PARTE
TERCERA:
EXPERIENCIAS
PIRENAICAS
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40-
EL LINAJE DE PYRENE
Así,
Orfeo pudo escuchar del vate pirenaico que animaba la fiesta, quien se llamaba
Jacin, en simples pero muy sabrosos versos de romance popular, el relato de uno
de los famosos trabajos de su antiguo camarada argonauta en Iberia.
Euristeo
de Tirinto era el mezquino tirano bajo cuya obediencia habían puesto los Dioses
a Hércules como condición purificatoria de sus culpas. Un día su heraldo vino
con una orden del rey para que el coloso marchase al remoto Occidente, con la
misión de arrebatarle al gigante Gerión su rebaño de vacas y bueyes rojos.
Euristeo de Tirinto odiaba a Hércules. Al
principio florecía de orgullo de poder mandar en él por orden directa de Zeus,
a través del Sumo Sacerdote olímpico. El día que el héroe vino a inclinarse
ante su trono y a ponerse humilde e incondicionalmente a sus órdenes, se sintió
el más importante y poderoso monarca del mundo.
Pero
aquel siervo no podía ser humilde, por muy sinceramente que se lo propusiese.
El maldito no dejaba de triunfar con la mayor brillantez, hazaña tras hazaña,
por muy duras que fuesen las condiciones de sus trabajos, y el pueblo lo
idolatraba.
Cuando
aparecían juntos en público, no había vítores más que para él, y eso hacía
sentirse disminuido al rey de la muy potente y agresiva ciudad-estado aquea,
hijo del famoso héroe Perseo. Cada vez que pensaba en Hércules se sentía más
mediocre aún de lo que en realidad era.
Su
siervo le eclipsaba. Por lo cual le ordenaba misiones cada vez más difíciles,
con la esperanza de que por fin fuese derrotado y humillado o, si fuese
posible, eliminado.
Sus
informantes le habían dicho del tal gigante Gerión del remoto Occidente (hijo
de Crisaor y Calírroe, cuyo padre era Océano, titán procedente de Venus, según
el mito) que era fuerte y brutal como un tifón, que tenía tres cabezas y seis
brazos, y que había vencido y enterrado a muchos héroes.
Cuando
Hércules, sin amedrantarse, cruzó los mares una vez más y consiguió llegar al
lado ibérico de los Pirineos (que aún no se llamaban así), pudo averiguar que
lo que se decía en Grecia del gigante Gerión había sido deformado, como
siempre, por el boca a boca, la imaginación y la distancia, y que no era verdad
que tuviese tres cabezas ni tantos brazos, sino tres poderosos ejércitos que,
partiendo de Tlantesos, su reino del Sur, con capital en la isla Erytia, habían
ido dominando con fuerza avasalladora los otros tres puntos cardinales de
Iberia.
Ante
tal poderío, Hércules buscó la alianza de aquellos íberos del norte que aún
ofreciesen resistencia o que deseasen liberarse del conquistador.
Los
primeros verdaderos resistentes que encontró y a quienes se unió, acabaron
llevándolo a ver a su princesa Pyrene, en un lugar escondido en pleno corazón
de la cordillera.
El
griego se quedó sorprendido ante la belleza de formas y la majestad de aquella
joven alta, de larga cabellera rubia sobre su piel dorada. Sus ropas eran tan
sencillas y desgastadas como las de sus hombres, pero cada leve movimiento suyo
les imprimía una distinción impresionante.
Aunque
la bella sólo reinaba sobre un remoto campamento de rebeldes medio
desesperados, muchos de ellos heridos y bastante carentes de medios de combate,
parecía que aún se hallaba en la más noble y civilizada de las cortes, el coloso
no dudaba de que debía ser la noble descendiente de una antigua cultura,
seguramente mucho más rica y evolucionada que las que había conocido en todo el
Egeo, e incluso en Egipto.
Tras
recibirle con la mayor dignidad y mientras compartían con él lo poco que
tenían, la aristocrática Pyrene confirmó los exóticos orígenes que Hércules
había intuído, contándole que era hija del asesinado rey Bébrix, descendiente
de Túbal, cuya familia venía directamente del linaje de los antiguos reyes
Toltecas de la Hesperia Blanca, “Tierra del Atardecer”, uno de los diez estados
que conformaban el imperio oceánico de Atlantis, que había sido la más refinada
civilización mundial durante la pasada Cuarta Era de los Titanes.
Ante
su cautivado interés, ella le fue explicando, con relatos que luego fueron
confirmados y ampliados por sus parientes más próximos, como los antiguos
Atlantes, sus antepasados, hijos de Poseidón y de Clito, habían sido
civilizados por los dioses Titánicos, muchos milenios antes de que existieran los
Olímpicos.
-“Mi
abuelo, Túbal, me contaba cuando yo era niña –narraba Pyrene con una elegancia
de voz que le fascinaba–, que de la unión del Dios Padre del Cielo, Urano, con
la Diosa Madre de la Tierra, Gaia, habían salido, en primer lugar, los siete Demiurgos
planetarios que a todo dieron carácter con la emanación de sus siete rayos. De
ellos salieron, después, los dioses del cielo, de la tierra y del mar. Todos
aquellos seres eran emanaciones de distintos grados o aspectos del Único, más
simples o más complejos.
Gaia
gobernó el universo con el amor, el rigor y la armonía con que una madre
gobierna su hogar durante miles de siglos. Sus primeros hijos eran espirituales
y puros, y se quedaron habitando, hasta hoy, las dimensiones más sutiles de
nuestro mundo, dedicados a crear arquetipos para el desarrollo evolutivo del
planeta.
La
segunda generación tenía cuerpos etéricos, porque sus seres eran puras
energías, que vitalizaron los mundos elementales de un planeta todavía
demasiado convulsionado para permitir la supervivencia de otro tipo de cuerpos.
. La tercera fue la de los gigantes Lemures, ya encarnados en invólucros de
carne y huesos, y que acabaron diferenciándose en dos sexos complementarios,
semejantes a los de los hombres y mujeres que hoy conocemos, aunque eran
muchísimo más altos, fuertes y dotados de grandes poderes.
Contando
con la ayuda y guía de los más avanzados espíritus que había producido el ciclo
evolutivo anterior, fueron capaces de ir desarrollando una civilización mundial
a lo largo de muchísimos milenios, pero, como todas las civilizaciones, también
ellos vieron llegar su corrupción después de su cénit, al trastocarse sus
valores e imperar el vicio y la magia negra, lo que también afectó al mismo
padre de los gigantes, para gran desagrado de Gaia.
Pasó
el tiempo y la decadencia y la degeneración aumentaban. Urano, perdida su
conexión con la Fuente y obsesionado por la lujuria, ya sólo era capaz de
engendrar monstruosos centímanos y cíclopes bien rudos en el sufrido vientre,
siempre virgen y siempre fecundo de la Diosa. Cuando ella protestó y lo
rechazó, él se volvió demente y tiránico, encerró a sus horribles hijos en lo
profundo del Tártaro y la forzaba y violentaba cada vez más, para poder seguir
descargando en ella su envilecido deseo.
La
Madre del Mundo llamó entonces en su auxilio a su más querido hijo, Crono,
quien, apoyado por sus compañeros de generación, los Titanes, puso fin al
tiempo de su padre, mutilando su poder generador con una hoz y sentando el
inicio de una Nueva Era.
Durante
ella, Crono reinó en compañía de Rea, el aspecto ninfa en el que se manifestó
entonces Gaia, quien formó los cinco Dáctilos con los dedos de su nuevo esposo
para que la sirviesen y los hizo guardianes y cronistas de sus Misterios Kabíricos
en una montaña sagrada. Entretanto, sus súbditos titanes evolucionaron
brillantemente durante miles de años, poblando un gran continente y varias
islas que se encontraban en medio del Océano.
Pero
el castrado Urano, antes de diluirse en el éter y el olvido, había maldecido a
Crono con la profecía de que, igualmente, uno de sus hijos le destronaría. Así
que, muy pronto, los remordimientos y el temor lo enloquecieron y acabó
degenerando como su padre: paranoico, devoraba a sus hijos en cuanto Rea los
daba a luz.
Engulló
a Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón. Eso lo aficionó a la sangre y
comenzó a exigir sacrificios humanos a sus súbditos, que sus sacerdotes,
ocultos tras espantosas máscaras gorgónicas, realizaban a docenas en lo alto de
pirámides escalonadas, con el pretexto, convertido en doctrina, de que si no se
alimentaba con sangre humana a los dioses, éstos no podrían sostener la
continuidad de la vida en el mundo.
Rea,
horrorizada, decidió acabar con aquello y lo engañó, dándole a tragar una
piedra envuelta en pañales en lugar de su sexto hijo, Zeus, al que crió bien
oculto en una isla distante.
Cuando
Zeus se hizo hombre, se enamoró de la titánide Metis, personificación del
aspecto sabiduría de la Antigua Diosa Madre de Todo, quien le aconsejó una
argucia: tras conseguir que Rea le nombrara copero de Crono, le administró un
purgante que le obligó a vomitar a todos sus hermanos, quienes, como eran
inmortales, salieron ya adultos de su vientre, detrás de la piedra del engaño.
Entonces
escaparon todos juntos, atrincherándose en una alta montaña llamada el Olimpo,
donde consiguieron, con el tiempo, que se les fuera uniendo un pequeño ejército
formado por los cíclopes y los gigantes de cien manos a quienes liberaron del
Tártaro y por todos aquellos que estaban hartos de la locura de Crono, e
iniciaron contra él una guerra despiadada, como todas las guerras civiles, que
duró muchísimos años, ya que la mayoría de los titanes le seguían siendo
fieles.
Los
dirigentes Crónidas, todos ellos bastante viejos y decadentes, buscaron entre
sus nietos un caudillo joven que oponer a los Olímpicos, y lo fueron a
encontrar en la persona de un hijo bastardo que había engendrado Poseidón,
hermano mayor de Zeus, cuando recién liberado: el fortísimo Atlas o Atlante.
Atlas
tenía una explosiva mezcla de orgulloso amor y de resentido odio a Poseidón,
quien había forzado a su madre, la ninfa Clímene, hija de Helios,
arrebatándosela a su esposo, el titán Jáfet o Jápeto, un corazón noble que, a
pesar de todo, crió a Atlas como si fuese uno más de sus tres hijos legítimos
con ella, sin hacer la menor diferencia.
Tras
sus primeras victorias sobre los rebeldes, Crono colmó de honores y riquezas a
Atlas para asegurarse su lealtad, haciéndole emperador del más evolucionado
país de la superficie de la Tierra para entonces, el Continente Oceánico, que
desde ese momento pasó a llamarse La Atlántida.
Aquel
bello y grande reino, situado en un archipiélago ante lo que hoy son los
litorales occidentales de Iberia y el norte de África, verde jardín mimado por
los dioses, estaba habitado desde los tiempos más antiguos por los hijos de los
titanes de la Luna y del Mar más sabios y más fieles, a quienes Urano primero y
Crono después, habían enseñado a dominar las leyes naturales de tal manera que,
cuando el resto del mundo apenas sabía vivir de otra cosa que de la caza y de
frutos silvestres, ellos ya podían servirse de la energía de los elementos y de
técnicas agrícolas que, partiendo de semillas seleccionadas y perfeccionadas,
producían enormes cosechas de cereales y frutas sobre campos sabiamente
cultivados y fertilizados por grandes cadenas espirales de canales de riego.
Habían
domesticado con su magia, también antes que nadie, a numerosas especies de
animales, y poseían grandes rebaños de vacas, de caballos y hasta de elefantes
de razas mejoradas, a los que usaban para construir grandes edificios.
Además
desarrollaron la metalurgia y la navegación a vela y sabían desplazarse a bordo
de sus naves a enormes distancias, teniendo muchas colonias tanto hacia el
Oeste, por donde se pasaba de una isla a otra, Aliba, Sarpedona, Melousa, las
Pontion y las Antilias, hasta un continente, rico en minas, que había en el
remoto Occidente... como hacia el Este, en las tres Hesperias, cercanas a África
y Europa.
La
Gran Isla alargada de Atlán o Poseidonis, donde se encontraba la capital, La
Ciudad de las Puertas de Oro, estaba en el centro de un enorme golfo, separado
por un ancho brazo de mar de los bordes peninsulares de la actual costa oeste
de Iberia.
Entre
la gran Poseidonis y los litorales ibéricos se encontraba la isla llamada
Hesperia Branca o Erytia, que por entonces era alargada y penetraba bastante en
el océano. El emperador Atlante había entronizado en ella a su hijo Gádir. El
prestigio cultural de aquel reino y su culto al tótem del toro influenció a los
ligures que vivían en su entorno, desde mucho antes de que se mezclaran con
varias migraciones de pueblos pelasgos.
Los
ligures eran los habitantes más antiguos de Europa y se extendían, por el sur
del continente, alrededor de un gran lago de agua dulce, llamado Piélago, o Mar
Ligur, que había en el centro de lo que hoy es el Mediterráneo Occidental.
Llegaba hasta el pie de los Alpes y los Apeninos y a través del norte de
África, en aquel entonces limitado al sur por el Mar del Sahara, estrechándose
hasta cerca de Egipto y, con una prolongación de pequeños lagos conectados,
hacia la tierra de Canaán.
Al
este de la actual Grecia desembocaba el gran río que hacía descender desde el
norte las aguas sobrantes del mar Negro (entonces llamado Gran Lago del
Cáucaso), que se juntaban allí con las del Nilo, ya que las costas egipcias y
fenicias estaban mucho más próximas a Creta de lo que están ahora.
Gracias
a su sabiduría conectada a la raíz, la rica civilización atlántida había ido
creciendo y creciendo, hasta poblar completamente todo su territorio insular,
de tal manera que utilizaron sus grandes conocimientos y poderes tecnológicos
para construir puentes y diques y extender su patria durante varios siglos,
ganándole terreno al mar.
Todo
un sistema de grandes rocas movibles colocadas por los sabios en los lugares
adecuados regulaban la lluvia o la sequía, si dirigidas hacia arriba o hacia el
suelo, manteniendo estable el subsuelo del país, sin que le afectaran demasiado
los terremotos o las erupciones volcánicas que, en otros tiempos, habían
producido periódicamente grandes cataclismos, de hecho, la Atlántida había sido
el mayor de los continentes durante miles de años, después se había hundido
restando dos grandes islas, Ruta y Daytia, y gran parte de ellas ya había
desaparecido en otra catástrofe cíclica. El archipiélago que rodeaba a
Poseidonis era una parte ínfima de lo que Atlántida había sido durante la Era
de los Titanes.
A
lo largo de cientos de milenios, aquella cultura en continuo perfeccionamiento
fue construyendo un mundo modélico, un verdadero paraíso llamado. en tiempos de
Urano, el Adama, luego Adán y, en la Era siguiente, Atlán o Atlantis. Sabios de
muchas tribus y naciones emprendían el larguísimo viaje hacia el extremo
Occidente en busca del conocimiento de los titanes.
La
ruta principal atravesaba todo el norte de Iberia hasta el océano. Allí estaba
el principal puerto de intercambio entre ellos y los ligures. Era fácil
comerciar, pero sólo a los extranjeros de mucho mérito les permitían embarcarse
hacia sus bienaventuradas islas. Los que regresaban de allí se convirtieron en
maestros iniciadores de sus pueblos a la agricultura, la ganadería, la
metalurgia, la construcción, la medicina y a muchas artes y ciencias más.
Pero,
como a todas las grandes naciones, también les llegó el día a los Adámicos, en
que, demasiado ricos, empezaron a hablar de sus principales valores, disciplina
social y virtudes peculiares como rígidas severidades y moral propia del
pasado. Relajada la disciplina cívica y la conexión con el Espíritu que cuida
de todos, los altos saberes de Atlán, utilizados egoísticamente, se
convirtieron en destructiva Magia Negra, lo cual se simbolizó por la apertura
de la Caja de Pandora...
Un
golpe de estado dirigido por las fuerzas más involutivas obligó a desterrarse
al Emperador Legítimo y a todos los Guardianes y Vigilantes de “las Manzanas de
Oro del Árbol del Conocimiento de los Bienaventurados”, es decir, al cuerpo de
Iniciados de la Logia Blanca que se mantenía focalizado en la realización del
arquetipo evolutivo de la Cuarta Raza-Raíz y bien ligados con los Maestros
Suprafísicos que les transmitían y actualizaban el Plano Divino. En la capital,
los Iniciados fueron sustituidos por una logia negra de hechiceros.
Desde
aquel día el poder imperial se convirtió en vana y tiránica soberbia y su
impulso constructivo en sensualidad, ambición y decadencia, que fue empeorando
a medida en que las nuevas generaciones huían cada vez más de la fe y del
esfuerzo y se entregaban a la satisfacción hedonista de los cuerpos inferiores,
al consumo por el consumo y al escepticismo egolátrico. Los antiguos Iniciados
que no fueron asesinados tuvieron que emigrar lejos con sus parientes y
seguidores.
La
clase dominante de sus reinos, cada vez con mayor frecuencia llegaba al poder
mediante la intriga, el fraude a las leyes y el asesinato, y vino el momento en
que ya no podía generar más puestos de trabajo, ni sufragar servicios sociales,
ni aumentar el enorme y estéril aparato de funcionarios parásitos que vivían de
los impuestos de los pocos que producían riqueza real y de las colonias
sojuzgadas. La depresión general era inevitable.
La
gloriosa Subraza Tolteca decayó completamente y fue sustituida por la Subraza
Semita y luego por la Subraza Acadiana, pero los sucesivos emperadores que
ocupaban el trono de la Ciudad de las Puertas de Oro, pese a muchas tentativas
de reforma integral o incluso revolución, acababan, inevitablemente, por
convertirse en dirigentes de la Logia Negra o de alguna de sus fracciones
predominantes, clave del mantenimiento en el poder mediante los métodos más
sucios. El Imperio Atlante llevaba en su corazón un tumor que todo lo devoraba.
Entonces,
para ocultar a los ciudadanos la corrupción que estaba acabando con su imperio,
anticipándose a la inevitable revuelta que iba a desencadenar el malestar
general, uno de los Emperadores Negros acadianos se lanzó a toda una serie de
aventuras exteriores de conquista de países circundantes, que realmente no eran
necesarias, pero que servían para mantener la vitalidad de los degenerados
dioses titánicos (mediante magia negra, ofrendándoles sangre de prisioneros),
también para mantener fieles a los generales ante la posibilidad del botín,
para dilapidar el tesoro público en armamento destructor o en obras de
reconstrucción, con gran ganancia de los políticos intermediarios, y para
imponer un férreo control al pueblo, a base de restringir las libertades
ciudadanas, aplicando censura y la disciplina militar a las voces críticas y a
los disidentes del sistema, a quienes se tachaba, como siempre, de
antipatriotas.
El
imperio obtuvo una espantosa derrota con pérdidas insoportables cuando se
intentó la conquista de lo que hoy es el Mar Mediterráneo. Fue llamada la
Guerra Ligur, y en ella, los antepasados de la que iba a ser la Raza Raiz
Ariana se independizaron definitivamente de la influencia de la Raza Raiz
Atlante en decadencia imparable. Nunca más los dirigentes atlantes volvieron a
intentar aventuras exteriores, ocupados como estaban en defenderse
continuamente de intrigas y revueltas en la misma Poseidonis, último territorio
donde imperaban.
La
guerra interna por el puro poder egoico de convertirse en Emperadores Negros,
guerra espantosa de magos como el mundo jamás vio, se generalizó de tal manera
en una raza tan apasionada, que las pocas personas de buena voluntad y positiva
evolución mental que quedaban en la gran isla madre de la raza, acabaron
uniéndose y saliendo ocultamente en migraciones pacíficas dirigidas a distantes
partes do mundo.
Algunas
de ellas, dirigidas por lo que quedaba de los Iniciados Blancos, se
convirtieron, exiladas en países bien distantes y luego de una purificación
general que duró varias generaciones, en semillas de la Nueva Raza Raiz.
Finalmente, el odio entre las facciones
enemigas acabó ultrapasando cualquier limite de prudencia en la utilización de
todo tipo de recursos que la magia negra –que ellos llamaban Ciencia- inventó
para que los hombres se exterminaran mutuamente. Recurriendo a provocar
explosiones o incendios pavorosos sin el menor escrúpulo, a la contaminación
sistemática de grandes territorios con sustancias venenosas y al exterminio
sistemático de personas, animales y plantas en regiones enteras y, finalmente,
a la manipulación dirigida de catastróficas mudanzas climáticas, a la
provocación artificial de terremotos e inundaciones… con lo que acabaron por
destruir el delicado equilibrio que mantiene estables las placas tectónicas que
conforman los continentes.
En un solo día y una noche terrible, una
antigua falla sísmica que había al pie del istmo que unía Iberia con el norte
de África, se abrió como una tela que se rasga y se elevó la placa tectónica,
provocando que las aguas barrieran todo el archipiélago de Atland hacia
occidente. Al llegar al otro lado del Océano, la ola devastadora volvió en
sentido inverso. Su multiplicado peso chocó contra la barrera de montañas, hizo
bascular la placa de nuevo, y así una vez más, hundiéndose todo el litoral
occidental de Iberia mientras se elevaba el oriental y los Pirineos, hasta que
se cortó y se derrumbó definitivamente el istmo y, con él, desaparecieron las
tres Hesperias y todas las arrasadas tierras atlánticas.
El
mundo se conmovió cuando las aguas del océano, por Occidente, y las del Mar
Negro, que entonces era un lago, invadieron, en una aplastante cascada de
doscientos metros de altura, el lago Ligur y la cuenca entera del gran valle
del sur de Europa. También se vació en él y en el Océano todo el Mar del Sáhara,
quedando convertido en un desierto. Toda la flota y los puertos pelasgo-ligures
fue tragado por las gigantescas olas, igual que sus enemigos, extendiéndose las
rugientes aguas y formándose lo que ahora se llama el mar Mediterráneo.
Muchas
naciones desaparecieron por completo y quienes consiguieron sobrevivir en las
cumbres de las más altas montañas, que ahora eran archipiélagos de islas,
volvieron al primitivismo. El sonoro y exacto idioma Atlánico o Adámico, que
servía como lengua franca para la comunicación universal, se escindió y
corrompió en la multitud de lenguas que hoy separan a los hombres. Sólo las
pirámides construídas en Egipto quedaron en pie, para testificar que en el
pasado había existido una tan soberbia y avanzada civilización.
Sin
embargo a pesar de que el cataclismo segó la vida de una gran parte de la
humanidad y toda su cultura, en la dimensión de los dioses, los Olímpicos,
mentores de la Quinta Raza Raíz naciente, habían triunfado plenamente sobre los
Titanes de la Cuarta. Una nueva era comenzaba, para la mezcla superviviente de
ambas facciones.
De
todo el gran pueblo de la Atlántida o de sus vecinos, sólo se salvaron rústicos
montañeses o aquellas personas más cultas que, en el momento del hundimiento,
se hallaban a bordo de naves en el océano, lejos del centro del cataclismo o en
las márgenes del lago Ligur y que fueron capaces de arrostrar las primeras
oleadas devastadoras de los maremotos y soportar el hambre y la sed que
llegaron después, durante muchos días, hasta que consiguieron desembarcar en la
cumbre de alguna montaña, ahora convertida definitivamente en isla.
41-
LOS ÚLTIMOS ATLANTES
Fue
de esa manera que sobrevivió el linaje de Pyrene, cuyo ancestro, Noyeh o Noel,
descendiente del rey Gádir de la Hesperia Blanca, con ciento nueve personas
más, animales domésticos y plantas de cultivo, consiguió desembarcar, cuando
las aguas por fin se acalmaron, en un monte llamado Aro, de una sierra del
extremo occidental de Iberia, que corona y divide verdes valles fluviales
costeros, todavía hoy inundados por el océano, denominados rías.
En
la ladera de aquella sierra plagada de dólmenes, al borde de la ría, su
biznieta Noela, Noelia o Noia fundó más tarde la villa de su nombre, muy cerca
de lo que había sido tierra de sus enemigos, los ligures pelasgos más
occidentales, los lugones, con cuyos diezmados descendientes empezaron a unirse
los hijos de los desarrollados y cultos titanes, al encontrar hermosas a las
hijas de los rústicos nativos,
Los
lugones estaban en una situación tan miserable después del cataclismo, que Noel
y su familia fueron para ellos como santos dioses iniciadores, que les
enseñaron de nuevo los rudimentos de la civilización. Los héroes, jefes y
chamanes de todas las tribus volvieron a peregrinar hacia allí para recibir el
preciado conocimiento antiguo. Siglos más tarde, cuando se ofrece un premio a
los niños, aún se les dice que si se portan bien, les traerá regalos el Padre
Noel al principio del próximo ciclo solar. La Civilización Atlante, en su
periodo final, había sido fuertemente patriarcalista e imperialista, pero el
pequeño grupo de Iniciados Blancos que intentaban continuar conectados con el
Plan Divino, a pesar de las imposiciones del Emperador Negro y del egocentrismo
y decadencia general, habían recibido de la Jerarquía, a través de canales,
claras instrucciones de unirse a una Nueva Raza que se estaría gestando bajo
una polaridad femenina y contribuir con sus conocimientos a crear, desde la
pureza, el amor y la simplicidad, un nuevo modelo de civilización
verdaderamente evolutiva.
Jáfet
o Jápeto (a quién habían llamado así en recuerdo del padre terrenal del
emperador oceánico, el primer Atlas), era uno de los tres hijos de Noel.
Entendiendo tan bien como su padre las instrucciones de la Jerarquía Blanca,
fue uno de los primeros, entre los jefes de los exiliados, que no tuvo
inconveniente en confraternizar con la entonces bien rústica Quinta Raza, y
engendró a Túbal en una Madre de Tribu lugona perteneciente al Clan del Lobo.
La mayoría de los otros refugiados atlantes, sin embargo, intentaban reproducir
su vida anterior, una vida en la que pretendían seguir viviendo cómo
aristócratas, conformando una élite noble para la cual, según ellos, los
indígenas ligures no tenían nivel. Como mucho podrían ir siendo adestrados, con
mucha paciencia, como sirvientes, los más dóciles, o como puros trabajadores
manuales.
Por
el contrarío, Túbal, hijo de la primera mezcla, a pesar de seguir siendo ante
sus paisanos un verdadero príncipe atlante de elegancia impecable,
confraternizó desde niño con los lugones, los trató como sus hermanos, les
enseñó a forjar instrumentos de metal y a construir buenas embarcaciones y
llegó a integrarse tan bien entre ellos que, primero, lo aceptaron como miembro
del Clan del Lobo y más tarde, al llegar a adulto, como Consejero del Jefe de
Guerra de la tribu, especialmente después de que lo vieron enamorarse y unirse
a una Alta Sacerdotisa de Mar que todos respetaban. Mar o Mari era el nombre de
la Madre Tierra-Agua litoral o marina, y aquella sacerdotisa se llamaba Gal y
era hija de refugiados pelasgo-ligures acogidos por los lugones y algo más
cultos que ellos. Los ascendentes de Gal habían habitado, antes de la
inundación, el litoral de Maia, una bella tierra donde llevaban tiempo
mezcládose con tribus de arianos lunares, llegados de oriente en distintas
ondas. Sin embargo, la tierra donde se encontraban ahora había sido tan
afectada por la inundación y era tan poco productiva, que no daba para sostener
a tantos refugiados, entre los cuales ya comenzaban a surgir conflictos
sociales importantes. Gal estaba recibiendo muchos estímulos de sus guías
internos para trasladarse a otro lugar con mejores posibilidades, y fue
concordando con su amado Túbal, que para entonces ya era un excelente
carpintero y herrero, en la decisión de concentrar todos los esfuerzos de ambos
en construir tres naves, con el fin de dedicarse a buscar, aún hacia el este,
tierras mucho más altas, donde tal vez pudiesen haber campos adecuados para la
agricultura y otros supervivientes de la catástrofe a los cuales unirse.
Finalmente se embarcaron con algunos de los hijos de los atlantes y con
aquellos jóvenes lugones del Clan del Lobo que decidieron acompañarlos. Sus
naves exploraron las montañas Astures, encontrándolas prácticamente
despobladas, y siguieron por la sierra de Aralar, al pie de los Pirineos, donde
por fin encontraron una buena cantidad de montañeses acadianos vascos, el
pueblo más antiguo de Europa. Con la mayor humildad, los recién llegados
suplicaron a los nativos que les permitieran integrarse entre ellos de forma
igualitaria, lo que se fue facilitando después de colaborar en todo con ellos
y, al mismo tiempo, irles transmitiendo lo más constructivamente básico del
saber atlante que ellos eran capaces de asimilar, aquello que hallaban útil
para mejorar su forma de vida, sin dejar de ser ellos mismos. Sin embargo Gal,
cuyo encanto e inteligencia conectada le abrió pronto la confianza de las
sacerdotisas nativas de Amalur, llamadas “sorginas”, estaba descubriendo, de la
mano de ellas, la región más elevada de los Pirineos, llena de acogedores devas
con los que podía comunicarse muy bien desde el amor, al tiempo que sintiendo
una enorme atracción por uno de sus valles, pleno de puras energías naturales y
nunca hasta entonces habitado por seres humanos. Confiando en las intuiciones
de su compañera, Túbal, a quien los vascos llamaban Atland (el Atlante),
convenció a los atlantes y lugones que lo habían acompañado de la conveniencia
de establecerse allá, y negoció con los indígenas la fundación de la primera
verdadera ciudad de la Iberia post-diluviana, a la cual dieron el nombre de
Lur, usando el nombre del tótem del Clan del Lobo lugón, Lu, que coincidía con
el nombre compuesto que los nativos vascos daban á Fuerza vital de la
Naturaleza, Ama-lur… aunque los descendientes de aquellos indígenas prefirieron
renombrarla tiempo después como Tubalia. Así fue como en el centro más elevado
de las montañas pirenaicas, el nuevo linaje atlante-ariano-vasco, bien
conectado a la buena guía de la Madre Divina común, fue construyendo y haciendo
crecer la ciudad de Lur, llegando hasta disponer de gente y fuerzas suficientes
como para expandirse, poco a poco, a base de establecer relaciones de mutua
cooperación con las tribus montañesas. De esa manera se fueron desarrollando
los centros civilizados del nuevo reino al largo de toda aquella cordillera, de
mar a mar. El rey Túbal el Atlante tuvo tres hijos de su amada Gal, dos mujeres
y un varón: Lys-Noela, Galjáfet y la primera Pyrene. Lys-Noela era tan pura y
luminosa desde niña que en todo el mundo florecía lo mejor de sí mismos ante su
presencia. Al llegar a la edad adulta, decidió consagrarse enteramente como
sacerdotisa de Mari. Como sentía claramente que Mari y Amalur eran la misma
energía con distinguidos nombres, consiguió, apoyada por Gal, ayuda general
para levantar un templo dedicado, simplemente, a la Divina Madre en la entrada
de una caverna que las sorginas consideraban sagrada, en una zona alta que
debía ser, en adelante, preservada por aquellas sacerdotisas como santuario
natural. Sin embargo, su prospera felicidad acabó por despertar la envidia y
codicia del hombre en quién habían los reyes depositado su máxima confianza. Se
trataba de un gigantesco titán llamado Aneto que, con aquella pasión
desenfrenada que caraterizaba a la Cuarta Raza Raíz, enloqueció por Gal y acabó
atravesando a Túbal con una flecha traicionera. Se siguió un golpe de estado, y
Aneto tomó con sus tropas la capital y el palacio real, encerrando en el Templo
de la Diosa a la princesa-sacerdotisa Lys-Noela.
Gal, sus hijos Galjáfet y Pyrene y algunos
fieles habían logrado escapar al campo antes, pero Aneto consiguió alcanzarlos
y reducirlos. Cuando ya se disponía a violar a Gal, la Alta Sacerdotisa lo
maldijo con todas sus fuerzas, invocando la ayuda de su Diosa Mari.
Cuentan las leyendas pirenaicas que Mari hizo
que su compañero, el dragón celeste, escupiese un rayo de fuego sobre el titán
Aneto, que quedó inmediatamente calcinado, fosilizado y convertido en la enorme
montaña que ahora cubre el Palacio de Atland y la Ciudad de Lur, que sólo
siguieron existiendo en más elevados Planos Internos, comandados por el
espíritu de Lys-Noela.
Ante
aquella desolación, Galjáfet abandonó entonces los Pirineos y regresó con su
madre Gal y con lo mejor del Clan del Lobo a reestablecerse en la antigua
tierra de Maia, y extendiéndose por la costa atlántica hacia el sur, donde,
bajadas definitivamente las aguas, se había estabilizado un verde y bello país.
Pero
Gal ya no encontraba gracia a seguir viviendo en el mundo común, que parecía
incapaz de superar sus terribles limitaciones. Consagrándose totalmente a la
Diosa Mari, abandonó la corte de Maia y se retiró como ermitaña a una gruta
frente al mar, más al Sur, en la solitaria desembocadura del río Lis en el
Océano.
Cuando
Galjáfet iba a visitarla, le contaba que la Diosa estaba introduciendo en ella
nuevos códigos lumínicos para irse a vivir, en el cuerpo de luz que estaba
desarrollando, a una dimensión más sutil, una ciudad intraoceánica donde
continuaba la evolución de los espíritus más desarrollados de la antigua
Atlántida, entre ellos el de su amado Túbal, situada en la Cuarta Dimensión de
la Consciencia.
La
última vez que Galjáfet fue a verla, Gal había desaparecido y no pudo hallarla
por parte alguna. Se tranquilizó cuando, en un sueño muy vívido, pudo ver a sus
padres juntos, felices y bendiciéndole desde la Nueva Atlántida Intraoceánica,
un reino sutil y maravilloso de amor, sabiduría y pureza esencial.
La
primera hija de Galjáfet, la segunda Gal, reinó sobre Maia y fue la antepasada
física de las tribus Galaicas y Lusitanas.
Su
segundo hijo se llamó Bébrix; uniéndose con su prima, la primera Pyrene, reinó
sobre toda la cordillera de los Pirineos, que ahora tenía su capital más cerca
del Mediterráneo, y fue padre de la segunda Pyrene y de Antía o Andía.
Bébrix
había crecido rodeado de cuentos y leyendas sobre su culta ascendencia atlante,
y acabó enterándose de que en las sierras nevadas del Sur de Iberia y en el Rif
y el Atlas norteafricano, y hasta en la lejanas Grecia, Frigia, Fenicia, el
Cáucaso, Etiopía, otros navegantes atlantes supervivientes también habían
conseguido encontrar tierras emergidas y formar nuevos reinos uniendo a los
nativos, muy inferiores en conocimientos…y quien sabe si, igualmente, también
lograrían desembarcar algunos supervivientes en las islas bienaventuradas del
Extremo Occidental del Océano.
Los
reinos más cercanos a Bébrix eran los de Gerión y Anteo, quienes afirmaban
descender, el primero, de los últimos dirigentes del desaparecido imperio, y el
segundo, de los reyes de Antilia o Antilla, que era la isla situada más al
oeste de Atlantis, la idílica tierra de las palmeras; así que les envió
embajadas, para brindarles su hermandad y su colaboración.
Pero,
aunque ambos le respondieron con regalos y manifestaciones de fraternidad,
éstas sólo resultaron ser una sucia táctica para atraerle a Atlantesos, el país
que ahora se llama Tartessos, la capital de Gerión, donde el padre de Pyrene
fue vilmente envenenado en un banquete y su comitiva aprisionada, ya que Gerión
y Anteo se habían puesto de acuerdo en repartirse los antiguos territorios de
mayor influencia atlante, la Iberia toda para el primero y el Magreb y la Libia
para el segundo.
Acto
seguido, Gerión envió a sus tres ejércitos a conquistar el reino montañoso de
los descendientes de Túbal y Gal. Uno, por el oeste, ocupó la sagrada costa
atántica de Maia, donde habían desembarcado los antepasados. Otro por el
centro, dividió el reino en dos pedazos. El tercero, por el este, aún intentaba
acabar de cerrar la tenaza. Nosotros hacemos todo lo posible por impedírselo,
noble Hércules.-“
Terminó
así la bella Pyrene su narración. De esa forma se pudo enterar Hércules que los
guerreros que se había encontrado acompañándola, resultaban ser los últimos
resistentes del sector más acosado, aquellos que se habían encastillado en las
intrincadas montañas de la cordillera oriental, y que quedaban separados del
centro del reino, el cual resistía en lo alto de las montañas vascas bajo el
comando de la hermana menor de la princesa atlante, Andía, además de algunos
irreductibles en las cumbres cántabras y astures.
Ambas
se habían puesto de acuerdo en que la corona de su padre sería para la que
consiguiera hacer más por unificar de nuevo el antiguo territorio de Bébrix.
Fueron
estos guerreros quienes contaron al coloso que los rebaños de vacas y bueyes
rojos que Euristeo le había ordenado que le llevara, eran lo que se había
salvado de la antigua ganadería del paraíso Atlán, durante muchos siglos
sabiamente seleccionada y mejorada, que daría, en unos pastos verdes como los
del norte de Iberia, a donde se iban a trasladar en el verano, la mejor carne y
leche del mundo.
………………………………………………………………………………….
Orfeo
estaba asombrado escuchando a Jacín. Aquella nueva versión de la Gran
Inundación que había destruido la civilización principal de la Era Anterior,
oída de labios de un rústico vate de las montañas ibéricas, que no hacía sino
repetir, razonándolo, lo que pudo aprender de otros bardos y que coincidía en
lo esencial con lo que le había contado Hércules en Creta, incluso lo relativo
a la madre de Hermes, con el relato del cretense Alcínoo, rey de los Feacios,
con el del comandante jonio Arron y, encubierta por el mito, con la Historia
Evolutiva del Mundo que se transmitía en secreto a los iniciados de segundo
grado de los Misterios de Samotracia.
La propia Samotracia era una de esas altas
montañas del norte de la antigua Pelasgia que se habían salvado de las aguas
del Diluvio, igual que la isla de Lemnos, o Creta, o el Parnaso en Fócide, en
donde se contaba que habían desembarcado de su arca Decaulión y Pirra,
descendientes de Prometeo.
El
pico de Samotracia acogió a un pequeño número de sobrevivientes de los pelasgos
arcaicos, en su mayoría barridos por las olas, y ahora era la isla de
Samos-en-Tracia, territorio sagrado donde los haya y Escuela Iniciática
respetadísima, más que las de Delfos o Eleusis, donde se transmitía el
conocimiento práctico y renovado de los más antiguos dioses de la Era de los
Titanes, los mismos que tenían los atlantes, los poderosos Kabiros, la
Jerarquía o Hermandad de la Luz, los señores de los siete rayos de la evolución
material, espíritus ígneos de la Vida Eterna que están por detrás de todas las
aparentes transformaciones de todos los reinos naturales.
42-
PYRENE Y HÈRCULES
El
interesante vate Jacín siguió declamando la historia de Hércules y Pyrene,
quienes, desde la primera vez que se encontraron, habían quedado apasionados el
uno por el otro. Tras contar ella sus orígenes, le había estado mostrando las
fuerzas de que disponía y la fortaleza natural que constituía el selvático nudo
de montañas en el que se refugiara.
-“Viéndola
subir ágilmente por las rocas, apenas cubierta con una ligera túnica corta y
una capa, mientras daba inteligentes órdenes a sus fieles guerreros, Hércules
sintió algo que jamás había sentido antes, a pesar de sus innumerables amoríos.
Cuando,
por la tarde, regresaban al campamento, él la miró a los ojos con la mayor
admiración y ternura y dijo:
-¿Sabéis,
Señora, que os estoy queriendo mucho?
-Creo
que me voy a desmayar... -respondió ella languidamente, mirándolo de soslayo
con los párpados entornados. Y él ya la veía, en su imaginación, cayendo entre
sus fuertes brazos. Pero se trataba de una hija de reyes de un civilizadísimo
linaje y no le pareció bien ser tan elemental y precipitado, a pesar de que el
magnetismo que había entre los dos era tan evidente que podía tocarse… así que,
con esfuerzo, se contuvo y decidió darle tiempo al tiempo.
Sin
embargo, poco pudo esperar su leonino impulso y esa misma noche, Hércules se
introdujo subrepticiamente en los aposentos de la princesa, burlando a sus
centinelas y siendo acogido con naturalidad por ella en su lecho, como si lo
estuviese esperando, puesto que había soñado, toda la primera parte de la
noche, que nadaba y jugaba con el forzudo extranjero, desnudos ambos bajo el
sol, en una fresca cascada de la montaña; así que no le pareció muy extraño
encontrárselo a su lado al despertar, degustando con su vista, con contenida
excitación, la belleza y el perfume de su cubierto cuerpo juvenil sin osar
tocarla. Hasta que ella apartó a un lado las sábanas y dejó ver sus encantos,
ofreciéndole libre acceso a su intimidad.
Horas
más tarde, totalmente fundidos por el amor, Hércules le prometió que la
ayudaría a reconquistar su reino y que vengaría el asesinato de su padre o moriría
en el empeño. Al día siguiente, Pyrene ordenó a sus comandantes que coordinasen
sus planes de acción con los del griego y poco a poco, a base de golpes
guerrilleros asestados en el tiempo y en el lugar adecuado, el ejército
ocupante de Gerión fue debilitándose y debilitándose y sus hombres empezaron a
perder la gallardía y el ánimo.
Transcurrieron
seis meses en los que ambos amantes se sentían en el paraíso, llenando sus
noches de pasión y luchando de día juntos, en la mayor armonía, para conquistar
un reino para los hijos que pensaban tener, al tiempo que planeaban una
organización social renovadora y utópica, una Nueva Atlántida donde se aunaran
la más moderna civilización, comandada por una asamblea meritocrática de héroes
y sabios, bien conectados con el Plan Evolutivo para la Nueva Raza, con el
mayor grado de libertad de los ciudadanos.
Pero
Hércules no se sentía libre. Necesitaba liquidar sus compromisos con el pasado,
que eran promesas hechas a los dioses, para poder dedicarse integralmente a la
construcción de su prometedor futuro con Pyrene sobre aquel bello país.
Empezó
a obsesionarse con la idea de que, si conseguía llevarle a Euristeo el ganado
rojo de Gerión, seguramente el tirano consentiría en rescindir su juramento de
servidumbre, puesto que se marcharía a vivir su vida a una tierra tan alejada
de Tirinto... Claro que podía primero tratar de derrotar a Gerión y luego
adueñarse de sus bueyes; pero conseguir arrojarle de Iberia iba a ser,
calculándolo con realismo, una tarea de muchos años, dado el gran poder de los
ejércitos atlantes.
Así
que decidió pedir a Pyrene treinta hombres valientes y bajar a Tartessos de una
vez a por el rebaño. Si llegaba triunfante con él a Tirinto y obtenía su
libertad, estaba seguro de que podría regresar con un buen grupo de expertos
guerreros griegos que le ayudasen a apoderarse de Iberia a cambio de tierras y
cargos.
Pyrene,
que se encontraba embarazada, tuvo un mal presentimiento, le pareció un
proyecto inoportuno y precipitado y suplicó a su amado que no se alejara de
ella en esos momentos para una aventura que sólo a él le interesaba y que
suponía meses de arriesgados viajes a lugares distantes. Le pidió también, que
se concentrase en la defensa y ampliación de su territorio, teniendo como
primera prioridad conquistar el espacio que los separaba de los resistentes
vascos. Y que considerase que su obsesión por liberarse de Euristeo no era más
que una prisión puramente mental que él mismo había construído en su cabeza, ya
que nadie podría ser más libre que Hércules, si Hércules quería serlo...
...Tampoco
le gustó nada que su amante, convencido de la superioridad cultural de sus
compatriotas griegos sobre los “bárbaros”, estuviese proyectando buscar
mercenarios extranjeros para reconquistar su reino. Eso era sólo un prejuicio
de él y no era la mejor manera de hacer las cosas en un país de gentes tan
orgullosas e independientes como eran las de Iberia.
Envió
un mensajero a su hermana Andía explicando el plan de Hércules y pidiéndole su
opinión. Ella, como ya lo esperaba, lo rechazó.
-No
importa si toda nuestra vida no sirve sino para consolidar un reino fuerte y
seguro en las montañas del Norte –le explicó Pyrene una noche, haciéndose eco
de lo que Andía había dicho-, nuestros descendientes llegarán al trono con una
misión hereditaria y un destino: extender su dominio hacia el rico Sur tanto
como les sea posible. Y esto será lo que creará una gran nación de guerreros
tenaces y experientes que valorarán lo que tanto les costó conseguir y siempre
lo defenderán, con un entrenado espíritu expansivo que acabará extendiéndose
por el mar y por otros continentes, aunque implique una gestación de mil
años...
-Eso
me parece más realista, mi amor -concluyó-, que querer resolver rápidamente,
con un grupo de mercenarios ávidos de lucro, contra los que seguro que
tendremos que seguir luchando después, para recuperar nuestra soberanía y
libertad.
Durante
muchos días, el griego estuvo dando vueltas a su cabeza a los pros y los
contras de su proyecto, a fin de tomar una decisión acertada; pero, en
realidad, ya la tenía tomada desde el principio: se sentía tan atado al
compromiso de acabar de pagar sus culpas del pasado y considerarse en paz con
los dioses, que ni podía dormir. Cuando le dijo a su amada que partía hacia el
Sur, su relación amorosa comenzó a deteriorarse.
Sin
embargo insistió tanto y hasta se agrió de tal manera, que Pyrene, con gran
dolor de su corazón, tuvo que entregarle sus mejores hombres y dejarlo partir.
43-
CONTRA GERIÓN
Contaron
después los bardos que el héroe, lleno de impaciente júbilo, descendió por la
costa mediterránea, le pidió prestado su barco al dios Helios para cruzar
escondidos desde Mainake hasta la isla Erytia, que estaba junto a la de Gádir
(lo que quiere decir que consiguió unas naves de sus compatriotas del emporio
jonio, que tenían un sol como emblema en sus velas) y consiguió descubrir los
pastos de la famosa gran manada de rojos bueyes y vacas atlantes, guardada por
el terrible perro de dos cabezas Ortro, nacido del monstruo Tifón y de Equidna,
que había sido antes propiedad del emperador Atlas, y por el jefe de los
pastores de Gerión, Euritión, hijo del dios de la guerra, Ares (o sea, un jefe
de mercenarios).
Hércules
luchó contra ambos en el monte Abante, los derrotó con su terrible maza
recubierta de bronce e hizo que sus hombres condujesen, de nuevo en las naves
de Helios a la preciosa manada capturada, hacia Mainake, que aún hoy se llama
la Costa del Sol, y después hacia los territorios de su amada, mientras él
buscaba a Gerión en la capital de Atlantesos.
Pero
otro pastor, Menetes, que andaba por la región apacentando las vacas de Hades,
avisó rapidamente a Gerión del robo, y éste salió tras los ladrones con su
caballería de élite, mientras Hércules aún andaba buscando la manera de
introducirse en su palacio de Erytia. A marchas forzadas, llegó el atlante al
gran río Íber que está al pié de las montañas del Norte y rodeó a los cuatreros
cuando se disponían a cruzarlo, matando a la mitad de ellos y recuperando su
ganado. Los supervivientes intentaron salvarse ocultándose en las altas
montañas donde se encontraba su princesa; pero Gerión, antes de poner a sus
tropas en peligro en un terreno tan difícil, prefirió mandar prenderle fuego a
la cordillera por sus cuatro costados.
Hércules
comprendió demasiado tarde que Gerión no estaba en Erytia, y salió corriendo
tras las huellas del ganado, con el corazón estrangulado de malos augurios. Ya
desde el llano pudo divisar la inmensa humareda, toda la parte oriental de la
cordillera estaba ardiendo. De noche, su luz iluminaba la carrera desesperada
del guerrero peñas arriba, entre las brasas de los troncos calcinados.
Al
amanecer, consiguió llegar hasta el refugio de Pyrene, pero ya no había nada
que hacer, salvo gritar y llorar desconsoladamente y enterrar a su amada en la
tierra quemada, enterrando con ella al último príncipe de Hesperia que ella
llevaba en su vientre, a sus fieles seguidores y a sus sueños ibéricos.
Hércules
se propuso levantar en honor a aquel gran amor un mausoleo sin igual, y así,
con las fuerzas de su rabia, de su dolor y de su vergüenza por haber tomado una
decisión tan desgraciada, acumuló grandes peñascos sobre el monte hasta crear
una imponente pirámide de rocas, que hoy parece la cumbre más grande de la
sierra, aunque realmente hay otras de más altura.
-Ahora
le llamamos el Pico Canigó -dijo el vate ibérico que había contado la leyenda-,
es para nosotros un lugar sagrado y en el solsticio de verano encendemos una
hoguera en su cumbre, la velamos toda la noche y, al alba, bajamos con
antorchas de ella para prender los fuegos colectivos de toda la región, a fin
de recordar a los protagonistas de esta historia... En honor a Pyrene, también
le llamamos Montes Pirineos a toda la ancha cordillera.
Así
él terminó su narración, siendo muy aplaudido por los asistentes. Pero Orfeo
quería saber más y le preguntó qué había sucedido después con Hércules y con
Gerión.
-Gerión
-siguió el bardo después de refrescarse un poco-, luego de recuperar su ganado
y de prenderle fuego a los montes, no quiso, por precaución, regresar enseguida
a Atlantesos, y se retiró, en una marcha de muchos días, hacia el extremo
occidental de Iberia, para la Tierra de los Gal, donde había inmejorables pastos,
algo más al norte de la sierra en la que había desembarcado el tatarabuelo de
Pyrene cuando logró sobrevivir al hundimiento de la Atlántida.
Hércules
se filtró entre los bloqueos del enemigo y fue a pedir ayuda a los vascos, pero
la princesa Andía lo consideró culpable de la ruina de su hermana Pyrene en el
Este y no quiso ni recibirle, de manera que tuvo que marcharse sin hombres.
Subió también a las montañas de los resistentes astures sin conseguir que
siquiera le escucharan.
Pero
aún así no se desanimó. Solo, fue rastreando durante semanas las huellas del
ganado hasta la tierra de los Gal y acabó localizándolo mientras los bueyes
rojos pastaban en un verde valle cerca del mar. Entonces dispersó a sus
guardianes con una lluvia de flechas y esperó escondido.
Cuando avisaron a Gerión de que le estaban
robando de nuevo, él se presentó con sus mejores guardias montados en el lugar.
Hercules salió de un salto del bosque, se le plantó delante y gritó su nombre
con furia. Gerión tensó su arco hacia él, pero una única flecha certera del
griego, directa al centro de su pecho, lo hizo caer del caballo lanzando un
bramido de dolor.
Aquello
satisfizo sus ansias de venganza, aunque no pudo llevar la paz a su propio
corazón, vacío y atormentado como un desierto de lava seca.
El
forzudo asaetó también, o puso en fuga, a los desmoralizados hombres de Gerión
y luego recogió y enterró al atlante en lo alto de un monte que miraba al
tempestuoso Océano del que había llegado su raza.
Como
ofrenda póstuma a la infortunada Pyrene y a su hijo no nacido, levantó sobre la
tumba una torre de piedras y encendió sobre lo alto una hoguera, en la que
quemó las armas y la enseña de su enemigo. La torre sirve hoy de faro a los
navegantes en aquellas aguas tan peligrosas y todo el mundo la llama la Torre
de Hércules.
Los
vascos descendientes de Andía, junto con los astures, resistieron y acabaron
expulsando de su montañoso territorio a los descendientes de Gerión, de la
misma manera que, más tarde, resistirían durante siglos y siglos a cualquier
extraño que tratara de dominarlos y de hacerles perder sus orgullosas
identidades a la fuerza, aunque nunca dejaron de aportar sus potencias y su
tenacidad a las empresas de quienes supieron tratarles como verdaderos iguales
y amigos. Los vascos son los más antiguos habitantes de Iberia y todavía hablan
una lengua propia, que es un vástago directo del antiguo idioma de los Atlantes
Acadianos.
La
hija de Gerión, Erytia, tuvo un hijo con Hermes, Nórax, pero sus súbditos
ibéricos, azuzados por los colonos griegos, estaban tan hartos de la
prepotencia tirana de los Oceánidas, que le hicieron huir a Menorca y de allí a
Cerdeña, siendo sustituido por la actual dinastía de “Reyes de la Plata” que
cambiaron el nombre del reino de Atlantesos a Tartessos.
En
Menorca y Cerdeña Nórax hizo construir grandes monumentos en piedra, al modo
atlante, y por fin murió y con él su linaje, en la ciudad que fundó en la
segunda isla: Nora.
Hércules
volvió a cruzar toda Iberia y media Europa, teniendo que sufrir grandes
trabajos para llevarle parte del ganado a Euristeo, quien, en lugar de
aprovechar las excelentes vacas atlantes para mejorar la cabaña griega,
despechado por el nuevo triunfo del envidiado siervo, prefirió sacrificárselas
a la diosa Hera, celosa y eterna enemiga del coloso.
-Así
terminó el décimo trabajo del famoso héroe –dijo el vate pirenaico, echando
mano a una taza de vino-. Euristeo aún le encomendó un undécimo, poco después,
en el que tuvo que volver a Iberia para enfrentarse al otro rey atlante de
África, compinche de Gerión”.-
Orfeo
no quiso abusar del bardo Jacín, que ya había realizado cumplidamente su
trabajo, y le dejó que se relajara y se integrara en el disfrute general de la fiesta,
pero al día siguiente lo fue a visitar a su cabaña, llevándole como ofrenda de
amistad una artística fíbula para capa, en forma de cabeza de caballo tallada
en la concha de un molusco, que le habían regalado a él los recientes colonos
de Rosas. Jacín agradeció mucho el detalle, lo convidó a almorzar con él y
después le contó la segunda aventura de Hércules en Iberia.
44-
LAS MANZANAS DE ORO
-“Una
de las leyendas que se desarrollaron en Iberia después del paso de Hércules por
aquí –comenzó el bardo Jacín su segundo relato- comenzaba contando que, al
casarse Hera con Zeus, había recibido, como presente de Gea, un jardín de
manzanas de oro, símbolo de inmortalidad. Esas manzanas, que primero habían
estado en ciertas montañas del archipiélago atlante custodiadas por las tres
Hespérides y por la serpiente Ladón, se decía que podrían encontrarse ahora en
lo que quedaba de él, unas islas imprecisamente situadas en el extremo
occidental de la Libia que da al Océano, donde el norte de África se llama el
Magreb o el país de los Moros.
El
hijo del tirano de Tirinto, Euristeo, que era vil y envidioso como él, le
sugirió a su padre que, si ordenaba a Hércules que se apoderase de ellas, no
sólo lo estaría enviando a un remoto fin del mundo de donde era muy probable
que no volviera, pues no se sabía si las tales Hespérides existirían, si eran
un colegio de sacerdotisas oceánicas de la Antigua Diosa, o seres míticos de
otra dimensión, o unas islas de verdad y, en caso de que lo fuesen, ni siquiera
había certeza de si esas islas eran actuales o si formaban parte de las tierras
hundidas en la Era Anterior...
Además
estaba claro que, si iba a por ellas, tendría, forzosamente, que ofender a unas
diosas tan poderosas como Hera, que ya lo odiaba, y Gea, y no tendría más
remedio que vérselas con los terribles gigantes Anteo y Atlas, por cuyos
dominios no podría evitar el paso.
Así
que Euristeo, por medio de su heraldo, dio la orden para el undécimo trabajo y
Hércules hubo de obedecer y partir, ya que por consejo del Oráculo de Delfos se
había sometido a ser el siervo de aquel miserable durante doce años, para
expiar la muerte que había dado a sus propios hijos, los que tuviera con
Megara, tras caer en un estado de locura furiosa, cuya oculta causa estaba en
una hechicería de Hera, que no le perdonaba ser el más brillante de los hijos
ilegítimos, (o sea, opuestos al viejo Sistema Matriarcal), con los que la había
ofendido su infiel esposo, aquel libertino de Zeus.
Por
mucho que preguntó, nadie supo informarle donde se encontraba el Jardín de las
Hespérides; muchos le dijeron que seguramente no en esta dimensión, sino en la
de los dioses olímpicos o, tal vez, en alguna de las islas que hubiesen
sobrevivido en el océano al hundimiento de Poseidonis.
Marchando
a través de Iliria e Italia, llegó al río Po y allí forzó al dios marino Nereo,
del que se decía que era tan viejo que había criado a Afrodita, a que le
informase sobre la localización del huerto de las manzanas de oro. Él le dijo
que si alguien lo sabía, ese alguien era el gigante Atlas, antiguo emperador
del Atlán, ya que las tres Hespérides eran hijas suyas y de una de sus mujeres,
Hesperia.
Nereo
añadió que, desde la derrota de los Titanes por los Olímpicos, Atlas estaba
desaparecido, pero que tal vez Prometeo debía saber de su paradero, ya que era
un hermanastro suyo. Prometeo estaba encadenado a una roca en el Cáucaso, donde
un águila enviada por Zeus le roía las entrañas cada tarde.
El
Coloso recorrió la enorme distancia hasta el Mar Negro y, eludiendo la Cólquide,
subió la cordillera, ahuyentó al ave con sus flechas y liberó a Prometeo. El
Titán, muy agradecido, le explicó que actualmente su hermanastro, el antiguo
Emperador Oceánico, vivía en una alta montaña del extremo occidental de África,
condenado también por Zeus a sostener la bóveda celeste.
Desde
el extremo Oriente, Hércules cruzó todo el Mediterráneo nuevamente, en navíos
griegos, hasta alcanzar el litoral ibérico. Subió a los Pirineos y lloró e hizo
sacrificios ante el monumental túmulo que le había levantado a su añorada
Pyrene.
Luego
descendió al extremo sur de Iberia, donde se encontró que el atlante Anteo, rey
acadiano de Tinguis, en el Magreb, estaba tratando de invadir los dominios del
desaparecido Gerión, que ahora eran llamados el Reino de Tartessos, para lo
cual tenía recién terminado un enorme puente de balsas flotantes bien
amarradas, hechas de vigas de grandes árboles y recubiertas de planas losas de
piedra, tan grandes y gruesas que podrían soportar el paso rápido de cientos de
carros de combate y elefantes (reconectando África con Europa como en el tiempo
del imperio atlante). Anteo se preparaba para atravesarlo con sus tropas, a fin
de conquistar Tartessos y luego la Iberia toda.
Los
griegos del emporio Tursha, que sentían tan poca simpatía por los descendientes
de atlantes que habían dominado en el pasado Tartessos (favoreciendo más a los
fenicios del emporio Gádir) como por los del Magreb, le contaron que Anteo
presumía de ser un hijo directo de Poseidón y Gea y que le venía tal flexibilidad
de su padre y tanta fuerza de su madre, que retaba a cualquier extranjero que
llegaba a su tierra a una lucha singular con las manos desnudas. De esa manera,
había logrado matar a tantos hombres, que con sus huesos levantó un templo a
Poseidón en Tinguis.
Hércules
tenía que atravesar las tierras de Tinguis para llegar a la cordillera donde
estaba Atlas, y como no se olvidaba de que el titán que reinaba en ellas se
había compinchado con Gerión para tenderle a Bébrix, padre de Pyrene, la vil
trampa en la que fue asesinado, mandó un heraldo tartesio a pedir permiso para
cruzar el puente, a fin de combatir limpiamente con Anteo a la vista de su
pueblo. El heraldo regresó diciendo que Anteo aceptaba el desafío y que le
esperaría dentro de diez días al otro lado del puente colosal, cuyos guardias
tenían la orden de dejarlo pasar.
Efectivamente,
al amanecer del décimo día, ambos forzudos se encontraron frente a frente sobre
la primera playa africana, rodeados de una multitud que había madrugado para
presenciar el combate y que daba vivas a su rey, convencida de que lo ganaría,
como todos los anteriores.
La
lucha libre con las manos desnudas era una especialidad de Hércules, aprendida
hacía muchos años en la escuela del centauro Quirón y largamente entrenada en
sus combates amistosos con sus compañeros argonautas, algunos de los cuales
eran verdaderos campeones, como Pólux, quien nunca pudo con Hércules. En muchos
otros combates, no tan amistosos, el poderoso hijo de Zeus había acabado con
muy fuertes enemigos, así que confiaba en su saber y su potencia.
Se
inició la lucha y nunca se ha visto otra igual: ambos contendientes practicaron
toda clase de fitas, mañas y trucos. Dieron a sus espectadores las mejores
lecciones de cuanto se puede hacer con las manos desnudas, la atención
concentrada, las piernas ágiles y el pensamiento rápido.
Sin
embargo, a pesar de la habilidad del atlante, el griego resultó ser más
versátil y más fuerte. Por tres veces consiguió arrojarlo a tierra, pero las
tres, cuando ya sólo faltaba aplicarle la llave de la derrota, Anteo parecía
recuperar toda su frescura inicial, apartaba a Hércules de un empujón, se
alzaba y volvía al combate. La tercera vez que lo hizo, Hércules ya se
encontraba fatigado, mientras que él parecía recién levantado de la cama. Lo
siguiente fue un violento acoso del que apenas acertaba a defenderse. Un
derechazo demoledor le acertó en la sien y lo lanzó a tierra. La multitud
rugió, aclamando a Anteo, a quien ya veían ganador.
En
el suelo, el griego sintió que se le nublaba la vista. Sintió un deseo inmenso
de cerrar los ojos, de abandonarse. Todo le llamaba a acabar, descansar y
apagar de una vez. Oyó al gigante viniendo a rematarle. Se sorprendió, de
pronto, de encontrarse así de pasivo y de desesperado, a punto de rendirse.
Sintió verguenza. En el último instante rodó sobre sí mismo y el golpe más
mortal de su enemigo machacó la tierra en su lugar, como un mazazo.
Hércules
respiró hondo y se encomendó a Atenea, su ánima invisible: “Diosa, confío,
confío, confío, vamos a vencer” abrió los ojos y se puso en pie tambaleándose.
Anteo ya venía de nuevo a por él como un toro.
Justo
entonces, la luminosa inteligencia de Zeus en sí mismo le hizo una revelación
interna: “Cada vez que Anteo cae en tierra, se recarga de nuevas energías, ya
que la Tierra, Gea, es su madre. Para derrotarlo tengo que impedir esa
conexión”.
Reuniendo
todas las fuerzas que le quedaban, Hércules se lanzó de cabeza contra la
cintura del titán flexionando las rodillas, luego se alzó, distendiéndolas, y
levantó a Anteo en el aire, al tiempo que atenazaba y apretaba su caja torácica
entre sus poderosos brazos y la cabeza, colocada como un ariete contra el
esternón del adversario.
Apretó
y apretó hasta casi sus últimos alientos, resistiendo los intentos del atlante
por zafarse o por poner un pie en tierra. De repente un ¡Crack! y un alarido
agónico. Las costillas de Anteo habían reventado. Hércules siguió apretando sus
órganos internos hasta que lo asfixió en el aire. Luego se lo echó al hombro mientras
se apoyaba en el tronco de un árbol para recuperar fuerzas. Sólo cuando lo
sintió bien muerto lo depositó sobre las ramas. No se fiaba de la dolida
Tierra, que mugía y se agitaba bajo sus pies tal como si fuese a desatar un
terremoto.
Sin
hacer caso, cayó de rodillas sobre la playa, agradeció sentidamente a Atenea,
Helios, Hermes y Zeus su continua protección y apeló ante ellos al sentido de
justicia de Gea, diciéndole que no había asesinado a su hijo, sino vencido en
buena lid a un terrible campeón, con lo que el temblor fue cesando poco a poco.
Luego dirigió su vista al Norte, por donde debía estar la tumba de Pyrene.
-¡Bébrix
ha sido vengado, mi amor! -clamó dentro de sí- ¡Al menos he podido cumplir la
mitad de las promesas que te hice!
La
multitud estaba revuelta ante la muerte de su rey y el indigno espectáculo que
daba su cadáver colgado de las ramas de un árbol, pero nadie se atrevió a
detenerle.
Hércules
cruzó las tierras de Tinguis y fue bajando hasta el centro sur del país, donde
se alzaba la poderosa cordillera en cuya cima vivía penosamente el viejo
gigante Atlas, antiguo señor del Horizonte Oceánico, caudillo de la guerra de
los titanes contra los olímpicos, en su fallido intento de mantener el legítimo
imperio de Crono.
Zeus le había derrotado en el cielo y en la
tierra, incluso mató a uno de sus hermanos de madre con sus rayos; pero a él le
había perdonado la vida a condición de que usase su descomunal fuerza para
aguantar la bóveda celeste sobre sus hombros eternamente, avisándole de que
sería aplastado por ella el primero si osaba apartarse.
Atenea
dentro de sí sugirió a Hércules que ahora ya no se iba a tratar de una hazaña
de fuerza y valor, sino de astucia y negociación; así que el griego ascendió a
lo alto de la montaña, saludó al poderoso gigante con mucho respeto y le expuso
el encargo que se veía obligado a cumplir por orden del rey Euristeo de
Tirinto, suplicándole su ayuda y asegurándole que su intención no era ofender a
nadie ni robar ni desafiar, sino sólo poder regresar con la misión cumplida.
Atlas
pareció quedar complacido con su correcta actitud y le respondió:
-Con
mucho gusto te ayudaré, Hércules, yo mismo iría a buscar las manzanas de oro
para tí, pero ya ves que no puedo soltar la bóveda celeste, o todos seríamos
destruidos... ¿Te atreverías a sujetármela mientras te las traigo?
El
griego probó, juntó su hombro con el de Atlas, que le fue cediendo, poco a
poco, el peso de los siete cielos. Cuando vio que aguantaba, el titán se
inclinó y lo dejó solo, prometiéndole regresar cuanto antes con los frutos
sagrados. Luego se alejó en dirección a occidente.
Casi
todo el día transcurrió y Hércules entendía perfectamente el suplicio reservado
a aquellos que tratan de conquistar más poder que aquél del que se pueden hacer
cargo con responsabilidad y libertad; el peso inaguantable de lo conseguido sin
justicia es el castigo de los soberbios. Al caer la tarde sentía que se iba a
quedar petrificado, como la montaña sobre la que se apoyaba; pero entonces oyó
como Atlas regresaba por el sendero.
-¡Atlas
es hombre de palabra, Hércules! –dijo, abriendo sus manos ante él- Aquí te
traigo las manzanas de oro que te prometí. Pero ¿sabes lo que he estado
pensando todo el día? ¡Pues pienso que es maravilloso andar por donde uno
quiera, como un simple vagabundo, sin tener que llevar encima el peso del
universo! ¡Así que quédate con las manzanas, pero también con mi tarea, que yo
me voy a tomar unas buenas vacaciones a tu salud! – y el gigante se partía de
la risa-. Si quieres, yo mismo se las llevaré al rey de Tirinto en tu nombre,
para que sepa que has cumplido con él.
El
griego vio que se la habían jugado bien y pensó rápidamente un ardid que le
permitiese salir de aquella penosa situación. Se le ocurrió hacerse el tonto.
-Si
me prometes que se las llevarás a Euristeo en mi nombre, mi honor quedará a
salvo y daré por bien empleado este nuevo trabajo, Atlas. Pero, por favor,
acércame esas manzanas para que yo las vea, antes de irte.
Manteniéndose
a distancia y aún sonriendo, el titán tendió las palmas de las manos, con los
frutos encima, hacia el estúpido héroe.
-¡Estas
manzanas no son de oro! -gritó Hércules súbitamente con la mayor furia- ¡Estás
queriendo engañarme!
-¿Cómo
que no son? -y Atlas dio un paso al frente para examinarlas. Justo en ese
momento, Hércules hizo un regate y se dejó caer a tierra, junto a sus pies,
soltando el cielo. La bóveda celeste se les vino encima y el gigante, que
estaba más alto, por puro instinto de supervivencia y por costumbre, soltó las
manzanas y sostuvo el cielo con todas sus fuerzas para que no les aplastara.
Hércules agarró los frutos y, rodando sobre sí mismo, se dejó caer del monte,
falda abajo.
Rió,
desde lejos, al ver que Atlas estaba teniendo que soportar el peso en una
posición mucho más incómoda que antes, pero no se apiadó de aquel truhán que
había querido esclavizarlo.
-¡Mejor
le llevaré yo mismo las manzanas a Euristeo, noble Atlas! ¡Ese tirano podría
tratar de convertirte en su esclavo y yo, al fin y al cabo, ya estoy
acostumbrado! ¡Te agradezco que me las trajeras! ¡También me tomaré esas
vacaciones en tu honor! ¡Cúidate esa espalda, amigo y que te sea leve! -Y el
astuto griego se alejó carcajeándose.
Cuando
volvió a pasar por Tinguis con su preciosa carga, ya un hijo suyo había
sustituido a Anteo y ordenó a sus guardias que aprisionaran al matador de su
padre. Pero Hércules se deshizo de ellos a puñetazos y corrió hasta el arranque
del puente de balsas de madera y piedra que cruzaba el estrecho.
Arrancó
las pesadas losas y se las fue lanzando junto con las vigas, como proyectiles,
contra las tropas cada vez más numerosas que le perseguían; luego pasó a la
segunda balsa y también arrancó sus losas y sus vigas y las arrojó hacia atrás,
y así hizo con todas, hasta la mitad del estrecho, lanzando seguido hacia la
costa de Iberia todos los demás materiales de las balsas que seguía
destruyendo.
Cuando
llegó a la orilla, no quedaba ni rastro del puente ciclópeo de Anteo, con lo que
quedó definitivamente separada África de Europa.
En
adelante, las acumulaciones de losas de piedra y vigas que el forzudo arrojó,
formando dos grandes montones, a un lado y otro del estrecho, fueron llamadas
“Las Columnas de Hércules”. En los inviernos siguientes, serían cubiertas de
arena y tierra por los fuertes vientos de la zona y acabarían transformándose
en los cabos de Abila en África y de Calpe en Europa.
Los
tartesios, que le pasearon por su capital en el carro del triunfo, nombrándolo
héroe local mientras aclamaban a plena voz su victoria sobre Anteo, mjentras
cantaban coplas humorísticas en su honor, pintaron dos columnas en el escudo de
su reino, con la inscripción ”No más allá”. Aunque dijo por entonces su oráculo
de la Diosa, en el bosque de Doñana, que aquella región y toda la Iberia llevan
inscrito en su linaje el destino de seguir al Sol sobre las aguas, hasta un
“más allá” que hoy por hoy, ni podemos adivinar.
Hércules
regresó a Tirinto con las manzanas de oro y se las entregó a Euristeo, quien,
para no meterse en problemas con los dioses, se las ofreció a Atenea. Dicen los
sacerdotes que Atenea decidió devolverlas a las Hespérides, para que Hera no
tuviese un motivo más por el cual aumentar su encono contra Hércules... y con
su trabajo número once terminado -sonrió el bardo Jacín dando una última
pulsación a su lira-, también este cuento se ha acabado, amigo Orfeo”.-
Orfeo
agradeció por la narración y alabó la manera tan simple y ágil, y realista
dentro de lo posible, como la había sabido contar el pirenaico.
–...Yo
ya había oído declamar partes de esa historia a otros aedos –explicó- y decían
que Hércules separó, con su fuerza descomunal, Europa de África, empujando las
montañas. En Grecia están muy orgullosos del famoso equilibrio apolíneo y del
justo medio donde se asegura que reside la virtud... pero, en realidad, el
pueblo es dionisíaco y le encantan las exageraciones y los excesos, cuanto más
desmadrados mejor.
-Eso
gusta en todas partes, colega, es la servidumbre de nuestro oficio -respondió
Jacín con un guiño-... la gente nos exige historias sobrenaturales e
increíbles, con dioses, demonios y dragones. Sin embargo, tú y yo sabemos que
las mejores historias no son las vividas por los héroes capaces de derruir una
montaña con sus manos, sino las de la gente corriente, que supera su propia
sencillez a base de amor y lealtad... a mí me gustaría escuchar una buena
historia de gente corriente, en la que no aparecieran magos, ni guerreros, ni
dioses ni dragones.
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