el lugar llamado "El Argunista", lo que
quizás tiene algo que ver con el Vellocino de Oro y con los Argonautas, ya que
el tiempo acaba deformando todos los topónimos originales.
Despidiéndose
de los guardianes indiketas del poblado fortificado de Karmanzó, Orfeo
emprendió camino tierra adentro, por los bajos de la cordillera de los
Pirineos, siguiendo la dirección natural de la cadena de montes, recorriendo,
en los días siguientes, los valles que hoy se llaman, en las lenguas locales en
las que se corrompieron los grandes idiomas universales del pasado, Ceret y
Vallespir y llegando hasta Prades, donde quedó impresionado por la potencia
piramidal del Pico Canigó.
Los
naturales del país, gentes muy simpáticas y acogedoras, estaban celebrando su
principal fiesta anual, la que honraba sus orígenes, le dieron hospitalidad en
una de las mejores casas y le convidaron a su banquete comunitario, Sus
compañeros de mesa le explicaron que la leyenda decía que el pico de la montaña
había sido levantado por el mismo Hércules durante su primer viaje a Occidente
,
Tras
la mejor comida que el curtido viajero tomaba en mucho tiempo, rematada con
deliciosos postres, el bardo nativo que presidía la ceremonia cantó, ante toda
la asamblea, la historia de los amores de Hércules y Pyrene.
FIN
DEL LIBRO 1
CONTINUARÁ
ESTA NOVELA INICIÁTICA COLECTIVA EN EL
LIBRO
2, “INICIACIONES CAMINANTES”
Contará como Orfeo vive intensas aventuras en
la Cordillera de los Pirineos, y atraviesa a pié todo el norte del país, por el
llamado Camino de las Estrellas, hasta llegar a su última etapa, el Fin del
Mundo y la antesala del acceso al País de los Muertos del Hades.
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