quarta-feira, 27 de novembro de 2019

PARTE TERCERA: EXPERIENCIAS PIRENAICAS


PARTE TERCERA:
EXPERIENCIAS PIRENAICAS
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40- EL LINAJE DE PYRENE


Así, Orfeo pudo escuchar del vate pirenaico que animaba la fiesta, quien se llamaba Jacin, en simples pero muy sabrosos versos de romance popular, el relato de uno de los famosos trabajos de su antiguo camarada argonauta en Iberia.

Euristeo de Tirinto era el mezquino tirano bajo cuya obediencia habían puesto los Dioses a Hércules como condición purificatoria de sus culpas. Un día su heraldo vino con una orden del rey para que el coloso marchase al remoto Occidente, con la misión de arrebatarle al gigante Gerión su rebaño de vacas y bueyes rojos.

Euristeo de Tirinto odiaba a Hércules. Al principio florecía de orgullo de poder mandar en él por orden directa de Zeus, a través del Sumo Sacerdote olímpico. El día que el héroe vino a inclinarse ante su trono y a ponerse humilde e incondicionalmente a sus órdenes, se sintió el más importante y poderoso monarca del mundo.

Pero aquel siervo no podía ser humilde, por muy sinceramente que se lo propusiese. El maldito no dejaba de triunfar con la mayor brillantez, hazaña tras hazaña, por muy duras que fuesen las condiciones de sus trabajos, y el pueblo lo idolatraba.

Cuando aparecían juntos en público, no había vítores más que para él, y eso hacía sentirse disminuido al rey de la muy potente y agresiva ciudad-estado aquea, hijo del famoso héroe Perseo. Cada vez que pensaba en Hércules se sentía más mediocre aún de lo que en realidad era.

Su siervo le eclipsaba. Por lo cual le ordenaba misiones cada vez más difíciles, con la esperanza de que por fin fuese derrotado y humillado o, si fuese posible, eliminado.

Sus informantes le habían dicho del tal gigante Gerión del remoto Occidente (hijo de Crisaor y Calírroe, cuyo padre era Océano, titán procedente de Venus, según el mito) que era fuerte y brutal como un tifón, que tenía tres cabezas y seis brazos, y que había vencido y enterrado a muchos héroes.


Cuando Hércules, sin amedrantarse, cruzó los mares una vez más y consiguió llegar al lado ibérico de los Pirineos (que aún no se llamaban así), pudo averiguar que lo que se decía en Grecia del gigante Gerión había sido deformado, como siempre, por el boca a boca, la imaginación y la distancia, y que no era verdad que tuviese tres cabezas ni tantos brazos, sino tres poderosos ejércitos que, partiendo de Tlantesos, su reino del Sur, con capital en la isla Erytia, habían ido dominando con fuerza avasalladora los otros tres puntos cardinales de Iberia.

Ante tal poderío, Hércules buscó la alianza de aquellos íberos del norte que aún ofreciesen resistencia o que deseasen liberarse del conquistador.

Los primeros verdaderos resistentes que encontró y a quienes se unió, acabaron llevándolo a ver a su princesa Pyrene, en un lugar escondido en pleno corazón de la cordillera.

El griego se quedó sorprendido ante la belleza de formas y la majestad de aquella joven alta, de larga cabellera rubia sobre su piel dorada. Sus ropas eran tan sencillas y desgastadas como las de sus hombres, pero cada leve movimiento suyo les imprimía una distinción impresionante.

Aunque la bella sólo reinaba sobre un remoto campamento de rebeldes medio desesperados, muchos de ellos heridos y bastante carentes de medios de combate, parecía que aún se hallaba en la más noble y civilizada de las cortes, el coloso no dudaba de que debía ser la noble descendiente de una antigua cultura, seguramente mucho más rica y evolucionada que las que había conocido en todo el Egeo, e incluso en Egipto.

Tras recibirle con la mayor dignidad y mientras compartían con él lo poco que tenían, la aristocrática Pyrene confirmó los exóticos orígenes que Hércules había intuído, contándole que era hija del asesinado rey Bébrix, descendiente de Túbal, cuya familia venía directamente del linaje de los antiguos reyes Toltecas de la Hesperia Blanca, “Tierra del Atardecer”, uno de los diez estados que conformaban el imperio oceánico de Atlantis, que había sido la más refinada civilización mundial durante la pasada Cuarta Era de los Titanes.

Ante su cautivado interés, ella le fue explicando, con relatos que luego fueron confirmados y ampliados por sus parientes más próximos, como los antiguos Atlantes, sus antepasados, hijos de Poseidón y de Clito, habían sido civilizados por los dioses Titánicos, muchos milenios antes de que existieran los Olímpicos.


-“Mi abuelo, Túbal, me contaba cuando yo era niña –narraba Pyrene con una elegancia de voz que le fascinaba–, que de la unión del Dios Padre del Cielo, Urano, con la Diosa Madre de la Tierra, Gaia, habían salido, en primer lugar, los siete Demiurgos planetarios que a todo dieron carácter con la emanación de sus siete rayos. De ellos salieron, después, los dioses del cielo, de la tierra y del mar. Todos aquellos seres eran emanaciones de distintos grados o aspectos del Único, más simples o más complejos.

Gaia gobernó el universo con el amor, el rigor y la armonía con que una madre gobierna su hogar durante miles de siglos. Sus primeros hijos eran espirituales y puros, y se quedaron habitando, hasta hoy, las dimensiones más sutiles de nuestro mundo, dedicados a crear arquetipos para el desarrollo evolutivo del planeta.

La segunda generación tenía cuerpos etéricos, porque sus seres eran puras energías, que vitalizaron los mundos elementales de un planeta todavía demasiado convulsionado para permitir la supervivencia de otro tipo de cuerpos. . La tercera fue la de los gigantes Lemures, ya encarnados en invólucros de carne y huesos, y que acabaron diferenciándose en dos sexos complementarios, semejantes a los de los hombres y mujeres que hoy conocemos, aunque eran muchísimo más altos, fuertes y dotados de grandes poderes.

Contando con la ayuda y guía de los más avanzados espíritus que había producido el ciclo evolutivo anterior, fueron capaces de ir desarrollando una civilización mundial a lo largo de muchísimos milenios, pero, como todas las civilizaciones, también ellos vieron llegar su corrupción después de su cénit, al trastocarse sus valores e imperar el vicio y la magia negra, lo que también afectó al mismo padre de los gigantes, para gran desagrado de Gaia.

Pasó el tiempo y la decadencia y la degeneración aumentaban. Urano, perdida su conexión con la Fuente y obsesionado por la lujuria, ya sólo era capaz de engendrar monstruosos centímanos y cíclopes bien rudos en el sufrido vientre, siempre virgen y siempre fecundo de la Diosa. Cuando ella protestó y lo rechazó, él se volvió demente y tiránico, encerró a sus horribles hijos en lo profundo del Tártaro y la forzaba y violentaba cada vez más, para poder seguir descargando en ella su envilecido deseo.

La Madre del Mundo llamó entonces en su auxilio a su más querido hijo, Crono, quien, apoyado por sus compañeros de generación, los Titanes, puso fin al tiempo de su padre, mutilando su poder generador con una hoz y sentando el inicio de una Nueva Era.

Durante ella, Crono reinó en compañía de Rea, el aspecto ninfa en el que se manifestó entonces Gaia, quien formó los cinco Dáctilos con los dedos de su nuevo esposo para que la sirviesen y los hizo guardianes y cronistas de sus Misterios Kabíricos en una montaña sagrada. Entretanto, sus súbditos titanes evolucionaron brillantemente durante miles de años, poblando un gran continente y varias islas que se encontraban en medio del Océano.

Pero el castrado Urano, antes de diluirse en el éter y el olvido, había maldecido a Crono con la profecía de que, igualmente, uno de sus hijos le destronaría. Así que, muy pronto, los remordimientos y el temor lo enloquecieron y acabó degenerando como su padre: paranoico, devoraba a sus hijos en cuanto Rea los daba a luz.

Engulló a Hestia, Démeter, Hera, Hades y Poseidón. Eso lo aficionó a la sangre y comenzó a exigir sacrificios humanos a sus súbditos, que sus sacerdotes, ocultos tras espantosas máscaras gorgónicas, realizaban a docenas en lo alto de pirámides escalonadas, con el pretexto, convertido en doctrina, de que si no se alimentaba con sangre humana a los dioses, éstos no podrían sostener la continuidad de la vida en el mundo.

Rea, horrorizada, decidió acabar con aquello y lo engañó, dándole a tragar una piedra envuelta en pañales en lugar de su sexto hijo, Zeus, al que crió bien oculto en una isla distante.

Cuando Zeus se hizo hombre, se enamoró de la titánide Metis, personificación del aspecto sabiduría de la Antigua Diosa Madre de Todo, quien le aconsejó una argucia: tras conseguir que Rea le nombrara copero de Crono, le administró un purgante que le obligó a vomitar a todos sus hermanos, quienes, como eran inmortales, salieron ya adultos de su vientre, detrás de la piedra del engaño.

Entonces escaparon todos juntos, atrincherándose en una alta montaña llamada el Olimpo, donde consiguieron, con el tiempo, que se les fuera uniendo un pequeño ejército formado por los cíclopes y los gigantes de cien manos a quienes liberaron del Tártaro y por todos aquellos que estaban hartos de la locura de Crono, e iniciaron contra él una guerra despiadada, como todas las guerras civiles, que duró muchísimos años, ya que la mayoría de los titanes le seguían siendo fieles.

Los dirigentes Crónidas, todos ellos bastante viejos y decadentes, buscaron entre sus nietos un caudillo joven que oponer a los Olímpicos, y lo fueron a encontrar en la persona de un hijo bastardo que había engendrado Poseidón, hermano mayor de Zeus, cuando recién liberado: el fortísimo Atlas o Atlante.

Atlas tenía una explosiva mezcla de orgulloso amor y de resentido odio a Poseidón, quien había forzado a su madre, la ninfa Clímene, hija de Helios, arrebatándosela a su esposo, el titán Jáfet o Jápeto, un corazón noble que, a pesar de todo, crió a Atlas como si fuese uno más de sus tres hijos legítimos con ella, sin hacer la menor diferencia.

Tras sus primeras victorias sobre los rebeldes, Crono colmó de honores y riquezas a Atlas para asegurarse su lealtad, haciéndole emperador del más evolucionado país de la superficie de la Tierra para entonces, el Continente Oceánico, que desde ese momento pasó a llamarse La Atlántida.

Aquel bello y grande reino, situado en un archipiélago ante lo que hoy son los litorales occidentales de Iberia y el norte de África, verde jardín mimado por los dioses, estaba habitado desde los tiempos más antiguos por los hijos de los titanes de la Luna y del Mar más sabios y más fieles, a quienes Urano primero y Crono después, habían enseñado a dominar las leyes naturales de tal manera que, cuando el resto del mundo apenas sabía vivir de otra cosa que de la caza y de frutos silvestres, ellos ya podían servirse de la energía de los elementos y de técnicas agrícolas que, partiendo de semillas seleccionadas y perfeccionadas, producían enormes cosechas de cereales y frutas sobre campos sabiamente cultivados y fertilizados por grandes cadenas espirales de canales de riego.

Habían domesticado con su magia, también antes que nadie, a numerosas especies de animales, y poseían grandes rebaños de vacas, de caballos y hasta de elefantes de razas mejoradas, a los que usaban para construir grandes edificios.

Además desarrollaron la metalurgia y la navegación a vela y sabían desplazarse a bordo de sus naves a enormes distancias, teniendo muchas colonias tanto hacia el Oeste, por donde se pasaba de una isla a otra, Aliba, Sarpedona, Melousa, las Pontion y las Antilias, hasta un continente, rico en minas, que había en el remoto Occidente... como hacia el Este, en las tres Hesperias, cercanas a África y Europa.

La Gran Isla alargada de Atlán o Poseidonis, donde se encontraba la capital, La Ciudad de las Puertas de Oro, estaba en el centro de un enorme golfo, separado por un ancho brazo de mar de los bordes peninsulares de la actual costa oeste de Iberia.

Entre la gran Poseidonis y los litorales ibéricos se encontraba la isla llamada Hesperia Branca o Erytia, que por entonces era alargada y penetraba bastante en el océano. El emperador Atlante había entronizado en ella a su hijo Gádir. El prestigio cultural de aquel reino y su culto al tótem del toro influenció a los ligures que vivían en su entorno, desde mucho antes de que se mezclaran con varias migraciones de pueblos pelasgos.

Los ligures eran los habitantes más antiguos de Europa y se extendían, por el sur del continente, alrededor de un gran lago de agua dulce, llamado Piélago, o Mar Ligur, que había en el centro de lo que hoy es el Mediterráneo Occidental. Llegaba hasta el pie de los Alpes y los Apeninos y a través del norte de África, en aquel entonces limitado al sur por el Mar del Sahara, estrechándose hasta cerca de Egipto y, con una prolongación de pequeños lagos conectados, hacia la tierra de Canaán.

Al este de la actual Grecia desembocaba el gran río que hacía descender desde el norte las aguas sobrantes del mar Negro (entonces llamado Gran Lago del Cáucaso), que se juntaban allí con las del Nilo, ya que las costas egipcias y fenicias estaban mucho más próximas a Creta de lo que están ahora.

Gracias a su sabiduría conectada a la raíz, la rica civilización atlántida había ido creciendo y creciendo, hasta poblar completamente todo su territorio insular, de tal manera que utilizaron sus grandes conocimientos y poderes tecnológicos para construir puentes y diques y extender su patria durante varios siglos, ganándole terreno al mar.

Todo un sistema de grandes rocas movibles colocadas por los sabios en los lugares adecuados regulaban la lluvia o la sequía, si dirigidas hacia arriba o hacia el suelo, manteniendo estable el subsuelo del país, sin que le afectaran demasiado los terremotos o las erupciones volcánicas que, en otros tiempos, habían producido periódicamente grandes cataclismos, de hecho, la Atlántida había sido el mayor de los continentes durante miles de años, después se había hundido restando dos grandes islas, Ruta y Daytia, y gran parte de ellas ya había desaparecido en otra catástrofe cíclica. El archipiélago que rodeaba a Poseidonis era una parte ínfima de lo que Atlántida había sido durante la Era de los Titanes.



A lo largo de cientos de milenios, aquella cultura en continuo perfeccionamiento fue construyendo un mundo modélico, un verdadero paraíso llamado. en tiempos de Urano, el Adama, luego Adán y, en la Era siguiente, Atlán o Atlantis. Sabios de muchas tribus y naciones emprendían el larguísimo viaje hacia el extremo Occidente en busca del conocimiento de los titanes.

La ruta principal atravesaba todo el norte de Iberia hasta el océano. Allí estaba el principal puerto de intercambio entre ellos y los ligures. Era fácil comerciar, pero sólo a los extranjeros de mucho mérito les permitían embarcarse hacia sus bienaventuradas islas. Los que regresaban de allí se convirtieron en maestros iniciadores de sus pueblos a la agricultura, la ganadería, la metalurgia, la construcción, la medicina y a muchas artes y ciencias más.

Pero, como a todas las grandes naciones, también les llegó el día a los Adámicos, en que, demasiado ricos, empezaron a hablar de sus principales valores, disciplina social y virtudes peculiares como rígidas severidades y moral propia del pasado. Relajada la disciplina cívica y la conexión con el Espíritu que cuida de todos, los altos saberes de Atlán, utilizados egoísticamente, se convirtieron en destructiva Magia Negra, lo cual se simbolizó por la apertura de la Caja de Pandora...

Un golpe de estado dirigido por las fuerzas más involutivas obligó a desterrarse al Emperador Legítimo y a todos los Guardianes y Vigilantes de “las Manzanas de Oro del Árbol del Conocimiento de los Bienaventurados”, es decir, al cuerpo de Iniciados de la Logia Blanca que se mantenía focalizado en la realización del arquetipo evolutivo de la Cuarta Raza-Raíz y bien ligados con los Maestros Suprafísicos que les transmitían y actualizaban el Plano Divino. En la capital, los Iniciados fueron sustituidos por una logia negra de hechiceros.

Desde aquel día el poder imperial se convirtió en vana y tiránica soberbia y su impulso constructivo en sensualidad, ambición y decadencia, que fue empeorando a medida en que las nuevas generaciones huían cada vez más de la fe y del esfuerzo y se entregaban a la satisfacción hedonista de los cuerpos inferiores, al consumo por el consumo y al escepticismo egolátrico. Los antiguos Iniciados que no fueron asesinados tuvieron que emigrar lejos con sus parientes y seguidores.

La clase dominante de sus reinos, cada vez con mayor frecuencia llegaba al poder mediante la intriga, el fraude a las leyes y el asesinato, y vino el momento en que ya no podía generar más puestos de trabajo, ni sufragar servicios sociales, ni aumentar el enorme y estéril aparato de funcionarios parásitos que vivían de los impuestos de los pocos que producían riqueza real y de las colonias sojuzgadas. La depresión general era inevitable.

La gloriosa Subraza Tolteca decayó completamente y fue sustituida por la Subraza Semita y luego por la Subraza Acadiana, pero los sucesivos emperadores que ocupaban el trono de la Ciudad de las Puertas de Oro, pese a muchas tentativas de reforma integral o incluso revolución, acababan, inevitablemente, por convertirse en dirigentes de la Logia Negra o de alguna de sus fracciones predominantes, clave del mantenimiento en el poder mediante los métodos más sucios. El Imperio Atlante llevaba en su corazón un tumor que todo lo devoraba.

Entonces, para ocultar a los ciudadanos la corrupción que estaba acabando con su imperio, anticipándose a la inevitable revuelta que iba a desencadenar el malestar general, uno de los Emperadores Negros acadianos se lanzó a toda una serie de aventuras exteriores de conquista de países circundantes, que realmente no eran necesarias, pero que servían para mantener la vitalidad de los degenerados dioses titánicos (mediante magia negra, ofrendándoles sangre de prisioneros), también para mantener fieles a los generales ante la posibilidad del botín, para dilapidar el tesoro público en armamento destructor o en obras de reconstrucción, con gran ganancia de los políticos intermediarios, y para imponer un férreo control al pueblo, a base de restringir las libertades ciudadanas, aplicando censura y la disciplina militar a las voces críticas y a los disidentes del sistema, a quienes se tachaba, como siempre, de antipatriotas.



El imperio obtuvo una espantosa derrota con pérdidas insoportables cuando se intentó la conquista de lo que hoy es el Mar Mediterráneo. Fue llamada la Guerra Ligur, y en ella, los antepasados de la que iba a ser la Raza Raiz Ariana se independizaron definitivamente de la influencia de la Raza Raiz Atlante en decadencia imparable. Nunca más los dirigentes atlantes volvieron a intentar aventuras exteriores, ocupados como estaban en defenderse continuamente de intrigas y revueltas en la misma Poseidonis, último territorio donde imperaban.

La guerra interna por el puro poder egoico de convertirse en Emperadores Negros, guerra espantosa de magos como el mundo jamás vio, se generalizó de tal manera en una raza tan apasionada, que las pocas personas de buena voluntad y positiva evolución mental que quedaban en la gran isla madre de la raza, acabaron uniéndose y saliendo ocultamente en migraciones pacíficas dirigidas a distantes partes do mundo.

Algunas de ellas, dirigidas por lo que quedaba de los Iniciados Blancos, se convirtieron, exiladas en países bien distantes y luego de una purificación general que duró varias generaciones, en semillas de la Nueva Raza Raiz.

 Finalmente, el odio entre las facciones enemigas acabó ultrapasando cualquier limite de prudencia en la utilización de todo tipo de recursos que la magia negra –que ellos llamaban Ciencia- inventó para que los hombres se exterminaran mutuamente. Recurriendo a provocar explosiones o incendios pavorosos sin el menor escrúpulo, a la contaminación sistemática de grandes territorios con sustancias venenosas y al exterminio sistemático de personas, animales y plantas en regiones enteras y, finalmente, a la manipulación dirigida de catastróficas mudanzas climáticas, a la provocación artificial de terremotos e inundaciones… con lo que acabaron por destruir el delicado equilibrio que mantiene estables las placas tectónicas que conforman los continentes.

 En un solo día y una noche terrible, una antigua falla sísmica que había al pie del istmo que unía Iberia con el norte de África, se abrió como una tela que se rasga y se elevó la placa tectónica, provocando que las aguas barrieran todo el archipiélago de Atland hacia occidente. Al llegar al otro lado del Océano, la ola devastadora volvió en sentido inverso. Su multiplicado peso chocó contra la barrera de montañas, hizo bascular la placa de nuevo, y así una vez más, hundiéndose todo el litoral occidental de Iberia mientras se elevaba el oriental y los Pirineos, hasta que se cortó y se derrumbó definitivamente el istmo y, con él, desaparecieron las tres Hesperias y todas las arrasadas tierras atlánticas.

El mundo se conmovió cuando las aguas del océano, por Occidente, y las del Mar Negro, que entonces era un lago, invadieron, en una aplastante cascada de doscientos metros de altura, el lago Ligur y la cuenca entera del gran valle del sur de Europa. También se vació en él y en el Océano todo el Mar del Sáhara, quedando convertido en un desierto. Toda la flota y los puertos pelasgo-ligures fue tragado por las gigantescas olas, igual que sus enemigos, extendiéndose las rugientes aguas y formándose lo que ahora se llama el mar Mediterráneo.

Muchas naciones desaparecieron por completo y quienes consiguieron sobrevivir en las cumbres de las más altas montañas, que ahora eran archipiélagos de islas, volvieron al primitivismo. El sonoro y exacto idioma Atlánico o Adámico, que servía como lengua franca para la comunicación universal, se escindió y corrompió en la multitud de lenguas que hoy separan a los hombres. Sólo las pirámides construídas en Egipto quedaron en pie, para testificar que en el pasado había existido una tan soberbia y avanzada civilización.

Sin embargo a pesar de que el cataclismo segó la vida de una gran parte de la humanidad y toda su cultura, en la dimensión de los dioses, los Olímpicos, mentores de la Quinta Raza Raíz naciente, habían triunfado plenamente sobre los Titanes de la Cuarta. Una nueva era comenzaba, para la mezcla superviviente de ambas facciones.

De todo el gran pueblo de la Atlántida o de sus vecinos, sólo se salvaron rústicos montañeses o aquellas personas más cultas que, en el momento del hundimiento, se hallaban a bordo de naves en el océano, lejos del centro del cataclismo o en las márgenes del lago Ligur y que fueron capaces de arrostrar las primeras oleadas devastadoras de los maremotos y soportar el hambre y la sed que llegaron después, durante muchos días, hasta que consiguieron desembarcar en la cumbre de alguna montaña, ahora convertida definitivamente en isla.





41- LOS ÚLTIMOS ATLANTES


Fue de esa manera que sobrevivió el linaje de Pyrene, cuyo ancestro, Noyeh o Noel, descendiente del rey Gádir de la Hesperia Blanca, con ciento nueve personas más, animales domésticos y plantas de cultivo, consiguió desembarcar, cuando las aguas por fin se acalmaron, en un monte llamado Aro, de una sierra del extremo occidental de Iberia, que corona y divide verdes valles fluviales costeros, todavía hoy inundados por el océano, denominados rías.

En la ladera de aquella sierra plagada de dólmenes, al borde de la ría, su biznieta Noela, Noelia o Noia fundó más tarde la villa de su nombre, muy cerca de lo que había sido tierra de sus enemigos, los ligures pelasgos más occidentales, los lugones, con cuyos diezmados descendientes empezaron a unirse los hijos de los desarrollados y cultos titanes, al encontrar hermosas a las hijas de los rústicos nativos,

Los lugones estaban en una situación tan miserable después del cataclismo, que Noel y su familia fueron para ellos como santos dioses iniciadores, que les enseñaron de nuevo los rudimentos de la civilización. Los héroes, jefes y chamanes de todas las tribus volvieron a peregrinar hacia allí para recibir el preciado conocimiento antiguo. Siglos más tarde, cuando se ofrece un premio a los niños, aún se les dice que si se portan bien, les traerá regalos el Padre Noel al principio del próximo ciclo solar. La Civilización Atlante, en su periodo final, había sido fuertemente patriarcalista e imperialista, pero el pequeño grupo de Iniciados Blancos que intentaban continuar conectados con el Plan Divino, a pesar de las imposiciones del Emperador Negro y del egocentrismo y decadencia general, habían recibido de la Jerarquía, a través de canales, claras instrucciones de unirse a una Nueva Raza que se estaría gestando bajo una polaridad femenina y contribuir con sus conocimientos a crear, desde la pureza, el amor y la simplicidad, un nuevo modelo de civilización verdaderamente evolutiva.

Jáfet o Jápeto (a quién habían llamado así en recuerdo del padre terrenal del emperador oceánico, el primer Atlas), era uno de los tres hijos de Noel. Entendiendo tan bien como su padre las instrucciones de la Jerarquía Blanca, fue uno de los primeros, entre los jefes de los exiliados, que no tuvo inconveniente en confraternizar con la entonces bien rústica Quinta Raza, y engendró a Túbal en una Madre de Tribu lugona perteneciente al Clan del Lobo. La mayoría de los otros refugiados atlantes, sin embargo, intentaban reproducir su vida anterior, una vida en la que pretendían seguir viviendo cómo aristócratas, conformando una élite noble para la cual, según ellos, los indígenas ligures no tenían nivel. Como mucho podrían ir siendo adestrados, con mucha paciencia, como sirvientes, los más dóciles, o como puros trabajadores manuales.

Por el contrarío, Túbal, hijo de la primera mezcla, a pesar de seguir siendo ante sus paisanos un verdadero príncipe atlante de elegancia impecable, confraternizó desde niño con los lugones, los trató como sus hermanos, les enseñó a forjar instrumentos de metal y a construir buenas embarcaciones y llegó a integrarse tan bien entre ellos que, primero, lo aceptaron como miembro del Clan del Lobo y más tarde, al llegar a adulto, como Consejero del Jefe de Guerra de la tribu, especialmente después de que lo vieron enamorarse y unirse a una Alta Sacerdotisa de Mar que todos respetaban. Mar o Mari era el nombre de la Madre Tierra-Agua litoral o marina, y aquella sacerdotisa se llamaba Gal y era hija de refugiados pelasgo-ligures acogidos por los lugones y algo más cultos que ellos. Los ascendentes de Gal habían habitado, antes de la inundación, el litoral de Maia, una bella tierra donde llevaban tiempo mezcládose con tribus de arianos lunares, llegados de oriente en distintas ondas. Sin embargo, la tierra donde se encontraban ahora había sido tan afectada por la inundación y era tan poco productiva, que no daba para sostener a tantos refugiados, entre los cuales ya comenzaban a surgir conflictos sociales importantes. Gal estaba recibiendo muchos estímulos de sus guías internos para trasladarse a otro lugar con mejores posibilidades, y fue concordando con su amado Túbal, que para entonces ya era un excelente carpintero y herrero, en la decisión de concentrar todos los esfuerzos de ambos en construir tres naves, con el fin de dedicarse a buscar, aún hacia el este, tierras mucho más altas, donde tal vez pudiesen haber campos adecuados para la agricultura y otros supervivientes de la catástrofe a los cuales unirse. Finalmente se embarcaron con algunos de los hijos de los atlantes y con aquellos jóvenes lugones del Clan del Lobo que decidieron acompañarlos. Sus naves exploraron las montañas Astures, encontrándolas prácticamente despobladas, y siguieron por la sierra de Aralar, al pie de los Pirineos, donde por fin encontraron una buena cantidad de montañeses acadianos vascos, el pueblo más antiguo de Europa. Con la mayor humildad, los recién llegados suplicaron a los nativos que les permitieran integrarse entre ellos de forma igualitaria, lo que se fue facilitando después de colaborar en todo con ellos y, al mismo tiempo, irles transmitiendo lo más constructivamente básico del saber atlante que ellos eran capaces de asimilar, aquello que hallaban útil para mejorar su forma de vida, sin dejar de ser ellos mismos. Sin embargo Gal, cuyo encanto e inteligencia conectada le abrió pronto la confianza de las sacerdotisas nativas de Amalur, llamadas “sorginas”, estaba descubriendo, de la mano de ellas, la región más elevada de los Pirineos, llena de acogedores devas con los que podía comunicarse muy bien desde el amor, al tiempo que sintiendo una enorme atracción por uno de sus valles, pleno de puras energías naturales y nunca hasta entonces habitado por seres humanos. Confiando en las intuiciones de su compañera, Túbal, a quien los vascos llamaban Atland (el Atlante), convenció a los atlantes y lugones que lo habían acompañado de la conveniencia de establecerse allá, y negoció con los indígenas la fundación de la primera verdadera ciudad de la Iberia post-diluviana, a la cual dieron el nombre de Lur, usando el nombre del tótem del Clan del Lobo lugón, Lu, que coincidía con el nombre compuesto que los nativos vascos daban á Fuerza vital de la Naturaleza, Ama-lur… aunque los descendientes de aquellos indígenas prefirieron renombrarla tiempo después como Tubalia. Así fue como en el centro más elevado de las montañas pirenaicas, el nuevo linaje atlante-ariano-vasco, bien conectado a la buena guía de la Madre Divina común, fue construyendo y haciendo crecer la ciudad de Lur, llegando hasta disponer de gente y fuerzas suficientes como para expandirse, poco a poco, a base de establecer relaciones de mutua cooperación con las tribus montañesas. De esa manera se fueron desarrollando los centros civilizados del nuevo reino al largo de toda aquella cordillera, de mar a mar. El rey Túbal el Atlante tuvo tres hijos de su amada Gal, dos mujeres y un varón: Lys-Noela, Galjáfet y la primera Pyrene. Lys-Noela era tan pura y luminosa desde niña que en todo el mundo florecía lo mejor de sí mismos ante su presencia. Al llegar a la edad adulta, decidió consagrarse enteramente como sacerdotisa de Mari. Como sentía claramente que Mari y Amalur eran la misma energía con distinguidos nombres, consiguió, apoyada por Gal, ayuda general para levantar un templo dedicado, simplemente, a la Divina Madre en la entrada de una caverna que las sorginas consideraban sagrada, en una zona alta que debía ser, en adelante, preservada por aquellas sacerdotisas como santuario natural. Sin embargo, su prospera felicidad acabó por despertar la envidia y codicia del hombre en quién habían los reyes depositado su máxima confianza. Se trataba de un gigantesco titán llamado Aneto que, con aquella pasión desenfrenada que caraterizaba a la Cuarta Raza Raíz, enloqueció por Gal y acabó atravesando a Túbal con una flecha traicionera. Se siguió un golpe de estado, y Aneto tomó con sus tropas la capital y el palacio real, encerrando en el Templo de la Diosa a la princesa-sacerdotisa Lys-Noela.
 Gal, sus hijos Galjáfet y Pyrene y algunos fieles habían logrado escapar al campo antes, pero Aneto consiguió alcanzarlos y reducirlos. Cuando ya se disponía a violar a Gal, la Alta Sacerdotisa lo maldijo con todas sus fuerzas, invocando la ayuda de su Diosa Mari.
 Cuentan las leyendas pirenaicas que Mari hizo que su compañero, el dragón celeste, escupiese un rayo de fuego sobre el titán Aneto, que quedó inmediatamente calcinado, fosilizado y convertido en la enorme montaña que ahora cubre el Palacio de Atland y la Ciudad de Lur, que sólo siguieron existiendo en más elevados Planos Internos, comandados por el espíritu de Lys-Noela.

Ante aquella desolación, Galjáfet abandonó entonces los Pirineos y regresó con su madre Gal y con lo mejor del Clan del Lobo a reestablecerse en la antigua tierra de Maia, y extendiéndose por la costa atlántica hacia el sur, donde, bajadas definitivamente las aguas, se había estabilizado un verde y bello país.

Pero Gal ya no encontraba gracia a seguir viviendo en el mundo común, que parecía incapaz de superar sus terribles limitaciones. Consagrándose totalmente a la Diosa Mari, abandonó la corte de Maia y se retiró como ermitaña a una gruta frente al mar, más al Sur, en la solitaria desembocadura del río Lis en el Océano.

Cuando Galjáfet iba a visitarla, le contaba que la Diosa estaba introduciendo en ella nuevos códigos lumínicos para irse a vivir, en el cuerpo de luz que estaba desarrollando, a una dimensión más sutil, una ciudad intraoceánica donde continuaba la evolución de los espíritus más desarrollados de la antigua Atlántida, entre ellos el de su amado Túbal, situada en la Cuarta Dimensión de la Consciencia.

La última vez que Galjáfet fue a verla, Gal había desaparecido y no pudo hallarla por parte alguna. Se tranquilizó cuando, en un sueño muy vívido, pudo ver a sus padres juntos, felices y bendiciéndole desde la Nueva Atlántida Intraoceánica, un reino sutil y maravilloso de amor, sabiduría y pureza esencial.

La primera hija de Galjáfet, la segunda Gal, reinó sobre Maia y fue la antepasada física de las tribus Galaicas y Lusitanas.

Su segundo hijo se llamó Bébrix; uniéndose con su prima, la primera Pyrene, reinó sobre toda la cordillera de los Pirineos, que ahora tenía su capital más cerca del Mediterráneo, y fue padre de la segunda Pyrene y de Antía o Andía.

Bébrix había crecido rodeado de cuentos y leyendas sobre su culta ascendencia atlante, y acabó enterándose de que en las sierras nevadas del Sur de Iberia y en el Rif y el Atlas norteafricano, y hasta en la lejanas Grecia, Frigia, Fenicia, el Cáucaso, Etiopía, otros navegantes atlantes supervivientes también habían conseguido encontrar tierras emergidas y formar nuevos reinos uniendo a los nativos, muy inferiores en conocimientos…y quien sabe si, igualmente, también lograrían desembarcar algunos supervivientes en las islas bienaventuradas del Extremo Occidental del Océano.

Los reinos más cercanos a Bébrix eran los de Gerión y Anteo, quienes afirmaban descender, el primero, de los últimos dirigentes del desaparecido imperio, y el segundo, de los reyes de Antilia o Antilla, que era la isla situada más al oeste de Atlantis, la idílica tierra de las palmeras; así que les envió embajadas, para brindarles su hermandad y su colaboración.

Pero, aunque ambos le respondieron con regalos y manifestaciones de fraternidad, éstas sólo resultaron ser una sucia táctica para atraerle a Atlantesos, el país que ahora se llama Tartessos, la capital de Gerión, donde el padre de Pyrene fue vilmente envenenado en un banquete y su comitiva aprisionada, ya que Gerión y Anteo se habían puesto de acuerdo en repartirse los antiguos territorios de mayor influencia atlante, la Iberia toda para el primero y el Magreb y la Libia para el segundo.

Acto seguido, Gerión envió a sus tres ejércitos a conquistar el reino montañoso de los descendientes de Túbal y Gal. Uno, por el oeste, ocupó la sagrada costa atántica de Maia, donde habían desembarcado los antepasados. Otro por el centro, dividió el reino en dos pedazos. El tercero, por el este, aún intentaba acabar de cerrar la tenaza. Nosotros hacemos todo lo posible por impedírselo, noble Hércules.-“



Terminó así la bella Pyrene su narración. De esa forma se pudo enterar Hércules que los guerreros que se había encontrado acompañándola, resultaban ser los últimos resistentes del sector más acosado, aquellos que se habían encastillado en las intrincadas montañas de la cordillera oriental, y que quedaban separados del centro del reino, el cual resistía en lo alto de las montañas vascas bajo el comando de la hermana menor de la princesa atlante, Andía, además de algunos irreductibles en las cumbres cántabras y astures.

Ambas se habían puesto de acuerdo en que la corona de su padre sería para la que consiguiera hacer más por unificar de nuevo el antiguo territorio de Bébrix.

Fueron estos guerreros quienes contaron al coloso que los rebaños de vacas y bueyes rojos que Euristeo le había ordenado que le llevara, eran lo que se había salvado de la antigua ganadería del paraíso Atlán, durante muchos siglos sabiamente seleccionada y mejorada, que daría, en unos pastos verdes como los del norte de Iberia, a donde se iban a trasladar en el verano, la mejor carne y leche del mundo.


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Orfeo estaba asombrado escuchando a Jacín. Aquella nueva versión de la Gran Inundación que había destruido la civilización principal de la Era Anterior, oída de labios de un rústico vate de las montañas ibéricas, que no hacía sino repetir, razonándolo, lo que pudo aprender de otros bardos y que coincidía en lo esencial con lo que le había contado Hércules en Creta, incluso lo relativo a la madre de Hermes, con el relato del cretense Alcínoo, rey de los Feacios, con el del comandante jonio Arron y, encubierta por el mito, con la Historia Evolutiva del Mundo que se transmitía en secreto a los iniciados de segundo grado de los Misterios de Samotracia.

 La propia Samotracia era una de esas altas montañas del norte de la antigua Pelasgia que se habían salvado de las aguas del Diluvio, igual que la isla de Lemnos, o Creta, o el Parnaso en Fócide, en donde se contaba que habían desembarcado de su arca Decaulión y Pirra, descendientes de Prometeo.

El pico de Samotracia acogió a un pequeño número de sobrevivientes de los pelasgos arcaicos, en su mayoría barridos por las olas, y ahora era la isla de Samos-en-Tracia, territorio sagrado donde los haya y Escuela Iniciática respetadísima, más que las de Delfos o Eleusis, donde se transmitía el conocimiento práctico y renovado de los más antiguos dioses de la Era de los Titanes, los mismos que tenían los atlantes, los poderosos Kabiros, la Jerarquía o Hermandad de la Luz, los señores de los siete rayos de la evolución material, espíritus ígneos de la Vida Eterna que están por detrás de todas las aparentes transformaciones de todos los reinos naturales.





42- PYRENE Y HÈRCULES


El interesante vate Jacín siguió declamando la historia de Hércules y Pyrene, quienes, desde la primera vez que se encontraron, habían quedado apasionados el uno por el otro. Tras contar ella sus orígenes, le había estado mostrando las fuerzas de que disponía y la fortaleza natural que constituía el selvático nudo de montañas en el que se refugiara.

-“Viéndola subir ágilmente por las rocas, apenas cubierta con una ligera túnica corta y una capa, mientras daba inteligentes órdenes a sus fieles guerreros, Hércules sintió algo que jamás había sentido antes, a pesar de sus innumerables amoríos.

Cuando, por la tarde, regresaban al campamento, él la miró a los ojos con la mayor admiración y ternura y dijo:

-¿Sabéis, Señora, que os estoy queriendo mucho?

-Creo que me voy a desmayar... -respondió ella languidamente, mirándolo de soslayo con los párpados entornados. Y él ya la veía, en su imaginación, cayendo entre sus fuertes brazos. Pero se trataba de una hija de reyes de un civilizadísimo linaje y no le pareció bien ser tan elemental y precipitado, a pesar de que el magnetismo que había entre los dos era tan evidente que podía tocarse… así que, con esfuerzo, se contuvo y decidió darle tiempo al tiempo.

Sin embargo, poco pudo esperar su leonino impulso y esa misma noche, Hércules se introdujo subrepticiamente en los aposentos de la princesa, burlando a sus centinelas y siendo acogido con naturalidad por ella en su lecho, como si lo estuviese esperando, puesto que había soñado, toda la primera parte de la noche, que nadaba y jugaba con el forzudo extranjero, desnudos ambos bajo el sol, en una fresca cascada de la montaña; así que no le pareció muy extraño encontrárselo a su lado al despertar, degustando con su vista, con contenida excitación, la belleza y el perfume de su cubierto cuerpo juvenil sin osar tocarla. Hasta que ella apartó a un lado las sábanas y dejó ver sus encantos, ofreciéndole libre acceso a su intimidad.

Horas más tarde, totalmente fundidos por el amor, Hércules le prometió que la ayudaría a reconquistar su reino y que vengaría el asesinato de su padre o moriría en el empeño. Al día siguiente, Pyrene ordenó a sus comandantes que coordinasen sus planes de acción con los del griego y poco a poco, a base de golpes guerrilleros asestados en el tiempo y en el lugar adecuado, el ejército ocupante de Gerión fue debilitándose y debilitándose y sus hombres empezaron a perder la gallardía y el ánimo.

Transcurrieron seis meses en los que ambos amantes se sentían en el paraíso, llenando sus noches de pasión y luchando de día juntos, en la mayor armonía, para conquistar un reino para los hijos que pensaban tener, al tiempo que planeaban una organización social renovadora y utópica, una Nueva Atlántida donde se aunaran la más moderna civilización, comandada por una asamblea meritocrática de héroes y sabios, bien conectados con el Plan Evolutivo para la Nueva Raza, con el mayor grado de libertad de los ciudadanos.

Pero Hércules no se sentía libre. Necesitaba liquidar sus compromisos con el pasado, que eran promesas hechas a los dioses, para poder dedicarse integralmente a la construcción de su prometedor futuro con Pyrene sobre aquel bello país.

Empezó a obsesionarse con la idea de que, si conseguía llevarle a Euristeo el ganado rojo de Gerión, seguramente el tirano consentiría en rescindir su juramento de servidumbre, puesto que se marcharía a vivir su vida a una tierra tan alejada de Tirinto... Claro que podía primero tratar de derrotar a Gerión y luego adueñarse de sus bueyes; pero conseguir arrojarle de Iberia iba a ser, calculándolo con realismo, una tarea de muchos años, dado el gran poder de los ejércitos atlantes.

Así que decidió pedir a Pyrene treinta hombres valientes y bajar a Tartessos de una vez a por el rebaño. Si llegaba triunfante con él a Tirinto y obtenía su libertad, estaba seguro de que podría regresar con un buen grupo de expertos guerreros griegos que le ayudasen a apoderarse de Iberia a cambio de tierras y cargos.

Pyrene, que se encontraba embarazada, tuvo un mal presentimiento, le pareció un proyecto inoportuno y precipitado y suplicó a su amado que no se alejara de ella en esos momentos para una aventura que sólo a él le interesaba y que suponía meses de arriesgados viajes a lugares distantes. Le pidió también, que se concentrase en la defensa y ampliación de su territorio, teniendo como primera prioridad conquistar el espacio que los separaba de los resistentes vascos. Y que considerase que su obsesión por liberarse de Euristeo no era más que una prisión puramente mental que él mismo había construído en su cabeza, ya que nadie podría ser más libre que Hércules, si Hércules quería serlo...

...Tampoco le gustó nada que su amante, convencido de la superioridad cultural de sus compatriotas griegos sobre los “bárbaros”, estuviese proyectando buscar mercenarios extranjeros para reconquistar su reino. Eso era sólo un prejuicio de él y no era la mejor manera de hacer las cosas en un país de gentes tan orgullosas e independientes como eran las de Iberia.

Envió un mensajero a su hermana Andía explicando el plan de Hércules y pidiéndole su opinión. Ella, como ya lo esperaba, lo rechazó.

-No importa si toda nuestra vida no sirve sino para consolidar un reino fuerte y seguro en las montañas del Norte –le explicó Pyrene una noche, haciéndose eco de lo que Andía había dicho-, nuestros descendientes llegarán al trono con una misión hereditaria y un destino: extender su dominio hacia el rico Sur tanto como les sea posible. Y esto será lo que creará una gran nación de guerreros tenaces y experientes que valorarán lo que tanto les costó conseguir y siempre lo defenderán, con un entrenado espíritu expansivo que acabará extendiéndose por el mar y por otros continentes, aunque implique una gestación de mil años...

-Eso me parece más realista, mi amor -concluyó-, que querer resolver rápidamente, con un grupo de mercenarios ávidos de lucro, contra los que seguro que tendremos que seguir luchando después, para recuperar nuestra soberanía y libertad.


Durante muchos días, el griego estuvo dando vueltas a su cabeza a los pros y los contras de su proyecto, a fin de tomar una decisión acertada; pero, en realidad, ya la tenía tomada desde el principio: se sentía tan atado al compromiso de acabar de pagar sus culpas del pasado y considerarse en paz con los dioses, que ni podía dormir. Cuando le dijo a su amada que partía hacia el Sur, su relación amorosa comenzó a deteriorarse.

Sin embargo insistió tanto y hasta se agrió de tal manera, que Pyrene, con gran dolor de su corazón, tuvo que entregarle sus mejores hombres y dejarlo partir.






43- CONTRA GERIÓN


Contaron después los bardos que el héroe, lleno de impaciente júbilo, descendió por la costa mediterránea, le pidió prestado su barco al dios Helios para cruzar escondidos desde Mainake hasta la isla Erytia, que estaba junto a la de Gádir (lo que quiere decir que consiguió unas naves de sus compatriotas del emporio jonio, que tenían un sol como emblema en sus velas) y consiguió descubrir los pastos de la famosa gran manada de rojos bueyes y vacas atlantes, guardada por el terrible perro de dos cabezas Ortro, nacido del monstruo Tifón y de Equidna, que había sido antes propiedad del emperador Atlas, y por el jefe de los pastores de Gerión, Euritión, hijo del dios de la guerra, Ares (o sea, un jefe de mercenarios).

Hércules luchó contra ambos en el monte Abante, los derrotó con su terrible maza recubierta de bronce e hizo que sus hombres condujesen, de nuevo en las naves de Helios a la preciosa manada capturada, hacia Mainake, que aún hoy se llama la Costa del Sol, y después hacia los territorios de su amada, mientras él buscaba a Gerión en la capital de Atlantesos.

Pero otro pastor, Menetes, que andaba por la región apacentando las vacas de Hades, avisó rapidamente a Gerión del robo, y éste salió tras los ladrones con su caballería de élite, mientras Hércules aún andaba buscando la manera de introducirse en su palacio de Erytia. A marchas forzadas, llegó el atlante al gran río Íber que está al pié de las montañas del Norte y rodeó a los cuatreros cuando se disponían a cruzarlo, matando a la mitad de ellos y recuperando su ganado. Los supervivientes intentaron salvarse ocultándose en las altas montañas donde se encontraba su princesa; pero Gerión, antes de poner a sus tropas en peligro en un terreno tan difícil, prefirió mandar prenderle fuego a la cordillera por sus cuatro costados.

Hércules comprendió demasiado tarde que Gerión no estaba en Erytia, y salió corriendo tras las huellas del ganado, con el corazón estrangulado de malos augurios. Ya desde el llano pudo divisar la inmensa humareda, toda la parte oriental de la cordillera estaba ardiendo. De noche, su luz iluminaba la carrera desesperada del guerrero peñas arriba, entre las brasas de los troncos calcinados.

Al amanecer, consiguió llegar hasta el refugio de Pyrene, pero ya no había nada que hacer, salvo gritar y llorar desconsoladamente y enterrar a su amada en la tierra quemada, enterrando con ella al último príncipe de Hesperia que ella llevaba en su vientre, a sus fieles seguidores y a sus sueños ibéricos.

Hércules se propuso levantar en honor a aquel gran amor un mausoleo sin igual, y así, con las fuerzas de su rabia, de su dolor y de su vergüenza por haber tomado una decisión tan desgraciada, acumuló grandes peñascos sobre el monte hasta crear una imponente pirámide de rocas, que hoy parece la cumbre más grande de la sierra, aunque realmente hay otras de más altura.

-Ahora le llamamos el Pico Canigó -dijo el vate ibérico que había contado la leyenda-, es para nosotros un lugar sagrado y en el solsticio de verano encendemos una hoguera en su cumbre, la velamos toda la noche y, al alba, bajamos con antorchas de ella para prender los fuegos colectivos de toda la región, a fin de recordar a los protagonistas de esta historia... En honor a Pyrene, también le llamamos Montes Pirineos a toda la ancha cordillera.

Así él terminó su narración, siendo muy aplaudido por los asistentes. Pero Orfeo quería saber más y le preguntó qué había sucedido después con Hércules y con Gerión.

-Gerión -siguió el bardo después de refrescarse un poco-, luego de recuperar su ganado y de prenderle fuego a los montes, no quiso, por precaución, regresar enseguida a Atlantesos, y se retiró, en una marcha de muchos días, hacia el extremo occidental de Iberia, para la Tierra de los Gal, donde había inmejorables pastos, algo más al norte de la sierra en la que había desembarcado el tatarabuelo de Pyrene cuando logró sobrevivir al hundimiento de la Atlántida.

Hércules se filtró entre los bloqueos del enemigo y fue a pedir ayuda a los vascos, pero la princesa Andía lo consideró culpable de la ruina de su hermana Pyrene en el Este y no quiso ni recibirle, de manera que tuvo que marcharse sin hombres. Subió también a las montañas de los resistentes astures sin conseguir que siquiera le escucharan.

Pero aún así no se desanimó. Solo, fue rastreando durante semanas las huellas del ganado hasta la tierra de los Gal y acabó localizándolo mientras los bueyes rojos pastaban en un verde valle cerca del mar. Entonces dispersó a sus guardianes con una lluvia de flechas y esperó escondido.

 Cuando avisaron a Gerión de que le estaban robando de nuevo, él se presentó con sus mejores guardias montados en el lugar. Hercules salió de un salto del bosque, se le plantó delante y gritó su nombre con furia. Gerión tensó su arco hacia él, pero una única flecha certera del griego, directa al centro de su pecho, lo hizo caer del caballo lanzando un bramido de dolor.

Aquello satisfizo sus ansias de venganza, aunque no pudo llevar la paz a su propio corazón, vacío y atormentado como un desierto de lava seca.

El forzudo asaetó también, o puso en fuga, a los desmoralizados hombres de Gerión y luego recogió y enterró al atlante en lo alto de un monte que miraba al tempestuoso Océano del que había llegado su raza.

Como ofrenda póstuma a la infortunada Pyrene y a su hijo no nacido, levantó sobre la tumba una torre de piedras y encendió sobre lo alto una hoguera, en la que quemó las armas y la enseña de su enemigo. La torre sirve hoy de faro a los navegantes en aquellas aguas tan peligrosas y todo el mundo la llama la Torre de Hércules.

Los vascos descendientes de Andía, junto con los astures, resistieron y acabaron expulsando de su montañoso territorio a los descendientes de Gerión, de la misma manera que, más tarde, resistirían durante siglos y siglos a cualquier extraño que tratara de dominarlos y de hacerles perder sus orgullosas identidades a la fuerza, aunque nunca dejaron de aportar sus potencias y su tenacidad a las empresas de quienes supieron tratarles como verdaderos iguales y amigos. Los vascos son los más antiguos habitantes de Iberia y todavía hablan una lengua propia, que es un vástago directo del antiguo idioma de los Atlantes Acadianos.

La hija de Gerión, Erytia, tuvo un hijo con Hermes, Nórax, pero sus súbditos ibéricos, azuzados por los colonos griegos, estaban tan hartos de la prepotencia tirana de los Oceánidas, que le hicieron huir a Menorca y de allí a Cerdeña, siendo sustituido por la actual dinastía de “Reyes de la Plata” que cambiaron el nombre del reino de Atlantesos a Tartessos.

En Menorca y Cerdeña Nórax hizo construir grandes monumentos en piedra, al modo atlante, y por fin murió y con él su linaje, en la ciudad que fundó en la segunda isla: Nora.

Hércules volvió a cruzar toda Iberia y media Europa, teniendo que sufrir grandes trabajos para llevarle parte del ganado a Euristeo, quien, en lugar de aprovechar las excelentes vacas atlantes para mejorar la cabaña griega, despechado por el nuevo triunfo del envidiado siervo, prefirió sacrificárselas a la diosa Hera, celosa y eterna enemiga del coloso.

-Así terminó el décimo trabajo del famoso héroe –dijo el vate pirenaico, echando mano a una taza de vino-. Euristeo aún le encomendó un undécimo, poco después, en el que tuvo que volver a Iberia para enfrentarse al otro rey atlante de África, compinche de Gerión”.-


Orfeo no quiso abusar del bardo Jacín, que ya había realizado cumplidamente su trabajo, y le dejó que se relajara y se integrara en el disfrute general de la fiesta, pero al día siguiente lo fue a visitar a su cabaña, llevándole como ofrenda de amistad una artística fíbula para capa, en forma de cabeza de caballo tallada en la concha de un molusco, que le habían regalado a él los recientes colonos de Rosas. Jacín agradeció mucho el detalle, lo convidó a almorzar con él y después le contó la segunda aventura de Hércules en Iberia.





44- LAS MANZANAS DE ORO


-“Una de las leyendas que se desarrollaron en Iberia después del paso de Hércules por aquí –comenzó el bardo Jacín su segundo relato- comenzaba contando que, al casarse Hera con Zeus, había recibido, como presente de Gea, un jardín de manzanas de oro, símbolo de inmortalidad. Esas manzanas, que primero habían estado en ciertas montañas del archipiélago atlante custodiadas por las tres Hespérides y por la serpiente Ladón, se decía que podrían encontrarse ahora en lo que quedaba de él, unas islas imprecisamente situadas en el extremo occidental de la Libia que da al Océano, donde el norte de África se llama el Magreb o el país de los Moros.

El hijo del tirano de Tirinto, Euristeo, que era vil y envidioso como él, le sugirió a su padre que, si ordenaba a Hércules que se apoderase de ellas, no sólo lo estaría enviando a un remoto fin del mundo de donde era muy probable que no volviera, pues no se sabía si las tales Hespérides existirían, si eran un colegio de sacerdotisas oceánicas de la Antigua Diosa, o seres míticos de otra dimensión, o unas islas de verdad y, en caso de que lo fuesen, ni siquiera había certeza de si esas islas eran actuales o si formaban parte de las tierras hundidas en la Era Anterior...

Además estaba claro que, si iba a por ellas, tendría, forzosamente, que ofender a unas diosas tan poderosas como Hera, que ya lo odiaba, y Gea, y no tendría más remedio que vérselas con los terribles gigantes Anteo y Atlas, por cuyos dominios no podría evitar el paso.

Así que Euristeo, por medio de su heraldo, dio la orden para el undécimo trabajo y Hércules hubo de obedecer y partir, ya que por consejo del Oráculo de Delfos se había sometido a ser el siervo de aquel miserable durante doce años, para expiar la muerte que había dado a sus propios hijos, los que tuviera con Megara, tras caer en un estado de locura furiosa, cuya oculta causa estaba en una hechicería de Hera, que no le perdonaba ser el más brillante de los hijos ilegítimos, (o sea, opuestos al viejo Sistema Matriarcal), con los que la había ofendido su infiel esposo, aquel libertino de Zeus.

Por mucho que preguntó, nadie supo informarle donde se encontraba el Jardín de las Hespérides; muchos le dijeron que seguramente no en esta dimensión, sino en la de los dioses olímpicos o, tal vez, en alguna de las islas que hubiesen sobrevivido en el océano al hundimiento de Poseidonis.

Marchando a través de Iliria e Italia, llegó al río Po y allí forzó al dios marino Nereo, del que se decía que era tan viejo que había criado a Afrodita, a que le informase sobre la localización del huerto de las manzanas de oro. Él le dijo que si alguien lo sabía, ese alguien era el gigante Atlas, antiguo emperador del Atlán, ya que las tres Hespérides eran hijas suyas y de una de sus mujeres, Hesperia.

Nereo añadió que, desde la derrota de los Titanes por los Olímpicos, Atlas estaba desaparecido, pero que tal vez Prometeo debía saber de su paradero, ya que era un hermanastro suyo. Prometeo estaba encadenado a una roca en el Cáucaso, donde un águila enviada por Zeus le roía las entrañas cada tarde.

El Coloso recorrió la enorme distancia hasta el Mar Negro y, eludiendo la Cólquide, subió la cordillera, ahuyentó al ave con sus flechas y liberó a Prometeo. El Titán, muy agradecido, le explicó que actualmente su hermanastro, el antiguo Emperador Oceánico, vivía en una alta montaña del extremo occidental de África, condenado también por Zeus a sostener la bóveda celeste.


Desde el extremo Oriente, Hércules cruzó todo el Mediterráneo nuevamente, en navíos griegos, hasta alcanzar el litoral ibérico. Subió a los Pirineos y lloró e hizo sacrificios ante el monumental túmulo que le había levantado a su añorada Pyrene.

Luego descendió al extremo sur de Iberia, donde se encontró que el atlante Anteo, rey acadiano de Tinguis, en el Magreb, estaba tratando de invadir los dominios del desaparecido Gerión, que ahora eran llamados el Reino de Tartessos, para lo cual tenía recién terminado un enorme puente de balsas flotantes bien amarradas, hechas de vigas de grandes árboles y recubiertas de planas losas de piedra, tan grandes y gruesas que podrían soportar el paso rápido de cientos de carros de combate y elefantes (reconectando África con Europa como en el tiempo del imperio atlante). Anteo se preparaba para atravesarlo con sus tropas, a fin de conquistar Tartessos y luego la Iberia toda.

Los griegos del emporio Tursha, que sentían tan poca simpatía por los descendientes de atlantes que habían dominado en el pasado Tartessos (favoreciendo más a los fenicios del emporio Gádir) como por los del Magreb, le contaron que Anteo presumía de ser un hijo directo de Poseidón y Gea y que le venía tal flexibilidad de su padre y tanta fuerza de su madre, que retaba a cualquier extranjero que llegaba a su tierra a una lucha singular con las manos desnudas. De esa manera, había logrado matar a tantos hombres, que con sus huesos levantó un templo a Poseidón en Tinguis.

Hércules tenía que atravesar las tierras de Tinguis para llegar a la cordillera donde estaba Atlas, y como no se olvidaba de que el titán que reinaba en ellas se había compinchado con Gerión para tenderle a Bébrix, padre de Pyrene, la vil trampa en la que fue asesinado, mandó un heraldo tartesio a pedir permiso para cruzar el puente, a fin de combatir limpiamente con Anteo a la vista de su pueblo. El heraldo regresó diciendo que Anteo aceptaba el desafío y que le esperaría dentro de diez días al otro lado del puente colosal, cuyos guardias tenían la orden de dejarlo pasar.

Efectivamente, al amanecer del décimo día, ambos forzudos se encontraron frente a frente sobre la primera playa africana, rodeados de una multitud que había madrugado para presenciar el combate y que daba vivas a su rey, convencida de que lo ganaría, como todos los anteriores.

La lucha libre con las manos desnudas era una especialidad de Hércules, aprendida hacía muchos años en la escuela del centauro Quirón y largamente entrenada en sus combates amistosos con sus compañeros argonautas, algunos de los cuales eran verdaderos campeones, como Pólux, quien nunca pudo con Hércules. En muchos otros combates, no tan amistosos, el poderoso hijo de Zeus había acabado con muy fuertes enemigos, así que confiaba en su saber y su potencia.

Se inició la lucha y nunca se ha visto otra igual: ambos contendientes practicaron toda clase de fitas, mañas y trucos. Dieron a sus espectadores las mejores lecciones de cuanto se puede hacer con las manos desnudas, la atención concentrada, las piernas ágiles y el pensamiento rápido.

Sin embargo, a pesar de la habilidad del atlante, el griego resultó ser más versátil y más fuerte. Por tres veces consiguió arrojarlo a tierra, pero las tres, cuando ya sólo faltaba aplicarle la llave de la derrota, Anteo parecía recuperar toda su frescura inicial, apartaba a Hércules de un empujón, se alzaba y volvía al combate. La tercera vez que lo hizo, Hércules ya se encontraba fatigado, mientras que él parecía recién levantado de la cama. Lo siguiente fue un violento acoso del que apenas acertaba a defenderse. Un derechazo demoledor le acertó en la sien y lo lanzó a tierra. La multitud rugió, aclamando a Anteo, a quien ya veían ganador.

En el suelo, el griego sintió que se le nublaba la vista. Sintió un deseo inmenso de cerrar los ojos, de abandonarse. Todo le llamaba a acabar, descansar y apagar de una vez. Oyó al gigante viniendo a rematarle. Se sorprendió, de pronto, de encontrarse así de pasivo y de desesperado, a punto de rendirse. Sintió verguenza. En el último instante rodó sobre sí mismo y el golpe más mortal de su enemigo machacó la tierra en su lugar, como un mazazo.

Hércules respiró hondo y se encomendó a Atenea, su ánima invisible: “Diosa, confío, confío, confío, vamos a vencer” abrió los ojos y se puso en pie tambaleándose. Anteo ya venía de nuevo a por él como un toro.

Justo entonces, la luminosa inteligencia de Zeus en sí mismo le hizo una revelación interna: “Cada vez que Anteo cae en tierra, se recarga de nuevas energías, ya que la Tierra, Gea, es su madre. Para derrotarlo tengo que impedir esa conexión”.

Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, Hércules se lanzó de cabeza contra la cintura del titán flexionando las rodillas, luego se alzó, distendiéndolas, y levantó a Anteo en el aire, al tiempo que atenazaba y apretaba su caja torácica entre sus poderosos brazos y la cabeza, colocada como un ariete contra el esternón del adversario.

Apretó y apretó hasta casi sus últimos alientos, resistiendo los intentos del atlante por zafarse o por poner un pie en tierra. De repente un ¡Crack! y un alarido agónico. Las costillas de Anteo habían reventado. Hércules siguió apretando sus órganos internos hasta que lo asfixió en el aire. Luego se lo echó al hombro mientras se apoyaba en el tronco de un árbol para recuperar fuerzas. Sólo cuando lo sintió bien muerto lo depositó sobre las ramas. No se fiaba de la dolida Tierra, que mugía y se agitaba bajo sus pies tal como si fuese a desatar un terremoto.

Sin hacer caso, cayó de rodillas sobre la playa, agradeció sentidamente a Atenea, Helios, Hermes y Zeus su continua protección y apeló ante ellos al sentido de justicia de Gea, diciéndole que no había asesinado a su hijo, sino vencido en buena lid a un terrible campeón, con lo que el temblor fue cesando poco a poco. Luego dirigió su vista al Norte, por donde debía estar la tumba de Pyrene.

-¡Bébrix ha sido vengado, mi amor! -clamó dentro de sí- ¡Al menos he podido cumplir la mitad de las promesas que te hice!

La multitud estaba revuelta ante la muerte de su rey y el indigno espectáculo que daba su cadáver colgado de las ramas de un árbol, pero nadie se atrevió a detenerle.

Hércules cruzó las tierras de Tinguis y fue bajando hasta el centro sur del país, donde se alzaba la poderosa cordillera en cuya cima vivía penosamente el viejo gigante Atlas, antiguo señor del Horizonte Oceánico, caudillo de la guerra de los titanes contra los olímpicos, en su fallido intento de mantener el legítimo imperio de Crono.

 Zeus le había derrotado en el cielo y en la tierra, incluso mató a uno de sus hermanos de madre con sus rayos; pero a él le había perdonado la vida a condición de que usase su descomunal fuerza para aguantar la bóveda celeste sobre sus hombros eternamente, avisándole de que sería aplastado por ella el primero si osaba apartarse.

Atenea dentro de sí sugirió a Hércules que ahora ya no se iba a tratar de una hazaña de fuerza y valor, sino de astucia y negociación; así que el griego ascendió a lo alto de la montaña, saludó al poderoso gigante con mucho respeto y le expuso el encargo que se veía obligado a cumplir por orden del rey Euristeo de Tirinto, suplicándole su ayuda y asegurándole que su intención no era ofender a nadie ni robar ni desafiar, sino sólo poder regresar con la misión cumplida.

Atlas pareció quedar complacido con su correcta actitud y le respondió:

-Con mucho gusto te ayudaré, Hércules, yo mismo iría a buscar las manzanas de oro para tí, pero ya ves que no puedo soltar la bóveda celeste, o todos seríamos destruidos... ¿Te atreverías a sujetármela mientras te las traigo?

El griego probó, juntó su hombro con el de Atlas, que le fue cediendo, poco a poco, el peso de los siete cielos. Cuando vio que aguantaba, el titán se inclinó y lo dejó solo, prometiéndole regresar cuanto antes con los frutos sagrados. Luego se alejó en dirección a occidente.

Casi todo el día transcurrió y Hércules entendía perfectamente el suplicio reservado a aquellos que tratan de conquistar más poder que aquél del que se pueden hacer cargo con responsabilidad y libertad; el peso inaguantable de lo conseguido sin justicia es el castigo de los soberbios. Al caer la tarde sentía que se iba a quedar petrificado, como la montaña sobre la que se apoyaba; pero entonces oyó como Atlas regresaba por el sendero.

-¡Atlas es hombre de palabra, Hércules! –dijo, abriendo sus manos ante él- Aquí te traigo las manzanas de oro que te prometí. Pero ¿sabes lo que he estado pensando todo el día? ¡Pues pienso que es maravilloso andar por donde uno quiera, como un simple vagabundo, sin tener que llevar encima el peso del universo! ¡Así que quédate con las manzanas, pero también con mi tarea, que yo me voy a tomar unas buenas vacaciones a tu salud! – y el gigante se partía de la risa-. Si quieres, yo mismo se las llevaré al rey de Tirinto en tu nombre, para que sepa que has cumplido con él.

El griego vio que se la habían jugado bien y pensó rápidamente un ardid que le permitiese salir de aquella penosa situación. Se le ocurrió hacerse el tonto.

-Si me prometes que se las llevarás a Euristeo en mi nombre, mi honor quedará a salvo y daré por bien empleado este nuevo trabajo, Atlas. Pero, por favor, acércame esas manzanas para que yo las vea, antes de irte.

Manteniéndose a distancia y aún sonriendo, el titán tendió las palmas de las manos, con los frutos encima, hacia el estúpido héroe.

-¡Estas manzanas no son de oro! -gritó Hércules súbitamente con la mayor furia- ¡Estás queriendo engañarme!

-¿Cómo que no son? -y Atlas dio un paso al frente para examinarlas. Justo en ese momento, Hércules hizo un regate y se dejó caer a tierra, junto a sus pies, soltando el cielo. La bóveda celeste se les vino encima y el gigante, que estaba más alto, por puro instinto de supervivencia y por costumbre, soltó las manzanas y sostuvo el cielo con todas sus fuerzas para que no les aplastara. Hércules agarró los frutos y, rodando sobre sí mismo, se dejó caer del monte, falda abajo.

Rió, desde lejos, al ver que Atlas estaba teniendo que soportar el peso en una posición mucho más incómoda que antes, pero no se apiadó de aquel truhán que había querido esclavizarlo.

-¡Mejor le llevaré yo mismo las manzanas a Euristeo, noble Atlas! ¡Ese tirano podría tratar de convertirte en su esclavo y yo, al fin y al cabo, ya estoy acostumbrado! ¡Te agradezco que me las trajeras! ¡También me tomaré esas vacaciones en tu honor! ¡Cúidate esa espalda, amigo y que te sea leve! -Y el astuto griego se alejó carcajeándose.

Cuando volvió a pasar por Tinguis con su preciosa carga, ya un hijo suyo había sustituido a Anteo y ordenó a sus guardias que aprisionaran al matador de su padre. Pero Hércules se deshizo de ellos a puñetazos y corrió hasta el arranque del puente de balsas de madera y piedra que cruzaba el estrecho.

Arrancó las pesadas losas y se las fue lanzando junto con las vigas, como proyectiles, contra las tropas cada vez más numerosas que le perseguían; luego pasó a la segunda balsa y también arrancó sus losas y sus vigas y las arrojó hacia atrás, y así hizo con todas, hasta la mitad del estrecho, lanzando seguido hacia la costa de Iberia todos los demás materiales de las balsas que seguía destruyendo.

Cuando llegó a la orilla, no quedaba ni rastro del puente ciclópeo de Anteo, con lo que quedó definitivamente separada África de Europa.

En adelante, las acumulaciones de losas de piedra y vigas que el forzudo arrojó, formando dos grandes montones, a un lado y otro del estrecho, fueron llamadas “Las Columnas de Hércules”. En los inviernos siguientes, serían cubiertas de arena y tierra por los fuertes vientos de la zona y acabarían transformándose en los cabos de Abila en África y de Calpe en Europa.

Los tartesios, que le pasearon por su capital en el carro del triunfo, nombrándolo héroe local mientras aclamaban a plena voz su victoria sobre Anteo, mjentras cantaban coplas humorísticas en su honor, pintaron dos columnas en el escudo de su reino, con la inscripción ”No más allá”. Aunque dijo por entonces su oráculo de la Diosa, en el bosque de Doñana, que aquella región y toda la Iberia llevan inscrito en su linaje el destino de seguir al Sol sobre las aguas, hasta un “más allá” que hoy por hoy, ni podemos adivinar.

Hércules regresó a Tirinto con las manzanas de oro y se las entregó a Euristeo, quien, para no meterse en problemas con los dioses, se las ofreció a Atenea. Dicen los sacerdotes que Atenea decidió devolverlas a las Hespérides, para que Hera no tuviese un motivo más por el cual aumentar su encono contra Hércules... y con su trabajo número once terminado -sonrió el bardo Jacín dando una última pulsación a su lira-, también este cuento se ha acabado, amigo Orfeo”.-

Orfeo agradeció por la narración y alabó la manera tan simple y ágil, y realista dentro de lo posible, como la había sabido contar el pirenaico.

–...Yo ya había oído declamar partes de esa historia a otros aedos –explicó- y decían que Hércules separó, con su fuerza descomunal, Europa de África, empujando las montañas. En Grecia están muy orgullosos del famoso equilibrio apolíneo y del justo medio donde se asegura que reside la virtud... pero, en realidad, el pueblo es dionisíaco y le encantan las exageraciones y los excesos, cuanto más desmadrados mejor.

-Eso gusta en todas partes, colega, es la servidumbre de nuestro oficio -respondió Jacín con un guiño-... la gente nos exige historias sobrenaturales e increíbles, con dioses, demonios y dragones. Sin embargo, tú y yo sabemos que las mejores historias no son las vividas por los héroes capaces de derruir una montaña con sus manos, sino las de la gente corriente, que supera su propia sencillez a base de amor y lealtad... a mí me gustaría escuchar una buena historia de gente corriente, en la que no aparecieran magos, ni guerreros, ni dioses ni dragones.

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