14-
LA BODA
.
Aquella
misma mañana se había celebrado la boda, con cientos de convidados entre los
que figuraban los propios reyes de Tracia, los príncipes y buena parte de la
nobleza. Fue, realmente, la boda del año en la capital y no pocos de los
antiguos compañeros de Orfeo viajaron desde tierras distantes para estar
presentes. Las jóvenes de la Fraternidad de las Dríades danzaron graciosamente
en coro, dejando antes bien claro que lo hacían a título particular, rodeando a
Eurídice al compás de la lira de Orfeo y de los instrumentos de una veintena de
sus amigos músicos, más otros veinte contratados, que daban sonido y color a la
ceremonia. Tras haber sido oficialmente declarados marido y mujer por los
sacerdotes de Hera, con los monarcas como padrinos y testigos, y después de
probar juntos el membrillo confitado, besarse con la boca llena de su dulzor y
ser vitoreados por todos, que arrojaron sobre la pareja un verdadero diluvio de
pétalos de flores, anises, bendiciones y deseos de una larga vida, llena de
felicidad, prosperidad y descendencia, comenzó el gran banquete en medio de la
alegría general.
A
los postres, sus antiguos camaradas argonautas pidieron a Orfeo que les
declamase algunos de sus famosos poemas cantados sobre las partes dramáticas de
su aventura y que mostrase a los asistentes, una vez más, a la
maga-serpiente-dragón Llilith que había capturado. El bardo respondió
alegremente que con mucho gusto les iba a declamar cuatro de los mejores cantos
antes de retirarse del banquete con su esposa, pero rogó que le dispensasen por
esta vez de mostrar su trofeo, porque aunque por la mañana había pensado en
traerse su cesta a la boda, al final decidió que era mejor dejarla en su casa.
15-
LA MAGA-SERPIENTE
Llilith,
la maga-serpiente, estaba furiosa por el fracaso del hechizado Aristeo, por su
vuelta a sí mismo y por su avergonzada fuga. Ahora ya sólo quería morir o
matar. Morir antes de ser humillada una vez más, permitiendo que la mostraran,
como un fenómeno de feria, en la boda de Orfeo y Eurídice, ante toda Tracia
reunida. A ella, la hija mayor del Rey Aetes de la Cólquide, guardiana de un
conocimiento iniciático ancestral, que se había ido tranmitiendo en las cámaras
secretas de los Dragones de Sabiduría durante miles de años, de padres y
maestros a hijos y discípulos, desde los mismos orígenes de la Raza Raíz Aria
desde el país conquistado por los Cimerios, al que llamaron Cimer y luego Sumer
o Sumeria... Traicionada por su propia hermana, hechizada con sus mismos
hechizos, capturada y esclavizada por un simple músico que ni conocía sus
poderes ni podía apreciarlos y que se limitaba a hacerla contorsionarse. A
ella, Suma Sacerdotisa de Hécate en el Sur del Cáucaso, cuyo único delito había
sido querer servir a su padre y a su patria, protegiendo la piel áurea del
Carnero Solar con las artes mágicas que su selectísima educación y talento le
habían proporcionado. Sabía muy bien que la historia del Vellocino o Toisón de
Oro iba mucho más allá de los ingenuos mitos de Hele y Frixo y las intrigas de
su madrasta que contaban sobre él griegos y tracios. El Vellocino era, ni más
ni menos, el propio tótem del Aries Solar, símbolo del impulso pionero de la
Raza Ariana y llave mágica de aquella poderosísima egrégora, energetizada
durante milenios por quienes sabían cómo hacerlo. El Vellocino de Oro era un
tótem-talismán sacratísimo que había sido entregado directamente a las Madres
de la Cuarta Subraza Monádica por el propio Manú Vaivasvatá hacía muchos
siglos, en la sagrada Isla Blanca, proyección externa del Reino Suprafísico de
Shambala, cuando los refinados habitantes de su Ciudad del Puente, asomada al
extenso Mar de Gobi, acomodados en el poder de su imperio y su riqueza,
comenzaban a iniciar su declinio, porque cuando el espíritu de un pueblo pierde
su impulso ascensional, la fuerza de la gravedad y la inercia lo llevan a la
decadencia. Vaivasvatá, espíritu maestro, padre y mentor, durante muchas
encarnaciones, de los hombres y mujeres de cada nuevo Nuevo Ciclo Ariano
entregó, junto con las instrucciones de su misión evolutiva, la piel rubia del
Carnero de Aries a las druidesas-artistas seleccionadas como Semillas de la
Cuarta Lunar, cuyos especiales talentos creativos había cultivado amorosamente
en una región separada, lo mismo que también modeló a los Iniciados-Semillas de
la Quinta Solar como tenaces realizadores prácticos, para que unos fuesen
cerebro derecho y otros cerebro izquierdo de la Raza a renacer. Preparó las
Semillas llenándolas del carácter y misión de ambas Subrazas, para enviarlas
después a las dos, bien protegidas, a través de toda Asia, hasta la montañosa
plataforma que rodeaba el potente vórtice de la cordillera del Cáucaso, las
mandó allí para que se convirtiesen en las ramas renovadoras del Árbol Ario,
para que replantasen sus mudas hasta lo más profundo de sus raíces en el
arranque del territorio destinado a ser escenario del siguiente Ciclo
Evolutivo, Europa, con la misión de crear, desarrollar e implantar en Occidente
una civilización mundial basada en el impulso de ariete corajoso y libertario
hacia el desarrollo de un intelecto creativo, racional e intuitivo,
discriminador y riguroso, es decir, la sólida base de un Cuerpo Mental
Superior. Eso era lo que significaba el símbolo sagrado del Vellocino. Después
de cumplir aquel objetivo, hasta acabarse exitosamente el ciclo evolutivo de
influencia europea sobre el planeta, el Cuerpo Mental de la Humanidad tendría
que seguir cultivándose, en nuevos e ignotos escenarios situados todavía más
lejos, siempre hacia Occidente, hasta ser capaz de purificarse e integrarse con
el Alma Colectiva Universal durante la Sexta Subraza Aria y ésta con su Mónada
durante la Séptima. Los Antiguos sabían muy bien para qué estábamos
manifestando nuestros espíritus eternos en este plano de pruebas, juegos y
aprendizajes, de conocimiento, dominio y sutilización de la materia, usando los
poderes de la Mente en el filo de la navaja, y los Dragones de Sabiduría, los
Iniciados, asistidos desde la Cuarta y Quinta Densidad por las Jerarquías no
encarnadas, eran los celosos guardianes y vigilantes del correcto cumplimiento
del Plan Divino, en cada nueva etapa de la Humanidad. Poco tiempo después de la
solemne entrega del Tótem del Carnero, el Manú Vaivastavá, Fundador y Guía
Inmortal de la Quinta Raza Raiz, dio el impulso y la orden para que comenzara
la emigración-peregrinación de ambas Subrazas, siguiendo el Caminar del Sol,
desde las orillas remotas del Mar de Gobi hasta el nudo montañoso del Cáucaso,
con la colaboración y protección del poderoso ejército de los persas, que
estaban comandados por una élite de iniciados arios emigrada diez mil años
antes, la de la Tercera Subraza, o Iraniana, aquella a la que el Instructor
Zoroastro predicó la Religión del Fuego, en el cual aprendieron a ver la
manifestación material más pura de la Divinidad. Los Iniciadores contaban que
desde muchísimo tiempo antes, los mayores enemigos de los Arios en las estepas
asiáticas siempre habían sido los salvajes Turanianos, cuyo poder residía en el
número de jinetes que engrosaba sus hordas; por causa de eso los Turanios,
desde hacía muchos siglos, promulgaron leyes que estimulaban tener cuantos
hijos pudiesen, los cuales eran apartados de sus progenitores en cuanto tenían
edad para sostener un arma y criados y alimentados con los impuestos de toda la
tribu, agrupados en batallones ecuestres de lanceros, o incluso de despiadadas
arqueras amazonas , que casi acabaron con los reinos mesopotámicos y luego
persas de los Árabes e Iranios, pueblos que, también procedentes de Shambala en
emigraciones-peregrinaciones más antiguas, habían constituído la Segunda y
Tercera Subrazas Arias. Pero aquel desarraigo familiar Turanio, propio de
retardatarios de la Era Anterior, como ellos eran, también fue padre del
continuo estado de anarquía, competencia y guerra incivil entre ellos mismos,
así como de su incapacidad para organizar un imperio coherente. A pesar de sus
sanguinarias victorias, jamás pasaron de ser grandes bandos de depredadores
errantes y de pastores de ganado robado, que vivían de saquear a otros pueblos
más industriosos, de asesinar a los hombres y de llevarse a la fuerza a las
mujeres, lo que, de alguna manera, contribuyó a mejorar un poco más su Raza, ya
que sus descendientes fueron los actuales nómadas de las estepas asiáticas,
esos que los viajeros denominan como Escitas, Tártaros, Mongoles y otros
nombres aún más exóticos. ...Una vez sometidas con mucho esfuerzo las tribus
depredadoras de bárbaros descendientes de la brutal estirpe turaniana, que
hasta hacía poco devastaban periódicamente, desde las alturas del Cáucaso, la
frontera persa, la Cuarta Subraza se estableció al sur de la cordillera,
entanto que la Quinta lo hizo al Norte-Nordeste, en los litorales occidentales
del Mar Caspio, lo que provocó que se fueran diferenciando más y más, y que
hasta compitiesen entre sí los hermanos, cada día más lunares y matriarcales
los Nuevos Caucasianos del Sur y más solares y patriarcales los del Norte, tal
como el Manú lo había programado, con su visión planetaria. Siglos después,
hombres de la Quinta Solar, que ya se había extendido hasta el mar de Azov,
robaron a sus primos el dorado tótem de Aries y se lo habían llevado como
bandera y talismán de poder a su agresiva conquista de los Balcanes, para caer
seguido, como halcones, sobre la Pelasgia Occidental. Porque para entonces, los
de la Cuarta Lunar habían logrado extenderse por toda la Pelasgia Oriental y
las Islas del Gran Verde, no por la fuerza de las espadas, como ellos, sino
usando sus artes femeninas de seducción de pueblos, sin casi ninguna violencia.
Hasta que las Sacerdotisas lograron dominar con su civilización todo el
Mediterráneo y los pueblos de sus orillas, teniendo a Creta como su principal
centro de influencia. Pero, andando el tiempo todo se transforma y fue cayendo toda la Pelasgia Egea en poder de
los Arios Solares, y un día cayó la misma Creta. En ese momento, el más oscuro
para la Subraza Lunar, la Antigua Diosa, haciendo que una nube tomase la forma
de la diosa olímpica Hera, inspiró a dos de sus hijos para arrebatar por
sorpresa el Vellocino a los sacerdotes de Zeus Lafistio en Tesalia, cruzar el
mar y devolverlo a la caucasiana Cólquide y a su santuario original en el
Bosque Sagrado de la Gran Madre, No podían imaginar sus guardianes-iniciados
que aquellos tenaces helenos acabarían por organizar toda una expedición con lo
más florido de sus héroes para apropiárselo de nuevo, como símbolo de su
predominio actual. El distinguido linaje familiar de Llilith había ido
transmitiendo de padres a hijos y de generación a generación recuerdos
fragmentados de algunas de las antiguas magias toltecas supervivientes de la
Raza Anterior dentro del mayor sigilo, pues estaban muy mal vistas entre los
Arianos, pero aquellas técnicas psíquicas recobraron su sentido y cubrieron sus
lagunas cuando un chamán de una tribu de nómadas Turanios fue capturado en
combate en el Kurdistán y reducido a la esclavitud por su padre, el rey Aetes.
A cambio de su libertad, el chamán les enseñó a invocar y conseguir la alianza
de las Fuerzas Oscuras de los Señores del Caos, Dragones de Sabiduría de la
Cuarta Densidad de mundos paralelos quienes, en trueque de que la familia real
de la Cólquide les sirviese de canales transmisores y ejecutores de sus deseos
en la dimensión física, enseñaron a sus servidores como recubrirse de
monstruosas apariencias, por medio de sugestiones hipnóticas que dejaban a sus
enemigos paralizados de miedo o los ponían en fuga. De esa manera había ella
defendido contra intrusos el Bosque Sagrado donde se guardaban los más
preciados talismanes de los Caucasianos del Sur. Pero no le sirvió de nada
haberse convertido en pavoroso dragón ante los Argonautas. Las malditas diosas
olímpicas Hera y Afrodita habían hecho que su hermana Medea, una hechicera de
mayor rango que ella, se apasionase locamente por el jefe de la expedición
extranjera. Cuando Orfeo la distrajo un segundo con el encanto de su música, la
renegada de Medea, ávida de ser aceptada entre los griegos, le lanzó un doble
hechizo: el dragón se convirtió así en una pequeña cobra que pudo ser
fácilmente capturada y la fórmula para retornar a su apariencia humana, usando
su voluntad, quedó borrada de su mente. La digna sacerdotisa ex-guardiana del
Tótem del Carnero Sagrado, ahora hechizada y aprisionada bajo una vil forma de
serpiente, maldijo una vez más a la poderosa Afrodita que, en el colmo de su
perversidad, la había hecho concebir por su captor aquella inmunda pasión
servil, infinitamente dolorosa y totalmente imposible de satisfacer, aunque se
quisiera, porque él sólo era capaz de mirarla como un trofeo, como un monstruo,
como una rareza filtrada al mundo real desde las esferas infernales. Ni
siquiera sentía deseo de tocarla, ya que el hechizo de Medea la había impedido
regresar a su verdadera forma: una princesa real elegante y bella, con dos
piernas, como todas las demás mujeres, en vez de aquella asquerosa cola de
serpiente que todos veían cuando era obligada a practicar sus transformaciones.
-¡Hécate! ¡Hécate! -gemía encerrada en su cesta- ¿Por qué me has abandonado,
Diosa de las tres caras? …Ingratos Señores del Caos y la Manipulación ¿No os he
servido con toda lealtad mientras pude? ¡Diosa de la Luna, ilumina un poco esta
negra sombra en la que me encuentro encerrada desde hace un tiempo que ya parece
una eternidad! ¡Diosa de la Muerte libérame o mátame para que se acabe de una
vez esta insoportable humillación, esta tortura infinita que me corroe!
¡Dragones de Sabiduría del odio y la venganza!- invocó, imaginando con la mayor
concentración su Círculo de Poder y atreviéndose, en el momento de su mayor
rabia y desespero, a recurrir a lo más oscuro y perverso de sus artes mágicas,
aunque sabía que eso significaría arrojar a su alma al Bajo Astral en el
siguiente ciclo- ¡Poderosos Dragones del odio y la venganza! íLiberadme de esta
incapacidad que tengo para clavarle mis venenos a mi insensible tirano! ¡Cada
vez que mis colmillos de cobra llegan cerca de sus pies, esta maldita pasión
que me condena me obliga a besárselos y lamérselos, en lugar de enviarlo a los
infiernos para siempre! ¡Hécate, mátame, libérame o véngame! ¡¡Mátame, libérame
o véngame!! Oyó con su mente de mujer arquerascomo se abría la puerta del
cuarto, mudaron las condiciones de luz tras los mimbres entrelazados de su
cesto, sintió los conocidos pasos de Orfeo yendo en procura de su lira y de su
flauta, colgadas en la pared de enfrente. Sin duda estaría ya vestido para la
ceremonia y sólo venía a recoger sus instrumentos y su propia cesta, para
enseñársela a todo el mundo una vez más, convertida en un ser espantoso. Ahora
venía hacia ella... ¡Estaba abriendo la tapa de la cesta! ¡Hécate libérame de
mi hechizo, dame fuerzas para morder su mano o, al menos, para dar el salto
hacia él, agredirle, de manera que se vea obligado a aplastarme la cabeza!
¡¡Diosa, Diosa, Diosa mía, escúchame!! Orfeo había abierto la cesta y su mano
estaba al alcance de sus colmillos, quiso saltar y morderle salvajemente, pero
una gran parte de su esclavizada voluntad no se lo permitió tampoco esta vez.
En lugar de eso, se irguió contoneándose, como un perro que mueve la cola, y
proyectó su lengua bífida en un servil beso de salutación a las manos del
maldito objeto de su pasión. Todo eso le costó un esfuerzo tan inmenso que
tuvo, enseguida, que enroscarse sobre sí misma y regresar al fondo de la cesta.
Hécate la había abandonado definitivamente. Orfeo, elegantísimo en su traje
principesco de boda, la estuvo observando durante un rato, dudando de si
llevarla o no a la ceremonia, para que todos se divirtieran con ella. De
pronto, por primera vez, sintió pena de su prisionera y se vio en su lugar.
Decidió no llevarla. Cerró la tapa, recogió sus instrumentos y salió del
cuarto. Llilith esperó a oír el sonido de la puerta al cerrarse, pero, en su
lugar, la sintió rebotar y quedar abierta... continuaba habiendo, además,
bastante luz natural en la habitación. Orfeo tenía muchas cosas que hacer aquel
día, tendría prisa y además estaría nervioso. Tuvo un presentimiento. Estiró la
cabeza y comprobó que podía abrir con ella la tapa de la cesta, Orfeo había
disminuido su alerta y se olvidó de echarle el pestillo. Hécate estaba con
ella. Se deslizó fuera de la cesta y bajó al suelo; la puerta del cuarto estaba
entreabierta. Cruzó la casa con el máximo de atención: ningún sonido. Todos se
habían marchado a la boda. A través de una escondida hendidura en un punto del
muro que conocía, consiguió salir al jardín ¡Gracias Hécate! ¡Gracias, gracias,
gracias, Diosa mía!
3-
EL ÁRBOL AMIGO
Eurídice
continuaba sintiéndose con total libertad para ayudar en la organización y
asistir a las ceremonias de las orgías sagradas de primavera, donde las
Sacerdotisas-Ninfas invocaban la potencia fertilizadora de la Gran Madre para
las tierras del país aunque, a la hora en que las jóvenes Dríades elegían a sus
fecundadores entre la fila de varones expectantes, para unirse luego
ritualmente con ellos sobre el surco del arado o bajo la sombra de los
frutales, ella ponía todos sus pensamientos en Orfeo y prefería retirarse sola
a su árbol preferido. Porque igual que hacían las Ninfas Hamadríades de las
leyendas, ella había escogido como amigo a uno de los árboles. Era un haya
colosal muy cercana a la cascada, que tenía una gruesa rama baja y curva a la
altura de su pecho, a la que era fácil subirse. Dejándose acunar por el gran
árbol en aquel regazo suyo que se parecía a los brazos de un padre, contemplaba
como caían, sonoras, las aguas, desde la montaña a la laguna. Y hablaba con el
Deva que lo animaba de todo lo divino y lo humano, especialmente durante aquel tiempo
que su corazón sintió como el más largo y lento de su vida, el tiempo que le
llevó a Orfeo su aventura junto a los griegos en la Cólquide, y el tiempo,
sentido como mucho mayor, de todas las vueltas que ellos tuvieron que dar para
escapar a la venganza de los colquídeos, que los persiguieron en naves de
guerra por varios mares. Eurídice hablaba con su árbol amigo como si el
alma-grupo de las hayas fuese un dios bondadoso que podía proteger a su amado,
estuviese donde estuviera, ya fuese navegando en las aguas del Mar Egeo o del
Negro, o enfrentándose al peligro en los confines orientales del mundo. Durante
aquel tiempo que parecía no pasar, el árbol fue su confidente y su consuelo;
cuando estaba triste o melancólica se dejaba dormir en su rama, arrullada por
el fragor de la cascada. Se levantaba después sintiéndose recargada de energía
dévica y de esperanza y no dejaba nunca de darle un largo abrazo al grueso
tronco, antes de despedirse. Desde niñas, las Dríades habían sido instruidas
por las Sacerdotisas-Ninfas en el conocimiento, comprensión, colaboración,
comunicación y hasta identificación de sus propias almas con las almas-grupo o
consciencias dévicas que animaban al mundo vegetal, del cual los grandes
árboles eran consideradas las más evolutivamente avanzadas, entre las
manifestaciones de aquellas mónadas en el mundo de la forma vegetal. Eran
verdaderas antenas que captaban las mejores energías do Cosmos para
transmitirlas al planeta Tierra y a todos sus habitantes. Las Ninfas decían que
la Ley Cósmica del Amor consiste en que, en este universo hecho de Pura
Consciencia Activa, vehiculada en formas en transformación, las consciencias de
mayor desarrollo deben cuidar de las que tienen menos, si ellas quieren, a su
vez, ser ayudadas a ascender a escalones evolutivos superiores por los
espíritus sutiles que ya consiguieron acceder a ellos. “-Tal como los seres
sutiles elementales cuidan de las plantas una a una, así entidades de
consciencia mayor dirigen y cuidan en grupo a cada especie, incluída nuestra
especie humana. –instruía la Alta Sacerdotisa a sus discípulas- Jamáis estaréis
solas si os comunicais entre vosotras queridas, si os comunicais con vuestro
universo humano, ya bien lo sabeis. Igualmente, tened certeza de que si
invocais al resto del Universo que sois, ya al Macro o al Micro, el Universo
responde”. “Al igual que sentís en vuestro interior un espíritu puro (esto es,
sin personalidad ni libre albedrío) que es el Yo Superior o la Voz de la
Consciencia que siempre aconseja a cada persona encarnada, también, en vuestro
Yo Superiornacional o racial, hay un Guardián que vela por la preservación del
arquetipo de cada nación, así como de facilitar la realización de la misión que
cada pueblo tiene en el Plan Evolutivo para este mundo”. .”- No somos los
individuos aislados, separados y débiles que aparentamos, cada una de nosotras
pertenece, al mismo tiempo, a una constelación de espíritus relacionados de
todo nivel y al Gran y Único Ser que nos engloba a todos y que nos anima”.
“-Hay niveles de Espíritos Puros en nuestro Macrouniverso dotados de
consciencias más próximas a la de la Fuente Original - aquellos que nosotros,
tracios, y los griegos llamamos los Kabiri o Kabiros, los cuales conforman la
más alta jerarquia de nuestra constelación, acompañados fraternalmente por
todas aquellas mónadas que vivieron en el pasado en el Reino Humano de la
Superficie da Terra y que ya lo transcendieron. Nuestras antepasadas los
llamaban los “Jardineros del Universo”, “-Tal como nosotras cuidamos a plena
consciencia del desarrollo armónico de los árboles de nuestro parque, esos
poderosos espíritus se ocupan de cultivar cada una de las razas y subrazas
monádicas en las que se van encarnando as almas humanas quienes, antes
manifestarse en cuerpos de mujeres y hombres”. “Hemos sido amorosamente
cuidadas por nuestros Hermanos Mayores desde el principio de este Ciclo de la
Creación, cuando nuestras monádicas unidades de consciencia fueron emanadas de
la Consciencia única Original, para que pudiese expandirse, desarrollarse,
vivirse y conocerse a Sí Misma a través de nuestas vivencias múltiples en todos
Sus planos de manifestación”. “Antes de que nuestras mónadas eternas animasen
nuestras actuales almas humanas, ellas ya habían pasado mucho antes por
evoluciones en almas-grupo, revestidas de cuerpos animales, vegetales,
minerales y elementales. Los Devas de la Naturaleza nos dirigían, cuidaban y
ayudaban entonces, preservando el modelo arquetípico de nuestra semilla
evolutiva y facilitando en grupo la misión de cada especie o subespecie animal,
vegetal o mineral.” Ayudada por su sabia madre y por sus otras Maestras-Ninfas,
Eurídice había conseguido desenvolver un alto grado de comunicación intuitiva
con varias de aquellas entidades almas-grupo, muy especialmente con las que animaban
a las hayas, robles, pinos, cedros, chopos, cipreses y castaños. También se
entendía muy bien con los Devas de los laureles, olivos, higueras, almendros,
manzanos, perales e cerezos, y con los de todo tipo de cañas y bambús. Su grupo
de compañeras Dríades, las “Jardineras del Bosque Sagrado”, replantaban y
regaban, además, por toda parte que iban, rosas e iris silvestres de todos los
colores y formas, a las cuales llamaban “las joyas de la Diosa”. “-Es claro que
los Devas no hablan usando palabras y frases de lengua alguna, porque no poseen
un cuerpo físico ni mental semejante al de los humanos desarrollados. Ellos son
pura sensibilidad y sus vibraciones resuenan en el interior de aquellas de
nosotras que tienen, también, una buena sensibilidad y, sobre todo, que se
hacen una con ellos, mostrando un verdadero amor activo,contemplativo,
constructivo y siempre reverente por la Naturaleza, que es el cuerpo físico de
la Gran Diosa dentro de la cual vivimos y tenemos nuestro ser”. “-Cuando tú no
habías nacido aún, pero estabas comenzando a ser gestada en mi vientre –contaba
su madre- yo ya tenía una enorme comunicación contigo, a través de mi amor por
tí, o sea, a través de la Diosa, que es la Luz Inmaterial Viva que dio forma y
sostiene a todas las aparentes unidades de existencia material, para que cada
una de ellas sirva con afecto al conjunto, tal como las innumerables olas
sirven a la conformación y movimiento de la superficie del Océano Único”. “Yo
cantaba bajito cuantas canciones conocía para tí, porque la vibración del verbo
amoroso es la que más penetra e influye positivamente en todas las dimensiones.
Eso es lo que se llama orar, amar comunicándose. Es de esta misma manera
reverente, devota, orante y concentrada que tú puedes comunicarte con cada emanación
de la Gran Madre que anima cualquier planta, cualquier ser, con la lluvia, con
las piedras, porque por atrás de cuanto existe hay siempre un aspecto de la
Madre Divina que te responde si tú La invocas… Te responde dentro de tí y no
afuera, es claro, porque también es Ella quien conforma tu Mónada y quien creó
la forma que la vehicula en este plano.” De todos los vegetales del Bosque
Sagrado fue con El Árbol Amigo con quien Eurídice más había aplicado todas las
enseñanzas de sus maestras. Sentía una enorme compenetración con él, que
incluía a todo el amplio ámbito natural en el que le rodeaba. El árbol ganó su
mayor abrazo cuando ella vino corriendo una tarde, después de haber recibido a
un mensajero de Ptía, que le contó que los Argonautas habían conseguido
retornar con el Vellocino de Oro y con Orfeo vivo, entero y lleno de gloria. Él
mandaba decir que amaba a Eurídice más que nunca y que la vendría a ver antes
que a nadie, en cuanto regresase a Tracia.
4-
EL SÁTIRO
Aquella
otra tarde era también de pura alegría. Eurídice estaba celebrando con sus
compañeras de grupo su despedida de soltera y su salida de la Fraternidad de
las Dríades, para casarse al modo griego. Aunque su madre, la Alta Sacerdotisa
de la Diosa, por mucho que la quisiese, no podía en absoluto mostrarse de
acuerdo con aquella concesión a los rituales patriarcales de los Olímpicos y
por eso había declinado su presencia, las compañeras de Eurídice hicieron
fiesta en el bosque, comieron juntas sobre la hierba y danzaron en coro como chiquillas.
Una de las chicas hizo la broma de qué pena que ya no hubiera más sátiros en
los bosques, hijos de Pan, el Dios de la Tierra, como en los tiempos
mitológicos, para ser perseguidas por ellos como lo eran las ninfas. ¡Yo seré
el sátiro!- gritó una de las mozas, la más traviesa, agarrando un palo y
poniéndoselo entre las piernas, como un falo enhiesto, mientras fingía
abalanzarse sobre otra de sus compañeras. -¡No, no, yo también soy un sátiro!
¡Aparta! –gritó ella, y esquivándola, tomó otra rama, se la puso por delante y
corrió, amenazando a la primera por detrás. Las muchachas se morían de risa
asistiendo a la pugna de ambos falsos sátiros, pero al cabo, uno de ellos le
dijo al otro: -¡Compadre! ¡Mira ahí todas esas ninfas! Y el otro respondió: -¡A
por ellas! Y todo el grupo se dispersó por entre los árboles del bosque riendo
a carcajadas, gritando y jugando el divertido juego de “La Caza de la Ninfa”.
Eurídice, desde su escondite, vio venir corriendo a una de las sátiras, que
sujetaba su palo con la misma ferocidad marcial con que cargaría un lancero en
la batalla. Se echó atrás y la dejó pasar. Oyó más adelante un grito, otro de
la sátira y los correteos de ambas, alejándose alegremente. De repente, sintió
una presencia a sus espaldas y se volvió, pero no era la segunda sátira, como
creía, sino un bello galán muy bien vestido, al que conocía casi desde la
infancia, un amigo. Era el apicultor Aristeo, un joven guapo, brillante, de
excelente cuna y muy ingenioso, famoso por haber desarrollado un método que
permitía un eficaz cultivo doméstico de las abejas en panales artificiales, a
fin de extraerles su néctar a voluntad. También se le conocía como “el rey de
los cazadores”, no sólo por su maestría en la caza de ciervos, gacelas y
jabalíes por los montes vecinos, sino porque comentaban las chicas que era hijo
de Apolo y que, con su apostura y galantería había conseguido los favores de
varias mujeres de alta clase. Nadie sabía si los chismorreos decían la verdad,
pero tal fama hacía que algunas otras aspirasen a concedérselos en cuanto se
pusiera a tiro. Él la miraba a distancia, entre la sombra del bosque, con una
sonrisa encantadora, que realzaba aún más la belleza de sus ojos color miel.
-¡Aristeo! -dijo en un susurro devolviéndole la sonrisa y sinceramente contenta
de verle- ¿Qué haces aquí, loco? ¿Cómo entras en un bosque sagrado sin pedir
permiso? Te pueden despedazar las ninfas -y avanzó confiadamente hacia él para
recibir su saludo. -Necesitaba verte -respondió él, inclinándose, sin dejar de
sonreír, con aquella voz tan bella como su rostro-. Vámonos un poco más adentro
del bosque para hablar, Eurídice; si me ven tus compañeras se va a armar un
escándalo. -¿Pero tiene que ser ahora? -respondió Eurídice- ¿No puedes venir
por la tarde al templo, con la gente que trae las ofrendas? -Ésto no puede
esperar, Eurídice, vamos ahora, vamos -la tomó con osadía por la mano, como
cuando eran niños, y fueron apartándose juntos de donde se oían las voces de
sus compañeras y acercándose al rincón de la cascada, rodeado de hayas. Allí
Aristeo se detuvo. -¡Que belleza de lugar, Eurídice! Ven –dijo-, súbete a esta
piedra un momento -y la hizo colocarse en un lugar en el que la joven parecía
una estatua sobre un pedestal, con la cascada derramándose detrás de ella, quedando
a un lado los riscos, y al otro el bosque milenario. Aristeo retrocedió unos
pasos y fingió que la pintaba sobre el aire, con un pincel imaginario. -Si yo
fuese un artista te pintaría ahora mismo, Eurídice…pero como, infortunadamente,
no lo soy, sólo puedo decirte que mis ojos te están viendo tan linda como si
fueses la Diosa de las Cascadas. Ella se quedó encantada y se inclinó hacia él
en una divertida reverencia cortesana. -Lindo eres tú, príncipe azul ¡Miel para
tu boca! ¿...Pero para decirme eso me has hecho venir hasta aquí? Él le dio la
mano para ayudarla a bajar de la piedra con un pase gentil, que parecía de
danza, pero no la soltó, sino que la retuvo cerca y le dijo: -No, Eurídice,
para lo que vine es para decirte que no puedo dejar de pensar en ti. Seguía con
la misma sonrisa en su agraciado rostro, él sí que parecía un dios, ella pensó
que bromeaba. -No es una broma -adivinó él-. Te quiero. Estoy loco por ti.
-¿Pero cómo? -ella estaba muy halagada, aunque no podía creérselo-... nos
conocemos hace años y jamás me dijiste nada... -No me atreví -respondió él-. Me
parecías demasiado buena para mí, Diosa de las Cascadas. Te miraba y te miraba.
Y no dejé de pensar en ti ni de día ni de noche durante todos esos años, pero
no me atrevía a decírtelo. -¿Por qué no? -Porque se me rompería el corazón si
me rechazaras, Eurídice, porque me moriría o me mataría después. “¿Quién te
podría rechazar en una Fiesta de las Colmenas?” pensó ella; y le acarició el
rostro, conmovida. Mas en su mente estaba Orfeo. -¡Pero yo estoy comprometida
ahora! -le dijo- ¡Estoy a punto de casarme con Orfeo! -No puedes -dijo él
suavemente, mirándola con segura dulzura. -¿Por qué no puedo? –respondió ella,
extrañada. -Porque tú también me amas, Eurídice, porque somos los dos para los
dos. -Yo amo a Orfeo... -comenzó a decir, pero él la cortó. -Mírame un instante
bien adentro, en silencio, y luego pregúntate otra vez a quien tú amas. Ella lo
hizo, y lo que encontró en los ojos de Aristeo fue sincero amor, sincera
amistad, sincera admiración y sincero y sano deseo masculino por ella. Lo
abrazó. -¡Amigo, amigo, amigo querido! -dijo con pena. Lo besó tiernamente en
la mejilla, mantuvo su cabeza pegada a su hombro un rato, gozando de su viril
vibración, de su nobleza. Luego se apartó un poco y siguió tomada de su mano y
mirándolo sin saber como consolarlo...¡Los hombres eran tan frágiles! -Quisiera
poder desdoblarme en dos para darte una parte de mí y otra a Orfeo –dijo con su
mayor bondad-. Pero ya no puedo -sonrió tristemente, e hizo un gesto con los
hombros como para animarlo a sonreír también-. Dejo la Fraternidad y me caso al
modo griego. Monogamia. Nunca más seré la Diosa de las Cascadas. -Date toda a
mí solo, Eurídice -insistió él con una confianza aplastante en sí mismo. Y
avanzó, lento, pero imparable, hacia su rostro, con los párpados semicerrados,
con aquellos labios maravillosos buscando su boca para el beso. Ella se sintió
desfallecer, él la estaba besando en la boca y luego en el cuello, y sus brazos
la rodeaban y ella también puso los brazos alrededor del cuello de él,
sintiendo que todo su cuerpo empezaba a abrírsele, como una flor a una abeja...
aunque, en el último momento, antes de dejarse ir, volvió a su mente la imagen
más amada de Orfeo. -¡Pero no! -intentó soltarse- ¡No! -dijo con más firmeza
cuando él pretendió seguir. Él no hizo caso de sus súplicas, continuaba
besándola en el cuello con pasión y sus manos intentaban excitarla. Se
desprendió, dio un paso atrás y dijo muy seria: -¡Ya no puede ser! ¡Tenías que
haber dicho algo bastante antes! ¡Ni siquiera te presentaste en la Fiesta de
las Colmenas, cuando podíamos elegir entre los hombres-abeja! ¡Ahora ya amo a
otro y lo amo totalmente!... Lo siento mucho, Aristeo. Él la miraba con una
intensidad que quemaba, pero en su expresión no había la menor tristeza, había
seguridad, una seguridad indomable de que la iba a conseguir. Sonrió. Eurídice
se sintió vacilar ante tanta seguridad. Estaba muy hermoso y muy terrible
sonriendo así. Sintió su poder sobre ella, tuvo miedo. -Me voy -dijo-. Adiós,
amigo... Mas él avanzó y la atrajo hacia sí con suavidad, como creyendo que
ella bromeaba, la abrazó sin besarla y se estuvo muy quieto, y a ella le entró
la ternura y lo abrazó también, pensando que había sido todo muy bonito. Ojalá
que pudiesen despedirse como buenos amigos que, en verdad, se querían. Pero él
ya intentaba de nuevo fascinarla con su mirada melosa, ya le buscaba la boca
otra vez y ella decidió que eso se tenía que terminar. -¡Para, Aristeo! -dijo
con fuerza-. Me voy, ahora sí que me voy. No la dejó desprenderse, insistió,
insistió, y esta vez con determinación avasalladora. Se sintió forzada,
violentada, quiso desprenderse y retroceder, pero la mantenía presa. Notó la
virilidad de él apretando su vientre bajo la ropa y no era algo agradable ni
excitante, sino agresivo, duro, obsceno, indigno de ser soportado por una
Dríade. Se cerró tanto como antes se había abierto. Conminó, suplicó, intentó
hablar con él, con el amigo gentil, con el caballero, con el hombre. Pero él ya
no escuchaba, no servía de nada hablar, ni gritar, ni agitarse, ni intentar
arañarle ni morderle. Ya no había allí amigo, ni caballero, ni hombre, sólo una
compulsión ciega buscando su propia culminación, una voluntad inconsciente de
penetrar y poseer, un animal en celo lanzado adelante, a tumba abierta.
Eurídice se vio de pronto acorralada contra un árbol, apretada por el vientre
de aquel hombre convertido en una bestia, que la agarraba fuertemente con una
mano, mientras intentaba arrancarle las ropas con la otra... mas no era aquél
un árbol cualquiera, era Su Árbol, el haya milenaria con cuyo Deva tanto se
había comunicado, el gran árbol que tanta energía de amor había recibido de
ella y que tanto amor y fuerza podía devolver. Se sintió, primero, protegida, después,
poderosa. De un potente codazo en plena cara echó hacia atrás a Aristeo.
Inmediatamente se le arrojó encima, dándole un brutal rodillazo en la
entrepierna que le hizo caer cabeza abajo, revolviéndose de dolor. Cuando lo
vio en el suelo le largó otra patada con toda su fuerza en el mismo lugar, que
le dolió tanto que se cortó por completo su voluntad y con ella, el hechizo que
la dominaba. En la segunda caída Aristeo quedó inconsciente. Eurídice echó a
correr, aunque, a cierta distancia, se volvió y se lo quedó mirando en pie,
dispuesta a seguir corriendo. Pero el hombre estaba bien inmóvil. Se preguntó
si no lo habría matado. Agarró una piedra, la levantó, amenazante, se le fue
aproximando con total cautela, la acercó a su cabeza, dispuesta a golpearle si
reaccionaba y se inclinó sobre su pecho. Oyó su corazón, respiraba. Se quedó
más tranquila. Bajó la piedra sin descuidar la guardia; apartó de la cara de su
agresor con la otra mano los cabellos que la cubrían y se quedó mirando un
momento el rostro de Aristeo, que seguía siendo bello y sensual. Su labio
inferior estaba amoratado por su primer codazo y soltaba un hilillo de sangre.
Lo limpió con saliva y lo acarició con pena. Luego se puso en pie, siempre con
la piedra a punto, fue hacia su árbol y lo tocó un momento, agradecida. Cuando
se alejó bastante soltó por fin la piedra, compuso un poco sus ropas medio
desgarradas y se dirigió a buen paso hacia donde pensaba que estarían sus
compañeras; aunque lo que más estaba deseando, en realidad, era meterse desnuda
bajo del agua de la cascada, lavarse y purificarse totalmente de todas las
energías oscuras que habían quedado prendidas en ella. Cuando regresó al poco,
con todas las Dríades que encontró, armadas de instrumentos de labranza, hachas
y cuerdas, para atarlo y darle su merecido, Aristeo había desaparecido y por
mucha búsqueda que hicieron, ya no lo encontraron. -¡Iremos a por él a su
casa!- gritó una. -¡Si se ha escapado, la quemaremos, para que aprenda! -gritó
otra. -¡Quemaremos también sus colmenas de abejas, eso será lo que más le va a
doler! -propuso una tercera, furibunda. Pero Eurídice, que ya se había
tranquilizado, contuvo y acalmó la furia de su grupo y, con muchas razones, les
pidió que no hiciesen nada antes de la boda ni se lo contaran a nadie y mucho
menos a Orfeo. Ya que contárselo, dijo, sólo iba a provocar que se viera en la
obligación de desafiar a Aristeo y que su inmediata boda se tuviera que aplazar
o se amargara por un lance de sangre en el que su amado pudiese correr peligro.
Después de mucha discusión, consiguió que se avinieran a un pacto de silencio;
pero las más exaltadas dijeron que a secreto agravio, secreta venganza, y que,
cuando hubieran pasado dos o tres semanas después de la boda, no iba a quedar
sino humo de la famosa granja apícola del descarado violador que se había
atrevido a profanar un bosque de Sacedotisas-Ninfas.
5-
LA BODA
.
Aquella
misma mañana se había celebrado la boda, con cientos de convidados entre los
que figuraban los propios reyes de Tracia, los príncipes y buena parte de la
nobleza. Fue, realmente, la boda del año en la capital y no pocos de los
antiguos compañeros de Orfeo viajaron desde tierras distantes para estar
presentes. Las jóvenes de la Fraternidad de las Dríades danzaron graciosamente
en coro, dejando antes bien claro que lo hacían a título particular, rodeando a
Eurídice al compás de la lira de Orfeo y de los instrumentos de una veintena de
sus amigos músicos, más otros veinte contratados, que daban sonido y color a la
ceremonia. Tras haber sido oficialmente declarados marido y mujer por los
sacerdotes de Hera, con los monarcas como padrinos y testigos, y después de
probar juntos el membrillo confitado, besarse con la boca llena de su dulzor y
ser vitoreados por todos, que arrojaron sobre la pareja un verdadero diluvio de
pétalos de flores, anises, bendiciones y deseos de una larga vida, llena de
felicidad, prosperidad y descendencia, comenzó el gran banquete en medio de la
alegría general.
A
los postres, sus antiguos camaradas argonautas pidieron a Orfeo que les
declamase algunos de sus famosos poemas cantados sobre las partes dramáticas de
su aventura y que mostrase a los asistentes, una vez más, a la
maga-serpiente-dragón Llilith que había capturado. El bardo respondió
alegremente que con mucho gusto les iba a declamar cuatro de los mejores cantos
antes de retirarse del banquete con su esposa, pero rogó que le dispensasen por
esta vez de mostrar su trofeo, porque aunque por la mañana había pensado en
traerse su cesta a la boda, al final decidió que era mejor dejarla en su casa.
16-
LA MAGA-SERPIENTE
Llilith,
la maga-serpiente, estaba furiosa por el fracaso del hechizado Aristeo, por su
vuelta a sí mismo y por su avergonzada fuga. Ahora ya sólo quería morir o
matar. Morir antes de ser humillada una vez más, permitiendo que la mostraran,
como un fenómeno de feria, en la boda de Orfeo y Eurídice, ante toda Tracia
reunida. A ella, la hija mayor del Rey Aetes de la Cólquide, guardiana de un
conocimiento iniciático ancestral, que se había ido tranmitiendo en las cámaras
secretas de los Dragones de Sabiduría durante miles de años, de padres y
maestros a hijos y discípulos, desde los mismos orígenes de la Raza Raíz Aria.
Traicionada por su propia hermana, hechizada con sus mismos hechizos, capturada
y esclavizada por un simple músico que ni conocía sus poderes ni podía
apreciarlos y que se limitaba a hacerla contorsionarse. A ella, Suma
Sacerdotisa de Hécate en el Sur del Cáucaso, cuyo único delito había sido querer
servir a su padre y a su patria, protegiendo la piel áurea del Carnero Solar
con las artes mágicas que su selectísima educación y talento le habían
proporcionado. Sabía muy bien que la historia del Vellocino o Toisón de Oro iba
mucho más allá de los ingenuos mitos de Hele y Frixo y las intrigas de su
madrasta que contaban sobre él griegos y tracios. El Vellocino era, ni más ni
menos, el propio tótem del Aries Solar, símbolo del impulso pionero de la Raza
Ariana y llave mágica de aquella poderosísima egrégora, energetizada durante
milenios por quienes sabían cómo hacerlo. El Vellocino de Oro era un
tótem-talismán sacratísimo que había sido entregado directamente a las Madres
de la Cuarta Subraza Monádica por el propio Manú Vaivasvatá hacía muchos siglos,
en la sagrada Isla Blanca, proyección externa del Reino Suprafísico de
Shambala, cuando los refinados habitantes de su Ciudad del Puente, asomada al
extenso Mar de Gobi, acomodados en el poder de su imperio y su riqueza,
comenzaban a iniciar su declinio, porque cuando el espíritu de un pueblo pierde
su impulso ascensional, la fuerza de la gravedad y la inercia lo llevan a la
decadencia. Vaivasvatá, espíritu maestro, padre y mentor, durante muchas
encarnaciones, de los hombres y mujeres de cada nuevo Nuevo Ciclo Ariano
entregó, junto con las instrucciones de su misión evolutiva, la piel rubia del
Carnero de Aries a las druidesas-artistas seleccionadas comoSemillas de la
Cuarta Lunar, cuyos especiales talentos creativos había cultivado amorosamente
en una región separada, lo mismo que también modeló a los Iniciados-Semillas de
la Quinta Solar como tenaces realizadores prácticos. Preparó las Semillas
llenándolas del carácter y misión de ambas Subrazas, para enviarlas después a
las dos, bien protegidas, a través de toda Asia, hasta la montañosa plataforma
que rodeaba el potente vórtice de la cordillera del Cáucaso, las mandó allí
para que se convirtiesen en las ramas renovadoras del Árbol Ario, para que
replantasen sus mudas hasta lo más profundo de sus raíces en el arranque del
territorio destinado a ser escenario del siguiente Ciclo Evolutivo, Europa, con
la misión de crear, desarrollar e implantar en Occidente una civilización
mundial basada en el impulso de ariete corajoso y libertario hacia el
desarrollo de un intelecto creativo, racional e intuitivo, discriminador y
riguroso, es decir, la sólida base de un Cuerpo Mental Superior. Eso era lo que
significaba el símbolo sagrado del Vellocino. Después de cumplir aquel
objetivo, hasta acabarse exitosamente el ciclo evolutivo de influencia europea
sobre el planeta, el Cuerpo Mental de la Humanidad tendría que seguir
cultivándose, en nuevos e ignotos escenarios situados todavía más lejos,
siempre hacia Occidente, hasta ser capaz de purificarse e integrarse con el Alma
Colectiva Universal durante la Sexta Subraza Aria y ésta con su Mónada durante
la Séptima. Los Antiguos sabían muy bien para qué estábamos manifestando
nuestros espíritus eternos en este plano de pruebas y aprendizajes, de
conocimiento, dominio y sutilización de la materia, y los Dragones de
Sabiduría, los Iniciados, asistidos desde las Dimensiones Superiores por las
Jerarquías no encarnadas, eran los celosos guardianes y vigilantes del correcto
cumplimiento del Plan Divino, en cada nueva etapa de la Humanidad. Poco tiempo
después de la solemne entrega del Tótem del Carnero, el Manú Vaivastavá,
Fundador y Guía Inmortal de la Quinta Raza Raiz, dio el impulso y la orden para
que comenzara la emigración-peregrinación de ambas Subrazas, siguiendo el
Caminar del Sol, desde las orillas remotas del Mar de Gobi hasta el nudo
montañoso del Cáucaso, con la colaboración y protección del poderoso ejército
de los persas, que estaban comandados por una élite de iniciados arios emigrada
diez mil años antes, la de la Tercera Subraza, o Iraniana, aquella a la que el
Instructor Zoroastro predicó la Religión del Fuego, en el cual aprendieron a
ver la manifestación material más pura de la Divinidad. Los Iniciadores
contaban que desde muchísimo tiempo antes, los mayores enemigos de los Arios en
las estepas asiáticas siempre habían sido los salvajes Turanianos, cuyo poder
residía en el número de jinetes que engrosaba sus hordas, por causa de eso los
Turanios, desde hacía muchos siglos, promulgaron leyes que estimulaban tener cuantos
hijos pudiesen, los cuales eran apartados de sus progenitores en cuanto tenían
edad para sostener un arma y criados y alimentados con los impuestos de toda la
tribu, agrupados en batallones ecuestres de lanceros, o incluso de desalmadas
amazonas arqueras, que casi acabaron con los reinos mesopotámicos y luego
persas de los Árabes e Iranios, pueblos que, también procedentes de Shambala en
emigraciones-peregrinaciones más antiguas, habían constituído la Segunda y
Tercera Subrazas Arias. Pero aquel desarraigo familiar Turanio, propio de
retardatarios de la Era Anterior, como ellos eran, también fue padre del
continuo estado de anarquía, competencia y guerra incivil entre ellos mismos,
así como de su incapacidad para organizar un imperio coherente. A pesar de sus
sanguinarias victorias, jamás pasaron de ser grandes bandos de depredadores
errantes y de pastores de ganado robado, que vivían de saquear a otros pueblos
más industriosos, de asesinar a los hombres y de llevarse a la fuerza a las
mujeres, lo que, de alguna manera, contribuyó a mejorar un poco más su Raza, ya
que sus descendientes fueron los actuales nómadas de las estepas asiáticas,
esos que los viajeros denominan como Escitas, Tártaros, Mongoles y otros
nombres aún más exóticos. ...Una vez sometidas con mucho esfuerzo las tribus
depredadoras de bárbaros descendientes de la brutal estirpe turaniana, que
hasta hacía poco devastaban periódicamente, desde las alturas del Cáucaso, la
frontera persa, la Cuarta Subraza se estableció al sur de la cordillera,
entanto que la Quinta lo hizo al Norte-Nordeste, en los litorales occidentales
del Mar Caspio, lo que provocó que se fueran diferenciando más y más, y que
hasta compitiesen entre sí los hermanos, cada día más lunares y matriarcales
los Nuevos Caucasianos del Sur y más solares y patriarcales los del Norte, tal
como el Manú lo había programado, con su visión planetaria. Siglos después,
hombres de la Quinta Solar, que ya se había extendido hasta el mar de Azov,
robaron a sus primos el dorado tótem de Aries y se lo habían llevado como
bandera y talismán de poder a su agresiva conquista de los Balcanes, para caer
seguido, como halcones, sobre la Pelasgia Occidental. Porque para entonces, los
de la Cuarta Lunar habían logrado extenderse por toda la Pelasgia Oriental y
las Islas del Gran Verde, no por la fuerza de las espadas, como ellos, sino
usando sus artes femeninas de seducción de pueblos, sin ninguna violencia.
Hasta que las Sacerdotisas lograron dominar con su civilización todo el
Mediterráneo y los pueblos de sus orillas, teniendo a Creta como su principal
centro de influencia. Pero fue cayendo toda la Pelasgia Egea en poder de los
Arios Solares, y un día cayó la misma Creta. En ese momento, el más oscuro para
la Subraza Lunar, la Antigua Diosa, haciendo que una nube tomase la forma de la
diosa olímpica Hera, inspiró a dos de sus hijos para arrebatar por sorpresa el
Vellocino a los sacerdotes de Zeus Lafistio en Tesalia, cruzar el mar y
devolverlo a la caucasiana Cólquide y a su santuario original en el Bosque
Sagrado de la Gran Madre, No podían imaginar sus guardianes-iniciados que
aquellos tenaces helenos acabarían por organizar toda una expedición con lo más
florido de sus héroes para apropiárselo de nuevo, como símbolo de su predominio
actual. El distinguido linaje familiar de Llilith había ido transmitiendo de
padres a hijos y de generación a generación recuerdos fragmentados de algunas
de las antiguas magias toltecas de la Raza Anterior dentro del mayor sigilo,
pues estaban muy mal vistas entre los Arianos, pero aquellas técnicas psíquicas
recobraron su sentido y cubrieron sus lagunas cuando un chamán de una tribu de
nómadas Turanios fue capturado en combate en el Kurdistán y reducido a la
esclavitud por su padre, el rey Aetes. A cambio de su libertad, el chamán les
enseñó a invocar y conseguir la alianza de las Fuerzas Oscuras de los Señores
del Caos, Dragones de Sabiduría de mundos paralelos quienes, en trueque de que
la familia real de la Cólquide les sirviese de canales transmisores y
ejecutores de sus deseos en la dimensión física, enseñaron a sus servidores
como recubrirse de monstruosas apariencias, por medio de sugestiones hipnóticas
que dejaban a sus enemigos paralizados de miedo o los ponían en fuga. De esa
manera había ella defendido contra intrusos el Bosque Sagrado donde se
guardaban los más preciados talismanes de los Caucasianos del Sur. Pero no le
sirvió de nada haberse convertido en pavoroso dragón ante los Argonautas. Las
malditas diosas olímpicas Hera y Afrodita habían hecho que su hermana Medea,
una hechicera de mayor rango que ella, se apasionase locamente por el jefe de
la expedición extranjera. Cuando Orfeo la distrajo un segundo con el encanto de
su música, la renegada de Medea, ávida de ser aceptada entre los griegos, le
lanzó un doble hechizo: el dragón se convirtió así en una pequeña cobra que
pudo ser fácilmente capturada y la fórmula para retornar a su apariencia
humana, usando su voluntad, quedó borrada de su mente. La digna sacerdotisa
ex-guardiana del Tótem del Carnero Sagrado, ahora hechizada y aprisionada bajo
una vil forma de serpiente, maldijo una vez más a la poderosa Afrodita que, en
el colmo de su perversidad, la había hecho concebir por su captor aquella
inmunda pasión servil, infinitamente dolorosa y totalmente imposible de
satisfacer, aunque se quisiera, porque él sólo era capaz de mirarla como un
trofeo, como un monstruo, como una rareza filtrada al mundo real desde las
esferas infernales. Ni siquiera sentía deseo de tocarla, ya que el hechizo de
Medea la había impedido regresar a su verdadera forma: una princesa real
elegante y bella, con dos piernas, como todas las demás mujeres, en vez de
aquella asquerosa cola de serpiente que todos veían cuando era obligada a
practicar sus transformaciones. -¡Hécate! ¡Hécate! -gemía encerrada en su
cesta- ¿Por qué me has abandonado, Diosa de las tres caras? …Ingratos Señores
del Caos ¿no os he servido con toda lealtad mientras pude? ¡Diosa de la Luna,
ilumina un poco esta negra sombra en la que me encuentro encerrada desde hace
un tiempo que ya parece una eternidad! ¡Diosa de la Muerte libérame o mátame
para que se acabe de una vez esta insoportable humillación, esta tortura
infinita que me corroe! ¡Dragones de Sabiduría del odio y la venganza!- invocó,
imaginando con la mayor concentración su Círculo de Poder y atreviéndose, en el
momento de su mayor rabia y desespero, a recurrir a lo más oscuro y perverso de
sus artes mágicas, aunque sabía que eso significaría arrojar a su alma al Bajo
Astral- ¡Poderosos Dragones del odio y la venganza! íLiberadme de esta
incapacidad que tengo para clavarle mis venenos a mi insensible tirano! ¡Cada
vez que mis colmillos de cobra llegan cerca de sus pies, esta maldita pasión
que me condena me obliga a besárselos y lamérselos, en lugar de enviarlo a los
infiernos para siempre! ¡Hécate, mátame, libérame o véngame! ¡¡Mátame, libérame
o véngame!! Oyó como se abría la puerta del cuarto, mudaron las condiciones de
luz tras los mimbres entrelazados de su cesto, sintió los conocidos pasos de
Orfeo yendo en procura de su lira y de su flauta, colgadas en la pared de
enfrente. Sin duda estaría ya vestido para la ceremonia y sólo venía a recoger
sus instrumentos y su propia cesta, para enseñársela a todo el mundo una vez
más, convertida en un ser espantoso. Ahora venía hacia ella... ¡Estaba abriendo
la tapa de la cesta! ¡Hécate libérame de mi hechizo, dame fuerzas para morder
su mano o, al menos, para dar el salto hacia él, agredirle, de manera que se
vea obligado a aplastarme la cabeza! ¡¡Diosa, Diosa, Diosa mía, escúchame!!
Orfeo había abierto la cesta y su mano estaba al alcance de sus colmillos,
quiso saltar y morderle salvajemente, pero una gran parte de su esclavizada
voluntad no se lo permitió tampoco esta vez. En lugar de eso, se irguió
contoneándose, como un perro que mueve la cola, y proyectó su lengua bífida en
un servil beso de salutación a las manos del maldito objeto de su pasión. Todo
eso le costó un esfuerzo tan inmenso que tuvo, enseguida, que enroscarse sobre
sí misma y regresar al fondo de la cesta. Hécate la había abandonado
definitivamente. Orfeo, elegantísimo en su traje principesco de boda, la estuvo
observando durante un rato, dudando de si llevarla o no a la ceremonia, para
que todos se divirtieran con ella. De pronto, por primera vez, sintió pena de
su prisionera y se vio en su lugar. Decidió no llevarla. Cerró la tapa, recogió
sus instrumentos y salió del cuarto. Llilith esperó a oír el sonido de la
puerta al cerrarse, pero, en su lugar, la sintió rebotar y quedar abierta...
continuaba habiendo, además, bastante luz natural en la habitación. Orfeo tenía
muchas cosas que hacer aquel día, tendría prisa y además estaría nervioso. Tuvo
un presentimiento. Estiró la cabeza y comprobó que podía abrir con ella la tapa
de la cesta, Orfeo había disminuido su alerta y se olvidó de echarle el
pestillo. Hécate estaba con ella. Se deslizó fuera de la cesta y bajó al suelo;
la puerta del cuarto estaba entreabierta. Cruzó la casa con el máximo de
atención: ningún sonido. Todos se habían marchado a la boda. A través de una
escondida hendidura en un punto del muro que conocía, consiguió salir al jardín
¡Gracias Hécate! ¡Gracias, gracias, gracias, Diosa mía!
17-
LA MUERTE DE EURÍDICE
Orfeo
y Eurídice habían conseguido desprenderse de los convidados a la boda, montar
juntos sobre un caballo blanco y galopar hasta la casa. Entrado el caballo y
cerrado el portón a su espalda, Orfeo puso pie en tierra y ayudó a su reciente
esposa a descender. Quedaron un momento así, pecho a pecho, mirándose
tiernamente a los ojos, engalanados ambos con sus tan formales, lujosos y
pesados trajes de boda que les habían hecho sudar todo el día, hasta que él dio
un grito de niño travieso, corrió, sosteniéndola entre sus brazos, hasta la
pileta de agua que había en el centro del jardín y se arrojó con ella adentro.
Ascendieron a la superficie jugando y riendo como chiquillos, al tiempo que se
arrancaban la ropa el uno al otro, se abrazaban, se besaban. Eurídice logró
salir, medio desnuda, de la piscina y se echó a correr por el jardín, jugando a
amplificar el deseo. Orfeo la siguió, consiguió cogerla por la cintura, la
volvió a empujar a la pileta y él se echó detrás. Ella le arrojó agua a la
cara, lo esquivó y consiguió salir corriendo por el jardín de nuevo; él la
seguía, pero tropezó y cayó, dándole tiempo suficiente para esconderse detrás
de los árboles, aunque ella continuaba llamándolo e incitándolo. Ese era el
momento que Llilith había esperado durante largas horas: salió rápidamente de
donde estaba escondida, reptó hasta las raíces del árbol y desde allí clavó su
odio y su resentimiento, con toda su fuerza, en el tobillo de Eurídice. Un
grito agudo señaló a Orfeo el árbol tras el cual estaba escondida su juguetona
esposa; llegó hasta allí corriendo, con una gran sonrisa, dispuesto a capturarla
y gozarla; pero ella acababa de desplomarse en un parterre de flores malvas,
amarillas y violetas y una cola de serpiente trataba de ocultarse entre las
hojas secas que había al pie del tronco. -¡Mi amor! –gritó inclinándose sobre
ella- ¿Qué te pasa? -pero ella apenas acertó a sujetar fuertemente con su mano
la suya, mientras su cuerpo desnudo se convulsionaba. Orfeo descubrió el
hilillo de sangre que manaba por su tobillo y la picada de cobra; aplicó
inmediatamente allí sus labios, succionó, escupió, succionó otra vez, gritó
muchas otras pidiendo ayuda sin conseguirla. A nadie se le ocurre acudir a la
casa de unos recién casados, por mucho que griten. La mano de Eurídice se
aflojaba y él percibió con angustia que se estaba yendo; se quedó totalmente
inerte, con los ojos abiertos, vidriosos, y su respiración se hacía cada vez
más dificultosa. Orfeo, quebrado de dolor, viendo como Eurídice agonizaba entre
sus brazos, corrió hasta el caballo para tomar su flauta, obligó a salir de su
escondite y capturó inmediatamente a la cobra con su música, la acosó contra la
esquina de un muro de piedra y la torturó tocando sonidos violentos que la
hacían revolverse por dentro, tratando de arrancarle el conocimiento de cómo
hacer para contrastar su veneno; pero Llilith respondió, con cruel sarcasmo, en
medio de su tormento, que cualquier remedio para el odio criminal que él había
despertado en ella era inútil: “-...¡Lo único que podrás hacer por tu Eurídice
será ir a buscarla al mismo país de los muertos!” Justo en ese momento, a su
lado, Eurídice dejó salir su último suspiro con un leve gemido y se quedó
mirando al cielo con los ojos abiertos, asombrados. Orfeo, enloquecido, agarró
a la cobra por la cola y la golpeó contra el muro muchas veces, después la
pisoteó brutalmente y le arrojó piedras hasta cubrirla.
VERSIÓN 2016. ENTREGA 6
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