5-
EL HIJO
-Eurídice, mi amor, vengo a despedirme...
-Antes de despedirte, salúdame, hombre-
dijo ella alegremente, rodeando su cuello con los brazos -dame un beso. Él
correspondió al abrazo, la besó, la miró con pena y dijo:
-Mi amor: esta vez me voy a un largo viaje
y pasará mucho tiempo hasta que nos veamos de nuevo... Me marcho a la Cólquide
con Jasón. Pasado mañana, al amanecer, salgo en un barco para encontrarme con
él en Yolkos. Eurídice era menuda, siempre alegre y llena de gracia, cariñosa y
muy femenina. Su hermoso cuerpo, que aún recordaba su adolescencia, ocultaba
una personalidad voluntariosa y bastante madura para su edad.
-La Cólquide... ¿Me puedes recuerdar dónde
queda, Orfeo? ¿No es verdad que está muy, muy lejos?
-Pues hay que embarcarse y recorrer toda
la costa de Tracia y las islas de Lemnos y Samotracia; cruzar el Helesponto sin
que se enteren los troyanos y luego el Mar de Mármara; pasar el Bósforo y
orillar la Bitinia en dirección al este, siguiendo más allá de los países de
los Mariandinos, los Henetes, los Paflagonios –él iba contándolos con los
dedos-; rebasar los de los Calibeos, los Tibarenios, los Mosinos y el de las
Amazonas... todo eso costeando el Mar Negro hacia su extremo suroriental, hasta
llegar a unos húmedos valles al pié suroeste de la cordillera del Cáucaso.
Entonces entrar con el mayor disimulo por la desembocadura pantanosa del río
Fasis, que separa Europa de Asia, hasta Eea, la capital de los colquídeos, que
está en el interior. Allí tendremos que conseguir, por las buenas o por las
malas, un importante trofeo para nuestro prestigio... Y después arreglárnoslas
para volver, claro, que es lo más complicado.
-¡Pero Orfeo! – Eurídice estaba asustada-
Si te vas con los griegos, casi todas esas zonas son aliadas de los troyanos y
enemigas para ellos. Habrá peligro de muerte. O de ser esclavizado.
-Sí lo hay, pero van los más selectos
campeones de Grecia en la expedición.
-¿Por qué te gustarán tanto los griegos,
Orfeo? Tu eres un hombre sereno, dulce, cultivado, incluso trascendente, y
ellos son tan agresivos y patriarcalistas... durante milenios tuvimos una
civilización equilibrada, cada sexo en su lugar, la mujer dentro, dirigiendo
los fundamentos de la vida y manteniendo el orden, el rumbo y la evolución de
la comunidad, el hombre en el exterior, protegiendo el territorio, apoyando y
sirviendo, igual que los leones a las leonas y sus crías. Los griegos están
queriendo que el hombre lo dirija todo y que la mujer se convierta en una
callada esclava del hogar de su “esposo y señor”... Tú sabes que, cuando el
hombre es mandón, la armonía se rompe y el mundo se convierte en una competición
despiadada, en un campo de batalla.
-Mi amor, es sólo un movimiento de la
eterna ley de la balanza... el mundo se está expandiendo por causa de los
adelantos en la navegación, salimos del huevo del mar Egeo, donde estábamos
confinados hasta ahora... nos extenderemos por el este hasta el Cáucaso y tal
vez un día Persia y la India y por el oeste hasta el Océano y más allá, si es
que hubiese un “Más Allá del Océano”. Y es natural que en las fases expansivas
como ésta predomine el impulso masculino... pero, tras la expansión, todo se
reequilibrará de nuevo en un universo más ancho, puedes estar segura. Y en el
equilibrio universal y en su estabilización, la Gran Diosa volverá a imperar,
sostenida y servida amorosamente por todas las potencias del cosmos. Ella
imperará para ir gestando en la sombra, lentamente, las semillas selectas de un
nuevo paradigma, hasta que llegue la hora de hacerlas brotar y crecer, tras lo
cual seguirá otro nuevo período de impulso del aspecto masculino de la
Divinidad y de expansión constructiva de civilizaciones mundiales….Así es como
las escuelas iniciáticas dicen que siempre se han desarrollado los ciclos de la
historia, Eurídice.
-...Pero además…-insistió ella-… ¡El
Cáucaso!… Esas son las montañas míticas de donde dicen que vino nuestra raza!
Es como un retorno a los orígenes… ¡Y por lo que cuentas, debe ser lejísimos!
…vamos a separarnos por mucho tiempo... ¿qué es lo va a pasar con nuestro amor?
-Nuestro amor es lo mejor que me ha
llegado hasta ahora y ha resistido ya varias largas separaciones, Eurídice.
Cuando marché a instruirme con Quirón en la Fraternidad de los Hijos de Cronos,
cuando fui a recibir los misterios de Samotracia y Eleusis, cuando estuve en
Egipto... Yo pasaba meses o años fuera, regresaba, te encontraba y era como si
nos hubiésemos despedido la tarde anterior...
-...Sin embargo -siguió, acariciándola-,
hoy sé que todos esos viajes formaban apenas parte de mi aprendizaje elemental,
querida mía... Estaba faltándome, realmente, la práctica de lo aprendido. Y una
práctica frente a la realidad misma... Lo que siento en este momento es algo
muy diferente a la emoción de los descubrimientos simples y básicos de la
juventud. Ésto que me está ocurriendo ahora forma parte de mi manera de ser, o
de mi destino.
-...O que é? –musitou Eurídice, subitamente
preocupada.
-Que tenho renunciado a meu
direito ao trono em favor de meu irmão -disse de uma Orfeu, fitando-a aos
olhos.
-Mas como!... E por que?
-Porque queiro ser rei de mim
mesmo, Eurtídice. Porque aspiro a viver minha própria vida e não a do meu pai,
que é a do meu avô... porque não queiro ser casado com quem não quero, por
causa de razões de estado... –seguiu rodopiando o quarto, depois parou-se no seu
centro, fitou-a e disse:
-Já está feito. Não vou ser
rei da Trácia. Serei músico. Bardo, um bardo aventureiro, rei de si mesmo, um
homem livre, um artista... Sim, isso é o que queiro ser: um artista da vida.
-Tenho algo mais para te contar. Vai surpreender-te. É melhor tu te sentar.
Contra o que esperava, Eurídice sorriu,
veio até ele e jogou-lhe os braços ao pescoço.
-Artista da vida já o és agora
-disse-. Terás que te converter no rei dos artistas.
-Tu não estás brava por eu ter
renunciado à coroa? –estranhou-se Orfeu- Tinha-te prometido que serias minha
rainha.
-Serei a rainha de um rei de
artistas -disse ela sem deixar de sorrir.
Orfeu abraçou-a com paixão,
profundamente comovido pelo jeito de amar-lhe de Eurídice: ela o queria por ele
mesmo, fossem cuais fossem as suas circunstâncias. Adaptava-se a elas e
aceitava-o como ele quisesse ser. A plena confiança.
------------------------------------------------------
Horas
más tarde, abrazado con deleite al cuerpo desnudo de Eurídice y sintiendo
todavía la cálida vibración de sus recientes juegos de amor, Orfeo recordaba
con gran agradecimiento la maravillosa manera en la que Eurídice le había
mostrado que le quería tal como él era, aceptando sin alterarse su renuncia al
trono. Por eso se entristeció al pensar lo que aún tenía que decirle:
-Me gustaría que esperaras por mí, alma
mía, pero no puedo pedirte que lo hagas.
-¿Por qué no, mi amor? -respondió ella
mimosamente, volviéndose hacia él en el lecho y entrelazando los cuerpos de
ambos.
-Porque no sé si podré volver, ni en qué
circunstancias, ni cuando: este viaje irá por lugares misteriosos y salvajes,
con pueblos muy primitivos, en el extremo oriental de nuestro mundo... las
rutas, poco conocidas, el mar peligroso y traicionero, siempre cambiante…
Además, también las personas cambian, puedo cambiar yo, puedes cambiar tú...
-Yo soy tú, Orfeo, cambiaré siempre al
mismo ritmo en que tú cambies. Como cuando danzamos juntos, o cuando hacemos el
amor.
-Somos muy jóvenes los dos, pueden
aparecer otras personas...
-Si aparecen, que aparezcan y
desaparezcan; lo nuestro es mucho más fuerte.
-¡Puedo morir en esta aventura, Eurídice,
o quedar inválido!
-Si quedas inválido, te juro que te
cuidaré toda mi vida y que te amaré con el alma, si no nos pudiésemos amar con
el cuerpo y el alma. Si mueres, te juro que iré a buscarte al País de los
Muertos, Orfeo.
6-
EL AIRE:
El
Bosque Sagrado de las Ninfas era, para Eurídice, la representación de aquella
Tracia profunda y matriarcal, en su aspecto más exclusivamente femenino y
espiritual. A pesar de eso, había sido en su recinto externo que conociera a
Orfeo hacía cuatro años, cuando llegó la ocasión para que las doncellas Dríades
de su ciclo ofrendaran su virginidad a la Diosa, durante la Fiesta de la
Siembra. Como las Dríades pertenecían al clan de las mujeres-árbol, la
costumbre matriarcal dictaminaba que el clan de los centauros, es decir, los
hombres de la hermandad tribal que tenía al potro salvaje como tótem, fuesen
cada año admitidos a gozar ritualmente de las jóvenes aspirantes al grado de
Ninfas, sobre los surcos del arado abiertos por ellos en los campos de la
Diosa, para propiciar que todos los tracios tuviesen abundancia en cosechas de
cereales. Las mujeres de la Fraternidad escogían fecundadores entre otros
clanes diferentes cuando se trataba de festivales de fertilización de otro
tipo, tal como la de los frutales (hombres-cabra o sátiros) o la de la miel
(hombres-abeja). Únicamente el clan de los hombres-árbol les estaba
absolutamente vedado, ya que sus componentes eran considerados hermanos suyos.
En la Fiesta de la Siembra, como en las demás, las muchachas-árbol eran libres
de elegir a sus hombres-caballo preferidos, por medio de una ceremonia de
presentación, tras el arado de los campos, en la que cada uno de ellos mostraba
sus encantos y habilidades. Si a dos dríades les gustaba el mismo galán, se
desafiaban a una carrera o a cualquier otro tipo de prueba y la ganadora se lo
llevaba al surco o al huerto. La mayor parte de los candidatos se exhibieron
realizando competiciones atléticas, mas, cuando Orfeo, que no tenía una
musculatura demasiado sobresaliente, tocó su lira y cantó a las ninfas, Eurídice
quedó prendada del joven príncipe como si todo su canto fuese sólo para ella y
lo eligió, rodeando su cuello con una guirnalda de flores y sonriéndole
invitadora. Una hora después, sudorosa y excitada tras la persecución ritual
entre los bosques, dejó que tumbara y desnudara su cuerpo núbil sobre un
solitario campo labrado. Orfeo, aunque jadeante, la fue besando y la cubrió de
caricias sin demostrar ninguna prisa ni ansia, degustando cada recoveco de su
piel a medida que iba, poco a poco, despojándola de sus ropas. Sólo cuando
percibió que la muchacha se volvía néctar de pura excitación, se asomó a su
puerta íntima con tanta lentitud y consideración, que el dolor inicial de ella
acabó convirtiéndose en el placer convulsivo de lanzarse por sí misma al encuentro
de su masculinidad, cada vez con mayor fuerza y mayor gana. Él iba conteniendo
o soltando con firme delicadeza, encauzando la dirección y el ritmo de su
cintura con sus manos, tal como si estuviese manejando un instrumento musical
y, con la mayor suavidad, la fue colocando en tal posición que ambos acabaron
quedando frente a frente, mirada con mirada, lo cual era un atrevimiento muy
grande para un varón. En ese momento, redujo su ritmo, lo convirtió en series
armónicas y alternas de movimientos fuertes o suaves y se dedicó a besarla y
acariciarla, cantando su nombre en los más dulces o fogosos tonos de una
ondulante escala ascendiente. Entonces Eurídice le abrió también su corazón,
alcanzó el clímax y se dejó ir toda, como río que se precipita desde la alta
cascada, liberando un prolongado y bronco gemido mientras se desvanecía en el
deleitoso retorno al vacío primordial, Cuando despertó de su éxtasis se dio
cuenta de que el joven que yacía a su lado todavía no se había derramado, ya
que continuaba sintiéndolo entero dentro de ella. A pesar de eso, él había
tenido la extraordinaria gentileza de detener completamente sus embates durante
un buen rato, para dejarla gozar con total concentración de su placer y de su
posterior disolución y descanso. Cuando percibió que lo estaba mirando, paseó
su dedo húmedo por los labios turgentes de Eurídice y acarició su cara y los
lóbulos de sus orejas, sonriendo. Ese juego la hizo sonreír a su vez, la sacó
de la modorra y la llevó a excitarse de nuevo. Abrazándolo y besándolo llena de
agradecimiento, se dispuso a hacer lo posible para sumergir a Orfeo en una
catarata de gozo tan liberadora como la que ella acababa de conocer. Trató de
irse colocando a caballo sobre él para llevar la iniciativa, como le habían
explicado las Madres Sacerdotisas que era la posición y la actitud más digna
para una adulta del sexo dominante, y esta vez fue ella la que recurrió a las
caricias y a los ritmos alternos, deseando intensamente dirigirlo a que
alcanzaran un nuevo éxtasis al mismo tiempo. Sin embargo, aún en aquella
posición, Orfeo se las arregló, sujetando sus caderas o usando del poderoso
encanto de sus palabras, para contener o animar sus movimientos en el momento
adecuado, autoregulando su propia excitación por medio de la respiración, para
alargar el tiempo de placer y para disfrutarlo sin permitirse llegar al clímax.
Al cabo, Eurídice gimió y volvió a disolverse plenamente en el vacío, sobre el
pecho de Orfeo. Al volver en sí, el muchacho estaba a su lado, mirándola con
dulzura, mientras la acariciaba, rozándola apenas con las yemas de los dedos,
tal como tocaba las cuerdas de su lira. Pero su virilidad seguía impávida y
disponible. Eurídice se sintió mal.
-¿Por qué no te has dejado derramar en mí?
-demandó-. ¿Es que no te gustó que yo te escogiese?
-Ninguna mujer de todas las que haya visto
hasta ahora me gusta más que tú -respondió él-. Creo que te esperé toda mi
vida, o incluso antes. Eurídice se inquietó aún más, también sentía que conocía
a aquel hombre desde antes de nacer. Pero recordó de pronto que era una Dríade
y que aquello no era un asunto personal, sino sagrado: estaba allí para ser
fecundada.
-¿Tienes algún problema sexual?
-No tengo ninguno –dijo él-. No me derramo
porque no quiero; aprendí del Maestro de mi clan en Ptía, el centauro Quirón,
el arte de controlar con mi voluntad los impulsos instintivos, regulando el
aire que inspiro y expiro. Mi placer mayor es sentir tu placer todas las veces
que puedas sentirlo, mujer maravillosa.
-Pero no estamos aquí por el placer de los
sentidos -le reprochó ella-. No me interesa el placer, si no derramas tu
semilla, no podremos engendrar un hijo para la Diosa.
-¿... Para que, si sale varón, sea
sacrificado y despedazado y sirva de abono a estos mismos campos de labor? Yo
no quiero esa suerte para mi hijo.
-Tu hijo no, el mío –respondió ella muy
seria-. Tú no haces más que pasarlo bien durante un rato, yo lo gestaría y lo
daría a luz con dolor.
-No me importa como lo hagamos. Seguiría
siendo mi hijo, además de tuyo. Tú no creerás que las mujeres sean fecundadas
por el viento -dijo Orfeo con firmeza.
-Ya lo sé, pero tú tienes potencia de
sobra para engendrar varios hijos diariamente –arguyó Eurídice, ahora con mucha
paciencia, entendiendo que se había encontrado con un machito rebelde-. Yo sólo
puedo crear uno al año, que es una parte entrañable de mí misma, que me
acompaña desde dentro durante nueve meses y al que le tomo un gran cariño. Y
aún así lo sacrifico con amor, si fuese un varón, tal como Dionisio fue
sacrificado y devorado, para que surgiera de él lo mejor que hay en la especie
humana ¿... Te parece mal ofrendar un solo hijo a la Diosa Madre de todas las
vidas, para que podamos gozar de una buena cosecha?
-Todos vamos a regresar, tarde o temprano,
al vientre de la Diosa para morir y renacer... ¿Qué interés puede tener ella en
privar tan temprano de sus vivencias a un pobre niño?
-La Diosa Madre aprecia siempre nuestro
sacrificio incondicional, ve lo que somos capaces de hacer por complacerla, y
nos lo paga con alimento abundante, para que la vida siga.
-¿Qué clase de madre sería esa si fuese
necesario complacerla con el sacrificio, el dolor y la muerte de sus hijos
varones? ¿Cómo se puede comprar la vida de un pueblo con la muerte de un
inocente?... Además, el sacrificio principal no es el del dolor de los
convencidos padres, sino el de la propia vida de un pequeño ser humano que no
puede decidir por sí mismo su destino.
-Tú no puedes entenderlo, solo eres un simple
hombre, perdona que te lo diga, siempre se hizo así…no pretenderás saber más
que las Sacerdotisas.
-Cuando se dice que así se hizo siempre,
es que algo debe estar equivocado, todo lo que es sano cambia, se transforma.
-Por favor, cállate ya esa boca y no lo
estropees más –Eurídice estaba irritada- estás diciendo típicas bobadas
masculinas.
-Creo que las personas hacen a los dioses
a su imagen y semejanza –insistió él- y no al revés, y que las personas que
diseñaron y mantienen esa imagen devoradora para la Diosa de la Vida,
pertenecen a un tipo de mentalidad que se ha quedado tan fosilizada como las
armas y los instrumentos de piedra. Eurídice ya no lo quiso escuchar más. Se
apartó de él y empezó a cubrir de nuevo su cuerpo, ofendida, avergonzada y
temerosa por haber provocado con sus corteses consideraciones a un miembro del
sexo inferior unas contestaciones tan irreverentes hacia la Gran Diosa... Pero
también sentía una incontenible frustración y rabia.
-¡Hombre impío! –gritó, con ganas de
abofetearlo- Si esa es la opinión que tienes de la religión de tu país, tú, un
príncipe real ¿Por qué participas en un acto religioso y sagrado? ¿Sólo por el
placer de profanarlo?
-Participé porque participabas tú,
Eurídice –dijo él apasionadamente, sin perder la dulzura de su voz-. Hace un
año que te vi en una ceremonia externa del Templo de las Ninfas. Desde entonces
te he seguido, escondido, cada vez que podía. Te he espiado, he soñado contigo
cada noche, he compuesto música pensando en ti, deseándote... Eurídice, que ya
se iba, se detuvo sorprendida, escuchándolo. Él se arrodilló a sus pies y los
tocó.
-...Y me presenté a esta selección con la
loca esperanza de que reconocieses en mi música los sentimientos que tú misma
generaste en mí... y los has reconocido, sin duda, por eso me has elegido entre
tanto musculoso. Gracias, gracias, gracias a Nuestra Señora la Diosa por el
feliz, maravilloso día que he vivido hoy. Perdóname si al final te he ofendido
sin querer. Yo te amo, Eurídice. Ella se encontró, sin saber cómo, otra vez
desnuda y abrazada a él, ganada por sus sentimientos, fundiendo íntimamente su
feminidad con su hombría sobre la tierra fértil que esperaba ser fecundada. Y
de nuevo alcanzó la cima y conoció un placer altísimo entre gemidos, un placer
que llenaba todos los huecos de su cuerpo, de su emocionalidad y de su mente,
un placer que todo lo disolvía y unificaba. Pero tampoco esta vez Orfeo quiso
derramar su semilla.
7-
LA TIERRA:
El
Bosque de las Ninfas era la más bella selva que había entre los escarpados
cañones de los ríos que cruzaban los Montes Rhodope. Las Ninfas Dríades y
Hamadríades eran figuras mitológicas de las más primitivas y animistas
creencias de los ancestros arios, que representaban a los devas, genios,
duendes o espíritus elementales de la naturaleza, encargados del desarrollo
evolutivo de los árboles. Dríade es una palabra que, como Druida, viene de Dru,
que significa Roble, el rey de los árboles, para los primitivos europeos. Con
el tiempo, acabó declarándose sagrado aquel bosque, ya que era cuna de hasta
siete nacientes que brotaban de un río subterráneo. Como Tracia era todavía un
matriarcado, pues los nuevos dioses olímpicos apenas estaban comenzando a
infiltrarse más tarde, por influencia griega y por conveniencia política de la
dinastía real imperante, se levantó dentro de una de sus grutas un pequeño
Templo a la Gran Madre con un rústico tímpano de dos columnas, de cuyo interior
brotaba la más sana y curativa de las fuentes en tres chorros y se fundó en él
una Fraternidad de las Dríades, dirigida por un Consejo de Sacerdotisas, para
que se ocupasen de la preservación y cuidado de la selva sagrada y de la rica
fauna y flora autóctona del macizo del Rhodope, de los manantiales y cascadas,
de su fertilidad y de su belleza natural, base constructiva y centro
equilibrador de la malla etérica central del reino, para deleite del espíritu
de las generaciones presentes y futuras. Cuando Orfeo se enroló en la
expedición de los Argonautas, de la que no se sabía si iba a volver, Eurídice,
hija de la Alta Sacerdotisa-Ninfa y, por tanto, iniciada como miembro de la
Fraternidad desde su nacimiento, se integró cada vez más en ella, como una
forma de mantenerse ocupada y de consolarse de su nostalgia. Su compromiso
personal suponía responsabilizarse del cuidado, limpieza y mantenimiento de una
extensa área del bosque de hayas, donde había una bella cascada que se
derramaba en cabellera desde bastante altura y muchos árboles de los que se
decía que tenían más de mil años de edad y que eran verdaderos testigos
vivientes de toda la historia del país. Realizaba ese trabajo en compañía de
siete de sus compañeras, que vivían en comunidad en una casa campesina cercana
al templo.
Durante
varias generaciones, la Fraternidad había convertido una amplia área natural en
un parque maravilloso, dividiendo artificialmente los arroyos en múltiples
canales, con los que se formaron muchas cascadas, estanques y lagunas donde se
criaban, se seleccionaban y se mejoraban truchas y salmones para los ríos de
Tracia. El espíritu de las Dríades consistía en hacerlo todo de tal manera que
siguiese pareciendo una obra espontánea de la naturaleza. Se trataba de lograr
que los seres humanos interactuasen con los genios del bosque en la mayor armonía,
dando atención reverente y colaborando con la Jerarquía Dévica creadora de
formas en el mundo vegetal, evolución, al parecer, paralela a la humana en la
dimensión sutil, ejemplo impecable de pureza, donación y entrega, a fin de que
Dríades y Devas colaborasen en construir juntos pequeños paraísos sobre la
tierra a la medida de ambos reinos, lo que se consideraba la más sagrada de las
obras de arte.
-Se entra en el mundo de los Devas –había
explicado la madre de Eurídice- concentrándose en un estado interior de amor
por la naturaleza hasta sentir que ese te viene de vuelta, cada mañana que
despiertas y ves que, inesperadamente, una nueva y bella flor silvestre orna tu
jardín. Los Devas no se preocupan por lo que tú digas y casi ni por lo que hagas,
pero ellos, igual que los animales, captan muy bien lo que tú eres y, si eres
amor, te responden de la misma forma.- Había una parte del parque que era
pública y otra, la más próxima a las fuentes, sólo accesible para las fráteres,
quienes vivían su trabajo como una perfecta escuela de desarrollo evolutivo, a
través del servicio abnegado, la fusión espiritual con las energías más puras
de la Naturaleza, (que era lo mismo que fundirse con el aspecto externo de la
Gran Madre), el cultivo consciente de la armonía comunitaria, el mejoramiento
continuo de los nuevos linajes de sacerdotisas desde la cuna, y la
concentración en la identificación con el Alma y la propia Mónada (que eran el
reflejo interno y cósmico de la Diosa), para llegar a convertirse en dignos
canales Suyos y de la Jerarquía de Espíritus Ayudadores, así como limpias y
vacías transmisoras de Sus dádivas y su poder de cura para el resto del mundo.
Aquella dedicación a los recursos naturales de la región incluía preservar la
pureza de las aguas, cuidar los árboles, mantener impecablemente limpios los
senderos forestales que conducían a espacios de gran belleza natural,
embellecerlos aún más, sembrando especies diversas de plantas floridas por toda
parte , regar durante la estación seca, mejorar los arquetipos de las semillas
y mudas autóctonas, aclimatar especies foráneas compatibles, pesquisar remedios
contra las plagas y enfermedades de los vegetales,…así como realizar diversos
tratamientos curativos con cataplasmas vegetales, infusiones e hidroterapia en
los ciclos astrológicamente propícios. Todos aquellos trabajos se ofertaban con
la misma devoción que las oraciones y mantras y no eran mal compensados, ya que
los campesinos circundantes les colaboraban y las mantenían con sus diezmos y
ofrendas a los espíritus de la Flora y las Aguas. Cada año, además, en las
épocas de siembra o de plantío, labores agrícolas duras que requerían del
esfuerzo físico de centenares de voluntarios varones, normalmente dedicados a
otras actividades, se celebraban festivales orgiásticos al final del trabajo
colectivo, en los que las Dríades en edad reproductora escogían parejas entre
las hermandades de hombres-cabra, hombres-centauros, hombres-abeja,
hombres-toro, lobo, león y otros tótems animales diferenciadores de cada clan
de la tribu, para copular sacralmente con ellos sobre los surcos de los
sembrados o los hoyos de los plantíos abiertos por los varones, a fin de
propiciar la fertilidad general del país. Ésto era una gozosa y conveniente
práctica cooperativa que venía funcionando bien en la cultura caucasiana
pre-pelasga desde hacía milenios, algo que había comenzado en eras más
antiguas, entre los Turanianos de las estepas, como una necesidad, y que se fue
convirtiendo en venerable rito religioso usufructuado y aceptado también por
los invasores Arios, cuando conquistaron el país, aunque actualmente los más
puritanos repudiaban aquellas costumbres, a las que reputaban de ultrapasadas.
Terminada la siembra de campos y cuerpos, los colaboradores masculinos se
retiraban sin soñar, siquiera, en seguir manteniendo relaciones con las mujeres
consagradas, y el Bosque continuaba siendo un espacio exclusivamente femenino.
Los bebés nacidos de aquel ritual eran considerados hijos de la Gran Diosa, Las
niñas serían educadas como Sus futuras sacerdotisas y los niños, sacrificados a
Ella antes de cumplir un año, degollados y despedazados, como lo había sido el
dios Dionisio Zagreo, de manera que sus pedazos pudieran abonar los distintos
campos de labor y proporcionar unas buenas cosechas al país entero. Eran el
símbolo del necesario y heróico sacrificio del hombre por la comunidad, ya que,
a medida que la población había crecido, la caza vino a menos y las horas de
trabajo de los varones se tuvieron que triplicar para guardar, atender y
defender el ganado y el territorio, o para realizar las labores agrícolas que
mayor esfuerzo físico requerían. Habiendo engendrado un máximo de tres
descendientes féminas, cada sacerdotisa renunciaba solemnemente, mediante
sagrado voto de castidad, a seguir teniendo relaciones sexuales (que se
consideraban animales, aunque todavía necesarias para prolongar la raza), y se
concentraban exclusivamente en el cultivo y la elevación del propio interior y
el de sus hijas.
8-
EL GUARDIÁN DEL UMBRAL:
Tracia,
amplio país muy poblado, coronado de montañas peñascosas cubiertas de robles y
barridas por el viento del norte, se encontraba a caballo entre los dos mundos,
aparentemente antagónicos, descendientes de los caucasianos del sur y del
norte; lunares y matriarcales los primeros y solares y patriarcales los
segundos. Los tracios del este tenían como vecinos, al otro lado del estrecho
de Dárdano o Helesponto, a sus primos lunares, los habitantes de la amurallada
Troya, con los que compartían el Mar de Mármara, el Bósforo y el Mar Negro
occidental, mientras que al sur se asomaban al azul Egeo. Los tracios del
suroeste tenían frontera, también, con otros primos solares, los macedonios
eolios, vecinos y primos, a su vez, de los griegos minias de Tesalia, de quienes
se decía que habían domado a los primeros caballos. En la Tesalia meridional se
encontraba Ptía o Ftía, o la Pfiótide, tierra ya bien patriarcalizada, donde
Peleo de Egina reinaba sobre los famosos guerreros mirmidones. En la patria de
Orfeo, donde había una aristocracia refinada y progresista en fuerte contraste
con una masa popular bastante retrasada, el conflicto entre los géneros estaba
todavía comenzando: A nivel de iniciados y gente culta, estaban triunfando
recientemente las elevadas doctrinas de Apolo Hiperbóreo, dios del sol y de la
iluminación. Su culto, propiciado por la realeza, (aunque el rey no era un
griego, sino un pelasgo helenizado), había ido sustituyendo al más antiguo del
héroe caucasiano Prometeo (quien, según las leyendas, había proporcionado mente
pensante y uso de razón a la nueva raza humana, por él modelada en barro y
animada, tras robar el fuego del intelecto a los dioses titánicos)... Por su
parte, el pueblo tracio -las gentes comunes de los fértiles valles, sumamente
apegadas a sus viejos hábitos y tradiciones,- sólo deseaba seguir con sus
típicas celebraciones emocionales y extáticas de la Era Anterior a la Gran
Diosa Lunar y a su hijo Dionisio, otro supuesto padre de la especie humana a
través de su sacrificio, aunque estos cultos se hacían cada vez más
desenfrenados , animalizados y orgiásticos, lo cual producía una permanente
fricción de las hordas de adoradoras de Baco con los sacerdotes olímpicos,
espíritus severos de Primer Rayo, austeros, guerreros de Luz bien disciplinados,
que deseaban implantar una Nueva Era regida por una mente equilibrada y piadosa
en un cuerpo sano. Nada que ver con las orgías bacantes ni, mucho menos, con el
también popular dios tracio de la guerra, el impulsivo, irreflexivo y
sanguinario Ares o Marte, que era tan bárbaro e incivilizado como la fama de
feroces y brutales que los guerreros tracios tenían. La personalidad básica de
Orfeo, su alma tribal constitutiva, era un espejo de ese conflicto interno de
su país. Como tracio, sentía visceralmente y amaba la desbordada libertad del
subconsciente propia del culto dionisíaco, que se expresaba en la catarsis de
la orgía, la embriaguez y el éxtasis, en cuyos Misterios había sido iniciado
por su padre. Pero, como artista cultivado y educado por su madre, la Musa
Kalíope, que era una Alta Sacerdotisa de Apolo -el censor lógico que guarda
cuidadosamente los umbrales entre el inconsciente y el consciente-, abominaba
del pavoroso Marte y buscaba la manera de atemperar y armonizar aquellos
excesos de los adoradores de Baco, a veces salvajes, con la serenidad
civilizadora del dios solar de los griegos. El predominio del matriarcado en la
mentalidad conservadora del pueblo tracio, a pesar de que en toda la Pelasgia,
y hasta en Troya, estaba en franca desaparición, se basaba en cinco factores
fundamentales que las mujeres de clase, muchas de ellas miembros activos de los
Colegios de Sacerdotisas de cada clan, seguían controlando celosamente: la
amorosa dirección de la comunidad tal como se dirige una gran familia, la
propiedad de la tierra, la educación de sus hijos en su propia tradición, el
conocimiento de las plantas y rituales mágicos que propiciaban el favor de la
Diosa, señora de la vida y de la muerte, de quien todos dependían -lo que hacía
a los hombres temer y respetar la magia femenina-... y el mantenimiento de la
paz, por medio de un firme orden interno y unas excelentes relaciones con las
supremas sacerdotisas de los territorios vecinos. Ya que habían aprendido que
la guerra era nefasta para todas ellas: en la guerra los durísimos hombres
tracios, hijos de Marte, se volvían prepotentes e ingobernables. El poder de la
propia fuerza y el orgullo de la victoria eran drogas enloquecedoras y
verdaderamente adictivas para la sangre caliente de aquellos varones. Sus
instintos primarios de antiguos cazadores nómadas resucitaban y al llegar la
paz resultaba imposible que renunciaran a seguir buscando aventura y gloria en
nuevas conquistas y combates, y que se conformaran con sus tristes y aburridos
papeles de pastores del ganado y ayudantes en las labores agrícolas duras. La
guerra hacía héroes y la paz tenía que envenenarlos. Porque lo típico era que,
después de una guerra, los más destacados guerreros intentaran aunar a su poder
militar el político de dirección de la comunidad. Si no se conseguía
integrarlos como eventuales consortes respetuosos con el poder de la cúpula
femenina, ni eliminarlos discretamente, ni dividirlos por medio de intrigas, de
tal forma que se mataran entre sí, con frecuencia acababan desgajándose de las
tribus y convirtiéndose en partidas de bandoleros que marchaban lejos, en busca
de tribus extranjeras a las que dominar. Por causa de eso, habían surgido
esporádicamente varios reinos patriarcales de origen tracia que, al cabo de
algunos años, en cuanto la prosperidad y la comodidad que conlleva la paz,
ablandaban a aquellos brutos, acababan aceptando la sabia dirección de sus
nuevas esposas, ya que no es lo mismo dirigir un ataque destructivo durante una
temporada, que una verdadera organización social volcada permanentemente a
construir. Les faltaba la magia, la conexión práctica con la Diosa, con la
Madre Tierra, con la realidad cotidiana. El patriarcado, en partes de Tracia o
sus colonias, todavía era una forma de gobierno de tribus montaraces, incultas
y precarias, que tan sólo usando las armas podían sobrevivir a costa de otros y
que estaban condenadas a una existencia insegura, austera, nómada y efímera, al
menos que volvieran al redil. La guerra sólo conseguía que los hombres
creciesen en fanfarrona autosuficiencia, esto es, que se “desmadrasen”,
hablando con propiedad, lo cual podía producir más daños y cambios que una
invasión enemiga. Por causa de eso, las Madres dirigentes preferían resolver
cualquier conflicto externo por medio de negociación o de asimilación y sólo
hacían uso de la fuerza bruta en casos de extrema necesidad, aunándola siempre
a la legitimación por la ley, cuando tenían que aplicarla para imponer el orden
entre sus propios súbditos.
9-
LA SOMBRA DE LA LUZ:
Al
poco, lo identifiqué, alma mía: era un olor como de carne podrida. Me asomé por
la borda y no vi el mar o la laguna del Hades, sino una viscosa niebla que
parecía rodear todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como
detenida en él, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándome más, me
pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. De
repente me estremecí de pavor, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y
nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida
a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores
de descomposición. Sentí un agujero en mi vientre, miedo, temor paralizante, y
un terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en mi interior me hizo aguantar
y contenerme. Busqué al barquero infernal, en busca de una explicación, pero en
la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; me encontraba
angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror.
Y la luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más
mortecina. Transcurrió un tiempo interminable en el que yo me sentía como
clavado al banco en la creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en mí
seguía deseando vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso
interno me decía que no debía disolverme y perder mi energía, sino coagularla y
retenerla tal como tú ya sabes, amada, aspirarla hacia arriba, elevarla,
afirmarme, resistir, olvidar los terrores de mi personalidad centrándome en lo eterno
de nuestro Ser, como me habían recomendado el “Hombre del Roble” y Donnon. Al
final, recurrí a las fuerzas de mi arte, musa mía, me dije a mí mismo que todo
aquello eran ilusiones de mi mente dentro del sueño de la muerte que yo mismo
había escogido penetrar y que no podía dejar que me arrastraran al pánico; así
que decidí repoblar mi sombra interna con un mundo de música dedicada a ti, mi
amor, para crear luz, ánimo y disciplina. Sin mirar hacia el horror y haciendo
de tripas corazón, rasgueé mi lira de modo que brotasen de ella las más alegres
escalas de notas, canté para ti canciones infantiles, toqué las danzas de la
molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia,
imaginando el brillo de tu sonrisa, Eurídice, entre los bailarines, seguí por
himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos del orgullo de su
país y de su coraje; me alcé y canté alabanzas a los héroes, di golpes con el
pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fui dominando la náusea
y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas de mi vientre, por
donde la energía antes escapaba, elevándola al Ser, afirmándome en el poder de
mi amor por ti. Me pareció que mi tenaz entusiasmo hacía intensificarse la luz
del fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía, poco a poco ante mí,
disipando el olor de la putrefacción envolvente. Me pareció que el navío se
movía con suavidad hacia donde yo suponía que estaba el sur, y más se movía
cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba yo. Me vi a mí mismo
construyendo mi camino hacia ti a base de estrofas, tal como en los días
anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras y
estaciones del Laberinto del Fin del Mundo. Me fui sintiendo invadido de valor
y fui penetrando en la convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es
sino un impulso cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva
de la experiencia sobre un vacío infinito, y que la experiencia es moldeable,
por medio de la voluntad que el ánimo pilota. Mi gana, amada, hizo que la nave
avanzase y avanzase, que el farol brillase ahora como una estrella de
constructiva esperanza y que el mar de cuerpos muertos fuese sustituido ante mi
vista por aguas libres, relativamente calmas y amables, sobre las que me
deslizaba cada vez más veloz. La nave cortaba la niebla oceánica en su avance,
e iba creando a sus costados algo así como un corredor de altos muros de bruma,
que el fanal iluminaba hasta cierta altura. Al compás de mis cantos, aquellos muros
o pantallas fantasmales comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero me vi
a mí mismo como en un gran espejo, navegando en aquella barca que nadie
dirigía, en medio de la noche, de la niebla y de la nada, camino de no se sabe
a dónde… pero después comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes
en ráfagas: Allí estaba yo recorriendo el laberinto conscienciador de Donnon,
entrando en el país de Gal con los guerreros Brigmil, navegando el Gran Verde
con el griego Arron o el fenicio Beleazar. Me fui dando cuenta, alma mía, de
que el avance del navío al compás de mi música me estaba llevando a contemplar
mi pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: Me vi junto a
Hércules en Creta, con la pitonisa en Delfos, enterrando tu cuerpo, oh dolor,
en el glaciar, reviví el momento de tu trágica muerte, tu apagamiento final,
luz de mi vida… Mi tristeza ante aquellas escenas pareció reducir la velocidad
de la navegación, pero volví a insuflar ánimo a la música que tocaba y pude
disfrutar de la visión de mi amada viva, de mí mismo abrazándote con pasión,
Eurídice, cuando el triunfal regreso de la Cólquide, de la solemne entrada en
el templo del monte Lafistio junto a mis compañeros, portando el dorado trofeo
conquistado. Y seguía viendo reflejadas hacia atrás, cada vez más nítidas y
rápidas, escenas intensas y entrañables de mis aventuras con los argonautas,
hasta que llegó el último de nuestros encuentros íntimos, la última de nuestras
noches furtivas de delicias, la última vez que disfruté de tu expresión, oh
amada, en el momento del placer, pocas horas antes de partir a por el Vellocino
de Oro.
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