quarta-feira, 27 de novembro de 2019

5- EL HIJO


5- EL HIJO

     -Eurídice, mi amor, vengo a despedirme...
     -Antes de despedirte, salúdame, hombre- dijo ella alegremente, rodeando su cuello con los brazos -dame un beso. Él correspondió al abrazo, la besó, la miró con pena y dijo:
     -Mi amor: esta vez me voy a un largo viaje y pasará mucho tiempo hasta que nos veamos de nuevo... Me marcho a la Cólquide con Jasón. Pasado mañana, al amanecer, salgo en un barco para encontrarme con él en Yolkos. Eurídice era menuda, siempre alegre y llena de gracia, cariñosa y muy femenina. Su hermoso cuerpo, que aún recordaba su adolescencia, ocultaba una personalidad voluntariosa y bastante madura para su edad.
     -La Cólquide... ¿Me puedes recuerdar dónde queda, Orfeo? ¿No es verdad que está muy, muy lejos?
     -Pues hay que embarcarse y recorrer toda la costa de Tracia y las islas de Lemnos y Samotracia; cruzar el Helesponto sin que se enteren los troyanos y luego el Mar de Mármara; pasar el Bósforo y orillar la Bitinia en dirección al este, siguiendo más allá de los países de los Mariandinos, los Henetes, los Paflagonios –él iba contándolos con los dedos-; rebasar los de los Calibeos, los Tibarenios, los Mosinos y el de las Amazonas... todo eso costeando el Mar Negro hacia su extremo suroriental, hasta llegar a unos húmedos valles al pié suroeste de la cordillera del Cáucaso. Entonces entrar con el mayor disimulo por la desembocadura pantanosa del río Fasis, que separa Europa de Asia, hasta Eea, la capital de los colquídeos, que está en el interior. Allí tendremos que conseguir, por las buenas o por las malas, un importante trofeo para nuestro prestigio... Y después arreglárnoslas para volver, claro, que es lo más complicado.

     -¡Pero Orfeo! – Eurídice estaba asustada- Si te vas con los griegos, casi todas esas zonas son aliadas de los troyanos y enemigas para ellos. Habrá peligro de muerte. O de ser esclavizado.
     -Sí lo hay, pero van los más selectos campeones de Grecia en la expedición.
     -¿Por qué te gustarán tanto los griegos, Orfeo? Tu eres un hombre sereno, dulce, cultivado, incluso trascendente, y ellos son tan agresivos y patriarcalistas... durante milenios tuvimos una civilización equilibrada, cada sexo en su lugar, la mujer dentro, dirigiendo los fundamentos de la vida y manteniendo el orden, el rumbo y la evolución de la comunidad, el hombre en el exterior, protegiendo el territorio, apoyando y sirviendo, igual que los leones a las leonas y sus crías. Los griegos están queriendo que el hombre lo dirija todo y que la mujer se convierta en una callada esclava del hogar de su “esposo y señor”... Tú sabes que, cuando el hombre es mandón, la armonía se rompe y el mundo se convierte en una competición despiadada, en un campo de batalla.
     -Mi amor, es sólo un movimiento de la eterna ley de la balanza... el mundo se está expandiendo por causa de los adelantos en la navegación, salimos del huevo del mar Egeo, donde estábamos confinados hasta ahora... nos extenderemos por el este hasta el Cáucaso y tal vez un día Persia y la India y por el oeste hasta el Océano y más allá, si es que hubiese un “Más Allá del Océano”. Y es natural que en las fases expansivas como ésta predomine el impulso masculino... pero, tras la expansión, todo se reequilibrará de nuevo en un universo más ancho, puedes estar segura. Y en el equilibrio universal y en su estabilización, la Gran Diosa volverá a imperar, sostenida y servida amorosamente por todas las potencias del cosmos. Ella imperará para ir gestando en la sombra, lentamente, las semillas selectas de un nuevo paradigma, hasta que llegue la hora de hacerlas brotar y crecer, tras lo cual seguirá otro nuevo período de impulso del aspecto masculino de la Divinidad y de expansión constructiva de civilizaciones mundiales….Así es como las escuelas iniciáticas dicen que siempre se han desarrollado los ciclos de la historia, Eurídice.
     -...Pero además…-insistió ella-… ¡El Cáucaso!… Esas son las montañas míticas de donde dicen que vino nuestra raza! Es como un retorno a los orígenes… ¡Y por lo que cuentas, debe ser lejísimos! …vamos a separarnos por mucho tiempo... ¿qué es lo va a pasar con nuestro amor?
     -Nuestro amor es lo mejor que me ha llegado hasta ahora y ha resistido ya varias largas separaciones, Eurídice. Cuando marché a instruirme con Quirón en la Fraternidad de los Hijos de Cronos, cuando fui a recibir los misterios de Samotracia y Eleusis, cuando estuve en Egipto... Yo pasaba meses o años fuera, regresaba, te encontraba y era como si nos hubiésemos despedido la tarde anterior...
     -...Sin embargo -siguió, acariciándola-, hoy sé que todos esos viajes formaban apenas parte de mi aprendizaje elemental, querida mía... Estaba faltándome, realmente, la práctica de lo aprendido. Y una práctica frente a la realidad misma... Lo que siento en este momento es algo muy diferente a la emoción de los descubrimientos simples y básicos de la juventud. Ésto que me está ocurriendo ahora forma parte de mi manera de ser, o de mi destino.
             -...O que é? –musitou Eurídice, subitamente preocupada.
              -Que tenho renunciado a meu direito ao trono em favor de meu irmão -disse de uma Orfeu, fitando-a aos olhos.
                -Mas como!... E por que?
              -Porque queiro ser rei de mim mesmo, Eurtídice. Porque aspiro a viver minha própria vida e não a do meu pai, que é a do meu avô... porque não queiro ser casado com quem não quero, por causa de razões de estado... –seguiu rodopiando o quarto, depois parou-se no seu centro, fitou-a e disse:
                 -Já está feito. Não vou ser rei da Trácia. Serei músico. Bardo, um bardo aventureiro, rei de si mesmo, um homem livre, um artista... Sim, isso é o que queiro ser: um artista da vida. -Tenho algo mais para te contar. Vai surpreender-te. É melhor tu te sentar.

Contra o que esperava, Eurídice sorriu, veio até ele e jogou-lhe os braços ao pescoço.
             -Artista da vida já o és agora -disse-. Terás que te converter no rei dos artistas.
               -Tu não estás brava por eu ter renunciado à coroa? –estranhou-se Orfeu- Tinha-te prometido que serias minha rainha.
               -Serei a rainha de um rei de artistas -disse ela sem deixar de sorrir.
                 Orfeu abraçou-a com paixão, profundamente comovido pelo jeito de amar-lhe de Eurídice: ela o queria por ele mesmo, fossem cuais fossem as suas circunstâncias. Adaptava-se a elas e aceitava-o como ele quisesse ser. A plena confiança.

------------------------------------------------------

Horas más tarde, abrazado con deleite al cuerpo desnudo de Eurídice y sintiendo todavía la cálida vibración de sus recientes juegos de amor, Orfeo recordaba con gran agradecimiento la maravillosa manera en la que Eurídice le había mostrado que le quería tal como él era, aceptando sin alterarse su renuncia al trono. Por eso se entristeció al pensar lo que aún tenía que decirle:

     -Me gustaría que esperaras por mí, alma mía, pero no puedo pedirte que lo hagas.
     -¿Por qué no, mi amor? -respondió ella mimosamente, volviéndose hacia él en el lecho y entrelazando los cuerpos de ambos.
     -Porque no sé si podré volver, ni en qué circunstancias, ni cuando: este viaje irá por lugares misteriosos y salvajes, con pueblos muy primitivos, en el extremo oriental de nuestro mundo... las rutas, poco conocidas, el mar peligroso y traicionero, siempre cambiante… Además, también las personas cambian, puedo cambiar yo, puedes cambiar tú...
     -Yo soy tú, Orfeo, cambiaré siempre al mismo ritmo en que tú cambies. Como cuando danzamos juntos, o cuando hacemos el amor.
     -Somos muy jóvenes los dos, pueden aparecer otras personas...
     -Si aparecen, que aparezcan y desaparezcan; lo nuestro es mucho más fuerte.
     -¡Puedo morir en esta aventura, Eurídice, o quedar inválido!
     -Si quedas inválido, te juro que te cuidaré toda mi vida y que te amaré con el alma, si no nos pudiésemos amar con el cuerpo y el alma. Si mueres, te juro que iré a buscarte al País de los Muertos, Orfeo.


6- EL AIRE:

El Bosque Sagrado de las Ninfas era, para Eurídice, la representación de aquella Tracia profunda y matriarcal, en su aspecto más exclusivamente femenino y espiritual. A pesar de eso, había sido en su recinto externo que conociera a Orfeo hacía cuatro años, cuando llegó la ocasión para que las doncellas Dríades de su ciclo ofrendaran su virginidad a la Diosa, durante la Fiesta de la Siembra. Como las Dríades pertenecían al clan de las mujeres-árbol, la costumbre matriarcal dictaminaba que el clan de los centauros, es decir, los hombres de la hermandad tribal que tenía al potro salvaje como tótem, fuesen cada año admitidos a gozar ritualmente de las jóvenes aspirantes al grado de Ninfas, sobre los surcos del arado abiertos por ellos en los campos de la Diosa, para propiciar que todos los tracios tuviesen abundancia en cosechas de cereales. Las mujeres de la Fraternidad escogían fecundadores entre otros clanes diferentes cuando se trataba de festivales de fertilización de otro tipo, tal como la de los frutales (hombres-cabra o sátiros) o la de la miel (hombres-abeja). Únicamente el clan de los hombres-árbol les estaba absolutamente vedado, ya que sus componentes eran considerados hermanos suyos. En la Fiesta de la Siembra, como en las demás, las muchachas-árbol eran libres de elegir a sus hombres-caballo preferidos, por medio de una ceremonia de presentación, tras el arado de los campos, en la que cada uno de ellos mostraba sus encantos y habilidades. Si a dos dríades les gustaba el mismo galán, se desafiaban a una carrera o a cualquier otro tipo de prueba y la ganadora se lo llevaba al surco o al huerto. La mayor parte de los candidatos se exhibieron realizando competiciones atléticas, mas, cuando Orfeo, que no tenía una musculatura demasiado sobresaliente, tocó su lira y cantó a las ninfas, Eurídice quedó prendada del joven príncipe como si todo su canto fuese sólo para ella y lo eligió, rodeando su cuello con una guirnalda de flores y sonriéndole invitadora. Una hora después, sudorosa y excitada tras la persecución ritual entre los bosques, dejó que tumbara y desnudara su cuerpo núbil sobre un solitario campo labrado. Orfeo, aunque jadeante, la fue besando y la cubrió de caricias sin demostrar ninguna prisa ni ansia, degustando cada recoveco de su piel a medida que iba, poco a poco, despojándola de sus ropas. Sólo cuando percibió que la muchacha se volvía néctar de pura excitación, se asomó a su puerta íntima con tanta lentitud y consideración, que el dolor inicial de ella acabó convirtiéndose en el placer convulsivo de lanzarse por sí misma al encuentro de su masculinidad, cada vez con mayor fuerza y mayor gana. Él iba conteniendo o soltando con firme delicadeza, encauzando la dirección y el ritmo de su cintura con sus manos, tal como si estuviese manejando un instrumento musical y, con la mayor suavidad, la fue colocando en tal posición que ambos acabaron quedando frente a frente, mirada con mirada, lo cual era un atrevimiento muy grande para un varón. En ese momento, redujo su ritmo, lo convirtió en series armónicas y alternas de movimientos fuertes o suaves y se dedicó a besarla y acariciarla, cantando su nombre en los más dulces o fogosos tonos de una ondulante escala ascendiente. Entonces Eurídice le abrió también su corazón, alcanzó el clímax y se dejó ir toda, como río que se precipita desde la alta cascada, liberando un prolongado y bronco gemido mientras se desvanecía en el deleitoso retorno al vacío primordial, Cuando despertó de su éxtasis se dio cuenta de que el joven que yacía a su lado todavía no se había derramado, ya que continuaba sintiéndolo entero dentro de ella. A pesar de eso, él había tenido la extraordinaria gentileza de detener completamente sus embates durante un buen rato, para dejarla gozar con total concentración de su placer y de su posterior disolución y descanso. Cuando percibió que lo estaba mirando, paseó su dedo húmedo por los labios turgentes de Eurídice y acarició su cara y los lóbulos de sus orejas, sonriendo. Ese juego la hizo sonreír a su vez, la sacó de la modorra y la llevó a excitarse de nuevo. Abrazándolo y besándolo llena de agradecimiento, se dispuso a hacer lo posible para sumergir a Orfeo en una catarata de gozo tan liberadora como la que ella acababa de conocer. Trató de irse colocando a caballo sobre él para llevar la iniciativa, como le habían explicado las Madres Sacerdotisas que era la posición y la actitud más digna para una adulta del sexo dominante, y esta vez fue ella la que recurrió a las caricias y a los ritmos alternos, deseando intensamente dirigirlo a que alcanzaran un nuevo éxtasis al mismo tiempo. Sin embargo, aún en aquella posición, Orfeo se las arregló, sujetando sus caderas o usando del poderoso encanto de sus palabras, para contener o animar sus movimientos en el momento adecuado, autoregulando su propia excitación por medio de la respiración, para alargar el tiempo de placer y para disfrutarlo sin permitirse llegar al clímax. Al cabo, Eurídice gimió y volvió a disolverse plenamente en el vacío, sobre el pecho de Orfeo. Al volver en sí, el muchacho estaba a su lado, mirándola con dulzura, mientras la acariciaba, rozándola apenas con las yemas de los dedos, tal como tocaba las cuerdas de su lira. Pero su virilidad seguía impávida y disponible. Eurídice se sintió mal.
     -¿Por qué no te has dejado derramar en mí? -demandó-. ¿Es que no te gustó que yo te escogiese?
     -Ninguna mujer de todas las que haya visto hasta ahora me gusta más que tú -respondió él-. Creo que te esperé toda mi vida, o incluso antes. Eurídice se inquietó aún más, también sentía que conocía a aquel hombre desde antes de nacer. Pero recordó de pronto que era una Dríade y que aquello no era un asunto personal, sino sagrado: estaba allí para ser fecundada.
     -¿Tienes algún problema sexual?
     -No tengo ninguno –dijo él-. No me derramo porque no quiero; aprendí del Maestro de mi clan en Ptía, el centauro Quirón, el arte de controlar con mi voluntad los impulsos instintivos, regulando el aire que inspiro y expiro. Mi placer mayor es sentir tu placer todas las veces que puedas sentirlo, mujer maravillosa.
     -Pero no estamos aquí por el placer de los sentidos -le reprochó ella-. No me interesa el placer, si no derramas tu semilla, no podremos engendrar un hijo para la Diosa.
     -¿... Para que, si sale varón, sea sacrificado y despedazado y sirva de abono a estos mismos campos de labor? Yo no quiero esa suerte para mi hijo.
     -Tu hijo no, el mío –respondió ella muy seria-. Tú no haces más que pasarlo bien durante un rato, yo lo gestaría y lo daría a luz con dolor.
     -No me importa como lo hagamos. Seguiría siendo mi hijo, además de tuyo. Tú no creerás que las mujeres sean fecundadas por el viento -dijo Orfeo con firmeza.
     -Ya lo sé, pero tú tienes potencia de sobra para engendrar varios hijos diariamente –arguyó Eurídice, ahora con mucha paciencia, entendiendo que se había encontrado con un machito rebelde-. Yo sólo puedo crear uno al año, que es una parte entrañable de mí misma, que me acompaña desde dentro durante nueve meses y al que le tomo un gran cariño. Y aún así lo sacrifico con amor, si fuese un varón, tal como Dionisio fue sacrificado y devorado, para que surgiera de él lo mejor que hay en la especie humana ¿... Te parece mal ofrendar un solo hijo a la Diosa Madre de todas las vidas, para que podamos gozar de una buena cosecha?
     -Todos vamos a regresar, tarde o temprano, al vientre de la Diosa para morir y renacer... ¿Qué interés puede tener ella en privar tan temprano de sus vivencias a un pobre niño?
     -La Diosa Madre aprecia siempre nuestro sacrificio incondicional, ve lo que somos capaces de hacer por complacerla, y nos lo paga con alimento abundante, para que la vida siga.
     -¿Qué clase de madre sería esa si fuese necesario complacerla con el sacrificio, el dolor y la muerte de sus hijos varones? ¿Cómo se puede comprar la vida de un pueblo con la muerte de un inocente?... Además, el sacrificio principal no es el del dolor de los convencidos padres, sino el de la propia vida de un pequeño ser humano que no puede decidir por sí mismo su destino.
     -Tú no puedes entenderlo, solo eres un simple hombre, perdona que te lo diga, siempre se hizo así…no pretenderás saber más que las Sacerdotisas.
     -Cuando se dice que así se hizo siempre, es que algo debe estar equivocado, todo lo que es sano cambia, se transforma.
     -Por favor, cállate ya esa boca y no lo estropees más –Eurídice estaba irritada- estás diciendo típicas bobadas masculinas.
     -Creo que las personas hacen a los dioses a su imagen y semejanza –insistió él- y no al revés, y que las personas que diseñaron y mantienen esa imagen devoradora para la Diosa de la Vida, pertenecen a un tipo de mentalidad que se ha quedado tan fosilizada como las armas y los instrumentos de piedra. Eurídice ya no lo quiso escuchar más. Se apartó de él y empezó a cubrir de nuevo su cuerpo, ofendida, avergonzada y temerosa por haber provocado con sus corteses consideraciones a un miembro del sexo inferior unas contestaciones tan irreverentes hacia la Gran Diosa... Pero también sentía una incontenible frustración y rabia.
     -¡Hombre impío! –gritó, con ganas de abofetearlo- Si esa es la opinión que tienes de la religión de tu país, tú, un príncipe real ¿Por qué participas en un acto religioso y sagrado? ¿Sólo por el placer de profanarlo?
     -Participé porque participabas tú, Eurídice –dijo él apasionadamente, sin perder la dulzura de su voz-. Hace un año que te vi en una ceremonia externa del Templo de las Ninfas. Desde entonces te he seguido, escondido, cada vez que podía. Te he espiado, he soñado contigo cada noche, he compuesto música pensando en ti, deseándote... Eurídice, que ya se iba, se detuvo sorprendida, escuchándolo. Él se arrodilló a sus pies y los tocó.
     -...Y me presenté a esta selección con la loca esperanza de que reconocieses en mi música los sentimientos que tú misma generaste en mí... y los has reconocido, sin duda, por eso me has elegido entre tanto musculoso. Gracias, gracias, gracias a Nuestra Señora la Diosa por el feliz, maravilloso día que he vivido hoy. Perdóname si al final te he ofendido sin querer. Yo te amo, Eurídice. Ella se encontró, sin saber cómo, otra vez desnuda y abrazada a él, ganada por sus sentimientos, fundiendo íntimamente su feminidad con su hombría sobre la tierra fértil que esperaba ser fecundada. Y de nuevo alcanzó la cima y conoció un placer altísimo entre gemidos, un placer que llenaba todos los huecos de su cuerpo, de su emocionalidad y de su mente, un placer que todo lo disolvía y unificaba. Pero tampoco esta vez Orfeo quiso derramar su semilla.


7- LA TIERRA:

El Bosque de las Ninfas era la más bella selva que había entre los escarpados cañones de los ríos que cruzaban los Montes Rhodope. Las Ninfas Dríades y Hamadríades eran figuras mitológicas de las más primitivas y animistas creencias de los ancestros arios, que representaban a los devas, genios, duendes o espíritus elementales de la naturaleza, encargados del desarrollo evolutivo de los árboles. Dríade es una palabra que, como Druida, viene de Dru, que significa Roble, el rey de los árboles, para los primitivos europeos. Con el tiempo, acabó declarándose sagrado aquel bosque, ya que era cuna de hasta siete nacientes que brotaban de un río subterráneo. Como Tracia era todavía un matriarcado, pues los nuevos dioses olímpicos apenas estaban comenzando a infiltrarse más tarde, por influencia griega y por conveniencia política de la dinastía real imperante, se levantó dentro de una de sus grutas un pequeño Templo a la Gran Madre con un rústico tímpano de dos columnas, de cuyo interior brotaba la más sana y curativa de las fuentes en tres chorros y se fundó en él una Fraternidad de las Dríades, dirigida por un Consejo de Sacerdotisas, para que se ocupasen de la preservación y cuidado de la selva sagrada y de la rica fauna y flora autóctona del macizo del Rhodope, de los manantiales y cascadas, de su fertilidad y de su belleza natural, base constructiva y centro equilibrador de la malla etérica central del reino, para deleite del espíritu de las generaciones presentes y futuras. Cuando Orfeo se enroló en la expedición de los Argonautas, de la que no se sabía si iba a volver, Eurídice, hija de la Alta Sacerdotisa-Ninfa y, por tanto, iniciada como miembro de la Fraternidad desde su nacimiento, se integró cada vez más en ella, como una forma de mantenerse ocupada y de consolarse de su nostalgia. Su compromiso personal suponía responsabilizarse del cuidado, limpieza y mantenimiento de una extensa área del bosque de hayas, donde había una bella cascada que se derramaba en cabellera desde bastante altura y muchos árboles de los que se decía que tenían más de mil años de edad y que eran verdaderos testigos vivientes de toda la historia del país. Realizaba ese trabajo en compañía de siete de sus compañeras, que vivían en comunidad en una casa campesina cercana al templo.

Durante varias generaciones, la Fraternidad había convertido una amplia área natural en un parque maravilloso, dividiendo artificialmente los arroyos en múltiples canales, con los que se formaron muchas cascadas, estanques y lagunas donde se criaban, se seleccionaban y se mejoraban truchas y salmones para los ríos de Tracia. El espíritu de las Dríades consistía en hacerlo todo de tal manera que siguiese pareciendo una obra espontánea de la naturaleza. Se trataba de lograr que los seres humanos interactuasen con los genios del bosque en la mayor armonía, dando atención reverente y colaborando con la Jerarquía Dévica creadora de formas en el mundo vegetal, evolución, al parecer, paralela a la humana en la dimensión sutil, ejemplo impecable de pureza, donación y entrega, a fin de que Dríades y Devas colaborasen en construir juntos pequeños paraísos sobre la tierra a la medida de ambos reinos, lo que se consideraba la más sagrada de las obras de arte.
     -Se entra en el mundo de los Devas –había explicado la madre de Eurídice- concentrándose en un estado interior de amor por la naturaleza hasta sentir que ese te viene de vuelta, cada mañana que despiertas y ves que, inesperadamente, una nueva y bella flor silvestre orna tu jardín. Los Devas no se preocupan por lo que tú digas y casi ni por lo que hagas, pero ellos, igual que los animales, captan muy bien lo que tú eres y, si eres amor, te responden de la misma forma.- Había una parte del parque que era pública y otra, la más próxima a las fuentes, sólo accesible para las fráteres, quienes vivían su trabajo como una perfecta escuela de desarrollo evolutivo, a través del servicio abnegado, la fusión espiritual con las energías más puras de la Naturaleza, (que era lo mismo que fundirse con el aspecto externo de la Gran Madre), el cultivo consciente de la armonía comunitaria, el mejoramiento continuo de los nuevos linajes de sacerdotisas desde la cuna, y la concentración en la identificación con el Alma y la propia Mónada (que eran el reflejo interno y cósmico de la Diosa), para llegar a convertirse en dignos canales Suyos y de la Jerarquía de Espíritus Ayudadores, así como limpias y vacías transmisoras de Sus dádivas y su poder de cura para el resto del mundo. Aquella dedicación a los recursos naturales de la región incluía preservar la pureza de las aguas, cuidar los árboles, mantener impecablemente limpios los senderos forestales que conducían a espacios de gran belleza natural, embellecerlos aún más, sembrando especies diversas de plantas floridas por toda parte , regar durante la estación seca, mejorar los arquetipos de las semillas y mudas autóctonas, aclimatar especies foráneas compatibles, pesquisar remedios contra las plagas y enfermedades de los vegetales,…así como realizar diversos tratamientos curativos con cataplasmas vegetales, infusiones e hidroterapia en los ciclos astrológicamente propícios. Todos aquellos trabajos se ofertaban con la misma devoción que las oraciones y mantras y no eran mal compensados, ya que los campesinos circundantes les colaboraban y las mantenían con sus diezmos y ofrendas a los espíritus de la Flora y las Aguas. Cada año, además, en las épocas de siembra o de plantío, labores agrícolas duras que requerían del esfuerzo físico de centenares de voluntarios varones, normalmente dedicados a otras actividades, se celebraban festivales orgiásticos al final del trabajo colectivo, en los que las Dríades en edad reproductora escogían parejas entre las hermandades de hombres-cabra, hombres-centauros, hombres-abeja, hombres-toro, lobo, león y otros tótems animales diferenciadores de cada clan de la tribu, para copular sacralmente con ellos sobre los surcos de los sembrados o los hoyos de los plantíos abiertos por los varones, a fin de propiciar la fertilidad general del país. Ésto era una gozosa y conveniente práctica cooperativa que venía funcionando bien en la cultura caucasiana pre-pelasga desde hacía milenios, algo que había comenzado en eras más antiguas, entre los Turanianos de las estepas, como una necesidad, y que se fue convirtiendo en venerable rito religioso usufructuado y aceptado también por los invasores Arios, cuando conquistaron el país, aunque actualmente los más puritanos repudiaban aquellas costumbres, a las que reputaban de ultrapasadas. Terminada la siembra de campos y cuerpos, los colaboradores masculinos se retiraban sin soñar, siquiera, en seguir manteniendo relaciones con las mujeres consagradas, y el Bosque continuaba siendo un espacio exclusivamente femenino. Los bebés nacidos de aquel ritual eran considerados hijos de la Gran Diosa, Las niñas serían educadas como Sus futuras sacerdotisas y los niños, sacrificados a Ella antes de cumplir un año, degollados y despedazados, como lo había sido el dios Dionisio Zagreo, de manera que sus pedazos pudieran abonar los distintos campos de labor y proporcionar unas buenas cosechas al país entero. Eran el símbolo del necesario y heróico sacrificio del hombre por la comunidad, ya que, a medida que la población había crecido, la caza vino a menos y las horas de trabajo de los varones se tuvieron que triplicar para guardar, atender y defender el ganado y el territorio, o para realizar las labores agrícolas que mayor esfuerzo físico requerían. Habiendo engendrado un máximo de tres descendientes féminas, cada sacerdotisa renunciaba solemnemente, mediante sagrado voto de castidad, a seguir teniendo relaciones sexuales (que se consideraban animales, aunque todavía necesarias para prolongar la raza), y se concentraban exclusivamente en el cultivo y la elevación del propio interior y el de sus hijas.


8- EL GUARDIÁN DEL UMBRAL:

Tracia, amplio país muy poblado, coronado de montañas peñascosas cubiertas de robles y barridas por el viento del norte, se encontraba a caballo entre los dos mundos, aparentemente antagónicos, descendientes de los caucasianos del sur y del norte; lunares y matriarcales los primeros y solares y patriarcales los segundos. Los tracios del este tenían como vecinos, al otro lado del estrecho de Dárdano o Helesponto, a sus primos lunares, los habitantes de la amurallada Troya, con los que compartían el Mar de Mármara, el Bósforo y el Mar Negro occidental, mientras que al sur se asomaban al azul Egeo. Los tracios del suroeste tenían frontera, también, con otros primos solares, los macedonios eolios, vecinos y primos, a su vez, de los griegos minias de Tesalia, de quienes se decía que habían domado a los primeros caballos. En la Tesalia meridional se encontraba Ptía o Ftía, o la Pfiótide, tierra ya bien patriarcalizada, donde Peleo de Egina reinaba sobre los famosos guerreros mirmidones. En la patria de Orfeo, donde había una aristocracia refinada y progresista en fuerte contraste con una masa popular bastante retrasada, el conflicto entre los géneros estaba todavía comenzando: A nivel de iniciados y gente culta, estaban triunfando recientemente las elevadas doctrinas de Apolo Hiperbóreo, dios del sol y de la iluminación. Su culto, propiciado por la realeza, (aunque el rey no era un griego, sino un pelasgo helenizado), había ido sustituyendo al más antiguo del héroe caucasiano Prometeo (quien, según las leyendas, había proporcionado mente pensante y uso de razón a la nueva raza humana, por él modelada en barro y animada, tras robar el fuego del intelecto a los dioses titánicos)... Por su parte, el pueblo tracio -las gentes comunes de los fértiles valles, sumamente apegadas a sus viejos hábitos y tradiciones,- sólo deseaba seguir con sus típicas celebraciones emocionales y extáticas de la Era Anterior a la Gran Diosa Lunar y a su hijo Dionisio, otro supuesto padre de la especie humana a través de su sacrificio, aunque estos cultos se hacían cada vez más desenfrenados , animalizados y orgiásticos, lo cual producía una permanente fricción de las hordas de adoradoras de Baco con los sacerdotes olímpicos, espíritus severos de Primer Rayo, austeros, guerreros de Luz bien disciplinados, que deseaban implantar una Nueva Era regida por una mente equilibrada y piadosa en un cuerpo sano. Nada que ver con las orgías bacantes ni, mucho menos, con el también popular dios tracio de la guerra, el impulsivo, irreflexivo y sanguinario Ares o Marte, que era tan bárbaro e incivilizado como la fama de feroces y brutales que los guerreros tracios tenían. La personalidad básica de Orfeo, su alma tribal constitutiva, era un espejo de ese conflicto interno de su país. Como tracio, sentía visceralmente y amaba la desbordada libertad del subconsciente propia del culto dionisíaco, que se expresaba en la catarsis de la orgía, la embriaguez y el éxtasis, en cuyos Misterios había sido iniciado por su padre. Pero, como artista cultivado y educado por su madre, la Musa Kalíope, que era una Alta Sacerdotisa de Apolo -el censor lógico que guarda cuidadosamente los umbrales entre el inconsciente y el consciente-, abominaba del pavoroso Marte y buscaba la manera de atemperar y armonizar aquellos excesos de los adoradores de Baco, a veces salvajes, con la serenidad civilizadora del dios solar de los griegos. El predominio del matriarcado en la mentalidad conservadora del pueblo tracio, a pesar de que en toda la Pelasgia, y hasta en Troya, estaba en franca desaparición, se basaba en cinco factores fundamentales que las mujeres de clase, muchas de ellas miembros activos de los Colegios de Sacerdotisas de cada clan, seguían controlando celosamente: la amorosa dirección de la comunidad tal como se dirige una gran familia, la propiedad de la tierra, la educación de sus hijos en su propia tradición, el conocimiento de las plantas y rituales mágicos que propiciaban el favor de la Diosa, señora de la vida y de la muerte, de quien todos dependían -lo que hacía a los hombres temer y respetar la magia femenina-... y el mantenimiento de la paz, por medio de un firme orden interno y unas excelentes relaciones con las supremas sacerdotisas de los territorios vecinos. Ya que habían aprendido que la guerra era nefasta para todas ellas: en la guerra los durísimos hombres tracios, hijos de Marte, se volvían prepotentes e ingobernables. El poder de la propia fuerza y el orgullo de la victoria eran drogas enloquecedoras y verdaderamente adictivas para la sangre caliente de aquellos varones. Sus instintos primarios de antiguos cazadores nómadas resucitaban y al llegar la paz resultaba imposible que renunciaran a seguir buscando aventura y gloria en nuevas conquistas y combates, y que se conformaran con sus tristes y aburridos papeles de pastores del ganado y ayudantes en las labores agrícolas duras. La guerra hacía héroes y la paz tenía que envenenarlos. Porque lo típico era que, después de una guerra, los más destacados guerreros intentaran aunar a su poder militar el político de dirección de la comunidad. Si no se conseguía integrarlos como eventuales consortes respetuosos con el poder de la cúpula femenina, ni eliminarlos discretamente, ni dividirlos por medio de intrigas, de tal forma que se mataran entre sí, con frecuencia acababan desgajándose de las tribus y convirtiéndose en partidas de bandoleros que marchaban lejos, en busca de tribus extranjeras a las que dominar. Por causa de eso, habían surgido esporádicamente varios reinos patriarcales de origen tracia que, al cabo de algunos años, en cuanto la prosperidad y la comodidad que conlleva la paz, ablandaban a aquellos brutos, acababan aceptando la sabia dirección de sus nuevas esposas, ya que no es lo mismo dirigir un ataque destructivo durante una temporada, que una verdadera organización social volcada permanentemente a construir. Les faltaba la magia, la conexión práctica con la Diosa, con la Madre Tierra, con la realidad cotidiana. El patriarcado, en partes de Tracia o sus colonias, todavía era una forma de gobierno de tribus montaraces, incultas y precarias, que tan sólo usando las armas podían sobrevivir a costa de otros y que estaban condenadas a una existencia insegura, austera, nómada y efímera, al menos que volvieran al redil. La guerra sólo conseguía que los hombres creciesen en fanfarrona autosuficiencia, esto es, que se “desmadrasen”, hablando con propiedad, lo cual podía producir más daños y cambios que una invasión enemiga. Por causa de eso, las Madres dirigentes preferían resolver cualquier conflicto externo por medio de negociación o de asimilación y sólo hacían uso de la fuerza bruta en casos de extrema necesidad, aunándola siempre a la legitimación por la ley, cuando tenían que aplicarla para imponer el orden entre sus propios súbditos.


9- LA SOMBRA DE LA LUZ:

Al poco, lo identifiqué, alma mía: era un olor como de carne podrida. Me asomé por la borda y no vi el mar o la laguna del Hades, sino una viscosa niebla que parecía rodear todo el círculo que el farol iluminaba. La barca estaba como detenida en él, pues no dejaba estela alguna detrás de sí. Fijándome más, me pareció vislumbrar formas conocidas flotando bajo la niebla burbujeante. De repente me estremecí de pavor, eran cadáveres, muchos cadáveres flotantes y nauseabundos, el navío se encontraba sobre un mar nocturno de cuerpos sin vida a la deriva, de los que se desprendía un tufo cada vez más patente de vapores de descomposición. Sentí un agujero en mi vientre, miedo, temor paralizante, y un terrible deseo de vomitar sobre la amura, mas algo en mi interior me hizo aguantar y contenerme. Busqué al barquero infernal, en busca de una explicación, pero en la popa no había nadie, el timón estaba como bloqueado; me encontraba angustiosamente solo, en medio de ninguna parte, rodeado del asco y del horror. Y la luz del fanal, en lo alto del mástil, comenzó a hacerse más y más mortecina. Transcurrió un tiempo interminable en el que yo me sentía como clavado al banco en la creciente oscuridad, sin saber lo que hacer. Todo en mí seguía deseando vomitar, apagar aquella pesadilla, despertar, pero un aviso interno me decía que no debía disolverme y perder mi energía, sino coagularla y retenerla tal como tú ya sabes, amada, aspirarla hacia arriba, elevarla, afirmarme, resistir, olvidar los terrores de mi personalidad centrándome en lo eterno de nuestro Ser, como me habían recomendado el “Hombre del Roble” y Donnon. Al final, recurrí a las fuerzas de mi arte, musa mía, me dije a mí mismo que todo aquello eran ilusiones de mi mente dentro del sueño de la muerte que yo mismo había escogido penetrar y que no podía dejar que me arrastraran al pánico; así que decidí repoblar mi sombra interna con un mundo de música dedicada a ti, mi amor, para crear luz, ánimo y disciplina. Sin mirar hacia el horror y haciendo de tripas corazón, rasgueé mi lira de modo que brotasen de ella las más alegres escalas de notas, canté para ti canciones infantiles, toqué las danzas de la molienda y las canciones de fiesta y de boda de los pastores de Tracia, imaginando el brillo de tu sonrisa, Eurídice, entre los bailarines, seguí por himnos animosos de soldados que se dirigen a la guerra llenos del orgullo de su país y de su coraje; me alcé y canté alabanzas a los héroes, di golpes con el pie sobre la cubierta, llevando el compás. Poco a poco fui dominando la náusea y el pánico, cerrando los vacíos en las defensas etéricas de mi vientre, por donde la energía antes escapaba, elevándola al Ser, afirmándome en el poder de mi amor por ti. Me pareció que mi tenaz entusiasmo hacía intensificarse la luz del fanal sobre el mástil y que una leve brisa se erguía, poco a poco ante mí, disipando el olor de la putrefacción envolvente. Me pareció que el navío se movía con suavidad hacia donde yo suponía que estaba el sur, y más se movía cuanto más fuerte y con mayor intensidad cantaba yo. Me vi a mí mismo construyendo mi camino hacia ti a base de estrofas, tal como en los días anteriores lo había construido a base de reflexionar sobre las espiras y estaciones del Laberinto del Fin del Mundo. Me fui sintiendo invadido de valor y fui penetrando en la convicción de que toda la fuerza de la vida humana no es sino un impulso cargado de la esperanza de construir la continuidad progresiva de la experiencia sobre un vacío infinito, y que la experiencia es moldeable, por medio de la voluntad que el ánimo pilota. Mi gana, amada, hizo que la nave avanzase y avanzase, que el farol brillase ahora como una estrella de constructiva esperanza y que el mar de cuerpos muertos fuese sustituido ante mi vista por aguas libres, relativamente calmas y amables, sobre las que me deslizaba cada vez más veloz. La nave cortaba la niebla oceánica en su avance, e iba creando a sus costados algo así como un corredor de altos muros de bruma, que el fanal iluminaba hasta cierta altura. Al compás de mis cantos, aquellos muros o pantallas fantasmales comenzaron a llenarse de tenues imágenes. Primero me vi a mí mismo como en un gran espejo, navegando en aquella barca que nadie dirigía, en medio de la noche, de la niebla y de la nada, camino de no se sabe a dónde… pero después comenzaron a entrecruzarse y enlazarse rápidas imágenes en ráfagas: Allí estaba yo recorriendo el laberinto conscienciador de Donnon, entrando en el país de Gal con los guerreros Brigmil, navegando el Gran Verde con el griego Arron o el fenicio Beleazar. Me fui dando cuenta, alma mía, de que el avance del navío al compás de mi música me estaba llevando a contemplar mi pasado por ciclos que iban retrocediendo sobre la niebla: Me vi junto a Hércules en Creta, con la pitonisa en Delfos, enterrando tu cuerpo, oh dolor, en el glaciar, reviví el momento de tu trágica muerte, tu apagamiento final, luz de mi vida… Mi tristeza ante aquellas escenas pareció reducir la velocidad de la navegación, pero volví a insuflar ánimo a la música que tocaba y pude disfrutar de la visión de mi amada viva, de mí mismo abrazándote con pasión, Eurídice, cuando el triunfal regreso de la Cólquide, de la solemne entrada en el templo del monte Lafistio junto a mis compañeros, portando el dorado trofeo conquistado. Y seguía viendo reflejadas hacia atrás, cada vez más nítidas y rápidas, escenas intensas y entrañables de mis aventuras con los argonautas, hasta que llegó el último de nuestros encuentros íntimos, la última de nuestras noches furtivas de delicias, la última vez que disfruté de tu expresión, oh amada, en el momento del placer, pocas horas antes de partir a por el Vellocino de Oro.

Nenhum comentário:

Postar um comentário