7-
LA TIERRA
31- Danza Bacante
Cierta tarde del comienzo del
verano, cuando Orfeo acababa de terminar una canción frente a un coro de ocho
muchachos que habían subido desde la casa de huéspedes, se oyeron músicas
alegres subiendo por el sendero de la montaña.
Aguardaron hasta que
vieron llegar una procesión multicolor de dos docenas de mujeres adultas muy
ligeras de ropa, con flautas, caramillos, panderos, címbalos y tirsos adornados
con cintas, además de cestas de comida y odres de cerveza y vino.
Caminaban a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho más que habían libado. Salieron del sendero y se desplegaron en semicírculo ante la cueva, sin dejar de saltar y lanzando el grito sagrado de su dios:
Caminaban a paso de baile, muy contentas y excitadas, con coronas de flores y hojas de hiedra adornando sus frentes. Estaban sudando por el esfuerzo de la subida y tenían las mejillas enrojecidas por lo mucho que habían danzado y por lo mucho más que habían libado. Salieron del sendero y se desplegaron en semicírculo ante la cueva, sin dejar de saltar y lanzando el grito sagrado de su dios:
-¡Evoé! ¡Evoé!
-¡Evoé! -repitió Orfeo desde su
sitio, con una sonrisa de bienvenida, saludando con la lira. Lo que hizo que
todos los muchachos lo imitaran.
Eran las ménades, o devotas de
Dionisio, también llamadas bacantes en honor al dios del vino y de la alegría; seguramente habían pasado el día festejando juntas en algún bosque
al pie de la montaña, hasta que por la tarde se les ocurrió subir a conocer al
famoso aedo del que tanto se hablaba.
Una de ellas se destacó del grupo,
alzando un bastón ritual que lucía en su remate una piña, el tirso báquico,
mientras portaba un gran ramo de flores silvestres recién cortadas, en el otro
brazo. Aunque hacía tiempo que ya no era una jovencita, tenía toda la sensualidad y la fragancia de una rosa madura y experta.
Sus formas eran, al mismo tiempo, exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica violeta de pliegues ondulantes , la cual, ajustada a la opulencia de su busto, mostraba unas piernas muy bellas y hacía juego con sus labios, del color del vino tinto, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena, con reflejos rojizos, que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus hombros desnudos.
Sus formas eran, al mismo tiempo, exuberantes y felinas, resaltadas, más que veladas, por una corta túnica violeta de pliegues ondulantes , la cual, ajustada a la opulencia de su busto, mostraba unas piernas muy bellas y hacía juego con sus labios, del color del vino tinto, sus arrogantes ojos verdes y su cabellera morena, con reflejos rojizos, que, amarrada en lo alto de su cabeza, se derramaba como un surtidor sobre sus hombros desnudos.
-¡Evoé, Orfeo! -gritó saludándolo como la persona a quien consideraba más importante del grupo,
mientras todas sus compañeras, ante su gesto y su saludo, permanecían quietas y
atentas– Me llamo Aglaonice y hablo en nombre de éstas, mis hermanas, las
ménades del valle del Hebro. Después de tanto oír acerca de ti a muchas
personas que repiten tus músicas y tus poemas, venimos a rendir nuestro
homenaje al más famoso de los aedos -y avanzó hasta él con una sonrisa encantadora,
extendiendo en abanico un ramo de flores silvestres a sus pies.
Orfeo se levantó enseguida,
sonriendo, y agradeció con un beso en cada una de sus mejillas; recogió una
flor del ramo y se la ofreció; después tomó flores a puñados y se las fue arrojando
a todas las mujeres del grupo.
-¡Sed bienvenidas, hermosas damas! ¡Gracias por
vuestra visita a este humilde lugar, al que ilumináis con vuestra alegría!
¡Evoé! ¡Que siga vuestra fiesta!
Inmediatamente,
la líder de ojos verdes, Aglaonice, alzó el tirso, lo clavó de un golpe sobre
el centro del terreno, tal como hace un conquistador con su enseña, y tomó, acto
seguido, una flauta frigia de dos tubos con la que dio la señal de arranque a las
músicas y danzas del grupo femenino.
Iniciando
sus sones con una entusiasta llamada a la atención de
todos, mostró el núcleo estructural de la melodía, desplegando a continuación,
en una sinuosa red de agilísimas repeticiones y variaciones en todos los tonos,
un sin fin de giros cada vez más vertiginosos e intensos de arriba abajo de las
escalas audibles, acompañando aquella música con gestos y ondulaciones de
todo su cuerpo, mientras llevaba el compás con los pies, luciendo sus hermosas
piernas en el movimiento al tiempo que conseguía envolver a todos de una manera
sensual, serpentina, carismática y vibrante, que resonaba profundamente en los
plexos ventrales de toda la audiencia, a la que cautivaba, haciéndole hormiguear los
pies y las caderas, lo que pondría en marcha hasta a la más apática.
Todas sus compañeras
empezaron a agitarse y, al poco tiempo, estaban girando en un libérrimo torbellino alrededor del tirso de Dionisio enhiesto y de la
flautista, totalmente poseídas por el espíritu de la espontaneidad, dejando que
sus subconscientes individuales se exteriorizaran sin la menor traba, gritando
y aullando de alegría, hasta que se apagaron la racionalidad y las
preocupaciones presentes y se fundieron mente y cuerpo en un subconsciente
colectivo y grupal que las proyectaba a un tiempo remoto, arcaico,
prehistórico, entrañable, que, a pesar de tanta civilización, estaba animando
el tuétano de sus huesos desde hacía milenios.
Aglaonice sabía transportarlas a la Orgía de
Luna Llena alrededor de la hoguera tribal, a un tiempo de pura, salvaje y traviesa
inocencia, a la infancia feliz e irresponsable de la especie. Orfeo se puso a
danzar con ellas con gana y animó con palmadas y sonrisas a sus jóvenes amigos
a que también lo hicieran, aunque ninguno de ellos, envarados por los complejos
de la adolescencia, conseguía soltarse con tanta libertad ni integrarse tan
bien como él a la esencia fluyente e incontenible de las danzas dionisíacas y
al desenfado picante e incluso claro erotismo entre ellas, que aquellas mujeres mostraban, amparadas por el estilo de
su propio grupo. Pronto las ménades comprobaron que se encontraban junto a uno
de los suyos, porque no se espantaba ante sus provocaciones.
Las danzas siguieron a plena
energía en tanto que la gente tuvo fuerzas para ello, mientras circulaban las
copas y se hacían, apenas reduciendo un poco la marcha, libaciones rituales de
cerveza de hiedra, que Orfeo no rechazó probar, hasta que el sol comenzó a
querer ocultarse tras las cumbres encendidas. En ese momento y aprovechando un
sudoroso y jadeante descanso de la flautista y su grupo, el vate tomó su lira,
sentándose en su roca habitual, repitió el núcleo melódico de Aglaonice, e
improvisando al principio sobre sus compases, enlazó desde ellos, con su voz
más cautivante, un himno frigio a Dionisio.
Era un cántico muy tradicional y
sagrado que describía como la esposa legítima de Zeus,
Hera, furiosa tras enterarse de que se estaba gestando el niño Dionisio como un nuevo
fruto de la infidelidad de su marido en el vientre de Semele, su madre mortal,
urdió una retorcida trama de celos, por medio de aparentes terceros, para incitarla
a que le reprochara a su amante el que sólo apareciese ante ella bajo
disfraces, mientras reservaba su auténtica forma divina para tan sólo lucirla cuando se encontraba en intimidad con la reina del Olimpo.
-No me pidas eso, bella mía –le
respondió Zeus con aprensión-. Para resistir la visión del verdadero aspecto de
un dios, hay que ser una diosa.
Esta
respuesta tan prudente y sincera sólo consiguió que Semele se ofendiese todavía
más. Y tan agria y tan pesada se puso, que aburrió al Señor del Rayo, quien se
transfiguró de súbito bajo un aspecto tan potente y tan tronante -aún así
moderándose mucho-, que inmediatamente la infeliz Semele quedó completamente
electrocutada y carbonizada, para gran regocijo de Hera, que tenía
bien previsto ese trágico desenlace.
Sin embargo, en el último segundo,
Zeus hizo un regate magistral y consiguió sacar a su hijo Dionisio del
incendiado vientre de su madre, mas, como no estaba aún acabado de gestar, lo
introdujo el rey de los dioses en su propio muslo y lo incubó allí hasta que
estuvo en condiciones de nacer.
Aunque Dionisio fue muy bien
escondido tras su nacimiento y su guardia de Coribantes danzaba alrededor de
él, saltando y entrechocando sus escudos, como antes habían hecho los Curetes
cretenses con Zeus niño, para que nadie pudiese localizarle por el sonido de
sus lloriqueos infantiles, Hera, tenaz en su rencor, acabó descubriendo su
escondite y convocó a los titanes supervivientes, (señores de los
elementos materiales, que habían sido perdonados tras la victoria de los
olímpicos sobre Crono), ordenándoles que acabasen con él.
Los rudos titanes se ganaron la confianza
del niño ofreciéndole juguetes y, cuando lo tuvieron cercado, se le arrojaron
encima. Dionisio intentó liberarse de ellos tomando la forma de distintos
animales pero, cuando asumió la de toro, aquellos brutos lograron dominarlo, lo
degollaron, lo despedazaron a dentelladas, hirvieron su carne y devoraron la
mayor parte de ella.
Enseguida llegó Zeus, comprendió
lo que había ocurrido y, lanzando rayos a diestro y siniestro, fulminó a los
titanes y los redujo a cenizas.
De la carne de Dionisio que los
titanes cocinaron, sólo quedaba en la olla su corazón. Atenea lo tomó,
construyó un cuerpo de yeso de las más limpias cenizas de los titanes, puso en
él el corazón y le insufló vida, como había hecho en Egipto Isis con Osiris...
Con aquel cuerpo empezaron a nacer
los seres humanos de nuestra raza actual, que, desde entonces, participan de la
naturaleza burda, limitada, agresiva y materialista de los titanes, siempre
reaccionarios y rebeldes al cambio evolutivo, al tiempo que también son
animados por el fuego inmortal del corazón del dios que éstos acababan de
devorar. De ahí nuestra dualidad, que nos empuja a un eterno balance, ahora
hacia la tierra, ahora hacia el cielo.
Decía Atenea, en el auge del canto de Orfeo, que cada uno de
nosotros tenemos que limpiar las cenizas que recubren nuestro cuerpo de luz a
través de la calcinación de nuestro cuerpo de materia en el fuego purificador
del espíritu, para poder ascender, convertidos en Dionisio, a las esferas de la
inmortalidad.
...Ya que sólo a través de la
pasión en este mundo aparentemente limitado se regresa con brillo al amplio
mundo de Lo Ilimitado de donde salió un día el huevo del amor que al mundo
creó: aquella purificación de lo que había de mortal en su feto por medio del
fuego divino que destruyó a su madre, más la re-gestación milagrosa en el
interior mismo de un inmortal, más este segundo nacimiento en la dimensión
divina, convirtió inmediatamente a Dionisio en el más joven de los dioses del
Olimpo con el nuevo nombre de Iaco Zagreo, librándole, también, su misma
divinidad, de la peligrosa rabia de Hera para siempre.
-¡Evoé,
Dionisio –remataba su canción el bardo-, que tras haber pasado por la terrible
experiencia de la muerte y del renacimiento en un nivel superior, te
convertiste en el dios de la espontaneidad, de la risa, de la libertad, de las
plantas que embriagan el alma y que ayudan a olvidar las penas, de los
placeres, del intenso disfrute de la felicidad aquí y ahora! ¡Evoé, espíritu de
la regeneración capaz de hacer revivir a la naturaleza toda, después de que la
quemaron la sequedad del agosto y las nieves del invierno! ¡Que viva siempre en
nuestro interior el fuego divino de tu alegría y que él nos libere de lo que
queda en nosotros de pesadez titánica! ¡Evoé! ¡Gracias a la Vida!
El sol acabó de desaparecer tras
las montañas, Orfeo dejó de cantar y lo despidió con una escala de graves que
se fue haciendo cada vez más tenue y distanciada, hasta quedarse vibrando en un
amoroso final expansivo. Siguió un silencio en el que todos permanecieron unos
instantes paladeando la postrera belleza del día y del canto idos. Parecía que
el bardo dejaba la lira a un lado para levantarse. Pero entonces tomó su
flauta, hizo sonar débilmente el acorde básico de la melodía de Aglaonice,
luego empezó a repetirlo de una manera cada vez más intensa y más vibrante, e
inmediatamente hizo regresar al lugar, volando sobre remolinos de notas, la
presencia contagiante del espíritu de Dionisio y de sus desenfrenados coros de
sátiros y ninfas en trance risueño, jocoso y profundo.
Las devotas de Baco, enfebrecidas
de entusiasmo, gritaron al unísono la invocación a la alegría y siguió la
zarabanda y la fiesta colectiva a pleno son, de una manera más vertiginosa y,
al mismo tiempo, más armónica que al principio, pues el bardo estaba
consiguiendo que aquella primitiva resonancia ventral que volvía incontinentes
las caderas se elevara poco a poco hasta el corazón, incendiando el
sentimiento, para luego poseer también la columna, brazos y cabeza y expandirse
desde ella y conectarse a todo, tal como si la danza de las ménades se hubiese
unido a la del planeta y hasta a la de las estrellas, que parecían rondar,
junto con ellas, más rápido y más brillantes que nunca en el cielo nocturno.
Las hizo girar y girar en éxtasis
durante un buen rato y luego las dejó ascender y ascender y elevarse en amplios
círculos aéreos de una manera cada vez más y más sutil... donde femenino y
masculino y sus conflictos no existían más porque se fundían en la perfecta
armonía de contrastes, en la pureza y plenitud andrógina del Ser Original...
hasta que llegó un embriagado silencio cargado de ritmo, poder y comunión, que
fue preludio de un final sorpresivo y radiante, con el que las devolvió a la
parte más cordial de la Tierra.
Todo el mundo aplaudió a rabiar, saltando y
gritando y pidiendo más, pero él le pasó la flauta a uno de sus jóvenes amigos
y se levantó, inclinándose y disculpándose con una sonrisa. El chico trató de
mantener aquel ambiente lo mejor que pudo, pero poco a poco la mayoría dejó de
agitarse tanto, incluso cuando una de las bacantes lo acompañó y luego lo
sustituyó, asumiendo la dirección de las danzas. Siguió la fiesta de un modo
más tranquilo, disperso, familiar y profano, repartiéndose entre todos las
viandas y los vinos que traían, encendiéndose hogueras, formándose grupos que
conversaban animadamente. Algunas parejas improvisadas fueron marchando de las
manos hacia las sombras.
Aglaonice estaba fascinada por la
extraordinaria vibración de entusiasmo con la que la maestría de Orfeo había
sabido elevar hasta los cielos emocionales a su grupo. Aún empleando la misma
música, la había enriquecido tras una sola audición, y su seguridad, su
carisma, su virtuosismo creativo y sus múltiples y sutiles recursos sonoros estaban evidentemente mucho
más desarrollados que los suyos.
Imaginó en lo que se podía
convertir su comunidad de bacantes y su obra espiritual con un colaborador así
a su lado. Ella tenía que ganárselo para servir juntos a aquella misión que la
vida le había puesto en su camino: construir una nueva era en la que la energía
libre, informal e intuitiva de la Gran Madre, aliada al olímpico Dionisio,
volviese a situarse al nivel del que la habían desplazado los dioses
patriarcales... para suavizarlos, humanizarlos y construir una sociedad en la
que la mujer recuperase su ascendencia y su autoestima y en la que la fuerza
viril se canalizara al servicio del Amor.
Orfeo vio venir hacia él a
Aglaonice, majestuosa en la seguridad del carisma que se desprendía de cada uno
de sus gestos y movimientos. Portaba con elegancia una copa de madera olorosa
finamente tallada y un odre de vino. La puso ante él y la llenó. Luego la tomó con
ambas manos, se acercó al rostro del bardo y, mirándolo de soslayo con sus ojos
hechiceros de esmeralda, bebió ante él un sorbo demorado, que le sirvió para
entornar los párpados y redondear los rojos labios, como sin querer, en un
gesto audazmente erótico y provocativo.
Lo aligeró con una de sus frescas
sonrisas y luego le ofreció la copa:
-Bebe de mi copa, Orfeo -le
convidó-, comulguemos juntos, ya que a ambos nos anima el mismo espíritu de
Dionisio.
Orfeo tomó la copa, brindó y la
llevó bajo su nariz, pero no bebió, porque hacerlo sería aceptar un compromiso
que sentía como demasiado explícito. Bajo el aspecto regiamente femenino de
aquella mujer, intuía el espíritu de un guerrero durísimo, dominante y
manipulador, una verdadera amazona, una poderosa araña tejiendo su tela.
Simplemente le hizo honor al convite, deleitándose en olfatear su aroma.
-Creo que a ti te anima Dionisio
mucho más que a mí, sacerdotisa -dijo con una sonrisa-. Eres una mujer muy
bella y una extraordinaria flautista. Mereces mucho más que lo poco que yo
podría compartir contigo. Por favor, no te ofendas conmigo y considérame tu
amigo.
Ella ocultó su decepción tras una
sonrisa artificial y recogió la copa de sus manos.
-Si no te apetece beber, lo haré
yo por los dos.
Bebió un largo trago. Luego la
dejó a un lado, lo miró seriamente y dijo:
-En verdad eres un gran maestro;
admiro la altura de tu arte y me siento muy contenta de haberte conocido,
perdona mi atrevimiento. Sí que me gustaría cultivar tu amistad y venir alguna
vez a hacer música contigo.
-No hay nada
que perdonar, tu atrevimiento alegra mi corazón mucho más que el vino;
considérate en tu casa y ven a ella cuando quieras. Lo mismo digo para tus
acompañantes.
Tomó su mano y la besó, después se
puso en pie y recogió su lira. Habló alto, para todas las bacantes:
-Estoy cansado y deseo retirarme,
os doy de nuevo las gracias por vuestra visita, bellas señoras; continuad con
vuestra fiesta y que seáis siempre así de felices, para felicidad de los demás.
Mis amigos os dirán donde podéis dormir. Buenas noches -luego entró en la cueva
y al cabo de unos minutos salió, cargado con una manta, y se perdió entre los
árboles del bosque.
Transcurrió una semana, Aglaonice
no podía dejar de mirar sin disgusto hacia la alta cima del Rhodope desde la
ventana de su casa en el valle del río Hebro. El cortés rechazo de Orfeo a su
torpe precipitación había herido a fondo su pecho, que pasaba por todo tipo de
violentas emociones, desde la ira hasta la autoconmiseración.
Se miró al espejo y no se gustó.
Hubo una época en que ella tenía que quitarse de encima a los muchos hombres
que la deseaban, y con muchas menos consideraciones. Pero el paso del tiempo
era implacable, su antiguo poder de seducción parecía ya no servirle sino para
comandar una tropa de mujeres solas, carentes, decepcionadas por múltiples
relaciones insatisfactorias con hombres rutinarios y vulgares, aterradas porque
su juventud y su belleza comenzaban a marchitarse, que se amparaban en la
religión de la libertad y la alegría para poder desamarrarse de su vacío y de
su baja estima en la sagrada embriaguez y en la cobertura anímica que presta la
manada.
Se volvió a mirar, ensayando
gestos, poses, sonrisas, máscaras -Te ha calado hondo ese músico, Aglaonice, no
puedes dejar de pensar en él. Maldita estúpida, cómo me lancé como una loca...
habrá que regresar allá, con otra actitud. No me lo puedo sacar del corazón,
vas a ver quien soy yo, Orfeo –comenzó a deshacer su peinado-. Tal vez una
imagen diferente...
Las ménades llegaron poco antes
del mediodía ante la cueva; esta vez eran sólo tres: Aglaonice, otra mujer algo
mayor que ella y metidita en carnes, de mirada profunda e inteligente, que dijo
llamarse Metis, y otra más joven, con un cuerpo fino y flexible de danzarina y
cara de estatua, un poco inexpresiva, Hebe. Traían flautas frigias de doble
tubo las tres, algo de comida y bebida y un hatillo con una muda de ropa limpia
envuelta por un manto. Pero ahora, a pleno día, no parecían las mismas de la
primera vez, sino tres modestas estudiantes de música que van a visitar a un
profesor.
Vestían túnicas blancas de verano
hasta la rodilla, calzaban sandalias de cintas, no llevaban apenas adornos, sus
afeites eran discretos y se comportaban de una manera afable, pero tan pasiva y
recatada que Orfeo y las dos personas que le acompañaban -el mudito algo
retrasado que vivía con él en la cueva y aquel otro efebo de cabello largo y
rizado que siempre tomaba notas, llamado Museo, quien pasaba unos días en la
casa de huéspedes- se hicieron más amables y acogedores de lo acostumbrado,
para hacerlas sentir entre amigos, a gusto, y para convidarlas a expresarse con
la misma espontaneidad que antes.
Cuando se recreó un buen clima de
simpatía y fraternidad, Aglaonice dijo que se habían atrevido a traer algunos
platos de buena comida casera para compartir y que les gustaría mucho pasar una
tarde tranquila en el monte, escuchar otra vez a Orfeo, si fuera tan amable,
tocar juntos y aprender algo de él.
Almorzaron, pues, en grupo sobre
la hierba, uniendo la ensalada que habían preparado para ellos con los platos
cocinados por las visitantes, que estaban muy bien presentados y que sabían
verdaderamente deliciosos. Se bebió vino de una manera normal y moderada y en
todo momento se logró un clima de amistosa y ligera armonía de grupo.
Tras la comida, el mudito se fue a
lavar las ollas y los demás se quedaron conversando cordialmente, tumbados bajo
la sombra de una encina. El muchacho del cabello rizado, Museo, era muy
simpático y contó sabrosos chismes mundanos de la capital de donde procedía.
Como sus dos compañeras estaban muy a gusto con él, Aglaonice fue creando, poco
a poco, un aparte con Orfeo.
-Fue impresionante –dijo, con los
ojos brillando de admiración- como conseguiste elevar la vibración de mi grupo
la otra noche ¿Cuál es el secreto de tu maestría?
-Ningún secreto -respondió él
sonriendo-: Trabajo. Estudiar y ensayar hasta que la lira o la flauta en mis
manos se vuelven yo mismo, estudiarme y vaciarme hasta que yo mismo me vuelvo
la propia música tocándose a sí misma, y luego dejarla fluir hasta donde ella
quiera.
-¿Así de sencillo... nada más?
-dijo Aglaonice riendo con ironía- ¡Todo el mundo puede!
-En realidad, todo el mundo puede,
creo yo, cada uno a su manera, cultivar y desarrollar hasta extremos muy
elevados sus propios talentos y tendencias innatas: Basta con querer, osar y
callar, como siempre.
-¿Querer, osar y callar? -repitió
la sacerdotisa- Eso es un axioma hermético.
-Lo es, mucha gente lo conoce, pero hay que
aplicarlo –dijo Orfeo-: querer conseguir lo que quieres conseguir con mucha
gana; osar poner toda tu concentración y todo tu esfuerzo en ello de forma
constante para intentarlo, día tras día; y hacer callar a las constantes dudas,
ansiedades, vacilaciones, sentimientos de impotencia o de carencia, quejas o
vanidades de tu ego y seguir intentándolo con fe como si ya lo hubieses logrado
antes, hasta que en cualquier momento, inesperadamente, se consigue, igual que
hemos conseguido aprender a ponernos en pie y a andar.
-Yo quiero y oso con fuerza -dijo
ella-. Lo difícil para mí es callar, hacer callar a las dudas, hacer callar a
la vanidad: insuficiencia y prepotencia.
-Ese es el balance hacia los
extremos que sale fácilmente de todos nosotros, quedarse corto, pasarse... la
armonía está en el medio –confirmó él-. Si dudas, le faltará a tu melodía la
fluída brillantez de la seguridad, si te pasas de confianza egoica en ti misma,
resultará pesada y no alzará vuelo. Se necesita salir de la rueda del sube y
baja, ponerse por encima de su vaivén. Hay que dirigir el vaivén de la balanza
desde su centro más elevado, desde el fiel. Y no desde uno de los platillos o
el otro, desde los platillos es imposible mantener un movimiento equilibrado.
-¿Y eso cómo se hace?
-A mi me sirve una manera, a veces
–respondió el bardo-: rindiendo la dirección de mi juego a mi centro más
elevado.
-Ya lo hago yo también. Mi centro
más elevado es Dionisio. Todas las dudas de mi razón se disipan en él.
-Yo tengo la sospecha, y espero
que me perdones -dijo Orfeo suavemente-, de que Dionisio es un centro elevado,
pero no precisamente el del fiel, sino el de uno de los platillos: el de la
espontánea emocionalidad subconsciente. El centro elevado del otro platillo es
Apolo: la sabia consciencia intuitiva.
-¿Quién te parecerá entonces que
sujeta el fiel de la balanza de donde penden ambos? –dijo Aglaonice desafiante-
¿La Diosa?... ¿o Zeus?
-La Diosa y Zeus son los dos
brazos que sostienen los platillos. Tampoco son el fiel -respondió el bardo-.
Si quieres poner una divinidad conocida allí y no a tu propio ser real
directamente, yo creo que podría ser Atenea, que es la inteligencia creativa de
Zeus, y una síntesis, actualizada, de él y de la Diosa, en la que todas las
cualidades femeninas y masculinas, lunares y solares, conscientes e
inconscientes, se funden en una supraconsciencia equilibrada, potente, bella y
activa.
-No me inspira devoción ni
confianza esa virgen orgullosa con alma de hombre. Me quedo con la Diosa y con
Dionisio, que es el más femenino de los dioses –afirmó con fuerza Aglaonice.
Orfeo se dio cuenta de que ella se había
atrincherado en una posición fija y renunció a seguir discutiendo por causa de
los muchos símbolos superficiales de lo único. Hubo un silencio. Al cabo,
Aglaonice le preguntó si después de haber viajado tanto, no se aburría de
permanecer en una cueva, en aquel rústico lugar.
-Realmente no –contestó
sonriendo-, cualquier lugar puede ser el centro del universo, si uno siente la
vida del universo en él... ¿No la sientes tú en esta montaña?
Aglaonice miró en su torno,
alzando el pecho -¡Claro que la siento!... este lugar es un templo puro y
sagrado de la vida.
-El mundo todo lo es -respondió
él-, pero en las montañas se siente más fuerte, más puro. Cuando yo viajaba
procuraba andar por las montañas o regresar de vez en cuando a ellas, para
recargarme. Esta montaña resume en sí todos los lugares donde más a gusto me he
sentido en mi vida.
-Pero tú has vivido aventuras y
conocido a muchas gentes muy interesantes ¿No echas eso de menos?
-No, porque lo he vivido a fondo y
porque soy libre para dejar las pocas cosas que aquí tengo y buscar lo
desconocido de nuevo, si lo deseara... que ya no sería lo mismo, porque cada
edad tiene su propio juego y sus propios retos... En cuanto a las personas
interesantes, no hace falta salir de aquí para encontrarlas; ya ves, tú has
llegado por tu pie a esta montaña y eres una persona interesante.
Ella se sintió feliz, pero
disimuló, tenía que ir despacio.
-Orfeo, yo soy una persona muy
vulgar, me refiero a esas gentes distinguidas que saben apreciar verdaderamente
tu arte y agradecerlo, que lo han aplaudido y recompensado como se merece ¿No
es un desperdicio, para un músico de tu talla, vivir así, retirado? El mundo podría
estar a tus pies. Podrías tener cuanto quisieras.
-Aglaonice, para que ese mundo del
que hablas esté a sus pies, un artista tiene que ponerse a los pies de ese
mundo, y cuantas más cosas posee una persona, más esas cosas lo poseen y chupan
su energía. Si yo tuviese que dejar mi cueva ahora, encontraría enseguida otra,
en todos los montes las hay. Si perdiera mi lira, cortaría madera y en poco
tiempo me haría otra; y en cualquier monte se encuentran, también, agua y
alimentos... Prefiero mi libertad actual a vivir en una jaula de oro en la
ciudad, pendiente de mantener los cambiantes favores del público y de las
modas.
-Pero un artista se debe a su
público -dijo ella- ¿Para qué te dieron los dioses ese talento? ¿para sólo
escucharte a ti mismo, como un lobo solitario aullando en el monte? ¿Dónde está
tu utilidad en este mundo?
-A lo mejor los dioses no están
tan descontentos conmigo –sonrió el vate-. Todo el tiempo estoy cantando y
tocando para las distintas caras del Ser Universal que ellos representan, canto
dando gracias por la vida y en honor a ella, canto para los dioses que residen
en las gentes amadas y amigas que viven conmigo o que vienen a visitarme, y
canto para los dioses que me inspiran en mi interior y que me hacen sentir
feliz y útil inspirándome y oyéndome interpretar lo que me inspiran.
Ella se quedó sin saber qué decir
–“Oh, me encanta como eres, Orfeo -pensó-
eres exactamente el tipo de hombre con el que podría complementarme para
exteriorizar lo mejor de nosotros dos al servicio de nuestra misión... sólo
necesitas que alguien te ayude a descubrir la mejor manera de aplicar tus dones
y tu fuerza a lo que esta época nos está pidiendo...”
-¿Te gustaría encontrar una manera
–preguntó-, en la que tu música sirviera para mejorar el mundo?
Él volvió a sonreír y dijo
dulcemente, como quien habla de otra cosa:
-Aglaonice... a mí me parece que
todo en este universo es la misma energía vibrando en el movimiento rítmico que
crea la vida universal... y que todas las expresiones de la vida de los seres,
todas, influyen sobre esa vibración y marcan su tono, también la tuya y la mía.
Pero, además, todas aquellas expresiones creativas que son conscientemente
armónicas elevan al máximo la belleza y el goce de la sinfonía colectiva de los
seres que conforman el ser del cosmos... y la buena música la eleva más y mejor
que cualquier otra forma de expresión...
-... Excepto la expresión pura del
amor -arguyó Aglaonice.
-¡...Que también puede expresarse
con música! -respondió Orfeo riendo–... Así que no desprecies, amiga mía, la
utilidad, para el mundo, de un humilde músico que vive y toca retirado; él
puede ser un sacerdote de la Vida.
-Un sacerdote de Dionisio...
–reconoció ella, apreciativamente.
-¡Evoé! Pero Dionisio, para mí,
Aglaonice, siendo una expresión muy querida de la Vida, un arquetipo de pura
libertad y alegría, no es más que una de las múltiples caras del dios que hay
detrás de todos los dioses. No me quedo sólo con esa, a veces necesito cantarle
a la virtud luminosa y equilibrante de Apolo, o a la disciplina firme y
decidida de Marte, o a la racionalidad ágil de Hermes, para no quedarme en la
pura esfera de los impulsos instintivos o subconscientes... Todas las caras de
todos los dioses son necesarias para que nosotros configuremos, mezclándolas
según nuestras necesidades, la imagen del dios interior que, en cada momento,
nos conecta con el todo y dirige nuestro rumbo personal... Hay veces en que,
incluso, necesito cantarle a Hades.
-¿Hades? Ese es un dios del que la
mayoría de la gente prefiere ni acordarse -dijo ella aprensivamente-. ¿Para qué
le cantas?
-Para poder disfrutar más y mejor
de la vida efímera del cuerpo y de la mente, en éste único momento real en que
aún los tengo conectados a todo lo que soy... A mi me parece que Hades es el
gran recordador de la realidad, amiga.
-¿Por qué?
-Porque pensar en él me centra en
lo importante cuando vienen a mí las preocupaciones... pocas de las cosas que
nos preocupan aparecen como importantes si uno piensa que dentro de una hora
podría perder su cuerpo. Creo que aquello en lo que yo usaría esa última hora,
es lo único verdaderamente importante para mí.
-Yo la usaría para amar, Orfeo,
para darme toda, para perderme, para entrar en el más allá con toda mi
consciencia diluída en el éxtasis del amor... –dijo la sacerdotisa con toda
pasión- ¿En qué la usarías tú?
Orfeo se quedó pensativo un
momento, como si estuviese concentrado en un recuerdo muy, muy profundo.
-Yo ya tuve
esa experiencia una vez y lo que más anhelaba era precisamente eso: poder
apagar mi alerta, perderme, diluir mi consciencia vigilante en el éxtasis del
amor y del reencuentro... y que fuera lo que fuese después... eso era Dionisio
hablando en mí. Sin embargo, una voz más fuerte me animaba a mantenerme alerta,
alerta, bien consciente, para poder acabar lo comenzado; aquella voz me urgía,
con el mayor ahínco y en nombre del amor, a seguir despierto y conectado con mi
objetivo hasta justo el instante final, aguantando el deseo de apagar y
diluirme... esa era la voz de Apolo en mí.
-¿...Y a cuál de las dos voces
hiciste caso? –preguntó Aglaonice.
Antes de que
Orfeo pudiese contestarle, su diálogo fue interrumpido por sus tres compañeros
de siesta, que les propusieron alegremente ir a tomar un baño a la cascada. Se
levantaron pues, se unieron a ellos y comenzaron a caminar atentos, ahora, a
cualquier otro asunto del que el grupo estaba hablando.
La cascada era un verdadero santuario de la
Gran Diosa, como todos estos lugares suelen ser. En un lugar así las mujeres
parecen encontrarse en su elemento natural, que se exalta con la humedad, con
la semipenumbra, con los movimientos flexibles y suaves y con el olor a tierra
mojada... así como lo masculino se realza en lo seco, lo solar, el dinamismo
contundente, el vuelo hacia la altura y la esforzada marcha.
Desnudas y entrando en el remanso,
las tres sacerdotisas aparecían ante los ojos de Orfeo y Museo como la
consagración de la feminidad, tal como los hombres la sueñan. Cuando Aglaonice
nadó hasta el pie de la cascada, escaló la roca sobre la el agua se precipitaba
y se quedó allí agarrada, recibiendo placenteramente, con los ojos cerrados,
los chorros espumosos sobre las partes frontales de su esbelto cuerpo de
pantera, mientras las curvas sinuosas de su espalda, cadera y piernas brillaban
al sol, semejaba la diosa de la sensualidad misma.
Tras el
baño, regresaron a la cueva, tocaron juntos varias canciones y siguieron con
los himnos del atardecer en acción de gracias por el día transcurrido,
acompañados por otros visitantes que llegaron justo entonces.
Orfeo los remató con un poema improvisado, que era una recomendación para
la buena navegación por los ríos de la Vida, tanto como por los ríos de la
Muerte. Decía que allá por donde vamos, encontramos dos tipos de fuentes: las
de las aguas del Olvido y las de la Memoria. Ante la dureza de ciertos momentos
de la existencia, la mayoría de la gente prefiere embriagarse y aturdirse con
las primeras, como forma de liberarse de la tensión, el dolor y la culpa...
pero sólo quien es capaz de enfrentar con valor y lucidez sus propias
contradicciones acaba pasando al otro lado del espejo de su impureza y de su
negatividad aparentes, para entrar en la esfera del Autorrecuerdo, donde todo
se aclara ante el brillo inmaculado del Ser que Somos y las angustias
desaparecen, como desaparecen las sombras ante la potencia luminosa del
amanecer.
Aglaonice, que estaba muy
sensible, entendió que el poema era una metafórica alusión a que la embriaguez
del método dionisíaco para olvidar las penas y disfrutar de la vida a rienda
suelta no era más que una solución pasajera, mientras que el autoanálisis
profundo y sincero del método apolíneo visaba ir a la raíz del problema, a
comprenderlo y a tratar de trascenderlo para siempre. No quiso permanecer en la
casa de huéspedes aquella noche y prefirió que descendiesen por el sendero,
alumbrándose con antorchas.
Dejó que transcurrieran varios
días antes de regresar a la montaña con sus dos amigas, para que su ausencia
hiciese más grata la presencia. Cada vez que subían, se esmeraba más en la
exquisitez de las viandas que llevaban (siempre vegetarianas, porque Orfeo se
abstenía de carne) y en la perfección de la sincronicidad de sus flautas con la
lira de Orfeo y con los instrumentos de sus otros acompañantes ocasionales.
En las conversaciones con el bardo
procuró mantenerse siempre en el nuevo rol pasivo, femenino, discreto,
estimulante sin convidar, que los griegos estaban tratando de establecer como
conveniente entre sus mujeres, renunciando a la iniciativa directa y dejando,
más bien, que el varón deseado se fuera envolviendo, por sí sólo, en la tela de
araña que con paciencia tejía.
Para lo cual contenía ante él sus
leoninos deseos de acción y de dominio, a los que concedía total desahogo en
las noches siguientes, liderando con brío las ceremonias de su grupo de
bacantes en la intimidad secreta de los bosques, durante las cuales, tras
ingerir una mezcla de cerveza de hiedra y distintos hongos visionarios,
cantaban y danzaban dando rienda suelta a lo instintivo hasta entrar en un
juego en el que todo estaba permitido, durante el cual descuartizaban vivos
algunos animales salvajes, se salpicaban unas a otras con la sangre y se
abrazaban, tiñéndose de rojo, pasándoselos de mano en mano, mientras reían y
reían, desgarrándolos crudos a dentelladas sin tragárselos, para provocar el
afloramiento a la mente superficial de las identidades más arcaicas del propio
ser, desde las honduras abismales del subconsciente colectivo, donde la Diosa
era tanto dadora de vida como dadora de muerte.
Era una evocación de las
ceremonias mágicas de las antiguas matriarcas en la pasada Edad de Piedra,
vedadas bajo pena de muerte a la contemplación de los hombres, excepto a
aquellos iniciados de toda confianza que aceptaban travestirse para vivir
femeninamente los sagrados misterios de la Gran Madre, en los que las
sacerdotisas se entregaban al espíritu de su divino salvador, Dionisio, el
eterno niño dios que todos llevamos dentro, para viajar a las dimensiones
interiores de su subconsciente, cabalgando el trance inducido por el vino
quitapenas y las plantas de poder.
Danzaban llenas de místico
entusiasmo por sentir la fusión con lo infinito, abiertas a ser fecundadas e
inspiradas lúcidamente por sus propios maestros interiores, los espíritus de la
naturaleza, a quienes la mujer siempre estuvo más próxima que el hombre; los
sabios y amorosos aliados y guías astrales, las serpientes de sabiduría
oracular que habían enseñado a las primeras recolectoras el arte y la ciencia
de hacerse semejantes a la Diosa.
En lo más intenso del aquelarre y
de espaldas a la hoguera, cubierta con una piel de loba y rodeada de perfumados
vahos de incienso de Siria, Aglaonice dirigía con su flauta y sus movimientos a
todos los demás instrumentos de viento, dibujando una sinuosa melodía espiral
sobre la noche a contrapunto del retumbante compás circular que marcaban los
panderos, mientras alrededor de ella y del fuego rondaba frenéticamente el
embriagado coro de mujeres vestidas con largos peplos de muchos pliegues, que
dejaban al bailar las piernas al descubierto.
Giraban recubiertas de moteadas
pieles de corza, coronadas sus cabezas de hiedras y culebras, brincando y
aullando en la amplia rueda, seguidas de sus sueltas cabelleras y de sus
sombras proyectadas, tal como si los seres invisibles de la floresta estuviesen
participando con ellas en su danza remolineante, danza en la que las energías
individuales de cada una de ellas se convertían en una sola sinergía
multipotenciada de excitación orgiástica que conectaba de forma ascensional con lo inefable, con la fuente
subconsciente de la alegría más simple y más vital sin freno alguno.
Era la terapia catárquica del
desvarío provocado, aceptado y gozado de común acuerdo, de la subversión de la
normalidad, de la sub-realidad, del retorno a la infancia lúdica de la especie.
Una terapia sagrada que tenía la virtud de
desencadenarlas de las culpas del pasado y de las preocupaciones del
futuro, que las ponía integralmente en el presente instantáneo, aquí y ahora, a
plena intensidad de sentimiento, en la única realidad sensible. Que transmutaba
todas las tristezas y nostalgias, que proporcionaba una familia y una religión
comprensivas y cómplices a las almas solitarias, que hacía sentir placer y
poder en el delirio de la agitación caótica y de la carcajada liberadora; que
desordenaba los esquemas habituales, que apagaba por unos momentos la voz
tirana de la lamentosa razón cotidiana, la que proclamaba machaconamente la
insulsez y la mediocridad de la existencia, especialmente por tener que vivir
en un mundo en el que las mujeres perdían cada día mayores parcelas de poder.
Sus abuelas estarían avergonzadas de ellas si lo viesen.
Ellas eran la activa resistencia
de un milenario imperio de la intuición femenina contra el cuadriculado estilo
de pensamiento, la vulgaridad y las insufribles limitaciones que los griegos
estaban trayendo al mundo. Juntas, organizaban ruidosas protestas, y hasta
destrozos, contra cualquier ofensa a su género, contra los extranjerismos,
contra las modas helénicas, contra cualquier tentativa de reformar y corromper
el orden y los valores que, desde siempre, sustentaban la armonía de la vida.
Incluso habían recurrido a veces a la violencia, humillando o apaleando a
hombres conocidos como maltratadores. Ellas eran el espíritu de dignidad de su
sexo enfrentado a aquel rudo y creciente machismo que sólo la coacción de las
espadas y los palos sostenía y que pretendía rebajar y degradar su condición.
Ellas eran la familia promiscua y tribal de siempre, construída libremente
sobre las afinidades espontáneas del corazón, enfrentada al rígido modelo de
unidad familiar monogámica que los aqueos trataban de imponer y que ya había
contagiado a tantísimos hombres tracios, que cada día estaban más rebeldes a la
sagrada tradición y que querían tratarlas como si fuesen griegas. Mientras
ellas siguiesen danzando, la Diosa seguiría viva en Tracia.
Aglaonice, siempre en el centro,
dejaba a veces la flauta y elevaba el tirso, adornado con tiras blancas de lana,
para dirigir cada cambio de tiempo en la ceremonia, acompañando su gesto con un
salvaje bramido, el grito ritual que excita y anima, que era inmediatamente
obedecido. Las bacantes giraban hacia un lado o hacia el otro con perfecta
sincronía cuando ella lo marcaba, aumentaban su velocidad como si volasen o se
quedaban inmóviles como estatuas un instante, para seguir cuando ella daba la
señal.
Nadie como las mujeres para ponerse de
acuerdo, perfectamente armonizadas, si eran dirigidas con gracia y con firmeza
desde el corazón y desde el vientre. En su imaginación operativa, la
Sacerdotisa Madre sentía conectados a su cintura todos los cordones umbilicales
de sus ménades y las convertía en una gran rueda generadora de pura energía de
sanación psicológica.
Haciéndose antena, raiz, fuente
inspiradora, directora de orquesta y danza, espejo y canal distribuidor de
todas aquellas vibraciones de liberación que pasaban a través de ella como de
un puente y que le hacían sentir su propio poder y utilidad, imaginaba como
podría llegar a crecer aquella fuerza, como llegaría a influenciar y a
contagiar a las masas, el día en que tuviese al magistral príncipe Orfeo a su
disposición, como apasionado amante y perfecto complemento de su carisma por
una parte, y como inspirado, inspirador y fascinante sacerdote-músico de
Dionisio por la otra, para mayor gloria de la Gran Diosa.
Cuidando de no dejar su objetivo
en manos del azar, Aglaonice no dudó en recurrir a la magia como refuerzo de la
consecución de sus deseos. En un bosque frondoso a las orillas del río Hebro se
hallaba su lugar de poder y el viejo y fuerte árbol con el que durante mucho
tiempo se había identificado y hermanado. Lo adornó con cabellos sueltos y con
pequeños objetos personales que había sustraído al bardo y practicó en él y
sobre ellos las más poderosas hechicerías que conocía, a fin de que llegara a
sentirse loco por ella, que la viera como la más bella y deseable de las
mujeres y que se estableciese entre ambos una ligazón indestructible.
Durante muchas lunas recogió el
sagrado rocío, lo asperjó con conjuros sobre sus amuletos y fue reforzando con
su concentración, muchas veces en trance, y alimentando con sacrificios y
ritos, la semilla astral de lo sembrado en el árbol, a fin de que fructificase
en el plano físico y en el ciclo más propicio, tras una buena gestación.
Una tarde que se encontraban
tocando juntos ante la cueva del vate, al mudito recogido por Orfeo se le
ocurrió unirse a ellos con su flauta. Esto supuso una cierta osadía por su parte,
ya que era muy tímido y, por lo general, cuando había visitantes delante solía
mantenerse discretamente apartado, aunque colaborando todo cuanto podía, como
hace un buen criado.
No acompañó mal al grupo durante
un par de canciones bien conocidas, pero luego Metis propuso un himno que tenía
cierta complicación, y el pobre muchacho cometió un fallo de tono tan audible
que las tres ménades se echaron a reír y él se quedó tan colorado y confundido
que, por un momento, pareció querer marcharse.
Sorprendentemente,
Orfeo se levantó de su lugar habitual, se sentó a los pies del infeliz y
recomenzó la pieza en el mismo tono en que el efebo la había abordado,
convidándole con los ojos a que le siguiera. Él lo hizo y la maestría del vate
logró, no sólo que aquella variación no desmereciera la dignidad del himno,
sino que la realzara. También con la mirada, convidó a Aglaonice, Metis y Hebe
a que se unieran en el mismo tono, lo afirmó en el colectivo, y luego dirigió
al grupo todo hacia tonos más altos, hasta que se recuperó la forma originaria
de la canción. Cuando ya todos fluían en ella, bajó el tono con una sonrisa,
grado a grado, y los devolvió a la variación alterna incorporada por el fallo
del mudito, acabando con un dinámico remolino musical que iba y venía de la
variación al original, arriba y abajo, en escalas bien contrapunteadas, las
cuales se fundieron en un final espléndido.
Todos estallaron en una libre
carcajada de satisfacción después. Aglaonice estaba admirada del virtuosismo
audaz y del amor con el que aquel bardo de bardos había convertido un error en
una lección de arte, devolviendo, al mismo tiempo, su autoestima y dignidad a
su joven compañero.
8- EL GUARDIÁN DEL UMBRAL
33- La Revelación
XXIII. VÍSPERA DE LUNA LLENA
La sacerdotisa se sentía tan
excitada aquella tarde, que convino con sus compañeras y con Orfeo pasar esa
noche en la casa de huéspedes para disfrutar juntos de la víspera de la Luna
Llena, ya que, en la siguiente, se celebraría una gran fiesta dionisíaca junto
al río Hebro, que tendría que dirigir en persona.
Tras el anochecer y muy bien
arreglada y perfumada, con una cinta de plata ciñendo su frente, consiguió que
Orfeo la acompañara a ver la salida de la luna en una acumulación de enormes
rocas graníticas que había en un saliente del Rhodope, a corta distancia de la
cueva.
Según el disco de Artemis comenzó
a asomar rojizo tras las montañas, ella percibió como todas sus potencias
femeninas la poseían en una inundación ascendente. Se sintió brillante,
hermosa, atractiva, cazadora, hechicera y poderosa, y en el mejor de los
escenarios y de los ciclos para ejercer su fascinio. Se concentró en la luna
como en un espejo, dejó que saliera de sí su magnetismo como un fluido rosado y
vaporoso que lo envolviese e impregnase todo en su entorno, e imaginó
sensiblemente a Orfeo captado por él igual que una abeja por el perfume de la
flor, tocado en sus instintos, perdiendo el control, avanzando hacia ella,
besándola, abrazándola, derritiéndose cálidamente en ella.
Pero transcurrían los minutos y
nada de eso ocurría, y salió de su concentración para mirarlo de reojo. Se encontraba
en pie, a su lado, paladeando con intensidad la belleza de la luna. Pero sin
percatarse o sin querer asumir que la luna se personificaba en ella esta noche
para amar al sol en él. Entonces decidió mirarlo directamente.
Él recogió la mirada y le hizo una
inclinación apreciativa con la cabeza en la que leyó que se encontraba
embriagado por la belleza sagrada del momento y que ella formaba parte de esa
belleza como mujer. Esperó anhelante a que avanzara y la tocara, pero no lo
hizo, así que le tendió su mano.
Él dio un corto paso y envolvió en
las suyas la mano femenina, su mirada en la de ella durante un largo rato,
luego llevó sus dedos a los labios y los besó, con respetuosa dulzura.
Entonces lo miró como si Orfeo
fuese su árbol de poder y acarició suavemente su mejilla, llegando apenas con
sus dedos a los cabellos; era el gesto mágico largamente ensayado, imaginado y
configurado en el astral, para que el bardo perdiera toda discreción y cayera
bajo su encanto. Pero, en lugar de eso, él, muy tranquilamente, la tomó por el
hombro y la atrajo a su costado, volviendo a mirar hacia la luna, como si
quisiera que ella hiciera lo mismo y que todo se quedara en una emoción
estética compartida por un par de buenos amigos.
Pasó el tiempo en aquella posición.
Pasó tiempo de más. Su magia no surtía efecto, y todo su entusiasmo se congeló.
Se sintió ofendida de que todo se quedase ahí, se separó de él unos pasos y
dirigió su cara hacia las rocas llena de rabia, deseando locamente que él
volviera a tocarla para tener un pretexto para rechazarlo, o golpearlo, o
abofetearlo, o matarlo. Pero él se quedó donde estaba, en silencio.
Finalmente, se dejó caer sentada
en una peña y dio una salida a su frustración, permitiendo que unas lágrimas
silenciosas se deslizaran por su mejilla. Eso la alivió y rebajó su furor;
también conmovió al hombre, que se sentó a su lado, a corta distancia, como
queriendo darle compañía y consuelo sin tocarla.
Aguardó a ver si otras lágrimas y
un sollozo, esta vez fingidos, producían algún efecto. Él empezó a hablar con
mucha dulzura.
-Aglaonice, tan bella que me duele
tu belleza, tan alta mujer, tan artista, tan admirable.
Ella sollozó otra vez.
-Tan querida para mí, tan bellos
los días en que me brindas el placer de tu compañía. Gracias por ellos, amiga.
Se sintió mejor, tuvo la esperanza
de que las cosas se arreglarían.
-Aglaonice, tan querida, tan
deseable... Pero no puedo amarte con todo el ser, como mereces. Mi corazón
pertenece por completo a otra mujer.
Se quedó sorprendida, no esperaba
eso.
-¿Qué mujer? -preguntó con un
gemido.
Él estuvo en silencio un rato;
después dijo:
-Mi esposa. Eurídice.
Aglaonice regresó su mirada hacia
él, con la boca abierta, extrañada, pero, al mismo tiempo, aliviándose. Orfeo
estaba preso de un recuerdo. Una rival muerta no era rival.
-Orfeo, yo comprendo tu amor y tu
dolor, pero Eurídice murió hace años.
-No está muerta para mí, sigue muy
viva.
-A ella no le hubiera gustado que
te quedaras prendido del pasado, Orfeo. Si yo fuese tu esposa y me muriese, no
quisiera dejarte esclavo de una obsesión. Te querría ver feliz, rehaciendo tu
vida con otra mujer.
-Aglaonice, no puedes
comprenderlo, no puedo explicártelo. Ella no está muerta para mí, cada día la
amo más.
-¡Oh, pobre mío! -se enterneció ella,
lo abrazó- ¡Pobre mío!
Él aceptó el abrazo, pero no lo
devolvió.
-No digas pobre mío, soy muy feliz
con ese amor.
Ella lo abrazó más fuerte. Ahora
se sentía muy bien. Orfeo estaba enfermo del alma, ella lo curaría. En muy poco
tiempo recuperó toda su seguridad.
Lo miró muy cerca y sonrió,
mientras se enjugaba una lágrima.
-Creí que no te gustaba...
-sollozó, pero ya era un sollozo de alegría.
Él la abrazó esta vez con
verdadera ternura.
-¡Cómo no me ibas a gustar!
Gustarías a cualquier hombre, Aglaonice, pero ya te digo lo que siento... Por
favor, no dejes de darme tu amistad... Hay otras clases de amor que podemos
compartir.
-Siempre te amaré, Orfeo, siempre
te amaré, aunque amases a otra; mi amor por ti no es posesivo. Te amo y basta.
Siempre te esperaré.
Él la miró, preocupado.
No quería que se comprometiese de esa manera, no quería obsesiones imposibles
de satisfacer, pero ya era mucho que se hubiese consolado. Poco más se podía
hacer esa noche. Le dio un último abrazo. La luna ya clareaba alta en el cielo.
-Vámonos a descansar, Aglaonice,
empieza a hacer frío, vámonos amiga. -la cogió por el hombro, como para darle
calor, y comenzó a caminar a su lado despacio, hacia su campamento. Ella aún
tenía la esperanza de que acabaran la noche descansando juntos... aunque no
hubiese nada más entre ellos. Pero cuando estuvieron a la vista de la cueva, él
soltó su hombro.
-Ya todo el mundo se retiró a
dormir; ven, te acompaño hasta la casa de huéspedes.
El sendero estaba claramente
iluminado, en muy poco tiempo llegaron a la puerta del cobertizo. Ella aún
esperaba algo, pero él la despidió con dos besos en las mejillas y una sonrisa
dulce.
-Buenas noches, amiga querida, que
tengas bellos sueños -y dio un par de pasos hacia atrás, aunque se quedó mirándola.
Ella no quería decir buenas
noches, abrió la puerta del cobertizo y la mantuvo así un momento, como
invitándolo sin invitarlo a que la cruzara con ella. Él no se movía; ella pasó
adentro, lentamente, y fue cerrando la puerta muy poco a poco, mirándolo hasta
el final.
Se apoyó en la pared de dentro y
esperó, pero él no entró. Escuchó sus últimos pasos alejándose. Se sentía
enamorada como una quinceañera.
Deseaba poder contárselo todo a
Metis, pero tanto ella como Hebe se hallaban profundamente dormidas en sus
camas. Un grosero ronquido venía, de vez en cuando, de la estancia contigua,
donde estaban tres efebos acostados, compartiendo un único camastro grande de
paja.
Se desnudó, metiéndose en la cama
que le habían reservado, pero le fue imposible dormir. La luz de la luna
filtrada, la excitación, los ronquidos; dio mil vueltas, recordó muchas veces
todo lo sucedido aquella noche, lloró, rió, se imaginó otras posibilidades,
trató de acalmar su excitación acariciándose, como si fuera Orfeo quien la
acariciara, pero sólo consiguió excitarse más.
Saltó de la cama, quiso beber,
pero, en el último momento, dejó la jarra. Finalmente, abrió su zurrón y sacó
de él el contenedor de la Divina Ambrosía, que había sido debidamente
preparada, filtrada y consagrada por ella misma en la última bacanal.
Trazó mentalmente a su alrededor
un círculo ritual de protección, se encomendó a Dionisio y tomó una dosis
suficiente como para poder hacer su trabajo mágico.
Sentada en la cabecera de la cama, manteniéndose en
contacto con sus inseparables amuletos y talismanes, esperó a que la fuerza
subiera, mientras dibujaba una escena animada en su imaginación.
Se imaginó erguida enfrente de su
árbol de poder y al árbol convertido en Orfeo. Amplió hasta él su círculo para
englobarlo. Orfeo la miraba ahora como despertando de un mal sueño, desnudo y
atado al árbol con mil nudos. La miraba como si fuese la primera vez y
reconocía en ella todas las cualidades y formas que amaba en su esposa muerta.
Ella no sabía como eran, pero la Luna sí, la Luna todo lo sabe. Los rayos de la
Diosa descendían sobre ella y la adornaban con la apariencia de Eurídice.
Bañada en resplandores lunares, se imaginó a Orfeo viendo a Eurídice en ella.
Consciente de su poder, se abrazó mentalmente a su árbol, como tantas otras
veces, fundiéndose con él.
Se vio a sí misma envuelta en una
ligera túnica, transfigurada en velos de plata, cruzando, ligera como una
luciérnaga, el sendero ascendente que separaba la casa de huéspedes de la cueva
de Orfeo, llegando a la puerta, transponiéndola, rebasando con cuidado el
cuartito que había junto a la cocina, para no despertar al pobre mudo; se
imaginó aproximándose lentamente al fondo de la cueva, donde estaba el camastro
del músico. Se lo imaginó durmiendo, tal vez soñando con su esposa muerta,
desnudo bajo la sábana.
Se observó llegando al camastro,
despojándose de la túnica en pie, despacio, bajo los rayos lunares que se
filtraban por lo alto del muro. Justo entonces Orfeo se despertaba y la miraba
y decía “¡Eurídice!”. Lo que seguía después era demasiado hermoso para
contarlo. Siguió soñando despierta mientras el trance la iba elevando, poco a
poco, liberándola del encadenamiento a las habituales percepciones humanas.
Llegó por fin la náusea y la bajada
angustiosa a los niveles instintivos animales y vegetales, a los inconscientes
mundos minerales, al plano de la pura energía viva desplegándose o replegándose
de manera automática en ritmos alucinantes sobre un espacio sin límites, a
velocidades que causaban vértigo.
Pero ella era una psiconauta
avanzada. Inspiró profundamente, pronunció la Palabra y visualizó sobre el caos
de geometrías inconexas el Emblema que la conectaba con lo más poderoso de sí
misma, con lo que, inmediatamente, la vibración descendente se hizo ascendente,
al tiempo que las geometrías comenzaban a organizarse espiralmente alrededor
del centro sólido fijado en el vacío.
Cuando empezó a poder controlar su
ritmo interno, siguió repitiendo las mismas escenas preparadas muchas veces,
dándoles forma nítida en el astral, reforzando más y más el encantamiento.
Haciendo de su voluntad un principio de manifestación, gestando la realización
paso a paso.
Por fin sintió que su deseo ya era
uno plenamente con el deseo de la Diosa, como cuando, a un solo gesto suyo, el
coro de ménades sujetas a ella por el cordón umbilical de plata, se arrancaba a
danzar en alas del delirio o se quedaban quietas, inertes y concentradas como
estatuas, hasta que su grito las ponía a danzar de nuevo “No por mí, Señora, no
por mí ni para mí, sino para que sea hecha tu obra y tu gloria”. Entonces se
levantó de la cama, se echó por encima la túnica y salió al sendero, segura de
su poder, bajo la mirada blanca de la luna emperatriz.
Cuando llegó, silenciosa, atenta e
ilusionada, ante el camastro de Orfeo, se dio cuenta, de pronto, de que no
dormía sólo. Bajo la sábana, su pecho y su vientre, de costado, estaban pegados
a toda la espalda de otro cuerpo que sus brazos mantenían abrazado. Se quedó de
piedra al verle la cara. Era un efebo. El muchacho mudo.
Salió de la cueva de puntillas,
como un fantasma. Caminó sin enterarse por donde caminaba hasta que encontró el
sendero que bajaba a la casa de huéspedes.
Entonces echó a correr ciegamente montaña abajo; su túnica, medio
desprendida, ondeaba tras ella bajo el claro de luna como unas alas. Corrió y
corrió enloquecida, sin mirar donde pisaba, hasta que tropezó, dio varias
vueltas rodando, se hirió, fue a parar a un matojo de espinos, casi desnuda,
ensangrentada.
Sólo
entonces abrió la boca y soltó un largo, largo, dolido y penoso lamento.
A los lobos
del Rhodope casi les pareció un aullido más de una loba en celo.
34-Consumación
XXIV. FINAL
Al atardecer del día siguiente,
treinta ménades muy embriagadas en pleno furor sagrado, armadas con tirsos y
con palos, comandadas por una vengativa Aglaonice llena de cicatrices,
invadieron de repente el campamento de Orfeo cuando estaba empezando a tocar para un grupo de
cinco muchachos.
-¡Orfeo, podrido pederasta
mentiroso! –gritó Aglaonice furiosa- ¡Ese es el amor fiel que le guardas a tu
mujer, tan joven fallecida! ¡Como amas su recuerdo, desprecias a las mujeres
hechas y derechas, pero te consuelas con los efebos! –avanzó hacia él
golpeándolo fuertemente con el tirso en un hombro- ¡Maricón! ¡Pervertido!- y lo
golpeó otra vez, rompiéndole la lira que tenía entre las manos.
-¡Pederasta! ¡Corruptor de niños!-
gritó la ancha Metis, lanzándole una gruesa piedra que le hirió en el cuello
antes de que pudiese hablar para defenderse. Eso fue la señal para la manada,
todas las ménades empezaron a recoger piedras y palos y a lanzárselos mientras
lo insultaban. Los cinco efebos se perdieron corriendo, monte abajo, en
distintas direcciones.
Orfeo, alcanzado por una piedra en
plena cara, calló de rodillas. De la cueva salió corriendo el joven mudito
rubio, cruzó ante las desenfrenadas bacantes y se abrazó a él, queriendo
protegerlo con su cuerpo. Aglaonice tomó un palo grueso de manos de otra
ménade, se echó sobre él con rabia y le machacó la nuca. Cayó inmediatamente
ante las rodillas de Orfeo.
-¡Eurídice! -gritó él, abrazándose
con pasión al cadáver del efebo. Fue lo último que dijo; alcanzado en la cabeza
por muchas piedras, se quedó tendido para siempre sobre su amante.
Aglaonice paró a las ménades con
un alarido, extendiendo los brazos en aspas. Dejaron de caer piedras. Entonces
avanzó hacia los muertos con una lucidez súbita revelándosele en medio de las
tinieblas de su furia vengadora. Apartó a un lado el cuerpo de Orfeo, volteó el
del efebo y desgarró su túnica, que dejó al descubierto unos jóvenes pechos de
mujer. Luego, le levantó la túnica por abajo y se quedó lívida.
-¡Eurídice!- gritó- ¡Eurídice!
¡Eurídice! ¡Eurídice!- repitió, irguiéndose y dando vueltas sin sentido
alrededor de los cadáveres ensangretados sobre el suelo lleno de piedras y
palos, mientras las ménades empezaban a tocar sus instrumentos y a gritar
¡Evoé! sin entender su desvarío.
-¡Orfeo y Eurídice! -gritó ante
los cuerpos, espantada- ¡Unidos por mí para siempre! -y de nuevo echó a correr
despavorida, aullando como una loba loca montaña abajo, con su túnica
revoloteando tras ella, alas fantasmales, al tiempo que las ménades comenzaban
a bailar su danza salvaje en la que despedazaban los cuerpos sacrificados.
9-
LA SOMBRA
36- Ascensión
El
sol poniente volvía rojo todo el horizonte, cuyas nubes semejaban una puerta a
través de la cual un par de estilizadas figuras unidas por las manos estuviesen
ascendiendo juntas hacia lo alto.
Verano - Otoño 2003.
Cap de Creus, Finisterre, Vigo.