50-
LOS HABITANTES DE IBERIA
Todas
las historias que recogía por el camino, más las músicas propias de cada
paisaje y comunidad, que oía interpretar a los bardos nativos, más sus propias
experiencias y creaciones, iban engrosando la Canción Occidental de Orfeo,
quien fue cruzando los majestuosos Pirineos por los actuales valles de Cerdaña
y Urgell, pasando al pie de sus cumbres más altas y remotas.
Los
indígenas de los valles de la región interior al pie de los Pirineos, que ni
sabían que los extranjeros les llamaban íberos como conjunto y que sólo se
autoidentificaban con el nombre de sus propias tribus, ya tenían un aspecto
diferente a los de la región más oriental, quienes, por vivir cerca del
Mediterráneo eran, por tanto, más abiertos y permeables a los modos
civilizados.
Estos
interioranos se veían como gente muy burda y elemental, con la que no servían
las lenguas francas conocidas. A veces Orfeo sólo podía entenderse con señas.
Eran duros guerreros, brutales y feroces frente al enemigo y a los prisioneros,
aunque amables y hospitalarios con los caminantes, a los cuales trataban con la
mayor generosidad.
Tenían
un aspecto bien austero, dormían en el suelo, sobre paja, como los animales, y
encontraban bello, tanto los hombres como las mujeres, dejarse crecer el
cabello hasta media espalda o más, lo que les obligaba a ceñirse la frente con
una banda para trabajar o luchar. En realidad, pasaban la mayor parte del
tiempo con aquellas ridículas bandas puestas sobre sus cabezas y sólo lucían
sus lustrosas melenas durante las fiestas y cortejos, para que los demás las
admiraran.
Comían
mucha carne de chivo de sus rebaños, complementada con un pan de bellotas de
encina. Para elaborarlo, dejaban secar las bellotas y luego las trituraban, las
molían y hacían con ellas la masa, que se horneaba. El pan resultante no tenía
mal sabor y se conservaba durante algún tiempo.
Aunque
normalmente sólo bebían agua, conocían también la cerveza y la sidra, y las
consumían en sus fiestas, en bastante cantidad y sin mesura. Esto y su
costumbre de hablar a gritos, entrecruzando las conversaciones y sin que nadie escuchara
a nadie, además de su manía de coleccionar las cabezas cortadas de los enemigos
muertos, con las que decoraban sus casas y hasta sus caballos, era lo que más
aspecto de bárbaros les daba a los ojos de un extranjero culto y lo que más
repugnantes les hacía aparecer, cuando se entregaban a aquellos excesos.
El
vino, que les traían las caravanas de arrieros dentro de pellejos de piel de
cabra con el pelo vuelto hacia dentro (lo que decían que daba un mejor sabor),
lo trocaban muy caro a cambio de su ganado, miel y pieles, o de esclavos
prisioneros de guerra, cuando los capturaban. Por tanto, lo bebían en raras
ocasiones.
Pero
si lo conseguían, lo consumían tan rápidamente como si fuese cerveza,
compartiéndolo con las gentes del propio clan y con los huéspedes en festines
muy poco elegantes, porque no sabían para nada dosificarse. Iban en busca de la
pura borrachera y de la inconsciencia, después de pasar por una vana y pesada
explosión de euforia y prepotencia jactanciosa que les calentaba demasiado el
alma, dejando que salieran a la superficie todas sus competencias y sus
instintos guerreros, lo cual, a veces, hacía que aquellas bromas y pullas que
tan alegres comenzaron, degeneraran en peleas terribles que no raramente
terminaban en derramamiento de sangre.
A
la hora de la bebida ni los más altos y cultos entre ellos practicaban nada
semejante a un ritual de concentración: ni separaban el comer y el beber, ni
sacralizaban mínimamente la ingestión del poderoso néctar de Dionisio.
Estos
rústicos montañeses, igual que otros habitantes de regiones incultas, ni
siquiera se cuidaban de rebajar la pureza del vino mezclándole partes de agua,
según la vibración ambiente, para alargar la sesión sin perder la dignidad,
sino que bebían el vino puro mezclándolo con la grasienta comida, sirviéndose
ellos mismos, sentados o hasta en pié, de una manera ruidosa, agitada y vulgar,
manchándose los vestidos, sin agradecer por tener alimento, ni hacer ofrendas a
los dioses, ni cánticos, ni sentido de comunión, ni juegos, ni la menor altura
intelectual, repitiendo y repitiendo de la bebida mientras quedara una gota.
Con todo lo cual, más que a la sociabilidad, la alegría inteligente, la
inspiración, la conexión y el éxtasis, daban salida enseguida a lo que de más
brutal, bestial e inconsciente había en ellos.
En
medio de la fiesta, los hombres se arrancaban a danzar en corro con mucha
algarabía, al son de flautas y trompetas, dando saltos y acabando en una
genuflexión arrogante, con los brazos abiertos, como quien dice: “Aquí estoy
yo”.
En
algunos lugares Orfeo pudo ver que las mujeres, siempre más finas dentro de la
barbarie, y que en este país presentaban cierta belleza exótica para él, no
tenían reparo en beber y en danzar con los hombres que les gustaban delante de
todo el mundo, cogiéndoles de las manos y usando, a veces, de movimientos y
gestos que pasaban fácilmente de la exposición de la gracia femenina a una
provocación sensual medio arrogante, desafiadora y completamente innecesaria,
que parecería vulgar e inaceptable a las refinadas y discretas matriarcas de la
Pelasgia.
Usaban
mantequilla para cocinar en vez de aceite, lo que les hacía oler como ovejas.
Comían sentados en bancos de piedra empotrados en los muros, en orden a la edad
y el rango. Los manjares se pasaban en círculo, reservando un sitio de honor a
los convidados y sirviéndoles los primeros. Utilizaban recipientes de barro o
vasos de madera muy vulgares, sus hogares carecían de la menor estética. Los
días de fiesta celebraban derrochadores banquetes comunitarios, que
contrastaban enormemente con lo austero de su cotidiano.
En
ocasiones especiales, usaban pinturas corporales, especialmente para la guerra,
en las que conseguían expresiones feroces y salvajes pasándose por partes de
rostro y brazos bolas o cilindros de arcilla húmeda impregnada de una tintura
vegetal de distintos tonos de azul. Sus gritos de guerra, o incluso de fiesta,
se parecían a estentóreos y alargados cantos de gallo.
No
tenían la menor consideración con el reino animal, lo despreciaban y
maltrataban como hacen todos aquellos que quieren olvidar el escalón evolutivo
más próximo a donde ellos mismos se habían encontrado recientemente; cazaban
indiscriminadamente a cuanta fauna silvestre se les ponía a tiro, inclusive a
las crías, como si los recursos de la naturaleza fuesen inagotables, y ni
siquiera trataban bien a sus espléndidos caballos íberos, los más bellos y
grandes que Orfeo viese jamás.
Ensuciaban
los ríos, depredaban con la misma imprevisión el reino vegetal, talando las maderas
nobles sin replantar jamás. Incluso, en lugares de ganadería, prendían fuego en
los pastos secos para que ardiesen al capricho del viento, creyendo que así se
regenerarían más pronto los pastos, sin saber que estaban propiciando la
desertización de sus llanuras a largo plazo.
Estas
rudas maneras, en un pueblo que, por lo demás, mostraba un gran encanto y
gallardía personal, eran lo que más desagradaba a Orfeo, ya que era a causa de
actitudes semejantes que los griegos menospreciaban a los campesinos y
montañeses de su propio país, Tracia, diciendo que la diferencia entre un
hombre griego y un hombre tracio era que, “cuando bebía, el hombre tracio se
quedaba en puro tracio y perdía el hombre”.
A
pesar de aquella rusticidad e incultura, había algo en los ibéricos que
fascinaba al bardo: hasta del más andrajoso de ellos emanaba de forma natural
una dignidad tan grande que le hacía parecer un aristócrata disfrazado, bien
consciente de su soberanía interior.
Todas
las mujeres de cualquier edad miraban con naturalidad a cualquier hombre de
frente y con la cabeza alta, aún estando perfectamente tranquilas y serenas, y
ninguna parecía fingir humildad, modestia o recato, como era costumbre en
Grecia hasta entre las féminas más guerreras y encumbradas. Ni siquiera los
mendigos parecían sumisos.
Pedían
extendiendo la mano en silencio, y les dieran o no les dieran, daban las
gracias en un tono que hacía sentir al otro que era él el beneficiado por
brindársele la oportunidad de mostrarse generoso con un hermano y que, en
cualquiera de las vueltas que da la vida, el que ahora recibía su ayuda podía
ser el que le ayudase.
La
soleada península occidental debió ser un país muy apetecido por todos desde
tiempos muy remotos y se veía un gran mestizaje de razas. Parecía abundar entre
ellos la mezcla de ligures mediterráneos, o sea, acadianos de la Era Anterior
más pelasgos arianizados de la Cuarta Subraza caucasiana lunar.
También
reconoció gentes que eran, claramente de la Quinta Subraza solar, algunos de
ellos parecidos a los griegos y otros con rasgos que le hacían pensar a Orfeo
en tipos humanos que había conocido en Tracia, procedentes de pueblos del
remoto Norte, tal vez hiperbóreos, o ilirios, aunque ellos le decían que el
país de donde habían venido un día sus antepasados estuvo en el Centro del Asia
profunda, allende el Cáucaso y las tierras de los persas, a las orillas de un
mar que ya secó y se convirtió en desierto.
Quien
esto le contó, dijo pertenecer a la tribu de los “Saefes”, y le contaron otros
que los tales Saefes eran la tribu que predominaba en el extremo Occidental de
Iberia. Inscribían con frecuencia su tótem, en forma de serpiente, sobre rocas
que delimitaban sus territorios, junto a los caminos principales. Como tantos
de los que suelen usar reptiles como símbolo, se decía que los Saefes tenían
grandes conocimientos de Magia Lunar.
51-
EL CAMINO DE LAS ESTRELLAS
De
los pocos indígenas ibéricos que habían aprendido a hablar alguna lengua
franca, el bardo entendió que creían que las estrellas del cielo eran las almas
brillantes de sus antepasados, quienes vivían en otra dimensión, desde la que
podían guiarles y protegerles. Por la noche, las estrellas de los ancestrales
se movían en multitudinaria procesión por el camino que iba hacia el oeste,
hacia el Mundo-Paraíso de los Dioses. Cada uno de nosotros se convertiría algún
día en una estrella y también marcharía en la misma dirección que el sol.
Tanto
por las conversaciones de las muchas gentes del camino que le dieron posada,
como a través de la relación entre otros caminantes con los que llegó a
compartir algunas jornadas, Orfeo se enteró, sorprendido, de que aquella ruta
que él recorría hacia el remoto Fin del Mundo se consideraba un camino sagrado
desde los tiempos más antiguos. Y que muchas personas, fuesen quienes fuesen
sus dioses, venían de todas partes del mundo a recorrerlo, en concentrada
actitud de peregrinos, aspirando a hacer morir a lo largo o al final de él
aquello de sí mismos con lo que no querían convivir más, a fin de regresar
después a sus hogares purificados de cargas del pasado y sintiéndose totalmente
renovados.
Esto
le hizo recordar lo que el bardo Jacín había cantado acerca de aquella ruta por
la que los antiguos sabios tribales iban al Extremo Occidente, con la esperanza
de recibir conocimientos de la mítica civilización atlante.
La
llamaban actualmente “Camino de las Estrellas” hacia Poniente, ya que se veía
muy bien de noche como seguía la dirección de la Vía Láctea (siglos más tarde
sería llamado Camino de Lug, de Hermes, de Mercurio, o de Jacobus, Iaco, o Sant
Iago, pues el patrón de los viajeros fue cambiando de nombre a medida que
distintas culturas y religiones iban dominando la Iberia).
52-
ZONA DE GUERRA
El
Camino que pasaba al sur de la imponente cordillera se hacía cada vez más
solitario. Un viento frío bajaba de las cumbres por la mañana y por la tarde, y
obligaba a Orfeo a abrigarse con cuanta ropa llevaba en la mochila. Dos noches
pasaron sin que encontrarse siquiera una choza de pastor. Todas las cumbres,
cada vez más altas, estaban nevadas. Tuvo que construir cobertizos de ramas y
hojas para resguardarse antes de oscurecer.
La
segunda noche era Luna Llena y oyó los aullidos de los lobos por largo tiempo
en la lejanía. Por si acaso, encendió una hoguera dejando bien a mano su espada
al acostarse. Pero nada aconteció, una noche solitaria más y un nuevo amanecer
helado. Apuró el paso para entrar en calor.
A
media mañana vio una humareda a lo lejos y se alegró: seguramente habría allí
un poblado, un fuego donde calentarse, comida… estaba deseoso de llegar cuanto
antes, pero, según se acercaba, iba constatando que aquella humareda era
inusitadamente grande, negra , espesa, siniestra. Al contornar una elevación
tuvo mejor visibilidad y pudo ver una bandada de buitres revoloteando entre el
humo.
Llegó
un agudo toque de alerta de su interior. Disminuyendo el paso, salió del camino
y se fue acercando entre los árboles, sin dejarse ver. Escondido en el borde
del bosque pudo contemplar con angustia lo que debió ser un bello pueblo de pié
de montaña, pero ahora totalmente arrasado por la guerra. Aún humeaban los
rescoldos de algunas casas. La devastación había sido reciente, había sangre y
restos del saqueo caóticamente tirados por toda parte. Los buitres seguían
cebándose en una docena de cadáveres esparcidos aquí y allá, algunos eran
guerreros y otros mujeres, ancianos, hasta niños. Junto a un pozo, dos hombres
se habían acuchillado mutuamente y yacían sobre el suelo, en un abrazo mortal y
feroz Aquellos bárbaros no parecían tener la piadosa costumbre de enterrar ni
cremar a los muertos, ya fuesen enemigos o amigos .
Sintió
horror de aquel lugar donde imperaban la crueldad y la muerte y volvió, con
precaución, al sendero de caminantes, dándose prisa en dejar atrás aquel valle.
Pero del valle siguiente se levantaban humaredas semejantes, y del siguiente,
más lejos. Se había metido en una amplia zona de guerra y no sabía lo que
pasaba ni lo que era aconsejable hacer, ni había nadie a quien preguntar, y
mejor que no hubiese.
En
la duda, siguió caminando trabajosamente hacia el Oeste por entre los bosques
paralelos al camino. Oyó un galopar que venía de aquella dirección, y se arrojó
al suelo entre unas matas.
Un
grupo de una docena de jinetes armados hasta los dientes holló el camino a toda
velocidad y ruidosamente, dejando tras de sí una nube de polvo. Orfeo no se
atrevió ni a levantar la cabeza, e hizo bien, porque otros guerreros a caballo,
más de treinta, venían detrás gritando con odio, sin duda persiguiendo a los
primeros.
Cuando
hubieron pasado, Orfeo se levantó corriendo y se adentró en el bosque, buscando
un mejor escondite.
Lo
encontró tras un grupo de tres grandes árboles. Reclinado entre sus raíces
analizó rápidamente lo que debía hacer. No era aconsejable para nada volver al
camino, ni para adelante ni para atrás, porque podía oír como volvían a
cruzarlo a toda velocidad nuevos grupos de jinetes. Hacia el Sur estaban las
llanuras, terreno muy peligroso porque sería fácilmente descubierto desde
lejos. Lo mejor parecía ser dirigirse hacia el Norte, adentrarse en la
cordillera, intentar ir camuflado por los bosques hasta las cumbres y, desde
ellas, seguir hacia Poniente, sin retornar al camino general hasta tener bien
claro que había dejado atrás la zona en conflicto.
Comenzó,
pues, a ascender en dirección a la cumbre que más se destacaba. caminaba campo
a través, evitando los senderos, buscando la cobertura de los árboles. A medida
que iba ganando altura, se sentía más tranquilo y se tomaba de vez en cuando un
descanso, para contemplar el espléndido panorama pirenaico, aunque las tres
humaredas que salían de los tres valles que había a sus piés no dejaban de
recordarle lo poco digno que era el hombre de la armonía natural del planeta en
el que tenía el privilegio de vivir.
Al
reanudar su camino se encontró, de repente, con algo inesperado. Una figura se
deslizó ágilmente de detrás de las matas, a su frente, y se quedó plantada a
pocos metros, el arco tendido con resolución, pequeño, pero con una aguzada
flecha dirigida a su pecho y otras tres preparadas.
Su
primera reacción fue alzar los brazos, para mostrar que no tenía intenciones
agresivas. Fue entonces que se dio cuenta de que el arquero era, apenas, una
niña de no más de once o doce años. Pensó en hablarle, pero se inmovilizó al
sentir algo duro y punzante tocando su espalda, a la altura de los riñones. Le
estaban amenazando por atrás con otra arma.
La
niña, entonces, dio unos pasos hacia él y se quedó apuntándole muy de cerca. Firme
como una roca en su frágil estructura. Era bien delgada y rubia, con su larga
cabellera ibérica recogida en cola de caballo, vestía una túnica corta, sucia y
muy manchada de sangre y tenía un rostro bello, con los ojos del más puro y
brillante azul que Orfeo había visto, pero la tensa dureza de su boca no dejaba
ninguna duda de que estaba bien dispuesta a soltar la flecha si no se la
obedecía. Hizo un gesto enérgico con el arco y el tracio sintió como quien
estaba a sus espaldas le despojaba de su mochila. Se la dejó quitar y se
mantuvo muy quieto y muy callado.
Oyó
atrás un torpe rasgueo musical. El desconocido había encontrado su lira y la
estaba examinando. La niña pareció sorprenderse un poco del hallazgo, pero no
mudó su tensa alerta amenazante. Ahora sintió que le tocaban los riñones con un
objeto punzante diferente, más agudo. Seguramente su propia espada corta, que
habrían sacado de su vaina en la mochila.
La
niña mostraba un gesto de triunfo. Con un movimiento del arco le hizo gesto de
que caminase hacia delante y la rebasase. Así lo hizo, seguido del de atrás,
que seguía chuzando sus riñones. Lo obligaron a caminar de aquella manera unos
diez o doce metros, y luego entendió que le ordenaban detenerse. A su derecha,
a sus piés, había una mujer ensangrentada tendida en el suelo, con la cabeza
reclinada en un tronco y los ojos cerrados.
La
niña vino con el arco tendido y le indicó sin palabras que se inclinase a
examinar a la mujer. Así lo hizo el bardo, con la mayor delicadeza que pudo.
Ella tenía el costado derecho desgarrado por una lanza que había entrado y
salido. La herida no era necesariamente mortal, pero seguro que perdió mucha
sangre y estaba exhausta.
Le
habían improvisado un vendaje con unas telas, y estaba bastante empapado y
sucio. Junto a ella, un palo ensangrentado. Orfeo se preguntaba de qué manera
podía haber ascendido hasta aquella altura del monte apoyada en él, con una
herida como aquélla.
Sin
duda debería cambiarse el vendaje cuanto antes. Orfeo intentó explicárselo a la
niña mediante señas. Ésta entendió, y dirigió un gesto silencioso al de detrás.
Entonces le pusieron a los piés la mochila que le habían quitado. La abrió y
comprobó que seguía estando allí la lira, pero que, efectivamente, la espada ya
no estaba en su vaina. También habían desaparecido los pocos alimentos de viaje
que aún portaba.
Buscó
entre sus ropas algo con lo que hacer un vendaje. Lo único apropiado era la
túnica blanca e inmaculadamente limpia que guardaba para cantar ante público,
un amoroso presente de su madre, la Musa Kalíope, que también había usado el
día de su boda con Eurídice.
Ante
la urgencia que demandaba el estado de la mujer, no vaciló ni un momento:
desplego la túnica y la fue rasgando en tiras. Pidiendo permiso a la niña con
un gesto, comenzó a despojar a la mujer de sus ropas hasta la cintura con el
mayor cuidado y discreción. Ella abrió entonces los ojos con un gesto de dolor,
y Orfeo pudo ver que eran idénticos a los de la niña.
Con
respeto, le cubrió el pecho con las ropas que le había quitado, empapó una de
las tiras con agua de su calabaza de viajero y limpió lo mejor posible el
costado y los contornos de aquella fea herida; ella se quejó. Orfeo supuso que
también debería tener rota una costilla.
Cuando
el nuevo vendaje estuvo colocado de la mejor manera posible, el bardo volvió a
vestirla y por fin se sentó a descansar en el suelo, junto a ella. La niña no
había bajado el arco ni un momento. El de atrás se adelantó y entonces pudo ver
que no era más que un muchachito de unos ocho o nueve años, tan flaco, lindo y
sucio como su hermana, con el mismo cabello y los mismos ojos, pero menos
firmes, más ingenuos. La corta espada del tracio parecía enorme e insegura en
una de sus manos.
No
tenía ninguna otra arma, así que lo primero con lo que consiguió mantenerle
inmóvil debió ser apenas un palo, y Orfeo lo admiró con ternura. En la otra
mano llevaba el pote de barro con miel y los atados de nueces, uvas pasas y
castañas que había encontrado en la mochila. Se arrodilló ante su madre, metió
un dedo en la miel y se lo pasó amorosamente por los labios contraídos de
dolor.
Ella
aceptó la miel, luego unos frutos secos. El niño se los iba a ofrecer ahora a
su hermana, pero mudó de opinión y se los brindó primero a Orfeo. Éste tomó un
puñado, pero, en lugar de llevarlos a la boca se los ofreció él mismo a la
niña, con las manos extendidas y una sonrisa. Su cabeza estaba imaginando todo
lo que aquella pobre familia debía haber pasado y lo traumados que debían de
estar desde que la mujer recibió el lanzazo, seguramente en el ataque a alguna
de las aldeas incendiadas, hasta que lograron subirla entre los dos hasta media
montaña.
La
niña no aceptó la comida ni bajó la guardia. Hizo un gesto a su hermano y éste
vino junto a ella y le puso algunos frutos secos en la boca. Ella los fue
masticando con deleite sin dejar de apuntarle. Luego recibió agua de la misma
manera dificultosa. Orfeo decidió dejar a un lado su ración, tumbarse en el
suelo, cruzar sus brazos detrás de la cabeza y cerrar los ojos, para que ellos
pudiesen comer y beber en paz.
El
cansancio y todos los sobresaltos del día le hicieron, sin querer, quedarse
dormido un rato. Cuando despertó, allí estaba, como siempre, el arco
apuntándole. La niña señalo con la flecha a su madre y a lo alto de la montaña…
Luego se puso en pié repitiendo el gesto, y Orfeo entendió muy bien lo que se
esperaba de él.
El
bardo intentó ayudar a la mujer a incorporarse para reanudar la marcha, -
“Lur…” –musitó ella-“Lur…Lilinel…”, repitió, señalando lo alto de la montaña-,
pero estaba tan débil que apenas pudo dar unos pasos ayudada por él.
Orfeo
probó entonces a llevarla a caballo sobre su espalda, haciendo antes un atado
con su capa, para mantenerla sujeta a su pecho y a su cintura. De aquella
manera trabajosa, y con muchas paradas a descansar, los cuatro fueron subiendo
la montaña, lo que les llevó casi todo el resto del día.
Hacia
el final de la tarde, cuatro mujeres armadas con lanzas hechas de palos
aguzados y endurecidos al fuego, salieron del bosque y les dieron el alto, pero
las bajaron enseguida al reconocer a los niños.
Poco
después todos ellos accedían a lo que luego Orfeo supo que era la Tierra
Sagrada de Mari, un enorme macizo sobre la cual se alzaban tres inmensas
cumbres gemelas coronadas de nieve. Cruzaron el valle situado al pié de ellas,
hasta llegar ante el santuario natural de Lur, guardado por Lilinel, la
servidora del Santuario de Amalur o de la Señora de la Montaña Sagrada, donde
se habían refugiado las mujeres y los niños supervivientes de las aldeas
incendiadas.
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